Diccionario de Psicología, letra L, Libido II

Diccionario de Psicología, letra L, Libido II

Libido

Término latino (libido: deseo) utilizado primero por Moriz Benedikt y después por los fundadores de la sexología (Albert Moll y Richard von Krafft-Ebing) como denominación de la energía propia del instinto sexual, o libido se xualis. Sigmund Freud retomó el término con una acepción totalmente distinta, para designar la manifestación de la pulsión sexual en la vida psíquica y, por extensión, de la sexualidad humana en general, e infantil en particular, entendida como causalidad psíquica (neurosis), disposición polimorfa (perversión), amor a sí mismo (narcisismo) y sublimación. Con la introducción de la palabra libido, Sigmund Freud construyó lo que en adelante se denominó su teoría de la sexualidad, enunciada de manera programática en 1905 en los Tres ensayos de teoría sexual. Esa obra princeps fue rehecha en cada edición, según la evolución de las tesis del autor sobre el tema, y sobre todo a la luz de su reflexión de 1914 acerca del narcisismo; más tarde con Más allá del Principio de placer en 1920, en el marco de la formulación de la segunda tópica centrada en el yo y el ello, y finalmente, en 1921, con Psicología de las masas y análisis del yo. En un artículo de 1923 sobre psicoanálisis y libido, destinado a una enciclopedia de sexología, el propio Freud redactó una reseña histórica muy clara de la génesis de este concepto en su teoría. De modo que, en la doctrina freudiana, la sexualidad sólo llegó a convertirse en concepto a través de las diferentes etapas en las que Freud desplegó el término «libido». A fines del siglo XIX, todos los científicos y médicos del alma (alemanes, franceses, ingleses) estaban obsesionados por la sexualidad, y todos buscaban una nueva definición de la identidad del hombre que tomara en cuenta sus practicas sexuales reales, fueran ellas consideradas «normales» o «patológicas». En este sentido, el nacimiento de la sexología (o ciencia de la actividad sexual) estuvo vinculado con el de la criminología (ciencia del comportamiento criminal), en tanto construcción de una nueva antropología basada en la herencia-degeneración: en ambos casos se trataba de definir al hombre a partir de su «instinto biológico» (su «raza», su herencia, su sexo) y de integrar en él una componente degenerativa o destructiva (el crimen, las perversiones sexuales). De allí la idea de darle un nuevo nombre (homosexualidad) a la forma más conocida y más antigua de «inversión», a fin de oponerla a una nueva norma: la heterosexualidad. La adopción de la palabra libido por los científicos de fines del siglo XIX remite a la construcción de esa nueva manera de decir y pensar la sexualidad revistiéndola de una jerga. En efecto, los términos latinos siempre han tenido una función ambivalente en la historia de la psicopatología, la medicina y la psiquiatría. Bajo cubierta de ciencia y erudición, describen una realidad bruta (el cuerpo, la muerte, el amor, la enfermedad, etcétera), cargada de interdicciones y secretos, y cuyo contenido se le quiere ocultar al principal interesado: el hombre mismo, convertido en enfermo sexual, en criminal, en invertido, etcétera. Con este enfoque de apropiación erudita de las cosas de la sexualidad, los sexólogos aplicaron la palabra libido a todas las variantes posibles de la actividad sexual humana, en el sentido de actividad genital. El empleo generalizado de este término indica por otra parte la ruptura efectuada en esa época entre el nuevo discurso sobre la sexualidad (como libido sexualis) y la antigua terminología filosófica basada en el eros (amor) platónico, de la que sólo se conserva un adjetivo, erógeno, para designar las zonas del cuerpo o las actividades vinculadas con la excitación sexual, y un sustantivo, autoerotismo, para definir la emoción sexual sin objeto. La sexología y sus grandes representantes (desde Havelock Ellis hasta Magnus Hirschfeld) formularon una concepción general de la libido sexualis cuyo objetivo era comprender y describir la sexualidad en todas sus formas, fuera para sancionarlas, fuera para reivindicarlas como «diferencias positivas». De allí esos catálogos a la manera de Cuvier (1769-1832) o de Sade (1740-1814), que describían las múltiples prácticas de una sexualidad en adelante exhibida a los ojos de los juristas, los médicos, los higienistas. Si bien esta florescencia nutrió considerablemente el pensamiento freudiano, ello no quiere decir que Freud no inventara nada en este ámbito. La iniciativa de Freud consistió en primer lugar en sacar la libido de ese jardín de las delicias, a la vez perverso, genital, normativo y literario, en el que la habían encerrado los sexólogos, para convertirla en una componente esencial de la sexualidad como fuente del conflicto psíquico, después integrarla a la definición de la pulsión y de la relación de objeto (libido de objeto), y finalmente encontrarle una identidad narcisista (la libido del yo), a partir de 1914. Al término de este recorrido, Freud había tomado la terminología sexológica para abrir el camino a una nueva concepción del eros