Winnicot: Autismo, observaciones clínicas 1966

Donald Winnicott

Autismo, observaciones clínicas 1966

Es importante para mí haber sido invitado a hablar ante esta Sociedad, que presta particular consideración al autismo. Debido al especial interés de ustedes por este tema, hay ciertas áreas en las que son expertos. Mi propio interés en él es tal vez más difuso, ya que como psiquiatra de niños en ejercicio debí ampliar la esfera de mis intereses a todo el campo del desarrollo del bebé y el niño, así como de las distorsiones del desarrollo de origen psicógeno o secundarias a diversas clases dé trastornos físicos. Tengo la esperanza de que ustedes puedan usar mi contribución a fin de ayudarlos con los problemas personales muy reales que corresponden específicamente a su tema.
Tengo presente que en todo caso de autismo uno no se ocupa solamente de un niño que se debate con los problemas personales del desarrollo sino también de sus padres, decepcionados al ver que su hijo no les brinda tantas satisfacciones como lo haría un niño normal, y que se sienten culpables, como les ocurre a todos los padres, más allá de la lógica, cuando algo anda mal. Algo podré decirles, en especial, sobre este sentimiento de culpa al que son proclives los padres de niños autistas, y quiero tratar este punto porque siento que ese fenómeno interfiere en el examen objetivo que ustedes puedan hacer de la etiología del trastorno. No es forzoso que se produzca esa interferencia, pero por diversos motivos es lo que sucede. Por ahora dejaré de lado este aspecto y echaré una mirada al cuadro, tan conocido por ustedes, que presenta el niño autista.
Como hace ya casi medio siglo que me dedico a la psiquiatría infantil, puedo mirar hacia atrás y
comparar el pasado con el presente. Me gustaría que supieran que el cuadro hoy llamado «autismo» ya era claramente reconocible desde las primeras épocas en que recuerdo haberme dedicado a esta clase de trabajo. Desde mi punto de vista, después de haber atendido a gran cantidad de niños de todo tipo, no hay pruebas de que el número de niños autistas haya aumentado o de que exista al respecto nada nuevo, salvo acerca de la denominación y, lo que es importante, la resolución de ciertos grupos de indagar en el asunto y ver hasta qué punto el autismo puede prevenirse y hasta qué punto puede ser tratado. A mi entender, la invención del término «autismo» fue una bendición a medias. Sus ventajas son bastante obvias, pero tiene desventajas menos obvias. Quisiera decir que una vez que el término fue inventado y aplicado, se preparó la escena para algo que es ligeramente falso, a saber el descubrimiento de una enfermedad.
A los pediatras y los médicos de orientación orgánica en general les gusta pensar en términos de
enfermedades que les dan una pulcra apariencia a los libros de texto. Es fácil enseñar a los
estudiantes de medicina las diversas clases de meningitis, las deficiencias mentales, la apendicitis y la fiebre reumática. Puede impartírseles esa enseñanza sobre los firmes fundamentos de la
anatomía y la fisiología. El estudiante tomará apuntes y se enterará de las teorías vigentes sobre la etiología, la sintomatología y el tratamiento, y el examinador siempre tendrá lista una linda pregunta; y por cierto todo estudiante que haya hecho bien los deberes conocerá la palabra «autismo». Lo infortunado del asunto es que en las cuestiones psicológicas las cosas no suceden así.
Para empezar, no es tan fácil enseñarle al estudiante de medicina la teoría del desarrollo emocional
del bebé y el niño como lo es enseñarle la anatomía y la fisiología; y aunque fuera fácil, hay pocos
profesores con el indispensable conocimiento de que esta parte de la ciencia dista de resultar clara en ciertos aspectos, y de que cada uno de los estudiantes tendrá determinadas resistencias a asimilar un aprendizaje simple, de acuerdo con las experiencias que haya vivido. El hecho de que cada alumno ha sido bebé y niño tiene mucha mayor significación cuando se trata de enseñar
psicología que cuando las materias del plan de estudios son la anatomía y la fisiología.
