Melanie Klein: AMOR, CULPA Y REPARACIÓN (1937)

AMOR, CULPA Y REPARACIÓN (1937)

 

Las dos partes de este libro tratan aspectos muy diferentes de las emociones humanas. La primera, Odio, voracidad y agresión, considera los poderosos impulsos de odio que constituyen una parte fundamental de la naturaleza humana. La segunda, en la que intento describir las fuerzas igualmente poderosas del amor y el impulso de reparación, complementa la primera, pues la aparente división implícita en este método de exponerlas en realidad no existe en la mente humana. Al separar así nuestro enfoque tal vez no logremos transmitir una idea clara de la constante «interacción» de amor y odio, pero se impone la división en este vasto tema, pues el modo como los sentimientos de amor y las tendencias de reparación se desarrollan en conexión con los impulsos agresivos y a pesar de ellos, sólo podrá demostrarse cuando se haya tenido en cuenta el papel que aquellas fuerzas destructivas desempeñan en la interacción de odio y amor. El artículo de Joan Riviere demostró que estas emociones aparecen por primera vez en la temprana relación del niño con el seno materno y que se dirigen fundamentalmente hacia la persona deseada. Es necesario retomar la vida mental del niño para estudiar la interacción de las diferentes fuerzas que se congregan en el más complejo de todos los sentimientos humanos: el que llamamos amor.

La situación emocional del lactante

El primer objeto de amor y odio del lactante, su madre, es deseado y odiado a la vez con toda la fuerza e intensidad características de las tempranas necesidades del niño. Al principio ama a su madre cuando ésta satisface sus necesidades de nutrición, calmando sus sensaciones de hambre y proporcionándole placer sensual mediante el estímulo que experimenta su boca al succionar el pecho. Esta gratificación forma parte esencial de su sexualidad, de la que en realidad constituye la primera expresión. Pero cuando el niño tiene hambre y no se lo gratifica, o cuando siente molestias o dolor físico, la situación cambia bruscamente. Se despierta su odio y su agresión y lo dominan impulsos de destruir a la misma persona que es objeto de sus deseos y que en su mente está Bibliotecas de Psicoanálisis Página 2 vinculada a todas sus experiencias, buenas y malas. Además, como lo ha señalado Joan Riviere, el odio y los sentimientos agresivos del lactante dan origen a los más penosos estados, como la sofocación, el ahogo y otras sensaciones similares que, al ser sentidas como destructivas para su propio cuerpo, aumentan nuevamente la agresión, la desdicha y los temores. El medio primario e inmediato de aliviar al lactante de la dolorosa situación de hambre, odio, tensión y temor es la satisfacción de sus deseos por la madre. La temporaria seguridad obtenida al recibir gratificación incrementa grandemente la gratificación en si; de este modo la seguridad se transforma en un importante componente de la satisfacción de recibir amor. Esto se aplica a las formas de amor más simples y a sus manifestaciones elaboradas, tanto al niño como al adulto. Nuestra madre desempeña un papel duradero en nuestra mente porque ella fue la que primero satisfizo todas nuestras necesidades de autopreservación y nuestros deseos sensuales, proporcionándonos seguridad, aunque los diversos modos en que esta influencia actúa y las formas que a veces toma no resulten muy obvios en una etapa ulterior. Por ejemplo: una mujer puede aparentemente haberse apartado de su madre, y sin embargo buscar inconscientemente algunos aspectos de aquel primer vínculo en su relación con el marido o con el hombre que ama. La parte importante que desempeña el padre en la vida emocional del niño influye también en todas las relaciones de amor posteriores y en todas las asociaciones humanas. Pero el primer lazo infantil con él, como figura gratificante, amistosa y protectora, está parcialmente basado en la relación con la madre. El lactante, para quien la madre es primariamente sólo un objeto que satisface todos sus deseos, un pecho bueno 1 , pronto comienza a responder a sus gratificaciones y cuidados desarrollando sentimientos de amor hacia ella como persona. Pero este primer amor se encuentra ya perturbado en su raíz por impulsos destructivos. Amor y odio luchan en su mente y, en cierto grado, esta lucha persiste durante toda la vida, pudiendo constituirse en fuente de peligro en las relaciones humanas. Los impulsos y sentimientos del lactante se acompañan de un tipo de actividad mental que considero como la más primitiva: es la elaboración de la fantasía, o más familiarmente, el pensamiento imaginativo. Por ejemplo, el niño que anhela el pecho materno, al no tenerlo imagina que lo tiene, es decir, evoca la satisfacción que deriva de él. Este primitivo fantasear es la forma inicial de una capacidad cuyo desarrollo posterior se observa en los trabajos más elaborados de la imaginación. Las fantasías tempranas que acompañan los sentimientos del lactante son variadas. En la que acabamos de mencionar imagina la gratificación que le falta. Con todo, las fantasías placenteras también coexisten con la satisfacción real, y las destructivas vienen con la frustración y los sentimientos de odio que ésta despierta. Cuando se siente frustrado por el pecho lo ataca en sus fantasías, pero si el pecho lo gratifica lo ama y fantasea agradablemente con él. En sus fantasías agresivas desea morder y destrozar a la madre y a sus pechos, y destruirla también en otras formas. Un rasgo muy importante de la fantasía destructiva, equivalente al deseo de muerte, es el del lactante que cree que sus deseos fantaseados tienen efecto real, es decir, que siente que sus impulsos destructivos han destruido realmente al objeto y seguirán destruyéndolo; esto tiene consecuencias sumamente importantes para su desarrollo mental. Se defiende de tales temores mediante fantasías omnipotentes de tipo reparador, lo que también influye grandemente en su desarrollo. Si en sus fantasías agresivas el niño ha dañado a su madre mordiéndola y destrozándola, pronto puede fantasear que une de nuevo sus pedazos para repararla 2 , sin embargo, ello no aplaca del todo su recelo de haber destruido al objeto que, ya lo sabemos, es el que más ama y necesita, del que depende enteramente. En mi opinión estos conflictos básicos actúan profundamente sobre el curso y la fuerza de la vida afectiva de los adultos.