platónico, en la cual la libido, identificada con la pulsión sexual, se convirtió en una pulsión de vida (eros), opuesta a la pulsión de muerte (tánatos). El escándalo de la teoría freudiana de la libido, que se caracterizará como un pansexualismo, se debió entonces al hecho de que Freud normalizó un ámbito del que se habían apropiado la ciencia y la medicina, en detrimento del principal interesado, el propio sujeto. Al abandonar la hipnosis, Freud le restituyó al sujeto la libertad de palabra y relanzó la esperanza de curación, contra el nihilismo terapéutico. Del mismo modo, al sacar la libido sexualis del jardín de los sexólogos, la convirtió en el determinante principal de la psique humana. De allí esa obsesión de la sexualidad observable en el modo en que condujo sus tres grandes curas (Ida Bauer, Ernst Lanzer y Serguei Constantinovich Pankejeff) y «dirigió» la de Juanito. En sus primeros discípulos, Fritz Wittels e Isidor Sadger, así como en Hermine von Hug-Hellmuth, esa obsesión se convirtió en un delirio interpretativo que alimentó la hostilidad de los antifreudianos a la libido freudiana. La modificación del concepto de libido sexualis no se produjo de modo lineal, sino a través de conflictos, refundiciones, sufrimientos, escisiones, odios, que muy a menudo llevaron a Freud a mostrarse feroz e intolerante con sus allegados y sus adversarios. Alfred Adler y Carl Gustav Jung sufrieron las consecuencias de esa intransigencia. En un primer momento, en junio de 1894, en un manuscrito enviado a Wilhelm Fliess, Freud empleó la palabra en el sentido de una libido psíquica. En esa época todavía atribuía la histeria a una causa sexual, una seducción experimentada en la infancia, y, lo mismo que Jean Martin Charcot, definía una zona histerógena, es decir una región del cuerpo investida libidinalmente, y cuya excitación se acompañaba de un placer sexual susceptible de llevar al ataque histérico. De allí pasó a la noción de zona erógena tomada de los sexólogos. Después de abandonar en 1897 la teoría de la seducción, la causalidad sexual sirvió para explicar el conflicto psíquico que producía la neurosis: la histérica sufría de reminiscencias; después dijo que de fantasmas y sueños cuya significación convenía explorar mediante el psicoanálisis. Para ello había que volver a la infancia y por lo tanto a las primeras experiencias sexuales del sujeto. Fue así como Freud, aproximadamente en 1900, se orientó hacia la dilucidación de la sexualidad infantil, la cual, a partir de la publicación de los Tres ensayos en 1905, se convirtió en el pivote de la sexualidad humana. Al principio Freud conceptualizó la libido como una «energía», es decir, como la manifestación dinámica, en la vida psíquica, del empuje (o pulsión) sexual. Esto lo llevó a la siguiente redefinición principal: la libido no era ya sexualis, no era ya una actividad somática, sino un deseo sexual que trataba de satisfacerse fijándose en objetos. Si era un deseo, tenía una sola esencia: de allí la adopción por Freud, en 1905, de la tesis del monismo sexual, según la cual la libido es de naturaleza masculina, sea que se manifieste en el hombre o en la mujer. En enero de 1909, en una sesión de la Wiener Psychoanalytische Vereinigung (WPV) dedicada al diablo y a sus apariciones en la historia, Freud justificó esa teoría de una manera muy extraña: «Además habría que llamar la atención sobre el hecho de que el diablo es una personalidad masculina por excelencia, lo que apuntala la tesis de la teoría de la sexualidad según la cual la libido, allí donde aparece, es siempre masculina (la única criatura diabólica femenina es la abuela del diablo)». La tesis monista, impugnada por la escuela inglesa en el marco del gran debate de la década de 1920 sobre la sexualidad femenina, siguió asociada por Freud a esta idea de que el diablo personifica en la tradición occidental una componente esencial y reprimida de la sexualidad humana. No obstante, la libido, que es una dimensión principal de la pulsión, se fija en objetos: la investidura de esa libido objetal puede desplazarse, cambiando de objeto y de fin. Es entonces sublimada, es decir, derivada hacia un fin no sexual, invistiendo objetos socialmente valorizados, el arte, la literatura, la actividad intelectual y pasional. A esta teoría de la sublimación, desarrollada en 1910 en Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, Freud le añadió una descripción de las zonas erógenas características de la actividad libidinal. Si la libido podía desplazarse en cuanto a su objeto y su fin, también tenía diversas fuentes excitables. De modo que existían distintas zonas erógenas, distribuidas en cuatro regiones del cuerpo: la oral, la anal, la uretro-genital, la mamaria. A cada zona le correspondía una o varias actividades eróticas, entre las cuales Freud incluía los actos más simples de la vida cotidiana de los niños: la succión del pulgar o del pecho, la defecación, la masturbación. Llegaba incluso a extender la noción de erogencidad a la totalidad del cuerpo, incluso a los órganos internos. De esta concepción de la libido diversificada en zonas erógenas se