Obras de S. Freud: Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico (1914), Capítulo I

Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico (1914)

I

Si en lo que sigue hago contribuciones a la historia del movimiento psicoanalítico, nadie tendrá derecho a asombrarse por su carácter subjetivo ni por el papel que en esa historia cabe a mi persona. En efecto, el psicoanálisis es creación mía, yo fui durante diez años el único que se ocupó de él, y todo el disgusto que el nuevo fenómeno provocó en los contemporáneos se descargó sobre mi cabeza en forma de crítica. Me juzgo con derecho a defender este punto de vista: todavía hoy, cuando hace mucho he dejado de ser el único psicoanalista, nadie puede saber mejor que yo lo que el psicoanálisis es, en qué se distingue de otros modos de explorar la vida anímica, qué debe correr bajo su nombre y qué sería mejor llamar de otra manera. Y mientras así refuto lo que me parece una osada usurpación, doy a nuestros lectores un esclarecimiento indirecto sobre los procesos que han llevado al cambio de directores y de modalidad de presentación de esta revista. (2)

Cuando en 1909, en la cátedra de una universidad norteamericana, tuve por primera vez oportunidad de dar una conferencia pública sobre el psicoanálisis (3), declaré, penetrado de la importancia que ese momento tenía para mis empeños, no haber sido yo quien trajo a la vida el psicoanálisis. Este mérito le fue deparado a Josef Breuer en tiempos en que yo era estudiante y me absorbía la preparación de mis exámenes (1880-82). Pero amigos bienintencionados me sugirieron luego una reflexión: ¿no había expresado de manera impropia ese reconocimiento? Igual que en ocasiones anteriores, habría debido apreciar el «procedimiento catártico» de Breuer como un estadio previo del psicoanálisis y fijar el comienzo de este sólo en el momento en que yo desestimé la técnica hipnótica e introduje la asociación libre. Ahora bien, es bastante indiferente que la historia del psicoanálisis quiera computarse desde el procedimiento catártico o sólo desde mi modificación de él. Si he entrado en este problema, que carece de interés, se debe únicamente a que muchos opositores del psicoanálisis suelen acordarse en ocasiones de que este arte no proviene de mí, sino de Breuer. Desde luego, sólo lo hacen en caso de que su posición les permita hallar algo digno de nota en el psicoanálisis; cuando no se ponen ese límite en su repulsa, el psicoanálisis es siempre, y sin discusión, obra mía. Nunca supe que su gran participación en el psicoanálisis le haya atraído a Breuer la cuota correspondiente de insultos y censuras. Y como desde hace tiempo he reconocido que el inevitable destino del psicoanálisis es mover a contradicción a los hombres e irritarlos, he sacado en conclusión que yo debo de ser el verdadero creador de todo lo que lo distingue. Con satisfacción agrego que ninguno de los empeños por disminuir mi parte en el tan vilipendiado análisis ha partido de Breuer mismo ni puede vanagloriarse de contar con su apoyo.

El contenido del descubrimiento de Breuer se ha expuesto ya tantas veces que podemos omitir aquí su consideración detallada: El hecho básico de que los síntomas de los histéricos dependen de escenas impresionantes, pero olvidadas, de su vida (traumas); la terapia, fundada en él, que consiste en hacer recordar y reproducir esas vivencias en la hipnosis (catarsis); y el poquito de teoría que de ahí se sigue, a saber, que estos síntomas corresponden a una aplicación anormal de magnitudes de excitación no finiquitadas (conversión). Cada vez que en su contribución teórica a Estudios sobre la histeria (1895) Breuer debió mencionar la conversión, (4) puso mi nombre entre paréntesis, como si este primer ensayo de explicación teórica fuera de mi propiedad intelectual. Yo creo que este reconocimiento sólo es válido para el bautismo, mientras que la concepción misma nos vino a ambos al mismo tiempo y en común.

Es también sabido que, después de su primera experiencia, Breuer abandonó durante una serie de años el método catártico, y sólo lo retomó después que yo, de vuelta de mi permanencia con Charcot (5), lo moví a ello. El era médico internista y una absorbente práctica médica lo reclamaba; yo sólo a disgusto me hice médico, pero en ese tiempo tenía un fuerte motivo para querer ayudar a los enfermos nerviosos o, al menos, comprender algo de sus estados. Me había confiado a la terapia fisicista y quedé desorientado frente a los desengaños que me deparó la electroterapia de W. Erb [1882], tan rica en consejos e indicaciones. Si en esa época no llegué a formular por mi cuenta el juicio que después sentó Moebius, a saber, que los éxitos obtenidos con el tratamiento eléctrico en el caso de las perturbaciones nerviosas eran éxitos de sugestión, ello debe imputarse exclusivamente a la ausencia de esos prometidos éxitos. En aquella época, parecía ofrecer un sustituto satisfactorio de la fracasada terapia eléctrica el tratamiento con sugestiones en estado de hipnosis profunda, de que yo tomé conocimiento por las demostraciones en extremo impresionantes de Liébeault y de Bernheim (6). Pero la exploración de pacientes en estado de hipnosis, que yo había conocido por Breuer, aunaba dos cosas: un modo de operación automático y la satisfacción del apetito de saber; por esto mismo debía resultar incomparablemente más atractiva que la prohibición monótona y forzada en que consistía la sugestión, ajena a toda inquietud investigadora.

