Melanie Klein: ENVIDIA Y GRATITUD (1957)

ENVIDIA Y GRATITUD (1957)

Durante muchos años me ha interesado el estudio de la temprana aparición de dos actitudes que siempre nos han sido familiares: envidia y gratitud. He llegado a la conclusión de que la envidia al atacar la más temprana de las relaciones -aquella que tenemos con la madre- es uno de los factores más poderosos de socavamiento, desde su raíz, de los sentimientos de amor y gratitud. La importancia fundamental de esta relación en toda la vida emocional del individuo ha sido sustanciada en un gran número de trabajos psicoanalíticos. Creo que al explorar aun más este factor particular que puede ser muy perturbador en un estadío temprano, he añadido algo de significación a mis hallazgos concernientes al desarrollo infantil y a la formación de la personalidad. Considero que la envidia, siendo expresión oral-sádica y anal-sádica de impulsos destructivos, opera desde el comienzo de la vida y tiene base constitucional. Estas conclusiones tienen ciertos importantes elementos en común con el trabajo de Karl Abraham, pero implican, sin embargo, algunas diferencias. Abraham halló que la envidia es un rasgo oral, pero -y aquí es donde mis puntos de vista difieren de los suyos- presumió que la envidia y la hostilidad operan en un período posterior, el cual, de acuerdo con su hipótesis, constituye un segundo estadío, el oral-sádico. Abraham no habló de la gratitud, pero describió la generosidad como una característica oral. Consideró lo s elementos anales como un importante componente de la envidia y enfatizó su derivación de los impulsos oral-sádicos. Otro punto de acuerdo fundamental radica en la suposición de Abraham acerca de la existencia de un elemento constitucional en la fuerza de los impulsos orales que ligó a la etiología de la psicosis maníaco-depresiva. Por sobre todo ambos trabajos, el de Abraham y el mío, han puesto de manifiesto el significado de los impulsos destructivos de un modo completo y más profundo. En «Un breve estudio de la evolución de la libido, considerada a la luz de los trastornos mentales», escrito en 1924, Abraham no mencionó la hipótesis de Freud sobre los instintos de vida y muerte, aun cuando Más allá del principio de placer fuera publicado cuatro años antes. Sin embargo, en su libro Abraham exploró las raíces de los impulsos destructivos y aplicó este conocimiento a la etiología de los trastornos mentales de una manera más específica de lo que habla sido hecho hasta entonces. Mi impresión es que cuando él no había usado el concepto de Freud sobre los instintos de vida y muerte, su trabajo clínico, y en particular el tratamiento de los primeros pacientes maníaco-depresivos analizados, estaba basado en una comprensión tal, que sin duda lo llevaba en esa dirección. Supongo que la temprana muerte de Abraham impidió que éste llegase a vislumbrar la inferencia total de su hallazgo y su conexión esencial con el descubrimiento de Freud en lo que a los dos instintos se refiere. Al publicar Envidia y gratitud, a tres décadas de la muerte de Abraham, es para mí un motivo de gran satisfacción el hecho de que mi trabajo contribuya al conocimiento creciente del significado total de sus descubrimientos.

I

Mi propósito en este libro es el de agregar nuevas sugerencias en lo concerniente a la más temprana vida emocional del niño y obtener también conclusiones acerca de la edad adulta y la salud mental. Algo inherente en los descubrimientos de Freud es que la exploración del pasado de un paciente, de su infancia y su inconsciente es una precondición para comprender su personalidad adulta. Freud descubrió el complejo de Edipo en el adulto y partiendo de aquél reconstruyó no sólo sus detalles, sino también su ubicación en el tiempo. Los hallazgos de Abraham han significado un aporte considerable a ese punto de vista, que se ha convertido en característico del método psicoanalítico. Debemos asimismo recordar que de acuerdo con Freud, la parte consciente de la mente se desarrolla a partir del inconsciente. Por lo tanto, al seguir hasta la temprana infancia el material que en primer término encontré en el análisis de niños pequeños y luego, en el de adultos, usé un procedimiento que ahora es familiar al psicoanálisis. Lo observado en niños pequeños pronto confirmó los hallazgos de Freud. Creo que algunas de las conclusiones a que llegué con respecto a