Obras de S. Freud: Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia. Intentos de interpretación

Intentos de interpretación.

Desde dos ángulos uno podría ensayar el avance hacía la inteligencia de este historial clínico paranoico, y descubrir en él los consabidos complejos y fuerzas. pulsionales de la vida anímica, a saber: desde las exteriorizaciones delirantes del propio enfermo y desde las ocasiones a raíz de las cuales contrajo su enfermedad.

El primer camino aparece tentador después que Carl G. Jung [1907] nos ha dado el brillante ejemplo de la interpretación de un caso incomparablemente más grave de dementia praecox, que presentaba unas exteriorizaciones de síntoma incomparablemente más alejadas de lo normal. Además, la elevada inteligencia y la franqueza del enfermo parecen facilitarnos solucionar la tarea por este camino. Es que no rara vez nos pone él mismo la clave en la mano: lo hace agregando a una tesis delirante, como de pasada, una elucidación, una cita o ejemplo, o impugnando de manera expresa una semejanza que a él mismo le aflora. Entonces bastará, en este último caso, con remover la vestidura negativa -como se está habituado a hacerlo en la técnica psicoanalítica-, con tomar el ejemplo como lo genuino, la cita o la corroboración como la fuente, y uno se hallará en posesión de la traducción buscada desde el modo de expresión paranoico al normal.

Una probanza de esta técnica quizá merezca exposición más detallada. Schreber se queja de que lo acosan los que llama «pájaros de milagro» o «pájaros hablantes», a los que atribuye una serie de propiedades muy llamativas (208-14). Según su convicción, han sido formados a partir de restos de ex «vestíbulos del cielo», vale decir, de almas de seres humanos que fueron bienaventuradas, y, cargados con veneno cadavérico, han sido azuzados contra él. Los han habilitado para proferir unas «frases aprendidas de memoria y carentes de sentido», que les han sido «inculcadas». Toda vez que han descargado en él el veneno cadavérico que almacenaban, o sea, que le «repitieron maquinalmente las frases que en cierta medida tenían inculcadas», se asimilaron en alguna medida a su alma con las palabras «maldito tipo» o «vaya un maldito». las únicas en virtud de las cuales son todavía capaces de expresar una sensación genuina. Ellos no comprenden el sentido de las palabras que pronuncian, pero tienen una natural receptividad para su homofonía, que no necesita ser total. De ahí que les importe poco que se diga:

«Santiago» o «Karthago»,
«Chinesentum» o «Jesum Christum»,
«Abendrot» o «Atemnot»,
«Ariman» o «Ackermann», etc. (210).

Mientras uno lee este cuadro, no puede defenderse de la ocurrencia de que ha de referirse a unas muchachas jóvenes, a quienes, con tono crítico, se suele comparar a gansos y, con falta de galantería, se atribuye «cerebro de pájaro»; de ellas se afirma que no saben decir más que unas frases aprendidas, y delatan su incultura confundiendo entre sí palabras extranjeras que suenan parecido. El «maldito tipo», única expresión seria en ellas, sería entonces el triunfo del hombre joven que ha sabido imponérseles. Y hete aquí que páginas más adelante uno tropieza con las frases de Schreber que certifican esa interpretación: «A gran número de las restantes almas de pájaro les he puesto en broma, para distinguirlas, nombres de muchacha, pues a todas ellas ;e las puede comparar a niñas pequeñas por su curiosidad, su tendencia a la voluptuosidad, etc. Y luego estos nombres de muchacha han sido capturados por los rayos de Dios y conservados para designar las respectivas almas de pájaro» (214). Además, de esta facilísima interpretación de los «pájaros de milagro» se recoge un indicio para entender los enigmáticos «vestíbulos del cielo».