En este siglo se han hecho grandes avances en lo que hace a crear un cuerpo de teoría práctica
sobre el desarrollo emocional y la larga y complicada evolución de la dependencia del ambiente,
que poco a poco se vuelve independencia. Sin esperar a que exista pleno acuerdo entre los
psicólogos dinámicos, lo que quizá no suceda nunca, podemos trabajar sobre la base de lo que
acordemos que se sabe. Si examinamos el tema en discusión desde este punto de vista, veremos que es muy artificial hablar de una enfermedad llamada autismo. Eso es lo que me interesa destacar en esta conferencia, porque pienso que tal vez obtengan algo de mí si me concentro en este aspecto del problema, que es tan vasto. Lo que quiero señalar es que quien, como yo, ha estado vinculado a lo largo de décadas a los detalles más minúsculos de la historia de la madre y el niño, encuentra todos los grados de organización de una sintomatología que, cuando está plenamente organizada y establecida, puede rotularse como autismo. Por cada caso de autismo con que me topé en mi práctica, me he encontrado con decenas o centenares de casos en los que había una tendencia de la que el paciente se recuperó, pero que podría haber producido el cuadro autista.
Si estoy en lo cierto hay algunos corolarios, uno de los cuales es que la mejor manera de estudiar la etiología del autismo es estudiar estos numerosos casos en que uno advierte el matiz y la
coloración del autismo y puede dar cuenta, en alguna medida o quizá muy cabalmente, de la aparición de la sintomatología y de la recuperación del niño. Es semejante al tema de la conducta
antisocial, a la que conviene estudiar con relación a la tendencia antisocial manifiesta en nuestros
niños bastante normales: no es muy redituable estudiar esta enfermedad social tomando para ello al niño a quien ya se ha rotulado como delincuente o inadaptado. Sea como fuere, en cada
delincuente hubo un comienzo de distorsión del proceso de socialización del individuo, y es éste el
que retribuirá más al investigador.
Intentaré ahora considerar algunos de los casos que atendí a fin de ilustrar lo que estoy diciendo.
Curiosamente, mi dificultad radica en que de inmediato me vienen a la mente tantos casos que me
siento confundido. En seguida el tema deja de ser el autismo, o las raíces tempranas del trastorno que podría llegar a ser un autismo, sino más bien toda la historia del desarrollo emocional humano y la relación del proceso de maduración de cada niño con la provisión ambiental, que en cada caso particular puede o no facilitar dicho proceso de maduración.
En este punto debo interrumpirme a fin de aclarar algo. Soy perfectamente consciente de que en
una cierta proporción de los casos que luego son diagnosticados como autismo ha habido una lesión o algún proceso degenerativo que afectó el cerebro del niño. Por supuesto, esto afecta la mente y el clima emocional. Si la calculadora está dañada, no puede confiarse en su uso. Sugiero que el hecho de que en cierta cantidad de casos pueda demostrarse una lesión cerebral no afecta lo que estoy tratando de examinar aquí. Es sumamente probable que en la mayoría de los casos de autismo la calculadora no haya sufrido ningún daño, y el niño sea, y siga siendo, potencialmente inteligente. Esta enfermedad no se asemeja a la oligofrenia, en la que no cabe esperar ningún desarrollo y los síntomas de deficiencia mental derivan directamente de la pobreza del aparato. Esta enfermedad es una perturbación del desarrollo emocional, que se remonta tan atrás que en algunos aspectos, al menos, el niño es intelectualmente deficiente. En otros, puede mostrar signos de ser brillante.
Confío en que lo que sigue fortalezca la opinión de que en el autismo el problema es fundamentalmente del desarrollo emocional, y que el autismo no es una enfermedad. Podría preguntarse: ¿cómo llamaba yo a estos casos, antes de que apareciera el término «autismo»? La respuesta es que entonces, como ahora, pensaba en ellos con el título de «esquizofrenia de la infancia o la niñez». Desde mi punto de vista, este término, si ha de usarse alguno con fines de clasificación, es mejor. Pero en nuestro examen actual del problema podemos olvidarnos de la clasificación y ver algunos casos estudiando los detalles bajo el microscopio, por decir así.
Ahora escogeré algunos casos para presentarlos. En primer lugar, me referiré a un chico, Ronald.
Cuando lo vi por primera vez, a los ocho años, tenía una excepcional habilidad para el dibujo. No
sólo era un agudo observador sino un artista. Dibujaba compulsivamente todo el tiempo que
permanecía despierto, y sus dibujos versaban sobre temas botánicos, principalmente. Sus intereses abarcaban toda la evolución de las plantas. Más adelante volcó su atención al desarrollo de los animales y, con ayuda, llegó a interesarse en una amplia gama de fenómenos. Sin embargo, aparte del dibujo era un niño autista típico. Sus dificultades dominaban la escena en el hogar, donde dos hermanitos menores sufrían mucho debido a que eran eclipsados por él, y era difícil encontrar una escuela capaz de tolerar su necesidad de controlar omnipotentemente cualquier situación en todo momento.
