Viktor Frankl: El insulto

El insulto

El aspecto más doloroso de los golpes es el insulto que incluyen. En una ocasión teníamos que arrastrar unas cuantas traviesas largas y pesadas sobre las vías heladas. Si un hombre resbalaba, no sólo corría peligro él, sino todos los que cargaban la misma traviesa. Un antiguo amigo mío tenía una cadera dislocada de nacimiento. Podía estar contento de trabajar a pesar del defecto, ya que los que padecían algún defecto físico era casi seguro que los enviaban a morir en la primera selección. Mi amigo se bamboleaba sobre el raíl con aquella traviesa especialmente pesada y estaba a punto de caerse y arrastrar a los demás con él. En aquel momento yo no arrastraba ninguna traviesa, así que salté a ayudarle sin pararme a pensar. Inmediatamente sentí un golpe en la espalda, un duro castigo, y me ordenaron regresar a mi puesto. Unos pocos minutos antes el guardia que me golpeó nos había dicho despectivamente que los «cerdos» como nosotros no teníamos espíritu de compañerismo. En otra ocasión y a una temperatura de menos de veinte grados centígrados empezamos a cavar el suelo del bosque, que estaba helado, para tender unas cañerías. Para entonces ya me había debilitado mucho físicamente. Vi venir a un capataz con sus rechonchas mejillas sonrosadas. Su cara recordaba inevitablemente la cabeza de un cerdo. Me fijé, con envidia, en sus cálidos guantes, mientras pensaba que nosotros teníamos que trabajar con las manos desnudas y sin ninguna prenda de abrigo, como su chaqueta de cuero forrada de piel, bajo aquel frío tan intenso. Durante un momento me observó en silencio. Sentí que se mascaba la tragedia, ya que junto a mí tenía el montón de tierra que mostraba exactamente lo poco que había cavado. Entonces: «Tú, cerdo, te vengo observando todo el tiempo. Yo te enseñaré a trabajar. Espera a ver como cavas la tierra con los dientes, morirás como un animal. ¡En dos días habré acabado contigo! No has debido dar golpe en toda tu vida. ¿Qué eras tú, puerco, un hombre de negocios?» Ya había dejado de importarme todo. Pero tenía que tomar en serio esta amenaza de muerte, así que saqué todas mis fuerzas y le miré directamente a los ojos: «Era médico especialista.» «¿Qué? ¿Un médico? Apuesto a que les cobrabas un montón de dinero a tus pacientes.» «La verdad es que la mayor parte de mi trabajo lo hacía sin cobrar nada, en las clínicas para pobres.» Al llegar aquí, comprendí que había dicho demasiado. Se arrojó sobre mí y me derribó al suelo gritando como un energúmeno. No puedo recordar lo que gritaba. Afortunadamente el «capo» de mi cuadrilla se sentía obligado hacia mí; sentía hacia mí cierta simpatía porque yo escuchaba sus historias de amor y sus dificultades matrimoniales, que me contaba en las largas caminatas a nuestro lugar de trabajo. Le había causado cierta impresión con mi diagnosis sobre su carácter y mi consejo psicoterapéutico. A partir de este momento me estaba agradecido y ello me fue de mucho valor. En ocasiones anteriores me había reservado un puesto junto a él en las cinco primeras hileras de nuestro destacamento, que normalmente componían 280 hombres. Era un favor muy importante. Teníamos que alinearnos por la mañana muy temprano cuando todavía estaba oscuro. Todo el mundo tenía miedo de llegar tarde y tener que quedarse en las hileras de la cola. Si se necesitaban hombres para hacer un trabajo desagradable, el jefe de los «capo» solía reclutar a los hombres que necesitaba de entre los de las últimas filas. Estos hombres tenían que marchar lejos a otro tipo de trabajo, especialmente temido, a las órdenes de guardias desconocidos. De vez en cuando, el «capo» elegía a los hombres de las primeras cinco filas para sorprender a los que se pasaban de listos. Todas las protestas y súplicas eran silenciadas con unos cuantos puntapiés que daban en el blanco y las víctimas de su elección eran llevadas al lugar de reunión a base de gritos y golpes. Ahora bien, mientras duraron las confesiones de mi «capo», nunca me sucedió eso a mí. Tenía garantizado un puesto de honor junto a él, lo que comportaba además otra