LA HISTERIA MASCULINA, 1886-1986 (Pierre Bruno)

1886-1986: LA HISTERIA MASCULINA

Relator: Pierre Bruno. Con B. Bautista, M. Bousseyroux, M. Lapeyre, M.J Sauret, C.Terrisse y A Vals.
   
    El encuentro de Freud con la histeria masculina tuvo lugar en Paris, en octubre de 1885, donde se había trasladado para asistir a las enseñanzas de Charcot. Un año más tarde, en Viena, expuso en la Sociedad de Medicina, la concepción de la histeria masculina que había aprendido del maestro de la Salpétrière. Su primer trabajo clínico, presentado poco después para responder a un desafío del Profesor Meynert, consistía en el caso de Augusto P., calificado por Freud de histeria traumática. (1) -De la constancia de la tesis según la cual la histeria como tipo clínico existe tanto en el hombre como en la mujer, da testimonio lo que podemos leer en uno de los últimos escritos de Lacan: “No hay sentido común en el histérico, y aquello donde juega para ellos o para ellas la identificación…” (2). “La histeria masculina” sería entonces una pregunta clásica de la clínica freudiana, pese a la ausencia de un paradigma clínico incontestable y la relativa marginalidad de su abordaje en la literatura analítica, lo que resuena con la feminización, más corrientemente practicada, del género histérico. Sin embargo, viendo las cosas de más cerca, es al corazón mismo de la elección del sexo, por un lado, y de la escritura del discurso analítico por el otro, adonde nos conduce interrogar ordenadamente esta aparente atipia: la histeria masculina.
I.

Es, entonces, gracias a Charcot, que Freud da sus primeros pasos en la investigación de la histeria. Charcot, si bien era anátomo-patólogo, abordó la histeria esencialmente como clínico. Freud le rindió homenaje reiteradamente (3) por haber constituido la histeria en tipo clínico, donde las diversas formas sintomáticas se podía ordenar en una serie objetivable, excluyendo la asimilación de la histeria a la simulación y asegurando su inserción en la ciencia. Al mismo tiempo, la histeria era calificada de neurosis, es decir, no reductible a una lesión orgánica, aun cuando en este punto, la noción alternativa de “lesión dinámica” que proponía Charcot fuera ambigua algunas veces.
    Lo esencial del camino abierto por Charcot fue, sin embargo, el haber elaborado una concepción del traumatismo particularmente apropiada para la explicación de la histeria que denomina “viril”. El traumatismo, choque local, produce un proceso fisiológico de paresia provisoria que lleva al sujeto conmocionado a la idea de impotencia motriz, de donde resulta, por autosugestión, la formación de un síntoma histérico de parálisis (4). A esta explicación corresponde una confirmación experimental: es posible reproducir artificialmente el síntoma histérico de parálisis (4). A esta explicación corresponde una confirmación experimental: es posible reproducir artificialmente el síntoma histérico, sea por sugestión bajo hipnosis, sea por un choque local bajo hipnosis.
    Varios años más tarde Freud considera que el efecto patógeno del traumatismo no está ligado, como lo suponía Breuer, a un estado fisiológico particular, el estado hipnoide, sino a las significaciones que el sujeto le confiere al traumatismo, y de las que no quiere saber nada. De esta manera, Freud se separa irreversiblemente de Charcot para fundar el psicoanálisis en el concepto de represión (5).
    Hasta acá, no hay nada que suministre un rasgo distintivo de la histeria masculina. Por el contrario, es a partir de las curas de mujeres histéricas que Freud remodela, sin abandonarla, la teoría del traumatismo, para esbozar una teoría del fantasma. Será necesario esperar a que la primera guerra mundial actualice el problema de las neurosis de guerra para que se retome el examen de los efectos patógenos del traumatismo.
    Tal será la tarea del V Congreso Internacional de Psicoanálisis de 1918, en Budapest. La posición de Freud frente a estas neurosis es a la vez prudente y firme: “Que el examen, todavía no profundo de las neurosis de guerra, no haya revelado que la teoría sexual de las neurosis sea exacta, no es lo mismo que si hubiera revelado que esta teoría no es exacta” (6).
