Errores

Errores

Los errores de la memoria se distinguen del olvido con recordar fallido por un solo rasgo: en
aquellos, el error (el recordar fallido) no es discernido como tal, sino que recibe creencia. Ahora
bien, el uso del término «error» parece depender además de otra condición. Hablamos de
«errar», y no de «recordar falsamente», toda vez que en el material psíquico por reproducir se
debe destacar el carácter de la realidad objetiva; por tanto, toda vez que se deba recordar algo
diverso de un hecho de nuestra propia vida psíquica, y más bien algo que puede ser
corroborado o refutado mediante el recuerdo de los demás. En este sentido, lo opuesto al error
de memoria es la ignorancia.
En mi libro La interpretación de los sueños incurrí en una serie de falseamientos del
material histórico y, en general, fáctico, en los que reparé con asombro tras su publicación. Examinados con detenimiento, hallé que no nacieron de mi ignorancia, sino que se
remontabarl a errores de la memoria que el análisis podía esclarecer.
1. En la pág. 266 (de la primera edición) designo como el lugar de nacimiento de Schiller a
la ciudad de Marburgo, nombre que se repite en la Estiria. Este error se
encuentra en el análisis de un sueño que tuve durante un viaje nocturno, del cual fui despertado
por el guarda que anunciaba el nombre de la estación Marburgo. En el contenido del sueño se
pregunta por un libro de Schiller. Ahora bien, Schiller no nació en la ciudad universitaria de
Marburgo, sino en la suaba de Marbach. Y sostengo, además, que siempre he sabido esto
último.
2. En la página 135, el padre de Aníbal es llamado Asdrúbal. Este error me resultó
particularmente enojoso, pero al mismo tiempo fue el que más me fortaleció en mi concepción
de tales errores. Acerca de la historia de los Barca, es posible que pocos entre los lectores del
libro estén,mcjor enterados que el autor que puso ese error por escrito y lo vio equivocadamente
en tres revisiones de pruebas. El padre de Aníbal se llamaba Amilcar Barca … Asdrúbal era el
nombre del hermano de Aníbal, y también el de su cuñado y predecesor en el mando.
3. En las páginas 177 y 370, afirmé que Zeus había castrado a su padre Cronos y lo había
destronado. Pero erróneamente atrasé esa crueldad en una generación: la mitología griega la
hace perpetrar por Cronos y la víctima es su padre Uranos.
Ahora bien, ¿cómo se explica que mi memoria me fuera infiel en estos puntos, al par que,
según puede comprobarlo el lector del libro, me brindaba el material más remoto e inusual? ¿Y,
por afiadidura, que en tres correcciones de pruebas, que realicé con cuidado, estos errores se
me pasaran como si estuviera ciego?
Goethe ha dicho sobre Lichtenberg: «Donde él hace una broma es que hay un problema
oculto». Algo parecido se puede afirmar sobre los pasajes de mi libro aquí citados: donde
aparece un error es que hay una represión {suplantación} oculta. Mejor dicho: hay una
insinceridad, una desfiguración, que en definitiva se apoya sobre algo reprimido. En el análisis
de los sueños que en aquella obra comunico me vi obligado, por la naturaleza misma de los
temas a que los pensamientos oníricos se referían, a interrumpir el análisis en algún punto
antes de redondearlo, por un lado, y por el otro a limar las asperezas de algún detalle indiscreto mediante una leve desfiguración. No podía proceder de otro modo, y tampoco tenía otra opción
si en efecto quería presentar ejemplos y pruebas testimoniales; el aprieto en que me encontraba
derivaba necesariamente de una propiedad de los sueños, a saber, que expresan lo reprimído, o
sea, lo insusceptible de conciencia. Y a pesar de mi proceder, quedaría bastante para
escandalizar a las almas más sensibles. El desfigurar o silenciar unos pensamientos cuya
continuación me era consabida no era posible sin que quedaran rastros. A menudo, lo que yo
quería sofocar consiguió entrar, contra mí voluntad, en lo que había aceptado, y en esto salió a
la luz como un error inadvertido por mí. Por lo demás, un mismo tema está en el fondo de los
tres ejemplos que he destacado: los errores son retoños de unos pensamientos reprimídos que
se ocupaban de mi padre muerto.
