Obras de S. Freud: Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia. Historial clínico

Historial clínico.

El doctor Schreber informa: «He estado dos veces enfermo de los nervios, ambas a consecuencia de un exceso de esfuerzo mental; la primera vez (como director del Tribunal Regional en Chemnitz), con ocasión de una candidatura al Reichstag, y la segunda, por la inusual sobrecarga de trabajo en que me vi al asumir el cargo de presidente del Superior Tribunal de Dresde para el cual se me acababa de designar» (34).

La primera enfermedad le sobrevino en el otoño de 1884, y a fines de 1885 había sanado totalmente. Flechsig, en cuya clínica el paciente pasó esa vez unos seis meses, definió más tarde su estado -en un informe oficial- como un ataque de hipocondría grave [ 379 ]. El doctor Schreber asegura que esta enfermedad pasó «sin incidente alguno que rozara el ámbito de lo suprasensible» (35).

Ni sus escritos, ni los informes de los médicos sobre él, nos dan suficiente noticia sobre la prehistoria del paciente y las circunstancias de su vida. Yo ni siquiera podría indicar su edad en la época en que enfermó  , si bien la alta jerarquía que había alcanzado en la administración de justicia antes de la segunda enfermedad supone indudablemente cierto mínimo. Nos enteramos de que en la época de la «hipocondría» el doctor Schreber llevaba ya largo tiempo casado. Escribe: «Un agradecimiento casi más ferviente todavía sintió mi mujer, que en el profesor Flechsig honraba, ni más ni menos, a quien le había devuelto a su marido, y por esa razón tuvo durante años su retrato sobre su mesa de trabajo» (36). Y allí mismo: «Tras la curación de mi primera enfermedad, he convivido con mi esposa ocho años, asaz felices en general, ricos también en honores externos, y sólo de tiempo en tiempo turbados por la repetida frustración de la esperanza de concebir hijos».

En junio de 1893 fue notificado de su inminente nombramiento como presidente de¡ Superior Tribunal; asumió su cargo el 1º de octubre de ese mismo año. En el intervalo  le sobrevinieron algunos sueños, pero sólo más tarde se vio movido a atribuirles significatividad. Algunas veces soñó que su anterior enfermedad nerviosa había vuelto, por lo cual se sentía tan desdichado en el sueño como dichoso tras despertar, pues no había sido más que un sueño. Además, en una oportunidad, llegando ya la mañana, en un estado entre el dormir y la vigilia, había tenido «la representación de lo hermosísimo que es sin duda ser una mujer sometida al acoplamiento» (36), una representación que de estar con plena conciencia habría rechazado con gran indignación.

La segunda enfermedad le sobrevino a fines de octubre de 1893 con un martirizador insomnio que le hizo acudir de nuevo a la clínica de Flechsig, donde, no obstante, su estado empeoró con rapidez. Un posterior informe [de 1899], redactado por el director del asilo Sonnenstein, describe su ulterior desarrollo: «Al comienzo de su estadía allí, él exteriorizó más ideas hipocondríacas, se quejaba de padecer de un reblandecimiento del cerebro, decía que pronto moriría, etc.; luego ya se mezclaron unas ideas de persecución en el cuadro clínico, basadas en espejismos ‘sensoriales, los cuales, sin embargo, inicialmente se presentaban más aislados, al par que imperaban un alto grado de hiperestesia y gran susceptibilidad a la luz y al ruido. – Luego se acumularon los espejismos visuales y auditivos, que, sumados a perturbaciones de la cenestesia, gobernaron todo su sentir y pensar; se daba por muerto y corrompido, por apestado, imaginaba que en su cuerpo emprendían toda clase de horribles manipulaciones; y, como él mismo lo declara todavía hoy, pasó por las cosas más terribles que se puedan imaginar, y las pasó en aras de un fin sagrado. Las inspiraciones patológicas reclamaban al enfermo a punto tal que, inaccesible a cualquier otra impresión, permanecía sentado durante horas totalmente absorto e inmóvil (estupor alucinatorio), y por otra parte lo martirizaban tanto que deseaba la muerte: en el baño hizo varios intentos de ahogarse y pedía el «cianuro que le estaba destinado». Poco a poco, las ideas delirantes cobraron el carácter de lo mítico, religioso, mantenía trato directo con Dios, era juguete de los demonios, veía «milagros», escuchaba «música sacra» y, en fin, creía vivir en otro mundo» (380).

Agreguemos que insultaba a diversas personas por las cuales se creía perseguido y perjudicado, sobre todo a su anterior médico Flechsig: lo llamaba «almicida» {«asesino de almas»} e incontables veces lo increpó «¡Pequeño Flechsig!», acentuando con fuerza la primera de esas palabras (383). Tras breve estadía en otro instituto, en junio de 1894 pasó de Leipzig al asilo Sonnenstein, de Pirna, y aquí permaneció hasta la definitiva configuración de su estado. En el curso de los años que siguieron, el cuadro clínico se alteró de un modo que las palabras del director del asilo, doctor Weber, describen mejor de lo que podríamos hacerlo nosotros:

«Sin entrar más en los detalles del curso de la enfermedad, señalemos que posteriormente, a partir de la psicosis inicial más aguda, que afectaba de manera directa a todo el acontecer psíquico y cabía definir como un delirio alucinatorio, se fue destacando cada vez más decididamente el cuadro clínico paranoico; por así decir, se fue cristalizando este, que es el que hoy se nos ofrece» (385). En efecto; por una parte, él había desarrollado un artificioso edificio delirante que posee los mayores títulos para nuestro interés y, por la otra, se había reconstruido su personalidad mostrándose a la altura de sus tareas en la vida, si prescindimos de perturbaciones aisladas.