    Y concluye su introducción de esta manera: “Incluso se podría caracterizar legítimamente a la represión, que está en la base de toda neurosis, como una reacción a un traumatismo, como una neurosis traumática elemental” (7).
    ¿Quiere decir que Freud consideraría a la neurosis de guerra como una variante de la neurosis histérica? Aun cuando en “Más allá del principio del placer” Freud  esboza una aproximación entre histeria y neurosis traumática está fijada psíquicamente a su traumatismo, no lo hace sin mantener una cierta reserva. Es necesario mencionar las razones de esta reserva, porque anticipan algo sobre los problemas fundamentales e inéditos que pueden plantearse de manera privilegiada a partir de la histeria masculina. 1) En las neurosis traumáticas el sufrimiento subjetivo es más fuerte y no deja de hacer recordar a la hipocondría y a la melancolía. 2) Para explorar la vía que permitiría aclarar previamente lo que hay de masoquismo  por un lado y de libido narcisista por el otro. Sin embargo, no es directamente en la filiación histeria viril-neurosis de guerra que Freud renueva su investigación de la histeria en el hombre, sino en dos casos, de los cuales uno, el del pintor Cristobal Haitzmann, es tomado de la historia de la demonología, y el otro, el del escritor Feodor Dostoyevski, de la historia de la literatura.
    El primer caso es examinado en el artículo Una neurosis demoníaca en el siglo XVII, apareció en 1923. Freud se apoya en un conjunto de documentos que relatan la firma de un pacto entre Cristobal Haitzmann y el diablo, y la salida, gracias a dos exorcismos, de esta posesión. Aun cuando la expresión “neurosis histérica” no figura en el texto Freud toma partido claramente: se trata de una neurosis, y no de una psicosis; se trata de “manifestaciones de histeria” bajo la “vestimenta demonológica” (además, en esta ocasión, Freud evoca a Charcot como el primero que supo reconocer la histeria bajo dicha posesión).
    El análisis minucioso que Freud presenta en este caso se puede articular así:
    1- El pacto con el diablo que firma Haitzmann en 1669 es consecutivo a la muerte de su padre. He aquí las condiciones del pacto: el diablo se encargaría de reemplazar por 9 años a su difunto padre. En cuanto al motivo del pacto, sería, para Haitzmann, poder salir gracias a ese reemplazo de un ataque de melancolía acompañado de inhibición para el trabajo.
    2- La tesis de en varietur de Freud, es que el diablo era el sustituto del padre, aun cuando Haitzmann lo haya representado con pechos que lo feminizaban, a partir del segundo de los ocho cuadros que consagró a representar la historia de su posesión.
    3- Si el diablo es el sustituto del padre, que Haitzmann elija contraer un pacto con él, testimonia su amor por el padre. Sin embargo, la transformación del duelo en melancolía indica que este amor por el padre enmascara el odio por el padre desarrollado en el complejo de Edipo. Aquí nos da Freud una indicación extremadamente preciosa concerniente a la manera en que él habría conducido la cura si Haitzmann hubiera sido uno de sus pacientes. Lo hubiera conducido “a volver a recordar cuando y a raíz  de qué tuvo lugar el que temiera y detestara a su padre” y hubiera tratado de descubrir “los factores accidentales que se sobre agregaron a los factores típicos del odio hacia el padre”.
    Por primera vez, podemos apresar un rasgo diferencial esencial de la histeria masculina: la intensidad sobre determinada del odio por el padre en el complejo de Edipo. Con relación a esto, observemos la parte izquierda del tríptico (8) pintado por Haitzmann en 1678 (entre los dos exorcismos): se ve un perro negro ladrando contra el burgués que en la serie de ocho cuadros consagrados a la histeria de posesión, figura como la primera representación del diablo. En este tríptico el diablo se interpone entre el perro y una dama que, curiosamente, posee ya la carta del pacto. De esta manera, el arte es el medio de expresión privilegiado del odio contra el padre. La pérdida de ese arte, consecutiva a la muerte del padre, es también para Haitzmann la pérdida de su deseo: “Quien pierde su loco pierde su voz”. La hipótesis de Freud según la cual el padre habría contrariado la vocación artística de Haitzmann, no surge sin fundamento. Finalmente, el odio por el padre, reprimido de esta manera, encontrará su traducción en la degradación del padre en diablo.