No ignoro que hace falta una buena proporción de tacto y de reserva siempre que en el trabajo psicoanalítico se abandona el, terreno de los casos típicos de la interpretación, ni que el oyente o lector sólo nos acompañará hasta donde se lo consienta la familiaridad que ya haya adquirido con la técnica analítica. Uno tiene, pues, todas las razones para proveer que un mayor gasto de perspicacia no vaya acompañado por una certeza y credibilidad menores. Por otra parte, está en la naturaleza de la cosa que un trabajador exagere la precaución y otro la osadía. Sólo tras muchos tanteos y después de familiarizarse mejor con el asunto podrá uno trazar los límites correctos de la interpretación lícita. En la elaboración del caso Schreber, la reserva me es prescrita por el hecho de que las resistencias a la publicación de las Memorias consiguieron sustraer a nuestro conocimiento una parte considerable del material, probablemente lo más sustantivo para su inteligencia. Por ejemplo, el capítulo III del libro, que había empezado con este promisorio anuncio: «Trato ahora en primer término sobre cosas que sucedieron a otros miembros de mi familia y que, según puede pensarse, mantuvieron alguna relación con el almicidio presupuesto; comoquiera que fuese, todas ellas llevan un sello más o menos enigmático, difícil de explicar de acuerdo con las experiencias humanas ordinarias» (33); a ese comienzo, digo, sigue inmediatamente esta otra frase: «El restante contenido del capítulo ha sido suprimido por ser inconveniente su publicación». Entonces, tendré que darme por conforme si consigo reconducir con alguna certeza justamente el núcleo de la formación delirante a su origen a partir de unos consabidos motivos humanos.

Con este propósito agregaré una pequeña pieza del historial clínico que no es debidamente apreciada en los dictámenes, a pesar de que el propio enfermo hace todo lo posible para situarla en el primer plano. Me refiero ala relación de Schreber con su primer médico, el consejero privado profesor Flechsig, de Leipzig.

Sabemos ya que el caso Schreber llevaba al comienzo el sello del delirio de persecución, sólo borrado a partir del punto de inflexión de la enfermedad (la «reconciliación»). Desde entonces las persecuciones se vuelven cada vez más tolerables, y el carácter ignominioso de la emasculación que lo. amenaza es relegado, por responder ella a una finalidad del orden del universo. Ahora bien, el autor de todas las persecuciones es Flechsig, quien sigue siendo su maquinador durante toda la trayectoria de la enfermedad.

¿Cuál fue en verdad la fechoría de Flechsig y a qué motivo respondió? El enfermo nos lo cuenta con la imprecisión e inasibilidad características que se pueden considerar rasgo distintivo de todo trabajo de formación delirante particularmente intenso, si es lícito apreciar la paranoia siguiendo el modelo del sueño, que tanto más familiar nos resulta. Flechsig ha perpetrado o ha intentado un «almicidio» en el enfermo, acto este que tal vez quepa asimilar a los empeños de Lucifer y los demonios por apoderarse de un alma, y quizá tuviera su modelo en procesos ocurridos entre* miembros ha mucho fallecidos de las familias Flechsig y Schreber (22 y sigs.). Querríamos averiguar más sobre el sentido de este almicidio, pero aquí se nos vuelven a denegar las fuentes de manera tendenciosa: «Salvo lo ya indicado, no puedo decir en qué consiste la genuina naturaleza del almicidio ni, por así decir, la de su técnica. Acaso sólo cabría agregar aún. . . (sigue un pasaje de publicación inconveniente)» (28). A raíz de esta omisión no queda para nosotros en claro qué se entiende por «almicidio». Más adelante mencionaremos la única referencia que ha escapado a la censura.

Comoquiera que esto fuese, pronto siguió un ulterior desarrollo del delirio ‘ que afectó la relación del enfermo con Dios sin modificar su relación con Flechsig. Si hasta ese momento había visto sólo en Flechsig (o más bien en su alma) su genuino enemigo, y considerado la omnipotencia de Dios como su aliada, no pudo ahora rechazar el pensamiento de que Dios mismo era el cómplice, si no el maquinador, del plan dirigido contra él (59). Pero Flechsig siguió siendo el primer seductor, a cuyo influjo sucumbió Dios (60). Se había ingeniado para elevarse hasta el cielo con toda su alma o una parte de ella y, así, para convertirse en «conductor de rayos» -sin muerte ni previa purificación   (56). El alma de Flechsig conservó este papel aun después que el enfermo trocó la clínica de Leipzig por el asilo de Pierson. El influjo del nuevo contorno se manifestó en sumársele el alma del enfermero jefe -en quien el enfermo reconoció a un ex vecino-, como el alma de Von W. Luego, el alma de Flechsig inició la «división de almas», que cobró grandes dimensiones. En cierto momento hubo entre cuarenta y sesenta de tales secciones del alma de Flechsig; dos partes mayores del alma recibieron los nombres de «Flechsig superior» y «Flechsig medio». Igual comportamiento tuvo el alma de Von W. (la del enfermero jefe) (111 ). Y a todo esto, producía a veces un efecto muy cómico que las dos almas se desafiaran, y anduvieran a los empujones el orgullo nobiliario de una contra la arrogancia profesoral de la otra (113). En las primeras semanas de su estancia en Sonnenstein (donde fue en definitiva trasladado en el verano de 1894), entró en acción el alma del nuevo médico, doctor Weber, y poco después sobrevino aquel ímpetu subvirtiente {Umschwung} en el desarrollo del delirio del que nos hemos anoticiado como la «reconciliación».

