Diccionario de psicologia, letra Y, YO: desarrollo del concepto a lo largo de la historia, Freud-Lacan ( parte II)

Viene de …

Yo-placer y yo-realidad
De modo que, antes de que los problemas suscitados por las «psicosis narcisistas» lleven a
considerar el desarrollo del yo, dos líneas de investigación habrán ya conducido a la
determinación de esta instancia: con respecto a la psicopatología, el yo es definido por el
ejercicio de una función de defensa contra las excitaciones libidinales; en la investigación sobre
el sueño, se hace cargo del deseo de dormir, en oposición a las excitaciones exteriores, es
decir, a la realidad. Le corresponderá a la teoría de las psiconeurosis narcisistas unificar estas
dos exigencias. Al definir en tanto que yo-placer el polo de la regresión narcisista, dicha teoría
invita a oponerle como yo-realidad el polo del desarrollo: el que tiene por función principal
distinguir un interior de un exterior. Más precisamente, si seguimos el artículo «Pulsiones y
destinos de pulsión», vemos distinguir una fase originaria autoerótica, una fase de introyección y
una fase de transformación del yo. a) «Originariamente, al principio de la vida psíquica, el yo se
encuentra investido por las pulsiones y es en parte capaz de satisfacer sus pulsiones sobre sí
mismo. A este estado lo llamamos narcisismo, y calificamos de autoerótica esta posibilidad de
satisfacción. En ese momento, el mundo exterior no está investido por el interés (en el sentido
general del término), es indiferente en lo que concierne a la satisfacción. En esa época, el
yo-sujeto coincide con lo placentero; el mundo exterior, con lo indiferente (eventualmente con lo
que, como fuente de excitación, es displacentero). b) El yo no tiene necesidad del mundo
exterior, puesto que es autoerótico, pero recibe de ese mundo objetos, como consecuencia de
las experiencias que derivan de las pulsiones de conservación yoicas, y no puede evitar sentir
durante cierto tiempo como displacenteras las excitaciones pulsionales internas. Entonces, bajo
la dominación del principio de placer, se produce en el yo un nuevo desarrollo. Toma en sí los
objetos que se presentan en cuanto son fuentes de placer, los introyecta (según la expresión de
Ferenczi); por otro lado, expulsa fuera de sí lo que, en su interior le provoca displacer. c) El
yo-realidad del principio, que ha distinguido lo interior y lo exterior con la ayuda de un buen
criterio objetivo, se transforma así en un yo-placer purificado, que pone el carácter del placer
por encima de todos los otros. El mundo exterior se descompone para el yo en una parte
"placer", que es incorporada, y en un resto que le es extraño. El yo extrae de sí mismo una parte
que lo integra, la arroja al mundo exterior y la experimenta como hostil. Después de esa
redistribución, las dos polaridades se restablecen de nuevo:
Yo-sujeto, con placer.
Mundo exterior, con displacer (la indiferencia de antes).»
Resta aún comprender en qué medida este primer esbozo del desarrollo del yo fue el preludio de
una renovación aportada por la segunda tópica.
Aparición del ideal del yo
En esta perspectiva, remitámonos al capítulo X del ensayo de 1929 titulado Psicología de las
masas y análisis del yo. «La masa se nos aparece como una resurrección de la horda primitiva.
Así como el hombre primitivo sobrevive de modo virtual en cada individuo, toda masa humana es
capaz de reconstituir la horda primitiva. De ello debemos extraer la conclusión de que la
psicología de las masas es la más antigua psicología humana; los elementos que, aislados de lo
que se relaciona con la masa, nos han servido para constituir la psicología individual, sólo se
diferenciaron de la antigua psicología de las masas bastante tarde, gradualmente y de una
manera que, aun en nuestros días, es muy parcial. Trataremos de indicar el punto de partida de
esta evolución.»