Contaré cómo evolucionaron las cosas. La madre era también una artista, y desde cierto punto de
vista ser madre la exasperaba, ya que si bien le gustaban los niños y tenía un matrimonio feliz,
nunca podía entregarse totalmente a su arte, en la forma en que lo necesitaba para alcanzar
resultados como artista. Con esto tuvo que competir el niño cuando nació. Lo hizo con éxito, pero a cierto precio.
La historia temprana del niño es la siguiente. La madre no vivió bien el embarazo. Había una
placenta previa marginal. El nacimiento tuvo lugar en un país subdesarrollado, atendido por un
médico anciano, sin ninguna otra ayuda, que tuvo dificultades para que el parto llegara a su término de forma satisfactoria. Quebró el coxis de la madre. Ni siquiera se sabe con certeza en qué posición venía la criatura; probablemente fue una presentación de cara; ya que todavía a los dos meses el rostro del niño tenía una forma extraña.
Antes del parto la madre había sufrido muchas enfermedades. Tres meses después del nacimiento
tuvo una ictericia que puso fin a la lactancia. A los dos meses, recordaba haberle dado una palmada al bebé en su exasperación, aunque no tenía conciencia de haberlo odiado. Desde el comienzo el niño tuvo un desarrollo lento. Mantuvo la cabeza en alto tardíamente. Se sentó a los diez meses y caminó a los veintidós. Por esa época había una niñera que dominaba la escena. Pronunció sus primeras palabras también con retardo y a los dos años apenas sabía unas pocas. A los cuatro empezó gradualmente a charlar. Debido a cierta debilidad en los miembros inferiores usaba botas especiales; se le dijo a la madre que tenía los músculos flojos. El tono muscular de la criatura siguió siendo deficiente. Se dejaba puesta toda la ropa en cualquier clima, lo cual forma parte del cuadro total de su relación anormal con la realidad externa. Era el cuadro de un niño afectado físicamente por el parto, aunque no necesariamente en su cerebro, por más que hubo anoxemia. Su lentitud y torpeza contribuyeron a que no despertara el interés de su madre por él; de todos modos, para ella resultaba una tarea dificultosa a raíz de la poca disposición que tenía a apartarse de su interés principal, que era la pintura.
Sería lógico suponer en un niño así limitaciones intelectuales, pero el problema es que en un
aspecto siempre mostró una capacidad superior a la propia de su edad. Esto tenía que ver con su
adoración por las flores, sus dibujos de temas botánicos y su temprana lectura de libros sobre
plantas. Como es de presumir en un caso así, la aritmética no significaba nada para él, pese a que
cuando se trataba de contar la cantidad de pétalos y otros detalles su precisión era absoluta. Hay
algunos pormenores curiosos: su interés por las flores se inició a los 18 meses con una
preocupación por los globos. Al respecto se relataba que había pasado toda su infancia tendido,
mirando su sonajero favorito, que se componía de tres o cuatro pequeñas pelotas coloreadas. Sintió desde muy temprana edad atracción por los colores y tan pronto empezó a pintar supo cómo
obtener mezclas. Desde muy chico sabía que el amarillo y el negro dan el color caqui, y que el azul
y el verde dan el «azul pavo real». Es fácil presumir que su madre le brindó la oportunidad de hacer
estos descubrimientos, aunque ella decía que, teniendo en cuenta que debía atender a sus otros
hijos, suponía que el propio niño, llevado por algún impulso interior o capacidad innata, se
especializó en esa dirección. Un día lo llevaron al circo, y en lugar de mirar a los elefantes exclamó
«¡Vean!», señalando algo que, en lugar de ser de color escarlata, era rojo amarillento. El número en
que participaba un león lo inquietó, porque le molestaba ver que un hombre dominase a un animal.
Desde muy temprano manifestó una intolerancia a que le señalaran sus errores. y de hecho
controlaba con su enfermedad todo el hogar, en detrimento de sus hermanos menores. Cuando se
ponía de mal humor se trastornaba tanto que, naturalmente, todo el mundo procuraba no producirle
ninguna desazón. Los padres debían operar con prontitud y firmeza para evitar frustrarlo o para que no se desencadenara alguna de esas escenas inevitables, en las que el niño obviamente sufría un intenso padecimiento psíquico.
