Obras de Winnicott: Análisis de los fines de la guerra (1940)

Análisis de los fines de la guerra (1940)

Para alivio de muchos, el primer ministro no se mostró dispuesto a discutir los fines de la guerra. Luchamos para sobrevivir.

En lo personal no me avergüenza la idea de que estemos luchando sólo para sobrevivir. Nada hay de extraordinario en luchar para que a uno no lo exterminen o lo esclavicen. Le méchant animal, quand on d’attaque il se défend (1) . La ética queda al margen, y si somos lo bastante tontos como para sucumbir, no tendremos siquiera la oportunidad de sacar partido de nuestros errores.

Al decir que luchamos para sobrevivir, no estamos dando a entender que somos mejores que nuestros enemigos. En cambio, si decimos que luchamos para poseer, o para seguir poseyendo, introducimos complicaciones; y si somos lo bastante imprudentes como para afirmar que tenemos alguna cualidad de la que carecen nuestros enemigos y que debería ser preservada, habremos dicho algo que no nos será fácil justificar.

Tiene sentido, por lo tanto, señalar fines tan simples como sea posible.

No hay ninguna razón por la cual la capacidad para conducir un país a la victoria deba estar unida a la capacidad de analizar los fines de la guerra, y quizá sea importante no obligar al primer ministro a hacer algo ajeno a sus inclinaciones. Pero lo que el señor Churchill se abstiene de hacer, sería útil que lo hiciéramos quienes tenemos una responsabilidad menos directa. Podemos examinar la posibilidad de que estemos defendiendo algo valioso, y si así lo creemos, tratar de establecer de qué se trata. Y si surgen las palabras «democracia» y «libertad», tratar de comprender qué significan.

Para facilitar las cosas, pediré que se acepte como un axioma que si somos mejores que nuestros enemigos, lo somos tan sólo un poco. Cuando la guerra haya terminado y hayan pasado algunos años, incluso esta mesurada afirmación parecerá autocomplaciente. Como yo lo veo, de nada sirve pretender que la naturaleza humana es fundamentalmente distinta en Alemania y Gran Bretaña, aunque -lo admito- esta opinión me impone la tarea de explicar las razones de la reconocida falta de semejanza en la conducta de ambos países. Creo que esa falta de semejanza puede explicarse sin recurrir a la presunción de que existen diferencias fundamentales. Se argumentará tal vez que la conducta de ambos países es obviamente diferente y que, después de todo, es la conducta lo que importa. Sin duda, pero hay conducta y conducta total.

Una cosa es la conducta y otra la conducta total. La conducta total incluye la responsabilidad histórica; también toma en cuenta la ampliación de las bases de la motivación a través de nuestra identificación inconsciente con nuestros enemigos. La conducta total toma nota asimismo de la capacidad del individuo de obtener gratificación de ciertas ideas que pueden ser agresivas o crueles, y de sentir alivio cuando algunas ideas intolerables, que amenazan con volverse conscientes, se traducen en actos, es decir, cuando la responsabilidad por esas ideas la comparten otros miembros del grupo.

Para decirlo de un modo más simple, podemos considerarnos buenos y actuar correctamente, pero necesitamos un criterio para saber qué es la bondad. El único criterio verdaderamente satisfactorio de la bondad es la maldad, y la conducta total incluye esa maldad, aun cuando el malo sea nuestro enemigo.

En este momento estamos en la posición aparentemente afortunada de tener un enemigo que afirma «Soy malo y me propongo serlo», lo que nos permite sentirnos buenos. Aunque puede decirse que nuestra conducta es buena, no está claro en absoluto que a causa de ello podamos eludir nuestra responsabilidad por la actitud alemana y la utilización por los alemanes de las cualidades peculiares de Hitler. De hecho, tal autocomplacencia representaría un peligro real e inmediato, ya que la declaración del enemigo es sincera y la nuestra no lo sería.