Retroactivamente, esa indicación aclara la sucesión de las etapas atravesadas por la
concepción del yo en dirección al ideal del yo y al superyó; en efecto, justificará la
convergencia, en la elaboración de estas nociones, de un análisis psicopatológico centrado en el
psiquismo «individual» y una reconstrucción del registro psicosocial.
Al principio, la reestructuración de la noción del yo parece realizarse desde el punto de vista
exclusivo del psiquismo individual. Si nos remitimos a «Introducción del narcisismo», el ideal del
yo empieza siendo un ideal que se forma el yo: «La represión, hemos dicho, proviene del yo;
podemos precisar: de la estima del yo por sí mismo. Las mismas impresiones, experiencias,
impulsos, mociones de deseo a las cuales un determinado hombre da libre curso, o que por lo
menos elabora conscientemente, son rechazadas por otro hombre con la mayor indignación, o
sofocadas antes de que puedan volverse conscientes. Pero la diferencia entre estos dos
sujetos, que contiene la condición de la represión, se puede expresar fácilmente en los términos
de la teoría de la libido. Podemos decir que uno ha establecido en sí un ideal con el que mide su
yo actual, mientras que esa formación de ideal está ausente en el otro. La formación del ideal
sería del lado del yo, la condición de la represión». Se designará a este ideal como yo ideal (ideal
ich) y se lo comprenderá como una prolongación del narcisismo en tanto que objeto de amor. No
obstante, en cuanto este ideal es el objeto de la búsqueda del yo, la designación que le
corresponde es «ideal del yo». «A este yo ideal (ideal ich) se dirige ahora el amor ególatra del
que en la infancia gozaba el yo real.»
«Parece que el narcisismo es desplazado sobre ese nuevo yo ideal que, como el yo infantil, se
encuentra en posesión de todas las perfecciones. Como siempre es el caso en el dominio de la
libido, el hombre se muestra incapaz de renunciar a la satisfacción de la que alguna vez ha
gozado. No quiere privarse de la perfección narcisista de su infancia. Si no pudo mantenerla
porque durante su desarrollo las reprimendas de los otros lo perturbaron y despertó su propio
juicio, trata de recobrarla bajo la nueva forma del ideal del yo. Lo que proyecta ante sí como su
ideal es el sustituto del narcisismo perdido de su infancia; en aquel tiempo, él era su propio
ideal.»
De esto se pasa a asimilar ese ideal a la conciencia moral. En efecto, «no sería sorprendente
que encontremos una instancia psíquica particular que realiza la tarea de velar para asegurar la
satisfacción narcisista procedente del ideal del yo, y que, con esta intención, observe sin cesar
al yo actual y lo mida con el ideal. Si existe una instancia tal, es imposible que sea objeto de un
descubrimiento inopinado; sólo cabe que la reconozcamos como tal, y podemos decir que lo que
llamamos nuestra conciencia moral posee esta característica. El reconocimiento de esta
instancia nos permite comprender las ideas delirantes en las que el sujeto se cree el centro de la
atención de los otros o, mejor dicho, el delirio de observación, tan claro en la sintomatología de
las afecciones paranoides, pero que también puede producirse como afección aislada o bien de
manera esporádica en una neurosis de transferencia».
En la confirmación de esta hipótesis, le cupo un rol sin duda esencial a las investigaciones de
Silberer: «Será sin duda importante poder reconocer también en otros dominios los indicios de la
actividad de esta instancia que observa, critica y se ha elevado a la dignidad de conciencia
moral e introspección filosófica. Me refiero aquí a lo que H. Silberer ha descrito como "fenómeno
funcional", una de las pocas adiciones a la doctrina de los sueños que tiene un valor
incontestable. Se sabe que Silberer ha demostrado la posibilidad de observar directamente, en
los estados ubicados entre el dormir y la vigilia, la transposición de los pensamientos en
imágenes visuales, pero que en tales circunstancias la imagen que aparece no representa en
general el contenido del pensamiento, sino el estado (buena disposición, fatiga, etc.) en que se
encuentra la persona que lucha contra el sueño».