El doctor Weber informa, en su pericia de 1899:

«Así pues, si prescindimos de los síntomas psicomotores que aun el observador ocasional no podrá menos que juzgar enseguida patológicos, por momentos el señor presidente del Superior Tribunal, doctor Schreber, no aparece ni confundido, ni inhibido psíquicamente, ni dañado de manera notable en su inteligencia; es reflexivo, posee excelente memoria y un muy considerable saber, no sólo en materias jurídicas sino en muchos otros campos, y es capaz de exponerlo en una argumentación ordenada; se interesa por los hechos de la política, la ciencia, el arte, etc., de continuo se ocupa de ellos ( … ) y, en los aspectos indicados, es difícil que el observador no advertido le encuentre nada extraño. A pesar de esto, el paciente rebosa de unas representaciones de base patológica que se han cerrado para formar un sistema completo, se han fijado en mayor o menor medida y no parecen admitir su enmienda mediante una concepción objetiva y una apreciación de las circunstancias de hecho» (385-6).

Este enfermo, tan alterado, se consideró a sí mismo capaz, y emprendió los pasos adecuados para conseguir que se levantara su curatela y lo dieran de alta del asilo. El doctor Weber se oponía a esos deseos y dictaminó en sentido contrario; empero, en su pericia de 1900 no pudo dejar de reconocer, en los siguientes términos, la naturaleza y conducta del paciente: «Habiendo recibido al señor presidente Schreber en su mesa familiar todos los días desde hace nueve meses, el suscrito ha tenido la más amplia oportunidad de conversar con él sobre todos los temas imaginables. Y no importa sobre qué recaiga la plática -si prescindimos, desde luego, de sus ideas delirantes-, se trate de cosas atinentes a la administración del Estado y la justicia, a la política, al. arte y la literatura, a la vida social o lo que fuere, él atestigua vivo interés, un conocimiento profundo, buena memoria y juicio certero; y aun en el terreno de la ética sustenta una concepción que no podría sino aprobarse. También en plática amena con las damas presentes se mostró desenvuelto y amable, y lleno de tacto y decencia en el tratamiento humorístico de muchas cosas; nunca trajo a la charla inocente de la mesa la consideración de cosas que no debieran hablarse allí, sino en la consulta médica» (397-8). Hasta en un negocio que afectaba los intereses de la familia brindó, en esa época, su idóneo saber profesional (401 y 510).

En los repetidos alegatos ante el tribunal, por medio de los cuales el doctor Schreber luchaba por su emancipación, en modo alguno desmintió su delirio ni disimuló su propósito de dar a publicidad las Memorias. Al contrario, realzó el valor de sus argumentaciones para la vida religiosa, y sostuvo que la ciencia actual era incapaz de invalidarlas; pero, al mismo tiempo, invocó la «absoluta inocuidad» (430) de todas aquellas acciones a las que se sabía constreñido por el contenido del delirio. Y al fin, la agudeza y el rigor lógico de este hombre reconocido como paranoico le dieron el triunfo: en julio de 1902 se levantó la incapacidad que pesaba sobre el doctor Schreber; al año siguiente aparecieron las Memorias de un enfermo nervioso, si bien censuradas y despojadas de muchos fragmentos valiosos de su contenido.

En el fallo que devolvió la libertad al doctor Schreber se resume en pocas palabras el contenido de su sistema delirante: «Se considera llamado a redimir el mundo y devolverle la bienaventuranza perdida. Pero cree que sólo lo conseguirá luego de ser mudado de hombre en mujer» (475).

Del dictamen pronunciado en 1899 por el médico del asilo, el doctor Weber, podemos tomar una descripción más detallada del delirio en su plasmación definitiva: «El sistema delirante del paciente remata en estar él llamado a redimir el mundo y devolverle su perdida bienaventuranza. Sostiene haber recibido esta misión directamente por inspiraciones divinas, tal como los profetas nos lo enseñan en su caso; es que unos nervios más desequilibrados, como lo han estado los suyos desde hace largo tiempo, tendrían la propiedad de ejercer sobre Dios un efecto de atracción; ahora bien, sostiene tratarse de cosas que no se pueden expresar en lenguaje humano o es muy difícil hacerlo, puesto que se situarían fuera de toda experiencia humana y sólo a él le habrían sido reveladas. En esta misión suya redentora, lo esencial es que primero tiene que producirse su mudanza en mujer. No es que él quiera mudarse en mujer; más bien se trata de un «tener que ser» fundado en el orden del universo y al que no puede en absoluto sustraerse, aunque en lo personal habría preferido mucho más permanecer en su honorable posición viril en la vida; pero él y el resto de la humanidad no podrían reconquistar el más allá de otro modo que por medio de una mudanza en mujer, a través de un milagro divino que quizá lo aguarde sólo después de trascurridos muchos años o aun decenios. Tiene por cosa asegurada que él es el objeto exclusivo del milagro divino y, así, el más maravilloso de los hombres que hayan vivido sobre la Tierra desde hace años. A cada hora y cada minuto experimenta ese milagro en su cuerpo, y también le es corroborado por las voces que -dice- hablan con él. Sostiene haber experimentado en los primeros años de su enfermedad destrucciones en diversos órganos de su cuerpo, que a cualquier otro hombre le habrían provocado indefectiblemente la muerte desde mucho tiempo atrás, pero él ha vivido un largo período sin estómago, sin intestinos, sin pulmones casi, con el esófago desgarrado, sin vejiga, con las costillas rotas, muchas veces se ha comido parte de su laringe al tragar, etc. Pero los milagros divinos (los «rayos») le habrían restablecido cada vez lo destruido, y por eso dice ser inmortal mientras siga siendo varón. Ahora bien, aquellos peligrosos fenómenos le desaparecieron desde hace tiempo; en cambio -afirma-, ha pasado al primer plano su «feminidad», tratándose de un proceso de desarrollo que probablemente requiera todavía decenios, si no siglos, para consumarse, y cuyo término es difícil que llegue a ser vivenciado por alguno de los seres humanos hoy vivos. Tiene el sentimiento de que ya han pasado a su cuerpo unos masivos, «nervios femeninos», de los cuales, por fecundación directa de Dios, saldrán hombres nuevos. Sólo entonces podrá morir de muerte natural y conseguir la bienaventuranza como los demás seres humanos. Entretanto, no sólo el Sol, sino los árboles y los pájaros, que son como unos «restos milagrosos de almas de anteriores seres humanos», le hablan con voz humana, y por doquier acontecen cosas milagrosas en su derredor» (386-8).