Sentimiento inconsciente de culpa

Todos sabemos que al captar en nosotros impulsos de odio hacia la persona amada nos sentimos afligidos y culpables. Como dice Coleridge: … El enojo contra el ser amado tortura al seso como la demencia. Como los sentimientos de culpa son muy dolorosos, solemos relegarlos muy al fondo de la mente. Sin embargo, se expresan disfrazados en distintas formas y constit uyen una fuente de perturbación en nuestras relaciones personales. Ciertas personas, por ejemplo, se desazonan muy pronto cuando notan falta de aprecio, aun en quienes poco signifiquen para ellas; la razón es que en su inconsciente consideran que no merecen la atención de nadie, y una actitud fría les confirma la sospecha de no ser dignos. Otras están insatisfechas de si mismas (sin base objetiva) en las más variadas formas, sea en relación con su apariencia, su trabajo o su capacidad en general. Algunas de estas manifestaciones son comúnmente reconocidas y suelen ser llamadas vulgarmente «complejo de inferioridad». Las investigaciones psicoanalíticas demuestran que las actitudes de esta naturaleza tienen raíces mucho más profundas de lo que habitualmente se supone y siempre están relacionadas con sentimientos inconscientes de culpa. Muchas personas tienen intensa necesidad de alabanza y aprobación general, precisamente porque necesitan la prueba de que son dignas de ser amadas. Esto se origina en su temor inconsciente de ser incapaces de brindar amor suficiente y genuino y, en particular, de no poder dominar los impulsos agresivos hacia los demás; temen ser un peligro para los que aman.

El amor y los conflictos en relación con los padres

La lucha entre el amor y el odio, con todos los conflictos a que da lugar, aparece, como he tratado de demostrar, en la primera infancia y opera activamente durante toda la vida. Comienza en la relación del niño con ambos padres. En el vínculo del lactante con su madre ya están presentes los sentimientos sensuales. que se expresan a través de sensaciones placenteras en la boca durante la succión. Pronto aparecen sensaciones genitales y el anhelo por el pecho materno disminuye. No desaparece del todo, sin embargo, sino que permanece activo en el inconsciente y también, en parte, en la mente consciente. En el caso de la niña, su atracción hacia el pecho materno se transforma en interés, en gran parte inconsciente, por el genital paterno, el cual se convierte en el objeto de sus deseos y fantasías libidinales. A medida que prosigue el desarrollo, la niña desea al padre más que a la madre y tiene fantasías conscientes e inconscientes de ocupar el lugar de ésta, conquistándolo y transformándose en su esposa. Cela también a los niños de su madre y quisiera tener hijos con el padre. Estos sentimientos, deseos y fantasías provocan rivalidad, agresión y odio contra la madre y vienen a agregarse a anteriores agravios originados en las primeras frustraciones causadas por el pecho. No obstante, los deseos y fantasías sexuales hacia la madre permanecen activos en la mente de la niña. Bajo esa influencia, quisiera también reemplazar al padre en su relación con la madre; en ciertos casos este anhelo puede incluso ser más intenso que los que siente hacia él. De ese modo, su amor por los padres coexiste con sentimientos de rivalidad hacia ambos, y esta mezcla afectiva incluye también a los hermanos y hermanas. Los deseos y fantasías vinculados a la madre y a las hermanas constituyen la base de futuras relaciones homosexuales directas, ya sea como sentimientos homosexuales que se expresarán indirectamente en forma de amistad y afecto entre mujeres. En el desarrollo normal de las cosas, los deseos homosexuales quedan relegados al segundo plano, se modifican y subliman, y predomina la atracción hacia el otro sexo. Una evolución similar ocurre en el niño, que pronto experimenta deseos genitales hacia su madre y odio hacia el padre rival. Pero también en él se desarrollan deseos genitales hacia el padre, y ésta es la raíz de la homosexualidad masculina. Estas situaciones suscitan conflictos: la niña, aunque odie a su madre, también la ama y el niño ama al padre y querría evitarle el peligro que emana de sus impulsos agresivos. Además, el principal objeto de todos los deseos sexuales -para la niña, el padre, para el niño, la madre- también despierta odio y rencor, porque defrauda estos deseos. El niño cela intensamente a sus hermanos y hermanas, porque son sus rivales en el amor de los padres. Sin embargo, también los ama, y aquí de nuevo surgen fuertes conflictos entre los impulsos agresivos y los sentimientos de amor. Esto provoca culpa y origina nuevos deseos de hacer reparaciones, mezcla los sentimientos que tienen gran influencia no sólo en la relación entre hermanos sino también, ya que las relaciones humanas obedecen al mismo patrón, en la actitud social, el amor, la culpa y los futuros deseos de reparar.

