Obras de S. Freud: La etiología de la histeria. (1896) II

La etiología de la histeria. (1896) II

Ustedes bien coligen, señores, que yo no habría prolongado tanto mi última ilación de pensamiento de no haber querido prepararlos para enterarse de que es la única que nos lleva a la meta, luego de tantísimas demoras. Y es que realmente estamos al cabo de nuestro largo y dificultoso trabajo analítico, y hallamos aquí realizadas todas las demandas y expectativas hasta aquí formuladas. Si tenemos la perseverancia de llegar con el análisis hasta la niñez temprana, hasta el máximo donde llegue la capacidad de recordar de un ser humano, en todos los casos moveremos a los enfermos a reproducir unas vivencias que por sus particularidades, así como por sus vínculos con los posteriores síntomas patológicos, deberán considerarse la etiología buscada de la neurosis. Es tas vivencias infantiles son a su vez de contenido sexual, pero de índole mucho más uniforme que las escenas de pubertad anteriormente halladas; en ellas ya no se trata del despertar del tema sexual por una impresión sensorial cualquiera, sino de unas experiencias sexuales en el cuerpo propio, de un comercio sexual (en sentido lato). Me concederán ustedes que la sustantividad de estas escenas no ha menester de ulterior fundamentación; agreguen todavía que en el detalle de ellas todas las veces pueden descubrir los factores determinadores que acaso echarían de menos en las otras escenas, ocurridas después y reproducidas antes.

Formulo entonces esta tesis: en la base de todo caso de histeria se encuentran una o varias vivencias -reproducibles por el trabajo analítico, no obstante que el intervalo pueda alcanzar decenios(216)- de experiencia sexual prematura, y pertenecientes a la tempranísima niñez.

Estimo que esta es una revelación importante, el descubrimiento de un caput Nili (origen del Nilo} de la neuropatología, pero no sé bien por dónde reanudar para proseguir la elucidación de estas constelaciones. No sé si debo exhibirles a ustedes mi material fáctico obtenido en los análisis, o bien tratar de salir al paso primero de toda la masa de objeciones y dudas que se habrán apoderado de su atención, según tengo derecho a conjeturarlo. Escojo esto último; quizá luego podamos demorarnos con más tranquilidad en los hechos.

a. Quien se oponga a toda concepción psicológica de la histeria y prefiera no resignar la esperanza de que algún día se conseguirá reconducir sus síntomas a unas «alteraciones anatómicas más finas», y quien haya rechazado la intelección de que las bases materiales de las afecciones histéricas no pueden ser heterogéneas respecto de las que sustentan nuestros procesos anímicos normales; quien tal piense, digo, ya no podrá confiar, desde luego, en los resultados de nuestros análisis. Ahora bien, la diversidad de principio entre sus premisas y las nuestras nos dispensa de la obligación de convencerlo sobre cada punto en particular.

Pero aun quien rechace menos las teorías psicológicas sobre la histeria estará tentado de preguntar, en vista de nuestros resultados analíticos, qué grado de certeza conllevaría la aplicación del psicoanálisis, si no sería muy posible que el médico instilara estas escenas como un presunto recuerdo al enfermo complaciente, o que el enfermo le presentara unas deliberadas invenciones y unas fantasías libres, que aquel aceptaría como genuinas. A esto tengo para replicar que los reparos generales a la confiabilidad del método psicoanalítico sólo se podrán apreciar y descartar cuando se disponga de una exposición completa de su técnica y sus resultados; pero en cuanto a los reparos dirigidos a la autenticidad de las escenas sexuales infantiles, ya hoy se los puede aventar con más de un argumento. En primer lugar, el comportamiento de los enfermos mientras reproducen estas vivencias infantiles es en todos sus aspectos inconciliable con el supuesto de que las escenas serían algo diverso de una realidad que se siente penosa y se recuerda muy a disgusto. Antes de la aplicación del análisis, los enfermos nada saben de estas escenas; suelen indignarse si uno les anuncia el afloramiento de ellas, y sólo en virtud de la más intensa compulsión del tratamiento pueden ser movidos a embarcarse en su reproducción, padecen las más violentas sensaciones, que los avergüenzan y procuran ocultar, mientras evocan a la conciencia estas vivencias infantiles, y aun después que tornaron a recorrerlas de tan convincente modo intentan denegarles creencia, insistiendo en que respecto de ellas no les sobrevino un sentimiento mnémico, como sí les ocurriera respecto de otras partes de lo olvidado.

