Obras de Winnicott: El desarrollo del sentido de lo correcto y lo incorrecto en el niño, 1962

El desarrollo del sentido de lo correcto y lo incorrecto en el niño, 1962

Charla radial emitida por la BBC el 11 de junio de 1962. Algunos piensan que las ideas de lo correcto y lo incorrecto se desarrollan en el niño igual que el caminar y el hablar, aunque algunos piensan que hay que inculcárselas. Mi opinión es que hay lugar para algo intermedio entre estos dos extremos, hay lugar para la idea de que el sentido de lo bueno y de lo malo, como tantas otras cosas, le sobreviene naturalmente a cada bebé y niño, siempre que puedan darse por descontadas ciertas condiciones de cuidado ambiental. Estas condiciones esenciales no pueden describirse en pocas palabras, pero lo principal es esto: que el ambiente debe ser predecible y en un comienzo debe adaptarse en alto grado a las necesidades del bebé. La mayoría de los bebés y de los niños pequeños reciben, de hecho, estos elementos esenciales. Deseo señalar que la base de la moral es la experiencia fundamental del bebé en ser auténticamente él mismo, de seguir siendo; en caso de tener que reaccionar ante lo impredecible, este seguir siendo se interrumpe y se produce una interferencia en el desarrollo del ser propio, del self. Pero nos hemos remontado demasiado atrás para este comentario. Debo pasar a la fase siguiente del desarrollo. A medida que cada bebé empieza a reunir una vasta experiencia de seguir siendo a su buena manera, y de sentir que existe un self, un ser propio que puede ser independiente de la madre, los temores comienzan a dominar la escena. Estos temores son de naturaleza primitiva y se fundan en la expectativa que tiene el bebé de recibir burdas represalias. El bebé se excita, con impulsos o ideas agresivos o destructivos que se manifiestan en sus gritos y en sus deseos de morder, y de inmediato siente que el mundo está lleno de bocas que muerden y de dientes y garras hostiles, y de toda clase de amenazas. El mundo sería, pues, un lugar aterrador si no fuese por la función protectora general que cumple la madre, que oculta estos grandes temores correspondientes a la temprana experiencia del vivir del bebé. La mamá (y no me olvido aquí del padre) altera el carácter de los temores del niño siendo un ser humano. Gradualmente el bebé la reconoce como ser humano, y entonces en vez de un mundo de represalias mágicas, lo que obtiene es una madre que lo comprende y reacciona ante sus impulsos. Ahora bien: la madre puede ser dañada o enojarse. Al expresarlo de este modo, ustedes entenderán de inmediato que para el bebé existe una enorme diferencia si las fuerzas que actúan en la represalia se humanizan. Ante todo, la madre conoce la diferencia entre la destrucción efectiva y la intención de destruir. Grita «¡Ay!» cuando es mordida, pero no la perturba en absoluto reconocer que el bebé quiere comérsela. Más aún, lo siente como un cumplido, la única manera que él tiene de manifestar su amor excitado. Y por supuesto, no es fácil comérsela. Grita «¡Ay!», pero eso sólo significa que siente algún dolor. El bebé puede lastimar el pecho, sobre todo si, por desgracia, los dientes le aparecen pronto; pero la madre sobrevive, y el bebé tiene una oportunidad de tranquilizarse por esta supervivencia. Además, a los bebés se les da algo duro, ¿no es cierto?, algo que posea valor de supervivencia, como un sonajero o un aro de hueso, porque uno sabe quo es un alivio para él poder morder algo a su antojo. De esta manera, el bebé cuenta con la posibilidad de desarrollar el uso de la fantasía junto a la acción impulsiva efectiva, y este paso importante es el resultado de una actitud coherente de la madre y de su confiabilidad general. Por otra parte, esta confiabilidad ambiental brinda un medio en el que puede tener lugar el próximo avance evolutivo, que depende de la contribución que pueda hacer el bebé a la felicidad de los padres. La madre está allí en el momento oportuno y recibirá los gestos impulsivos que el bebé le destina, y que tanto significa para ella, porque realmente son parte del bebé, no meras reacciones. Está la sonrisa reactiva que poco o nada significa, pero también aparece a la larga la sonrisa que significa que el bebé siente amor, en ese preciso momento, por la madre. Más adelante, la salpica en su bañaderita o le tira de los cabellos o le muerde el lóbulo de la oreja, o le da un abrazo, y todas esas cosas. O bien