Tenemos aquí un equivalente de la autocrítica que acabamos de designar como patrimonio del
ideal del yo, y que se une a la noción presupuesta en el origen mismo del psicoanálisis, es decir,
la noción de censura: «Nosotros hemos descubierto, recordémoslo, que la formación del sueño
se produce bajo el dominio de una censura que obliga a los pensamientos del sueño a sufrir una
deformación. Bajo esta censura no nos representamos sin embargo un poder especial, sino que
escogemos esta expresión para designar un aspecto particular de las tendencias represoras
que dominan al yo; un aspecto vuelto, orientado hacia los pensamientos del sueño. Si
penetramos más en la estructura del yo, podemos reconocer al censor del sueño en el ideal del
yo y en las manifestaciones dinámicas de la conciencia moral. Si este censor está un poco en
estado de alerta, incluso durante el dormir, comprendemos que la autoobservación y la
autocrítica que su actividad presupone aportan su contribución al contenido del sueño en
contenidos tales como «ahora está demasiado dormido para pensar», «ahora se despierta».
«A partir de aquí, podemos tratar de discutir el problema del sentimiento de sí en el normal y el
neurótico.»
Ahora bien, desde ese momento se impone el doble aspecto del ideal del yo: el aspecto individual
y el aspecto social. «Del ideal del yo se desprende una vía importante que conduce a la
comprensión de la psicología de las masas. Además de su lado individual, este ideal tiene un lado
social; es también el ideal común de una familia, de una clase, de una nación. Además de la libido
narcisista, él tiene ligado un gran quántum de la libido homosexual de una persona, libido que, por
esta vía, es devuelta al yo. La insatisfacción que resulta del incumplimiento de este ideal libera
libido homosexual que se transforma en conciencia de culpa (angustia social).»
De este modo, la observación del fenómeno funcional se unirá, a través de la interpretación del
caso Schreber, y menos directamente, a través de la concepción de la paranoia en la
correspondencia con Fliess, a la configuración dual, solidariamente narcisista y social, de la
comunicación.
Pero además permite comprender la metodología adoptada por Freud en la construcción sistemática del ideal del yo, según la desarrolla El yo y el ello.
El problema de la socialización en la segunda tópica. Si es cierto que la psicología originaria es una psicología colectiva -tema incorporado al psicoanálisis desde Tótem y tabú-, la noción de ideal del yo se elaborará sobre la base de la génesis social, y no ya del análisis del psiquismo individual, patológico o normal: Psicología de las masas y análisis del yo, publicado en 1921, fue dos años anterior a El yo y el ello (1923). El primero de estos ensayos, dedicado al alma colectiva, continúa a Tótem y tabú (1912), al que por otra parte el texto nos remite, en el inicio del capítulo «Un grado en el interior del yo»; el segundo ensayo aportará a la concepción del ideal del yo la contribución de la segunda tópica, en cuanto ésta hace del ello la matriz de la socialización de ese ideal.
«Creo que nos resultaría ventajoso seguir las sugerencias de un autor que, por motivos
personales, querría persuadimos, sin lograrlo, de que no tiene nada que ver con la ciencia
rigurosa y elevada. Este autor es G. Groddeck, quien no cesa de repetir que lo que llamamos
nuestro yo se comporta en la vida de una manera totalmente pasiva; que, para servirnos de su
expresión, somos "vividos" por fuerzas desconocidas que escapan a nuestro dominio. Todos
hemos experimentado impresiones de este tipo, aunque no siempre hayamos sufrido su
influencia al punto de volvemos inaccesibles con toda otra impresión, y no vacilamos en acordar
a la manera de ver de Groddeck el lugar que le corresponde en la ciencia. Yo propongo que se
la tenga en cuenta llamando yo a la entidad que tiene su punto de partida en el sistema P y que
es, en primer lugar, preconsciente, y reservando la denominación de ello (Es) a todos los otros
elementos psíquicos en los cuales el yo se prolonga comportándose de una manera
inconsciente.»
