Obras de Donald Winnicott: El maestro, los padres y el médico (1936)

El maestro, los padres y el médico (1936)

Si se reflexiona un momento sobre este tema, se advertirá que la yuxtaposición de estos tres tipos de seres humanos -el maestro, el padre o la madre y el médico- tiene implicaciones algo siniestras. ¿Qué podría reunir a un maestro, un padre o madre y un médico? O bien, para formular la pregunta de otro modo, ¿por qué tendría que ser necesario que alrededor de un centenar de personas renuncien a su fin de semana para estudiar la relación, evidentemente precaria, existente entre estas clases de adultos? La respuesta es, desde luego, que en el trasfondo, en algún lugar, hay un niño. El niño es el cemento que liga entre sí a estas piedras, y es también el terremoto que las hace pedazos. La educación de un niño normal (si por un momento se me permite usar la palabra «normal») es comparativamente simple; y el niño normal tiende a unir al maestro y a los padres en una relación feliz, en la que cada uno es una extensión de la personalidad del otro. Además, el niño normal deja tan poco por hacer al médico que éste se convierte en una cifra; tal vez sea el responsable final de los criterios con que se alimenta a los niños en la escuela, la regulación de sus ejercicios físicos, la ventilación de los dormitorios y la prevención de las inevitables enfermedades infecciosas para que no se difundan, pero en cuanto al niño normal, el médico no ingresa mucho en el cuadro como persona. Ahora bien, ¡qué pocos niños pueden llamarse normales! ¿Y queremos que lo sean? La respuesta dependerá de la forma en que definamos lo normal; pero sean cuales fueren nuestra definición y nuestro deseo, sabemos que los equívocos que surgen entre los padres y toda clase de custodios de sus hijos no son, en modo alguno, debidos en su totalidad a las dificultades personales que pueda haber entre los padres y los custodios. Sabemos bien que con frecuencia se deben a los niños. El estudio de las dificultades propias del desarrollo emocional de los bebés y de los niños de distintos grupos etarios constituye el mejor fundamento para comprender la interrelación de los padres, los maestros, los médicos y todos los interesados en el cuidado y la educación de los niños. No es mi tarea analizar aquí y ahora con ustedes el derrotero extremadamente complejo del desarrollo emocional del individuo, pero al abordar este tema no puedo dejar de lado al niño. Debemos ver, por ejemplo, el papel que éste desempeña en el siguiente ejemplo de desconfianza parental. Un chico de ocho años, muy inteligente e inquieto, permaneció durante el período escolar en la casa de una persona a la que conozco bien y sé que es confiable. Al término de ese período su madre lo fue a buscar. Mientras volvían a la casa, el niño le contó a su mamá que la señora X (mi amiga) se había negado a darle las monedas que necesitaba diariamente para tomar el ómnibus, así que tuvo que ir a la escuela y volver de ella caminando. Esta mezquindad le había impedido tener tiempo suficiente para volver a almorzar a mediodía, aunque de todos modos la comida que le daban era escasa y mala. Y así sucesivamente. Le contó todo esto a la madre de la mejor manera posible, y sería injusto culparla a ella por haberle creído. Ocurre que la madre tenía también grandes dificultades, era muy aprensiva y siempre estaba sintiéndose perseguida o previendo que sucedería alguna catástrofe; me escribió diciéndomelo disgustada que estaba con la señora X y que no volvería a enviarle a su hijo para que lo cuidase. Sucede que yo conocía bien al niño, porque lo estaba tratando por el método llamado psicoanálisis, y también estaba en estrecho contacto con mi amiga, la señora X. La situación real fue que el niño había disfrutado mucho su estadía en la casa de la señora X, donde conoció una estabilidad y una abundancia que no existían en su hogar. Además, la señora X es un tipo de persona más normal que la madre del niño, feliz y nada nerviosa. Por otra parte, al niño lo impresionó mi confiabilidad (mi trabajo consiste en ser confiable), que comparó abiertamente con los hábitos erráticos de su padre. La escuela a la que lo habían enviado también era buena, y