Hace poco se nos ha presentado como una de las conquistas más recientes del psicoanálisis el consejo de situar en el primer plano del análisis el conflicto actual y el ocasionamiento {Veranlassung} de la enfermedad [cf. AE, 14, pág. 61]. Ahora bien, esto es precisamente lo que Breuer y yo hicimos al comienzo de nuestros trabajos con el método catártico. Dirigíamos la atención del enfermo directamente a la escena traumática en que el síntoma se había engendrado, procurábamos colegir en el interior de ella el conflicto psíquico y liberar el afecto sofocado. A raíz de ello descubrimos el proceso psíquico característico de las neurosis, que yo más tarde he llamado regresión. Las asociaciones de los enfermos retrocedían desde las escenas que se querían esclarecer hasta vivencias anteriores, y así obligaban al análisis, cuyo propósito era corregir el presente, a ocuparse del pasado. Esta regresión llevó cada vez más atrás; primero -pareció- regularmente hasta la pubertad, pero después, los fracasos así como las lagunas de la comprensión atrajeron al trabajo analítico hacia los años más remotos de la infancia, inasequibles hasta ese momento para cualquier tipo de investigación. Esta orientación retrocedente pasó a ser un importante carácter del análisis. Se vio que el psicoanálisis no puede esclarecer nada actual si no es reconduciéndolo a algo pasado, y aun que toda vivencia patógena presupone una vivencia anterior, que, no siendo patógena en sí misma, presta al suceso que viene después su propiedad patógena. No obstante, la tentación de atenerse a la ocasión actual conocida era tan grande que incluso en análisis posteriores cedí a ella. En el tratamiento de la paciente que llamé «Dora», realizado en 1899, (7) me era conocida la escena que había ocasionado el estallido de la enfermedad actual. Incontables veces me empeñé en traer al análisis esa vivencia, pero mi exhortación directa nunca conseguía sino la misma descripción mezquina y lagunosa. Sólo tras un largo rodeo, que nos condujo por la infancia más temprana de la paciente, sobrevino un sueño cuyo análisis llevó a recordar los detalles de la escena, olvidados hasta entonces; así se posibilitaron la comprensión y la solución del conflicto actual.

Por este solo ejemplo puede advertirse cuán descaminado anda el consejo que mencionamos antes y la cuota de regresión científica que se expresa en ese descuido de la regresión dentro de la técnica analítica, que así se nos recomienda.

La primera diferencia con Breuer añoró en un problema atinente al mecanismo más íntimo de la histeria. El prefería una teoría, por así decir, aún fisiológica; quería explicar la escisión del alma de los histéricos por la incomunicación entre diferentes estados de ella (o estados de conciencia, como decíamos entonces), y así creó la teoría de los «estados hipnoides»; a juicio de Breuer, los productos de esos estados penetraban en la «conciencia de vigilia» como unos cuerpos extraños no asimilados. Yo entendía las cosas menos científicamente (8), discernía dondequiera tendencias e inclinaciones análogas a las de la vida cotidiana y concebía la escisión psíquica misma como resultado de un proceso de repulsíón (9) al que llamé entonces «defensa» y, más tarde, «represión» (10). Hice un efímero intento por dejar subsistir los dos mecanismos el uno junto al otro, pero como la experiencia me mostraba sólo uno de ellos y siempre el mismo, pronto mi doctrina de la defensa se contrapuso a la teoría de los estados hipnoides de Breuer.

No obstante, estoy completamente seguro de que tal desacuerdo nada tuvo que ver con nuestra separación, sobrevenida poco después. Esta respondió a motivos más hondos, pero se produjo de tal modo que al principio no la entendí y sólo después, por toda clase de buenos indicios, atiné a interpretarla. Recuérdese que Breuer había dicho, acerca de su famosa primera paciente, (11) que el elemento sexual permanecía en ella asombrosamente no desarrollado, sin contribuir con nada a su rico cuadro clínico. Siempre me maravilló que los críticos no opusiesen con mayor frecuencia esta aseveración de Breuer a mi tesis sobre la etiología sexual de las neurosis, y todavía hoy no sé si en esa omisión debo ver una prueba de la discreción de ellos o de su inadvertencia. El que a la luz de la experiencia adquirida en los últimos veinte años relea aquella historia clínica redactada por Breuer juzgará inequívoco el simbolismo de las serpientes, del ponerse rígida, de la parálisis del brazo, y si toma en cuenta la situación de la joven junto al lecho de enfermo de su padre, colegirá con facilidad la verdadera interpretación de esa formación de síntoma. Entonces, su juicio sobre el papel de la sexualidad en la vida anímica de aquella muchacha se apartará mucho del que formuló su médico. Para el restablecimiento de la enferma se le ofreció a Breuer el más intenso rapport sugestivo, que precisamente puede servirnos como paradigma de lo que llamamos [hoy] «trasferencia». Ahora tengo fuertes motivos para conjeturar que, tras eliminar todos los síntomas, él debió de descubrir por nuevos indicios la motivación sexual de esa trasferencia, pero, habiéndosele escapado la naturaleza universal de este inesperado fenómeno, interrumpió en este punto su investigación. como sorprendido por un «untoward event» (12).  De esto, él no me ha hecho ninguna comunicación directa, pero en diversas épocas me dio suficientes asideros para justificar esta reconstrucción. Cuando después yo me pronuncié de manera cada vez más terminante en favor de la importancia de la sexualidad en la causación de las neurosis., él fue el primero en mostrarme esas reacciones de indignado rechazo que más tarde me serían tan familiares, pero que por entonces yo aún no había reconocido como mi ineluctable destino. (13)

El hecho de la trasferencia de tenor crudamente sexual, tierna u hostil, que se instala en todo tratamiento de una neurosis por más que ninguna de las dos partes lo desee o lo provoque, me ha parecido siempre la prueba más inconmovible de que las fuerzas impulsoras de la neurosis tienen su origen en la vida sexual. Este argumento todavía no se ha apreciado con la seriedad que merece, pues si así se hiciera, a la investigación no le quedaría verdaderamente otra alternativa. En cuanto a mí, lo juzgo una terminante pieza de convicción, junto a los resultados especiales del trabajo analítico, y más allá de ellos.

