Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas, segunda conferencia, historia de Edipo (primera parte)

Segunda

Hoy me gustaría hablar de la historia de Edipo, asunto que hace un año dejó de
estar de moda. A partir de Freud la historia de Edipo se consideraba como la
narración de la fábula más antigua de nuestro deseo y nuestro inconsciente.
Sin
embargo, a partir del libro de Deleuze y Guattari, Anti-Edipo, publicado el año
pasado, la referencia a Edipo desempeña un papel enteramente diferente.
Deleuze y Guattari intentaron mostrar que el triángulo edípico padre-madre-hijo,
no revela una verdad atemporal y tampoco una verdad profundamente histórica
de nuestro deseo. Intentaron poner de relieve que ese famoso triángulo edípico
constituye para los analistas que lo manipulan en el interior de la cura, una cierta
manera de contar el deseo, de garantizar que el deseo no termine invistiéndose,
difundiéndose en el mundo que nos circunda, el mundo histórico; que el deseo
permanezca en el seno de la familia y se desenvuelva como un pequeño drama
casi burgués entre el padre, la madre y el hijo.
Edipo no sería pues, una verdad de naturaleza sino un instrumento de limitación
y coacción que los psicoanalistas, a partir de Freud, utilizan para contar el deseo
y hacerlo entrar en una estructura familiar que nuestra sociedad definió en
determinado momento. En otras palabras, Edipo, según Deleuze y Guattari, no
es el contenido secreto de nuestro inconsciente, sino la forma de coacción que
el psicoanálisis intenta imponer en la cura a nuestro deseo y a nuestro
inconsciente. Edipo es un instrumento de poder, es una cierta manera de poder
médico y psicoanalítico que se ejerce sobre el deseo y el inconsciente.
Confieso que este problema me atrae y que yo también me siento tentado de
investigar más allá de ésta que pretende ser la historia de Edipo, algo que tiene
que ver ya no con la historia indefinida, siempre recomenzada, de nuestro deseo
y nuestro inconsciente sino más bien con la historia de un poder, un poder
político.
Hago un paréntesis para recordar que todo lo que intento decir, todo lo que
Deleuze demostró con mayor profundidad en su Anti-Edipo, forma parte de un
conjunto de investigaciones que nada dicen, al contrario de lo que se afirma en
los periódicos, acerca de lo que tradicionalmente se llama estructura. Ni
Deleuze, ni Lyotard, ni Guattari, ni yo hacemos nunca análisis de estructura, no
somos en absoluto «estructuralistas». Si se me preguntase qué es lo que hago o
lo que otros hacen mejor que yo, diría que no hacemos una investigación de
estructura. Haría un juego de palabras y respondería que hacemos
investigaciones de dinastía. Diría, jugando con las palabras griegas *L<«μ4H
*L<«FJ,4», que intentamos hacer aparecer aquello que ha permanecido hasta
ahora más escondido, oculto y profundamente investido en la historia de nuestra
cultura: las relaciones de poder. Curiosamente, se conocen mejor las estructuras
económicas de nuestra sociedad, han sido inventariadas y se las destaca mucho
más que las estructuras de poder político. En esta serie de conferencias me
gustaría demostrar de qué manera establecieron y se invistieron profundamente
en nuestra cultura las relaciones políticas dando lugar a una serie de fenómenos
que no pueden ser explicados a no ser que los relacionemos no con las
estructuras económicas, las relaciones económicas de producción sino con las
relaciones políticas que invisten toda la trama de nuestra existencia.
Me propongo demostrar cómo la tragedia de Edipo que puede leerse en
Sófocles -dejaré de lado el problema del fondo mítico ligado a ella- es
representativa y en cierta manera instauradora de un determinado tipo de
relación entre poder y saber, entre poder político y conocimiento, relación de la
que nuestra civilización aún no se ha liberado. Creo que hay realmente un
complejo de Edipo en nuestra civilización. Pero este complejo nada tiene que ver
con nuestro inconsciente y nuestro deseo, y tampoco con las relaciones entre
uno y otro. Si hay algo parecido a un complejo de Edipo, éste no se da al nivel
individual sino al nivel colectivo; no a propósito del deseo y el inconsciente sino a
propósito de poder y saber. Es esta especie de «complejo» lo que me gustaría
analizar.