Durante la posterior estadía en Sonnenstein, cuando Dios empezó a estimar mejor al enfermo, se produjo una razzia entre las almas gravosamente multiplicadas; en virtud de ella, el alma de Flechsig perduró sólo en una o dos figuras, y la de Von W., en una figura única. Y esta última pronto desapareció por completo; las partes del alma de Flechsig, que poco a poco perdieron su inteligencia así como su poder, fueron designadas luego como el «Flechsig de atrás» y el «partido del como sea». El alma de Flechsig conservó su significación hasta el final, según lo sabemos por la «Carta abierta al señor consejero privado, profesor doctor Flechsig».

Este último, asombroso escrito, expresa la convicción cierta de que este médico que poseía influjo sobre él tuvo a su vez las mismas visiones que el enfermo, y recibió idénticas informaciones sobre cosas suprasensibles. Y lo hace preceder por la protesta de que nada más ajeno al autor de las Memorias que el propósito de atacar el honor del médico. Esto mismo se repite con seriedad y énfasis en los alegatos del enfermo (343 y 445); se ve que él se empeña en dividir el «alma Flechsig» de la persona viva de ese nombre, el Flechsig del delirio del Flechsig de carne y hueso.

Del estudio de una serie de casos de delirio persecutorio, tanto yo como otros investigadores hemos recibido la impresión de que la relación del enfermo con su perseguidor se puede resolver mediante una fórmula simple.  La persona a quien el delirio atribuye un poder y un influjo tan grandes, y hacia cuyas manos convergen todos los hilos del complot, es, cuando se la menciona de manera determinada, la misma que antes de contraerse la enfermedad poseía una significatividad de similar cuantía para la vida de sentimientos del paciente, o una persona sustitutiva de ella, fácilmente reconocible. Sostenemos que la intencionalidad del sentimiento es proyectada como un poder exterior, el tono del sentimiento es trastornado hacia lo contrario {ins Gegenteil verkebren}, y que la persona ahora odiada y temida a causa de su persecución es alguien que alguna vez fue amado y venerado. La persecución estatuida en el delirio -afirmamos- sirve sobre todo para justificar la mudanza de sentimiento en el interior del enfermo.

Consideremos, desde este punto de vista, los vínculos preexistentes entre el paciente y su médico y perseguidor Flechsig. Ya sabemos que Schreber, en 1884 y 1885, había atravesado por una primera enfermedad nerviosa que pasó «sin incidente alguno que rozara el ámbito de lo supra-sensible» (35). En el curso de este estado, definido como «hipocondría», que en apariencia se mantuvo dentro de los límites de una neurosis, Flechsig fue su médico. Schreber residió entonces seis meses en la clínica universitaria de Leipzig. Nos enteramos de que el restablecido guardaba buen recuerdo de su médico. «Lo esencial fue que al fin me curé (luego de un viaje de reconvalecencia más prolongado), y por eso sólo podía abrigar entonces unos sentimientos de vivo agradecimiento hacia el profesor Flechsig, que por otra parte le expresé mediante una posterior visita y unos honorarios apropiados, según mi parecer» (35-6). Es verdad que en sus Memorias Schreber no presenta sin algunas restricciones la alabanza del primer tratamiento de Flechsig, pero ello bien puede comprenderse a partir de la postura ahora alterada hacia lo opuesto. El originario entusiasmo del sentimiento en favor del médico que había alcanzado el éxito se puede inferir de la puntualización que sigue a la manifestación ya citada: «Un agradecimiento casi más ferviente todavía sintió mi mujer, que en el profesor Flechsig honraba, ni más ni menos, a quien le había devuelto a su marido, y por esa razón tuvo durante años su retrato sobre su mesa de trabajo» (36).