un período muy precoz, los primeros años de vida, pueden ser confirmadas también hasta cierto punto, por la observación. El derecho -la necesidad por cierto- de reconstruir detalles y datos acerca de etapas anteriores desde el material presentado por nuestros pacientes, es descrito por Freud del modo más convincente en el siguiente pasaje: «Lo que buscamos es un cuadro fidedigno y esencialmente completo de 10 años olvidados del paciente… Su labor [la del analista] de construcción o, si se prefiere, de reconstrucción, se asemeja en gran parte a la del arqueólogo que excava una casa o un edificio destruidos y soterrados. Ambos procesos son en realidad idénticos, salvo que el analista opera en condiciones más favorables y tiene a su disposición más material auxiliar, dado que sus esfuerzos no se concentran en un objeto destruido, sino en algo todavía vivo, y quizá lo favorezca asimismo otra razón que ya consideraremos. Con todo, así como el arqueólogo levanta las paredes del edificio partiendo de restos de mampostería, determina el número y posición de las columnas por las depresiones del piso y reconstruye las decoraciones y pinturas murales con los restos hallados entre los escombros, exactamente de la misma manera procede el analista cuando extrae sus inferencias de los fragmentos de recuerdos, de las asociaciones y de las manifestaciones activas que le ofrece el analizado. Ambos ejercen el derecho indisputable de reconstruir algo por medio de la complementación y la combinación de los residuos conservados. Ambos se hallan expuestos, también, a idénticas dificultades y a las mismas fuentes de error. Hemos dicho que el analista trabaja en condiciones más favorables que el arqueólogo, porque dispone también de un material que no tiene símil alguno en las excavaciones, como, por ejemplo, la repetición de reacciones que datan de la infancia y todo lo que en relación con tales repeticiones emerge a través de la transferencia… Todo lo esencial se ha conservado; aun aquellas cosas que parecen completamente olvidadas, subsisten de alguna manera y en alguna parte, hallándose sólo soterradas e inaccesibles al individuo. En efecto: cabe dudar, como sabemos, que ninguna formación psíquica pueda llegar jamás a ser totalmente destruida. Sólo depende de la técnica analítica el que logremos traer plenamente a la luz lo que se halla oculto.» La experiencia me ha enseñado que la complejidad de la personalidad en su completo desarrollo sólo puede ser comprendida si logramos conocer la mente del bebé y seguimos su desarrollo en la vida posterior. Es decir, que el análisis hace su camino desde la edad adulta a la infancia y a través de etapas intermedias vuelve a la edad adulta, en un movimiento recurrente de una a otra, de acuerdo con la situación transferencial predominante. A lo largo de mi trabajo he atribuido importancia fundamental a la primera relación de objeto del niño pequeño -la relación con el pecho y con la madre- y he llegado a la conclusión de que si este objeto primario que es introyectado se arraiga en el yo con relativa seguridad, está dada entonces la base parca un desarrollo satisfactorio. Hay factores innatos que contribuyen a este vínculo. Bajo el dominio de los impulsos orales, el pecho es instintivamente percibido como la fuente de alimento y por lo tanto, en un sentido más profundo, como origen de la vida misma. Esta íntima unión física y mental con el pecho gratificador restaura en cierta medida -si todo marcha favorablemente- la perdida unidad prenatal con la madre y el sentimiento de seguridad que la acompaña. Esto depende en gran parte de la capacidad del niño pequeño para catectizar suficientemente el pecho o su representante simbólico, la mamadera. De esta manera la madre es convertida en un objeto amado. Puede muy bien ser que el haber formado parte de la madre en el período prenatal, contribuya al sentimiento innato del lactante de que fuera de él mismo existe algo que le dará todo lo que necesita y desea. El pecho bueno es admitido y llega a ser parte del yo, de modo que el niño, que antes estaba dentro de la madre, tiene ahora a la madre dentro de sí. Si bien el estado prenatal implica sin duda un sentimiento de unidad y seguridad, que este estado no sea perturbado dependerá de la condición psicológica y física de la madre y posiblemente de ciertos factores fetales aún inexplorados. Podríamos por lo