Obras de S.Freud: A propósito de un caso de neurosis obsesiva (1909) Del historial clínico (parte II)

Del historial clínico

Dos días después terminaron las maniobras. El tiempo trascurrido hasta ese momento lo llenó
con empeños por devolver al teniente primero A. esa pequeña suma, en contra de lo cual se
elevaban cada vez mayores dificultades de naturaleza en apariencia objetiva. Primero intentó
realizar el pago por medio de otro oficial que iba a la estafeta de correos, pero se alegró mucho
cuando este le restituyó el dinero con la explicación de que no había encontrado ahí al teniente
primero A.; en efecto, ese modo de cumplir el juramento no lo satisfacía por no corresponder al
texto «Tú debes devolver el dinero al teniente primero A.». Por fin se topó con la buscada
persona A., pero esta rechazó el dinero observándole que no había desembolsado nada por él;
le dijo que no era él, sino el teniente primero B., quien tenía a su cargo el correo. Quedó
entonces muy afectado, pues no podía mantener su juramento, dado que su premisa era falsa;
y se inventó este raro expediente: Iría a la estafeta postal con los dos señores A. y B., allí A.
daría a la señorita que atiende la estafeta las 3,80 coronas, la señorita las daría a B., y él, de
acuerdo con el texto del juramento, devolvería a A. las 3,80 coronas.
No me asombrará si el lector no logra entender nada en este punto, pues aun la exposición
detallada que el paciente me ofreció sobre los sucesos externos de ese día y sus reacciones
frente a ellos adolecía de contradicciones internas y sonaba insalvablemente confusa. Sólo en
un tercer relato se logró llevarlo a inteligir esas oscuridades y a aclarar los espejismos del
recuerdo y los desplazamientos a que se había entregado. Me ahorro reflejar estos detalles, de
los cuales recogeremos pronto lo esencial, y sólo puntualizo que al final de esta segunda sesión
se comportó como atolondrado y confundido. Me dio repetidas veces el trato de «señor
capitán», probablemente porque al comienzo de la sesión le había señalado que yo no era cruel
como el capitán N., ni tenía el propósito de martirizarlo innecesariamente.
En esa misma sesión recibí de él todavía est¿ esclarecimiento: desde el comienzo, aun para
todos los temores anteriores de que a sus amados les sucediera algo, ha situado tales castigos
no sólo en la temporalidad, sino en la eternidad, en el más allá. Hasta sus 14 o 15 años había
sido escrupulosamente religioso, y a partir de entonces se había desarrollado hasta su actual
condición de librepensador. Sostiene allanar la contradicción diciéndose: «¿Qué sabes tú de la
vida en el más allá? ¿Qué saben los otros de eso? Y como no se puede saber nada, tú no
arriesgas nada; por lo tanto, hazlo». Este hombre, en lo demás muy perspicaz, considera
inobjetable esta manera de razonar, y, así, saca partido de la incertidumbre de la razón sobre
este problema en favor de la cosmovisión piadosa superada.
En la tercera sesión, él completa el relato, muy característico, de sus empeños por cumplir el
juramento obsesivo: al anochecer se realizó la última reunión de los oficiales antes que
concluyeran las maniobras. A él le tocó agradecer el brindis por «los oficiales de la reserva».
