Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930). Capítulo IV

El malestar en la cultura

IV

Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930). Capítulo IV

El malestar en la cultura

IV

Parece una tarea desmedida; uno tiene derecho a confesar su perplejidad. He aquí lo poco
que yo pude colegir.
Después que el hombre primordial hubo descubierto que estaba en su mano -entiéndaselo literalmente- mejorar su suerte sobre la Tierra mediante el trabajo, no pudo serle indiferente que otro trabajara con él o contra él. Así el otro adquirió el valor del colaborador, con quien era útil vivir en común. Aun antes, en su prehistoria antropoide, el hombre había cobrado el hábito de formar familias; es probable que los miembros de la familia fueran sus primeros auxiliares.
Cabe conjeturar que la fundación misma de la familia se enlazó con el hecho de que la
necesidad de satisfacción genital dejó de emerger como un huésped que aparecía de pronto en
casa de alguien, y tras su despedida no daba más noticias de sí; antes bien, se instaló en el
individuo como pensionista. Ello dio al macho un motivo para retener junto a sí a la mujer o, más
en general, a los objetos sexuales; las hembras, que no querían separarse de sus desvalidos
vástagos, se vieron obligadas a permanecer junto al macho, más fuerte, justamente en interés
de aquellos (1). En esta familia primitiva aún echarnos de menos un rasgo esencial
de la cultura; la arbitrariedad y albedrío del jefe y padre era ilimitada. (2) En Tótem y tabú he
intentado mostrar el camino que llevó desde esta familia hasta el siguiente grado de la
convivencia, en la forma de las alianzas de hermanos. Tras vencer al padre, los hijos hicieron la
experiencia de que una unión puede ser más fuerte que el individuo. La cultura totemista
descansa en las limitaciones a que debieron someterse para mantener el nuevo estado. Los preceptos del tabú fueron el primer «derecho». Por consiguiente, la convivencia de los seres humanos tuvo un fundamento doble: la compulsión al trabajo, creada por el apremio exterior, y el poder del amor, pues el varón no quería estar privado de la mujer como objeto sexual, y ella no quería separarse del hijo, carne de su carne. Así, Eros y Ananké pasaron a ser también los progenitores de la cultura humana. El primer resultado de esta fue que una mayor cantidad de seres humanos pudieron permanecer en comunidad. Y como esos dos grandes poderes conjugaban sus efectos para ello, cabía esperar que el desarrollo posterior se consumara sin sobresaltos hacia un dominio cada vez mayor sobre el mundo exterior y hacia la extensión del número de seres humanos abarcados por la comunidad. En verdad no es fácil comprender cómo esta cultura pudo tener sobre sus participantes otros efectos que los propicios para su dicha.
Antes de pasar a indagar el posible origen de la perturbación, y puesto que hemos reconocido
al amor como una de las bases de la cultura, emprenderemos una digresión a fin de salvar una
laguna dejada en una elucidación anterior. Dijimos que la experiencia de que el amor sexual
(genital) asegura al ser humano las más intensas vivencias de satisfacción, y en verdad le
proporciona el modelo de toda dicha, por fuerza debía sugerirle seguir buscando la dicha para
su vida en el ámbito de las relaciones sexuales, situar el erotismo genital en el centro de su
vida. Y en aquel lugar añadimos que por esa vía uno se volvía dependiente, de la manera más
riesgosa, de un fragmento del mundo exterior, a saber, del objeto de amor escogido,
exponiéndose así al máximo padecimiento si se era desdeñado o si se perdía el objeto por
infidelidad o muerte. Por eso los sabios de todos los tiempos desaconsejaron con la mayor
vehemencia este camino de vida; pese a ello, no ha perdido su atracción para buen número de
los mortales.
A una pequeña minoría, su constitución le permite, empero, hallar la dicha por el camino del
amor. Pero ello supone vastas modificaciones anímicas de la función de amor. Estas personas
se independizan de la aquiescencia del objeto desplazando el valor principal, del ser-amado, al
amar ellas mismas; se protegen de su pérdida no dirigiendo su amor a objetos singulares, sino
a todos los hombres en igual medida, y evitan las oscilaciones y desengaños del amor genital
apartándose de su meta sexual, mudando la pulsión en una moción de meta inhibida. El estado
que de esta manera crean -el de un sentir tierno, parejo, imperturbable- ya no presenta mucha
semejanza externa con la vida amorosa genital, variable y tormentosa, de la que deriva. Acaso
quien más avanzó en este aprovechamiento del amor para el sentimiento interior de dicha fue
San Francisco de Asís; en efecto, esto que discernimos como una de las técnicas de
cumplimiento del principio de placer se ha relacionado de múltiples maneras con la religión; se
entramaría con ella en las distintas regiones donde se desdeña la diferenciación entre el yo y los
objetos, y de estos entre sí. Un abordaje ético cuya motivación más profunda habrá de
evidenciársenos luego pretende ver en esta disposición al amor universal hacia los seres
humanos y hacia el mundo todo la actitud suprema hasta la que puede elevarse el hombre. No
queremos dejar de consignar desde ya nuestros dos reparos principales. Nos parece que un
amor que no elige pierde una parte de su propio valor, pues comete una injusticia con el objeto.
Y además: no todos los seres humanos son merecedores de amor.
Aquel amor que fundó a la familia sigue activo en la cultura tanto en su sesgo originario, sin renuncia a la satisfacción sexual directa, como en su modificación, la ternura de meta inhibida.
En ambas formas prosigue su función de ligar entre sí un número mayor de seres humanos, y
más intensamente cuando responde al interés de la comunidad de trabajo. El descuido del
lenguaje en el empleo de la palabra «amor» halla una justificación genética. «Amor» designa el
vínculo entre varón y mujer, que fundaron una familia sobre la base de sus necesidades
genitales; pero también se da ese nombre a los sentimientos positivos entre padres e hijos,
entre los hermanos dentro de la familia, aunque por nuestra parte debemos describir tales
vínculos como amor de meta inhibida, como ternura. Es que el amor de meta inhibida fue en su
origen un amor plenamente sensual, y lo sigue siendo en el inconciente de los seres humanos.
Ambos, el amor plenamente sensual y el de meta inhibida, desbordan la familia y establecen