Y bien, esta última conducta parece ser absolutamente probatoria. ¿Por qué me irían a asegurar los enfermos tan terminantemente su incredulidad si por cualquier motivo ellos mismos hubieran inventado las cosas que pretenden desvalorizar?

Menos cómodo para refutar, si bien me parece igualmente insostenible, es que el médico imponga al enfermo unas reminiscencias de esa índole, se las sugiera para su representación y reproducción. Yo nunca he conseguido imponer a un enfermo cierta escena que yo esperaba, de tal suerte que él pareciera revivirla con todas las sensaciones a ella correspondientes; puede que otros tengan más éxito en ello.

Pero existe, además, toda una serie de otras garantías sobre la realidad objetiva de las escenas sexuales infantiles. Primero, su uniformidad en ciertos detalles, resultado forzoso de ser recurrentes y homogéneas las premisas de esas vivencias, y en la otra hipótesis, habría que creer que entre los diversos enfermos hay unos secretos convenios. Segundo, que en ocasiones los enfermos describen como inocentes unos procesos cuyo significado evidentemente no comprenden, pues de lo contrario por fuerza los espantarían; o bien tocan, sin atribuirles valor, detalles que sólo alguien experimentado en la vida conoce y sabe apreciar como unos sutiles rasgos de carácter de lo real-objetivo.

Si tales acaecimientos refuerzan la impresión de que los enfermos tienen que haber vivenciado realmente lo que bajo la compulsión del análisis reproducen como una escena de la infancia, hay otra y más fuerte prueba, que brota del vínculo de las escenas infantiles con el conjunto del historial clínico restante. Así como en los rompecabezas infantiles se establece, tras mucho ensayar, una ¿certeza absoluta sobre la pieza que corresponde a cada uno de los espacios que quedan libres -porque sólo esa pieza completa la imagen, al par que su irregular contorno ajusta perfectamente con los contornos de las otras, pues no resta ningún espacio libre ni se vuelve necesaria superposición ninguna-, también las escenas infantiles prueban ser por su contenido unos irrecusables complementos para la ensambladura asociativa y lógica de la neurosis, y sólo tras su inserción se vuelve el proceso inteligible {verständlich} -las más de las veces uno preferiría decir: evidente por sí mismo (selbsverständlich}-.

Agrego que en una serie de casos se puede aportar también la prueba terapéutica de la autenticidad de las escenas infantiles, pero no quiero situar esto en el primer plano.

Hay casos en que se obtiene un éxito terapéutico total o parcial sin que se haya debido descender hasta las vivencias infantiles, y otros en que no se obtiene éxito alguno hasta que el análisis no alcanza su término natural con el descubrimiento de los traumas más tempranos.

Yo opino que en el primer caso no se está a salvo de recidivas; mi expectativa es que un psicoanálisis completo ha de significar la curación radical de una histeria. Sin embargo, ¡no anticipemos en este punto las doctrinas a la experiencia! Habría además una prueba, pero una realmente inatacable, sobre la autenticidad de las vivencias sexuales infantiles, a saber: que las indicaciones de una persona en el análisis fueran corroboradas por la comunicación de otra persona dentro de un tratamiento o fuera de él. Para ello sería preciso que ambas hubieran participado en su infancia de la misma vivencia; por ejemplo, que hubieran mantenido una recíproca relación sexual. Y tales relaciones infantiles, como enseguida lo oirán ustedes, en modo alguno son raras; muy a menudo sucede que ambos copartícipes contraen después una neurosis, a pesar de lo cual creo que fue una gran suerte haber conseguido yo una corroboración objetiva tal en dos casos sobre dieciocho. Una vez fue el hermano varón (que se había mantenido sano) quien, sin que yo lo exhortara a ello, corroboró, cierto que no las más tempranas vivencias sexuales con su hermana enferma, pero al menos escenas de esa índole durante la niñez más tardía de ellos, y el hecho de haber mantenido unas relaciones sexuales que se remontaban más atrás. Y otra vez ocurrió que dos mujeres bajo tratamiento habían mantenido de niñas comercio sexual con la misma persona masculina, a raíz de lo cual se habían producido algunas escenas á trois. Cierto síntoma que se derivaba de estas vivencias infantiles había conseguido plasmarse en los dos casos como testimonio de esta comunidad.