De ahí proviene en parte, a mi juicio, su capacidad para destruir a sus adversarios desde adentro. Los induce a adoptar una posición de probidad que se desmorona porque es falsa.

Tendemos a olvidar que la guerra, cada vez que se produce, tiene un valor que se refleja en el curso de la política. La paz como fenómeno natural es difícil de preservar más allá de algunos años, y podría demostrarse que las tensiones internas se estaban comenzando a manifestar en la estructura política de Gran Bretaña cuando el surgimiento de la amenaza externa nos trajo alivio. (Lo cual no significa que la guerra haya sido planeada, como dicen algunos, para impedir la revolución.).

En otras palabras, la naturaleza humana, que colectivamente se denomina estructura social, no es sencilla, y nada gana el sociólogo con negar el poder de la voracidad y la agresión que cada individuo debe afrontar en su propio self si ha de parecer civilizado. La única salida fácil para él es ver las partes desagradables de sí mismo sólo cuando se manifiestan en otros; lo difícil, en cambio, es admitir que podría ser responsable de toda la voracidad, la agresión y el engaño del mundo, aunque de hecho no lo sea. Lo que se aplica al individuo también se aplica al Estado.

Quien tenga deseos de aprender, podrá extraer muchas enseñanzas de los acontecimientos de la última década.

Una parte de nuestra educación se la debemos a Mussolini, quien dijo muy claramente, antes de que Hitler entrara en escena, que las únicas posesiones justificadas son las que encuentran respaldo en la fuerza física. De nada vale discutir si esto es correcto o no desde el punto de vista de la ética; sólo debemos tomar nota de que si alguien está dispuesto a actuar, o incluso a hablar, basándose en tal principio, con ello obliga a los demás a hacer lo mismo. Mussolini daba a entender que Gran Bretaña, Francia, Holanda y Bélgica adoptaban una posición falsa al proclamar sus derechos a su territorio como si Dios lo hubiera dispuesto así, y se ha sostenido que incluso si sus palabras eran sólo una baladronada, al obligarnos a decidir una vez más si valía o no la pena luchar por nuestra posición, nos prestó un señalado servicio.

Si aceptamos la idea de que por naturaleza somos básicamente semejantes a nuestros enemigos, nuestra tarea se simplifica muchísimo. Podremos entonces considerar sin temor nuestra naturaleza, nuestra voracidad y nuestra capacidad de autoengaño, y si además comprobamos que estamos defendiendo algo valioso para el mundo, estaremos en condiciones de evaluar esa circunstancia con realismo.

Se debe recordar que si comprobamos que hacemos cosas buenas con el poder que poseemos, ello no significa que podamos poseer sin provocar envidia. Un enemigo quizá sienta celos de nosotros no sólo a causa de nuestras posesiones, sino también por la oportunidad que nos brinda nuestro poder de gobernar bien y difundir buenos principios, o al menos de controlar las fuerzas que podrían llevar al desorden. En otras palabras, si reconocemos la importancia de la voracidad en los asuntos humanos, hallaremos algo más que voracidad, o descubriremos que la voracidad es una forma primitiva de amor. Descubriremos también que la compulsión a obtener el poder puede originarse en el miedo al caos y el descontrol. ¿Qué podemos entonces proponer como justificación adicional de una lucha que es primordialmente una lucha por la supervivencia? En realidad, hay un solo modo de justificar la pretensión de que somos mejores que nuestros enemigos sin caer en una discusión interminable acerca del significado de la palabra «mejor»: demostrando que tenemos como meta una etapa más madura de desarrollo emocional que nuestros enemigos. Si, por ejemplo, pudiéramos demostrar que los nazis se comportan como adolescentes o preadolescentes en tanto que nosotros nos comportamos como adultos, tendríamos un argumento convincente. Pongamos por caso que la actitud de Mussolini, «luchar para poseer» (considerándola real y no mera palabrería), es relativamente madura, y que la actitud de «sin duda ustedes aman a su líder y confían en él» sólo es normal en el joven inmaduro y preadolescente. De acuerdo con esto, Mussolini nos desafió a comportarnos como adultos, mientras que los nazis nos desafían como adolescentes y no pueden comprendernos porque no advierten su propia inmadurez.