El interés del psiquiatra práctico por ‘tales formaciones delirantes suele agotarse, en general, tras establecer él la operación del delirio y apreciar su influjo sobre la dirección que el paciente imprime a su vida; el asombro del psiquíatra no es el comienzo de su entendimiento. El psicoanalista trae, de la noticia que tiene sobre las psiconeurosis, la conjetura de que aun formaciones de pensamiento tan extravagantes, tan apartadas del pensar ordinario de los hombres, se han originado en las mociones más universales y comprensibles de la vida anímica; le gustaría, por eso, conocer los motivos y los caminos de esa trasformación. Con ese propósito ahondará de buena gana en la historia de desarrollo así como en los detalles del delirio.

a. El médico informante destaca, como los dos puntos esenciales, el papel redentor y la mudanza en mujer. El delirio de redención es una fantasía con la que estamos familiarizados; harto a menudo constituye el núcleo de la paranoia religiosa. El agregado de que deba producirse por la mudanza del varón en mujer es insólito y extraño en sí mismo, pues se distancia mucho del mito histórico que la fantasía del enfermo quiere reproducir. Es tentador suponer, con la pericia médica, que la ambición de hacer el papel de redentor sería lo pulsionador en este complejo delirante, y la emasculación no podría reclamar otro significado que el de un medio para ese fin. Aunque esto último fuera válido para la plasmación definitiva del delirio, el estudio de las Memorias nos impone una concepción por entero diversa. Nos enteramos de que la mudanza en mujer (emasculación) fue el delirio primario, juzgado al comienzo como un acto de grave daño y de persecución, y que sólo secundariamente entró en relación con el papel de redentor. Es indudable, también, que al principio estaba destinada a producirse con el fin del abuso sexual y no al servicio de propósitos superiores. Expresado en términos formales: un delirio de persecución sexual se trasformó en el paciente, con posterioridad, en el delirio religioso de grandeza. E inicialmente hacía el papel de perseguidor el médico que lo trataba, profesor Flechsig; más tarde Dios mismo ocupó ese lugar.

Cito por extenso los pasajes probatorios de las Memorias: «De esta manera se tramó un complot contra mí (más o menos en marzo o abril de 1894), que paró en esto: luego que se hubiere reconocido o supuesto que mi enfermedad nerviosa era incurable, se me entregaría a un hombre, y de tal suerte que le darían mi alma, y en cuanto a mi cuerpo, mudado en un cuerpo de mujer -por un malentendido de la tendencia antes definida, que está en la base del orden del universo-, sería entregado así al hombre en cuestión  para que cometiera abuso sexual y luego, simplemente, lo «dejarían yacer», vale decir, sin duda, lo abandonarían a la corrupción» (56).

«Entonces, desde el punto de vista humano, que en esa época me gobernaba todavía preferentemente, era harto natural que yo siempre viera mi genuino enemigo sólo en el profesor Flechsig o su alma (más tarde vino a sumarse el alma de W., sobre lo cual daré los detalles en lo que sigue), y considerara la omnipotencia de Dios como mi aliada natural; me la figuraba en un aprieto frente al profesor Flechsig y por eso creía tener que ayudarla por todos los medios concebibles, aun el autosacrificio. Que Dios mismo ha sido cómplice, si no maquinador, del plan dirigido a perpetrar el almicidio contra mí y a entregar mi cuerpo como mujerzuela, he ahí un pensamiento que se me impuso mucho después; y aun, en parte, me es lícito decir que sólo cobré de él conciencia clara mientras redactaba el presente ensayo» (59).

«Han fracasado todos los intentos dirigidos a perpetrar un almicidio, a la emasculación con fines contrarios al orden del universo (o sea, para la satisfacción del apetito sexual de un hombre) y, más tarde, a la destrucción de mi inteligencia. Salgo vencedor -si bien tras muchos amargos sufrimientos y privaciones- de esta lucha, tan desigual en apariencia, de un hombre solo y débil contra el propio Dios; y salgo vencedor porque el orden del universo está de mi parte» (61).

En la nota 34 [correspondiente a la frase «contrarios al orden del universo»] se anuncia la trasfiguración posterior del delirio de emasculación y de la relación con Dios: «Más adelante expondremos que una emasculación para otro fin -adecuado al orden del universo- se encuentra dentro del campo de lo posible, y hasta puede contener la probable solución del conflicto».