    4- El amor al padre, que opera una inversión del complejo de Edipo, no por eso es una solución. Ciertamente, evita el enfrentamiento, en el odio, de Haitzmann con su padre: sirve, pues, para eludir la castración por el lado masculino en nombre del goce, pero el problema de la castración reposa ahora del lado femenino , puesto que Haitzmann se encuentra en posición femenina frente al padre.
    5- Es para contrarrestar la castración del lado femenino que, desde el segundo de los cuadros de la serie de ocho, Haitzmann representa al diablo  bajo una forma feminizada agregándole mamas. Es que Haitzmann se encuentra en un impasse subjetivo. No acepta la castración ni del lado masculino, retrocediendo ante el enfrentamiento con el padre, ni del lado femenino, retrocediendo ante la implicación de una posición femenina en relación con el padre. El compromiso que adopta es precario: consiste en representar el diablo como mujer, es decir, castrar al padre, aquello por lo que Haitzmann espera poder mantener la denegación de la propia castración.
    6- Con esto se puede ahora aprehender lo que en última instancia es determinante: el impase de Haitzmann, su retroceso frente a la elección del sexo, debe referirse a la defensa contra la castración materna. Tal es el sentido de la segunda explicación de Freud en cuanto al porqué de la feminización del diablo. Esta feminización relativa una fijación a la madre como todopoderosa, como Otro no barrado. Es además sobre esta vertiente que Haitzmann va finalmente a inclinarse, cediendo en su deseo, para ponerse en manos de la Virgen María. Con esto neutraliza la mediación paterna necesaria para salvar su deseo. Deseo que a partir de entonces se reduzca, ya una vez tomadas las órdenes, a una afición a la botella. Prenderse a ésta funciona como límite al goce del Otro.  
    7- El episodio decisivo de esta rendición es relatado por el mismo Haitzmann en su diario. El 26 de diciembre de 1677, llegando a la iglesia del St. Etienne para rezar, se cruza con una joven y bella dama acompañada de un elegante señor, que le hace “imaginar” que él mismo es “este señor y que está tan bien vestido como él”. Esta sustitución al hombre como objeto de amor de una mujer, lo hubiese sostenido como hombre deseante identificado al rasgo unario “bien vestido”. Sin embargo, es en esto donde fracasa: golpeado por “un trueno y una llamarada” renuncia definitivamente a asumir su rivalidad hostil con el padre. Esta característica de “cobardía” frente al padre es la que reencontramos en el artículo de 1928 Dostoyevski y el parricidio. Aquí también, similitud que merecería por sí sola un estudio sobre la sublimación, resulta que sólo en la expresión artística Dostoyevski puede enfrentar, con la puesta en escena novelesca del parricidio, el odio contra el padre. Pero, como lo subraya Freud de entrada, fuera de su arte, es un cobarde.