Probablemente lo que proclamamos es que los nazis son preadolescentes muy seguros de sí mismos y que nosotros nos esforzamos por ser adultos. Tratamos de sentirnos libres y de ser libres, de estar preparados para luchar sin ser belicosos, de ser guerreros potenciales que se interesan por las artes de la paz. Si es esto lo que proclamamos, debemos estar preparados para sostener nuestro reclamo y para comprender lo que queremos decir con esas palabras.

En general se supone que todos amamos la libertad y estamos dipuestos a luchar y a morir por ella. Sólo unos pocos reconocen que tal suposición es falsa y peligrosa, e incluso ellos, en mi opinión, no aciertan a comprender lo que describen.

La verdad parece ser que, aunque la idea de la libertad nos agrada y admiramos a quienes son libres, la libertad nos atemoriza y a veces tendemos a permitir que nos controlen. Esto es difícil de entender porque no hay identidad entre lo consciente y lo inconsciente. Los sentimientos y las fantasías inconscientes hacen que la conducta consciente sea ilógica. Además, lo que nos agrada cuando estamos excitados puede diferir mucho de lo que nos agrada en otras circunstancias.

La interferencia en el ejercicio y el disfrute de la libertad se produce principalmente de dos modos. En primer lugar, sólo se disfruta de la libertad en los períodos en que no hay excitación corporal. La libertad sólo puede proporcionar una gratificación corporal débil y escasa, mientras que las ideas de crueldad y esclavitud están notoriamente asociadas a la excitación corporal y las experiencias sensuales, incluso prescindiendo de la perversión, en la cual se las actúa en reemplazo de la experiencia sexual. Por lo tanto, es de prever que las personas que aman la libertad se dejarán seducir periódicamente por la idea de la esclavitud y el control. Tal vez no sea de buena educación mencionar los placeres corporales secretos y los pensamientos que los acompañan, pero los extraordinarios eclipses de la libertad que registra la historia no encontrarían explicación si nos empeñásemos en guardar silencio y negar la realidad.

En segundo lugar, la experiencia de la libertad es cansadora, y cada tanto las personas libres buscan aliviarse del peso de sus responsabilidades y dan la bienvenida al control. En un conocido chiste sobre la escuela moderna, un alumno pregunta: «¿También hoy tenemos que hacer lo que queramos?» El chiste sugiere una respuesta sensata, como por ejemplo la siguiente: «Hoy te diré lo que tienes que hacer, porque eres sólo un niño, demasiado joven para asumir la total responsabilidad de tus pensamientos y acciones». Pero si el que pregunta es un adulto, a veces le contestamos: «¡Sí, por todos los demonios! ¡En eso consiste la libertad!». Y probablemente esa persona esté dispuesta a esforzarse para ejercer su libertad e incluso para disfrutar de ella, a condición de que se le permita tomarse vacaciones de vez en cuando. Para sentirnos libres necesitamos contar con un punto de referencia. ¿Cómo reconocer la libertad si no es por comparación con la falta de libertad? La imposición de la esclavitud a los negros del África nos ha proporcionado y nos proporciona aun hoy una engañosa tranquilidad en lo que respecta a nuestra libertad, y la reaparición del tema de la esclavitud en nuestros libros, películas y canciones es en gran medida el medio al que recurrimos para sentir que somos libres. Nuestra civilización no ha abordado aún el problema de la libertad, más allá de lo que se refiere a la esclavitud de los negros y a su emancipación. Tal vez Alemania haya participado menos que nosotros o que los norteamericanos en esas dos experiencias, que son una sola desde el punto de vista de la conducta total. De ser así, ello tendría una gran influencia sobre el manejo de la crueldad personal y el impulso de controlar de cada alemán: le provocaría una mayor necesidad de actuar en el presente la crueldad y la esclavización que los norteamericanos actuaron al esclavizar a los negros y continúan actuando a través de la gran emancipación.