tanto considerar en parte el anhelo universal por este estado prenatal como una expresión del impulso a la idealización. Si lo investigamos teniendo en cuenta la idealización, hallamos que una de sus fuentes es la fuerte ansiedad persecutoria que surge como consecuencia del nacimiento. Cabría pues suponer que esta primera forma de ansiedad posiblemente se agrega a las experiencias desagradables del feto y que junto con el sentimiento de seguridad en el útero ellas anuncian la doble relación con la madre: el pecho bueno y el malo. Las circunstancias externas desempeñan un papel fundamental en la relación inicial con el pecho. Si el nacimiento ha sido dificultoso y sobre todo si existieron complicaciones tales como la falta de oxigeno, ocurre entonces una perturbación en la adaptación al mundo externo y la relación con el pecho se inicia en forma desventajosa. En casos como éstos el niño queda menoscabado en su capacidad de experimentar nuevas fuentes de gratificación y por lo tanto no puede internalizar suficientemente un objeto primario realmente bueno. Además, si el niño goza o no de alimentación adecuada y cuidados maternos, si la madre goza ampliamente con el cuidado del niño o sufre ansiedad y tiene dificultades psicológicas con la alimentación, todos estos factores influyen en la capacidad del niño para aceptar la leche con placer e internalizar el pecho bueno. El elemento de frustración por parte del pecho entra obligatoriamente en la relación más temprana del bebé con aquél, porque aun una alimentación feliz no puede reemplazar del todo la unidad prenatal con la madre. Asimismo, el anhelo del niño por un pecho inagotable y siempre presente, de ningún modo se origina sólo en los deseos libidinales y la necesidad vehemente del alimento. El impulso por obtener evidencias constantes del amor de la madre, aun en las épocas más tempranas, tiene su raíz fundamental en la ansiedad. La lucha entre los instintos de vida y muerte y la consiguiente amenaza de aniquilación de sí mismo y del objeto por los impulsos destructivos, son factores esenciales en la relación inicial del niño con su madre. Sus deseos implican el anhelo de que el pecho, y luego la madre, supriman estos impulsos destructivos y el dolor de la ansiedad persecutoria. Junto con las experiencias felices, las aflicciones inevitables refuerzan el conflicto entre amor y odio -básicamente entre los instintos de vida y muerte- dando como resultado el sentimiento de que existen un pecho bueno y uno malo. Como consecuencia, la primitiva vida emocional se ve caracterizada por una sensación de pérdida y recuperación del objeto bueno. Al hablar de un conflicto innato entre amor y odio, está implícito que la capacidad para amar y los impulsos destructivos son en cierta extensión constitucionales, aunque variando individualmente en su fuerza e interactuando desde el comienzo con las condiciones externas. He mencionado en forma repetida la hipótesis de que el objeto bueno primario, el pecho de la madre, forma el núcleo del yo y contribuye vitalmente a su crecimiento, habiendo además descrito en varias oportunidades cómo el niño siente que internaliza el pecho y la leche en una forma concreta. Existe, asimismo en su mente, alguna conexión indefinida entre el pecho y otras partes y aspectos de la madre. Yo no presumiría que el pecho es meramente un objeto físico para el niño. La totalidad de sus deseos instintivos y fantasías inconscientes infunden al pecho cualidades que van mucho más allá del alimento real que proporciona. En el análisis de nuestros pacientes hallamos que el pecho, en su aspecto bueno, es el prototipo de la bondad, la paciencia y generosidad materna inagotables así como el de la facultad creadora. Son estas fantasías y necesidades instintivas las que tanto enriquecen al objeto primario, de modo que éste permanece como fundamento de la esperanza, la confianza y la creencia en la bondad. Este libro trata un aspecto particular de las primitivas relaciones de objeto y los procesos de internalización, cuya raíz está en la oralidad. Me refiero a los efectos de la envidia sobre el desarrollo de la capacidad para la gratitud y la felicidad. La envidia contribuye a las dificultades del bebé en la estructuración de un objeto bueno, porque él siente que la gratificación de la que fue privado ha quedado retenida en el pecho que lo frustró. Entre la envidia, los