Amor, culpa y reparación

Como lo expresé antes, los sentimientos de amor y gratitud surgen directa y espontáneamente en el niño, como respuesta al amor y cuidado de su madre. El poder del amor, que es la manifestación de las fuerzas tendientes a preservar la vida, está presente en el niño, así como los impulsos destructivos, y encuentra su primera expresión fundamental en el vínculo con el pecho de la madre; al evolucionar, se transforma en amor por ella como persona. Mi labor psicoanalítica me ha convencido de que se produce una etapa muy importante en el desarrollo cuando surgen en la mente infantil los conflictos de amor y odio y se activa el temor de perder al ser amado. Los sentimientos de culpa y congoja entran en acción como un nuevo elemento de amor, del que forma parte integrante, influyendo profundamente sobre su cualidad y cantidad. Hasta en el niño pequeño se observa cierta preocupación por el ser amado, que no es, como podía pensarse, tan sólo un signo de su dependencia del adulto benévolo y útil. Junto con los impulsos destructivos existe en el inconsciente del niño y del adulto una profunda necesidad de hacer sacrificios para reparar a las personas amadas que, en la fantasía, han sufrido daño o destrucción. En las profundidades de la mente el deseo de brindar felicidad a los demás se halla ligado a un fuerte sentimiento de responsabilidad e interés por ellos, que se manifiesta en forma de genuina simpatía y de capacidad de comprenderlos tales como son.

Identificación y labor de reparación

La simpatía genuina consiste en poder colocarse en el lugar del otro, esto es, de «identificarse» con él. La capacidad de identificación es un importantísimo elemento en las relaciones humanas en general, y una condición del amor intenso y auténtico. Sólo si tenemos capacidad de identificación con el ser amado llegamos a descuidar y hasta cierto punto sacrificar nuestros propios sentimientos y deseos, anteponiendo así temporariamente a los nuestros los intereses y emociones ajenos. Puesto que al identificarnos con otro ser compartimos la ayuda o la satisfacción que le proporcionamos, recuperamos por una vía lo que sacrificamos por otra 3 . Los sacrificios por la persona amada y la identificación con ella nos colocan en el papel de un padre bueno, y nos comportamos con ella como nuestros padres a veces lo han hecho con nosotros, o como hemos deseado que lo hicieran. A la vez desempeñamos el papel del niño bueno hacia sus padres, realizando en el presente lo que hubiéramos querido hacer en el pasado. Así, al invertir la situación, es decir, al actuar hacia otros como padres bondadosos, nos recreamos y gozamos en la fantasía del amor y la bondad que anhelamos en nuestros padres. Esto puede también constituir un modo de manejar los sufrimientos y frustraciones del pasado. Mediante la fantasía retrospectiva de desempeñar simultáneamente el papel del buen hijo y del buen padre eliminamos parte de nuestros motivos de odio, logrando así neutralizar las quejas contra los padres frustradores, el furor vindicativo que ellos nos han provocado y los sentimientos de culpa y desesperación provenientes de este odio que dañaba a los que eran al mismo tiempo objeto de nuestro amor. A la vez, en el inconsciente reparamos nuestros agravios fantaseados (producto de nuestra fantasía) que nos causaban aún gran dosis de culpa. Este mecanismo de «reparación» es, a mi juicio, un elemento fundamental en el amor y en todas las relaciones humanas; lo mencionaré, pues, a menudo en las páginas siguientes.