b. Entonces, en experiencias sexuales de la infancia, consistentes en estimulaciones de los genitales, acciones semejantes al coito, etc., deben reconocerse en último análisis aquellos traumas de los cuales arrancan tanto la reacción histérica frente a unas vivencias de la pubertad como el desarrollo de síntomas histéricos. Seguramente se elevarán, desde dos lados diferentes, dos objeciones opuestas entre sí contra esta tesis. Unos dirán que abusos sexuales de esa índole, perpetrados contra niños o por niños entre sí, son demasiado raros para que se pudiera abarcar con ellos el condicionamiento de una neurosis tan frecuente como la histeria.

Otros aducirán quizá que tales vivencias son, por el contrario, muy frecuentes, demasiado como para atribuirles un significado etiológico a su comprobación; sostendrán también que, a poco que se lo investigue, fácilmente se descubrirán personas que recuerdan escenas de seducción sexual y de abusos sexuales en su niñez, a pesar de lo cual nunca han sido histéricas. Por último se nos dirá, como poderoso argumento, que en los estratos inferiores de la población la histeria no es sin duda más frecuente que en los superiores, no obstante indicar todo que el mandamiento de invulnerabilidad sexual de la niñez se infringe con frecuencia incomparablemente mayor en el caso de los niños proletarios.

Empecemos nuestra defensa por lo más fácil. Paréceme cierto que nuestros niños están expuestos a ataques sexuales mucho más a menudo de lo que uno supondría por los escasos desvelos que ello causa a los padres. En mis primeras averiguaciones acerca de lo que sobre este tema se sabía, me enteré por algunos colegas de la existencia de varias publicaciones de pediatras que se quejan por la frecuencia de prácticas sexuales perpetradas por nodrizas y niñeras aun en lactantes, y en estas últimas semanas ha llegado a mis manos un tocante trabajo del doctor Stekel, de Viena, que se ocupa del «Coito en la infancia» No he tenido tiempo de recopilar otros testimonio; bibliográficos, pero aun si estos fueran los únicos, habría derecho a esperar que, incrementada la atención hacia este tema, muy pronto se corroboraría la gran frecuencia de vivencias sexuales y quehacer sexual en la niñez.

Por último, los resultados de mis análisis se bastan para hablar por sí solos. En los dieciocho casos sin excepción (de histeria pura, y de histeria combinada con representaciones obsesivas, seis hombres y doce mujeres), tomé noticia, como ya he consignado, de tales vivencias sexuales de la infancia. Puedo clasificar mis casos en tres grupos, de acuerdo con el origen de la estimulación sexual. En el primer grupo se trata de atentados únicos o al menos de abusos aislados, las más de las veces perpetrados en niñas por adultos extraños a ellas (que en ese acto atinaron a evitar un daño mecánico grosero); en tales casos no contó para nada la aquiescencia de los niños, y como secuela inmediata de la vivencia prevaleció el terror. Un segundo grupo lo forman aquellos casos, mucho más numerosos, en que una persona adulta cuidadora del niño -niñera, aya, gobernanta, maestro, y por desdicha también, con harta frecuencia, un pariente próximo- introdujo al niño en el comercio sexual y mantuvo con él una relación amorosa formal -plasmada también en el aspecto anímico- a menudo durante años. Finalmente, al tercer grupo pertenecen las relaciones infantiles genuinas, vínculos sexuales entre dos niños de sexo diferente, la mayoría de las veces entre hermanitos, que a menudo continuaron hasta pasada la pubertad y conllevaron las más persistentes consecuencias para la pareja en cuestión. En la mayoría de mis casos se averiguó un efecto combinado de dos o más de estas etiologías; en algunos, la acumulación de vivencias sexuales de diferente origen era directamente asombrosa. Pero ustedes comprenderán con facilidad esta característica de mis observaciones si consideran que todos los casos que debí tratar eran de afección neurótica grave, que amenazaba con incapacitar al individuo para la existencia.