estaba muy contento por el tiempo que había pasado ahí. Además, la firmeza de la señora X para con él era novedosa y le vino bien. Le había dado unas monedas para el ómnibus, y cuando él se las gastó en golosinas le dijo que entonces tendría que ir caminando, lo cual era justo, ya que recibía golosinas y monedas de muchas otras fuentes. Cuando el niño se reencontró con la madre, se sentía pésimamente por todo esto. El hecho de que hubiese disfrutado de ese ambiente extraño a su hogar implicaba formular una seria crítica a este último. Tal vez no se sintiera culpable de forma consciente, pero fue un profundo sentimiento de culpa el que lo llevó a contarle a la madre que lo habían tratado mal. En un comienzo no tuvo el propósito de enfrentar a su madre con la señora X, pero supongo que cuando se dio cuenta de que lo había hecho y de que su madre le creía todo cuanto le había relatado, pensó que no podía echarse atrás sin sacrificar la lógica, y agregó nuevos pormenores. ¡Con cuánta frecuencia el deseo de un niño de ocultarle a su madre que encontró la dicha fuera del hogar da por resultado un equívoco! Lo que el niño quería decirle era. muy complicado, demasiado para un chico de ocho años. Era más o menos esto: «Yo te quiero, a pesar de que en muchas de las formas en que puede expresarse el amor, la escuela lo hizo mejor que tú; además, mi amor a la escuela no fue tan intenso, ni estuvo ligado a experiencias infantiles, como lo es y será siempre mi amor por ti, así que hubo menos amenazas de codicia, se generó un odio menos intenso, menos ingobernable, más fácilmente transformado en modos de expresión aceptables; hubo menos conflictos, y yo me sentí más contento que en casa». Mi niño de ocho años quería decir todo esto, pero como no pudo, resolvió inventar el cuento sobre la frustración que padeció porque no le dieron las monedas. El médico en este caso era yo. Mi tarea consistía en permitir a la madre que se quejara como quisiese durante unas semanas, y luego mostrarle la falta de realidad de todo eso; a la vez, tenía que lograr que la señora X pudiese reírse del asunto, para que no se sintiera herida si acaso recibía una carta mortificante de la madre. Por fortuna, como en este caso el chico estaba en análisis, tuve la oportunidad de hacer algo más que señalarle su mentira. No necesité hacer esto último en absoluto. En el curso del análisis, las complicadas motivaciones que describí se le harán claras, y a medida que él se sienta menos culpable (inconscientemente) por criticar a la madre, al padre y el hogar, y más capaz de criticarlos basándose en hechos externamente reales, la necesidad de esta clase de mentiras cesará sin un tratamiento directo. Más adelante me explayaré en las complicaciones que generan las fantasías persecutorias, pero por el momento quiero llamar la atención de ustedes sobre el tema de los propósitos que se persiguen. ¿Cuáles son nuestros propósitos como médicos y maestros, y como indagadores de la verdad, en una conferencia como ésta? En verdad, la decisión en cuanto a los propósitos y las motivaciones se toma dentro de cada uno, y depende de las tensiones y las tiranteces profundas de nuestra naturaleza, pero si momentáneamente se me permite fingir que tenemos un poco de control consciente sobre nuestra actitud hacia las cosas y la dirección de nuestros intereses, dedicaré a este tema alguna reflexión. Yendo directo al grano: ¿vamos a tratar de inculpar a la madre? Me dan tanto trabajo los maestros, los asistentes sociales y los médicos claramente resueltos a «echarle la culpa a la madre», que me veo llevado a hacerles esta pregunta. Si ése es nuestro propósito, tendremos amplia oportunidad para divertirnos. Cualquiera de ustedes podrá levantarse y dar ejemplos de estupidez de los padres, dobles mensajes e inexcusable ignorancia. Yo mismo podría hacerlo. Sin embargo, señalaré que, como base para la discusión, «inculpar a la madre» es tierra estéril para el sembrador. Dicho sea de paso, los maestros y los médicos pueden ser tan estúpidos e ignorantes como cualquiera cuando son padres. La verdad es que están involucrados los sentimientos, y por ende los conflictos, más fuertes de los padres, puesto que éstos son y