nuevas ligazones con personas hasta entonces extrañas. El amor genital lleva a la formación de nuevas familias; el de meta inhibida, a «fraternidades» que alcanzan importancia cultural porque escapan a muchas de las limitaciones del amor genital; por ejemplo, a su carácter exclusivo.
Pero en el curso del desarrollo el nexo del amor con la cultura pierde su univocidad. Por una parte, el amor se contrapone a los intereses de la cultura; por la otra, la cultura amenaza al amor con sensibles limitaciones.
Esta discordia parece inevitable; su fundamento no se discierne enseguida. Se exterioriza
primero como un conflicto entre la familia y la comunidad más amplia a que el individuo
pertenece. Ya hemos colegido que uno de los principales afanes de la cultura es aglomerar a los seres humanos en grandes unidades. Ahora bien, la familia no quiere desprenderse del individuo. Cuanto más cohesionados sean sus miembros, tanto más y con mayor frecuencia se inclinarán a segregarse de otros individuos, y más difícil se les hará ingresar en el círculo más vasto de vida. El modo de convivencia más antiguo filogenéticamente, y el único en la infancia, se defiende de ser relevado por los modos de convivencia cultural de adquisición más tardía.
Desasirse de la familia deviene para cada joven una tarea en cuya solución la sociedad suele
apoyarlo mediante ritos de pubertad e iniciación. Se tiene la impresión de que estas dificultades
serían inherentes a todo desarrollo psíquico; más aún: en el fondo, a todo desarrollo orgánico.
Además, las mujeres, las mismas que por los reclamos de su amor habían establecido
inicialmente el fundamento de la cultura, pronto entran en oposición con ella y despliegan su
influjo de retardo y reserva. Ellas subrogan los intereses de la familia y de la vida sexual; el
trabajo de cultura se ha ido convirtiendo cada vez más en asunto de los varones, a quienes
plantea tareas de creciente dificultad, constriñéndolos a sublimaciones pulsionales a cuya altura
las mujeres no han llegado. Puesto que el ser humano no dispone de cantidades ilimitadas de
energía psíquica, tiene que dar trámite a sus tareas mediante una adecuada distribución de la
libido. Lo que usa para fines culturales lo sustrae en buena parte de las mujeres y de la vida
sexual: la permanente convivencia con varones, su dependencia de los vínculos con ellos,
llegan a enajenarlo de sus tareas de esposo y padre. De tal suerte, la mujer se ve empujada a un segundo plano por las exigencias de la cultura y entra en una relación de hostilidad con ella.
De parte de la cultura, la tendencia a limitar la vida sexual no es menos nítida que su otra
tendencia, la de ampliar su círculo. Ya su primera fase, el totemismo, conlleva la prohibición de
la elección incestuosa de objeto, que tal vez constituya la mutilación más tajante que ha
experimentado la vida amorosa de los seres humanos en el curso de las épocas. Por medio del
tabú, de la ley y de las costumbres, se establecen nuevas limitaciones que afectan tanto a los
varones como a las mujeres. No todas las culturas llegan igualmente lejos en esto; la estructura
económica de la sociedad influye también sobre la medida de la libertad sexual restante. Ya
sabemos que la cultura obedece en este punto a la compulsión de la necesidad económica; en
efecto, se ve precisada a sustraer de la sexualidad un gran monto de la energía psíquica que
ella misma gasta. Así, la cultura se comporta respecto de la sexualidad como un pueblo o un
estrato de la población que ha sometido a otro para explotarlo. La angustia ante una eventual
rebelión de los oprimidos impulsa a adoptar severas medidas preventivas. Nuestra cultura de
Europa occidental exhibe un alto nivel dentro de ese desarrollo. Desde el punto de vista
psicológico, se justifica por entero que empiece por proscribir las exteriorizaciones de la vida
sexual infantil, pues el endicamiento de los apetitos sexuales del adulto no tiene perspectiva
alguna de éxito sí no se lo preparó desde la niñez. Pero lo que en modo alguno se justifica es
que la sociedad culta haya llegado incluso a desconocer (letignen} estos fenómenos fácilmente
comprobables, y aun llamativos. La elección de objeto del individuo genitalmente maduro es
circunscrita al sexo contrario; la mayoría de las satisfacciones extragenitales se prohiben como
perversiones. El reclamo de una vida sexual uniforme para todos, que se traduce en esas
prohibiciones, prescinde de las desigualdades en la constitución sexual innata y adquirida de los
seres humanos, segrega a buen número de ellos del goce sexual y de tal modo se convierte en
fuente de grave injusticia. Ahora bien, el resultado de tales medidas limitativas podría ser que los
individuos normales -no impedidos para ello por su constitución- volcaran sin merma todos sus
intereses sexuales por los canales que se dejaron abiertos. Empero, lo único no proscrito, el
amor genital heterosexual, es estorbado también por las limitaciones que imponen la legitimidad
y la monogamia. La cultura de nuestros días deja entender bien a las claras que sólo permitirá las relaciones sexuales sobre la base de una ligazón definitiva e indisoluble entre un hombre y una mujer, que no quiere la sexualidad como fuente autónoma de placer y está dispuesta a tolerarla solamente como la fuente, hasta ahora insustituida, para la multiplicación de los seres humanos.
Desde luego, es este un cuadro extremo. Es notorio que ha demostrado ser irrealizable, aun por
breves períodos. Sólo los débiles han acatado un menoscabo tan grande de su libertad sexual;
las naturalezas más fuertes, únicamente bajo una condición compensadora de que después
hablaremos (3). La sociedad culta se ha visto precisada a aceptar calladamente
muchas trasgresiones que según sus estatutos habría debido perseguir. Empero, no es lícito
extraviar el juicio yéndose al otro lado y suponiendo que esa postura cultural sería inofensiva
porque no consigue todos sus propósitos. La vida sexual del hombre culto ha recibido grave daño, impresiona a veces como una función que se encontrara en proceso involutivo, de igual modo que lo parecen nuestros dientes y nuestros cabellos en su condición de órganos.
Probablemente se tiene derecho a suponer que ha experimentado un sensible retroceso en
cuanto a su valor como fuente de sensaciones de felicidad, o sea, para el cumplimiento de
nuestro fin vital (4). Muchas veces uno cree discernir que no es sólo la presión de la
cultura, sino algo que está en la esencia de la función misma, lo que nos deniega la satisfacción
plena y nos esfuerza por otros caminos. Acaso sea un error; es difícil decidirlo (5).