Habló bien, pero como un sonámbulo, pues en el trasfondo lo asediaba de continuo su
juramento. Esa noche fue tremenda; argumentos y contraargumentos se peleaban entre sí; el
principal argumento era, desde luego, que la premisa de su juramento, el pago que el teniente
primero A. hiciera por él, era incorrecta. Pero se consolaba diciéndose que la ocasión no había
pasado, pues A. acompañaría hasta cierto lugar la cabalgata que mañana llegaría hasta la
estación ferroviaria P, de suerte que tendría tiempo para pedirle el favor. Ahora bien, no lo
hizo; dejó que A. hiciera conversión hacia su destino, pero dio a su asistente el encargo de
anunciarle su visita para después del mediodía. El mismo llegó a las nueve y media de la
mañana a la estación ferroviaria, despachó su equipaje, hizo toda clase de diligencias en la
pequeña ciudad y se propuso visitar acto seguido a A. La aldea donde A. estaba estacionado
distaba una hora de carruaje desde la ciudad P. El viaje en ferrocarril al sitio donde se
encontraba la estafeta postal [Z.] habría insumido tres horas; pensó, pues, que, tras realizar su
complicado plan, llegaría a tiempo para tomar el tren para Viena que partía de P. al atardecer.
Las ideas que se combatían en él rezaban, por un lado: era sin duda una cobardía de su parte;
evidentemente sólo quería ahorrarse la incomodidad de pedir ese servicio a A. y aparecer como
un loco ante él, y por eso quebrantaba su juramento; por el otro lado: era, al contrario, una
cobardía cumplir el juramento, pues así sólo quería procurarse paz ante las ‘representaciones
obsesivas. Cuando, en una reflexión, los argumentos se equilibran de ese modo en la balanza,
él tiene el hábito de dejarse empujar por sucesos casuales como si fueran juicios de Dios. Por
eso dijo «Sí» cuando un changador le preguntó en la estación ferroviaria: «¿Para el tren de las
diez, señor teniente?»; partió de viaje a las diez, y así logró crear un fait accompli que le trajo
mucho alivio. Del camarero del vagón restaurante tomó una tarjeta para la table d’hóte. En la
primera estación se le ocurrió de pronto: «Ahora puedo descender todavía, esperar el tren
contrario, viajar con este a P. y al lugar donde para el teniente primero A., hacer con él el viaje
por ferrocarril de tres horas hasta la estafeta postal, etc.». Sólo el miramiento por la palabra que
había dado al camarero lo disuadió de ejecutar este propósito; pero no lo resignó, sino que
desplazó el descenso para una estación posterior. Así pasó de estación en estación hasta llegar
a una en la que le pareció imposible el descenso porque allí tenía parientes, y se resolvió a
seguir viaje hasta Viena, buscar allí a su amigo, exponerle el caso y, según su decisión, viajar de
vuelta a P. con el tren nocturno. A mi duda sobre la congruencia de ello, me salió al paso
aseverando que entre la llegada de un tren y la partida del otro habría tenido media hora libre.
Pero, una vez en Viena, no encontró a su amigo en la posada donde había esperado hallarlo;
sólo a las once de la noche llegó a la vivienda de él y esa misma noche le expuso su caso. El
amigo se hizo cruces de que todavía pudiera dudar de si era una representación obsesiva, lo
tranquilizó por esa noche, de suerte que durmió muy bien, y a la mañana siguiente lo acompañó
al correo para devolver las 3,80 coronas … a la dirección de la estafeta postal, ahí mismo donde
había llegado el paquete con los quevedos.
Esta última comunicación me proporcionó el punto de apoyo para desenredar las
desfiguraciones de su relato. Si él, llamado a la reflexión por su amigo, no envió la pequeña
suma al teniente primero A. ni al teniente primero B., sino directamente a la estafeta postal, era
fuerza que supiera, y lo supiera ya antes de partir de viaje, que no era otra que la empleada del
correo su acreedora del rembolso. En efecto, se averiguó que lo había sabido ya antes del
reclamo del capitán y de su propio juramento, pues ahora se acordaba de que algunas horas
antes del encuentro con el capitán cruel tuvo oportunidad de presentarse a otro capitán, quien le
comunicó la verdadera situación. Este oficial, al escuchar su apellido, le contó que poco antes
había estado en la estafeta postal y la señorita encargada de ella le preguntó si conocía a un
teniente L. (nuestro paciente), para quien había llegado un paquete por contrarrembolso.
