Obras de S. Freud: El porvenir de una ilusión (1927)

El porvenir de una ilusión – S. Freud

El porvenir de una ilusión

Nota Introductoria:
Freud comenzó a escribir esta obra en la primavera europea de 1927, la terminó en el mes de setiembre de ese año y fue publicada en noviembre.

En el «Posfacio» que añadió en 1935 a su Presentación autobiográfica (1925d) destacó que en los diez años anteriores se había producido un «cambio significativo» en sus escritos: «Tras el rodeo que a lo largo de mi vida di a través de las ciencias naturales, la medicina y la psicoterapia, mi interés regresó a aquellos problemas culturales que una vez cautivaron al joven apenas nacido a la actividad del pensamiento» (AE, 20, pág. 68). Por supuesto, varias veces había tocado tangencialmente esos problemas en dichos años -en especial, en Tótem y tabú (1912-13)- (1); pero con El porvenir de una ilusión inauguró una serie de estudios que habrían de constituir su preocupación primordial por el resto de su vida. De ellos, los más importantes son El malestar en la cultura (1930a), sucesor directo del que aquí presentamos; el examen de diversas filosofías de la vida en la última de sus Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a); su carta abierta a Einstein, ¿Por qué la guerra? (1933b), y, por último, Moisés y la religión monoteísta (1939a), en el cual trabajó desde 1934 en adelante.