1. Quien lea todo el sueño analizado en la página 266 sabrá, en parte porque está dicho sin
disimulo y en parte porque podrá colegirlo basándose en otros indicios, que yo corté el hilo de
unos pensamientos que habrían contenido una crítica inamistosa a mi padre. Ahora bien, en la
continuación de este itinerario de pensamientos y de recuerdos hay una historia enojosa, en la
que desempeñan cierto papel unos libros y un amigo de negocios de mi padre, que lleva el
apellido Marburgo, el mismo nombre cuya exclamación me despertó en la estación homónima
del ferrocarril del Sur. A este señor Marburgo quería yo escamotearlo a mí mismo y a los
lectores en el análisis; se vengó entremetiéndose donde no le correspondía, y alteró, de
Marbach en Marburgo, el nombre del lugar de nacimiento de Schiller.
2. El error de Asdrúbal por Amílcar, el nombre del hermano en remplazo del nombre del padre,
se produjo justamente en un contexto referido a fantasías sobre Aníbal de mis tiempos de
estudiante secundario y a mi descontento por el comportamiento de mi padre hacia los
«enemigos de nuestro pueblo». Habría podido continuar y narrar cómo mí relación con mi
padre fue alterada por una visita que hice a Inglaterra, donde conocí a mi hermanastro -hijo de
un matrimonio anterior de mi padre-, que allí vive. El hijo mayor de mí hermano tiene mi misma
edad; por tanto, las relaciones de edad no ponían ningún impedimento a las fantasías sobre lo
diversas que habrían sido las cosas si yo hubiera venido al mundo, no como hijo de mi padre,
sino de mi hermano. Y bien; -estas fantasías sofocadas falsearon el texto de mí libro en el punto
donde interrumpí el análisis, constriñéndome a poner el nombre del hermano por el del padre.
3. Al influjo del recuerdo de este mismo hermano atribuyo el haber adelantado una generación la
crueldad mitológica de los dioses griegos. Entre las advertencias de mi hermano, durante largo
tiempo guardé memoria de una. Me dijo: «Para la conducción de tu vida, no olvides que no
perteneces en verdad a la segunda generación respecto de la de tu padre, sino a la tercera».
Nuestro padre se había vuelto a casar en años posteriores, y era por eso mucho más viejo que
sus hijos de segundas nupcias. Yo cometo el referido error en el libro justamente ahí donde trato
de la piedad entre padres e hijos.
Asimismo, sucedió algunas veces que amigos y pacíentes sobre cuyos sueños informé, o a los
que aludí en los análisis de sueños, me hicieran notar que yo narraba inexactamente las
circunstancias de los episodios vívidos en común. Y también en estos casos se trataba de
errores históricos. Tras la rectificación, reexaminé cada uno dé los casos y de igual manera me
convencí de que mi recuerdo sobre cuestiones de hecho sólo era infiel cuando yo adrede había
desfigurado o disimulado algo en el análisis. De nuevo, había aquí un error inadvertido como
sustituto de una reticencia o represión {suplantación} deliberada.
De estos errores, que brotan de la represión, se diferencian claramente otros que se deben a
una efectiva ignorancia. Así, fue por ignorancia que en una excursión a Wachau creí haber
llegado a la morada del revolucionario Fischhof. Las dos localidades sólo tienen en común el
nombre; el Emmersdorf de Fischhof está en Caríntía. Pero yo no lo sabía.
4. He aquí otro error bochornoso e instructivo, un ejemplo de ignorancia
temporaria, si es lícito decirlo así.
Cierto día un paciente me recordó que le prestase los dos libros prometidos sobre Venecia, con
los que quería informarse para su viaje de Pascuas. «Ya los tengo preparados», le dije, y me
dírigí, para buscarlos, a la sala donde está mi biblioteca. En verdad había olvidado sacarlos,
pues no estaba muy de acuerdo con el viaje de mi paciente, en el que veía una innecesaria
perturbación del tratamiento y un perjuicio material para el médico. Eché entonces un rápido
vistazo por la biblioteca en procura de los dos libros que tenía en mente. «»Venecia, ciudad del
arte»», leí; «aquí está uno; pero además debo tener una obra histórica en una colección
parecida. justo, este es: «Los Médici»». Lo tomo y se lo llevo al que espera, para luego tener que
confesar, abochornado, el error. Es que yo sé bien, en realidad, que los Médíci nada tienen que
ver con Venecia; por un momento, sin embargo, eso no me pareció incorrecto. Ahora tengo que
poner en práctica la equidad; si tan a menudo he enfrentado al paciente con sus propias
acciones sintomáticas, sólo puedo salvar mí autoridad ante él mostrándole con toda sinceridad
los motivos, que yo le había mantenido en secreto, de mi aversión a su viaje.