Una relación amorosa feliz

Teniendo presente lo que expuse sobre los orígenes del amor, consideraremos ahora algunas relaciones adultas, tomando como primer ejemplo una relación de amor estable y satisfactoria entre hombre y mujer, como la que puede existir en un matrimonio feliz. Involucra un vínculo profundo y capacidad para el sacrificio mutuo y para compartir tanto el dolor como el placer, tanto los intereses como los goces sexuales. Una relación de esta índole abre un extenso ámbito para las más diversas manifestaciones del amor 4 . Si la actitud de la mujer hacia el hombre es maternal, satisface, en la medida posible, los tempranos deseos de él de recibir gratificaciones de su propia madre. En el pasado esos anhelos nunca fueron completamente satis fechos, y tampoco han sido abandonados del todo. Es como si él ahora tuviese a su madre para sí, con sentimientos de culpa relativamente escasos (cuya razón se detallará más adelante). Si la mujer tiene una vida emocional ricamente desarrollada, además de abrigar sentimientos maternales, conservará algo de su actitud infantil hacia su padre, y ciertas características de la antigua relación matizarán su vínculo con el marido. Por ejemplo, le brindará admiración y confianza, viendo en él una figura protectora y útil, tal como antes lo fuera su padre. Estos sentimientos forman la base de una relación que permitirá la plena satisfacción de los deseos y necesidades de la mujer como persona adulta. A su vez, esta actitud de la mujer proporciona al hombre la oportunidad de protegerla y cuidarla de mil maneras, es decir, de desempeñar hacia su madre, en su inconsciente, el papel de un buen marido. Cuando una mujer es capaz de amar intensamente a su marido y a sus hijos podemos deducir que muy probablemente su relación infantil con sus padres y hermanos ha sido buena, o sea, que pudo manejar en forma satisfactoria sus tempranos impulsos de odio y venganza contra ellos. He mencionado anteriormente la importancia del deseo inconsciente de la niña detener un hijo con su padre, y los impulsos sexuales involucrados en tal deseo. La frustración sexual que le inflige el padre suscita intensas fantasías agresivas, que tendrán gran influencia sobre su capacidad de obtener gratificación sexual en la vida adulta. En la niña pequeña las fantasías sexuales están, pues, conectadas con el odio que, específicamente, va dirigido contra el pene del padre, pues este órgano le niega la gratificación que proporciona a la madre. Su odio y sus celos la llevan a desear que el pene sea algo peligroso y malo que tampoco pueda gratificar a su madre; así en su fantasía el pene adquiere cualidades destructivas. A causa de sus deseos inconscientes, centrados alrededor de las gratificaciones sexuales de los padres, algunas de sus fantasías atribuyen a los órganos y placeres genitales un carácter peligroso y dañino. Estas fantasías agresivas son de nuevo neutralizadas en su mente por el deseo de reparar: más específicamente, de curar el genital paterno, al que mentalmente ha dañado o investido de maldad. También las fantasías de índole restauradora están conectadas con sentimientos y deseos sexuales. Todo este fantasear inconsciente tendrá gran influencia sobre los sentimientos de la mujer hacia su marido. Si éste la ama y además la gratifica sexualmente, sus fantasías sádicas inconscientes se debilitarán. Pero, aunque en la mujer normal nunca alcancen un grado que inhiba la tendencia a mezclarlas con impulsos eróticos más positivos o amistosos, estas fantasías jamás desaparecen del todo, sino que estimulan a las otras de naturaleza reparadora; vuelve así a actuar el impulso de reparación. Las gratificaciones sexuales no sólo le proporcionan placer, sino que también la apaciguan y protegen contra los temores y sentimientos de culpa derivados de sus primeros deseos sádicos. A su vez, el apaciguamiento acrecienta su gratificación sexual y despierta en ella gratitud y ternura, al mismo tiempo que acentúa su amor. Debido a que en las profundidades de su mente perdura la idea de que su genital es peligroso y podría dañar el del marido -noción que proviene de sus fantasías agresivas contra su padre- parte de la satisfacción que obtiene deriva del hecho de comprobar que sus genitales son buenos, puesto que proporcionan a su marido placer y felicidad. Las fantasías de la niña pequeña sobre la peligrosidad de los genitales paternos conservan cierta vigencia en el inconsciente de la mujer. Pero si tiene con su marido una relación feliz y sexualmente gratificadora siente que los genitales de aquél son buenos, lo cual disipa su miedo. La gratificación sexual actúa así como doble garantía: de su propia bondad y de la de su marido, y la seguridad que esto le brinda incrementa a su vez el goce sexual, ampliando el círculo propicio a la paz íntima. Los celos y odios tempranos de la mujer hacia su madre considerada como rival en el amor del padre, han desempeñado un papel importante en sus fantasías agresivas. La felicidad mutua proveniente de la gratificación sexual y de la relación feliz y amorosa con su marido será parcialmente interpretada como indicio