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Notas:
1- Sin duda que la periodicidad orgánica del proceso sexual se ha conservado, pero su influjo sobre la excitación sexual psíquica se ha trastornado más bien hacia la contraparte {hat sicb eher ins Gegenteil verkehrt}. Esta alteración se conecta de la manera más estrecha con el relegamiento de los estímulos olfatorios mediante los cuales el proceso menstrual producía efectos sobre la psique del macho. Su papel fue asumido por excitaciones visuales, que, al contrario de los estímulos olfatorios intermitentes, podían mantener un efecto continuo. El tabú de la menstruación proviene de esta «represión {suplantación} orgánica», como defensa frente a una fase superada del desarrollo; todas las otras motivaciones son probablemente de naturaleza secundaria. (Cf. C. D. Daly, 1927.) Este proceso se repite en otro nivel cuando los dioses de un período cultural perimido devienen demonios. Ahora bien, el relegamiento de los estímulos olfatorios parece ser, a su vez, consecuencia del extrañamiento del ser humano respecto de la tierra, de la adopción de una postura erecta en la marcha, que vuelve visibles y necesitados de protección los genitales hasta entonces encubiertos y as’ provoca la vergüenza. Por consiguiente, en el comienzo del fatal proceso de la cultura se situaría la postura vertical del ser humano. La cadena se inicia ahí, pasa por la desvalorización de los estímulos olfatorios y el aislamiento en los períodos menstruales, luego se otorga una hipergravitación a los estímulos visuales, al devenir-visibles los genitales; prosigue hacia la continuidad de la excitación sexual, la fundación de la familia y, con ella, llega a los umbrales de la cultura humana. Esta es sólo una especulación teórica, pero lo bastante importante para merecer una comprobación exacta en las condiciones de vida de los animales próximos al hombre.