han sido los padres. Los maestros y los médicos parten con la ventaja de que nunca tuvieron hacia el niño los intensos sentimientos que tuvieron los padres, y sus conflictos inconscientes en relación con el niño son consiguientemente menos fuertes y perturbadores. Sólo el amor más intenso puede alimentar el odio y las sospechas más feroces, y sólo quienes experimentan los más fuertes sentimientos conocen qué hondo calan en la naturaleza humana los sentimientos de culpa, la depresión y las sospechas. De hecho, una de las principales funciones de un maestro es ponerse in loco parentis, o sea sin el lazo emocional de máxima intensidad que el progenitor y el niño reales sienten uno por el otro. Pues ese lazo entre padres e hijo está ahí, ya sea que se manifieste como amor, como odio o como ambas formas, o como indiferencia, y es la fuente de las tensiones emocionales que deforman e inhiben la educación. El maestro comprensivo, quien pronta e intuitivamente advierte que las actitudes molestas de los padres hacia su hijo son el concomitante ineludible de los lazos emocionales históricos que tienen con él, está en mejores condiciones de afrontar las situaciones de emergencia, que aquel que simplemente cree que los padres forman una categoría aparte en cuanto a su poder de exhibir las más bajas características humanas. Si un maestro no sabe imputarle más que malas motivaciones a la madre, ésta lo siente en la médula de sus huesos. Puede haber odios despertados en lo profundo de la madre en conexión con el amor a su hijo, y celos frente a cualquiera que se encargue de cuidarlo, y tal vez la principal preocupación de la madre sea que el odio así activado no dañe al niño, cuyo amor por él lo provocó. El maestro o la maestra deben presuponer que de tanto en tanto un poco de ese odio flotante se dirija a él o ella, y tendrá que ser capaz de soportarlo. No es lindo que a uno lo odien, pero tanto los médicos como los maestros deben tolerarlo. Los maestros que gozan de popularidad sólo lo hacen porque algún otro está cargando con el odio, y por lo común los demás los menosprecian, por razones bastante claras. Siempre me ha parecido que un director de escuela que goce de popularidad es una contradicción en los términos. Si él o ella son populares, supongo que todos los demás maestros deben soportar el odio en bloque… ¡porque el odio flotante está en alguna parte, sin lugar a dudas! Suele ocurrir que los padres piensen que cualquier sentimiento crítico u hostil que tengan puede ser ilógico o subjetivo, el resultado de sus conflictos íntimos, y como consecuencia de ello dejan sin reservas a sus hijos en manos de alguna autoridad escolar, presumiendo que

LOS MAESTROS SON PERFECTOS.

Esta presunción no se justifica. Los padres que no intervienen porque suponen que todo anda bien no son los padres ideales, aunque desde el punto de vista de la autoridad escolar posean cualidades convenientes. Quisiera introducir aquí al médico como la persona capaz de hablar con el padre o la madre, y con el maestro, y que gracias a su comprensión de la naturaleza humana logra que se entiendan entre sí. Por desgracia, esta observación no responde a la realidad. Los médicos (dejando de lado a los especialistas) tienen como regla una buena comprensión intuitiva, que se manifiesta en su trato concreto con los individuos. A menudo se llevan bien con sus pacientes, niños o padres. Pero una cosa es llevarse bien con un paciente, y otra, ser capaz de asesorar a los padres o aclarar un problema entre éstos y el maestro. La razón radica, como en tantas cosas, en el método empleado por el médico. Fácilmente se sitúa en el lugar del paciente. Si se lleva bien con el niño es porque, en ese momento, comparte los intereses de éste, pero sobre todo porque comparte sus antagonismos, y así permite que las fantasías persecutorias del niño tengan visos de realidad. Así como un paciente con francos delirios de persecución puede quedar contento si el médico del manicomio paga un tributo diario a su sistema delirante y simula creerlo, así también es fácil comprar la amistad de un niño si uno le hace el juego a sus fantasías persecutorias. Tal vez baste con convertirse en el ogro o, recordando sus días