Obras de S. Freud: El porvenir de una ilusión (1927) Capítulo IX

El porvenir de una ilusión IX

« Usted se permite contradicciones muy difícilmente conciliables entre sí. Primero afirma que
un escrito como el suyo es por entero inocuo. Nadie se dejará arrebatar sus creencias
religiosas por unas elucidaciones de esa índole. Pero sin duda el propósito de usted es

El porvenir de una ilusión IX

« Usted se permite contradicciones muy difícilmente conciliables entre sí. Primero afirma que
un escrito como el suyo es por entero inocuo. Nadie se dejará arrebatar sus creencias
religiosas por unas elucidaciones de esa índole. Pero sin duda el propósito de usted es
perturbar esas creencias, como se vió después. Puede preguntarse, entonces: ¿Por qué las
publica realmente? En otro lugar usted admite que puede volverse peligroso, y aun en alto
grado, que alguien se entere de que ya no se cree en Dios. Ese alguien fue hasta ese momento obediente, y ahora se niega por completo a obedecer los preceptos culturales. Toda la argumentación de usted según la cual la motivación religiosa de los mandamientos de la cultura significa un peligro para ella se basa en el supuesto de que el creyente pueda ser convertido en un incrédulo, y ello por cierto constituye una total contradicción.
»Otra contradicción se presenta cuando usted por una parte admite que el ser humano no
puede ser guiado por la inteligencia, puesto que es gobernado por sus pasiones y exigencias
pulsionales, pero por la otra propone sustituir las bases afectivas de su obediencia a la cultura por unas bases acordes a la ratio. Que lo entienda quien pueda. A mí me parece que debe sostenerse o una cosa o la otra.
»Y además: ¿No ha aprendido usted nada de la historia? Un intento parecido de relevar a la
religión por la razón ya se hizo una vez, oficialmente y en gran estilo. ¿No recuerda usted a la
Revolución Francesa y a Robespierre? Pero acuérdese también de lo efímero del experimento y
su lamentable fracaso. Ahora se lo repite en Rusia, ni falta hace saber cómo terminará. ¿No
cree usted que tenemos derecho a suponer que el hombre no puede prescindir de la religión?
»Usted mismo ha dicho que la religión es algo más que una neurosis obsesiva. Pero de este,
su otro aspecto, no se ocupó. Le ha bastado desarrollar la analogía con la neurosis. De una
neurosis, es preciso liberar a los seres humanos. Y a usted no le preocupa todo lo demás que
se pierda con ello».
Es probable que la apariencia de que incurro en contradicciones se haya generado por tratar
demasiado rápidamente cosas complicadas. Algo podemos reparar. Sigo aseverando que mi
escrito es por completo inocuo en un sentido. Ningún creyente se dejará extraviar en su fe por
estos o parecidos argumentos. Un creyente siempre tiene determinadas ligazones tiernas con
los contenidos de la religión. Hay, es cierto, muchísimos otros que no son piadosos en el mismo
sentido. Obedecen a los preceptos culturales porque los amedrentan las amenazas de la religión, y temen a esta mientras se ven precisados a considerarla un fragmento de la realidad
que los limita. Son estos los que se desenfrenan tan pronto como pueden resignar la creencia
en su valor de realidad, pero tampoco en este caso los argumentos ejercerán influencia alguna.
Dejan de temer a la religión cuando notan que otros no la temen; y es acerca de ellos que
afirmé que se enterarían de la ruina del influjo religioso aunque no publicara yo mi escrito.
Ahora bien, creo que usted mismo atribuye más valor a la otra contradicción que me reprocha.
Los seres humanos son muy poco accesibles a los argumentos racionales, están totalmente
gobernados por sus deseos pulsionales. ¿Por qué se les quitaría entonces una satisfacción