Respondió negativamente, pero la señorita dijo tener confianza en el teniente desconocido y que
entretanto ella misma abonaría el porte. De esta manera entró nuestro paciente en posesión de
los quevedos. El capitán cruel cometió un error cuando al poner en sus manos el paquete le
indicó que devolviera a A. las 3,80 coronas. Y nuestro paciente no podía menos que saber que
era un error. A pesar de ello, se hizo el juramento basado en ese error, juramento que por
fuerza se le convertiría en un martirio. Se había escamoteado a sí mismo, y a mí en el relato, el
episodio del otro capitán y la existencia de la señorita confiada. Convengo en que tras esta
rectificación su comportamiento se vuelve todavía más disparatado e incomprensible de lo que
era antes.
Tras abandonar a su amigo y volver al seno de su familia, lo asaltaron de nuevo las dudas. Es
que los argumentos de su amigo no eran otros que los suyos propios, y no se engañaba sobre
el hecho de que su tranquilización temporaria era atribuible sólo al influjo personal del amigo. La
decisión de acudir a un médico fue entretejida en el delirio de la habilidosa manera siguiente: Se
haría extender por un médico un certificado según el cual necesitaba, para restablecerse, de
ese acto que meditaba con el teniente primero A., y este se dejaría mover por el certificado a
aceptarle las 3,80 coronas. El azar de haberle caído por entonces en las manos un libro mío
guió hacia mí su elección. Pero conmigo no se podía ni hablar de aquel certificado; muy
razonable, sólo pidió ser liberado de sus representaciones obsesivas. Muchos meses después,
en el apogeo de la resistencia, volvió a añorarle la tentación de viajar, no obstante, hasta P.,
buscar allí al teniente primero A. y escenificar con él la comedia de la devolución del dinero.
La introducción en el entendimiento de la cura.
No se espere saber tan pronto qué tengo para aducir sobre la aclaración de estas
representaciones obsesivas de raro sinsentido (las representaciones acerca de las ratas); la
técnica psicoanalítica correcta ordena al médico sofocar su curiosidad y deja al paciente la libre
disposición sobre la secuencia de los temas en el trabajo. Por eso, en la cuarta sesión recibí al
paciente con la pregunta: «¿Cómo proseguirá hoy usted?».
«Me he resuelto a comunicarle algo que tengo por muy sustantivo y que me martiriza desde el
comienzo». Relata ahora con mucha amplitud la historia de la enfermedad de su padre, muerto
de enfisema nueve años atrás. Un atardecer, en la creencia de que se trataba de un estado de
crisis, preguntó al médico cuándo podría considerarse superado el peligro. La respuesta fue:
«Pasado mañana al atardecer». No se le pasó por la mente que el padre podría no sobrevivir a
ese plazo. A las once y media de la noche se fue a la cama por una hora, y cuando despertó a
la una se enteró por un amigo médico de que su padre había muerto Se hizo el reproche de no
haber estado presente en el momento de la muerte, reproche que se reforzó al comunicarle la
enfermera que en los últimos días su padre había pronunciado una vez su nombre y le había
preguntado, cuando ella se le acercaba: «¿Es Paul?». Creyó haber notado que su madre y sus
hermanas querían hacerse parecidos reproches; pero no hablaron sobre ello. Ahora bien, al
comienzo el reproche no era martirizador; durante largo tiempo no se hizo cargo del hecho de
su muerte; una y otra vez le ocurría decirse, tras escuchar un buen chiste: «Tienes que