de escolar, concordar con el niño en que el profesor de ciencia es un prepotente; o tal vez uno decida hacerse cómplice de una conspiración de enfermedad dirigiéndole una nota al director en la que rece: «Recomiendo que no se le exija ejercitación hasta el final del semestre», «No es aconsejable encargar deberes hogareños en este caso», «Deben evitarse los castigos corporales, ya que Tom tiene una tendencia a la debilidad cardíaca» (no importa qué signifique esto último). La enfermedad infecciosa se amolda, desde el punto de vista psicológico, al sistema persecutorio delirante como una persecución llevada a cabo por los gérmenes que es verificada en la realidad. Habrán notado la mejoría que muestran ciertos tipos de niños difíciles cuando tienen sarampión o paperas o luego de la extirpación quirúrgica de su maldad interna, como la apendisectomía. Asimismo, el médico se sitúa en el lugar del progenitor inquieto. Advierte lo espantoso que sería tener un hijo tan problemático, o un maestro tan poco comprensivo para su hijo, y apoya los lamentos del progenitor naturalmente, permitiéndole superar la tensión que le impone este vislumbre de las fantasías delirantes persecutorias. Como apreciarán, esta ayuda muy real dista mucho de ser una verdadera comprensión, en el sentido intelectual. En rigor, se basa en el factor común de las fantasías persecutorias inconscientes de distintos seres humanos. La frontera de la enfermedad psicofísica está dada por el propio mecanismo de seguridad de la naturaleza, y gracias a Dios siempre hay médicos dispuestos a entregarse en manos de la naturaleza y a firmar un certificado para que el niño falte a la escuela a raíz de vagas dolencias sin rótulo, un dolor de cabeza o en la cadera. Con frecuencia, el progenitor le hace un guiño al médico con su visto bueno, dándole a entender que un día sin escuela no le hará al niño ningún daño, y entonces el médico, luego del debido despliegue de su estetoscopio, pronuncia su veredicto. El maestro está al tanto de todo esto pero se alegra de verse aliviado de la responsabilidad del día siguiente, que estaba destinado a provocar un choque entre la autoridad escolar y el niño. El ataque de hígado es a menudo el signo externo de una oleada interna de sentimientos de culpa de intensidad insoportable. El término popular moderno es «acidosis», pero el único ácido cuya presencia puede demostrarse son las mordeduras y otros fenómenos de odio correspondientes a la fantasía inconsciente (la realidad interna) que el niño odia poseer. El niño es inconsciente del contenido de la fantasía, pero se siente indeciblemente culpable o angustiado, como si todo lo que llevara adentro fuera irremediablemente malo, y no obtiene alivio hasta vomitar o hasta lograr «una buena expulsión». En ese estado, el niño puede tratar realmente de vaciarse. Conozco a una niña cuya infancia estuvo dominada por sentimientos de culpa y (más conscientemente) por el temor a vomitar; cuando tenía entre seis y diez años se pasaba horas sentada en el inodoro tratando de sacar de sí hasta la menor partícula de sus heces. Todo lo que tenía adentro era malo. Sus movimientos de vientre, que podrían ser expulsados, representaban su profunda e intangible fantasía inconsciente o su realidad interna, la cual era mucho menos fácil de eliminar. Más adelante, en el curso de su análisis, hizo el correspondiente intento de eliminar lo psíquicamente malo, los efectos del odio en la fantasía inconsciente, y luego el odio mismo, de modo tal que sólo le quedara la capacidad de amar. A la larga llegó a tenerle menos miedo a su odio y pudo usarlo como fuente de energía para el trabajo y el juego. Si se le hubiera podido ofrecer el análisis en el momento de los temores de su niñez temprana, se le habrían ahorrado treinta años de preocupaciones obsesivas. Vemos, pues, que si bien puede confiarse en los médicos hasta cierto punto para que brinden a sus pacientes una ayuda temporaria (doy por sentado que los ayudan en cuanto a su enfermedad física), no son mejores que cualquiera otra clase de individuos en lo tocante a brindar comprensión de las fuerzas inconscientes operantes que determinan la conducta. Para los médicos es tan difícil como para