También en el afán cultural por la limpieza, que halla una justificación con posterioridad {nachtraglich} en miramientos higiénicos, pero que ya se había exteriorizado antes de esa intelección, es inequívoca la presencia de un factor social. La impulsión a la limpieza corresponde al esfuerzo {Drang} por eliminar los excrementos que se han vuelto desagradables para la percepción sensorial. Sabemos que entre los niños pequeños no ocurre lo mismo. Los excrementos no excitan aversión ninguna en el niño, le parecen valiosos como parte desprendida de su cuerpo. La educación presiona aquí con particular energía para apresurar el inminente curso del desarrollo, destinado a restar valor a los excrementos, a volverlos asquerosos, horrorosos y repugnantes.

Tal subversión de los valores {Umwertung} sería imposible si estas sustancias sustraídas del cuerpo no estuvieran condenadas, por sus fuertes olores, a compartir el destino reservado a los estímulos olfatorios tras el alzamiento del ser humano del suelo. Entonces, el erotismo anal fue el primero en sucumbir a la «represión orgánica» que allanó el camino a la cultura. El factor social que veló por la ulterior trasmudación del erotismo anal atestigua su presencia por el hecho de que, pese a todos los progresos del desarrollo, el olor de los propios excrementos apenas si resulta chocante al ser humano, sólo lo son las evacuaciones de otros. El que no es limpio, o sea, el que no oculta sus excrementos, ultraja entonces al otro, no muestra miramiento alguno por él; además, esto mismo es lo que enuncian los insultos más fuertes y usuales. Por otra parte, sería incomprensible que el hombre usara como insulto el nombre de su amigo más fiel en el mundo animal, si el perro no se atrajera su desprecio por dos cualidades: la de ser un animal con un desarrollado sentido del olfato, que no se horroriza frente a los excrementos, y la de no avergonzarse de sus funciones sexuales. [Se hallarán algunos datos sobre la historia de los puntos de vista de Freud acerca de esta cuestión en mi «Introducción » a este trabajo.]
2- [Más a menudo, Freud designa «horda primordial» a lo que aquí denomina «familia primitiva»; esta noción fue tomada en gran medida de Atkinson (1903), quien hablaba de la «familia ciclópea». Cf., por ejemplo, Tótem v tabú (1912-13), AE, 13, págs, 143 y sigs.]
3- [El logro de cierto grado de seguridad.]
4- Entre las obras del fino poeta inglés John Galsworthy, quien hoy goza de universal prestigio, yo aprecié desde temprano una pequeña historia titulada «The Apple-Tree» {El manzano}, que muestra plásticamente cómo en la vida cultural de nuestros días ya no hay espacio para el amor simple y natural entre dos criaturas humanas.
5- Agrego las siguientes puntualizaciones para apoyar la conjetura expresada en el texto: También el ser humano es un animal de indudable disposición bisexual. El in-dividuo {Individuum} corresponde a una fusión de dos mitades simétricas; en opinión de muchos investigadores, una de ellas es puramente masculina, y la otra, femenina. También es posible que cada mitad fuera originariamente hermafrodita. La sexualidad es un hecho biológico que, aunque de extraordinaria significación para la vida anímica, es difícil de asir psicológicamente. Solemos decir: cada ser humano muestra mociones pulsionales, necesidades, propiedades, tanto masculinas cuanto femeninas, pero es la anatomía, y no la psicología, la que puede registrar el carácter de lo masculino y lo femenino. Para la psicología, la oposición sexual se atempera, convirtiéndose en la que media entre actividad y pasividad; y demasiado apresuradamente hacemos coincidir la actividad con lo masculino y la pasividad con lo femenino, cosa que en modo alguno se corrobora sin excepciones en el mundo animal. La doctrina de la bisexualidad sigue siendo todavía muy oscura, y no podemos menos que considerar un serio contratiempo que en el psicoanálisis todavía no haya hallado enlace alguno con la doctrina de las pulsiones. Comoquiera que sea, si admitimos como un hecho que el individuo quiere satisfacer en su vida sexual deseos tanto masculinos cuanto femeninos, estaremos preparados para la posibilidad de que esas exigencias no sean cumplidas por el mismo objeto y se perturben entre sí cuando no se logra mantenerlas separadas y guiar cada moción por una vía particular, adecuada a ella. Otra dificultad deriva de que el vínculo erótico, además de los componentes sádicos que le son propios, con harta frecuencia lleva acoplado un monto de inclinación a la agresión directa. No siempre el objeto de amor mostrará frente a esas complicaciones tanta comprensión y tolerancia como aquella campesina que se quejaba de que su marido ya no la quería, porque llevaba una semana sin zurrarla.