Tales exteriorizaciones son decisivas para situar el delirio de emasculación y, así, para entender el caso mismo. Agreguemos que las «voces» escuchadas por el paciente nunca trataron la trasformación en mujer de otro modo que como una injuria sexual, en virtud de la cual se consideraban autorizadas a burlarse del enfermo. «Rayos de Dios, con respecto a la emasculación que parecía inminente, no rara vez se creían autorizados a burlarse de mí llamándome «Miss Schreber»» (127). – «¡Y quiere ser presidente del Superior Tribunal uno que se hace f. . .!». «¿Y no se avergüenza usted ante su esposa?» [177].

La naturaleza primaria de la fantasía de emasculación y su inicial independencia respecto de la idea del redentor es atestiguada, además, por aquella «representación», citada al comienzo, que afloró en duermevela: tiene que ser hermoso ser una mujer sometida al acoplamiento (36). Esta fantasía había devenido conciente en la época de incubación de la enfermedad, antes que él afrontara la sobrecarga de trabajo en Dresde.

El propio Schreber señala el mes de noviembre de 1895 como el período en que se estableció el nexo entre la fantasía de emasculacíón y la idea del redentor, y de esa suerte se facilita una reconciliación con la primera. «Pero en lo sucesivo se me hizo conciente como cosa indubitable que el orden del universo, me agrade o no personalmente, pide imperiosamente la emasculación, y que entonces, por motivos de razón, no me resta sino avenirme a la idea de la mudanza en una mujer. La ulterior consecuencia de la emasculacíón sólo podría ser, desde luego, una fecundación por rayos divinos con el fin de crear hombres nuevos» (177).

La mudanza en una mujer había sido el punctum saliens, el primer germen de la formación delirante; demostró ser también la única pieza que sobrevivió al restablecimiento, y la única que supo asegurarse su lugar en el obrar efectivo del ahora sano. «Lo único que a los ojos de otras personas puede aparecer como algo irracional es la circunstancia, a que también se ha referido el señor perito, de ser yo a veces sorprendido de pie ante el espejo o en otro lugar, descubierta la parte superior del cuerpo, con algunos aderezos femeninos (cintas, collares falsos, etc.). Por lo demás, ello sucede únicamente en la soledad, y nunca, al menos hasta donde puedo evitarlo, a la vista de otras personas» (429). El señor presidente del Superior Tribunal confiesa tales jugueteos en una época (julio de 1901) en que halló, para su salud recuperada respecto de las cosas prácticas, esta certera expresión: «Ahora hace mucho sé que las personas que veo ante mí no son «hombres improvisados de apuro», sino seres humanos reales, y por eso tengo que comportarme ante ellos como suele hacerlo un hombre racional en el trato con sus prójimos» (409). Por oposición a este quehacer de la fantasía de emasculación, el enfermo nunca emprendió otra cosa para el reconocimiento de su misión de redentor que, justamente, la publicación de sus Memorias.

b. La relación de nuestro enfermo con Dios es tan rara, y tan poblada de estipulaciones contradictorias entre sí, que hace falta una buena cuota de fe para perseverar en la expectativa de hallar algo de «método» en esta «locura». Ahora, con ayuda de las exteriorizaciones contenidas en las Memorias, debemos procurarnos una orientación más exacta sobre el sistema teológico-psicológico del doctor Schreber y exponer, en su nexo aparente (delirante), sus opiniones sobre los nervios, la bienaventuranza, la jerarquía divina y las propiedades de Dios. En todas las piezas de la teoría sorprende la notable mestura de vulgaridades y rasgos espirituales, de elementos trillados unos, y otros originales.

El alma humana está contenida en los nervios del cuerpo; hay que representárselos como unos productos de extraordinaria sutileza -comparables a unas finísimas hebras-. Algunos de estos nervios sólo son aptos para recibir percepciones sensoriales; otros (los nervios del entendimiento) operan todo lo psíquico, en lo cual rige la circunstancia de que cada nervio del entendimiento representa a toda la individualidad espiritual del ser humano, y el número mayor o menor de nervios del entendimiento presentes sólo influye sobre la duración del lapso en que pueden ser retenidas las impresiones.

Mientras que los hombres constan de cuerpo y nervios, Dios es ante todo puro nervio. Sin embargo, los nervios de Dios no existen en número limitado, como en el cuerpo humano, sino que son infinitos o eternos. Poseen todas las propiedades de los nervios humanos en una medida llevada hasta lo enorme. En su virtud creadora, es decir, de trasponerse en todas las cosas posibles del universo creado, se llaman rayos. Hay un vínculo íntimo entre Dios y el cielo estrellado o el Sol.

Consumada la obra de la Creación, Dios se retiró a una distancia inconmensurable (10-1 y 252) y dejó al universo en general librado a sus propias leyes. Se limitó a asumir las almas de los difuntos. Sólo por excepción condescendió a entrar en relación con algunos hombres muy dotados o a intervenir con un milagro en los destinos del universo. De acuerdo con el orden del universo, un comercio regular de Dios con almas de hombres ocurre sólo después de la muerte. Cuando un hombre fallece, las partes de su alma (los nervios) son sometidas a un procedimiento de purificación para ser finalmente integradas a Dios mismo como «vestíbulos del cielo». Así se genera un eterno ciclo de las cosas, que está en la base del orden del universo. Cuando Dios crea algo, se despoja de una parte de sí mismo, confiere una figura alterada a una parte de sus nervios. La aparente pérdida que así surge se compensa cuando tras siglos y milenios se le vuelven a juntar, como «vestíbulos del cielo», los nervios de hombres difuntos que se han vuelto bienaventurados (18 y 19n.)

