Winnicott: El impulso a robar (1949)

El impulso a robar (1949)

ME PARECE que hay algo que el progenitor corriente debe saber con respecto al robar. Se necesita alguna aclaración que relacione los impulsos primitivos de amor del niño pequeño con los actos compulsivos del niño más grande y del adulto. Desde luego, cualquier explicación breve debe ser necesariamente simple. Por ejemplo, cuando un niño siente compulsión a robar es muy probable que alucine alguna persona dominante, o una voz, que lo dirige, y es necesario dejar de lado esta complejidad para hacer alguna formulación general. Aclarando entonces que gran parte del problema quedará excluida, me parece conveniente plantear la psicología del robar en la siguiente forma.

Formulación simplificada del impulso a robar: Hay distintos grados en el robar. Cuando un niño toma algo que le proporciona placer, no nos inclinamos a utilizar la palabra ladrón. Si un niño escala un muro y se apodera de una manzana madura, la come y la disfruta, sentimos que se parece a cualquier otro niño, y también al pequeño sentado a la mesa que se apodera de algo que tiene una forma o un color atractivo, le haya sido ofrecido previamente o no. El niño de más edad que penetra en un huerto ajeno y se lleva manzanas verdes, las come apresuradamente y luego tiene dolor de estómago, actúa evidentemente bajo la tensión de la ansiedad. Este constituye el grado más leve. Si luego se enferma, ello puede deberse a la inmadurez de las manzanas, a la culpa, o quizás a ambas cosas. Esto ya se acerca más al robo. Un niño que, de tiempo en tiempo, roba manzanas y las regala sin disfrutar de ellas, actúa movido por una compulsión y está enfermo. A él puede llamárselo ladrón. Nunca sabe por qué lo hace, y si se lo apremia responderá con mentiras. Lo importante es, ¿qué hace ese chico? (por cierto que el ladrón puede ser una niña, pero resulta engorroso hacer una aclaración en cada oportunidad). -El ladrón no busca el objeto del que se apodera. Busca una persona. Busca a su propia madre, pero no lo sabe. Para el ladrón, la fuente de satisfacción no es, una estilográfica robada en una tienda, ni la bicicleta perteneciente al vecino, ni la manzana que crecía en el huerto. Un niño que está enfermo en esta forma es incapaz de disfrutar con la posesión de objetos robados. Sólo actúa una fantasía que corresponde a sus impulsos primitivos de amor, y lo máximo que puede hacer es disfrutar de la actuación y del ejercicio de una habilidad. El hecho es que ha perdido contacto con su madre en un sentido u otro. La madre puede o no estar allí todavía; puede incluso estar allí, y ser una madre buena, capaz de darle cualquier cantidad de amor. Desde el punto de vista del niño, sin embargo, hay algo que falta. Puede sentir cariño hacia su madre e incluso estar enamorado de ella pero, en un sentido más primitivo, ella lo ha perdido por algún otro motivo. El niño que roba es un bebé que busca a la mamá, o a la persona a la que tiene derecho a robar; de hecho, busca a la persona de la que puede tomar cosas, tal como, cuando tenla 1 ó 2 años de edad, tomaba cosas de la madre simplemente porque era su madre, porque tenía derechos con respecto a ella. Hay otro punto; su propia madre es realmente suya, porque él la inventó. La idea de la madre surgió gradualmente de su propia capacidad de amar. Podemos saber que la señora fulana de tal, que ha tenido 6 hijos, en cierto momento dio a luz a su bebé Johnny, que lo alimentó y lo cuidó, y que eventualmente tuvo otro hijo. Desde el punto de vista de Johnny, sin embargo, cuando él nació esa mujer era algo que él había creado; al adaptarse activamente a sus necesidades, ella le mostró que sería sensato crear. Lo que su madre le dio de sí misma debía ser concebido, debía ser subjetivo para él antes de que la objetividad comenzara a significar algo. En última instancia, al buscar las raíces del robar siempre se encuentra que el ladrón necesita reestablecer su relación con el mundo sobre la base de reencontrar a la persona que, debido a su devoción por él, lo comprende y está dispuesta a adaptarse activamente a sus necesidades; de hecho, a darle la ilusión de que el mundo contiene lo que él puede concebir y a permitirle ubicar lo que él concibe precisamente allí donde de hecho hay una persona devota en la realidad «compartida» externa. ¿Qué aplicación práctica tiene todo esto? La cuestión es que el niño sano en cada uno de nosotros sólo gradualmente se torna capaz de percibir objetivamente a la madre a quien él creó en un principio. Este doloroso proceso es lo que llamamos desilusión, y no hay necesidad de desilusionar activamente a un niño pequeño; antes bien, cabe afirmar que la buena madre corriente evita la desilusión, y la permite sólo en tanto siente que el niño puede soportarla, y darle la bien venida. Un niño de 2 años que roba monedas de la cartera de la madre juega a ser un bebé hambriento que pensó que creaba a su mamá, y que supuso que tenía derechos sobre ella y sus contenidos. La desilusión llega con excesiva rapidez. El nacimiento de un hermanito, por ejemplo, puede ser un choque terrible en este sentido particular, aun cuando el niño esté preparado para su llegada o aun cuando existan buenos sentimientos hacia el nuevo bebé. La súbita aparición de la desilusión -con respecto al sentimiento infantil de que ha creado a su propia madre- que el advenimiento del nuevo bebé puede provocar, inicia