Frente a la mala acogida que mí tesis sobre la etiología sexual de las neurosis halló aun en el círculo íntimo de mis amigos -pronto se hizo el vacío en torno de mi persona-, me sirvió de consuelo pensar que había empeñado batalla en favor de una idea nueva y original. Pero es el caso que un día se agolparon en mí ciertos recuerdos qué me estorbaron esa satisfacción y me abrieron una buena perspectiva sobre los procesos de nuestra actividad creadora y la naturaleza de nuestro saber. Esa idea, por la que se me había hecho responsable, en modo alguno se había engendrado en mí. Me había sido trasmitida por tres personas cuya opinión reclamaba con justicia mi más profundo respeto: Breuer mismo, Charcot y el ginecólogo de nuestra universidad, Chrobak (14), quizás el más eminente de nuestros médicos de Viena. Los tres me habían trasmitido una intelección que, en todo rigor, ellos mismos no poseían. Dos de ellos desmintieron su comunicación cuando más tarde se las recordé; el tercero (el maestro Charcot) probablemente habría hecho lo propio de haber podido yo volverlo a ver. En mí, en cambio, esas tres comunicaciones idénticas, que recibí sin comprender, quedaron dormidas durante años, hasta que un día despertaron como un conocimiento en apariencia original. (15)

Un día, siendo yo un joven médico de hospital, acompañaba a Breuer en un paseo por la ciudad; en eso se le acercó un hombre que quería hablarle con urgencia. Permanecí apartado; cuando Breuer quedó libre, me comunicó, con su manera de enseñanza amistosa: ese era el marido de una paciente que le traía noticias de ella. La mujer, agregó, se comportaba en reuniones sociales de un modo tan llamativo que se la habían enviado para que la tratase por nerviosa. Son siempre secretos de alcoba, concluyó Breuer. Atónito, pregunté qué quería decir eso, y él me aclaró la palabra «alcoba» (16) («el lecho matrimonial») porque no entendía que la cosa pudiera parecerme tan inaudita.

Años después, asistía yo a una de esas veladas que daba Charcot; me encontraba cerca del venerado maestro, a quien Brouardel (17), al parecer, contaba una muy interesante historia de la práctica de esa jornada. Oí al comienzo de manera imprecisa, y poco a poco el relato fue cautivando mi atención: Una joven pareja de lejanas tierras del Oriente, la mujer con un padecimiento grave, y el hombre, impotente o del todo inhábil. «Táchez donc», oí que Charcot repetía, «je vous assure, vous y arriverez» (18). Brouardel, quien hablaba en voz más baja, debió de expresar entonces su asombro por el hecho de que en tales circunstancias se presentaran síntomas como los de la mujer. Y Charcot pronunció de pronto, con brío, estas palabras: «Mais dans des cas pareils c’est toujours la chose génitale, toujours… toujours … toujours!» (19). Y diciéndolo cruzó los brazos sobre el pecho y se cimbró varias veces de pies a cabeza con la vivacidad que le era peculiar. Sé que por un instante se apoderó de mí un asombro casi paralizante y me dije: Y si él lo sabe, ¿por qué nunca lo dice? Pero esa impresión se me olvidó pronto; la anatomía cerebral y la producción experimental de parálisis histéricas habían absorbido todo mi interés.

Un año más tarde yo había iniciado mi actividad médica en Viena como docente auxiliar {Privatdozent} en enfermedades nerviosas, y en lo relativo a la etiología de las neurosis era todo lo inocente y todo lo ignorante que puede exigirse de un universitario promisorio. Cierto día recibí un amistoso pedido de Chrobak: que tomase a mi cargo una paciente de él, a quien por causa de sus nuevas funciones de profesor universitario no podía consagrar el tiempo suficiente. Llegué antes que él a casa de la enferma, y me enteré de que sufría de ataques de angustia sin sentido que sólo podían yugularse mediante la más exacta información sobre el lugar en que se encontraba su médico en cada momento del día. Cuando Chrobak apareció, me llevó aparte y me reveló que la angustia de la paciente se debía a que, no obstante estar casada desde hacía dieciocho años, era virgo intacta. El marido era absolutamente impotente. En tales casos al médico no le quedaba más que cubrir con su reputación la desventura conyugal y aceptar que alguien, encogiéndose de hombros, pudiera decir sobre él: «Ese tampoco puede nada, puesto que en tantos años no la ha curado». La única receta para una enfermedad así, agregó Chrobak, nos es bien conocida, pero no podemos prescribirla. Sería:

    Rp.    Penis normalis
        dosim
        Repetatur!

Yo nunca había oído hablar de semejante receta, y a punto estuve de menear la cabeza frente al cinismo de mi protector.