desprendía una organización «evolutiva» de la sexualidad (la teoría de los estadios), tan central en la refundición freudiana como la relación de objeto. En efecto, si hay que volver a la infancia para comprender la génesis de la sexualidad adulta, ello se debe a que la libido se organiza de manera diferenciada en relación con las diversas zonas según las edades de la vida. A cada edad, a cada estadio, le corresponde un tipo de objeto. Después de múltiples revisiones, Freud distinguió cuatro estadios: el oral, el anal, el fálico y el genital. La teoría de los estadios fue ulteriormente reformulada por las diversas escuelas. La diversificación de las zonas erógenas significa que la pulsión sexual (cuya manifestación es la libido) se divide en pulsiones parciales: dos de ellas relacionadas con el cuerpo (la pulsión oral, la pulsión anal), y otras definidas por su fin (por ejemplo, la pulsión de dominio). En el marco de la libido de objeto de 1905, cada pulsión parcial busca su satisfacción en el cuerpo propio. De allí la introducción de la noción de autoerotismo, palabra tomada a Havelock Ellis y rechazada por Eugen Bleuler (quien la reemplazó por el término autismo). El hecho de que Freud haya preferido la palabra autoerotismo permite comprender lo que estaba en juego en su discusión con Jung, que comenzó en 1906, es decir un año después de la publicación de los Tres ensayos, concluyendo con la ruptura entre los dos hombres y… con dos nuevas definiciones de la libido. Jung rechazaba la idea freudiana, considerando que la libido era un «empuje voluntario». En 1911, con la publicación de una primera versión de lo que sería Símbolos de transformación, la divergencia se puso de manifiesto. Jung revisó el conjunto de la teoría freudiana, recusó el complejo de Edipo y la idea del deseo de incesto, negó el origen sexual de la neurosis y, finalmente, identificó la libido con una energía psíquica sin pulsión sexual: una libido originaria que podía ser sexualizada o desexualizada. Por otra parte, en 1910, renunciando al autoerotismo, elaboró la noción de introversión para caracterizar la retracción de la libido en el mundo interior del sujeto. Ese mismo año, en una conferencia titulada «La perturbación psicógena de la visión según el psicoanálisis», Freud habló de la pulsión del yo para designar, por oposición a la pulsión sexual, lo que en 1905 había categorizado como funciones de autoconservación del yo. Entre la libido del yo y la pulsión del yo no había más que un paso, y Freud lo dio en sus trabajos de la metapsicología de 1914-1915, en los cuales se enuncia un nuevo dualismo pulsional (pulsión del yo/pulsión sexual), de inmediato cuestionado por el artículo «Introducción del narcisismo». En esa respuesta a Jung sobre la doble problemática de la introversión y la libido, la oposición «libido del yo/libido de objeto» coincide con el antiguo dualismo pulsional; de pronto la pulsión del yo es asimilada al amor a sí mismo, y por lo tanto a una libido del yo pronto reconvertida en libido narcisista, término que abrió el camino a todas las teorías de la Self Psy chology , a una concepción de la neurosis narcisista intermedia entre la neurosis y la psicosis, y al enfoque teórico de los estados límite. Se advierte entonces cuál fue el camino recorrido por Freud. Contra los sexólogos que la reducían a lo sexual en sentido genital, él amplió el concepto, llamando libido a una pulsión sexual generalizada; contra Jung, que, por el contrario, quería ahogarla en una instancia asexual, la inscribió como componente central de un eros finalmente redescubierto, el del amor platónico, a la vez deseo, sublimación y sexualidad en todas sus formas humanas (homosexualidad, bisexualidad). Se comprende entonces por qué se opuso asimismo a Wilhelm Reich, heredero de la sexología, quien quiso resexualizar la libido en el marco de una teoría biológica de la satisfacción orgástica. En Más allá del principio de placer, donde aparece organizado un nuevo dualismo pulsional (pulsión de vida/pulsión de muerte), la libido es asimilada al eros: «La libido de nuestras pulsiones sexuales coincide con el eros de los poetas y los filósofos, que mantiene la cohesión de todo lo que vive». Y en el Esquenza del psicoanálisis, los dos términos se fusionan: toda la energía del eros, que en adelante llamaremos libido…». Sin embargo, la figura de eros no abolió la de la libido, a la cual Freud se aferraba por encima de todo, en la medida en que la palabra latina reflejaba la universalidad del concepto de sexualidad, y en otros idiomas no era necesario traducirla. En este sentido, al conservar ese término latino Freud subvirtió la vieja jerga de los especialistas. Hizo de la libido el objeto de escándalo que suscitó a partir de 1910 las múltiples resistencias opuestas al psicoanálisis en todos los países, siempre y en todas partes calificado de doctrina pansexualista: demasiado «germánica» a los ojos de los franceses, demasiado «latina» para los escandinavos, demasiado «judía- para el nazismo, demasiado «burguesa», finalmente, para el comunismo; es decir, como para Jung, siempre demasiado «sexual».