Empero, a un nivel más hondo nos lleva esta conjetura, que retoma las puntualizaciones de la nota de AE, págs. 97-8: con la postura vertical del ser humano y la desvalorización del sentido del olfato, es toda la sexualidad, y no sólo el erotismo anal, la que corre el riesgo de caer víctima de la represión orgánica, de suerte que desde entonces la función sexual va acompañada por una renuencia no fundamentable que estorba una satisfacción plena y esfuerza a apartarse de la meta sexual hacia sublimaciones y desplazamientos libidinales. Sé que Bleuler (1913a) señaló una vez la presencia de una actitud originaria de rechazo frente a la vida sexual, como la indicada. A todos los neuróticos, y a muchos que no lo son, les repugna que «inter urinas et faeces nascimur» {«nacemos entre orina y heces»}. También los genitales producen fuertes sensaciones olfatorias que resultan insoportables a muchas personas, dificultándoles el comercio sexual. Así obtendríamos, como la raíz más profunda de la represión sexual que progresa junto con la cultura, la defensa orgánica de la nueva forma de vida adquirida con la marcha erecta contra la existencia animal anterior, resultado este de la investigación científica que coincide de manera asombrosa con prejuicios triviales formulados a menudo. Empero, por ahora se trata sólo de posibilidades muy inciertas, no refrendadas por la ciencia. Tampoco olvidemos que, a pesar de la innegable desvalorización de los estímulos olfatorios, hay pueblos, incluso en Europa, que aprecian mucho los intensos olores genitales, tan despreciables para nosotros, como medio de estimular la sexualidad, y no quieren renunciar a ellos. (Véanse los relevamientos folklóricos de la «encuesta» de Iwan Bloch, «über den Geruchssinn in der vita sexualis» {Sobre el sentido del olfato en la vida sexual}, en diversas entregas de la revista Anthropophyteia, de F. S. Krauss.)

[Acerca de la dificultad de discernir un significado psicológico de la «masculinidad» y la «feminidad», véase una larga nota agregada por Freud en 1915 a la tercera edición de Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, págs. 200-1, y su análisis del tema en la 33ª de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a), AE, 22, págs. 105 y sigs.  Las notorias consecuencias derivadas de la proximidad entre los órganos sexuales y excretorios fueron señaladas por primera vez en el Manuscrito K enviado a Fliess el 19 de enero de 1896 (Freud, 1950a), AE, 1, págs. 261-2; más tarde hubo frecuentes menciones de este punto; por ejemplo en el caso «Dora» (1905e), AE, 7, pág. 29, y en «Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa» (1912d), AE, 11, págs. 182-3. Cf. también mi «Introducción», AE, pags. 60-1.]

Autor: psicopsi

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