Este niño era afectuoso con su madre pero no con su padre. Ambos progenitores, perfectamente
capaces de vérselas con los problemas corrientes del cuidado de los hijos, se habían sentido
desconcertados ante el particular problema que les creó este hijo, quien de hecho era un autista
bastante típico. Esto podría tomarse como un buen ejemplo de las dificultades que enfrenta cualquiera que estudia la etiología de un caso de autismo. Nadie podría discriminar con certeza los diversos factores que aparecen en este caso:
1) La madre tenía un interés personal muy fuerte y su primer hijo debió competir con su pintura.
Cuando el embarazo y el parto, y luego el hijo, la decepcionaron y no lograron suscitar su
consideración maternal, no sólo quedó perpleja sino que no pudo evitar resentir el hecho de que el
niño era una molestia para su carrera artística. Pronto el padre se sumó a ella en su desconcierto y decepción.
2) La perturbación sobrevenida en el parto puede o no haber afectado al niño; quizás afectó el
cerebro. De todos modos, el resultado no fue una deficiencia mental sino una inteligencia irregular y una especial preocupación emocional.
3) La falla en la temprana relación madre-bebé dio por resultado una situación en la que los padres
tenían que pasárselas pensando qué hacer, en lugar de saberlo instintivamente.
Ocurre que estos padres pensaban muchísimo. Habían tenido dos hijos normales que les hicieron
suponer que podrían haber sido padres normales de su primer hijo si éste hubiera despertado en
ellos las reacciones apropiadas. Esto disminuía su sentimiento de culpa y su vergüenza. También
pudieron disponer una educación especial para el niño, que podría llegar a ser un genio a su
manera, o simplemente una persona aburridora por el hecho de que su mente funcionaba en un
solo sentido. El problema es que siempre impresionaba como alguien mucho más interesante que
un niño normal, aunque es comprensible que estos padres darían cualquier cosa con tal de tener un niño menos interesante, que se perdiera en la multitud. Hoy el chico tiene quince años y parecería que va a poder ganarse la vida por su cuenta; pero los padres serán afortunados si logra la independencia emocional.
Decir que «su mente funciona en un solo sentido» debe de haber sonado una campanilla para
cualquiera que alguna vez tuvo a su cuidado niños como éste. Al repasar los casos con los que me encontré, recuerdo a un especialista en latas viejas, un chico que había llenado el patio trasero con preciadas latas que clasificaba con precisión, poniendo en esta especialidad tanto empeño como otro habría puesto en coleccionar sellos postales.
También recuerdo a un chico cuya inteligencia sólo se manifestaba plenamente con relación al
conocimiento que tenía de lo que solían llamarse las «Bradshaw». En otros aspectos, era
intelectualmente bastante limitado. Constituía un caso fronterizo, pues a la larga pudo mantenerse
gracias a que sabía todo cuanto hay que saber sobre cada uno de los trenes que circulaban por el
Reino Unido. Su habilidad para esto era tal que sus compañeros de trabajo soportaban su brusco
temperamento a fin de contar con un horario de ferrocarril viviente y siempre actualizado a su lado.
No es preciso que continúe en este tenor, ya que estas especialidades son bien conocidas y a mi
juicio no puede trazarse una clara línea divisoria entre la especialidad no socializable y la que
vuelve famoso a un hombre o una mujer. Aquí no hay una diferencia esencial de calidad entre lo
normal y lo anormal; todo cuanto puede afirmarse es que en el niño autista la especialización resulta tediosa, puesto que es, lo mismo que el balanceo o el golpearse la cabeza, una actividad
compulsiva que, en sus peores extremos, parece desprovista de toda fantasía.
Otro ejemplo es el de un hombre de personalidad restringida a quien conocí cuando tenía ocho
años. Este chico llegó a ser a la postre un especialista en las señales de tránsito de Londres,
haciendo una clasificación tan exacta de ellas que todos quedaron pasmados; la única dificultad es que el esquema era inútil.
Su historia era más o menos así. Su nacimiento se había considerado perfectamente normal,
aunque fue un bebé grandote, de más de cuatro kilos, y el primogénito. No había motivos para
pensar en ninguna lesión en la cabeza. No obstante, según su propio relato, la madre era una
persona muy enferma por razones no vinculadas al nacimiento de este hijo. Debido a una
discapacidad física, durante los primeros dieciocho meses de vida de la criatura durmió mal y
estuvo muy irritable, siendo incapaz de dedicarse a su bebé como le habría gustado hacerlo. Éste
gritaba casi continuamente, aunque físicamente creció bien. Fue amamantado hasta los cuatro
meses.