Las almas purificadas en virtud del proceso purgador se encuentran en el goce de la bienaventuranza. Ellas han aminorado entretanto su conciencia de sí y se han fusionado en unidades superiores con otras almas. Almas relevantes, como las de un Goethe, un Bismarck, etc., quizá deban conservar por siglos la conciencia de su identidad, hasta que ellas mismas terminen por asimilarse a complejos de almas superiores (como «rayos de Jehová» para el judaísmo antiguo, «rayos de Zoroastro» en la religión persa). Durante la purificación, las almas aprenden la lengua que el propio Dios habla, el llamado «lenguaje fundamental», un «alemán algo anticuado, pero sin embargo vigoroso, que se caracteriza sobre todo por una gran riqueza de eufemismos» (13).

Dios, por su parte, no es un ser simple. «Sobre los «vestíbulos del cielo» se cierne Dios mismo, a quien, por oposición a estos «reinos de adelante de Dios», se le ha dado también la designación de «reinos de atrás de Dios». Los reinos de atrás de Dios sufrían (y todavía ahora sufren) una peculiar bipartición, según la cual se distinguió entre un Dios inferior (Arimán) y un Dios superior (Ormuz)» (19). Sobre el significado más preciso de esta bipartición, Schreber no sabe decir otra cosa, salvo que el Dios inferior se ha inclinado de preferencia por los pueblos de raza trigueña (los semitas), y el superior, por los pueblos rubios (arios). Empero, no es lícito pedir más al discernimiento humano en tan altas cuestiones. Comoquiera que fuese, nos enteramos todavía de que «a pesar de la unidad, en cierto respecto existente, de la omnipotencia de Dios, el Dios inferior y el superior tienen que concebirse como seres diferentes; cada uno de ellos, y también uno en relación con el otro, poseen su egoísmo y su pulsión de autoconservación particulares, y por eso siempre tratan de sacarse recíprocas ventajas» (140n.). Asimismo, durante el estadio agudo de la enfermedad, estas dos divinidades se comportaron de manera muy diferente con el desdichado Schreber.

El presidente del Superior Tribunal, Schreber, había sido en sus días sanos un incrédulo en asuntos de religión (29 y 64); no había podido abrazar una fe sólida en la existencia de un Dios personal. Y de este hecho de su prehistoria aun extrae un argumento para apoyar la plena realidad objetiva de su delirio. Pero quien averigüe lo que sigue sobre las propiedades de carácter del Dios de Schreber tendrá que decirse que la trasmudación producida por la paranoia no fue muy radical, y que en el ahora redentor se conserva todavía mucho del antes incrédulo.

En efecto, el orden del universo tiene una laguna a consecuencia de la cual la existencia de Dio! mismo aparece amenazada. En virtud de un nexo que no recibe mayor esclarecimiento, los nervios de hombres vivos, sobre todo en el estado de una excitación de alto grado, ejercen tal atracción sobre los nervios de Dios que este no puede volver a soltarse de ellos, vale decir, está amenazado en su propia existencia (11). Ahora bien, este caso, extraordinariamente raro, aconteció con Schreber y le trajo por consecuencia el máximo padecer. Por esa vía se puso en movimiento la pulsión de autoconservación de Dios (30), y resultó que Dios está muy lejos de la perfección que las religiones le atribuyen. A lo largo de todo el libro de Schreber se extiende la acusación de que Dios, acostumbrado sólo al trato con los difuntos, no comprende a los hombres vivos.

«Pero en esto reina un malentendido fundamental, que desde entonces se extiende como un hilo rojo a lo largo de toda mi vida y que consiste, justamente, en que Dios, de acuerdo con el orden del universo, en verdad no conocía a los hombres vivos ni le hacía falta conocerlos, sino que, por ese orden del universo, sólo tenía que tratar con cadáveres» (55). – «Hay algo ( … ) que según mi convencimiento debe traerse de nuevo a cuento, a saber, que Dios por así decir no se entendía con el hombre vivo, sino que estaba acostumbrado a tratar sólo con cadáveres o, en todo caso, con el hombre durmiente (que sueña)» (141). -«»Incredibile scriptu!» agregaría yo mismo, y sin embargo todo es positivo y verdadero, por inconcebible que a otros hombres les resulte la idea de una incapacidad tan total de Dios para apreciar rectamente a los hombres vivos, y por más tiempo que me haya llevado a mí mismo habituarme a esa idea, tras las innumerables observaciones que he hecho sobre esto» (246).

Sólo en virtud de ese malentendido de Dios respecto de los hombres vivos pudo suceder que El fuera el maquinador del complot urdido contra Schreber, que Dios lo tuviera por idiota y lo sometiera a las más gravosas pruebas (264). Para sustraerse de ese juicio adverso, tuvo que avenirse a una «compulsión de pensar» en extremo fatigosa. «A cada suspensión de mi actividad de pensar, Dios al instante reputaba extinguidas mis capacidades intelectuales, sobrevenida la por él esperada destrucción del entendimiento (la idiotez) y, así, dada la posibilidad del retiro» (206).

Una indignación muy violenta es provocada por el comportamiento de Dios en materia del esfuerzo de evacuar o de c… El pasaje es tan característico que lo he de citar entero. Para su inteligencia, anticipo que tanto los milagros como las voces parten de Dios (es decir, de los rayos divinos).