Por cierto que no he revelado el ilustre origen de esa atroz idea para descargar sobre otros la responsabilidad por ella. Sé que una cosa es expresar una idea una o varias veces en la forma de un apercu pasajero, y otra muy distinta tomarla en serio, al pie de la letra, hacerla salir airosa de cada uno de los detalles que le oponen resistencia y conquistarle un lugar entre las verdades reconocidas. Es la diferencia entre un amorío ocasional y un matrimonio en regla, con todos sus deberes y todas sus dificultades. «Epouser les idées de … » (20) es, al menos en francés, un giro idiomático usual.

Entre los otros factores que por mi trabajo se fueron sumando al método catártico y lo trasformaron en el psicoanálisis, quiero destacar: la doctrina de la represión y de la resistencia, la introducción de la sexualidad infantil, y la interpretación y el uso de los sueños para el reconocimiento de lo inconciente.

En cuanto a la doctrina de la represión, es seguro que la concebí yo independientemente; no sé de ninguna influencia que me haya aproximado a ella, y durante mucho tiempo tuve a esta idea por original, hasta que Otto Rank (1910b) nos exhibió aquel pasaje de El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, donde el filósofo se esfuerza por explicar la locura. Lo que ahí se dice acerca de la renuencia a aceptar un fragmento penoso de la realidad coincide acabadamente con el contenido de mi concepto de represión, tanto, que otra vez puedo dar gracias a mi falta de erudición libresca, que me posibilitó hacer un descubrimiento. No obstante, otros han leído ese pasaje y lo pasaron por alto sin hacer ese descubrimiento, y quizá lo propio me hubiera ocurrido si en años mozos hallara más gusto en la lectura de autores filosóficos. En una época posterior, me rehusé el elevado goce de las obras de Nietzsche con esta motivación conciente: no quise que representación-expectativa de ninguna clase viniese a estorbarme en la elaboración de las impresiones psicoanalíticas. Por ello, debía estar dispuesto -y lo estoy, de buena gana- a resignar cualquier pretensión de prioridad en aquellos frecuentes casos en que la laboriosa investigación psicoanalítica no puede más que corroborar las intelecciones obtenidas por los filósofos intuitivamente. (21)

La doctrina de la represión es ahora el pilar fundamental sobre el que descansa el edificio del psicoanálisis, su pieza más esencial. Sin embargo, no es más que la expresión teórica de una experiencia que puede repetirse a voluntad toda vez que se emprenda el análisis de un neurótico sin auxilio de la hipnosis. Es que entonces se llega a palpar una resistencia que se opone al trabajo analítico y pretexta una falta de memoria para hacerlo fracasar. El empleo de la hipnosis ocultaba, por fuerza, esa resistencia; de ahí que la historia del psicoanálisis propiamente dicho sólo empiece con la innovación técnica de la renuncia a la hipnosis. Y después, la apreciación teórica de la circunstancia de que esa resistencia se conjuga con una amnesia lleva, sin que se lo pueda evitar, a aquella concepción de la actividad inconciente del alma que es propiedad del psicoanálisis y lo distingue siempre marcadamente de las especulaciones filosóficas acerca de lo inconciente.

Es lícito decir, pues, que la teoría psicoanalítica es un intento por comprender dos experiencias que, de modo llamativo e inesperado, se obtienen en los ensayos por reconducir a sus fuentes biográficas los síntomas patológicos de un neurótico: el hecho de la trasferencia y el de la resistencia. Cualquier línea de investigación que admita estos dos hechos y los tome como punto de partida de su trabajo tiene derecho a llamarse psicoanálisis, aunque llegue a resultados diversos de los míos. Pero el que aborde otros aspectos del problema y se aparte de estas dos premisas difícilmente podrá sustraerse a la acusación de ser un usurpador que busca mimetizarse, si es que porfía en llamarse psicoanalista.

Yo rebatiría con toda energía a quien pretendiera computar la doctrina de la represión y de la resistencia entre las premisas y no entre los resultados del psicoanálisis. Hay premisas así, de naturaleza psicológica y biológica universal, y sería conveniente tratar de ellas en otro lugar; pero la doctrina de la represión es una conquista del trabajo psicoanalítico, ganada de manera legítima como decantación teórica de innumerables experiencias.

Una conquista de igual valor, aunque de una época muy posterior, es la introducción de la sexualidad infantil, de la cual ni se habló en los primeros años de tanteos en la investigación mediante el análisis. Al principio se advirtió únicamente que era preciso reconducir a un tiempo pasado el efecto de impresiones actuales. Sólo que «el buscador halló a menudo más de lo que habría deseado hallar». Cada vez éramos retrotraídos más atrás en ese pasado, y al fin tuvimos la esperanza de que se nos dejaría permanecer en la pubertad, la época tradicional de maduración de las mociones sexuales. Pero en vano; las huellas se adentraban todavía más atrás, hasta la infancia y los primeros años de ella. Y en el avance por ese camino fue preciso superar un error que habría sido casi fatal para la joven disciplina. Bajo la influencia de la teoría traumática de la histeria, originada en Charcot, se tendía con facilidad a juzgar reales y de pertinencia etiológica los informes de pacientes que hacían remontar sus síntomas a vivencias sexuales pasivas de sus primeros años infantiles, vale decir, dicho groseramente, a una seducción.