de que sus deseos sádicos contra la madre han sido inoperantes o anulados por la reparación. También la actitud emocional y la sexualidad del hombre en su relación con la mujer sufren por supuesto la influencia de su pasado. La frustración de sus deseos genitales por su madre, en la niñez, despertó en él la fantasía de que su pene se transformaba en un instrumento capaz de herirla y dañarla. También contra su padre alentó fantasías sádicas a raíz de los celos y el odio que sentía contra ese rival en el amor materno. En la relación sexual con su compañera entran en juego, en cierto grado, sus tempranas fantasías agresivas, que lo llevaron a temer la destructividad de su pene. Y, por una transmutación de naturaleza similar a la que se produce en la mujer el impulso sádico, cuando no es excesivo, estimula las fantasías de reparación. Sentirá entonces que su pene es un órgano bueno y curativo, que proporciona placer a la mujer, repara su genital dañado y le da hijos. Una relación feliz y sexualmente gratificadora le prueba la bondad de su pene y también, inconscientemente, el éxito de sus intentos de reparación. Esto no sólo aumenta su placer sexual, su amor y ternura por la mujer, sino que propicia sentimientos de gratitud y seguridad, los que a su vez incrementan sus poderes creadores en otros campos e influyen favorablemente sobre su capacidad para el trabajo y otras actividades. Al compartir sus intereses (así como su amor y su placer sexual), la mujer le prueba el valor de su trabajo. Su primitivo deseo de ser capaz de hacer por su madre lo que su padre hacía en el terreno sexual y en otros de recibir de ella lo que él recibía, con ella produce también el efecto de disminuir su agresión contra el padre, intensamente estimulada por su fracaso en obtener a la madre como esposa. Esto le tranquiliza en cuanto a las consecuencias de sus prolongadas tendencias sádicas contra el padre. Puesto que su odio y su rencor contra el padre han matizado sus sentimientos hacia los hombres que lo representan y los resentimientos contra su madre han igualmente afectado su relación con las mujeres que la simbolizan, una experiencia amorosa satisfactoria cambia su perspectiva vital y su actitud hacia la gente y las actividades en general. El amor y el aprecio de su esposa le dan el sentimiento de haber alcanzado plena madurez y de ser igual a su padre. Se atenúa la rivalidad hostil y agresiva contra éste, cediendo el lugar a una competencia más amistosa con él -o más bien con símbolos paternos admirados- en las realizaciones y tareas productivas y es muy probable que aumente o mejore su creatividad. Del mismo modo, una mujer que establece una relación amorosa feliz con un hombre se siente inconscientemente a la altura del lugar que la madre, ocupaba junto a «su» marido y capaz de obtener las satisfacciones de que aquélla disfrutaba y que le fueron negadas en su niñez. Puede entonces equiparar se a su madre y gozar de la misma felicidad, derechos y privilegios, pero sin dañaría ni robarla. Los efectos sobre su actitud y el desarrollo de su personalidad son análogos a los cambios producidos en el hombre cuando, mediante un matrimonio feliz, se considera igual a su padre. De esta manera ambos cónyuges experimentan la relación de amor y gratificación sexual mutua como una feliz recreación de sus primeros años familiares. Muchos deseos y fantasías nunca pueden ser satisfechos en la niñez 5 , no sólo porque son irrazonables sino también porque en el inconsciente coexisten simultáneamente deseos contradictorios. Parece una paradoja, pero en cierta forma el cumplimiento de muchos deseos infantiles sólo es posible cuando el individuo ha crecido. En la relación feliz entre adultos el temprano deseo de tener a la madre o al padre para sí permanece aún inconscientemente activo. Por supuesto, la realidad no permite que la gente se case con su madre o con su padre; si ello fuera factible, los sentimientos de culpa hacia terceros interferirían en la gratificación. Pero sólo quien en el inconsciente pudo fantasear tales relaciones y, hasta cierto punto, vencer los sentimientos de culpa inherentes a estas fantasías y gradualmente logró desprenderse de los padres a la vez que permanecer vinculado a ellos, estará capacitado para transferir sus deseos a personas que representarán los anhelados objetos del pasado, sin ser idénticos a ellos. Es decir, que sólo el individuo que ha «crecido», en el verdadero sentido de la palabra, podrá realizar sus fantasías infantiles en la vida adulta; y por añadidura, con el alivio de la culpa sentida antaño por sus deseos infantiles. En efecto, una situación fantaseada en la niñez se ha hecho ahora real, pero lícita y en forma tal que le demuestra que los diversos males que su fantasía asociaba con dicha situación en realidad no han ocurrido. Una relación adulta feliz como la que he descripto puede significar, según lo expresé antes, una recreación de la temprana situación familiar, que será ahora más completa, ampliando el ámbito de apaciguamiento y seguridad mediante la relación del hombre y la mujer con los hijos. Esto nos lleva al tema de la paternidad.