    En cuanto al resto, no podemos menos que comprobar la notable correspondencia con el análisis del caso Haitzmann. La enfermedad toca a Dostoyevski en su primera juventud “bajo la forma de una melancolía súbita y sin fundamento”; “tiene entonces el presentimiento de que va a morir ahí mismo”. Sin hesitar, Freud interpreta este sentimiento como significado “una identificación con un muerto, una persona efectivamente muerta o aún viva, pero a la que se desea la muerte”, señalando que este segundo caso, el de Dostoyevski, es el más significativo. Puede entonces definir el ataque histérico como “un autocastigo por el deseo de muerte contra el padre odiado” y plantear como su resorte la inaceptabilidad del odio hacia el padre, en tanto deriva en la angustia ante él y el espanto por la castración. Tanto en Dostoyevski como en Haitzmann, esta angustia y este espanto se redoblan en la posición femenina, incluso en la homosexualidad, que no pueden proveer el refugio buscado contra la castración. “Querías matar al padre a fin de ser tú mismo el padre. Ahora eres el padre, pero el padre muerto”, tal es el mecanismo del síntoma histérico en el hombre. Descubrimos así la modalidad por la cual el hombre histérico se distingue del obsesivo: En lugar de promover al padre muerto como significante-amo, se identifica a él en el retorno de lo reprimido que impone el síntoma histérico, lo que a veces va acompañado de graves fallas de su propia función paterna en tanto que no quiere saber nada de la verdad que esconde el síntoma en cuanto a su castración.
    Finalmente, podemos observar la disimetría que denota la histeria en el hombre en relación a la histeria en la mujer. El amor por el padre, en ella, es consecutivo a su castración, y su relación con la muerte del padre no está inscripta en la misma lógica temporal. 

 pintor Cristobal Haitzmann

II
     El legado freudiano concerniente a la histeria masculina tiene sus vicisitudes. En efecto, por un lado, la primera generación de discípulos de Freud, como Abraham, Ferenczi y Simmel, se esforzó, principalmente a raíz de las neurosis de guerra, por verificar las tesis que imputaban a la ortodoxia freudiana una ligazón entre las neurosis de guerra con la histeria traumática. Lo hicieron con un apresuramiento por ser freudianos que tenía como contrapartida el borramiento de los problemas suscitados por Freud a partir de la separación que él preserva entre las neurosis de guerra y la histeria. Sin embargo, procedieron con gran pertinencia clínica, y sus trabajos merecen aun hoy día ser leídos con atención. Citaremos, por ejemplo, la gran fineza con que Abraham hace notar que en la guerra, “se trata, no solamente a estar dispuesto a morir, sino también a matar” (9), cosa frente a la cual hemos visto que el hombre histérico tiene razones específicas para sustraerse en toda la línea. Hay que acordar una mención especial a los trabajos de Helene Deutsch sobre histeria masculina. No sólo por la variedad y la especificidad de los síntomas que aborda -terrores nocturnos, enuresis, impotencia… – sino por el rigor con el que mantiene la referencia al Edipo y a la castración, aún en la consideración de los eventuales fantasmas “femeninos” (fantasmas de nacimiento). Señala también, indicación clínica de primer rango cuánto sufre el recurso al padre en cierto modo por las disposiciones benevolentes y dulces del mismo: “ni el más pequeño gesto que pueda ser interpretado como amenaza de castración” (10).
    Con estos autores se cierra un período de fidelidad hacia Freud. Lo que vamos a encontrar luego constituye un cuestionamiento generalizado de sus tesis sobre histeria masculina (y sobre las fronteras entre neurosis y psicosis). Este movimiento crítico comienza con el libro de I. Malcapine y R.A. Hunter, aparecido en 1956, y cuyo título es programático: On schizophrenia, 1677 (11). El eje de esta revisión se origina en una controversia: el diablo, en el caso de Haitzmann, no sería un sustituto paterno, sino un sustituto masculino-femenino, bisexual o pre-sexual, en todo caso no referido al Edipo. Sobre esta base, Malcapine y Hunter establecen una equivalencia entre el delirio de procreación del presidente Schreber y un fantasma delirante de procreación que le imputan a Haitzmann, del que su pacto con el diablo sería el testimonio. (11). Lacan, a propósito del estudio de ida Malcapine sobre el presidente Schreber, ha hecho justicia de este recorrido que se encasilla en una seriación de formaciones imaginarias ocultando lo que en el problema del padre constituye una orientación de estructura indispensable. No es sorprendente que los autores concluyan calificando a Haitzmann y a Schreber de esquizofrenia paranoide, categoría en la que no hesitan en incluir a Anna O. en tanto presente, según su criterio, un fantasma delirante de embarazo. Se conocen los daños que ha entrañado esta concepción al desvanecer tendenciosamente el concepto mismo de histeria.