Puede uno pasmarse de que el esfuerzo de los seres humanos por decir la verdad sea mucho
más fuerte de lo que se suele estimar. Además, quizá sea consecuencia de mí práctica del
psicoanálisis que apenas pueda mentíy ya. Tan pronto como intento una desfiguración, cometo
un error u otra operación fallida por la que se denuncia mi insinceridad, como en este ejemplo y
en los anteriores.
El mecanismo del error parece el más laxo entre todas las operaciones fallidas; vale decir: la
ocurrencia del error indica en todos los casos que la actividad anímica en cuestión tuvo que
luchar con algún influjo perturbador, pero ello sin que la cualidad misma del error esté
determinada por la cualidad de la idea perturbadora que permaneció en la sombra. Sin
embargo, en este punto agregamos, con posteriorídad, que en muchos casos simples de desliz
en el habla y en la escritura cabe suponer igual situación. Siempre que cometemos un desliz en
el habla o en la escritura tenemos derecho a inferir una perturbación debida a procesos
anímicos situados fuera de la intención; pero es preciso admitir que a menudo aquellos
obedecen a las leyes de la semejanza, la comodidad o la inclinación a apurarse, sin que lo
perturbador haya conseguido instalar un fragmento de su propio carácter en la equivocación
resultante a raíz de aquel desliz.
Es sólo la solicitación del material lingüístico la que posibilita el determinismo de la
equivocación y le marca también sus límites.
Para no citar exclusivamente errores que yo mismo he cometido, comunicaré algunos ejemplos
más, que, en verdad, de igual modo habrían podido incluirse en el trastrabarse y el trastrocar las
cosas confundido -aunque esto no tiene mayor importancia, dado que todas estas modalidades
de operación fallída son equivalentes-.
5. Prohíbo a un paciente llamar por teléfono a la amante con quien él mismo querría romper,
pues cada plática le enciende una nueva lucha por desacostumbrarse a esa mujer. Le impongo
comunicarle su última decisión por escrito, aunque tiene dificultades para dirigírle cartas. Ahora
bien, me visita alrededor de la una de la tarde para decírme que ha encontrado un camino que
permitiría salvar estas dificultades, y entre otras cosas me pregunta si puede invocar mí
autoridad médica. Hacia las dos de la tarde ya se ocupa de redactar la carta de ruptura, pero de
pronto se interrumpe y dice a su madre, que estaba presente: «¡Oh!, he olvidado preguntar al
profesor si puedo mencionar su -nombre en la carta»; se precipíta al teléfono, pide la
comunicación y lanza por el tubo la pregunta: «Por favor, ¿puedo hablar con el profesor si ya ha
terminado de almorzar?». Como respuesta escucha un asombrado «Adolf ¿te has vuelto
loco?», y venía de la misma voz que por mi mandato no habría debido volver a oír. Meramente
había «errado», y en lugar del número del médico indicó el de la amada.
6. Una joven dama debe hacer una visita a una amiga recién casada, en la
Habsburgergasse {calle Habsburgo}. Habla de ello en la mesa familiar, pero erróneamente dice
que tiene que ir a la Babenbergergasse {calle Babenberg}. Algunos de los presentes le hacen
notar, riendo, su error -o su trastrabarse, si se prefiere-, no notado por ella. Es que dos días
antes se había proclamado en Viena la República; el negro y amarillo habían desaparecido
dejando sitio a los colores de la vieja Ostmark (rojo-blanco-rojo), y los Habsburgo fueron
depuestos; la hablante incorporó esta sustitución a la dirección de su amiga. Por otra parte, es
cierto que existe en Viena una muy conocida Babenbergerstrasse, pero ningún vienés la
llamaría «gasse».