contárselo a tu padre». También su fantasía jugaba con el padre, de suerte que a menudo,
cuando golpeaban a la puerta, pensaba: «Ahora viene mi padre». Cuando entraba en una
habitación esperaba hallar ahí al padre, y por más que nunca olvidara el hecho de la muerte, la
expectativa de esa aparición fantasmal no tenía para él nada de terrorífico, sino que era algo en
extremo deseado. Sólo un año y medio después el recuerdo de su omisión despertó y empezó
a martirizarlo horriblemente, a punto tal de tacharse de criminal. Ocasionamiento de ello fue la
muerte de una tía política y la visita que él hizo a la casa mortuoria. A partir de ahí añadió a su
edificio de pensamientos la perduración en el más allá. Una seria incapacidad para el trabajo fue
la consecuencia inmediata de este ataque. Como él cuenta que sólo los
consuelos de su amigo lo habrían sostenido entonces, pues siempre le rechazaba esos
reproches por muy exagerados, yo me valgo de esta ocasión para proporcionarle la primera
visión sobre las premisas de la terapia psicoanalítica. Cuando existe una mésalliance entre
contenido de representación y afecto, O sea entre magnitud del reproche y ocasión de él, el lego
diría que el afecto es demasiado grande para la ocasión, vale decir, exagerado; y que, por tanto,
es falsa la conclusión extraída del reproche, la de ser un criminal. Por el contrario, el médico
dice: «No, el afecto está justificado; la conciencia de culpa no es susceptible de ulterior crítica,
pero aquel pertenece a otro contenido que no es consabido (es inconciente) y que es preciso
buscar primero. El contenido de representación consabido sólo ha caído en este lugar en virtud de un enlace falso {falsche Verknüpfung}. Ahora bien, no estamos habituados a registrar en nosotros afectos intensos sin contenido de representación, y por eso, cuando este falta, acogemos como subrogado otro que de algún modo convenga; es lo que hace nuestra policía:
si no puede atrapar al verdadero asesino, aprisiona en su lugar a uno falso. Sólo el hecho del
enlace falso puede explicar la impotencia del trabajo lógico contra la representación torturante».
Y concluyo admitiendo que de esta nueva concepción derivan al comienzo enigmas mayores,
pues, ¿cómo daría él la razón a su reproche de haber cometido un crimen contra el padre, si
sabía muy bien que en verdad nunca habla incurrido en algo criminal contra él?
Muestra luego, en la sesión siguiente, gran interés por mis exposiciones, pero se permite alegar
alguna duda: ¿Cómo, en verdad, puede producir efecto curativo la comunicación de que tiene
razón el reproche, la conciencia de culpa? – No es esa comunicación la que produce tal efecto,
sino el descubrimiento del contenido ignorado {unbekannt}, al cual pertenece el reproche. –
Pues sí, a eso justamente se refiere su pregunta. – Yo ilustro mis breves indicaciones sobre el
distingo psicológico de lo conciente respecto de lo inconciente, sobre el desgaste a que está
sometido todo lo conciente, mientras que lo inconciente es relativamente inmutable, mediante
una referencia a las antigüedades colocadas en mi consultorio. Le digo que en verdad son sólo
exhumaciones, que el enterramiento ha significado para ellas la conservación: Pompeya sólo se
ha ido al fundamento {zugrunde gehen} ahora, después de descubierta. – Me pregunta, además,
si existe una garantía para el comportamiento que uno haya de adoptar frente a lo hallado.