La libertad es fuente de tensión para la personalidad total del individuo; deja a éste sin recursos cuando cree que lo persiguen. Lo deja sin más excusa lógica para su ira o su agresividad que la índole insaciable de su voracidad. Y no tiene a nadie que le dé o le niegue el permiso de hacer lo que quiera; en otras palabras, que lo salve de la tiranía de una conciencia severa. No es sorprendente, por lo tanto, que la gente no sólo tema a la libertad, sino también a la idea de la libertad y al hecho de otorgarla.

Que se le diga lo que tiene que hacer le proporciona a un hombre un gran alivio y sólo le exige mostrar veneración por el que manda. En este momento estamos permitiendo que el señor Churchill y algunos miembros de su gabinete nos digan lo que debemos hacer, de un modo tan absurdo que sólo puede explicarse a partir del supuesto de que estábamos hartos de la libertad y anhelábamos un período de esclavitud. En el caso del comercio, por ejemplo, se han inventado normas y reglamentaciones que por su complejidad resultan incomprensibles para el pequeño comerciante. Al principio éste se siente molesto, luego receloso, y algunos de los mejores se ven llevados gradualmente a abandonar la actividad o sufren un colapso físico o mental. Lo mismo ocurre en muchas otras áreas. Sin duda esto tiene cierto valor a causa de su crueldad y estupidez, a las que los seres humanos asignan una importancia que sólo es superada por la de la libertad. Al asociar la libertad con la paz y la esclavitud con la guerra y el esfuerzo bélico, hemos alcanzado una situación muy favorable, que sin embargo depende de la oportuna circunstancia de que alguien nos haga la guerra. A condición de que se nos instigue a luchar cada dos o tres décadas, en apariencia somos capaces de disfrutar de la práctica de la democracia y la experiencia de la libertad.

Es poco frecuente encontrar a un individuo que sea libre y se sienta libre, que sea capaz de asumir la responsabilidad de sus actos y pensamientos sin frustrarse en exceso, es decir, sin inhibir su excitación. Tanto la inhibición corno el desenfreno son fáciles y pueden conseguirse a bajo costo cediendo la responsabilidad a un líder idealizado o a un principio, pero el resultado es siempre un empobrecimiento de la personalidad.

Dado que la libertad debe ser impuesta a quienes son capaces de recibirla, es necesario que alguien con visión la valore y demuestre a la gente que vale la pena luchar y morir por ella; y esto debe ocurrir una y otra vez, generación tras generación. Los mártires de Tolpuddle conquistaron la libertad para su propia generación, no para los gremialistas de todas las épocas. Por sí mismo, el amor a la libertad no engendra la libertad. Y el hecho de que los hombres que padecen esclavitud amen la idea de la libertad no significa que vayan a amar la libertad cuando sean libres. Como es sabido, su primer contacto con la libertad los paraliza; temen lo que podrían hacer con ella. Luego se adaptan, lo que significa que en mayor o menor grado renuncian a ella.

Es difícil sentirse libre, y no menos difícil conceder la libertad a otros. El período bélico no sólo nos proporciona un alivio temporario de la tensión de ser libres, sino que también da a los dictadores la oportunidad de encumbrarse. Hay dictadores por todos lados, y a menudo hacen cosas estupendas que no se podrían haber logrado por la vía parlamentaria. Cuando existe acuerdo sobre los objetivos, la ejecución es una simple cuestión de eficiencia. ¿Les agradará a esos hombres el fin de. la guerra y se resignarán a dar un paso al costado y permitir el amanecer de un nuevo día democrático?

Se nos dice que la guerra se está librando por la libertad y creo que algunos de nuestros líderes pueden alcanzar este magno objetivo. Estamos renunciando a una parte de nuestra libertad tan grande como al señor Churchill de tanto en tanto le parece necesario. Esperemos que nuestros líderes sean de aquellos que, una vez ganada la batalla, pueden sentirse libres y tolerar la libertad de los demás.