celos y la voracidad debe hacerse una distinción. La envidia es el sentimiento enojoso contra otra persona que posee o goza de algo deseable, siendo el impulso envidioso el de quitárselo o dañarlo. Además la envidia implica la relación del sujeto con una sola persona y se remonta a la relación más temprana y exclusiva con la madre. Los celos están basados sobre la envidia, pero comprenden una relación de por lo menos dos personas y conciernen principalmente al amor que el sujeto siente que le es debido y le ha sido quitado, o está en peligro de serlo, por su rival. En la concepción corriente de los celos, un hombre o una mujer se sienten privados por alguien de la persona amada. La voracidad es un deseo vehemente, impetuoso e insaciable y que excede lo que el sujeto necesita y lo que el objeto es capaz y está dispuesto a dar. En el nivel inconsciente, la finalidad primordial de la voracidad es vaciar por completo, chupar hasta secar y devorar el pecho; es decir, su propósito es la introyección destructiva. La envidia, en cambio, no sólo busca robar de este modo, sino también colocar en la madre, y especialmente en su pecho, maldad, excrementos y partes malas de sí mismo con el fin de dañarla y destruirla. En el sentido más profundo esto significa destruir su capacidad creadora. Este proceso, derivado de impulsos uretral y anal-sádicos, ha sido definido por mi en otra parte como un aspecto destructivo de la identificación proyectiva que parte desde el comienzo de la vida. Si bien no puede ser trazada una rígida línea divisoria por encontrarse tan estrechamente ligadas, la diferencia esencial entre voracidad y envidia sería que la voracidad está principalmente conectada con la introyección, en tanto que la envidia lo está con la proyección. Según el Shorter Oxford Dictionary, los celos significan que alguien ha tomado, o recibido «lo bueno» que por derecho pertenece al individuo. En este sentido yo interpretaría «lo bueno», básicamente como el pecho bueno, la madre, una persona amada, que alguien ha quitado. Conforme a los English Synonyms de Crabb, «…Los celos temen perder lo que se tiene; la envidia se duele al ver que otro tiene aquello que se quiere para uno mismo… El hombre envidioso se molesta ante la satisfacción ajena. Solamente se siente tranquilo al contemplar la miseria de otros. Por lo tanto es estéril todo empeño en satisfacer un hombre envidioso». Los celos, según Crabb, son «una pasión noble e innoble según el objeto. En el primer caso, es emulación agudizada por el miedo. En el segundo, es la voracidad estimulada por el miedo. La envidia es siempre una pasión baja, que arrastra tras sí las peores pasiones.» La actitud general hacia los celos difiere de la que se tiene con respecto a la envidia. En algunos países (particularmente en Francia) el asesinato impulsado por los celos lleva a una sentencia menos severa. La razón de esta distinción puede hallarse en el sentimiento universal de que el asesinato de un rival puede denotar amor por la persona infiel. Esto significa, en los términos antes discutidos, que el amor por «lo bueno» existe y que el objeto amado no está dañado y deteriorado como lo hubiera sido por la envidia. El Otelo de Shakespeare destruye en sus celos al objeto que ama; esto, según mi punto de vista, es característico de lo que Crabb describió como la «innoble pasión de los celos», es decir, la voracidad estimulada por el miedo. En la misma obra hay una referencia significativa a los celos como cualidad esencial de la mente: «Los celos no se satisfacen con esa respuesta; no necesitan ningún motivo. Los hombres son celosos porque son celosos. Los celos son monstruos que nacen y se alimentan de sí mismos». Podría decirse que la persona muy envidiosa es insaciable. Nunca puede quedar satisfecha, porque su envidia proviene de su interior y por eso siempre encuentra un objeto en quien centrarse. También esto indica la estrecha conexión entre los celos, la voracidad y la envidia. Shakespeare no siempre parece diferenciar la envidia de los celos; las siguientes líneas de Otelo muestran en forma total el significado de la envidia en el sentido que yo he definido aquí: «Oh, Señor, guardaos de los celos; son el dragón de ojos verdes que aborrece el alimento que lo nutre…» Con esto recordamos el dicho «morder la mano que lo alimenta», que es casi sinónimo de morder, destruir y deteriorar el pecho.