La tragedia de Edipo es, fundamentalmente, el primer testimonio que tenemos
de las prácticas judiciales griegas.
Como todo el mundo sabe se trata de una
historia en la que unas personas -un soberano, un pueblo- ignorando cierta
verdad, consiguen a través de una serie de técnicas de las que hablaremos más
adelante, descubrir una verdad que cuestiona la propia soberanía del soberano.
La tragedia de Edipo es, por lo tanto, la historia de una investigación de la
verdad: es un procedimiento de investigación de la verdad que obedece
exactamente a las prácticas judiciales griegas de esa época. Por esta razón, el
primer problema que se nos plantea es el de saber en qué consistía la
investigación judicial de la verdad en la Grecia arcaica.
El primer testimonio de la investigación de la verdad en el procedimiento judicial
griego con que contamos se remonta a la Ilíada. Se trata de la historia de la
disputa de Antíloco, y Menelao durante los juegos que se realizaron con ocasión
de la muerte de Patroclo. En aquellos juegos hubo una carrera de carros que,
como de costumbre, se desarrollaba en un circuito con ida y vuelta, pasando por
una baliza que debía rodearse tratando de que los carros pasaran lo más cerca
posible. Los organizadores de los juegos habían colocado en este sitio a alguien
que se hacía responsable de la regularidad de la carrera. Homero llama a este
personaje, sin nombrarlo personalmente, testigo, 4FJ@H, aquel que está allí
para ver. La carrera comienza y los dos primeros competidores que se colocan
al frente a la altura de la curva son Antíloco y Menelao. Se produce una
irregularidad y cuando Antíloco llega primero Menelao eleva una queja y dice al
juez o al jurado que ha de dar el premio que Antíloco ha cometido una
irregularidad. Cuestionamiento, litigio, ¿cómo establecer la verdad?
Curiosamente, en este texto de Homero no se apela a quien observó el hecho, el
famoso testigo que estaba junto a la baliza y que debía atestiguar qué había
ocurrido. Su testimonio no se cita y no se le hace pregunta alguna. Solamente se
plantea la querella entre los adversarios Menelao y Antíloco, de la siguiente
manera: después de la acusación de Menelao -«tú cometiste una irregularidad»-
y de la defensa de Antíloco -«yo no cometí irregularidad»- Menelao lanza un
desafío: «Pon tu mano derecha sobre la cabeza de tu caballo; sujeta con la
mano izquierda tu fusta y jura ante Zeus que no cometiste irregularidad». En ese
instante, Antíloco, frente a este desafío, que es una prueba (épreuve), renuncia
a ella, no jura y reconoce así que cometió irregularidad.
He aquí una manera singular de producir la verdad, de establecer la verdad
jurídica: no se pasa por el testigo sino por una especie de juego, prueba, por una
suerte de desafío lanzado por un adversario al otro. Uno lanza un desafío, el otro
debe aceptar el riesgo o renunciar a él. Si lo hubiese aceptado, si hubiese jurado
realmente, la responsabilidad de lo que sucederla, el descubrimiento final de la
verdad quedaría inmediatamente en manos de los dioses y sería Zeus,
castigando el falso juramento, si fuese el caso, quien manifestaría con su rayo la
verdad.
Esta es la vieja y bastante arcaica práctica de la prueba de la verdad en la que
ésta no se establece judicialmente por medio de una comprobación, un testigo,
una indagación o una inquisición, sino por un juego de prueba. La prueba, una
característica de la sociedad griega arcaica, aparecerá también en la Alta Edad
Media. Es evidente que, cuando Edipo y toda la ciudad de Tebas buscan la
verdad no es éste el modelo que utilizan: entre la disputa de Menelao y Antíloco
y la historia de Edipo pasaron muchos siglos. Sin embargo, resulta interesante
observar que en la tragedia de Sófocles encontramos uno o dos restos de la
práctica de establecer la verdad por medio de la prueba. Primero, en la escena
de Creonte y Edipo, cuando Edipo critica a su cuñado por haber truncado la
respuesta del Oráculo de Delfos, diciendo: «Tú inventaste todo esto
simplemente para quitarme el poder y sustituirme».
