Diccionario de Psicología, letra M, Melancolía (segunda parte)

Diccionario de Psicología, letra M Melancolía (segunda parte)

Melancolía  

s. F. (fr. mélancolie; ingl. melancholia; al. Melancholie). Afectación profunda del deseo, concebida por Freud como la psiconeurosis por excelencia, caracterizada por una pérdida subjetiva específica, la del yo mismo. Entidad clínica y estado psíquico. Si bien la melancolía no figura en verdad entre los conceptos propios del psicoanálisis, sin embargo su uso en el campo analítico merece ser explicitado porque es suficientemente particular y suficientemente diferente del de la psiquiatría. De hecho, el término evoca dos nociones distintas: la de una entidad clínica por entero aparte, y la de un estado psíquico, suficientemente particular como para aclarar a contrapelo ciertas características de la subjetividad misma. En tanto entidad clínica, la melancolía participa de la reflexión nosológica freudiana en su conjunto y, en particular, de la distinción operada entre neurosis actuales, psiconeurosis de defensa o de trasferencia, y psiconeurosis narcisistas. Constituye, de hecho, el paradigma de estas últimas, y se define como una depresión profunda y estructural, marcada por una extinción del deseo y un desinvestimiento narcisista extremo. En una palabra, es una enfermedad del deseo, constituida alrededor de una pérdida narcisista grave. En tanto estado psíquico, la melancolía remite a la ubicación de los conceptos de libido, narcisismo, yo, objeto, pérdida, etc. Se distingue del estado de duelo (al que al mismo tiempo le ofrece un modelo), revela muy claramente las estrechas relaciones que existen entre el yo y el objeto, entre el amor y la muerte, y muestra, finalmente, en y a través de los extremos a los que conduce al sujeto, cómo se estructura este de una manera general por la falta y hasta dónde se constituye este ser subjetivo sobre un fondo de «desser». Concepciones freudianas. Se sabe que, bien al principio de su reflexión, Freud hace una división entre las neurosis actuales, en cuya etiología no interviene ningún proceso psíquico, y las psico neurosis de defensa (histeria, obsesión), cuyo origen, por el contrario, es netamente psíquico. En esa ocasión, construye una teoría energética, basada a la vez en la oposición entre energía sexual somática y energía sexual psíquica y en la necesidad de trasformación de una en otra. Emite entonces la hipótesis de que la melancolía resulta de una falta de descarga adecuada de la energía sexual psíquica, tal como la angustia proviene de una falta de descarga de energía somática. De ese modo, en ese momento, la melancolía constituye, para Freud, el «correspondiente de la neurosis de angustia». A decir verdad, al querer desarrollar esta tesis, destruye su fundamento, o sea, la distinción entre los dos tipos de energía, que se reagrupan bajo la apelación común de «libido», pero ya adelanta entonces -o sea, desde 1895- la intuición de que la melancolía consiste en una especie de «duelo provocado por una pérdida de esta libido», o, más concisamente, que la melancolía corresponde a una «hemorragia libidinal». Veinte años después, habiendo «introducido el (concepto de) narcisismo» en la teoría analítica, Freud pudo proponer un nuevo tipo de división. Por un lado las psiconeurosis de trasferencia (las neurosis modernas), concebidas como un «negativo de la perversión» y resultantes de los avatares (represión, introversión) de las pulsiones sexuales, y las psiconeurosis narcisistas, debidas a un «mal destino» de las pulsiones (libidinalizadas) del yo. El movirniento es de importancia: se trata de una modificación general de la teoría de las pulsiones (véase pulsión), de la consideración, gracias al narcisismo, del yo como objeto princeps del amor, y de una inteligencia posible de las psicosis. Estas, en efecto, son comprendidas desde entonces como producto de un repliegue de la libido sobre el yo, que provoca ya sea su difracción (parafrenias), ya sea su inflamiento desmesurado (paranoia), ya sea, precisamente en el caso de la melancolía, un «tragado», luego un agotamiento de la libido, y finalmente una pérdida del yo. Todavía faltaba comprender la razón de este repliegue y de este agotamiento libidinales. Es lo que Freud intenta hacer en 1916 en ese artículo decisivo que es Duelo y melancolía. Define allí el duelo como un estado (normal) debido a «la perdida de un objeto amado» a la vez que como un trabajo