Cuando esta etiología se desbarató por su propia inverosimilitud y por contradecirla circunstancias establecidas con certeza, el resultado inmediato fue un período de desconcierto total. El análisis había llevado por un camino correcto hasta esos traumas sexuales infantiles, y hete aquí que no eran verdaderos. Era perder el apoyo en la realidad. En ese momento, con gusto habría dejado yo todo el trabajo en la estacada, como hizo mi ilustre predecesor Breuer en ocasión de su indeseado descubrimiento. Quizá perseveré porque no tenía la opción de principiar otra cosa. Y por fin atiné a reflexionar que uno no tiene el derecho de acobardarse cuando sus expectativas no se cumplen, sino que es preciso revisar estas. Si los histéricos reconducen sus síntomas a traumas inventados, he ahí precisamente el hecho nuevo, a saber, que ellos fantasean esas escenas, y la realidad psíquica pide ser apreciada junto a la realidad práctica. Pronto siguió la intelección de que esas fantasías estaban destinadas a encubrir, a embellecer y a promover a una etapa más elevada el ejercicio autoerótico de los primeros años de la infancia. Así, tras esas fantasías, salió al primer plano la vida sexual del niño en todo su alcance. (22)

En esta actividad sexual de los primeros años infantiles, también la constitución congénita pudo por fin volver por sus derechos. Disposición y vivencia se enlazaron aquí en una unidad etiológica inseparable; en efecto, la disposición elevaba a la condición de traumas incitadores y fijadores impresiones que de otro modo habrían sido enteramente triviales e ineficaces, mientras que las vivencias despertaban en la disposición ciertos factores que, de no mediar ellas, habrían permanecido largo tiempo dormidos, sin desarrollarse quizá. La última palabra en cuanto a la etiología traumática la dijo después Abraham [1907], cuando señaló que precisamente la especificidad de la constitución sexual del niño es propicia para provocar vivencias sexuales de un tipo determinado, vale decir, traumas.

Mis tesis sobre la sexualidad del niño se fundaron al comienzo casi exclusivamente en los resultados del análisis de adultos, que retrogradaba al pasado. Me faltó la oportunidad de hacer observaciones directas en el niño. Por eso fue un triunfo extraordinario cuando años después, mediante la observación directa y el análisis de niños de muy corta edad, pude corroborar la mayor parte de lo descubierto; un triunfo que fue empañando poco a poco la reflexión de que ese descubrimiento era de índole tal que más bien debía uno avergonzarse por haberlo hecho. Cuanto más se avanzaba en la observación del niño, tanto más patente se hacía ese hecho, pero también más extraño parecía que se hubiera gastado semejante trabajo en pasarlo por alto.

Es verdad que una convicción tan cierta sobre la existencia y la importancia de la sexualidad infantil sólo puede obtenerse sí se transita el camino del análisis, retrogradando desde los síntomas y peculiaridades de los neuróticos hasta las fuentes últimas cuyo descubrimiento explica lo que hay en ellos de explicable y permite modificar lo que acaso puede cambiarse. Comprendo que se llegue a otros resultados si, como hace poco hizo C. G. Jung, uno se forma primero una representación teórica de la naturaleza de la pulsión sexual y desde ella quiere concebir la vida del niño. Una representación así sólo puede escogerse al azar o atendiendo a consideraciones tomadas de otro ámbito, y corre el peligro de ser inadecuada para aquel al que se la quiere aplicar. Sin duda, también el camino analítico depara dificultades y oscuridades últimas en lo que atañe a la sexualidad y a sus nexos con la vida total del individuo, pero no se las puede despejar mediante especulaciones, sino que es fuerza que :subsistan hasta que hallen solución por vía de otras observaciones o de observaciones hechas en otros ámbitos.

Acerca de la interpretación de los sueños puedo ser breve. Me fue dada como primicia después que yo, obedeciendo a un oscuro presentimiento, me hube decidido a trocar la hipnosis por la asociación libre. Mi apetito de saber no iba dirigido de antemano a la comprensión de los sueños. Influencias que guiaran mi interés o generaran en mí una expectativa propicia, yo no las conozco. Antes de cesar mi trato con Breuer, tuve tiempo de comunicarle cierta vez, con una frase, que me proponía traducir sueños. A causa de la historia de este descubrimiento, el simbolismo del lenguaje onírico fue, de lejos, lo último a que tuve acceso en el sueño, pues para el conocimiento de los símbolos las asociaciones del soñante sirven de poco. Gracias a mi hábito de ponerme primero, y siempre, a estudiar las cosas antes de reverlas en los libros, pude cerciorarme del simbolismo del sueño antes de que el escrito de Scherner [1861] llamase mi atención sobre él. Sólo más tarde aprecié este medio de expresión del sueño en todo su alcance, en parte bajo la influencia de los trabajos de Stekel, autor tan meritorio al principio y tan enteramente acrítico después (23). La íntima correspondencia de la interpretación psicoanalítica de los sueños con el arte interpretativo de los antiguos, tan reverenciado en su tiempo, se me hizo clara sólo muchos años después. En cuanto a la pieza más peculiar e importante de mi teoría sobre el sueño, reconducir la desfiguración onírica a un conflicto interior, una suerte de insinceridad interior, la reencontré en un autor ajeno por cierto a la medicina, mas no a la filosofía, el famoso ingeniero J. Popper, quien bajo el nombre de Lynkeus había publicado las Mantasien eines Realisten [1900] (24).