el bebé produce una excreción de un modo particular, dando a entender que tiene el significado de un regalo, que tiene un valor. La madre se siente inmensamente reconfortada por estas cosas minúsculas si son espontáneas. A raíz de ello, el bebé puede avanzar en su integración, aceptar de una forma nueva y más cabal su responsabilidad por todas las cosas desagradables y destructivas que sintió en los momentos de excitación -o sea, en la experiencia de los instintos-. El instinto más importante para el bebé es el activado en la alimentación, que se suma al hecho del amar y gustar, al juego afectuoso. Las fantasías de comerse a la madre y al padre se mezclan con la realidad del comer, desplazada al comer alimento. El bebé puede empezar a aceptar su plena responsabilidad por toda cruel destrucción porque sabe que aparecen gestos que indican su impulso a dar, y también porque conoce, por experiencia, que la madre estará allí en el momento en que surjan los auténticos impulsos amorosos. Así, sobreviene un cierto control sobre lo que se siente bueno y malo, y mediante un complejo proceso -y la creciente capacidad del bebé para reunir en sí diversas experiencias, lo que llamamos integración-,poco a poco el bebé se torna capaz de tolerar la angustia por los elementos destructivos de las experiencias instintivas, sabiendo que tendrá oportunidad de reparar y de reconstruir. A esta tolerancia de la angustia la llamamos sentido de culpa. Podemos ver que se desarrolla concomitantemente con el establecimiento de la confianza del bebé en el ambiente, y que el sentido de culpa desaparece, se pierde esa seguridad y el ambiente deja de ser confiable, cuando la madre tiene que alejarse del bebé, o está enferma, o quizá preocupada. Una vez que el bebé ha comenzado a ser capaz de tener sentimientos de culpa, o sea, de relacionar la conducta destructiva con la angustia por la destrucción, está en condiciones de discriminar lo que siente bueno de lo que siente malo. No es que asuma directamente el sentido moral de los padres, sino que aparece un nuevo sentido moral en cada nuevo individuo, como corresponde. El sentimiento de que algo es correcto ciertamente se liga con la idea del bebé sobre las expectativas maternas o paternas, pero más profundamente hay un significado de lo bueno y lo malo conectado a este sentido de culpa: el equilibrio entre la angustia por los impulsos destructivos y la capacidad y oportunidad de enmendar y de construir. Todo lo que aminora los sentimientos de culpa del bebé es bueno para éste, y es malo todo lo que los incrementa. En verdad, la moral innata del bebé, tal como surge a partir de sus burdos temores, es mucho más rigurosa que la de sus padres. Para el bebé sólo cuenta lo que es verdadero y real. Es una ímproba tarea enseñarle a un hijo a decir «¡Ta!», en señal de agradecimiento, no por gratitud sino porque así lo indican los buenos modales. Verán que, de acuerdo con la teoría que utilizo en mi trabajo, el progenitor le permite al bebé desarrollar un sentido de lo correcto y lo incorrecto siendo una persona confiable para él en esta temprana fase formativa de sus experiencias vivientes. En tanto y en cuanto cada niño haya descubierto su propio sentido de culpa, sólo en esa medida tiene sentido que el progenitor le presente sus propias ideas acerca de lo bueno y lo malo. Si uno no tiene éxito con el niño en este aspecto (y puede irle mejor con un hijo que con otro), tendrá que empeñarse en ser un ser humano estricto, aunque sepa que en el proceso natural de desarrollo del niño sucederían cosas mejores. Si falla por entero, deberá tratar de inculcarle las ideas de lo correcto y lo incorrecto mediante enseñanzas y ejercitaciones. Pero esto no es más que un sucedáneo de lo real y la admisión del fracaso propio, y todo progenitor odiará hacerlo; de todos modos, este método sólo funciona en la medida en que el progenitor, o quien lo represente, esté allí para poner en práctica su voluntad. Por otro lado, si de entrada, mediante la propia confiabilidad, se le permite al bebé desarrollar un sentido personal de lo correcto y lo incorrecto en lugar de los burdos temores primitivos a la represalia, se comprobará que más adelante es posible reforzar las ideas del niño y enriquecerlas con las propias, pues cuando los niños crecen les gusta imitar a sus padres -o rebelarse contra ellos, lo cual en definitiva es tan bueno como lo otro-. Donald Winnicott, 1896-1971