7. En una localidad veraniega, el maestro de escuela, un joven pobrísimo pero
gallardo, tanto perseveró en cortejar a la hija del propietario de una casaquinta, oriundo de la
gran ciudad, que la muchacha se enamoró apasionadamente de él y movió a su familia a
consentir el casamiento, no obstante las diferencias existentes de estamento y de raza. Un
buen día, el maestro le escribe a su hermano una carta donde le dice: «Linda no es la mocita,
pero es amable, y hasta ahí todo iría bien. Pero en cuanto a si podré decidirme a tomar por
esposa a una judía, aún no te lo puedo decir». Esta carta cayó en poder de la novia y allí terminó
el noviazgo, mientras que al mismo tiempo el hermano no pasó de asombrarse con los
juramentos de amor que le habían sido dirigidos. Mi informante me aseguró que fue un error y
no una astuta escenificación. He tenido conocimiento de otro caso en que una dama,
descontenta con su viejo médico pero sin querer romper abiertamente con él, consiguió este fin
por medio de una confusión de cartas; y al menos en este caso puedo aseverar que fue el
error,.y no la astucia conciente, el que se valió de este socorrido motivo de comedia.
8. Brill nos cuenta que una dama le preguntó cómo estaba una conocida de
ambos, pero al hacerlo la mencionó erróneamente por su nombre de soltera. Advertida de ello,
tuvo que confesar que el marido de esa dama no le gustaba y que le había descontentado
mucho su casamiento.
9. Un caso de error que también se puede describir como «trastrabarse»: Un
joven padre se dirige a la oficina de registro de las personas para inscribir a su segunda hija.
Preguntado por el nombre que llevará, responde: «Hanna», y debió oír entonces al funcionario
decirle: «¡Pero si ya tiene usted una niña de ese nombre!». Inferiremos que esta segunda hija
no ha sido tan bien recibida como en su momento lo fue la primera.
Agrego algunas otras observaciones de confusión entre nombres, que, desde luego, con igual
derecho habrían podído incluirse en otros capítulos de este libro.
10. Una dama es madre de tres hijas; dos de ellas hace tiempo que están
casadas, mientras que la más joven aguarda todavía su destino. Una dama amiga hizo en las
dos bodas el mismo obsequio, una preciosa vajilla de plata para té. Y cada vez que se habla de
este juego, la madre nombra erróneamente a la tercera hija como la poseedora. Este error
declara, es evidente, el deseo de la madre de ver casada también a su última hija. Presupone
que recibiría el mismo regalo de bodas.
Con igual facilidad se interpretan los frecuentes casos en que una madre confunde los nombres
de sus hijas, hijos o yernos.
11. Tomo un lindo ejemplo de tenaz permutación entre nombres, fácilmente explicable, de una
observación que el señor J. G. hizo de sí mismo durante su estadía en un sanatorio:
«En la table d’hôte (del sanatorio) empleo un giro muy amable con mi vecina de mesa, en el
curso de una plática que me resulta poco interesante y que se desarrolla en un tono
enteramente convencional. Esta señorita, algo entrada en años, no pudo dejar de señalarme
que no estilo ser con ella tan amable y galant(p, réplica que contenía cierto reproche y, además,
un claro alfilerazo a una señorita conocida de ambos, a quien suelo prestar mayor atención.
Desde luego, yo comprendo al instante. Y en esa misma plática, mi vecina tiene que hacerme
notar repetidas veces -lo cual me resulta enormemente penoso- que la he llamado por el
nombre de aquella señorita en quien, no sin razón, veía a su competidora más afortunada».
12. Referiré como «error» también un episodio de serio trasfondo que me fue
contado por un testigo presencíal. Cierta dama ha pasado la tarde en el campo con su marido y
en compañía de dos extraños. Uno de estos últimos es su amigo íntimo, de lo cual los otros
nada saben ni deben saber. Los amigos acompañan a la pareja hasta la puerta de su casa.
Mientras se aguarda que abran la puerta, es la despedida. La dama hace una inclinación al
extraño, le ofrece la mano y le dirige algunas palabras de cumplido. Luego se toma del brazo de
su amado secreto, se vuelve hacia su marido y hace ademán de despedirse de igual manera. El marido acepta la situación, se quita el sombrero y dice con extremada cortesía: «Beso su
mano, estímada señora». La mujer, espantada, suelta el brazo del amante, y antes que
aparezca el conserje aún tiene tiempo de suspirar: «¡Ah! Que le pase a una semejante cosa …
». El hombre era uno de esos maridos que quieren desterrar del reino de lo posible una
infidelidad de su mujer. Había jurado repetidas veces que en un caso así más de una vida
peligraría. Por eso, los más poderosos estorbos interiores le impedían notar el desafío contenido
en aquel yerro.