Puesto que se nos impide mirar dentro de la causación de la primera enfermedad, cuya inteligencia sería por cierto indispensable para esclarecer la grave afección posterior, ahora tenemos que adentrarnos al acaso en una trama para nosotros desconocida. Sabemos que en el período de incubación de la enfermedad (entre su nombramiento y su asunción del cargo, de junio a octubre de 1893), sobrevinieron repetidos sueños del siguiente contenido: había retornado la anterior enfermedad nerviosa. Además, cierta vez, en un estado de duermevela le afloró la sensación de que era hermosísimo sin duda ser una mujer sometida al acoplamiento. Si ponemos a esos sueños y a esa representación fantaseada, que en Schreber son comunicados en la contigüidad más inmediata, también en un nexo de contenido, tenemos derecho a inferir que con el recuerdo de la enfermedad despertó también el del médico, y la postura femenina de la fantasía valía desde el comienzo para el médico. 0 quizás el sueño de que la enfermedad volvía tuvo simplemente el sentido de una añoranza: «Me gustaría volver a ver a Flechsig». Nuestra ignorancia sobre la sustancia psíquica de la primera enfermedad no nos consiente avanzar por aquí. Quizá de ese estado quedó corno resto una dependencia tierna respecto del médico, que ahora -por razones desconocidas- cobró refuerzo hasta elevarse a una simpatía erótica. Se le instaló enseguida un rechazo indignado de esa fantasía femenina de impersonal sustento -una verdadera «protesta masculina», según la expresión de Alfred Adler, mas no en el sentido que él le da-. Pero en la grave psicosis que pronto estallaría, la fantasía femenina se iría imponiendo sin pausa, y apenas hace falta corregir un poco la indeterminación paranoica de los modos de expresión de Schreber para colegir que el enfermo temía un abuso sexual de su médico. Un avance de libido homosexual fue entonces el ocasionamiento de esta afección; es probable que desde el comienzo mismo su objeto fuera el médico Flechsig, y la revuelta contra esa moción libidinosa produjese el conflicto del cual se engendraron los fenómenos patológicos.

Me detengo por un momento ante una ola de imputaciones y objeciones. Quien conozca la psiquiatría de hoy tiene derecho a esperar malevolencias.

¿No es irresponsable ligereza, indiscreción y calumnia acusar de homosexualidad a un hombre de tan elevadas miras éticas como el presidente del Superior Tribunal, doctor Schreber? No; el propio enfermo ha anunciado a sus prójimos su fantasía de la mudanza en mujer, y se sobrepone a susceptibilidades personales en aras de unos intereses de superior intelección. El mismo, pues, nos ha dado el derecho a ocuparnos de esa fantasía, y nuestra traducción a los términos especializados de la medicina nada agrega a su contenido. – Bien; pero él lo hizo en su condición de enfermo; su delirio de ser mudado en mujer era una idea patológica. – No lo hemos olvidado. Y por lo demás, sólo tenemos que ocuparnos de la intencionalidad y el origen de esta idea patológica. Invocamos su propio distingo entre el hombre Flechsig y el «alma Flechsig». No le reprochamos nada: ni que tuviera mociones homosexuales ni que se afanara por reprimirlas. Los psiquiatras deberían terminar por aprender de este enfermo, que dentro de todo su delirio se empeña por no confundir el mundo de lo inconciente con el mundo de la realidad.

Pero -se objetará- en ningún pasaje se dice expresamente que la temida mudanza en mujer deba cumplirse en beneficio de Flechsig. – Es cierto, y no es difícil comprender que en estas Memorias destinadas a la publicidad, que se proponían no afrentar al «hombre Flechsig», se evitara una inculpación tan flagrante. Pero la moderación expresiva suscitada por ese miramiento no llega tan lejos como para encubrir el sentido genuino de la querella. Es lícito afirmar que, no obstante, eso está expresamente dicho, por ejemplo en este pasaje: «De esta manera se tramó un complot contra mí (más o menos en marzo o abril de 1894), que paró en esto: luego que se hubiere reconocido o supuesto que mi enfermedad nerviosa era incurable, se me entregaría a un hombre, y de tal suerte que le darían mi alma, y en cuanto a mi cuerpo, mudado en un cuerpo de mujer ( … ) sería entregado así al hombre en cuestión para que cometiera abuso sexual… » (56). Huelga señalar que no se menciona ningún otro individuo que pudiera remplazar a Flechsig. Al final de la estadía en la clínica de Leipzig, aflora el temor de que lo «arrojen a los enfermeros» con el fin del abuso sexual (98). La postura femenina frente a Dios, abrazada (bekennen} sin horror en el ulterior desarrollo del delirio, borra por cierto la última duda en cuanto al papel originariamente reservado al médico. El otro de los reproches elevados contra este resuena en alta voz a lo largo del libro. Ha intentado en él un almicidio. Ya sabemos que las circunstancias de hecho de este crimen son oscuras para el propio enfermo; no obstante, se relacionan con cosas merecedoras de discreción, que no deben ser publicadas (capítulo III [suprimido]). Un único hilo nos permite seguir adelante. El almicidio es ilustrado por apuntalamiento en el contenido de la saga del Fausto de Goethe, del Manfred de Lord Byton, del Cazador mágico de Weber (22). Pero, de estos ejemplos, se destaca uno en otro pasaje. A raíz de las consideraciones sobre la escisión de Dios en dos personas, el Dios «inferior» y el «superior» de Schreber son identificados con Arimán y Ormuz (19), y un poco después hallamos esta puntualización hecha de pasada: «El nombre de Arimán acude, por lo demás, también en el Manfred, de Lord Byron, en relación con un almicidio» (20). En la creación literaria así destacada difícilmente se encuentre algo que pudiera equipararse a la venta del alma de Fausto; yo he buscado allí en vano la expresión «almicidio», pero sin ninguna duda el núcleo y el secreto de la poesía es… un incesto entre hermanos. Aquí se corta este breve hilo.