La interpretación de los sueños me sirvió de consuelo y apoyo en esos difíciles años iniciales del análisis, cuando tuve que dominar técnica, clínica y terapia de las neurosis, todo a un tiempo; estaba entonces enteramente aislado, en medio de una maraña de problemas, y a raíz de la acumulación de dificultades temía a menudo perder la brújula y la confianza en mí mismo. Trascurría a menudo un lapso desconcertantemente largo antes de hallar en el enfermo la prueba de mi premisa de que toda neurosis tenía que hacerse por fuerza comprensible mediante análisis; pero en los sueños, que podían concebirse como unos análogos de los síntomas, hallaba esa premisa una confirmación casi infalible.

Sólo estos éxitos me habilitaron para perseverar. Por eso tomé el hábito de medir la comprensión de un trabajador psicológico por su actitud frente a los problemas de la interpretación de los sueños, y observo complacido que la mayoría de los oponentes del psicoanálisis evitan entrar en este terreno o, si lo intentan, se comportan en él con extrema torpeza. Pronto advertí la necesidad de hacer mi autoanálisis, y lo llevé a cabo con ayuda de una serie de sueños propios que me hicieron recorrer todos los acontecimientos de mi infancia, y todavía hoy opino que en el caso de un buen soñador, que no sea una persona demasiado anormal, esta clase de análisis puede ser suficiente. (25)

Mediante el despliegue de esta historia genética creo haber mostrado mejor que mediante una exposición sistemática lo que es el psicoanálisis. Al principio no advertí la naturaleza particular de mi descubrimiento. Sin vacilar sacrifiqué mi incipiente reputación como médico y el aumento de mi clientela de pacientes neuróticos en aras de mi empeño por investigar consecuentemente la causación sexual de sus neurosis; obtuve así una serie de experiencias que me refirmaron de manera definitiva en mi convicción acerca de la importancia práctica del factor sexual. Desprevenido, me presenté en la asociación médica de Viena, presidida en ese tiempo por Von Krafft-Ebing (26), como un expositor que esperaba resarcirse, gracias al interés y el reconocimiento que le tributarían sus colegas, de los perjuicios materiales consentidos por propia decisión. Yo trataba mis descubrimientos como contribuciones ordinarias a la ciencia, y lo mismo esperaba que hicieran los otros. Sólo el silencio que siguió a mi conferencia, el vacío que se hizo en torno de mi persona, las insinuaciones que me fueron llegando, me hicieron comprender poco a poco que unas tesis acerca del papel de la sexualidad en la etiología de las neurosis no podían tener la misma acogida que otras comunicaciones. Entendí que en lo sucesivo pertenecería al número de los que «han turbado el sueño del mundo», según la expresión de Hebbel (27), y no me estaba permitido esperar objetividad ni benevolencia. Pero como mí convicción sobre la justeza global de mis observaciones y de mis inferencias se afirmaba cada vez más, y no eran menores mi confianza en mi propio juicio y mi coraje moral, el desenlace de esa situación no podía ser más que uno. Me resolví a creer que había tenido la dicha de descubrir unos nexos particularmente importantes y me dispuse a aceptar el destino que suele ir asociado con un hallazgo así.

Ese destino lo imaginé de la manera siguiente: Probablemente, los éxitos terapéuticos del nuevo procedimiento me permitirían subsistir, pero la ciencia no repararía en mí mientras yo viviese. Algunos decenios después, otro, infaliblemente, tropezaría con esas mismas cosas para las cuales ahora no habían madurado los tiempos, haría que los demás las reconociesen y me honraría como a un precursor forzosamente malogrado. Entretanto, me dispuse a pasarlo lo mejor posible, como Robinson en su isla solitaria. Cuando desde los embrollos y las urgencias del presente vuelvo la mirada a aquellos años de soledad, quiere parecerme que fue una época hermosa, una época heroica; al splendid isolation (28) no le faltan ventajas ni atractivos. No tenía ninguna bibliografía que leer, ningún oponente mal informado a quien escuchar, no estaba sometido a influencia alguna ni urgido por nada. Aprendí a sofrenar las inclinaciones especulativas y, atendiendo al inolvidable consejo de mi maestro Charcot, a examinar de nuevo las mismas cosas tantas veces como fuera necesario para que ellas por sí mismas empezaran a decir algo (29). Mis publicaciones, para las cuales con algún trabajo encontré también espacio, pudieron quedar siempre muy retrasadas respecto del avance de mi saber: era posible posponerlas a voluntad, ya que no había que defender ninguna «prioridad» cuestionada. La interpretación de los sueños, por ejemplo, estuvo lista en todo lo esencial a comienzos de 1896 (30), pero sólo fue redactada en el verano de 1899. El tratamiento de «Dora» concluyó a fines de 1899 (31). Su historial clínico quedó registrado en las dos semanas que siguieron, pero no se publicó hasta 1905. Entretanto, mis escritos no eran reseñados en las publicaciones especializadas o, cuando esto por excepción ocurría, se los descartaba con un irónico o compasivo ademán de superioridad. Sucedió también que algún colega me dirigiera en sus publicaciones alguna observación, que solía ser harto sucinta y muy poco lisonjera, como «extravagante», «extremista», «muy singular». Pasó una vez que un asistente de la clínica de Viena donde yo dictaba mis conferencias semestrales me pidió autorización para asistir a ellas. Escuchaba con mucha devoción, no decía nada, pero tras la última conferencia se comidió a acompañarme. Mientras dábamos ese paseo me reveló que, con conocimiento de su jefe, había escrito un libro contra mi doctrina y lamentaba haber llegado a apreciarla mejor sólo ahora, tras escuchar mis conferencias. De lo contrario habría escrito algo muy diverso. Además, había consultado en la clínica si no debía leer antes La interpretación de los sueños, pero se lo desaconsejaron diciéndole que no valía la pena. Y en cuanto al edificio de mi doctrina, tal como acababa de comprenderlo, él mismo me lo comparó con la Iglesia Católica por la solidez de su ensambladura interna. En interés de la salvación de su alma quiero suponer que esa manifestación suya contenía una partícula de reconocimiento. Pero concluyó diciendo que era demasiado tarde para introducir enmiendas en su libro, que ya estaba impreso. El colega de marras no se juzgó obligado a dar después a sus lectores alguna noticia sobre su cambio de opinión acerca de mi psicoanálisis, sino que siguió adelante, como colaborador estable de una revista médica, sumando al desarrollo de aquellos puntos de vista unas glosas burlescas. (32)