«A causa de su característico significado, tengo que consagrar todavía algunas puntualizaciones a la pregunta recién mencionada: «¿Por qué no c… usted, pues?»; aunque el tema sea poco decente, estoy constreñido a tocarlo. Y es que, como todo lo demás en mi cuerpo, también la necesidad de evacuación es provocada por un milagro; esto acontece por ser el excremento esforzado dentro de los intestinos hacia adelante (muchas veces también de nuevo hacia atrás), y cuando, a consecuencia de evacuaciones cumplidas, ya no queda material suficiente, al menos los mínimos restos todavía existentes de contenido intestinal son untados en mi ano. Trátase, aquí, de un milagro del Dios superior, que cada día se repite varias docenas de veces por lo menos. Con esto se conecta la representación, directamente inconcebible para los hombres y explicable sólo por el total desconocimiento que Dios tiene del hombre vivo como organismo, de que el «c. . . » en cierta medida es lo último, es decir, con la obtención milagrosa del esfuerzo de c… se alcanza la meta de la destrucción del entendimiento y queda dada la posibilidad de una retirada definitiva de los rayos. A mi parecer, es preciso, para ir al fondo de la génesis de esta representación, considerar la presencia de ‘ un malentendido respecto del significado simbólico del acto de evacuar, a saber, que quien ha entrado con rayos divinos en una relación que corresponda a la mía está justificado en cierta medida para c… en todo el mundo.

»Al mismo tiempo, empero, se exterioriza aquí toda la perfidia de la política seguida en mi contra. Casi todas las veces que se me hace el milagro de la necesidad de evacuación, se envía -incitando los nervios del ser humano en cuestión- a alguna otra persona de mi contorno al excusado para impedirme la evacuación; es este un fenómeno que desde hace años he observado tantísimas veces (millares de veces) y tan regularmente que se excluye toda idea de casualidad. Pero entonces en mí mismo, a la pregunta: «¿Por qué no c… usted, pues?», se prosigue con la famosa respuesta: «Tal vez porque soy tonto». La pluma se niega casi a poner por escrito el formidable dislate de que Dios, de hecho, en su enceguecimiento debido a su ignorancia de la naturaleza humana, llegue hasta suponer que exista un hombre que pueda no c. . . por tontería -siendo cosa que todo animal es capaz de hacer-. Si yo, entonces, en caso de tener necesidad evacuo realmente -para lo cual, puesto que casi siempre me encuentro con el baño ocupado, me sirvo por lo general de una cuba-, ello va siempre unido a un vigorosísimo desarrollo de la voluptuosidad del alma. En efecto, librarse de la presión causada por el excremento presente en los intestinos trae por consecuencia un intenso bienestar para los nervios de la voluptuosidad. Por esta razón, siempre, y sin excepción alguna, han estado reunidos todos los rayos al evacuar y orinar; y por esta misma razón siempre se procura, cuando yo me preparo para estas funciones naturales -el esfuerzo de evacuar y orinar-, volver a hacerles el milagro hacia atrás, si bien casi siempre en vano» (225-7).

Este raro Dios de Schreber tampoco es capaz de aprender nada por experiencia: «Parece serle imposible, por alguna propiedad que reside en la esencia de Dios, extraer de la experiencia así adquirida una enseñanza para el futuro» (186). Por eso puede repetir durante años y sin modificación las mismas pruebas martirizadoras, milagros y proferencias de voces, hasta que por fuerza se vuelve motivo de irrisión para el perseguido.

«De aquí se sigue que Dios, en casi todo lo que me acontece a su respecto, luego de que los milagros han perdido la mayor parte de su anterior efecto temible, me aparezca ridículo o pueril. De ahí se sigue, para mi conducta, que a menudo yo estoy compelido, en defensa propia y según las circunstancias, a hacer el papel de burlador de Dios aun en palabras expresas… » (333).

Sin embargo, esta crítica a Dios y sublevación contra él tropiezan en Schreber con una enérgica corriente contraria, a la que se da expresión en numerosos pasajes: «Pero con la máxima decisión debo destacar aquí que sólo se trata de un episodio que, según espero, a más tardar llegará a su término con mi deceso, y por lo tanto sólo a mí, y no a los otros hombres, me cabe el derecho de burlarme de Dios. Para los otros hombres, Dios sigue siendo el Creador omnipotente del Cielo y de la Tierra, la razón primordial de todas las cosas y el amparador de su futuro, a quien se debe -si bien es preciso rectificar algunas de las representaciones religiosas ordinarias- adoración y suprema veneración» (333-4).

Por eso se intenta repetidas veces justificar a Dios por su comportamiento hacia el paciente; tan rebuscadamente como en todas las teodiceas, se encuentra la explicación ora en la naturaleza universal de las almas, ora en la obligación que tiene Dios de conservarse a sí mismo y en los influjos desorientadores del alma de Flechsig (60-1 y 160). Pero, en su conjunto, la enfermedad es concebida como una lucha del hombre Schreber contra Dios, en la cual sale triunfador el débil humano porque tiene de su parte el orden del universo (61).

