Obras de Winnicott: Efectos de la pérdida en los niños 1968

Efectos de la pérdida en los niños 1968

Es curioso, pero cierto, que a la gente haya que recordarle que los SENTIMIENTOS importan. Nuestros propios sentimientos forman una parte importante de lo que somos, y sin embargo cuando se trata de los sentimientos ajenos fácilmente nos desentendemos y suponemos que todo anda bien. Ya es bastante difícil declarar lo que pensamos en lo que atañe a los sentimientos positivos de amor y confianza, y obramos con timidez al respecto; cuando se trata de sentimientos negativos, o asociados al odio, el temor y la sospecha, somos muy precavidos y tendemos a negar lo que sabemos verdadero. Peor aún es la tendencia que hallamos en nosotros a negar la tristeza o la aflicción de otros, a simular ante nosotros mismos que en realidad todo marcha bien. Tal vez pueda perdonársenos. Cada cual lleva consigo mucha tristeza y confusión y hasta desesperanza, y apenas si podemos levantarnos por la mañana a hacer nuestro trabajo dejando a un lado ciertas cosas graves. Por eso, cuando nos encontramos con la aflicción de algún otro, pronto le ponemos fin a la fase de connivencia mórbida y entonces nos sentimos perfectamente bien y esperamos que el otro se sienta así también. Es como si hubiera terminado el juego de los soldaditos. Todas las personas y los animales de juguete que están muertos, tirados en el suelo, se vuelven a poner de pie, y el mundo se puebla otra vez de seres vivos. Pero la vida no es un juego, y para quien ha sufrido una pérdida ésta es permanente por más que se recupere, y ello a partir de que vuelva a surgir el sentimiento de que la persona muerta está viva, de modo tal que el período de duelo puede decirse que acabó, salvo quizá para los aniversarios, o cuando algún hecho especial trae un recuerdo que, de pronto, no hay oportunidad de compartir. Nos resulta sencillo subestimar los efectos de la pérdida en los niños. ¡Los niños se distraen con tanta facilidad, y la vida sigue bullendo, les guste o no! Pero la pérdida de un progenitor, un amigo, una mascota o un juguete predilecto puede quitarle todo valor al vivir, de manera tal que lo que erróneamente creemos que es la vida constituye para el niño un enemigo, que engaña a todos menos a él. El niño sabe que hay que pagar un precio por ese estar vivo. O tal vez no se le dé tiempo para pagar el precio por esta aflicción y desesperanza subyacentes, y entonces se crea una falsa personalidad, chistosa, superficial y capaz de distraerse infinitamente. Entonces uno se lamenta de que el niño nunca se conforma con nada, o pasa de una relación a otra sin poder hacerse de amigos. Esto puede calar muy hondo, y ser difícil de curar. No obstante, vale la pena que advirtamos que rehusándole al niño el pesar y la desesperanza reales, o aun las ideas autodestructivas directamente ligadas a la grave pérdida sufrida, no contribuimos a aliviar su malestar. Cuando nos encontramos con un niño retraído e infeliz, sin duda una operación de sostén comprensivo será más eficaz que arrastrarlo a un estado de olvido y de falsa animación. Si esperamos y esperamos junto a él, a menudo seremos recompensados por cambios reales, que indican una tendencia natural a recobrarse de la pérdida y del sentimiento de culpa que alienta el niño, por más que de hecho él no haya contribuido al suceso trágico.