II-

Mi trabajo me enseñó que el primer objeto envidiado es el pecho nutricio. El bebé siente que aquél posee todo lo que él desea y además un fluir ilimitado de leche y amor, que es retenido para su propia gratificación. Este sentimiento se suma a la sensación de agravio y odio, y da como resultado disturbios en la relación con la madre. Si la envidia es excesiva, a mi modo de ver esto indica que los rasgos paranoides y esquizoides son anormalmente fuertes; en tal caso el niño puede ser considerado enfermo. En este capítulo me refiero a la envidia primaria del pecho de la madre y esto deberá diferenciarse de sus formas posteriores (involucradas en el deseo de la niña de tomar el lugar de su madre y en la posición femenina del varón), en las que la envidia ya no se centraliza en el pecho sino en la madre recibiendo el pene del padre, teniendo bebés dentro de ella, dándolos a luz y siendo capaz de amamantarlos. Frecuentemente he dicho que los ataques sádicos contra el pecho de la madre son determinados por los impulsos destructivos. Deseo añadir aquí que la envidia da particular ímpetu a tales ataques. Esto significa que al referirme al voraz vaciamiento del pecho y cuerpo de la madre, a la destrucción de sus niños y a la colocación de excrementos malos dentro de ella esbozaba lo que más tarde llegué a reconocer como el daño del objeto ocasionado por la envidia. Si consideramos que la privación aumenta la voracidad y la ansiedad persecutoria, y que en la mente del niño existe la fantasía de un pecho inagotable que es su mayor deseo, se hace comprensible que la envidia surja aun cuando esté adecuadamente alimentado. Los sentimientos del niño parecen ser de tal naturaleza, que al faltarle el pecho éste se convierte en malo porque guarda para si la leche, el amor y el cuidado que estaban asociados con el pecho bueno. El niño odia y envidia lo que siente como un pecho mezquino y que se da de mal grado. Tal vez es más comprensible que el pecho satisfactorio también sea envidiado. La misma facilidad con que la leche fluye -aunque el bebé se sienta gratificado por ello – siendo un don al parecer tan inasequible, crea asimismo la envidia. Esta envidia primitiva es revivida en la situación transferencial. Por ejemplo: el analista acaba de dar una interpretación que alivió al paciente trocando su estado de ánimo de desesperación por esperanza y confianza. Con algunos pacientes, o con un mismo paciente en distintos momentos, esta interpretación útil puede convertirse rápidamente en el objeto de sus críticas destructivas. Ya no es sentida entonces como algo bueno recibido y experimentado como un enriquecimiento. Su crítica puede aferrarse a detalles menores: la interpretación debía haber sido dada antes; fue demasiado larga, y ha perturbado las asociaciones del paciente; o fue demasiado corta y esto implica que él no ha sido suficientemente comprendido. El paciente envidioso escatima al analista el éxito de su trabajo; y si percibe que el analista y la ayuda que éste está dando han sido dañados y desvalorizados por su crítica envidiosa, no lo puede introyectar suficientemente como un objeto bueno ni aceptar con real convicción y asimilar sus interpretaciones. La convicción real, como a menudo vemos en pacientes menos envidiosos, implica gratitud por el don recibido. El paciente envidioso también puede sentir que no es digno de beneficiarse con el análisis, debido a la culpa por su desvalorización de la ayuda recibida. Como es obvio, nuestros pacientes nos critican por una variedad de razones, algunas de ellas justificadas. Pero la necesidad que siente un paciente de desvalorizar el trabajo analítico que ha experimentado como útil, es expresión de envidia. En la transferencia descubrimos la raíz de envidia si las situaciones emocionales que encontramos en estadíos tempranos son rastreadas hasta su más primitivo origen. La crítica destructiva es particularmente evidente en pacientes paranoides que se entregan al placer sádico de menospreciar el trabajo del analista, aun cuando les haya reportado algún alivio. En estos pacientes la crítica envidiosa es abierta. En otros puede desempeñar un papel de igual importancia, pero queda sin expresión y hasta puede ser inconsciente. A través de mi experiencia, el progreso lento que hacemos en tales casos está conectado asimismo con la envidia. Hallaremos que sus dudas e incertidumbres persisten con respecto al valor del análisis. Lo que ocurre es que el paciente ha disociado su parte envidiosa y hostil y presenta constantemente al analista otros aspectos que le parecen más aceptables. Sin embargo, las partes disociadas influyen esencialmente en el curso del análisis, que finalmente sólo puede ser efectivo si logra la integración y se relaciona con la personalidad total. Otros pacientes tratan de evitar la crítica confundiéndose. Esta confusión no sólo es una defensa, sino que también expresa la incertidumbre con respecto a si el analista es todavía una figura buena, o si él y la ayuda que está dando se han vuelto malos debido a la crítica hostil del paciente. Yo remontaría esta incertidumbre hasta las sensaciones de confusión que son una de las consecuencias de la perturbada relación temprana con el pecho materno. El niño que debido a la fuerza de los mecanismos paranoides y esquizoides y al ímpetu de la