Y Creonte responde sin
intentar establecer la verdad valiéndose de testigos: «Bien, juremos. Yo juraré
que no he conspirado contra ti». Esto se dice en presencia de Yocasta, que
acepta el juego y se hace responsable de su regularidad. Creonte responde a
Edipo según la vieja fórmula del litigio entre guerreros. En segundo lugar,
podríamos decir que encontramos en toda la obra este sistema del desafío y la
prueba. Edipo, al enterarse de que la peste que asola a Tebas era la
consecuencia de una maldición de los dioses caída como castigo por la falta y el
asesinato, responde diciendo que se compromete a enviar al exilio al autor del
crimen sin saber, naturalmente, que es él mismo quien lo había cometido.
Queda así implicado por su propio juramento, como ocurría en los litigios entre
guerreros arcaicos en los que los adversarios se incluían mutuamente en los
juramentos de promesa y maldición. Estos restos de la vieja tradición
reaparecen algunas veces a lo largo de la obra. Sin embargo, toda la tragedia de
Edipo está fundada, en verdad, en un mecanismo enteramente diferente. Este
es el mecanismo de establecimiento de la verdad que quiero exponer.
Creo que este mecanismo de la verdad obedece inicialmente a una ley, una
especie de pura forma que podríamos llamar ley de las mitades. El
descubrimiento de la verdad se lleva a cabo en Edipo por mitades que se
ajustan y se acoplan. Edipo manda consultar al dios de Delfos, Apolo. Cuando
examinamos en detalle la respuesta de Apolo observamos que se da en dos
partes. Apolo comienza diciendo: «El país está amenazado por una maldición».
A esta primera respuesta le falta, en cierta forma, una mitad: «Pesa una
maldición, ¿pero quién fue el causante?» Por consiguiente es preciso formular
una segunda pregunta y Edipo, fuerza a Creonte a dar la segunda respuesta,
preguntándole a qué se debe la maldición. La segunda mitad aparece: la causa
de ésta es un asesinato. Pero quien dice asesinato dice dos cosas: quién fue
asesinado y quién es el asesino. Se pregunta a Apolo: «¿Quién fue
asesinado?». La respuesta es: Layo, el rey. Se pregunta: «¿Quién cometió el
asesinato?». Entonces es cuando Apolo se niega a responder, lo cual suscita el
comentario de Edipo: no se puede forzar la respuesta de los dioses. Falta, pues,
una mitad. La maldición corresponde a una mitad del asesinato, siendo ésta sólo
la primera: «quién fue asesinado»; falta pues la segunda: el nombre del asesino.
Para saber el nombre del asesino será preciso apelar a alguna cosa, a alguien,
ya que no se puede forzar la voluntad de los dioses. Esta figura a la que se
apela es el doble humano, la sombra mortal de Apolo, el adivino Tiresias quien,
como Apolo, es divino 1,4@H μ»<J4H, el divino adivino. Tiresias está muy cerca
de Apolo y, como él, recibe el nombre de rey r»<«>; pero es perecedero mientras
que Apolo es inmortal. Por otra parte Tiresias es ciego, está sumergido en la
noche, mientras que Apolo es el dios del Sol: es la mitad de sombra de la verdad
divina, el doble que el dios-luz proyecta sobre la superficie de la tierra. Se
interrogará entonces a esta mitad, y Tiresias responderá a Edipo diciendo:
«Fuiste tú quien mató a Layo».
En consecuencia, podemos decir que, desde la segunda escena de Edipo, todo
está dicho y representado. Se posee ya la verdad puesto que Edipo es
efectivamente designado por el conjunto constituido por las respuestas de Apolo
y Tiresias. El juego de las mitades está completo: maldición, asesinato, quién fue
muerto, quién mató. Aquí está todo, pero colocado en una forma muy particular,
como una profecía, una predicción, una prescripción. El adivino Tiresias no dice
exactamente a Edipo: «Fuiste tú quien mató»; dice: «Prometiste que desterrarías
a aquél que hubiese matado; ordeno que cumplas tu voto y te destierres a ti
mismo.» Del mismo modo Apolo no había dicho estrictamente: «Pesa una
maldición y es por ello que la ciudad está asolada por la peste.» Dice Apolo: «Si
quieres que termine la peste, es preciso expiar la falta.» Todo esto se dice en
forma de futuro, prescripción, predicción, nada hay que se refiera a la actualidad
del presente, nada es apuntado.