13. Una equivocación de uno de mis pacientes, muy ilustrativa por repetirse
luego en el sentido contrarío: El joven, en extremo irresoluto, por fin se ha decidido, tras
fatigosas luchas interiores, a dar palabra de casamiento a la muchacha que desde hace tiempo
lo ama, lo mismo que él a ella. Acompaña a su prometida hasta la casa, se despide de ella,
lleno de dicha sube a un tranvía y pide al guarda … dos boletos. Seis meses después ya está
casado, pero no se acomoda bien a su dicha conyugal. Duda de si ha hecho bien en contraer
matrimonio, echa de menos sus viejas amistades, pone a sus suegros toda clase de peros.
Cierta tarde pasa a buscar a su joven esposa por la casa de los padres de ella, suben al tranvía
y pide al guarda un solo boleto.
14. Con un lindo ejemplo, Maeder refiere cómo puede uno satisfacer por
medio de un «error» un deseo malamente sofocado. Cierto colega querría gozar de un día
franco sin que nada lo molestase, pero debe hacer una visita en Lucerna, cosa que no le
regocija; tras larga reflexión, se resuelve a viajar hasta allí a pesar de todo. Para distraerse, lee
los periódicos en el trayecto de Zurich a Arth-Goldau; en esta última estación trasborda de tren,
y prosigue la lectura. En la continuación del viaje el guarda le revela que ha subido a un tren
equivocado, a saber, al que regresa de Goldau a Zurich, cuando había tomado pasaje para
Lucerna.
15. El doctor Victor Tausk, bajo el título «Direccíón de viaje equivocada»,
nos informa sobre un intento análogo, si bien no del todo logrado, de procurar expresión a un
deseo sofocado mediante igual mecanismo de extravío:
«Había llegado desde el frente a Viena, con permiso. Un antiguo paciente se enteró de mi
presencia y me mandó a pedir que lo visitase, pues yacía enfermo en cama. Accedí al ruego y
pasé dos horas en su casa. Al despedirme, el enfermo preguntó cuánto me debía. «Estoy aquí
con permiso y no doy consultas-, le respondí; «considere usted mi visita como un servicio
amistoso». El paciente quedó perplejo, pues sin duda tenía la sensación de que no era justo de
su parte reclamar una prestación profesional corno servicio amistoso gratuito. Pero al fin se dio
por satisfecho con mi respuesta, llevado por la opinión respetuosa -dictada por el placer de
ahorrar dinero- de que yo como psicoanalista seguramente obraría de manera correcta.
Pasados apenas unos instantes, me acudieron reparos sobre la sinceridad de mi nobleza; lleno
de dudas -cuya solución era inequívoca-, subí a un tranvía de la línea X. Tras un viaje breve
debía trasbordar a la línea Y. Mientras aguardaba hacerlo, olvidé el asunto de los honorarios y
me puse a meditar sobre los síntomas patológicos de mi paciente. Entretanto, llegó el coche
que yo esperaba, y subí a él. Pero en la parada siguiente debí descender. Es que por descuido e
inadvertidamente había tomado, en lugar de un coche de la línea Y, uno de la línea X, y viajaba
en la dirección de donde acababa de partir, o sea, de regreso hacia el paciente de quien no
había querido aceptar honorarios.Pero mi inconciente sí quería cobrarlos».
16. Yo mismo logré cierta vez un artificio parecido al del ejemplo 14. Había
prometido a mi severo hermano mayor que ese verano le haría la visita que le debía de mucho
tiempo atrás, en una playa marítima inglesa; y como el tiempo apremiaba, contraje además la
obligación de viajar por el camino más corto y sin hacer estadía en ninguna parte. Le pedí dilatar
la visita por un día, que yo pasaría en Holanda, pero él opinó que podría reservarlo para el
regreso. Viajé entonces desde Munich, vía Colonia, hasta Rotterdam-Hoek, desde donde, a
medianoche, salía el barco para Harwich. En Colonia debía trasbordar; allí abandoné mí tren
para tomar el expreso a Rotterdam, pero no conseguía descubrirlo. Pregunté a diversos
empleados ferroviarios, me enviaron de un andén a otro, me entró una exagerada
desesperación y pronto pude comprobar que durante esa infructuosa busca, como era natural,
había perdido el tren. Luego de que esto me fue confírmado, medité sobre si pernoctaría en
Colonia, en favor de lo cual abogaba entre otras cosas la piedad, pues según una antigua
tradición familiar mis antepasados habían huido antaño de esa ciudad por causa de una
persecución a los judíos.