pulsional, pretendiendo sustituirla por unos argumentos racionales? Es cierto que los seres
humanos son así, pero, ¿se ha preguntado usted si tienen que ser así, si su naturaleza más
íntima los fuerza a ello? ¿Podría el antropólogo indicar el índice craneano de un pueblo que tiene
la costumbre de deformar desde temprano la cabeza de sus niños mediante bandeletas?
Repare usted en el turbador contraste entre la radiante inteligencia de un niño sano y la
endeblez de pensamiento del adulto promedio. ¿Acaso sería imposible que la educación
religiosa tuviera buena parte de la culpa por esta mutilación relativa? Opino que pasaría mucho
tiempo antes que un niño no influído empezara a forjarse ideas sobre Dios y cosas situadas
más allá de este mundo. Quizá después esas ideas siguieran los mismos caminos que
recorrieron en sus antepasados primordiales; pero no se aguarda a que se cumpla ese
desarrollo, se le aportan las doctrinas religiosas en una época en que ni le interesan ni tiene
todavía la capacidad para aprehender conceptualmente su alcance. Dilación del desarrollo
sexual y apresuramiento del influjo religioso: he ahí los dos puntos capitales en el programa de
la pedagogía actual, ¿no es verdad? Así, cuando el pensamiento del niño despierta luego, ya las
doctrinas religiosas se han vuelto inatacables. ¿Cree usted muy conducente para consolidar la
función del pensamiento cerrarle un ámbito tan sustantivo mediante la amenaza de los castigos
del infierno? No necesitamos asombrarnos mucho por la endeblez intelectual de alguien que fue
llevado a admitir sin crítica todos los absurdos que las doctrinas religiosas le instilaron, y hasta a
pasar por alto las contradicciones que ellas ofrecían. Y bien; no tenemos otro medio para
gobernar nuestra pulsionalidad que nuestra inteligencia. ¿De qué manera confiamos en que
alcanzarán el ideal psicológico, el primado de la inteligencia, personas que están bajo el imperio
de la prohibición de pensar? Como usted sabe, se dice y se repite que las mujeres en general
sufren la llamada «imbecilidad fisiológica (1)», es decir, tienen menor inteligencia que el varón.
El hecho mismo es discutible, su explicación es incierta, pero he aquí un argumento que
indicaría la naturaleza secundaria de esta mutilación intelectual: las mujeres están sujetas a la
temprana prohibición de dirigir su pensamiento a lo que más les habría interesado, a saber, los
problemas de la vida sexual. Puesto que desde muy temprana edad pesan sobre el ser
humano, además de la inhibición de pensar el tema sexual, la inhibición religiosa y, derivada de
esta, la de la lealtad política (2), de hecho nos resulta imposible decir cómo es él realmente.
Pero mitigaré mí ardor y admitiré la posibilidad de que también yo persiga una ilusión. Acaso
el efecto de la prohibición religiosa de pensar no sea tan grave como yo lo supongo, acaso se
demuestre que la naturaleza humana permanece idéntica aunque no se abuse de la educación
para el sometimiento religioso. Yo no lo sé, y tampoco usted puede saberlo. No sólo los grandes
problemas de esta vida parecen insolubles por ahora; también muchas cuestiones menores
son de difícil decisión. Pero concédame que en este punto se justifica una esperanza para el futuro, que quizás haya ahí por desentrañar un tesoro susceptible de enriquecer a la cultura, que merece la pena emprender el intento de una educación irreligiosa. Si resulta insatisfactorio, estoy dispuesto a abandonar la reforma y volver al juicio primero, puramente descriptivo: el hombre es un ser de inteligencia débil, gobernado por sus deseos pulsionales.
En otro punto coincido con usted, sin reservas. Es sin duda un disparatado comienzo
pretender suprimir la religión violentamente y de un golpe. Sobre todo porque no ofrece