Ahora bien, cuando había una relación entre dos niños, en ciertos casos se consiguió probar que el varón -que por cierto desempeña aquí el papel agresivo- había sido seducido antes por una persona adulta del sexo femenino, y luego, bajo la presión de su libido prematuramente despertada y a consecuencia de la compulsión mnémica, buscó repetir en la niñita justamente las mismas prácticas que había aprendido del adulto, sin emprender él mismo una modificación autónoma en la variedad del quehacer sexual.

Por lo dicho, me inclino a suponer que sin seducción previa los niños no podrían hallar el camino hacia unos actos de agresión sexual. Según eso, el fundamento para la neurosis sería establecido en la infancia siempre por adultos, y los niños mismos se trasferirían entre sí la predisposición a contraer luego una histeria. Les pido que consideremos por un momento la particular frecuencia con que los vínculos sexuales de la infancia se producen justamente entre hermanitos y primos, por la oportunidad que a ello brinda el habitual estar juntos; imaginen ahora que diez o quince años después se hallara enfermos en esa familia a varios individuos de la generación joven, y pregúntense si esta presencia familiar de la neurosis no es apta para inducirnos a suponer erróneamente una predisposición hereditaria donde sólo hay una seudoherencia, y en realidad ha sobrevenido una trasferencia, una infección en la niñez.

Ahora pasemos a la otra objeción, que se basa en la admitida gran difusión de las vivencias sexuales infantiles y en la experiencia de que muchas personas que no se han vuelto histéricas recuerdan escenas de esta índole. Contra esto digamos, en primer término, que la enorme frecuencia de un factor etiológico no podría utilizarse como argumento para desestimar su significado etiológico. ¿Acaso el bacilo de la tuberculosis no es omnipresente y no lo contraen muchos más hombres de los que se muestran enfermos de tuberculosis? ¿E importa menoscabo para su significación etiológica el hecho de que, evidentemente, ha menester de la cooperación de otros factores para producir su efecto específico, la tuberculosis? Para ser apreciado como etiología específ ica basta que la tuberculosis no sea posible sin su cooperación. Y lo mismo vale para nuestro problema. No interesa que muchos seres humanos vivencien escenas sexuales infantiles sin volverse histéricos, con tal de que todos los que se han vuelto histéricos hayan vivenciado esas escenas. El círculo de ocurrencia de un factor etiológico puede ser mucho más extenso que el de su efecto, pero no puede ser nunca más reducido. No contrajeron viruelas todos los que tocaron o se acercaron a alguien con esa enfermedad, y sin embargo el contagio {Ubertragung} por un enfermo de viruelas es casi la única etiología que conocemos para esta.

Es verdad que si un quehacer infantil de la sexualidad fuera de ocurrencia casi universal, su comprobación en todos los casos carecería de todo peso. Pero, en primer lugar, semejante afirmación sería sin duda muy exagerada y, en segundo lugar, los títulos etiológicos de las escenas infantiles no descansan sólo en la constancia de su aparición en la anamnesis de los histéricos, sino, sobre todo, en la comprobación de los lazos asociativos y lógicos entre ellas y los síntomas histéricos, prueba que les resultaría a ustedes evidente como la luz del día si hiciéramos la comunicación completa de un historial clínico.