De las pericias médicas, uno habría podido inferir fácilmente que en Schreber se asistía a la forma corriente de la fantasía del redentor. Sería el Hijo de Dios, llamado a salvar al mundo de su miseria o de la ruina que lo amenaza. Por eso no omití exponer en detalle las particularidades de la relación de Schreber con Dios. El significado que ella tiene para el resto de la humanidad se menciona rara vez en las Memorias, y sólo al final de la formación delirante. Consiste, en lo esencial, en que ningún difunto puede devenir bienaventurado mientras su persona (la de Schreber) absorba, por su fuerza de atracción, la masa principal de los rayos de Dios (32). También la franca identificación con Jesucristo sale a la luz sólo muy tarde (338 y 431).

No tendrá perspectivas de acierto ningún ensayo de explicar el caso Schreber que no tome en cuenta estas peculiaridades de su representación de Dios, esta mezcla de rasgos de veneración y de revuelta.

Pasemos ahora a otro tema, situado en íntima referencia a Dios: el de la bienaventuranza. La bienaventuranza es para Schreber, por cierto, «la vida en el más allá» a que es elevada el alma humana mediante la purgación tras la muerte. La describe como un estado de continuo gozar, unido a la visión de Dios. Es bien poco original, pero en cambio nos sorprenderá, el distingo que Schreber traza entre una bien-aventuranza masculina y una femenina: «La bienaventuranza masculina se sitúa más alto que la femenina, pues esta última parece tener que consistir de preferencia en un continuo sentimiento de voluptuosidad» (18). Otros pasajes proclaman la coincidencia de bienaventuranza y voluptuosidad en lenguaje más nítido y sin referirse a la diferencia entre los sexos; del mismo modo, no se trata más de la visión de Dios como ingrediente de la bienaventuranza. Así, por ejemplo: « … con la naturaleza de los nervios de Dios, en virtud de la cual la bienaventuranza ( … ) si bien no de manera exclusiva, por lo menos al mismo tiempo es una sensación de voluptuosidad acrecentada en grado sumo» (51). Y: «Es lícito concebir la voluptuosidad como un fragmento de bienaventuranza que se concede por anticipado al hombre y a otras criaturas vivas» (281), ¡de suerte que la bienaventuranza celestial debería comprenderse fundamentalmente como un acrecentamiento y una continuación del placer sensual terreno!

Esta concepción de la bienaventuranza en modo alguno es una pieza del delirio de Schreber que proviniera de los primeros estadios de la enfermedad y luego se eliminara por inconciliable. Todavía en el «alegato de apelación» (julio de 1901), el enfermo destaca como una de sus más grandes intelecciones que «la voluptuosidad, sin más, mantiene un vínculo cercano -que hasta aquí no se ha vuelto discernible para otros seres humanos- con la bienaventuranza de los espíritus separados» [442].

Y aun averiguaremos que este «vínculo cercano» es la roca sobre la cual el enfermo edifica la esperanza en una reconciliación final con Dios y el cese de su padecer. Los rayos de Dios pierden su intención hostil tan pronto como están seguros de asimilarse con voluptuosidad de alma al cuerpo de él (133); Dios mismo demanda hallar la voluptuosidad con él (283), y amenaza con el retiro de sus rayos si él se muestra negligente en el cultivo de la voluptuosidad y no puede ofrecer a Dios lo demandado (320).

Esta sorprendente sexualización de la bienaventuranza celestial nos impresiona como si el concepto de Schreber sobre la bienaventuranza {Seligkeit} hubiera nacido por condensación de los dos significados principales de la palabra alemana: difunto y sensualmente dichoso.  Pero en ella hallaremos también ocasión de someter a examen la relación de nuestro paciente con el erotismo en general, con los problemas del goce sexual, pues nosotros, los psicoanalistas, profesamos hasta ahora la opinión de que las raíces de toda enfermedad nerviosa y psíquica se encuentran de preferencia en la vida sexual; algunos lo hacemos sólo fundados en la experiencia, y los otros, además de ello, en virtud de consideraciones teóricas.

De acuerdo con las muestras del delirio de Schreber que hasta aquí hemos dado, cabe rechazar sin más el temor de que esta enfermedad paranoide, justamente, pudiera resultar el «caso negativo» buscado desde hace tanto tiempo, en que la sexualidad desempeñara un ínfimo papel. El propio Schreber se pronuncia repetidas veces en ese sentido, como si fuera un partidario de nuestro prejuicio. Siempre menciona de un solo aliento «nerviosidad» y «pecado erótico», como si fueran inseparables entre sí.

Antes de contraer su enfermedad, el presidente del Superior Tribunal había sido un hombre de rígidas costumbres: «Pocos hombres hay -afirma él, y yo no veo justificación alguna para desconfiarle- que como yo se hayan criado en unos principios éticos tan rigurosos, y que a lo largo de toda su vida, sobre todo en el aspecto sexual, se hayan impuesto una contención acorde a esos principios, como yo tengo derecho a sostenerlo sobre mí mismo» (281). Tras la seria batalla anímica que se dio a conocer hacia afuera por las manifestaciones de la enfermedad, la relación con el erotismo se había alterado. Había llegado a la intelección de que el cultivo de la voluptuosidad era un deber para él, y sólo su cumplimiento pondría fin al grave conflicto que había estallado dentro de él o, como creía, en torno de él. La voluptuosidad era, como las voces se lo aseguraban, cosa que debía hacerse «en temor de Dios» y sólo lamentaba no ser capaz de consagrar el día entero a su cultivo (285).