envidia no puede dividir y mantener separados amor y odio, y por lo tanto al objeto bueno y malo, está expuesto a sentirse confundido con respecto a lo que es bueno y malo en otras situaciones. De manera que, además de los factores señalados por Freud (1923b) y desarrollados por Joan Rivière (1936), la envidia y la defensa contra ella desempeñan un papel importante en la reacción terapéutica negativa. Y es que la envidia y las actitudes a que da lugar, interfieren con la gradual formación del objeto bueno en la situación transferencial. Si el alimento y el objeto primario buenos no pudieron ser aceptados y asimilados en el estadío más temprano, esto se repite en la transferencia, perjudicando el curso del análisis. En el contexto del material analítico pueden reconstruirse a través de la elaboración de situaciones anteriores, los sentimientos que el paciente tenía hacia el pecho de la madre cuando era lactante. Por ejemplo, el bebé puede quejarse porque la leche fluye demasiado rápido o demasiado lento; o porque el pecho no le fue dado cuando más intensamente lo deseaba y es por ello que cuando le es ofrecido ya no lo quiere. Se aleja de aquél y en cambio se chupa el dedo. Cuando acepta el pecho puede no tomar lo suficiente, o ser perturbada la alimentación. Algunos niños tienen, evidentemente, grandes dificultades para superar tales motivos de disgusto. Otros, en cambio, los superan rápidamente a pesar de estar estos sentimientos basados en frustraciones reales; el pecho es aceptado y la mamada disfrutada por completo. En el análisis encontramos que los pacientes que dicen haber tomado su alimento satisfactoriamente sin mostrar signos evidentes de las actitudes descritas, han disociado sus quejas, envidia y odio que sin embargo, con todo, forman parte de su desarrollo caracterológico. Dichos procesos se hacen muy claros en la situación de transferencia. El deseo original de complacer a la madre, el anhelo de ser amado, así como la necesidad urgente de ser protegido contra las consecuencias de los propios impulsos destructivos, pueden ser hallados en el análisis como subyacentes a la cooperación de aquellos pacientes cuya envidia y odio están disociados, pero que forman parte de la reacción terapéutica negativa. A menudo me he referido al deseo del bebé de tener un pecho inagotable, siempre presente. Pero como fue sugerido anteriormente, no es sólo alimento lo que desea: quiere ser liberado también de los impulsos destructivos y de la ansiedad persecutoria. Esta sensación de que la madre es omnipotente y de que a ella le toca impedir todo dolor y todo mal provenientes de fuentes internas, también se encuentra en el análisis de adultos. De paso diría que los cambios favorables producidos en los últimos años en lo que respecta a la alimentación de los niños, contrastando con el modo más bien rígido de alimentarlos según horario, no pueden impedir del todo las dificultades del bebé, pues la madre no consigue eliminar sus impulsos destructivos y ansiedades persecutorias. Existe otro punto a considerar. Una actitud demasiado ansiosa de parte de la madre al proporcionar de inmediato el alimento todas las veces que el niño llora es poco beneficiosa para él. El bebé siente la ansiedad de la madre y con ello aumenta la suya propia. También he oído a los adultos quejarse de que no se les había permitido llorar lo suficiente y no haber podido así expresar ansiedad y pena (por lo tanto obtener alivio). De modo que ni los impulsos agresivos ni las ansiedades depresivas pudieron en estos casos encontrar suficiente salida. Resulta de interés señalar que entre los factores subyacentes a la psicosis maníaco-depresiva, Abraham menciona a ambas: la frustración y la indulgencia excesivas. La frustración, si no es excesiva, es también un estímulo para la adaptación al mundo externo y el desarrollo del sentido de realidad. De hecho, cierta cantidad de frustración seguida de gratificación podría dar al bebé el sentimiento de que ha sido capaz de hacer frente a su ansiedad. También sus deseos incumplidos -que hasta cierto punto son imposibles de satisfacer- son un factor importante, que contribuye a sus sublimaciones y actividades creadoras. La ausencia de conflicto en el niño, si tal estado hipotético pudiera ser imaginado, lo privaría del enriquecimiento de su personalidad y de un factor importante en el fortalecimiento de su yo. El conflicto y la necesidad de superarlo constituyen un elemento fundamental en la facultad creadora. Del argumento de que la envidia arruina el objeto primario bueno dando ímpetu adicional a los ataques sádicos contra el pecho surgen conclusiones adicionales. El pecho así atacado ha perdido su valor y se ha convertido en malo al ser mordido y envenenado por la orina y las materias fecales. La envidia excesiva aumenta la intensidad y duración de tales ataques, haciendo de este modo más difícil para el bebé la recuperación del objeto bueno perdido. En tanto, los ataques sádicos contra el pecho menos determinados por la envidia, pasan más rápidamente y por consiguiente no destruyen en la mente del niño pequeño la bondad del objeto en forma tan acentuada y duradera: el pecho que vuelve y que puede ser gozado es sentido como una evidencia de que no está dañado y todavía es bueno.

Continúa en ¨ENVIDIA Y GRATITUD (1957), segunda parte«