Obras de S. Freud: El porvenir de una ilusión (1927) Capítulo II

El porvenir de una ilusión (1927) Cap II – S. Freud

El porvenir de una ilusión II

Sin advertirlo nos hemos deslizado de lo económico a lo psicológico. Al comienzo nos tentó
buscar el patrimonio cultural en los bienes existentes y en las normas que rigen su distribución.
Pero llegamos a inteligir que toda cultura descansa en la compulsión al trabajo y en la renuncia
de lo pulsional, y por eso inevitablemente provoca oposición en los afectados por tales
requerimientos; así devino claro que los bienes mismos, los medios para obtenerlos y los
regímenes para su distribución no pueden ser lo esencial o lo único de la cultura. En efecto,
están amenazados por la rebelión y la manía destructora de los miembros de la cultura. junto a
los bienes tenemos ahora los medios capaces de preservar la cultura, los medios compulsivos
y otros destinados a reconciliar con ella a los seres humanos y resarcirlos por los sacrificios
que impone. Estos últimos pueden describirse como el patrimonio anímico de la cultura.
Con miras a emplear una terminología uniforme, llamaremos «frustración» {denegación} al
hecho de que una pulsión no pueda ser satisfecha; «prohibición», a la norma que la establece, y
«privación», al estado producido por la prohibición. El paso siguiente es distinguir entre
privaciones que afectan a todos y aquellas que no, que se circunscriben a grupos, a clases o
aun a individuos. Las primeras son las más antiguas: con las prohibiciones que las originaron, la
cultura inició su desasimiento del estado animal primordial, no sabemos cuántos milenios atrás.
Para nuestra sorpresa, hallamos que siguen siendo eficaces, siguen formando el núcleo de la hostilidad a la cultura. Los deseos pulsionales que padecen bajo su peso nacen de nuevo con cada niño; hay una clase de hombres, los neuróticos, que ya reaccionan con asocialidad frente a esas frustraciones. Tales deseos pulsionales son los del incesto, el canibalismo y el gusto de matar. Suena extraño reunir estos deseos, en cuya reprobación todos los hombres parecen estar de acuerdo, con aquellos otros en torno de cuyo permiso o denegación se lucha tan vivamente en nuestra cultura; pero desde el punto de vista psicológico es lícito hacerlo. Por otra parte, la conducta cultural hacia estos deseos pulsionales, los más antiguos, en modo alguno es siempre la misma; sólo el canibalismo parece proscrito en todas partes, y para el abordaje no analítico ha sido enteramente superado; en cuanto a los deseos incestuosos, todavía podemos registrar su intensidad detrás de su prohibición, y el asesinato sigue siendo practicado, y hasta ordenado, bajo ciertas condiciones, por nuestra cultura. Es probable que nos aguarden desarrollos culturales en que satisfacciones de deseo hoy totalmente posibles parezcan tan inaceptables como ahora lo es el canibalismo.
Ya en estas renuncias de pulsión, las más antiguas, interviene un factor psicológico que
conserva su vigencia en todas las posteriores. No es cierto que el alma humana no haya
experimentado evolución alguna desde las épocas más antiguas y que, a diferencia de lo que
ocurre con los progresos de la ciencia y de la técnica, permanezca hoy idéntica a lo que fue en
el comienzo de la historia. Aquí podemos pesquisar uno de esos progresos anímicos. Está en la
línea de nuestra evolución interiorizar poco a poco la compulsión externa, así: una instancia
anímica particular, el superyó del ser humano, la acoge entre sus mandamientos (1).
Todo niño nos exhibe el proceso de una trasmudación de esa índole, y sólo a través de ella
deviene moral y social. Este fortalecimiento del superyó es un patrimonio psicológico de la cultura, de supremo valor. Las personas en quienes se consuma se trasforman, de enemigos de la cultura, en portadores de ella. Mientras mayor sea su número dentro de un círculo cultural, tanto más segura estará esa cultura y más podrá prescindir de los medios de compulsión externa. Ahora bien, la medida de esa interiorización es muy diversa para cada una de las prohibiciones de lo pulsional. En lo tocante a los requerimientos culturales más antiguos, ya
mencionados, parece haberse logrado en vasta medida, si dejamos de lado la indeseada
excepción de los neuróticos. Esta proporción varía cuando consideramos las otras exigencias
pulsionales. Observamos entonces, con sorpresa e inquietud, que una enorme mayoría de
seres humanos sólo obedecen a las prohibiciones culturales correspondientes presionados por
la compulsión externa, vale decir, sólo donde esta pueda asegurar su vigencia y durante el
tiempo en que sea temible. Esto vale también para los reclamos de la cultura que se denominan morales, dirigidos a todos por igual. A ellos atañe la mayor parte de lo que experimentamos como insolvencia moral de los seres humanos. Infinito es el número de hombres cultos que retrocederían espantados ante el asesinato o el incesto, mas no se deniegan la satisfacción de su avaricia, de su gusto de agredir, de sus apetitos sexuales; no se privan de dañar a los otros mediante la mentira, el fraude, la calumnia toda vez que se encuentran a salvo del castigo; y esto siempre fue así, a lo largo de muchas épocas culturales.