cualquiera creer en la fantasía inconsciente y aceptar cosas tales como un sentimiento inconsciente de culpa, que cumple un papel tan destacado en la vida de la mayoría de los niños, así como de sus padres y maestros. Ni siquiera tengo la esperanza de que llegue el día en que los médicos puedan servir a la humanidad de esta nueva manera. Por supuesto, habrá un número cada vez mayor de médicos y maestros (y padres, debo añadir) que, gracias a haber tenido una experiencia directa de psicoanálisis y a su formación en una escuela psicoanalítica bastante exigente, estarán en condiciones de tratar de solucionar los problemas individuales y aun de dar consejos. Pero no es dable esperar más. Mi opinión es que la tendencia actualmente vigente no ha de dar buenos frutos. Es corriente que los médicos, los maestros y los padres «sepan un poco de psicoanálisis». Esta tendencia no puede ser positiva, porque se aproximan a la psicología de lo inconsciente debido al temor a su propio inconsciente, o, si prefieren, por falta de confianza en su capacidad intuitiva, y si este temor lo lleva a uno a la psicología pero no al análisis del origen del temor, el resultado será una solución de compromiso entre la comprensión y la ceguera. Quizás algo se haya llegado a ver, pero con el fin de que otra cosa permanezca oculta. El maestro en condiciones de tratar con el progenitor que ha leído acerca de lo inconsciente no es el que también ha leído algún libro sobre el tema, sino más bien el que posee una comprensión intuitiva profunda de la naturaleza humana, experiencia con las relaciones internas y externas, capacidad de ser feliz y de disfrutar de la vida sin negar su seriedad y sus dificultades. Un maestro así puede haber resuelto profundizar su comprensión y desarrollar mejor sus talentos naturales sometiéndose a un análisis; eso lo sé, lo comprendo y creo en ello. En lo que no puedo creer es que el aumento de la comprensión será el resultado de adquirir una jerga psicológica o incluso del estudio serio de la bibliografía psicoanalítica, que es mayoritariamente técnica y sólo pueden aplicarla de forma adecuada quienes están dedicados efectivamente a la práctica psicoanalítica. Se necesita mucha comprensión natural y paciencia para entender lo que una madre realmente quiere decirnos cuando nos habla de su niño en términos de complejos e inhibiciones. Pero no debe olvidarse que por lo común la madre posee -y es la única que lo posee- un conocimiento valioso sobre la evolución del niño desde su nacimiento, lo que posibilita comprender al niño en el presente (más allá de que se lo analice o no). Como médico, en reiteradas oportunidades me topé con niños cuyas enfermedades o síntomas fueron totalmente mal diagnosticados debido a que el médico menospreció a la madre considerándola un testigo ineficiente. Es cierto que la madre añade a su volubilidad ansiosa o culpógena toda una serie de términos mal digeridos, pero esa misma madre es en definitiva la que conoce y puede darnos los detalles de la infancia y primeros año de la criatura en su secuencia apropiada, y en una forma que a la postre vuelve al diagnóstico claro como la luz del día. «El niño estaba bien hasta que lo desteté; desde entonces perdió el apetito, y tardó mucho en alimentarse solo y en masticar»: esto nos dice muchísimo. «El niño era normal hasta los tres años, cuando se convirtió en un chico malhumorado, con terrores nocturnos y ciertas fobias… Sí, fue justamente cuando yo estaba panzona con mi próximo hijo.» «El niño estuvo feliz hasta los dos año  y medio, cuando el nuevo bebé tuvo una grave enfermedad y murió. Desde entonces ha sido un chico muy serio, y no disfruta de la comida como los otros chicos.» Todos estos pormenores son inestimables. Tal vez el dilema sea enviar al niño a la escuela y a que juegue y disfrute de la vida, o tenerlo en cama durante seis meses porque podría sufrir una cardiopatía reumática. Con frecuencia, el examen físico del niño no resuelve el problema, pero una buena historia clínica, bien seleccionada a partir de lo que dice la madre, es capaz de establecer el diagnóstico y decidir el destino de la criatura.

Continúa en ¨El maestro, los padres y el médico (1936)¨, parte II