psíquico cuyo objetivo es permitirle al sujeto renunciar a ese objeto perdido, Si, en un primer momento, parece que el duelo se corresponde estrechamente con la melancolía, pronto se ve que su diferencia no es sólo de orden cuantitativo -que la melancolía no es sólo un duelo patológico, cuyo trabajo no ha ocurrido- sino también cualitativo: recae efectivamente sobre la naturaleza del objeto perdido. Y Freud señala que el objeto perdido del melancólico es el yo mismo. ¿Por qué? A causa de una regresión libidinal (que Abraham estudiará particularmente) al estadio del narcisismo primario, en el que el yo y el objeto de amor son verdaderamente uno solo. De este modo, la «hemorragia libidinal» antes sostenida es explicada por la pérdida del yo, que en cierta forma abre la brecha para este escurrimiento, y la calificación de la melancolía como «psiconeurosis narcisista» queda confirmada, puesto que se trata en ella de una ruptura de la función del narcisismo. Todavía falta aprehender precisamente la posición subjetiva que esta pérdida y esta hemorragia traen consigo. Esta será la última formulación de Freud sobre este punto, en 1923, después de haber construido la teoría de la pulsión de muerte ( El yo y el ello, 1923). Esta posición subjetiva consiste en una sola palabra: renunciamiento. Finalmente, la melancolía produce el mismo trabajo que el duelo. Pero mientras el duelo debe permitirle al sujeto renunciar al objeto perdido, para poder así reencontrar su propio investimiento narcisista y su capacidad de desear nuevamente, la melancolía, al llevar al sujeto a renunciar… a su yo, lo lleva a una posición de renunciamiento general, de abandono, de dimisión deseante, la que da cuenta, en última instancia, del fin de la melancolía: el pasaje al acto suicida, generalmente radical. Referencias lacanianas. No se puede decir que Lacan haya desarrollado una concepción particular de la melancolía, sobre la cual, de hecho, fue muy discreto, salvo para situarla netamente del lado de las psicosis y para marcar la posición que allí ocupa el sujeto: la del «dolor en estado puro», la del dolor de existir, lo que hace de la melancolía una de las pasiones del ser. Pero algunos de los conceptos lacanianos permiten retomar más simplemente y radicalizar las teorías freudianas. El primero es ciertamente el concepto de pérdida, que se debe distinguir bien de la falta. Si la falta es fundante del deseo subjetivo (sólo se desea porque se carece de algo), la pérdida, en cambio, hace vacilar el deseo, pues le trae al sujeto el sentimiento de que el objeto perdido es el que verdaderamente deseaba, es decir, presentifica al objeto faltante, el objeto a , colmando así su falta y obturando su función. Puede decirse entonces que el objeto perdido del melancólico es aquel que, al contrario del objeto del neurótico, nunca le ha faltado: lo posee por medio de su pérdida misma y esta posesión ahoga todo deseo. El segundo concepto lo provee el desarrollo que Lacan hace del amor, en su pendiente opuesta al deseo y puesto en perspectiva con la muerte, lo que se expresa en una serie de resonancias, como la de la vieja grafía del término: «la mourre » [asonancia de «l’amour» con «la mourre» -la morra-, explotada por Lacan en el título de uno de sus seminarios (véase, en letra, el apartado «La letra y el inconciente»), y pasible de poner en serie, en nuestro idioma, con la morriña, de origen gallego y que expresa la nostalgia; por ende, la melancolía]. La melancolía, en este sentido, no es sino un extremo del enamoramiento, de ese estado en que el sujeto no es nada en comparación con el todo del objeto amado (e idealizado), un extremo que perdura (cuando el amor, como se sabe, por su parte, apenas dura) y propulsa definitivamente al sujeto en la órbita de la pulsión de muerte. El tercer concepto, el tercer sesgo, más bien, es el del acto de « dejar caer» (al. Niederkommen [tematizado por Freud en el caso de la joven homosexual y su intento suicida. Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina, 1920]) , en el que Lacan ve la marca del desfallecimiento del discurso, cuya ilustración decisiva es el suicidio del melancólico. El acto signa entonces el punto en el que ya no hay palabra posible, ni posibilidad de dirigirse al Otro, salvo en ese instante en que el sujeto, llegando al extremo de su «desser», cae y se reencuentra al fin -en su propia caída, en sus esponsales melancólicos consigo mismo- en la muerte.