Tenemos toda la verdad, pero en la forma prescriptiva y profética que es
característica del oráculo y el adivino. En esta verdad que es, de algún modo,
completa y total, en la que todo ha sido dicho, falta algo que es la dimensión del
presente, la actualidad, la designación de alguien. Falta el testigo de lo que
realmente ha ocurrido. Curiosamente, toda esta vieja historia es formulada por el
adivino y el dios en futuro. Se necesita ahora el presente y el testigo del pasado:
el testigo presente de lo que realmente sucedió.
La segunda mitad de esta prescripción y previsión, pasado y presente, se da en
el resto de la obra y también por un extraño juego de mitades. En principio es
preciso establecer quién mató a Layo, lo cual se obtiene en el discurrir de la
pieza por el acoplamiento de dos testimonios. El primero lo da inadvertidamente
y espontáneamente Yocasta al decir: «Ves bien, Edipo, que no has sido tú quien
mató a Layo, contrariamente a lo que dice el adivino.
La mejor prueba de esto es
que Layo fue muerto por varios hombres en la encrucijada de tres caminos.»
Edipo contestará a este testimonio con una inquietud que ya es casi una certeza.
«Matar a un hombre en la encrucijada de tres caminos es exactamente lo que yo
hice; recuerdo que al llegar a Tebas dí muerte a alguien en un sitio parecido.»
Así, por el juego de estas dos mitades que se completan, el recuerdo de Yocasta
y el de Edipo, tenemos esta verdad casi completa, la del asesinato de Layo. Y
decimos que es casi completa porque falta aún un pequeño fragmento: saber si
fue muerto por uno o varios individuos. Cuestión que lamentablemente no se
resuelve en la pieza.
Pero esto es sólo la mitad de la historia de Edipo, pues Edipo no es únicamente
aquél que mató al rey Layo, es también quien mató a su propio padre y se casó
luego con su madre. Esta segunda mitad de la historia falta incluso después del
acoplamiento de los testimonios de Yocasta y Edipo. Falta precisamente lo que
les da una especie de esperanza, pues el dios predijo que Layo no habría de
morir en manos de un hombre cualquiera sino de su propio hijo. Por lo tanto,
mientras no se pruebe que Edipo es hijo de Layo, la predicción no estará
realizada. Esta segunda mitad es necesaria para que pueda establecerse la
totalidad de la predicción, en la última parte de la obra, por medio del
acoplamiento de dos testimonios diferentes. Uno será el del esclavo que viene
de Corinto para anunciar a Edipo la muerte de Polibio. Edipo, que no llora la
muerte de su padre, se alegra diciendo: «¡Ah, al menos no he sido yo quien lo
mató, contrariamente a lo, que dice la predicción!». Y el esclavo replica: «Polibio
no era tu padre».
Tenemos así un nuevo elemento: Edipo no es hijo de Polibio. Interviene el último
esclavo, que había huido después del drama escondiéndose en las
profundidades del Citerón. Se trata de un pastor de ovejas que había guardado
consigo la verdad y que ahora es llamado para ser interrogado acerca de lo
ocurrido. Dice el pastor: «En efecto, hace tiempo, dí a este mensajero un niño
que venía del palacio de Yocasta y que, según me dijeron, era su hijo».
Falta, pues, la última certeza ya que Yocasta no está presente para atestiguar
que fue ella quien entregó el niño al esclavo. No obstante, salvo por esta
pequeña dificultad, el ciclo está ahora completo. Sabemos que Edipo era hijo de
Layo y Yocasta; que le fue entregado a Polibio; que fue él, creyendo ser hijo de
Polibio y regresando para escapar de la profecía, a Tebas -Edipo no sabía que
era su patria- quien mató en la encrucijada de tres caminos al rey Layo, su
verdadero padre. El ciclo está cerrado. Se ha cerrado por una serie de
acoplamiento de mitades que se ajustan unas con otras. Es como si toda esta
larga y compleja historia del niño que es al mismo tiempo un exiliado debido a la
profecía y un fugitivo de la misma profecía, hubiese sido partida en dos e
inmediatamente vueltas a partir en dos cada una de sus partes, y todos esos
fragmentos repartidos en distintas manos. Fue preciso que se reunieran el dios y
su profeta, Yocasta y Edipo, el esclavo de Corinto y el de Citerón para que todas
estas mitades y mitades llegasen a ajustarse unas a otras, a adaptarse, a
acoplarse y reconstituir el perfil total de la historia.