James Strachey

I

Si durante todo un lapso uno ha vivido dentro de una cultura determinada y por eso se
empeñó a menudo en explorar sus orígenes y su ruta de desarrollo, en algún momento lo tentará dirigir la mirada en la otra dirección y preguntarse por el destino lejano que aguarda a
esa cultura y las mudanzas que está llamada a transitar. Pero pronto notará que varios factores
restan valor de antemano a semejante indagación. Ante todo, porque son muy pocas las
personas capaces de abarcar panorámicamente la fábrica de las cosas humanas en todas sus
ramificaciones, Para la mayoría se ha vuelto necesario circunscribirse a un solo campo o a
unos pocos; sin embargo, mientras menos sepa uno sobre el pasado y el presente, tanto más
incierto será el juicio que pronuncie sobre el porvenir. En segundo lugar, porque justamente en
un juicio de esa índole las expectativas subjetivas del individuo desempeñan un papel que ha de
estimarse ponderable; y a su vez, estas se muestran dependientes de factores puramente
personales, como su propia experiencia, su actitud más o menos esperanzada hacia la vida, tal
como se la prescribieron su temperamento, su éxito o su fracaso. Por fin, influye el hecho
asombroso de que, en general, los seres humanos vivencian su presente como con ingenuidad,
sin poder apreciar sus contenidos; primero deberían tomar distancia respecto de él, vale decir
que el presente tiene que devenir pasado si es que han de obtenerse de él unos puntos de
apoyo para formular juicios sobre las cosas venideras.
Por tanto, quien ceda a la tentación de pronunciarse acerca del futuro probable de nuestra cultura hará bien en tener presentes desde el comienzo los reparos ya señalados, así como la incerteza inherente a toda predicción en general. En cuanto a mí, de ahí se sigue que, en rápida huida ante una tarea tan enorme, iré a refugiarme en el pequeño ámbito parcial al que yo mismo me he venido consagrando, tan pronto como haya determinado la posición que ocupa dentro del gran todo.
La cultura humana -me refiero a todo aquello en lo cualla vida humana se ha elevado por
encima de sus condiciones animales y se distingue de la vida animal (y omito diferenciar entre
cultura y civilización)- muestra al observador, según es notorio, dos aspectos. Por un lado,
abarca todo el saber y poder-hacer que los hombres han adquirido para gobernar las fuerzas de
la naturaleza y arrancarle bienes que satisfagan sus necesidades; por el otro, comprende todas
las normas necesarias para regular los vínculos recíprocos entre los hombres y, en particular, la
distribución de los bienes asequibles. Esas dos orientaciones de la cultura no son
independientes entre sí; en primer lugar, porque los vínculos recíprocos entre los seres
humanos son profundamente influidos por la medida de la satisfacción pulsional que los bienes
existentes hacen posible; y en segundo lugar, porque el ser humano individual puede
relacionarse con otro como un bien él mismo, si este explota su fuerza de trabajo o lo toma
como objeto sexual; pero además, en tercer lugar, porque todo individuo es virtualmente un
enemigo de la cultura (2), que, empero, está destinada a ser un interés humano universal. Es
notable que, teniendo tan escasas posibilidades de existir aislados, los seres humanos sientan como gravosa opresión los sacrificios a que los insta la cultura a fin de permitir una convivencia.
Por eso la cultura debe ser protegida contra los individuos, y sus normas, instituciones y
mandamientos cumplen esa tarea; no sólo persiguen el fin de establecer cierta distribución de
los bienes, sino el de conservarlos; y en verdad deben preservar de las mociones hostiles de
los hombres todo cuanto sirve al dominio sobre la naturaleza y a la producción de bienes. Las
creaciones de los hombres son frágiles, y la ciencia y la técnica que han edificado pueden
emplearse también en su aniquilamiento.
Así, se recibe la impresión de que la cultura es algo impuesto a una mayoría recalcitrante por una minoría que ha sabido apropiarse de los medios de poder y de compulsión. Desde luego, cabe suponer que estas dificultades no son inherentes a la esencia de la cultura misma, sino que están condicionadas por las imperfecciones de sus formas desarrolladas hasta hoy. De hecho, no, resulta difícil pesquisar esos defectos. Mientras que la humanidad ha logrado continuos progresos en el sojuzgamiento de la naturaleza, y tiene de recho a esperar otros mayores, no se verifica con certeza un progreso semejante en la regulación de los asuntos humanos; y es probable que en todo tiempo, como en esta época nuestra, muchos hombres se preguntaran si este sector de la adquisición cultural merecía preservarse. Se creería posible una regulación nueva de los vínculos entre los hombres, que cegara las fuentes del descontento con respecto a la cultura renunciando a la compulsión y a la sofocación de lo pulsional, de suerte que los seres humanos, libres de toda discordia interior, pudieran consagrarse a producir bienes y gozarlos. Sería la Edad de Oro; pero es dudoso que ese estado sea realizable. Parece, más bien, que toda cultura debe edificarse sobre una compulsión y una renuncia de lo pulsional; ni siquiera es seguro que, en caso de cesar aquella compulsión, la mayoría de los individuos estarían dispuestos a encargarse de la prestación de trabajo necesaria para obtener nuevos medios de vida. Yo creo que es preciso contar con el hecho de que en todos los seres humanos están presentes unas tendencias destructivas, vale decir, antisociales y anticulturales, y que en gran número de personas poseen suficiente fuerza para determinar su conducta en la sociedad humana.