Melancolía

Alemán: Melancholie. Francés: Mélancolie. Inglés: Melancholy. Término derivado del griego melas (negra) y khole (bilis), utilizado en filosofía, literatura y medicina, en psiquiatría y en psicoanálisis; desde la Antigüedad , designa una forma de locura caracterizada por el ánimo sombrío, es decir, por una tristeza profunda, un estado depresivo que puede llevar al suicidio, y por manifestaciones de temor y desaliento que pueden o no tomar el aspecto de un delirio. Aunque la melancolía ocupa un lugar importante en el dispositivo freudiano, los mejores estudios sobre este tema no fueron producidos por el discurso psiquiátrico o psicoanalítico, sino por los poetas, los filósofos, los pintores y los historiadores que supieron asegurarle un estatuto teórico, social, médico y subjetivo. Desde la descripción homérica de la tristeza de Belerofonte (héroe perseguido por el odio de los dioses, ya que había querido escalar el cielo) hasta la teorización de Aristóteles acerca del «genio melancólico», pasando por el relato mítico de Hipócrates sobre Demócrito (ese filósofo «loco» que se reía de todo y diseccionaba animales para encontrar en ellos la causa de la melancolía del mundo), esta forma de lamentación perpetua siempre fue la expresión más incandescente de una rebelión del pensamiento y también la manifestación más extrema de un deseo de autoaniquilación ligado a la pérdida de un ideal. De allí la idea desarrollada por Erwin Panofsky (1892-1968) de que la historia de la melancolía es la historia de una transferencia permanente entre el dominio de la enfermedad y el del espíritu, el relato de la intensa y sombría irradiación del sujeto de la civilización víctima del desfallecimiento de su deseo. Durante siglos, la teoría hipocrática de los humores permitió describir de manera casi idéntica los síntomas clínicos de este mal: humor triste, sensación de un abismo infinito, extinción del deseo y la palabra, embotamiento seguido de exaltación, atracción irresistible de la muerte, las ruinas, la nostalgia, el duelo. La melancolía se asociaba con la bilis negra, uno de los cuatro humores: «La sangre imita el aire, aumenta en primavera, reina en la infancia. La bilis amarilla imita el fuego, aumenta en verano, reina en la adolescencia. La melancolía o bilis negra imita la tierra, aumenta en otoño, reina en la madurez. La flema imita el agua, aumenta en invierno, reina en la vejez.» Enfermedad de la madurez, del otoño y de la tierra, la melancolía podía entonces diluirse en los otros humores e ir de la mano con la alegría y la risa (la sangre), con la inercia (la flema), con el furor (la bilis arnarilla): en virtud de estas mezclas, afirmaba su presencia en todas las formas de expresión humana. De allí surgirá la idea de la alternancia cíclica entre un estado y otro (entre la manía y la depresión), característica de la nosografía psiquiátrica moderna. Pero, como humor negro, la melancolía derivaba del mal de Saturno, dios de la agricultura de los romanos, mórbido y desesperado, identificado con el Cronos de la mitología griega, que había castrado a su padre (Urano) antes de devorar a sus propios hijos. A los melancólicos se los llamaba entonces saturninos, aunque cada época construyó su propia representación de la enfermedad. Si bien el médico inglés Thomas Willis (1621-1675) fue el primero que, en el siglo XVII, relacionó la manía y la melancolía para definir un ciclo maníaco-depresivo, al filósofo Robert Burton (1577-1640) le corresponde el mérito de haber presentado, en 1621, con Anatomía de la melancolía, la versión canónica de la nueva concepción de la melancolía ya incorporada en las costumbres. Desde fines de la Edad Media , el término, en efecto, era sinónimo de tristeza sin causa, y la antigua doctrina de los humores había sido progresivamente reemplazada por una causalidad existencial. Se hablaba entonces de temperamentos melancólicos, pensando en Hamlet, que en el cambio de siglo se había convertido en la figura por excelencia del drama de la conciencia europea: un sujeto librado a sí mismo en un mundo atravesado por la revolución copernicana. Aunque conservando el antiguo vocabulario humoral, Burton asimilaba la melancolía a una desesperación del sujeto abandonado por Dios. A fines del siglo XVIII, y sobre todo en vísperas de la Revolución Francesa , la melancolía apareció como el síntoma principal del hastío destilado por la vieja sociedad. Parecía afectar tanto a los jóvenes burgueses sin privilegios de nacimiento como a los desplazados que habían perdido todo punto de referencia. También hacía estragos entre los aristócratas desocupados, privados del derecho de hacer fortuna. Hastío de la felicidad, felicidad del hastío, sensación de escarnio o aspiración a la felicidad de