¿Cuáles serán esos otros factores de que ha menester aún la «etiología específica» de la histeria para producir realmente la neurosis? Este, señores, constituye en sí mismo un tema, que no me propongo tratar; por hoy sólo necesito mostrar el punto de contacto donde se articulan ambas partes del tema -etiología específica y auxiliar-. Sin duda entrará en cuenta un número considerable de factores: la constitución heredada y personal, la sustantividad interior de las vivencias sexuales infantiles, sobre todo su frecuencia; una relación breve con un muchacho extraño, luego indiferente, quedará muy a la zaga de unos vínculos sexuales íntimos, mantenidos durante años, con un hermano varón. En la etiología de las neurosis tienen tanto peso las condiciones cuantitativas como las cualitativas; para que la enfermedad devenga manifiesta es preciso que sean rebasados ciertos valores de umbral. Por lo demás, yo mismo no considero exhaustiva la serie etiológica antes consignada, ni ha despejado ella el enigma de saber por qué la histeria no es más frecuente en los estamentos inferiores. (Recuerden, sin embargo, la difusión sorprendentemente grande que, según afirmó Charcot, tiene la histeria masculina entre los obreros.) Empero, puedo recordarles que hace algunos años señalé un factor hasta ahora poco apreciado, para el cual reclamé el papel principal en la provocación de la histeria después de la pubertad. Consigné entonces que el estallido de la histeria se deja reconducir, de manera casi regular, a un conflicto psíquico: una representación inconciliable pone en movimiento la defensa del yo e invita a la represión. Pero en aquel momento no supe indicar las condiciones bajo las cuales ese afán defensivo tiene el efecto patológico de esforzar de manera efectiva hacia lo inconciente el recuerdo penoso para el yo, y crear en su lugar un síntoma histérico. Hoy lo complemento: La defensa alcanza ese propósito suyo de esforzar fuera de la conciencia la representación inconciliable cuando en la persona en cuestión, hasta ese momento sana, están presentes unas escenas sexuales infantiles como recuerdos inconcientes, y cuando la representación que se ha de reprimir puede entrar en un nexo lógico o asociativo con una de tales vivencias infantiles.

Puesto que el afán defensivo del yo depende de toda la formación moral e intelectual de la persona, no estamos ya privados de toda inteligencia para el hecho de que la histeria sea entre el pueblo bajo mucho más rara de lo que su etiología específica consentiría.

Señores, reconsideremos otra vez aquel último grupo de objeciones, cuya respuesta nos ha llevado tan lejos. Tenemos sabido y admitido que numerosas personas recuerdan con gran nitidez unas vivencias sexuales infantiles, no obstante lo cual no son histéricas. Esta objeción carece de todo peso, pero a raíz de ella podemos hacer una valiosa puntualización. Y es que, según nuestra inteligencia de las neurosis, personas de este tipo en modo alguno podrían ser histéricas; al menos, no como consecuencia de las escenas que concientemente recuerdan.

En nuestros enfermos esos recuerdos nunca son concientes; y más aún, los curamos de su histeria mudando en concientes sus recuerdos inconcientes de las escenas infantiles. En cuanto al hecho de haber tenido ellos tales vivencias, no podríamos modificarlo, ni nos hace falta. Lo advierten ustedes: no importa la sola existencia de las vivencias sexuales infantiles; cuenta también una condición psicológica. Estas escenas tienen que estar presentes como recuerdos inconcientes; sólo en la medida misma en que son inconcientes pueden producir y sustentar síntomas histéricos. En cuanto a saber de qué depende que estas vivencias arrojen como resultado unos recuerdos concientes o inconcientes, si la condición para ello se sitúa en el contenido de las vivencias, en la época en que sobrevinieron o en influjos posteriores, he ahí un nuevo problema que precavidamente dejaremos de lado. Permítanme indicarles sólo la tesis que el análisis nos ha proporcionado como un primer resultado: Los síntomas histéricos son retoños de unos recuerdos de eficiencia inconciente.