Los padres: ser madre

Consideraremos primero una auténtica relación de afecto entre la madre y el hijo, tal como la que se desarrolla si la mujer ha alcanzado una personalidad plenamente maternal. Muchos lazos vinculan la relación de una madre con su hijo a la que en la niñez mantuvo con su propia madre. En todos los niños existe un fuerte deseo consciente e inconsciente de tener hijos. En las fantasías inconscientes de la niña el cuerpo de su madre está lleno de hijos; se imagina que han sido puestos allí por el pene del padre, que para ella es símbolo de toda creatividad, poder y bondad. Su actitud predominantemente admirativa hacia su padre y sus órganos sexuales como creadores y capaces de dar vida se acompaña de un intenso deseo de poseer hijos propios y tenerlos dentro de si como la posesión más preciosa. La observación cotidiana nos muestra que las niñas pequeñas juegan con las muñecas como si éstas fueran sus hijos. A menudo hacen alarde de apasionada devoción, tratando a esos juguetes como a niños reales, compañeros, amigos que forman parte de su vida. No sólo no dejan las muñecas sino que constantemente se ocupan de ellas desde que comienza el día y presentan dificultad en abandonarlas cuando deben hacer otra cosa. Estos deseos de la niñez persisten hacia la edad adulta y contribuyen a cimentar la fuerza del amor que una mujer embarazada siente por el hijo que crece en sus entrañas y luego por el que ha dado a luz. La gratificación detenerlo al fin alivia el dolor de su frustración infantil, cuando deseaba un hijo de su padre y no podía tenerlo. El cumplimiento de un deseo tan importante y largamente postergado tiende a disminuir su agresión y aumentar su capacidad de amor hacia su hijo. Además, el desamparo del niño y su gran necesidad de cuidados maternales demanda más amor que el que puede proporcionarse a cualquier otra persona, brindando así un cauce a todas las tendencias afectuosas y constructivas de la madre, Nadie ignora que algunas madres sacan partido de esta relación para gratificar sus propios deseos, es decir, su sentido posesivo y la satisfacción de tener quien dependa de ellas. Tales mujeres quieren conservar a sus hijos adheridos a ellas y detestan la idea de verlos crecer y adquirir personalidad. En otras, el desamparo del niño hace aflorar todos sus fuertes deseos de reparación, que derivan de varias fuentes y pueden ahora aplicarse al hijo largamente deseado, que representa el cumplimiento de sus tempranas aspiraciones. La gratitud hacia el niño que le proporciona el goce de poder amarlo aumenta estos sentimientos y puede conducirla a subordinar su propia gratificación al bienestar de su hijo, que se constituirá en su interés primordial. La naturaleza de las relaciones de la madre con sus hijos cambia, por supuesto, a medida que ellos crecen. Su actitud hacia los hijos mayores estará más o menos bajo la influencia de la actitud que tuvo en el pasado hacia sus hermanos, hermanas, primos, etc. Ciertas dificultades en las relaciones pasadas pueden interferir en sus sentimientos hacia su propio hijo, especialmente si éste revela reacciones y rasgos que tienden a reactivar en ella los antiguos problemas. Los celos y la rivalidad fraterna le han despertado deseos de muerte y fantasías agresivas, y en su mente creyó dañar y destruir a sus hermanos. Si los sentimientos de culpa y conflictos derivados de estas fantasías no son demasiado fuertes, la posibilidad de reparar gana así mayor alcance y sus afectos maternales pueden manifestarse de un modo más completo. Uno de los elementos de esta actitud materna parece ser la capacidad de ponerse en el lugar del niño y ver la situación desde su punto de vista. El ser capaz de hacerlo con amor y simpatía está íntimamente asociado, como lo hemos visto, con los sentimientos de culpa y el impulso de reparación. Sin embargo, si la culpa es muy fuerte esta identificación puede llevar a una actitud extremada de autosacrificio, sumamente desventajosa para el niño. Es bien sabido que un niño educado por una madre que lo inunda de amor y no le pide nada a cambio, a menudo se transforma en una persona egoísta. La falta de capacidad de amor y consideración en un niño es en cierta medida un velo que encubre sentimientos de culpa excesivos. La indulgencia materna exagerada tiende a fomentar un clima de quietud y, además, no da campo suficiente para el ejercicio del impulso infantil de hacer reparación, sacrificios a veces, y desarrollar una verdadera consideración hacia los demás 6 . Con todo, si la madre no está demasiado envuelta en los sentimientos del niño ni excesivamente identificada con él, puede hacer uso de su sensatez para guiar al hijo del modo más provechoso. Disfrutará entonces plenamente de la posibilidad de fomentar su desarrollo, satisfacción ésta que se refuerza con las fantasías de hacer por su hijo lo que logró o deseó que su madre hiciera por ella. Salda así su deuda y repara los daños que en su fantasía hizo a los hijos de su madre, lo cual contribuye a aplacar sus sentimientos de culpa. La capacidad materna de amar y comprender a sus hijos se pone a prueba especialmente cuando éstos llegan a la adolescencia. En este período los chicos tienden normalmente a separarse de sus padres ya liberarse en cierta medida de sus antiguos vínculos con ellos. Sus esfuerzos para abrirse camino hacia nuevos objetos de amor crean situaciones que quizá resulten muy dolorosas para los padres. La madre que tiene fuertes sentimientos maternales puede permanecer firme en su amor, ser paciente y comprensiva, proporcionar ayuda y consejo cuando sean necesarios y permitir, con todo, que los hijos elaboren sus propios problemas, todo ello sin pedir mucho. Sin embargo, esto sólo es posible si su capacidad de amar se ha desarrollado en forma tal que le permita una doble identificación, con su hijo y con la madre sensata que su mente evoca. La relación de la madre con sus hijos volverá a cambiar de carácter, y su amor buscará nuevas formas de manifestarse cuando ellos hayan crecido y tengan su propia vida, liberados ya de sus antiguos lazos. La madre advierte ahora que no desempeña un papel muy amplio en sus vidas. Pero puede experimentar cierta satisfacción al conservar disponible su amor para cuando sus hijos lo necesiten. Inconscientemente siente que les proporciona seguridad: sigue siendo la madre de antes, cuyo seno les dio gratificación plena y que satisfizo sus necesidades y deseos. En esta situación se identifica completamente con su propia madre protectora, cuya influencia benigna jamás se ha desvanecido en su mente. Al mismo tiempo se identifica con sus propios hijos. En su fantasía vuelve, por así decirlo, a la niñez y comparte con ellos la posesión de una madre buena y protectora. El inconsciente de los niños a menudo responde al de la madre y, al margen del grado en que utilice el acopio de amor que le está destinado, frecuentemente derivan un gran aliento y apoyo interior del hecho de que este amor exista.