La democracia es el ejercicio de la libertad, y el gobierno parlamentario es el intento de hacer posible la libertad a través de la disposición de los individuos a tolerar que sus opiniones sean desestimadas si son derrotados en una votación. Esta disposición a abstenerse de imponer las propias opiniones si no se obtiene el apoyo de la mayoría es un destacado logro humano que implica mucha tensión y aflicción. Sólo es posible cuando se permite la gratificación de una ilógica exclusión periódica del líder. Para proporcionar estabilidad, al rey se lo mantiene, contra toda lógica, en forma permanente. De hecho, la división de la jefatura entre el rey y el primer ministro es lo esencial de la democracia. En la variante norteamericana de este sistema se confiere permanencia a un hombre por un tiempo limitado.

Para mí es penoso comprobar que en este momento solemne se habla de la democracia como si sólo significara que el Estado está al servicio del pueblo y no a la inversa. Lo esencial de la democracia es que el pueblo, así como elige a los líderes, también se libra de ellos, asumiendo la responsabilidad de su decisión. Esta se basa en los sentimientos, cuya crudeza puede no obstante resultar atenuada por la lógica y el razonamiento. No te amo, doctor Fell, Aunque no sabría decir por qué…

Afortunadamente, siendo la naturaleza humana lo que es, tarde o temprano se encuentra alguna razón que justifica la remoción de los jefes, incluso de los más queridos y más dignos de confianza; pero el motivo primario de la remoción de un político es subjetivo y consiste en los sentimientos inconscientes, de modo que cuando los políticos tropiezan con dificultades se manifiesta toda una serie de fenómenos que giran en torno del odio inexpresado y la agresividad insatisfecha.

En los últimos años la democracia se ha visto amenazada por la tendencia de los políticos a retirarse al alcanzar una edad avanzada o a morir en ejercicio de su cargo, en lugar de ser derrotados en el Parlamento. Morir no es suficiente. Un buen miembro de la Cámara de los Comunes, se dice, es aquel que sabe dar golpes y espera recibirlos. Fue afortunado para la democracia que Churchill sucediera a Chamberlain a través de un procedimiento parlamentario y no -como hubiese parecido si la remoción de Chamberlain se demoraba un par de días- como consecuencia del temor a un ataque del enemigo.

Según mi parecer, la contribución más importante que hizo Lloyd George a la política de las dos últimas décadas fue la de representar el papel de jefe «asesinado» mientras los demás políticos maduros trataban de evitar que los «mataran» retirándose sin exponerse a la derrota. A Lloyd George había que mantenerlo «muerto», y a veces debe de haber sentido que se lo desaprovechaba, cuando en realidad estaba ayudando a preservar la democracia de la descomposición provocada por el temor de los políticos a ser removidos de modo ilógico.

Los gritos de «¡No a un tercer período!» en las recientes elecciones presidenciales reflejan el mismo sentimiento. Mantener a Roosevelt en el cargo podría significar la declinación de la democracia en Estados Unidos, ya que la próxima vez tendrá que retirarse, y durante ocho años como mínimo no habrá existido la posibilidad de sacrificar, de derribar ilógicamente a ningún presidente. El resultado tiene que ser el fortalecimiento de la tendencia a la guerra, la revolución o la dictadura.

Los nazis, a quienes obviamente les gusta que les digan lo que tienen que hacer, no necesitan sentirse responsables por la elección de un líder ni son capaces de derribarlo; en este sentido son preadolescentes. En el modo de vida democrático podemos afirmar que tendemos a la libertad cuando tendemos a compartir con madurez la responsabilidad, en especial la responsabilidad por un parricidio ilógico que resulta posible porque dividimos nuestra figura paterna. Pero no debemos sorprendernos cuando los demás nos señalan nuestro fracaso en alcanzar esa libertad. Sólo podemos afirmar que tendemos a ella, o que como nación la alcanzamos durante breves períodos entre dos guerras. De hecho la libertad personal, el sentimiento de libertad, no cabe esperar que los logren sino unas pocas personas valiosas de cada época, las que no necesariamente se vuelven famosas.