En cuanto a las restricciones que afectan a determinadas clases de la sociedad, nos
topamos con unas constelaciones muy visibles, que por otra parte nunca han sido
desconocidas. Cabe esperar que estas clases relegadas envidien a los privilegiados sus
prerrogativas y lo hagan todo para librarse de su «plus» de privación. Donde esto no es posible, se consolidará cierto grado permanente de descontento dentro de esa cultura, que puede llevar a peligrosas rebeliones. Pero si una cultura no ha podido evitar que la satisfacción de cierto número de sus miembros tenga por premisa la opresión de otros, acaso de la mayoría (y es lo que sucede en todas las culturas del presente), es comprensible que los oprimidos desarrollen una intensa hostilidad hacia esa cultura que ellos posibilitan mediante su trabajo, pero de cuyos bienes participan en medida sumamente escasa. Por eso no cabe esperar en ellos una interiorización de las prohibiciones culturales» al contrario: no están dispuestos a reconocerlas, se afanan por destruir la cultura misma y eventualmente hasta por cancelar sus premisas. La hostilidad de esas clases a la cultura es tan manifiesta que se ha pasado por alto la que también existe, más latente, en los estratos favorecidos de la sociedad. Huelga decir que una cultura que deja insatisfechos a un número tan grande de sus miembros y los empuja a la revuelta no tiene perspectivas de conservarse de manera duradera ni lo merece.
El grado de interiorización de los preceptos culturales -expresado en términos populares y
apsicológicos: el nivel moral de sus miembros- no es el único bien anímico que cuenta para la
apreciación de una cultura. Están, además, su patrimonio de ideales y de creaciones artísticas,
vale decir, las satisfacciones obtenidas de ambos.
Con demasiada facilidad se tenderá a incluir entre las posesiones psíquicas de una cultura sus ideales, es decir, las valoraciones que indican cuáles son sus logros supremos y más apetecibles. En un primer momento parece como si esos ideales presidieran los logros del círculo cultural; pero el proceso efectivo acaso sea que los ideales se forman tras los primeros logros posibilitados por la conjunción entre las dotes interiores y las circunstancias externas de una cultura, y que esos logros iniciales son refirmados luego por el ideal con miras a su prosecución. Por tanto, la satisfacción que el ideal dispensa a los miembros de la cultura es de naturaleza narcisista, descansa en el orgullo por el logro ya conseguido. Para ser completa, esa satisfacción necesita de la comparación con otras culturas que se han lanzado a logros diferentes y han desarrollado otros ideales. En virtud de estas diferencias, cada cultura se arroga el derecho a menospreciar a las otras. De esta manera, los ideales culturales pasan a
ser ocasión de discordia y enemistad entre diversos círculos de cultura, como se lo advierte
clarísimo entre las naciones.
La satisfacción narcisista proveniente del ideal de cultura es, además, uno de los poderes que contrarrestan con éxito la hostilidad a la cultura dentro de cada uno de sus círculos. No sólo las clases privilegiadas, que gozan de sus beneficios; también los oprimidos pueden participar de ella, en la medida en que el derecho a despreciar a los extranjeros los resarce de los perjuicios que sufren dentro de su propio círculo. Se es, sí, un plebeyo miserable, agobiado por las deudas y las prestaciones militares; pero, a cambio, se es un romano que participa en la tarea de sojuzgar a otras naciones y dictarles sus leyes. Esta identificación de los oprimidos con la clase que los sojuzga y explota no es, empero, sino una pieza dentro de un engranaje más vasto. En ef ecto, por otra parte pueden estar ligados a ella afectivamente y, a pesar de su hostilidad hacia los señores, verlos como su ideal. Si no existieran tales vínculos, satisfactorios en el fondo, sería incomprensible que un número harto elevado de culturas pervivieran tanto tiempo a pesar de la justificada hostilidad de vastas masas.
De otra índole es la satisfacción que el arte procura a los miembros de un círculo cultural, si
bien regularmente permanece inaccesible para las masas, que son reclamadas por un trabajo
agotador y no han gozado de ninguna educación personal. Como lo sabemos desde hace
mucho tiempo (2), el arte brinda satisfacciones sustitutivas para las renuncias culturales más
antiguas, que siguen siendo las más hondamente sentidas, y por eso nada hay más eficaz para
reconciliarnos con los sacrificios que aquellas imponen. Además, sus creaciones realzan los
sentimientos de identificación de que tanto necesita todo círculo cultural; lo consiguen dando ocasión a vivenciar en común sensaciones muy estimadas.
Pero también sirven a la satisfacción narcisista cuando figuran los logros de la cultura en cuestión y hacen presentes sus ideales de manera impresionante.
Todavía no hemos mencionado la pieza quizá más importante del inventario psíquico de una
cultura. Nos referimos a sus representaciones religiosas en el sentido más lato, o, con otras
palabras (que justificaremos en lo que sigue), a sus ilusiones.

Notas:
1- [Cf. El yo y el ello (1923b), AE, 19, págs. 30 y sigs.]
2- [CF., por ejemplo, «El creador literario y el fantaseo» (1908e).]

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