El interés de esta referencia es claramente explicitado por una nota ulterior de Freud: «Ahora
que hemos logrado separar el yo del ello, debemos reconocer que es este último el que
constituye el gran reservorio de la libido, en el sentido primario de la palabra. En cuanto a la libido
que el yo recibe como consecuencia de las identificaciones que describimos, ella es la fuente del
"narcisisino secundario"».
En efecto, la disociación del yo y el ello conduce a una reinterpretación del ideal en la
perspectiva de una génesis de la socialización -no ya en la indeterminación de la sociedad
global, sino en la asignación de las relaciones originarias de socialización, al amparo de la
identificación-.
«El ideal del yo -escribe Freud- representa la herencia del complejo de Edipo y, en consecuencia,
la expresión de las tendencias y destinos libidinales más importantes del ello. Por medio de su
creación el yo se volvió amo del complejo de Edipo y al mismo tiempo se sometió al ello. Mientras
que el yo representa esencialmente al mundo exterior, la realidad, el superyó se le opone en
tanto representante de los poderes del mundo interior, o sea, del ello. Y debemos esperar que,
en último análisis, los conflictos entre el yo y el ideal reflejen la oposición que existe entre el
mundo exterior y el mundo psíquico.»
Con respecto al desarrollo general del pensamiento freudiano, la base que aporta de tal modo la
segunda tópica a la concepción de la idealización, contribuye de manera decisiva a la refutación
de Jung. Este pretendía desexualizar la libido, a fin de constituirla en un poder de sublimación.
Freud, por el contrario, presenta bajo la forma del ello una fuente de sexualización, de una
sexualización que toma por objeto al padre y la madre en las condiciones fijadas en el momento
del ocaso del complejo de Edipo.
«En efecto, es fácil mostrar -escribe Freud que el ideal del yo satisface todas las condiciones a
las cuales debe satisfacer la esencia superior del hombre. En tanto que formación sustitutiva de
la pasión por el padre, contiene el germen del que han nacido todas las religiones. Al medir la
distancia que separa su yo del yo ideal, el hombre experimenta ese sentimiento de humildad
religiosa que es parte integrante de toda fe ardiente y apasionada. En el curso del desarrollo
ulterior, el rol del padre habría sido asumido por maestros y autoridades cuyos mandamientos y
prohibiciones han conservado toda su fuerza en el ideal del yo y ejercen, bajo la forma de
escrúpulos de conciencia, la censura moral. »
Como resultado, así se encontrarán también decantadas las etapas de la génesis del yo.
Se subrayará de entrada que «el yo es una parte del ello que ha sufrido modificaciones bajo la
influencia directa del mundo exterior, y por intermedio de la conciencia-percepción. En cierta
medida, representa una prolongación de la diferenciación de las superficies. También se
esfuerza por transmitir al ello la influencia del mundo exterior, intenta reemplazar por el principio
de realidad el principio de placer que reina sin restricciones en el ello». Más precisamente, «lo
vemos formarse a partir del sistema P (percepción), que constituye como su núcleo, y abarcar
de entrada el preconsciente, que se basa en las huellas mnémicas». De este modo se amplía,
para abarcar al yo, la tesis desarrollada en el artículo «Lo inconciente», según la cual «la
diferencia real entre una representación inconsciente y una representación preconsciente (idea)
consistiría en que la primera se relaciona con materiales que siguen desconocidos, mientras que
la preconsciente estaría asociada a una representación verbal».
Primer intento de caracterizar lo inconsciente y lo preconsciente sin recurrir a sus relaciones
con la conciencia. El interrogante de «cómo algo se convierte en consciente» puede
reemplazarse con ventaja por el de «cómo algo se convierte en preconsciente». Respuesta:
«gracias a la asociación con las representaciones verbales correspondientes».