Algunos, cree él, [procederán] de modo de superar luego el reproche, mientras que otros no. –
No, está en la naturaleza de las constelaciones que el afecto sea superado luego, las más de
las veces ya durante el trabajo. Es que a Pompeya uno se esfuerza por conservarla, en cambio
uno quiere a toda costa librarse de tales ideas torturantes. – El se ha dicho que un reproche
puede nacer sólo si se violan las leyes éticas más genuinas de la persona, no las leyes
externas. (Lo corroboro; quien viola meramente estas últimas suele sentirse un héroe.) Un
proceso así -continúa él-, entonces, sólo es posible mediando una desagregación de la
personalidad, que haya existido desde el comienzo. ¿Que si él recuperará la unidad de la
personalidad? En este caso se atreve a lograr mucho, quizá más que otros. – Yo, sobre lo que
ha dicho: Estoy totalmente de acuerdo con esa escisión de la personalidad; él no tiene más que
soldar esta nueva oposición, entre la persona ética y el mal, con la anterior oposición entre
conciente e inconciente. La persona ética es lo conciente, la mala es inconciente. – Dice acordarse de que, si bien se tiene por una persona ética, con toda seguridad
en su infancia ha hecho cosas que partían de la otra persona. – Yo entiendo que ahí, de pasada,
él ha descubierto un carácter principal de lo inconciente: el vínculo con lo infantil. Le digo que lo
inconciente es lo infantil, y es aquella pieza de la persona que en aquel tiempo se separó de ella,
no ha acompañado el ulterior desarrollo y por eso ha sido reprimida {suplantada}. Los retoños
de eso inconciente reprimido son los elementos que sostienen al pensar involuntario en que
consiste el padecer de él. Y ahora -le digo- puede descubrir otro carácter de lo inconciente; pero
me gustaría dejarle a él ese descubrimiento. – No halla de manera directa nada más; en cambio,
exterioriza la duda de que se pueda deshacer unas alteraciones existentes desde tanto tiempo
atrás. En especial, ¿qué se pretendería hacer contra la idea del más allá, que, empero, no es
refutable por vía de la lógica? – Yo no le pongo en entredicho la gravedad de su caso ni la
significación de sus construcciones, pero le digo que su edad es muy favorable, y es favorable
también lo intacto de su personalidad; con esto le doy un juicio aprobatorio sobre él, cosa que le
produce visible contento.
En la sesión siguiente empieza diciendo que tiene que relatar algo, un hecho de su infancia.
Como ya contó después de los siete años había tenido la angustia de que sus padres le
colegían los pensamientos, angustia que en verdad -dice- le ha persistido el resto de su vida. A
los doce años de edad amaba a una niña, hermana de un amigo (preguntado, dice que no con
un amor sensual, no quería verla desnuda, era demasiado pequeña), pero ella no era con él
todo lo tierna que él deseaba. Y entonces le acudió la idea de que ella le mostraría amor si a él
le ocurría una desgracia; se le puso en la cabeza que esta podía ser la muerte de su padre.
Rechazó esta idea enseguida y enérgicamente. Aun ahora se defiende de la posibilidad de
haber exteriorizado con ello un «deseo». Es que fue sólo una «conexión de pensamiento».
– Yo le objeto: Si no era un deseo, ¿por qué la revuelta? – Bueno, sólo por el contenido de la
representación: que mí padre pueda morir. – Yo: Trata a ese texto como a uno de lesa majestad;
según es sabido, se castiga igual que alguien diga «El emperador es un asno» o que disfrace
así esas palabras prohibidas: «Si alguien dice. . ., tendrá que habérselas conmigo». Yo podría,
inobjetablemente, ponerle el contenido de representación contra el cual se revolvía dentro de un
contexto que excluyera esa revuelta. Por ejemplo: «Si mi padre muere, me mataré sobre su
tumba». – Queda tocado, pero no resigna su contradicción, por lo cual interrumpo la querella
puntualizando que la idea de la muerte del padre sin duda no se presentó por primera vez en
ese caso; es evidente que venía de antes, y en algún momento nos veríamos obligados a
rastrear su origen. – Sigue contando que idéntico pensamiento le acudió una segunda vez como
un relámpago medio año antes de la muerte de su padre. Ya estaba enamorado de aquella
dama, pero a causa de impedimentos materiales no podía pensar en una unión. Este fue el
texto de la idea: Por la muerte del padre, acaso él se vuelva tan rico que pueda casarse con
ella. Después fue tan lejos en su defensa contra esa idea que deseó que el padre no dejara
nada en herencia a fin de que ninguna ganancia le compensara esa terrible pérdida. Una tercera
vez le acudió la misma idea, aunque muy atemperada, el día anterior a la muerte del padre.