Toda la susceptibilidad personal que yo pudiera tener la perdí en esos años, para mi beneficio. Y en cuanto a amargarme, me salvó de ello una circunstancia que no viene en socorro de todos los descubridores solitarios. Ellos suelen torturarse procurando averiguar el origen del desacuerdo o el rechazo de sus contemporáneos, y lo sienten como un doloroso mentís, pues están convencidos de la verdad de su descubrimiento. No necesité hacer otro tanto, pues la doctrina psicoanalítica me permitió comprender esa conducta de mi entorno social como una consecuencia necesaria de los supuestos fundamentales del análisis. Si era cierto que los nexos descubiertos por mí eran mantenidos lejos de la conciencia de los enfermos por obra de resistencias afectivas interiores, estas últimas surgirían también en las personas :sanas tan pronto se les hiciese presente, mediante una comunicación de fuera, lo reprimido. Y que ellos se las ingeniasen para justificar con fundamentos intelectuales esa repulsa dictada por los afectos, nada tenía de asombroso. A los enfermos les sucede lo mismo con pareja frecuencia, y los argumentos aducidos -los argumentos abundan como la zarzamora, para decirlo con Falstaff (33) -, eran idénticos y no muy penetrantes. He aquí la única diferencia: con los enfermos se disponía de un medio de presión para que inteligieran sus resistencias y las vencieran, mientras que en el caso de los presuntos sanos faltaban tales auxilios. En cuanto a los caminos por los cuales se pudiera esforzar a esas personas sanas a un examen científico objetivo y desapasionado, se trataba de un problema irresuelto; lo mejor era dejar que el tiempo lo aclarase. En la historia de las ciencias se había podido comprobar hartas veces que la misma aseveración que al comienzo sólo encontró objeciones era admitida tiempo después sin que se hubiesen aducido nuevas pruebas en su favor.

Ahora bien, nadie tendría derecho a esperar que en esos años en que yo fui el único campeón del psicoanálisis se desarrollase en mí un respeto particular por el juicio de las gentes o una proclividad a la condescendencia intelectual.