Al «término de su desarrollo», «la importancia funcional del yo consiste en que, en una situación
moral, es él quien controla los accesos a la motilidad. En sus relaciones con el ello, se lo puede
comparar con el jinete encargado de dominar la fuerza superior del caballo, salvo que el jinete
domina al caballo con sus propias fuerzas, mientras que el yo lo hace con fuerzas que no son
suyas. Esta comparación puede llevarse un poco más lejos. Así como al jinete, si no quiere
separarse del caballo, a menudo no le queda más posibilidad que conducirlo a donde el animal
quiere ir, también el yo traduce por lo general en acción la voluntad del ello, como si fuera su
propia voluntad».
Sin duda, parece entonces «plausible admitir que esta energía que anima al yo y al ello, energía
indiferente y capaz de desplazamientos, proviene de la reserva de libido narcisista, es decir que
representa una libido (Eros) desexualizada. Las tendencias eróticas, en efecto, nos parecen de
una manera general más plásticas, más capaces de derivación y desplazamiento que las
tendencias destructivas. Se puede prolongar esta hipótesis suponiendo que esta libido, capaz
de desplazamiento, trabaja al servicio del principio de placer, al prevenir las detenciones y
estancamientos y facilitar las descargas».
No obstante, «si es cierto que esta energía capaz de desplazamiento representa una libido
desexualizada, también puede decirse que es energía sublimada, en el sentido de que ha hecho
suya la principal intención de Eros, que consiste en reunir y ligar, en realizar la unidad que
constituye el rasgo distintivo o, por lo menos, la principal aspiración del yo. Al vincular, con esta
energía capaz de desplazamiento, los procesos intelectuales en el sentido amplio de la palabra,
se puede decir que el trabajo intelectual es a su vez alimentado por impulsos eróticos
sublimados».
Así se confirma, en la construcción de la segunda tópica, la primacía dada a la perspectiva
social en el abordaje de los problemas.
Sin embargo, «el nacimiento del yo y su separación del ello depende también de otro factor,
además de la influencia del sistema P. El cuerpo propio del individuo, y sobre todo su superficie,
constituyen una fuente de la que pueden emanar a la vez percepciones externas y
percepciones internas. Se lo considera como un objeto extraño, pero proporciona al tacto dos
variedades de sensaciones, una de las cuales puede asimilarse a una percepción interna. Por
otra parte, la psicofisiología ha demostrado, suficientemente, de qué modo nuestro propio cuerpo
se destaca a partir del mundo de las percepciones. El dolor también parece desempeñar un
papel importante en estos procesos, y la manera en que adquirimos un nuevo conocimiento de
nuestros órganos en las enfermedades. dolorosas quizá nos permita hacemos una idea de cómo
llegamos a la representación de nuestro cuerpo en general».
En síntesis, concluirá Freud, si se puede vincular con el inconsciente un sentimiento de culpa, «el
yo consciente representa nuestro cuerpo». Más precisamente, «el yo es ante todo una entidad
corporal, no sólo una entidad que está toda en superficie, sino una entidad que corresponde a la
proyección de una superficie. Para servirnos de una analogía anatómica, lo compararíamos de
buena gana con el "homúnculo cerebral" de los anatomistas, ubicado en la corteza cerebral, con
la cabeza abajo, los pies arriba, los ojos mirando hacia atrás y la zona del lenguaje a la
izquierda».
Como última etapa, si el examen de la regresión del yo demostró ser decisivo para la elaboración
de la noción del ello, la introducción de la concepción energética del ello ejerció su influencia -en
la perspectiva de la nueva teoría de la angustia- sobre la concepción freudiana de las funciones
del yo, para desembocar, en Inhibición, síntoma y angustia, no ya en la noción de defensa, sino
en una considerable ampliación de la misma.