Cuando se trata, pues, de formular una declaración sobre los fines de la guerra, sólo podemos estar seguros de una cosa: si queremos sobrevivir, tenemos que estar dispuestos a luchar. Pero no sólo estamos dispuestos a luchar: también intentamos practicar la libertad, que tanta dignidad confiere al animal humano. Si propiciamos la madurez del desarrollo más que nuestros enemigos podemos aspirar a que el mundo nos mire con simpatía, pero aun así tenemos que estar dispuestos a luchar y a morir en caso necesario. Nuestro primer objetivo es ganar la guerra. Si ganamos, tendremos ante nosotros la difícil tarea de, ante todo, restablecer nuestra libertad, nuestro sistema parlamentario y nuestro modo de vida democrático, incluidos los dispositivos que permiten la remoción ilógica de los políticos; éste es nuestro segundo objetivo. Nuestro tercer objetivo debe ser buscar o acoger con buena disposición a los elementos maduros de los países enemigos. Es de esperar que muchos de los alemanes e italianos que hoy muestran una desafiante mentalidad adolescente serán capaces de progresar hacia la madurez; es decir, podemos confiar en que muchos de ellos no están fijados en una etapa inmadura del desarrollo a causa de una incapacidad personal para madurar’ sino que han sido tentados a regresar a la adolescencia o a la preadolescencia. Porque sólo si los alemanes son maduros podremos transmitirles con provecho la idea de libertad.

Creo que es posible añadir algo acerca del primero de nuestros objetivos, es decir, el de ganar la guerra. En esta guerra, ganar significa cuestionar todo tipo de propaganda. Nuestra tarea es verificar todo lo que se nos lanza en forma de palabras. Por eso todos los que en nuestro bando apoyan la propaganda nos provocan más sospecha que admiración. Quizá la propaganda sea pertinente como parte de la maquinaria bélica, pero en esta guerra es importante que obtengamos una victoria militar y no una victoria moral.

La posibilidad de que haya un período de paz será mayor si la guerra termina tan pronto como haya cesado la lucha. Si el bando ganador demuestra que es superior en el terreno de las armas, los vencidos podrán mantener la frente alta. Luchar y perder no es peor para el alma que luchar y vencer.

Para expresarlo con más claridad aún, si gana Alemania, su victoria debería ser consecuencia de una superioridad en la lucha y no en la ostentación, y si ganamos nosotros, como confiamos en que ocurrirá, la causa debería ser también la superioridad en la lucha.

Pero si se concierta una paz artificial antes de que la superioridad militar de uno de los bandos haya quedado establecida más allá de toda duda, el viejo problema de la culpa de la guerra resurgirá y la paz que todos esperamos alcanzar se habrá malogrado una vez más.

Se habla poco del valor de la guerra, lo cual no es de extrañar, ya que es mucho lo que sabemos de sus horrores. Pero es posible que la actual lucha de alemanes contra británicos tenga por consecuencia un aumento gradual de la madurez en ambos bandos. Aspiramos a alcanzar un punto de saturación cuando haya satisfacción militar y un respeto mutuo entre los combatientes como nunca podría haberlo entre propagandistas y contrapropagandistas ni, me temo, entre pacifistas y antipacifistas. A partir del respeto mutuo entre hombres que han luchado entre sí y están madurando podría lograrse un nuevo período de paz que quizá dure otro par de décadas, hasta que una nueva generación llegue a la edad adulta e intente una vez más resolver o atenuar sus problemas a su manera. La atribución de culpas por la guerra no integra este esquema: todos son culpables, ya que la paz significa impotencia a menos que se la conquiste luchando y asumiendo personalmente el riesgo de morir.