Los padres: ser padre

Aunque los hijos no signifiquen tanto para el hombre como para la mujer, desempeñan en su vida un papel importante, especialmente si él y su mujer viven en armonía. Para remontarnos a los orígenes profundos de esta relación reitero lo que ya expuse sobre la gratificación que obtiene el hombre al proporcionar un hijo a su mujer, en la medida en que esto representa una compensación de sus deseos sádicos hacia su madre y una reparación de ello. Este mecanismo aumenta la satisfacción real de crear un hijo y de realizar los deseos de su esposa. La gratificación de sus deseos femeninos al compartir el goce maternal de su mujer constituye una fuente adicional del placer. En la niñez deseó intensamente tener hijos con su madre y estos deseos incrementaron sus impulsos de robarle sus niños. Como hombre, «puede» dar hijos a su mujer, verla feliz con ellos; puede ahora, sin sentimientos de culpa, identificarse con ella en el parto y el amamantamiento, así como en la relación con los hijos mayores. De todos modos, el ser un «buen padre» para sus hijos da al hombre muchas satisfacciones. Todos sus impulsos protectores, que han sido estimulados por sentimientos de culpa en relación con su temprana vida familiar infantil, encuentran ahora expresión plena. Además, se produce una identificación con un padre bueno, ya sea su padre real o un padre idealizado. Otro elemento más en la relación con sus hijos será su identificación con ellos, pues en su mente comparte sus goces. Asimismo, al ayudarles en sus dificultades y promover su desarrollo reedita su propia niñez de una manera más satisfactoria. Mucho de lo expuesto sobre la relación de la madre con sus hijos en las diferentes etapas se aplica también al padre. Si bien desempeña un papel distinto del de ella, las actitudes de ambos se complementan mutuamente. Si (como lo damos por sentado en este capitulo) la vida matrimonial se apoya en el amor y la comprensión, el marido también disfruta de la relación de su mujer con los hijos, mientras ella siente placer de la comprensión y ayuda que el marido les presta. Dificultades en las relaciones familiares.