superar el hastío, la melancolía funcionaba como un espejo en el que se reflejaban la declinación general del orden monárquico y el anhelo de intimidad con uno mismo: «Todas las historias universales y las investigaciones de las causas me aburren -decía Madame du Deffand-; he agotado todas las novelas, los cuentos, los teatros; sólo quedan las cartas, las vidas particulares y las memorias escritas por quienes hacen su propia historia para divertirme e inspirarme alguna curiosidad. La moral, la metafísica me provocan un aburrimiento mortal. ¿Qué les diré? He vivido demasiado.» Se pensaba también que algunos climas favorecían el mal, más frecuente en los países nórdicos que en las regiones meridionales. Finalmente, en las mujeres, a menudo se lo relacionaba con la enfermedad de los vapores, atribuida a veces al bazo, fuente de la bilis negra, y otras al útero, lugar imaginario de la sexualidad femenina. Con la instauración del saber psiquiátrico en el siglo XIX, la melancolía sufrió numerosas variaciones terminológicas, destinadas en primer lugar a transformar esa extraña «Felicidad de estar triste» (como diría Victor Hugo) en una verdadera enfermedad mental sin adornos literarios o filosóficos, y en segundo término a inscribirla en una nueva nosografía regida por la división entre psicosis y neurosis. Llamada lipemanía por Jean-Étienne Esquirol (1772-1840), la melancolía tomó después el nombre de locura circular en la pluma de Jean-Pierre Falret (1794-1870), y se la vinculó entonces con la manía. A fines del siglo, Emil Kraepelin la incorporó a la locura maníaco-depresiva, más tarde refundida en la psicosis maníaco-depresiva. Si bien los herederos de la nosografía alemana tendieron a diluir la melancolía en el vocabulario técnico del discurso psiquiátrico, los fenomenólogos conservaron el término, acercándolo también a la manía. Éste fue sobre todo el caso de Ludwig Binswanger, quien definió la melancolía como una alteración de la experiencia temporal, y la manía como un debilitamiento de la relación intersubjetiva. Poco interesado por esta psiquiatrización del estado melancólico, Sigmund Freud renunció a acercar manía y depresión, prefiriendo revigorizar la antigua definición de la melancolía: no ya una enfermedad, sino un destino subjetivo. En 1895 Freud se planteó el problema de la melancolía, y en un manuscrito enviado a Wilhelm Fliess la relacionó con el duelo (es decir, con el Iamento por algo perdido») la comparó con la anorexia y la vinculó con una ausencia de excitación sexual somática. Pero sólo en 1917 publicó un texto magistral sobre el tema, «Duelo y melancolía», haciendo del segundo término la forma patológica del primero. Mientras que en el trabajo de duelo el sujeto logra desprenderse progresivamente del objeto perdido, en la melancolía, por el contrario, se piensa culpable de la muerte que ha sobrevenido, la niega, se cree poseído por el difunto o afectado de la enfermedad que llevó a la muerte a este último. En síntesis, el yo se identifica con el objeto perdido, al punto de perderse a sí mismo en la desesperación infinita de una nada irremediable. Antes de publicarlo, Freud envió este texto a Karl Abraham, gran especialista freudiano en las psicosis, y principalmente en la melancolía en su forma de psicosis maníaco-depresiva, a la cual dedicó varios artículos. Mientras que los freudianos asociarían los datos de la nosografía psiquiátrica con la reflexión psicoanalítica sobre el duelo, la escuela kleiniana, marcada desde el principio por el trabajo de Abraham, acentuó la problemática de la pérdida del objeto y de la posición depresiva inscrita en el núcleo de la realidad psíquica. A fines del siglo XX, la depresión, forma atenuada de la melancolía, se ha convertido en las sociedades industriales avanzadas en una especie de equivalente de la histeria de la Salpêtrière, exhibida en otro tiempo por Jean Martin Charcot: una verdadera enfermedad de la época. Pero si la histeria aparecía a los ojos de los contemporáneos como una rebelión del cuerpo femenino contra la opresión patriarcal, la depresión, cien años más tarde, parece ser la marca del fracaso del paradigma de la rebelión en un mundo carente de ideales y dominado por una poderosa tecnología farmacológica muy eficaz en el plano terapéutico. Por otra parte, en la estructura melancólica hay una constante, como lo demostró Freud. Se trata de la imposibilidad permanente de que el sujeto haga el duelo del objeto perdido. Y es esto sin duda lo que explica la presencia de ese famoso «temperamento melancólico» en los grandes místicos, siempre en peligro de alejarse de Dios; en los revolucionarios, siempre en busca de un ideal que se sustrae, y en algunos creadores, que persiguen constantemente una superación de sí mismos.