perspectivas de éxito. El creyente no dejará que lo arranquen de su fe ni por medio de
argumentos, ni de prohibiciones. Y sí se lo lograra en el caso de algunos, sería una crueldad.
Quien durante decenios ha tomado somníferos, no podrá dormir, desde luego, si le son
quitados. En cuanto a la licitud de igualar el efecto de los consuelos religiosos a los de un
narcótico, cierto proceso que se desarrolla en Estados Unidos lo ilustra bellamente. En ese país
se pretende ahora quitar a los hombres -sin duda bajo el influjo del gobierno de las mujerestodos
los medios de estímulo, de embriaguez y de goce, saturándolos, como resarcimiento, del
temor de Dios. Tampoco en el caso de este experimento hace falta saber cuál será el
desenlace (3).
Por eso lo contradigo a usted cuando prosigue diciendo que el hombre no puede en absoluto
prescindir del consuelo de la ilusión religiosa, pues sin ella no soportaría las penas de la vida, la
realidad cruel. Por cierto que no podría el hombre a quien usted ha instilado desde la infancia el
dulce -o agridulce- veneno. Pero, ¿y el otro, el criado en la sobriedad? Quizá quien no padece
de neurosis tampoco necesita de intoxicación alguna para aturdirse. Evidentemente, el hombre
se encontrará así en una difícil situación: tendrá que confesarse su total desvalimiento, su
nimiedad dentro de la fábrica del universo; dejará de ser el centro de la creación, el objeto de los
tiernos cuidados de una Providencia bondadosa. Se hallará en la misma situación que el niño
que ha abandonado la casa paterna, en la que reinaba tanta calidez y bienestar. Pero, ¿no es
verdad que el infantilismo está destinado a ser superado? El hombre no puede permanecer
enteramente niño; a la postre tiene que lanzarse fuera, a la «vida hostil». Puede llamarse a esto
«educación para la realidad»; ¿necesito revelarle, todavía, que el único propósito de mi escrito
es llamar la atención sobre la necesidad de este progreso?
Usted teme, probablemente, que no soporte la dura prueba. Bien; al menos déjenos la
esperanza. Ya es algo saber que uno tiene que contar con sus propias fuerzas; entonces se
aprende a usarlas correctamente. Y además, el hombre no está desprovisto de todo socorro; su
ciencia le ha enseñado mucho desde los tiempos del Diluvio, y seguirá aumentando su poder.
En cuanto a las grandes fatalidades del destino, contra las cuales nada se puede hacer,
aprenderá a soportarlas con resignación. ¿De qué le valdría el espejismo de ser dueño de una
gran propiedad agraria en la Luna, de cuyos frutos nadie ha visto nada aún? Como campesino
honrado, sabrá trabajar su parcela en esta tierra para nutrirse. Perdiendo sus esperanzas en el más allá, y concentrando en la vida terrenal todas las fuerzas así liberadas, logrará,
probablemente, que la vida se vuelva soportable para todos y la cultura no sofoque a nadie más.
Entonces, sin lamentarse, podrá decir junto con uno de nuestros compañeros de incredulidad:
«Dejemos los cielos
a ángeles y gorriones».
(4)

Notas:
1- [La frase pertenece a Moebius (1903). En su trabajo anterior «La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna» (1908d), AE 9, págs. 177-8, Freud anticipa la presente argumentación.]
2- [Vale decir, la lealtad al rey.]
3- [Esto fue escrito durante el período en que rigió en Estados Unidos la ley que prohibía el expendio de bebidas alcohólicas (1920-1933).]
4- [Tomado del poema de Heine, DeutschIand (sección I). La expresión «Unglaubensgenossen» {«compañeros de incredulidad»} fue aplicada por el propio Heine a Spinoza en lo que Freud, en su libro sobre el chiste (1905c), AE, 8, pág. 74, citó como ejemplo de un tipo especial de procedimiento humorístico.]

Continúa en ¨El porvenir de una ilusión (1927) Capítulo X¨

Autor: psicopsi

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