Sabemos que una vida familiar plenamente armoniosa como la que he descripto no es un caso corriente. Depende de una feliz coincidencia de circunstancias, de factores psicológicos y, primordialmente, de una capacidad de amor bien desarrollada en ambos cónyuges. Pueden acaecer dificultades de todo tipo en la relación entre marido y mujer, y en la de éstos con sus hijos; daré algunos ejemplos. La individualidad del niño tal vez no corresponda a lo que los padres desearían. Cada uno de ellos pudo inconscientemente haber querido que el hijo se pareciera a uno de sus propios hermanos; y naturalmente, uno de los dos será defraudado, si no ambos. Asimismo, si ha habido en ellos una fuerte rivalidad e intensos celos en relación con los hermanos y hermanas, esta situación puede repetirse ante el desarrollo y las realizaciones de sus hijos. Otro problema se produce cuando los padres son muy ambiciosos y utilizan los logros de sus hijos para obtener seguridad y disminuir sus propios temores. Hay además mujeres incapaces de amar y de gozar el hecho de tener hijos porque se sienten, en la fantasía, demasiado culpables de ocupar el lugar de sus propias madres. Una mujer de este tipo tal vez no pueda atender a sus hijos, debiendo entregarlos al cuidado de niñeras o de otras personas que, en su inconsciente, representan a su madre. De este modo le devuelve los hijos que deseó quitarle. Este temor de amar al hijo, que naturalmente perturba la relación con él, puede ocurrir también en los hombres y es muy probable que afecte las relaciones mutuas entre marido y mujer. He dicho que los sentimientos de culpa y el impulso de reparación están íntimamente ligados a la emoción amorosa. Sin embargo, si el primitivo conflicto entre amor y odio no ha sido satisfactoriamente resuelto, o si la culpa es demasiado fuerte, puede producirse una reacción de alejamiento ante el ser amado, e incluso de rechazo hacia él. En último análisis, el temor de que la persona amada -originalmente la madre- pueda morir a causa de los agravios que en la fantasía se le han infligido, torna intolerable el depender de ella. Podemos observar la satisfacción de los niños pequeños ante sus primeras realizaciones y todo lo que aumente su independencia. Ello se debe a muchas razones obvias, pero, según mi experiencia, hay una muy importante y profunda: el niño se siente impulsado a debilitar sus lazos con la persona más importante, su madre. Originariamente ella preservé su vida, satisfizo todas sus necesidades, le brindó protección y seguridad; en consecuencia, es para él fuente de toda bondad y vida. En su fantasía inconsciente, ella forma parte inseparable de si mismo y, por lo tanto, su muerte implicaría también la del niño. Si tales sentimientos y fantasías son muy intensos, el apego a las personas amadas puede llegar a ser una carga abrumadora. Muchas personas buscan solución a estas dificultades mediante el recurso de reducir su capacidad de amor, «negándola» o suprimiéndola, y evitando toda emoción fuerte. Otras escapan a los peligros del amor desplazándola predominantemente de las personas a los objetos. El desplazamiento del amor a las cosas e intereses (que he tratado en relación con el explorador y el hombre que lucha contra las fuerzas de la naturaleza) forma parte del crecimiento normal. Pero en algunos, se transforma en el método principal para manejar los conflictos, o mejor, para evitarlos. Todos conocemos al individuo que se rodea de animales, al coleccionista apasionado, al científico, al artista y otros seres capaces de un gran amor y hasta de sacrificios por los objetos de su devoción o por su tarea favorita, pero que escatiman su interés y amor hacia los demás seres humanos. Una evolución muy distinta se produce en los que pasan a depender enteramente de las personas con quienes establecen vínculos intensos. El miedo inconsciente a la muerte del ser amado fomenta esa dependencia excesiva. Los temores de esa naturaleza incrementan la voracidad, que viene a constituir uno de los elementos de tal actitud y se expresa a través de la utilización exagerada de la persona de quien se depende. El eludir responsabilidades es otro componente de la dependencia excesiva; el otro se hace responsable de nuestros actos y a veces hasta de nuestras opiniones y pensamientos. (Esta es una de las razones de la adopción indiscriminada de las ideas de un líder y de la obediencia ciega a sus mandatos). Para los que son tan dependientes, el amor se hace sumamente necesario como apoyo contra el sentimiento de culpa y los distintos temores. El ser amado debe probarles, con manifestaciones de afecto siempre reiteradas, que no son malos ni agresivos y que sus impulsos destructivos no se han hecho efectivos. Estas ligaduras extremadas son especialmente perturbadoras en la relación de la madre con su hijo. Como lo he señalado antes, la actitud materna ante el hijo tiene mucho en común con los primeros sentimientos de la niña hacia su propia madre. Ya sabemos que esta primera relación se caracteriza por el conflicto entre amor y odio. Al tener un hijo, la mujer transfiere sobre él los deseos inconscientes de muerte que de niña sintió hacia su madre. Los problemas afectivos entre hermanos y hermanas en la niñez, intensifican estos sentimientos. Si a causa del conflicto no resuelto en el pasado, la madre se siente demasiado culpable en relación con el hijo, puede necesitar su amor tan intensamente que utilizará varios recursos para mantenerlo estrechamente ligado a ella y dependiente; o quizá se dedique a él hasta el punto de transformarlo en eje de toda su vida. Consideremos ahora, aunque sólo desde un aspecto básico, una actitud mental muy diferente: la infidelidad. Las múltiples manifestaciones y formas de infidelidad (resultado de los más variados modos de desarrollo y expresión: en algunas personas, principalmente de amor; en otras, de odio, con todos los matices intermedios), tienen un fenómeno en común: el repetido alejamiento de una persona (amada) motivado en parte por el temor a la dependencia. He descubierto que, en las profundidades de la mente, el típico Don Juan se siente acosado por el miedo a la muerte de sus amadas, el que se abriría paso y provocaría depresión y grandes sufrimientos mentales, si no fuera por su defensa específica: la infidelidad. Por este medio se está probando constantemente a sí mismo que su objeto, «uno» y muy amado (originariamente su madre, cuya muerte temía porque su amor hacia ella era voraz y destructivo), no le es, después de todo, indispensable, ya que siempre podrá volcar en otra mujer sentimientos apasionados, aunque superficiales. En contraste con los que por temor a la muerte del ser amado, lo rechazan, o bien sofocan y niegan el amor, el Don Juan, por varias razones, toma el camino opuesto. Pero su actitud con las mujeres involucra una transacción inconsciente. Al abandonar y rechazar a algunas mujeres se aleja inconscientemente de su madre salvándola de sus deseos peligrosos y liberándose de su penosa dependencia, mientras que al buscar a otras y proporcionarles placer y amor, en su inconsciente retiene a la madre amada o vuelve a re-crearla. En realidad se siente impulsado hacia una y otra porque pronto todas ellas se transforman en imagen de su madre. Su objeto original de amor es así reemplazado por una sucesión de objetos diversos. En la fantasía inconsciente, recrea o repara a su madre por medio de gratificaciones sexuales (que realmente brinda a otras mujeres), pues sólo en un aspecto siente su sexualidad como peligrosa; en otro, la siente reparadora y susceptible de hacerla feliz. Esta doble actitud forma parte de la transacción inconsciente que origina la infidelidad y es condición de ese tipo particular de desarrollo. Esto me lleva a considerar otra clase de dificultad en las relaciones amorosas. A veces un hombre vuelca sus sentimientos afectuosos, tiernos y protectores en una mujer, quizá su esposa, pero es incapaz de obtener goce sexual con ella y debe reprimir sus deseos sexuales o satisfacerlos con otra. Los temores de que su sexualidad sea de naturaleza destructiva, el miedo al padre como rival y los resultantes sentimientos de culpa son otras tantas razones profundas de la separación entre los afectos tiernos y los específicamente sexuales. La mujer amada y altamente valorizada, que se erige como su madre, tiene que ser preservada de su sexualidad, que en la fantasía siente como peligrosa.

Continúa en ¨AMOR, CULPA Y REPARACIÓN (1937), Segunda parte¨