ventaja. Como casi todos los que estaban internados en el campo, yo padecía edema de hambre. Mis piernas estaban tan hinchadas y la piel tan tirante que apenas podía doblar las rodillas. No podía atarme los zapatos si quería que cupieran en ellos mis pies hinchados. No hubiera quedado espacio para los calcetines aun cuando los hubiera tenido. Mis pies parcialmente desnudos estaban siempre mojados y los zapatos llenos de nieve. Ello me producía, naturalmente, congelaciones y sabañones. Cada paso que daba constituía una verdadera tortura. Durante las largas marchas sobre los campos nevados se formaban en nuestros zapatos carámbanos de hielo. Una y otra vez los hombres resbalaban y los que les seguían tropezaban y caían encima de ellos. Entonces la columna se detenía unos momentos, no demasiados. Pronto entraba en acción uno de los guardias y golpeaba a los hombres con la culata de su rifle, haciendo que se levantaran rápidamente. Cuanto más adelantado se estuviera en la columna, menos probabilidades tenías de detenerte y de tener que recuperar después la distancia perdida corriendo con los pies doloridos. ¡Qué agradecido debía sentirme por haber sido designado médico personal de su señoría el «capo» y por marchar en cabeza a un paso regular! Como pago adicional a mis servicios, yo podía estar seguro de que mientras en nuestro lugar de trabajo se repartiera un plato de sopa a la hora de comer, cuando llegara mi turno, él metería el cacillo hasta el fondo del perol para pescar unas pocas habichuelas. Este mismo «capo», que anteriormente había sido oficial del ejército, se había atrevido a musitar al capataz, aquel que se había irritado conmigo, que me consideraba un trabajador excepcionalmente bueno. No es que esto me ayudara mucho, pero sí sirvió para salvarme la vida (una de las muchas veces que se salvaría). Al día siguiente del episodio con el capataz el «capo» me metió de contrabando en otra cuadrilla de trabajo. Con este suceso, aparentemente trivial, quiero mostrar que hay momentos en que la indignación puede surgir incluso en un prisionero aparentemente endurecido, indignación no causada por la crueldad o el dolor, sino por el insulto al que va unido. Aquella vez, la sangre se me agolpó en la cabeza por verme obligado a escuchar a un hombre que juzgaba mi vida sin tener la más remota idea de cómo era yo, un hombre (debo confesarlo: la observación que expongo seguidamente la hice a mis compañeros de prisión tras la escena, lo que me produjo un cierto alivio infantil) «que parecía tan vulgar y tan brutal que la enfermera de la sala de espera de nuestro hospital ni siquiera le hubiera permitido pasar». Había también capataces que se preocupaban por nosotros y hacían cuanto podían por aliviar nuestra situación, cuando menos al pie de obra. Pero aún así no cesaban de recordarnos que un trabajador normal hacía siete veces nuestro trabajo y en menos tiempo. Entendían, sin embargo, nuestras razones cuando argüíamos que ningún trabajador normal y corriente vivía con 300 g de pan (teóricamente, pero en la práctica recibíamos menos) y 1 litro de sopa aguada al día; que un obrero normal no vivía bajo la presión mental a la que nos veíamos sometidos, sin noticias de nuestros familiares que, o bien habían sido enviados a otro campo o habían muerto en las cámaras de gas; que un trabajador normal no vivía amenazado de muerte continuamente, todos los días y a todas horas. Una vez incluso me permití decirle a un capataz amablemente: «Si usted aprendiera de mí a operar el cerebro con tanta rapidez como yo estoy aprendiendo de usted a hacer carreteras, sentiría un gran respeto por usted.» Y él hizo una mueca. La apatía, el principal síntoma de la segunda fase, era un mecanismo necesario de autodefensa. La realidad se desdibujaba y todos nuestros esfuerzos y todas nuestras emociones se centraban en una tarea: la conservación de nuestras vidas y la de otros compañeros. Era típico oír a los prisioneros, cuando al atardecer los conducían como rebaños de vuelta al campo desde sus lugares de trabajo, respirar con alivio y decir: «Bueno, ya pasó el día.»

Viktor Frankl