Este hecho psicológico es de valor decisivo para apreciar la cultura humana. Si en un comienzo pudo creerse que lo esencial en ella era el sojuzgamiento de la naturaleza para obtener medios de vida, y se podía conjurar los peligros que la amenazaban mediante la adecuada distribución de estos últimos entre los hombres, ahora el centro de gravedad parece haberse trasladado de lo material a lo anímico. Lo decisivo será que se logre (y la medida en que se lo logre) aliviar la carga que el sacrificio de lo pulsional impone a los hombres, reconciliarlos con la que siga siendo necesaria y resarcirlos por ella. Tan imprescindible como la compulsión al trabajo cultural es el gobierno de la masa por parte de una minoría, pues las masas son indolentes y faltas de inteligencia, no aman la renuncia de lo pulsional, es imposible convencerlas de su inevitabilidad mediante argumentos y sus individuos se corroboran unos a otros en la tolerancia de su desenfreno. Sólo mediante el influjo de individuos arquetípicos que las masas admitan como sus conductores es posible moverlas a las prestaciones de trabajo y las abstinencias que la pervivencia de la cultura exige. Todo anda bien si esos conductores son personas de visión superior en cuanto a las necesidades objetivas de la vida y que se han elevado hasta el control de sus propios deseos pulsionales. Pero, en el afán de no perder su influencia, están expuestos al riesgo de hacer más concesiones a las masas que estas a ellos, y por eso parece necesario que dispongan de medios de poder para mantenerse independientes de las masas.
Resumiendo: dos propiedades de los seres humanos, ampliamente difundidas, tienen la culpa
de que las normas culturales sólo puedan conservarse mediante cierto grado de compulsión;
son ellas: que espontáneamente no gustan de trabajar, y que los argumentos nada pueden
contra sus pasiones.
Sé lo que se objetará a estas puntualizaciones. Se dirá que el carácter de las masas de
seres humanos, tal como lo hemos descrito, está destinado a probar que la compulsión al
trabajo cultural es indispensable; pero ese mismo carácter no es’ sino la consecuencia de
normas culturales deficientes, que enconan a los hombres, los vuelven hoscos y vengativos.
Nuevas generaciones, educadas en el amor y en el respeto por el pensamiento, que
experimentaran desde temprano los beneficios de la cultura, mantendrían también otra relación con ella, la sentirían como su posesión más genuina, estarían dispuestas a ofrendarle el
sacrificio de trabajo y de satisfacción pulsional que requiere para subsistir. Podrían prescindir de
la compulsión y diferenciarse apenas de sus conductores. Si hasta hoy en ninguna cultura han existido masas de esa cualidad, ello se debe a que ninguna acertó a darse las normas que pudieran ejercer esa influencia sobre los seres humanos, desde su infancia misma.
Uno puede dudar de que sea posible en general, o de que lo sea ahora, en el estado actual de
nuestro dominio sobre la naturaleza, establecer semejantes normas culturales; puede preguntar
de dónde vendrían esos conductores superiores, serenos y abnegados que actuarían como
educadores de las generaciones futuras, y espantarse ante el enorme gasto de compulsión
inevitable hasta el momento en que se alcanzaran tales propósitos. No es posible poner en
entredicho la grandiosidad de ese plan, su gravitación para el futuro de la cultura humana. Tiene una base cierta en la intelección psicológica de que el ser humano está dotado de las más
diversas disposiciones pulsionales, cuya orientación definitiva es señalada por las vivencias de
la primera infancia. Los límites de la educabilidad del ser humano son por eso, también, los de
la eficacia de un cambio cultural así concebido. Puede ponerse en duda que un medio cultural
diverso logre (y en qué medida lo lograría) extinguir aquellas dos propiedades de las masas que
tanto entorpecen la conducción de los asuntos humanos. El experimento no se ha hecho
todavía. Es probable que cierto porcentaje de la humanidad a consecuencia de disposiciones
enfermizas o de una intensidad pulsional hipertrófica permanezca siempre asocial; pero si se
consiguiera disminuir la mayoría hoy enemiga de la cultura hasta convertirla en una minoría, se habría logrado mucho, quizá todo lo asequible.
No querría dar la impresión de que he extraviado la senda prefijada a mi indagación. Por eso
quiero asegurar expresamente que está lejos de mí el propósito de formular juicios sobre el gran
experimento cultural que se desarrolla hoy en el vasto país situado entre Europa y Asia (3). No tengo el conocimiento ni la capacidad para decidir si es o no realizable, ni para
examinar si los métodos empleados son adecuados al fin, ni para medir el tamaño del inevitable
abismo que separa el propósito de su ejecución. Lo que allí se prepara escapa, por inconcluso, a un abordaje para el cual nuestra cultura hace tiempo consolidada ofrece los materiales.

Notas:
1- El primer trabajo publicado por Freud en el que abordó el problema de la religión fue «Acciones obsesivas y prácticas religiosas» (1907b).
2- [La hostilidad de los seres humanos hacia la cultura ocupa amplio espacio en los primeros capítulos de este trabajo. Freud volvió sobre el tema y lo examinó en forma aún más completa dos años más tarde, en su obra El malestar en la cultura (1930a).]
3- Véanse, empero, las consideraciones hechas en El malestar en la cultura (1930a), en ¿Por qué la guerra? (1933b), AE, 22, págs. 192 y 195, y en el extenso examen de este punto que aparece en la última de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a).]

Continúa en ¨El porvenir de una ilusión (1927), Capítulo II¨