He ahí, pues, el resumen de la alteración patológica de Schreber, siguiendo las dos principales direcciones de su delirio. Antes era alguien inclinado al ascetismo sexual y no creía en la existencia de Dios; discurrida la enfermedad fue un creyente en Dios y un buscador de voluptuosidad. Pero así como su recuperada fe en Dios era de rara índole, también la pieza de goce sexual que se había conquistado presentaba un carácter harto insólito. No era ya una libertad sexual masculina, sino un sentimiento sexual femenino; adoptaba una actitud femenina frente a Dios, se sentía mujer de Dios.

Ningún otro fragmento de su delirio es tratado por el enfermo con tanto detalle, con tanta insistencia, se podría decir, como la mudanza en mujer por él aseverada. Los nervios por él absorbidos han cobrado en su cuerpo el carácter de unos nervios de voluptuosidad femenina, y con un sello femenino mayor o menor, en particular sobre su piel, a la que prestan la peculiar blandura de ese sexo (87). Si ejerce leve presión con la mano sobre un lugar cualquiera del cuerpo, siente estos nervios bajo la superficie de la piel como unas formaciones a modo de hilos o cordones; ellos están presentes sobre todo en el torso, donde la mujer tiene los pechos. «Mediante una presión que se ejerza sobre estas formaciones yo puedo, sobre todo si pienso en algo femenino, procurarme una sensación de voluptuosidad correspondiente a la femenina» (277). El sabe con certeza que estas formaciones no son, por su origen, nada más que ex nervios de Dios, los cuales difícilmente han podido perder su propiedad de nervios por pasar a su cuerpo (279). Por medio de un «dibujar» (un representar visual) es capaz de procurarse a sí mismo y a los rayos la impresión de que su cuerpo está dotado de pechos y partes genitales femeninas: «Dibujar un trasero femenino en mi cuerpo -«honni soit qui mal y pense»-  se me ha hecho un hábito, a punto tal que casi siempre lo hago involuntariamente al agacharme» (233). El afirma «atrevidamente que quien lo viera ante el espejo con la parte superior de su tronco desnuda -sobre todo si la ilusión es apoyada por algún adorno femenino- recibiría la impresión indubitable de estar frente a un torso de mujer» (280). Reclama un examen médico para que se compruebe que todo su cuerpo, desde la coronilla a las plantas de los pies, está recorrido por nervios de voluptuosidad, lo cual, en su opinión, ocurre sólo en el cuerpo femenino, mientras que en el varón, por lo que él sabe, se encuentran nervios de voluptuosidad sólo en las partes genitales y en su inmediata proximidad (274). La voluptuosidad de alma que se le ha desarrollado por esta acumulación de los nervios en su cuerpo es tan intensa que, sobre todo yacente en la cama, le hace falta un mínimo gasto de fuerza imaginativa para obtener un contento sensual, que le otorga una vislumbre bastante nítida del goce sexual femenino en el acoplamiento (269).

Si nos acordamos del sueño que tuvo en el período de incubación de su enfermedad, antes de su traslado a Dresde, se vuelve evidente y a salvo de cualquier duda que el delirio de la mudanza en mujer no es más que la realización de dicho contenido onírico. En aquel tiempo se había revuelto con viril indignación contra ese sueño, y de igual modo se defendió de él al comienzo, durante la enfermedad; veía la mudanza en mujer como una irrisión a que lo condenaban con un propósito hostil. Pero llegó un momento (noviembre de 1895) en que empezó a reconciliarse con esa mudanza y la conectó con unos propósitos superiores de Dios: «Desde entonces he inscrito en mi bandera, con plena conciencia, el cultivo de la feminidad» (177-8).

Luego llegó a la convicción cierta de que Dios mismo, para su propia satisfacción, le demandaba la feminidad: «Pero tan pronto como -si me es lícito expresarme así- quedo a solas con Dios, es para mí una necesidad perentoria conseguir, con todos los medios concebibles y la convocatoria total de las capacidades de mi entendimiento, sobre todo la imaginación, que los rayos divinos reciban de. mí con la máxima continuidad -o, puesto que el ser humano simplemente no puede lograrlo, al menos en ciertos períodos del día- la impresión de una mujer que se regala en medio de voluptuosas sensaciones» (281).

«Por el otro lado, Dios pide un goce contínuo, en correspondencia a las condiciones de existencia de las almas con arreglo al orden del universo; es mi misión ofrecérselo ( … ) en la forma del más vasto desarrollo de la voluptuosidad del alma, y toda vez que algo de goce sensual sobre para mí, tengo derecho a tomarlo como una pequeña compensación por el exceso de padecimientos y privaciones que desde hace años me ha sido impuesto … » (283).

« … yo creo incluso, según las impresiones adquiridas, tener derecho a declarar la opinión de que Dios nunca emprendería una acción de retirada -a raíz de la cual mi bien-estar corporal todas las veces se estropea considerablemente-, sino que sin resistencia alguna y con duradera uniformidad obedecería a la atracción, si me fuera posible hacer siempre el papel de la mujer que yace conmigo mismo en abrazo sexual, hacer descansar siempre mi mirada en un ser femenino, contemplar siempre imágenes femeninas, etc.» (284-5).

Las dos piezas principales del delirio de Schreber, la mudanza en mujer y el vínculo privilegiado con Dios, están enlazadas en su sistema mediante la actitud femenina frente a Dios. Se convierte en tarea insoslayable para nosotros demostrar la presencia de un vínculo genético esencial entre esas dos piezas, pues de lo contrario caeríamos, en nuestras elucidaciones sobre el delirio de Schreber, en el ridículo papel que Kant describe en el famoso símil de la Crítica de la razón pura: el del hombre que sostiene abajo el cedazo mientras el otro ordeña el macho cabrío.

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