Por la enfermedad de la madre hubo frecuentes cambios de nodriza, cambios que obedecieron en
gran parte al hecho de que el niño no hacía más que gritar y esto las agotaba una tras otra. Aunque era un bebé gordo y grandote, caminaba bien a los trece meses; adquirió el lenguaje tarde, salvo las palabras «no» o «eso no», que dijo desde muy temprana edad. A los [no se encontró dato] meses ya era capaz de cantar correctamente melodías simples, como «Three Blind Mice», y la madre notó que, al parecer, cuando empezó a tararear y entonar, los gritos poco a poco fueron desapareciendo.
Hasta comprobó que él convertía deliberadamente los tonos de sus gritos en notas musicales.
Además, la música lo hacía llorar. Gradualmente la madre reparó en lo que ella denominó una
tendencia muy negativa del niño, semejante en todo al desarrollo de una voluntad extremadamente
imperiosa. Ella nunca sintió que hubiese un vacío, sino que desde muy temprano él mostró una
oposición definida y deliberada, que exasperaba a quienes trataban de atenderlo. A los dos años se advirtió su retraso en el habla, que también era consecuencia de una oposición deliberada,
acompañada por el cierre de los labios cuando se le pedía que repitiera una palabra. A los cuatro
años ya sufría con frecuencia dolencias físicas.
La madre sintetizó sus sentimientos hacia él en esta etapa manifestando la dificultad que tenía para hacerle tomar conciencia de lo que lo rodeaba. Dijo que su indolencia era casi inconcebible, y se combinaba con una cierta ambición. Por ejemplo, nunca intentó leer o escribir, pero de pronto
comprobaron que sabía hacer ambas cosas. Cada uno de sus logros era un suceso clandestino
frente a su renuencia a esforzarse o aprender. Poco a poco surgió en él una expresión de estupidez porcina, como parte de una actitud prefijada contra cualquier tipo de aprendizaje. Tenía lo que la madre llamó una «memoria traviesa», como si a raíz de una inteligencia innata pudiera llegar a destino sin recorrer el trayecto. El experto en la conducta autista reconocerá en este material los comienzos del autismo.
De forma paulatina, el niño comenzó a refugiarse en actividades repetitivas. Para la época en que lo conocí, a los ocho años, podía rezar durante dos horas sin reiterarse y manteniendo un tono
reverente. Sus padres no eran particularmente religiosos. No pasó mucho antes de que aparecieran las características habituales del autismo, incluida la transposición de los pronombres. De pronto se volvía hacia su abuela y le decía: «Te has ensuciado los calzones». De este modo se apoderaba de las palabras que, según suponía, ella habría de usar con él, pues era él el que se había «ensuciado los calzones». La abuela expresó que el padre del niño había sido igual cuando era chico, lo cual les dio a los padres alguna esperanza. No obstante, lamentablemente si bien en este caso el chico siguió siendo potencialmente brillante, en la práctica no se recobró lo suficiente como para tener una vida propia o una profesión. El detalle de la inversión de los pronombres indica lo que se denomina una «identificación proyectiva» de un grado tal que impide al niño identificar se con su self.
Quisiera dar ahora algún material clínico como ilustración de los aspectos más delicados de este
tema. Siempre me ha parecido que este grado menor de perturbación mental que trato de describir
es común, y que grados aun menores de perturbación son de hecho muy frecuentes. En cierto
grado, esta perturbación es de hecho universal. Dicho de otro modo, lo que quiero señalar es que no existe una enfermedad como el autismo, sino que éste es un término clínico para designar los extremos menos comunes de un fenómeno universal. Las dificultades se originan en el hecho de que muchos estudios clínicos fueron escritos o bien por personas que se ocupan de niños normales y no están familiarizadas con el autismo o la esquizofrenia infantil, o bien por aquellas que debido a su especialidad sólo ven a niños enfermos y por la naturaleza de su trabajo no están al tanto de los problemas corrientes de la relación madre-bebé.
Al querer elegir material ilustrativo, inevitablemente me topo con el gran escollo: ¿qué casos
escoger? En este extremo, el más normal, del problema, no sólo son los casos sumamente
numerosos sino además proteicos. Uno no le hace justicia al tema hasta no haber descrito un centenar de casos o cosa así, en tanto que al autismo, por supuesto, se lo puede describir mencionando media docena de casos, dada la pauta preestablecida de los casos extremos. Elegiré un caso simplemente porque he mantenido con él un contacto reciente.