    Menos arriesgada es la tesis defendida en 1975 por un psicoanalista belga de la IPA, G. Vandendriessche (12). En efecto, este autor considera que es imposible convertir seriamente la tesis freudiana del diablo como sustituto del padre. Pero se apoya en la ambivalencia fundamental respecto del sexo, ambivalencia que según él no es dialectizable, para mantener el diagnóstico de psicosis. Ahora bien, como hemos visto, esta ambivalencia en cuanto al sexo está fundada en el odio al padre; todo el problema, entonces, es saber si esta no-asunción deriva de la forclusión o de la represión. La respuesta ya está en Freud: en el paranoico el enunciado: “lo odio”,  “no puede jamás devenir consciente bajo esta forma”.  (13). Nada de esto es Haitzmann, para quien por el contrario, Freud pensaba que hubiera sido necesario llevarlo a interrogarse sobre la génesis de ese enunciado. Veremos, sin embargo, en la dirección de la cura de los histéricos, cómo la extrema dificultad para mantener esta orientación, puede explicar la impresión de encontrarse frente a un obstáculo infranqueable. Esta casi aporía clínica tiene que ver con lo que condujo a Lacan a elucidar las condiciones de definición del discurso analítico, sin las cuales la posición del histérico es inexpugnable.

III

    La enseñanza de Lacan en lo referente al histérico no se deja evaluar fácilmente porque se resiste a que se la interprete como relleno de un tipo clínico que Freud habría dejado inacabado o insuficientemente fundado. Esta acotación podría pasar por  paradojal si se enumeran las figuras célebres, pertenecientes a la ficción, como Hamlet, o la historia, como Sócrates o Hegel, a las que Lacan les endilgó el epíteto de “histéricos”. Sin embargo esta observación se justifica porque el esfuerzo de Lacan no estaba dirigido a congelar un diagnóstico y a justificarlo, sino a elucidar el estatuto del histérico en relación al acto, la transferencia, la ciencia, en fin, al discurso.
    El título del seminario donde Lacan desarrolla el análisis de Hamlet es bastante significativo: El deseo y su interpretación. Lacan no desmiente la tesis de Freud, que se encuentra en la Traumdeutung, y que hace de Hamlet un histérico, en tanto retrocede ante la muerte de Claudio porque no es “mejor que el pecado que quiere castigar”. ¿Pero Lacan va más allá, o al costado, de esta tesis, planteando una pregunta inédita: Qué es lo que finalmente permite a Hamlet actuar? Su respuesta: la identificación de Hamlet a Laertes, por lo cual realiza el duelo por Ofelia, es decir, descubre que el objeto perdido, supuestamente reencontrado, no hubiera podido satisfacerlo. Herido de muerte por el mismo Laertes, Hamlet entrevé en la imposibilidad de este objeto la causa misma de su deseo, y entonces puede herir a Claudio. Modo, dice Lacan, “de parir la castración”. Considerar este reencuentro con el deseo, que acá libera el acto, como fin del análisis tentó por un tiempo a Lacan. Así como promover, dando importancia al pasaje de la impotencia al acto en el histérico, una figura del analista como sujeto deseante, es decir, en paz con su división.
    La misma interrogación se prolonga y se amplifica en el seminario sobre La Transferencia, motivada esta vez por Sócrates. Aunque como Lacan lo dirá unos años más tarde en “Radiofonía”, Sócrates es histérico porque “pone al amo entre la espada y la pared para producir un saber”, determina la mutación de una “doxa” en ‘episteme”. No es Sócrates, por esto, analista, sino de una “cierta manera”. En efecto, desde el seminario sobre la transferencia, Lacan nota cómo Sócrates se escabulle de Alcibíades (quien descubre en él, el agalma que lo hace deseante), lavándose las manos de la transferencia para mejor referirse a la mujer como la única que guarda la verdad sobre el amor. Que se escabulla rehusando su cuerpo no debe engañarnos. De lo que se elide es, de la construcción del fantasma de Alcibíades, falto de aceptar hacer semblante como objeto a.