«En el curso de mis explicaciones acerca del problema de la angustia, he retomado un concepto
-o, para hablar más modestamente, un término- del que sólo me había servido al principio de mis
trabajos, hace treinta años, y que más tarde abandoné. Me refiero a la expresión "proceso de
defensa". Después lo reemplacé por el de represión, sin que fuera precisada la relación entre
ambos conceptos. Pienso ahora que hay una ventaja cierta en volver al viejo concepto de
defensa, pero postulando que debe designar de manera general todas las técnicas de que se
sirve el yo en sus conflictos, que pueden eventualmente llevar a la neurosis, mientras que
reservamos el término represión para uno de esos métodos de defensa en particular, que la
orientación de nuestras investigaciones nos permitió al principio conocer mejor que los otros.
Primero, aprendimos a conocer la represión y la formación sintomática en el caso de la histeria;
observamos que el contenido perceptivo de experiencias generadoras de excitación, el
contenido representativo de formaciones ideativas patógenas, es olvidado, excluido del proceso
de reproducción en el recordar, y por ello reconocimos en el mantenimiento fuera de la
conciencia una característica principal de la represión histérica. Más tarde, estudiamos la
neurosis obsesiva y descubrimos que en esta afección los acontecimientos patógenos no están
olvidados». «La continuación de nuestras investigaciones nos ha enseñado que, en el caso de
la neurosis obsesiva, por el hecho de que el yo se rebela contra las mociones pulsionales, se
llega a la regresión de estas mociones a una fase anterior de la libido, regresión que, sin hacer
superflua una represión, obra manifiestamente en el mismo sentido que ella. Hemos visto además
que la contrainvestidura, cuya existencia también hay que admitir en la histeria, desempeña en el
caso de la neurosis obsesiva un papel particularmente grande en la protección del yo, con la
forma de modificación reactiva del yo.»
«Lo que hemos aprendido basta para justificar la reintroducción del viejo concepto de defensa,
que permite englobar todos estos procesos que ponen de manifiesto una misma tendencia -la
protección del yo contra las exigencias pulsionales-, y subsumir la represión, como caso
particular, en este concepto. El interés que adquiere la elección de esta denominación se
acrecienta si uno considera que la profundización de nuestros estudios podría revelar la
existencia de una correspondencia íntima entre determinadas formas de defensa y determinadas
afecciones -por ejemplo, entre la represión y la histeria-. Yendo más lejos, esperamos descubrir
otra correlación importante. Es muy posible que antes de que el yo y el ello sean diferenciados
con nitidez, antes de la formación de un superyó, el aparato psíquico utilice métodos de defensa
distintos de los que emplea una vez alcanzados esos estadios de organización.»
En definitiva, la investigación freudiana conservaba un dualismo en la construcción del yo,
dividido entre el anonimato pulsional y su organización con el concurso de las «huellas
verbales». Su elaboración en Lacan consistió en un doble trayecto, cuya operación se aplicó
simétricamente a los dos registros para poner de manifiesto un vaciamiento común. En la esfera
pulsional, entendida a partir de la castración, la pulsión freudiana, «concepto fronterizo entre lo
orgánico y lo psíquico», encontraba su equivalente en las «demandas» de Lacan, obligadas a
satisfacer la exigencia de la necesidad por los desfiladeros del significante y, en consecuencia,
a hacer que la satisfacción dependiera del «Otro»; en efecto, el falo se definirá como
significante de esta relación, y la castración, como la carencia de ese significante en el lugar
donde se articula el sujeto: vaciamiento de lo simbólico. Lacan no dejará de subrayar su analogía
con el vaciamiento constitutivo del yo en el estadio del espejo.
Si uno se interroga sobre las condiciones en las que quedan conjugados estos dos aspectos del
yo, se ve remitido a la teoría general de las relaciones entre lo imaginario y lo simbólico -y en
particular, a la representación de los nudos borromeos-