una fase de robo compulsivo. En lugar de jugar a que tiene plenos derechos sobre la madre, el niño comienza a apoderarse compulsivamente de cosas, sobre todo golosinas, y a ocultarlas, pero sin obtener una satisfacción real de su posesión. Si los padres comprenden lo que significa esta fase de un tipo más compulsivo de robo, actúan con sensatez. La toleran, por empezar, y tratan de que el niño que ha recibido semejante golpe cuente al menos con cierta cantidad de atención personal especial, a determinada hora de cada día; y quizás haya llegado el momento de empezar a darle unas monedas por semana. Sobre todo, los padres que comprenden esta situación no caen como aluvión sobre el niño y le exigen una confesión. Saben que, de hacerlo, el niño comenzará sin duda a mentir, además de robar, y que ello se deberá exclusivamente a su mala táctica. Estos son asuntos comunes en cualquier familia sana corriente, y en la gran mayoría de los casos las cosas se solucionan con sensatez, y el niño que está temporariamente sometido a la compulsión a robar cosas, se recupera. Hay una gran diferencia, sin embargo, según que los padres al comprender lo que ocurre, eviten acciones imprudentes, o sientan que deben «curar» la tendencia a robar en sus primeras etapas, a fin de impedir que el niño se convierta más tarde en un verdadero ladrón. Incluso cuando las cosas eventualmente van bien, la cantidad de sufrimiento innecesario que los niños soportan a causa de un manejo erróneo de estos detalles es tremenda. El sufrimiento esencial ya es sin duda suficiente, y no se refiere sólo al hecho de robar. De mil maneras distintas, los niños que han sufrido un acceso demasiado grande o súbito de la desilusión, quedan sometidos a una compulsión a hacer cosas sin saber por qué, a ensuciarse, a negarse a defecar en el momento adecuado, a destrozar las plantas del jardín, etcétera. Los padres que sienten que deben llegar al fondo de estas acciones, y que piden a los niños que expliquen por qué lo han hecho, aumentan enormemente las dificultades de los chicos, ya bastante intensas de por sí. Un niño no puede proporcionar un motivo real, pues no lo conoce, y el resultado puede ser que, en lugar de sentir una culpa casi insoportable por la incomprensión y la acusación, sufra una división en dos partes, una terriblemente estricta, y la otra dominada por impulsos malignos. El niño entonces ya no se siente culpable, pero se transforma, en cambio, en lo que la gente llama un mentiroso. Sin embargo, cuando a uno le roban la bicicleta, el choque no se mitiga, al saber que el ladrón buscaba inconscientemente a su propia madre. Esto es un asunto completamente distinto. Los sentimientos de venganza en la víctima no pueden pasarse por alto, y todo intento de asumir una actitud sentimental frente a los niños delincuentes trae aparejada su propio fracaso, al incrementar la tensión del antagonismo general hacia los criminales. Los jueces de los tribunales de menores no pueden pensar en el ladrón sólo como un enfermo, y no pueden ignorar la naturaleza antisocial del acto delincuente, y la irritación que éste debe engendrar en el fragmento localizado de sociedad que resulta afectado. Sin duda, exigimos un enorme esfuerzo a la sociedad cuando pedimos que los tribunales reconozcan que un ladrón está enfermo, y que se debe prescribir un tratamiento y no un castigos. Desde luego, hay muchos robos que nunca llegan a los tribunales, porque muchos padres buenos resuelven la situación satisfactoriamente en el hogar. Se puede decir que una madre no experimenta tensión alguna cuando su hijo le roba algo, ya que nunca soñaría con hablar de robo, y porque reconoce fácilmente que la acción del niño constituye una expresión de amor. En el manejo del niño de 4 ó 5 años, o del que atraviesa una fase en la que se produce una cierta cantidad de robo compulsivo, sin duda la tolerancia de los padres se ve sometida a una cierta exigencia. Deberíamos proporcionar a esos progenitores todo lo posible en términos de comprensión de los procesos involucrados, a fin de ayudarlos a guiar a sus hijos hacia la adaptación social. A ello se debe que yo haya intentado expresar el punto de vista de una persona, simplificando deliberadamente el problema a fin de presentarlo en forma tal que el progenitor o el maestro pueda comprenderlo.

Resumen de los criterios expresados: El niño que corriente y sanamente reclama la posesión de su madre, y que se apodera de todo lo que lo atrae, se reconforta en la ilusión de haber creado todo lo que le interesa en las vidrieras del mundo. El niño de más edad que con frecuencia roba compulsivamente monedas de la cartera de la madre y dulces de la despensa, reacciona frente a un salto hacia adelante en el doloroso proceso de la desilusión. El ladrón, que es un enfermo, se siente casi siempre desesperanzado con respecto al mundo y a la relación de éste con él. Cada tanto, sin embargo, siente una oleada de esperanza, que asume la forma de un intento por superar el proceso de desilusión; el yo del bebé, con sus recuerdos del consuelo hallado en la ilusión y en una subjetividad inexpugnable, surge entonces  y durante un breve período habita en la persona del niño. Desde nuestro punto de vista, el resultado consiste en que esa persona, niño, adolescente o adulto, actúa como un poseso, como alguien poseído por un aspecto de su yo infantil, compelido a robar para establecer contacto con la sociedad.