Pensó: «Ahora es posible que pierda al ser a quien más amo»; y contra eso vino la
contradicción: «No, existe todavía otra persona cuya pérdida te sería aún más dolorosa».
Dice asombrarse mucho por estos pensamientos, pues está totalmente seguro de que la
muerte del padre nunca puede haber sido objeto de su deseo; siempre fue un temor. – Tras este
dicho, declarado por él con intensidad plena, considero adecuado exponerle otro pequeño
fragmento de la teoría. Esta sostiene que semejante angustia corresponde a un deseo que una
vez se tuvo, ahora reprimido; por eso uno no puede menos que suponer exactamente lo
contrarío de lo que él asegura.
Además, ello armoniza con el reclamo de que lo inconciente deba ser el opuesto contradictorio
de lo conciente. – El queda muy agitado, muy incrédulo, y le asombra que fuera posible en él ese
deseo, siendo que su padre era para él el más amado de los hombres. No admitía dudas en
cuanto a que habría renunciado a toda dicha personal si de ese modo hubiera podido salvar la
vida de su padre. – Yo respondo que justamente ese amor intenso es la condición del odio
reprimido. En el caso de personas indiferentes -prosigo-, sin duda le ha de resultar fácil
mantener en coexistencia los motivos para una simpatía moderada y una antipatía también
regular; por ejemplo, si es funcionario y acerca de su jefe de oficina piensa que es un superior
agradable, pero un mal jurista y un juez inhumano. Por lo demás, algo parecido dice Bruto sobre
César, en Shakespeare (acto III, escena 2): «Porque César me amó, lloro por él; porque fue
afortunado, regocíjome; porque fue valiente, lo venero; mas porque fue ambicioso lo
maté». Y este dicho ya nos produce extrañeza porque nos hemos representado más
intensa la afección de Bruto por César. Y respecto de una persona más allegada, por ejemplo
su esposa, se afanaría él por tener una sensación unitaria y por eso, como universalmente
ocurre en los seres humanos, descuidaría los defectos que pudieran provocar su antipatía,
dejaría de verlos, como si estuviera ciego. Es entonces -prosigo- el mismo gran amor el que no
admite que el odio (caricaturescamente así designado), que por fuerza ha de tener alguna
fuente, permanezca conciente. Cierto que es un problema averiguar de dónde proviene este
odio; sus propios enunciados apuntaron a la época en que temía que los padres coligieran sus
pensamientos. Además, uno puede preguntar por qué el gran amor no ha podido extinguir al
odio, como solemos ver que ocurre en el caso de mociones opuestas. Sólo cabe suponer que
el odio se conecta con una fuente, con una ocasión, de suerte que ello lo vuelve indestructible.
Así, por un lado, un nexo de esa índole protegería del sepultamiento al odio contra el padre, y por
el otro, el gran amor le impediría devenir-conciente, de modo que sólo le restaría la existencia en
lo inconciente, desde donde, empero, puede por momentos esforzar hacia adelante
{vordrängen}, como un relámpago.
Admite que todo lo escuchado es muy atendible y verosímil, pero, desde luego, no muestra
huella alguna de con vencimiento. Le gustaría preguntar como es que una idea
así puede hacer pausas, acudir por un momento a los 12 años de edad, luego a los 20, y dos
años después de nuevo para perseverar desde entonces. Dice no poder creer que entretanto la
hostilidad se haya extinguido; no obstante, en las pausas él no ha registrado reproches. – Yo,
sobre eso: Si alguien plantea una pregunta así, ya tiene aprontada la respuesta. No hay más que
dejarlo seguir hablando. – Prosigue él entonces, sin aparente conexión: Que ha sido el mejor
amigo de su padre, como este de él; salvo unos pocos ámbitos donde padre e hijo solían
disentir (¿a qué se referirá?), la intimidad entre ellos ha sido mayor que la que ahora él tiene con
su mejor amigo. Es cierto que ha amado mucho a aquella dama por cuya causa relegó al padre
en la idea, pero con relación a ella nunca movió unos genuinos deseos sensuales, como los
que llenaron su infancia; sus mociones sensuales -dice- han sido mucho más intensas en la
niñez que en la pubertad. – Yo entiendo que acaba de dar la respuesta que aguardábamos, y
descubierto, al mismo tiempo, el tercer carácter importante de lo inconciente. La fuente de la
cual la hostilidad contra el padre obtiene su indestructibilidad pertenece evidentemente, por su
naturaleza, a los apetitos sensuales, a raíz de los cuales ha sentido al padre, de algún modo,
como perturbador. Y le digo que un conflicto así entre sensualidad y amor infantil es harto típico.