    Planteamos pues que el examen profundizado de Hamlet y de Sócrates en su relación con la histeria permitió a Lacan recusar una concepción del fin de análisis como institución subjetiva, en favor de una proposición radicalmente nueva de destitución subjetiva. Se hacía entonces posible construir una escritura del discurso analítico distinta del discurso histérico. Se puede situar esta transición entre el escrito “Kant con Sade” de 1962 y el seminario El acto analítico (1967-1968).
    En este nuevo contexto, del que intentamos evocar brevemente las coordenadas, qué incidencia tuvo la elaboración del discurso histérico en el problema de la histeria masculina/ Retendremos tres puntos como jalones de un estudio a proseguir.
    1. Destaquemos de entrada este enunciado de Lacan en el seminario del 18 de junio de 1969 (De un Otro al otro): “El sujeto histérico hace el hombre que supondría saber la mujer”. Si lo descomponemos, podemos atribuir como rasgo común a los histéricos, hombres o mujeres, la suposición de la mujer como sujeto supuesto saber. Realizar a la mujer como no-toda, sería entonces, del lado del histérico, equivalente a la destitución subjetiva.
    2. ¿Sin embargo, se puede leer de la misma manera para el hombre y la mujer el “hacer el hombre?” Del lado de la mujer, podemos fiarnos de la explicación que Lacan propone desde La dirección de la cura y los principios de su poder. La identificación histérica de una mujer a otra mujer supuesta como siendo el objeto de amor del padre, deja a la primera sin respuesta en cuanto a la pregunta por qué atraería al padre en esta otra que no sabría sin embargo satisfacerlo (14) . Una mujer se identifica a un hombre en tanto él presentica esta pregunta…. y, agregamos, su respuesta, de suponer saber la mujer.
    ¿Cuál sería, entonces, el sentido de “hacer el hombre” para el hombre histérico sino el de hacer el hombre que la histérica plantea como supuestamente sabiendo la mujer (cf. Don Juan)?
    3. Esto aclara cómo se reparte el problema del padre castrado según se esté en la vertiente hombre o en la vertiente mujer. Desde la vertiente mujer, el padre es castrado porque no podrá jamás, salvo muerto, alcanzar el goce absoluto al que apunta. Ella se introduce así, directamente, sin desafíos, en la función del Nombre-del-padre, y realiza la esencia de su propio deseo insatisfecho, que ningún padre viviente podría saturarlo. La dialéctica del deseo se inscribe según la secuencia: padre castrado-padre muerto-padre real. Desde la vertiente hombre, el padre muerto no abre el acceso a la función del padre real: por un lado reenvía al padre castrado como impotente, por el otro al padre real como terrible. O sea que desde ambos lados tenemos que vérnosla con la imaginación del padre, escindido en las dos figuras del impotente y del implacable, a las que el histérico hombre se identifica por turno.
    En relación a esto, osaremos fundar en el héroe de Wedekind el paradigma del histérico, en la tragedia infantil a la cual Lacan consagró un prefacio fulgurante: Es Moritz. Dejemos hablar a Lacan: “Queda que un hombre se haga El hombre para situarse como Uno-entre-otros, para entrar entre sus semejantes. Moritz, exceptuándose, se excluye en el más allá, sólo allí se cuenta, y no por casualidad, entre los muertos, como excluido de lo real” (15).
    De esta manera, ¿no habría más que un hombre que pueda encarnar la perfección del histérico, el histérico como in-analizante…..excepto que su encuentro con un “agente de tormento” suficientemente “vecino de su propia maldad” lo fuerce a descubrirse como “prójimo”, para que lo peor sea por fin seguro?
Traducción de Miguel Méndez

Artículo extraído de:
CUARTO ENCUENTRO INTERNACIONAL DEL CAMPO FREUDIANO. “HISTERIA Y OBSESIÓN” (MANATIAL, 1986)