Esta forma del Edipo de Sófocles, realmente impresionante, no es sólo una
forma retórica, es al mismo tiempo religiosa y política.
Consiste en la famosa
técnica del FLμ$@8@<, el símbolo griego. Un instrumento de poder, del
ejercicio de poder que permite a alguien que guarda un secreto o un poder
romper en dos partes un objeto cualquiera -de cerámica, por ejemplo- guardar
una de ellas y confiar la otra a alguien que debe llevar el mensaje o dar prueba
de su autenticidad. La coincidencia o ajuste de estas dos mitades permitirá
reconocer la autenticidad del mensaje, esto es, la continuidad del poder que se
ejerce. El poder se manifiesta, completa su ciclo y mantiene su unidad gracias a
este juego de pequeños fragmentos separados unos de otros, de un mismo
conjunto, un objeto único, cuya configuración general es la forma manifiesta del
poder. La historia de Edipo es la fragmentación de esta obra, cuya posesión
integral y reunificada autentifica la detención del poder y las órdenes dadas por
él. Los mensajes, los mensajeros que envía y que deben regresar, justificarán su
vinculación con el poder porque cada uno de ellos posee un fragmento de la
pieza que se combina perfectamente con los demás. Los griegos llaman a esta
técnica jurídica, política y religiosa FLμ$@8@<: el símbolo.
La historia de Edipo tal como aparece representada en la tragedia de Sófocles,
obedece a este FLμ$@8@<: no es una forma retórica, sino más bien religiosa,
política, casi mágica del ejercicio del poder.
Si ahora observamos ya no la forma de este mecanismo o el juego de mitades
que se fragmentan y terminan por ajustarse sino el efecto producido por estos
ensamblajes recíprocos, veremos una serie de cosas. En principio una especie
de desplazamiento que sobreviene a medida que las mitades se ajustan. El
primer juego de mitades que se ajustan es el del dios Apolo y el divino adivino
Tiresias: el nivel de la profecía o de los dioses. Inmediatamente aparece una
segunda serie de mitades que se ajustan, formada por Edipo y Yocasta.
Sus dos
testimonios se encuentran en el medio de la pieza: es el nivel de los reyes, los
soberanos. Finalmente, el último par de testimonios que intervienen, la última
mitad que habrá de completar la historia no está constituida por los dioses y
tampoco por los reyes sino por los servidores y esclavos. El esclavo más
humilde de Polibio y, sobre todo, el más oculto de los pastores que habitan en el
bosque del Citerón enunciarán la verdad última al dar el último testimonio.
El resultado es curioso: lo que se decía en forma de profecía al comienzo de la
obra reaparecerá en forma de testimonio en boca de los dos pastores. Y así
como la obra pasa de los dioses a los esclavos, los mecanismos enunciativos de
la verdad o la forma en que la verdad se enuncia cambian igualmente. Cuando
hablan el dios y el adivino, la verdad se formula en forma de prescripción y
profecía, como la mirada eterna y todopoderosa del dios Sol, como la del adivino
que, aún siendo ciego, es capaz de ver el pasado, el presente y el futuro. Es
precisamente esta especie de mirada mágico-religiosa la que, en el comienzo de
la obra, hace brillar una verdad que ni Edipo ni el coro quieren creer. La mirada
aparece también en el nivel más bajo, ya que, si dos esclavos pueden dar
testimonio de lo que han visto, ello ocurre precisamente porque han visto. Uno
de ellos vio cómo Yocasta le entregaba un niño y le ordenaba que lo llevase al
bosque y lo abandonase. El otro vio al niño en un bosque, vio cómo su
compañero esclavo le entregaba este niño y recuerda haberlo llevado al palacio
de Polibio. Una vez más se trata de la mirada, pero ya no de aquella mirada
eterna, iluminadora, fulgurante del dios y su adivino, ahora es la mirada de
personas que ven y recuerdan haber visto con sus ojos humanos: es la mirada
del testimonio. Esta era la mirada omitida por Homero al hablar del conflicto y el
litigio entre Antíloco y Menelao. Continuación…

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