Las pausas se dieron en él porque a consecuencia de la prematura explosión de su sensualidad
le sobrevino al comienzo una considerable contención de ella. Sólo cuando volvieron a
instalársele unos intensos deseos enamorados aquella hostilidad reafloró desde la situación
análoga. Por otra parte, hago que me confirme que no lo he guiado yo al tema infantil ni al
sexual, sino que él ha dado en ambos de manera autónoma. – Pregunta ahora por qué, en su
época de enamoramiento de la dama, no decidió simplemente entre sí que la perturbación de
ese amor por obra del padre no podía pesar nada contra su amor a este. – Yo respondí: Es
apenas posible matar a alguien in absentia. Para posibilitar aquella decisión habría sido forzoso
que el deseo objetado le acudiese por primera vez; pero era un deseo reprimido de antiguo,
frente al cual no podía comportarse de otro modo que antes, y por eso permanecía sustraído del
aniquilamiento. El deseo (de eliminar al padre como perturbador) se había generado sin duda en
épocas en que las constelaciones eran de todo punto diversas: quizá no amara entonces al
padre con más intensidad que a la persona anhelada sensualmente, o bien no era capaz de
tomar una decisión clara; fue en su muy temprana niñez, antes del sexto año, cuando se le
instaló su recuerdo continuado, y esto pudo haber permanecido así para todos los tiempos. –
Con esta construcción concluye provisionalmente la elucidación.
En la sesión siguiente, la séptima, él retoma el mismo tema. Dice no poder creer que haya
tenido alguna vez ese deseo contra el padre. Se acuerda de una novela corta de
Sudermann, que le produjo honda impresión; en ella, una mujer sentía, junto al lecho de su
hermana enferma, el deseo de que muriera para poder casarse con el marido de esa hermana.
Luego se da muerte porque no merece vivir tras tamaña vulgaridad. El dice comprenderlo, y que
sería bien justo si hubiera de perecer {zugrunde gehen; «irse al fundamento»} a raíz de su
pensamiento, pues no merece otra cosa. – Es para nosotros algo consabido,
señalo yo, que a los enfermos su padecer les procura una cierta satisfacción, de suerte que en
verdad todos se muestran parcialmente renuentes a sanar. No ha de perder de vista, le digo,
que un tratamiento como el nuestro se realiza bajo continuas resistencias; y que yo se lo
recordaré una y otra vez.
Quiere hablar ahora de una acción criminal en la que no se reconoce, pero que recuerda con
toda precisión. Cita una sentencia de Nietzsche: «”Yo lo he hecho» -dice mi memoria-; «yo no
puedo haberlo hecho» -dice mi orgullo, y se mantiene inflexible-. Al fin … cede la memoria».