Pero resolví otra cosa, viajé con un tren posterior a Rotterdam, donde llegué ya
entrada la noche, y así me vi obligado a pasar un día en Holanda. Y esa jornada me trajo el
cumplimiento de un deseo que yo abrigaba de mucho tiempo atrás: ver en La Haya y en el
Museo Real de Arnsterdam los magníficos cuadros de Rembrandt.
Sólo a la mañana siguiente, cuando en el -viaje en ferrocarril por Inglaterra pude recapacitar
sobre mis impresiones, me afloró el indudable recuerdo de que en la estación de Colonia, a
pocos pasos del lugar donde yo había descendido y sobre el mismo andén, había visto un gran
letrero donde se leía «Rotterdam-Hoek van Holland». Ahí aguardaba el tren en el cual yo habría
debido seguir viaje. Debería considerarse una inconcebible «ceguera» que, a pesar de esa
buena indicación, yo me apresurara a salir de allí y me pusiera a buscar el tren en otra parte, si
no se quisiera admitir que era justamente mi designio, contrario a lo decretado por mi hermano,
admirar los cuadros de Rembrandt ya en el viaje de ¡da. Todo lo demás -mi bien escenificado
desconcierto, el afloramiento del propósito piadoso de pernoctar en Colonia- no fue sino una
teatralización para esconderme a mí mismo ese designio hasta que se cumpliera en forma
acabada.
17. Stärcke refiere sobre sí una escenificación semejante, producida
mediante «desmernoria», destinada a cumplir un deseo al que uno supuestamente ha
renunciado.
«En una aldea tenía yo que pronunciar una conferencia ilustrada con diapositivas. Pero la habían
pospuesto por una semana. Yo había respondido la carta donde se me comunicaba esa
dilación, y tomado nota de ella en mi agenda. Me habría gustado salir para esa aldea enseguida
después de almorzar; así tendría tiempo para visitar a un escritor de mi conocimiento que allí
residía. Lamenté no disponer de la siesta ese día. De mala gana desistí de visitarlo.
»Llegada la tarde de la conferencia, me encaminé con la mayor prisa hacia la estación, llevando
una valija repleta de diapositívas. Tuve que tomar un taxímetro para alcanzar el tren (a menudo
me sucede dilatar tanto mi partida que me veo obligado a tomar un taxi para subir a tiempo al
tren). Ya en el lugar, me asombró un poco que no me esperara nadie en la estación (como es
costumbre en las pequeñas localidades cuando llega un conferencista). De pronto recordé que
habían pospuesto la conferencia por una semana, y que acababa de hacer un viaje inútil, en la
fecha que originariamente se había fijado. Tras maldecir de todo corazón mi desmemoria,
reflexioné sobre si debía regresar a casa con el próximo tren. Pensándolo mejor, consideré que
tenía una buena oportunidad para hacer aquella deseada visita, cosa que puse en obra. Sólo
cuando ya estaba de regreso se me ocurrió que mi deseo incumplido de disporibr del tiempo
suficiente para esa visita había preparado primorosamente el complot. El llevar a cuestas la
pesada valija llena de diapositivas y la prisa para alcanzar el tren sirvieron de notables artificios
para ocultar mejor aún el propósito inconciente».
Uno puede inclinarse a considerar poco numerosa o no muy significativa la clase de
errores que aquí esclarezco. Pero dejo señalado, como problema para meditar, que quizás
haya razones para extender los mismos puntos de vista a la apreciación de los errores de juicio,
incomparablemente más importantes, que los seres humanos cometen en la vida y en la
ciencia. Sólo a los espíritus más selectos y ecuánimes parece serles posible preservar la
realidad exterior percibida de la deformación que ella suele experimentar al refractarse en la
individualidad psíquica de quien percibe.