c. Si sostenemos que unas vivencias sexuales infantiles son la condición básica, la predisposición, por así decir, para la histeria; que ellas producen los síntomas histéricos, pero no de una manera inmediata, sino que al principio permanecen ineficientes y sólo cobran eficiencia patógena luego, cuando pasada la pubertad son despertadas como unos recuerdos inconcientes; si tal sostenemos, pues, estamos obligados a dar razón de las numerosas observaciones que comprueban la emergencia de una afección histérica ya en la niñez y antes de la pubertad. Pero también esta dificultad se disipa si consideramos más ceñidamcnte los datos, obtenidos mediante los análisis, sobre las circunstancias temporales de las vivencias sexuales infantiles. Es que entonces uno averigua que en nuestros casos graves la formación de síntomas histéricos empieza, no de manera excepcional, sino más bien regularmente, con el octavo año, y que las vivencias sexuales, que no exteriorizan ningún efecto inmediato, todas las veces se remontan más atrás, hasta el tercero o cuarto, o hasta el segundo año de vida. Como en ningún caso la cadena de las vivencias eficientes se interrumpe con el octavo año, yo tengo que suponer que ese período de la vida en que se produce el empuje de crecimiento de la segunda dentición forma para la histeria una frontera, traspuesta la cual su causación se vuelve imposible. Si alguien no tiene unas vivencias sexuales más tempranas, a partir de ese momento ya no puede quedar predispuesto a la histeria; y quien las tenga, puede desarrollar ya unos síntomas histéricos. En cuanto a la aparición de histeria aun más allá de esta frontera de edad (o sea, antes de los ocho años), se puede interpretar como un fenómeno de madurez prematura. La existencia de esa frontera se entrama, muy probablemente, con unos procesos de desarrollo dentro del sistema sexual. A menudo se observa un precoz desarrollo sexual somático, y hasta es concebible que una estimulación sexual prematura pueda promoverlo.

Así obtenemos una indicación de que cierto estado infantil de las funciones psíquicas, así como del sistema sexual, es indispensable para que una experiencia sexual sobrevenida en ese período despliegue luego, como recuerdo, un efecto patógeno. Sin embargo, no me atrevo a pronunciarme con más precisión sobre la naturaleza de este infantilismo psíquico y su deslinde temporal.

d. A una ulterior objeción acaso podría chocarle que el recuerdo de las vivencias sexuales infantiles hubiera de exteriorizar un efecto patógeno tan grandioso, cuando el vivenciarlas como tal ha permanecido ineficaz. Es que de hecho no estamos habituados a que de una imagen mnémica partan unas fuerzas que faltaron a la impresión real. Echan de ver ustedes aquí, por otra parte, con cuánta consecuencia se cumple en la histeria la tesis de que unos síntomas sólo de recuerdos pueden proceder. Ninguna de las escenas posteriores en que se generan los síntomas es la eficiente, y las vivencias genuinamente eficientes no producen al principio efecto alguno. Ahora bien, aquí estamos frente a un problema que con buen derecho podemos separar de nuestro tema. Es cierto que uno se siente invitado a una síntesis si pasa revista a la serie de llamativas condiciones de las que hemos llegado a tomar noticia, a saber: para formar un síntoma histérico tiene que estar presente un afán defensivo contra una representación penosa; además, esta tiene que mostrar un enlace lógico o asociativo con un recuerdo inconciente a través de pocos o muchos eslabones, que en ese momento permanecen por igual inconcientes; por otra parte, aquel recuerdo inconciente sólo puede ser de contenido sexual, y su contenido es una vivencia sobrevenida en cierto período infantil; así las cosas, uno no puede dejar de preguntarse: ¿cómo es posible que este recuerdo de una vivencia en su momento inofensiva exteriorice póstumamente {posthum} el efecto anormal de guiar un proceso psíquico, como lo es la defensa, hasta un resultado patológico, mientras a todo esto el recuerdo mismo permanece inconciente?

Pues bien, uno no podrá menos que decirse que este es un problema puramente psicológico, cuya solución quizá reclame determinados supuestos sobre los procesos psíquicos normales y sobre el papel que en ellos cumple la conciencia; no obstante, por el momento puede permanecer irresuelto sin desvalorizar nuestra intelección, ya obtenida, sobre la etiología de los fenómenos histéricos.

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