Notas:
1- En el escudo de armas figura un barco, y la divisa puede traducirse:
«Se sacude, pero no se hunde». Freud cita la frase dos veces en su correspondencia con Fliess, refiriéndose a su propio estado mental (1950a, Cartas 119 y 143).]
2- [La revista {Jahrbuch für psychoanalytische und psychopatbo-logische Forschungen} había estado hasta entonces bajo la dirección de Bleuler y Freud, y Jung era el jefe de redacción. En ese momento Freud se convirtió en el único director y las tareas de preparación de los trabajos fueron asumidas por Abraham y Hitschmann. Cf. también infra, pág. 45.]
3- En mis Cinco conferencias sobre psicoanálisis (1910a), dictadas en la Clark University. [Cf. infra, págs. 29-30.]
4- Aquí parece haber un error. En su contribución, Breuer utiliza por lo menos quince veces el término «conversión» (o sus derivados); pero sólo la primera (AE, 2, pág. 217) agrega entre paréntesis el nombre de Freud. Es posible que Freud haya visto una versión preliminar del manuscrito de Breuer y lo haya convencido de que en el libro impreso no agregara su nombre en las demás ocasiones. La primera publicación en que apareció el término antes de los Estudios sobre la histeria fue «Las neuropsicosis de defensa» (Freud, 1894a).
5- Freud trabajó en la Salpêtrière, en París, durante el invierno de 1885-86. Véase su «Informe sobre mis estudios en París y Berlín» (1956a)
6- Freud pasó algunas semanas en Nancy en 1889.
7- Este es un error; debería decir «1900». Cf. AE, 7, pág. 5.
8- {«Wissenschaftilich», vale decir, en el sentido de las ciencias físico-naturales.}
9- {«Abstossung» = «repulsión»; lo contrario es «Anziehung» = «atracción». Es la pareja de términos que designan las fuerzas básicas de la mecánica clásica.}
10- En Inhibición, síntoma y angustia (1926d), Freud volvió a usar el término «defensa» para expresar un concepto general, res-pecto del cual «represión» sería una subespecie. Véase mi «Apéndice A» a dicha obra, AE, 20, págs. 162-3.
11- Véase el historial clínico de Anna O., en Breer y Freud (1895), AE, 2, pág. 47
12- {«Suceso adverso».} Un relato más completo puede encontrarse en el primer volumen de la biografía de Ernest Jones (1953, págs. 246-7)
13- [En mi «Introducción» al volumen II de la Standard Edition se aborda el tema de las relaciones de Freud con Breuer.]
14- Rudolf Chrobak (1843-1910) fue profesor de ginecología en Viena desde 1880 hasta 1908.
15- Freud había hecho mención de esto en una reunión de la Sociedad Psicoanalítica de Viena el 1° de abril de 1908. (Cf. el volumen 1 de la traducción al inglés de las actas de la Sociedad.)
16-  {Breuer dijo «Alkove», y al explicarlo lo tradujo al alemán como «Ehebettes».}
17- P. C. H. Brouardel (1837-1906) fue designado profesor de medicina forense en París en 1879. Freud lo menciona elogiosamente en su «Informe sobre mis estudios en París y Berlín» (1956a) y en su prólogo a Bourke, Scatologic Rites of all Nations (Freud, 1913k).
18- {«¡Empéñese usted, le aseguro que lo conseguirá!».}
19- {«¡Pero en tales casos siempre es la cosa genital, siempre… siempre… siempre! ».}
20-  {«Abrazar las ideas de» alguien, pero literalmente «casarse» con ellas. También en inglés se usa el giro «to espouse an idea».}
21- [Otros ejemplos de antecedentes de sus ideas son mencionados por Freud en «Para la prehistoria de la técnica analítica» (1920b). Véanse también las observaciones sobre Popper-Lynkeus (infra, pág. 1-9). – Ernest Jones (1953, págs. 407 y sigs.) examina la posibilidad de que el término «represión» haya sido derivado indirectamente por Freud de Herbart, filósofo del siglo xix. Véase mi «Nota introductoria» a «La represión» (1915d), infra, pág. 138.]
22- Esta rectificación teórica de Freud es descrita por él -en forma contemporánea a la rectificación misma en una carta a Fliess del 21 de setiembre de 1897 (1950a, Carta 69), AE, 1, pág. 302 y n. 192. Su primer reconocimiento público de la rectificación tuvo lugar casi diez años después, en su artículo sobre la sexualidad en las neurosis (1906a), AE, 7, págs. 266-7. En la 33° de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a), AE, 22, pág. 112, Freud señaló que en rigor tales fantasías no se relacionaban con el padre sino con la madre.
23- [Un examen más extenso de la influencia de Stekel se incluye en un pasaje agregado por Freud en 1925 a la sección sobre el simbolismo de La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 356.]
24- [Véanse los dos artículos de Freud sobre esto (1923f y 1932c) – La palabra «famoso» fue agregada en 1924.]
25- [Freud relató partes importantes de su autoanálisis en su correspondencia con Fliess, contemporánea de aquel, sobre todo en las Cartas 70 y 71, escritas en octubre de 1897 (1950a, SE, 1, págs. 303-8). – No siempre Freud sustentó un punto de vista tan favorable sobre el autoanálisis. Por ejemplo, en su carta a Fliess del 14 de noviembre de 1897 (1950a, Carta 75),escribió: «Mi autoanálisis sigue interrumpido; ahora advierto por qué. Sólo puedo analizarme a mí mismo con los conocimientos adquiridos objetivamente (como lo haría un extraño); un genuino autoanálisis es imposible, pues de lo contrario no existiría la enfermedad [la neurosis]. Puesto que todavía tropiezo con enigmas en mis pacientes, es forzoso que esto mismo me estorbe en el autoanálisis». Y hacia el fin de su vida, en una breve nota sobre un acto fallido (1935b), observó: «En los autoanálisis es particularmente grande el peligro de la interpretación incompleta. Uno se contenta demasiado pronto con un esclarecimiento parcial, tras el cual la resistencia retiene fácilmente algo que puede ser más importante». Estos comentarios contrastan con su prólogo cautelosamente apreciativo a un artículo de E. Pickworth Farrow (1926), en el que este exponía los hallazgos de un autoanálisis (Freud, 1926c). Tratándose de análisis didácticos, en todo caso, opinaba decididamente que este debía ser hecho por otra persona; véase, por ejemplo, uno de sus artículos sobre técnica escrito poco antes que el actual (1912e), y también su trabajo, muy posterior, «Análisis terminable e interminable» (1937c).]
26- [Cf. Freud (1896c). R. von Krafft-Ebing (1840-1903) fue profesor de psiquiatría en Estrasburgo en 1872-73, en Graz (donde también dirigió el hospital provincial para enfermos mentales) desde 1873 hasta 1889, y en Viena desde 1889 hasta 1902. Se distinguió, asimismo, por sus trabajos en criminología, neurología y psychopathia sexualis. ]
27- [Referencia a las palabras dirigidas por Kandaules a Gyges en Friedrich Hebbel, Gyges und sein Ring (acto V, escena 1).]
28- {«Aislamiento espléndido»}
29- [La frase aparece, en forma apenas diferente, en «Charcot» (Freud, 1893f).]
30-  [Véase, sin embargo, mi «Introducción» a esa obra (1900a) AE]
31- [La fecha es 1900; cf. supra, pág. 10, n. 7.]
32- [Una secuela de esta anécdota aparece mencionada en la Presentación autobiográfica (1925d), AE, 20]
33- [1 Henry IV (acto II, escena 4).]