Se trata de una pequeña a quien llamaré Sally, de 17 meses. La madre me consultó porque yo
había cumplido un papel en el manejo de su propia niñez, cuando a los cinco años la muerte de su
padre le provocó gran desazón. De hecho, esta madre no había sido bien cuidada de bebé por las
dificultades de su propia madre, que a su vez se remontaban a problemas en la relación entre la
abuela de Sally y la bisabuela. La abuela de Sally había perdido a su madre cuando era niña, y la
madre de Sally estaba aterrada pensando que continuaría transmitiendo dificultades por fallar en las etapas iniciales del cuidado del bebé.
Lo que pude comprobar fue que en verdad la mamá de Sally no era una buena madre, pese a su
muy intenso deseo de serlo. La razón de que Sally estuviese bastante bien era que tenía un padre
muy maternal, el que le había dado a la niña mucho de lo que su madre fue incapaz de darle. Esto
se hizo evidente en la entrevista, cuando Sally, de 17 meses, se la pasaba corriendo hacia su
padre, quien la trataba con máxima comprensión. Podría decirse que era tan maternal, que uno se
preguntaba cómo se las arreglaría cuando fuera necesario actuar como varón y como verdadero
padre.
Había dos tipos de problemas. El primero era que Sally se entregaba, más habitualmente de lo que
suelen hacer los bebés, a movimientos rítmicos compulsivos. Pese a ser una criatura encantadora y adecuada a la norma en la mayoría de los aspectos, cada vez que estaba sin hacer nada recurría a girar la cabeza, balancearse y otras compulsiones reiterativas. La madre contó que también ella recordaba haberse dedicado de bebé y hasta la niñez a un bamboleo y balanceo compulsivos, que en su caso se conectaba con un sentimiento de intensa soledad y de falta de contacto con su madre. La preocupaba mucho encontrar estos mismos síntomas en su hija. Sally empleaba estas técnicas -que podrían llamarse tediosas, porque estaban libres de toda fantasía- cuando estaba cansada o no encontraba nada que la distrajese, o simplemente cuando esperaba en su sillita alta que le dieran de comer.
Según la historia de este caso, Sally había sido amamantada de forma muy satisfactoria. De pronto, cuando tenía once meses, la madre quedó embarazada y pese a todos los esfuerzos que hizo para controlarse su relación con la niña se alteró. Dejó súbitamente de darle el pecho, a la vez que su rutina se modificaba porque el médico le dijo que debía permanecer en cama. Se sucedieron una serie de buenas personas que vinieron a cuidar a Sally, pero rara vez duraban más de una semana.
Como reacción ante esto Sally empezó con sus compulsiones, que persistieron. El nuevo bebé
nació cuando ella tenía dieciocho meses. Naturalmente, los padres estaban muy inquietos por los
efectos ulteriores que el nacimiento pudiera tener en ella. Éste era el segundo tema que querían
comentar conmigo.
Habían tenido pronto su segundo hijo porque la madre pensaba que así evitaría los trastornos
derivados del nacimiento de un hermanito. Por supuesto, ahora la madre se daba cuenta de que a
un bebé de diecisiete meses no puede decírsele que espera un hermanito o hermanita, y esta
madre, debido a sus propias dificultades, tenía particulares problemas para comunicarle a su
pequeña algo tan sutil. No podía concebir que una beba de diecisiete meses fuese afectada por los cambios físicos de su embarazo, o que pudiera imaginarse que algo que viniera de su interior
resultase ser un bebé. El padre, en cambio, veía con naturalidad todo esto y los sentimientos
correspondientes.
Había otro detalle importante. A medida que avanzaba el embarazo, Sally tendía cada vez más a
entrar en pequeños estados de trance, momentos de retraimiento en los que perdía contacto con el mundo que la rodeaba.
Gracias a la sensibilidad del padre, se hicieron los mejores arreglos posibles para cuidar a Sally
durante el lapso que la madre permaneció en cama. La dejaron al cuidado de una tía, en una casa
en la que había otros niños y todo le era familiar. Además, el padre planeaba visitarla día por medio.
Sin embargo, él percibía que Sally corría peligro de incrementar todos sus síntomas y convertirse
así en una niña enferma. La madre también vislumbraba este peligro, pero su reacción fue más bien de temor, desconcierto e impotencia.

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