«En esto, pues, no ha cedido mi memoria». – justamente porque usted obtenía placer de sus
reproches para el autocastigo. –
«Con mi hermano menor -ahora estoy en excelentes términos con él; me preocupa mucho
porque quiere concertar un casamiento que yo tengo por un disparate; ya he tenido la idea de
viajar hasta allí {hinreisen} y dar muerte a esa persona para que no pueda casarse con ella- he
reñido mucho cuando niño. Fuera de eso {daneben}, nos queríamos mucho y éramos
inseparables, pero evidentemente yo estaba gobernado por los celos, pues él era el más fuerte,
el más bello y por eso el preferido». – Ya ha comunicado usted una escena así de celos con la
señorita Lina. – «Entonces, tras una oportunidad así, sin duda antes de los 8 años, pues aún no
iba a la escuela, a la que ingresé a los 8 años de edad, hice lo siguiente: Teníamos unas
escopetas de juguete, del tipo consabido; cargué la mía con el taco, le dije que debía mirar
adentro del caño, pues vería algo, y cuando se puso a mirar adentro yo disparé.
Le dio en la frente y no le hizo nada, pero mi propósito había sido causarle grave daño. Me puse
entonces totalmente fuera {ausser} de mí, me arrojé al suelo y me pregunté: “¿Cómo he podido
hacer eso?». Pero lo hice». – Aprovecho la ocasión para pleitear en favor de mi causa. Si ha
conservado en la memoria un hecho así, tan ajeno a él, no puede poner en entredicho la
posibilidad de que en años todavía anteriores haya ocurrido contra el padre algo parecido, que
hoy ya no recuerda. – Sabe aún de otras mociones de la manía de venganza contra aquella
dama a quien tanto adora, y de cuyo carácter traza una entusiasmada pintura. Quizás ella no
puede amar ligeramente, se reserva toda para aquel al que habrá de pertenecer alguna vez; a él
no lo ama. Cuando estuvo seguro de ello, se le plasmó una fantasía conciente: se haría muy
rico, se casaría con otra, y luego visitaría con ella a la dama para mortificarla. Pero ahí se le
frustró la fantasía, pues debió confesarse que la otra, la esposa, le resultaba por completo
indiferente; sus pensamientos se enredaron y al final se le volvió claro que esa otra debía morir.
También en esta fantasía encuentra, como en el atentado contra el hermano, el carácter de la
cobardía, que le parece tan horroroso. – En la plática que sigue le argumento que
desde el punto de vista lógico no puede menos que declararse no responsable por esos rasgos
de carácter, pues todas esas mociones reprobables provenían de la vida infantil,
corresponderían a los retoños del carácter infantil que perviven en lo inconciente, y él bien sabe
que para el niño no rige la responsabilidad ética. Sólo en el curso del desarrollo se genera, a
partir de la suma de las disposiciones del niño, el hombre éticamente responsable. Pero él pone en duda que todas sus mociones malas sean de ese origen. Le
prometo demostrárselo en el curso de la cura.
Consigna todavía que la enfermedad se ha acrecentado enormemente desde la muerte de su
padre, y yo le doy la razón en tanto reconozco al duelo por el padre como la principal fuente de
la intensidad de aquella. El duelo ha hallado en la enfermedad una expresión patológica, por así
decir. Mientras que un duelo normal trascurre en uno o dos años, uno patológico como el suyo
es de duración ilimitada.
Hasta aquí llega lo que puedo referir en detalle y en su secuencia sobre este historial clínico.
Coincide más o menos con la parte expositiva del tratamiento, que abarcó unos once meses.
Algunas representaciones obsesivas y su traducción.
Como es notorio, las representaciones obsesivas aparecen inmotivadas o bien sin sentido, en
un todo como el texto de nuestros sueños nocturnos; y la tarea inmediata que plantean consiste
en impartirles sentido y asidero dentro de la vida anímica del individuo, de suerte que se vuelvan
inteligibles y aun evidentes. En esta tarea de traducción nunca hay que dejarse despistar por la
apariencia de que sería íimposible alcanzar una solución; aun las más locas y peregrinas ideas
obsesivas se pueden solucionar con el debido ahondamiento.

Continúa en ¨A propósito de un caso de neurosis obsesiva (1909), Del historial clínico (parte III)¨