Reservándonos volver sobre otras objeciones en el curso de este trabajo, nos declararemos autorizados a retener como base de la contracción de la enfermedad de Schreber el estallido de una moción homosexual. Con este supuesto armoniza un notable detalle del historial clínico, que de otro modo no se explicaría. Otra «tormenta nerviosa», decisiva para la ulterior trayectoria, le sobrevino al enfermo mientras su esposa tomaba unas breves vacaciones para reponerse. Hasta entonces ella había pasado varias horas con él diariamente, y compartido sus almuerzos. Cuando volvió tras varios días de ausencia, lo encontró alterado, tristísimo, a punto tal que no quería verla más. «Decisiva para mi quiebra espiritual fue sobre todo una noche en la que tuve unas poluciones en número insólito (como media docena en la misma noche) » (44). Bien comprendemos que de la mera presencia de la esposa partieran unos influjos protectores contra la atracción que sobre él ejercían los hombres que lo rodeaban, y si admitimos que en un adulto un proceso de poluciones no puede producirse sin coparticipación anímica, complementaremos las de aquella noche con unas fantasías homosexuales que permanecieron inconcientes.

¿Por qué al paciente le sobrevino ese estallido de libido homosexual en aquel tiempo, en la situación de transición entre el nombramiento y la asunción del cargo? No podemos colegirlo sin unas noticias más exactas sobre su biografía. En general, el ser humano oscila a lo largo de su vida entre un sentir heterosexual y uno homosexual, y una frustración o un desengaño en un lado suele esforzarlo hacia el otro. En Schreber lo ignoramos todo sobre tales aspectos. No omitamos, empero, llamar la atención sobre un factor somático que muy bien podría entrar en cuenta. El doctor Schreber tenía 51 años de edad en el momento en que contrajo esta enfermedad; se encontraba en la época crítica para la vida sexual, aquella en que la función sexual de la mujer, tras un previo acrecentamiento, experimenta una vasta involución, pero de cuya gravitación tampoco parece a salvo el hombre; también para este hay un «climaterio», con las predisposiciones patológicas que de él se siguen.

Me imagino cuán incierto tiene que parecer el supuesto de que una sensación de simpatía hacia un médico pueda estallar de pronto en un hombre ocho años después , reforzada, y convertirse en la ocasión de una perturbación mental tan grave. Opino, sin embargo, que a un supuesto así, una vez que se nos ha recomendado, no tenemos derecho a abandonarlo por causa de su inverosimilitud interna; antes bien, es preciso probar hasta dónde se llega aplicándolo. Es que tal inverosimilitud puede ser provisional y deberse a que el supuesto cuestionado no se introdujo todavía en un nexo, y es el primero con el cual nos aproximamos al problema. A quien no sepa mantener en suspenso su juicio y halle por completo intolerable nuestro supuesto, podemos fácilmente señalarle una posibilidad en virtud de la cual aquel pierde su carácter asombroso. No es difícil que la sensación de simpatía hacia el médico proviniera de un «proceso de trasferencia», por el cual una investidura de sentimiento {GefühIsbesetzung} es, en el enfermo, trasladada de una persona para él sustantiva a la del médico, en verdad indiferente, de suerte que este último aparece escogido como un sustituto, un subrogado de alguien mucho más próximo al enfermo. Dicho de manera más concreta: el médico le ha hecho recordar a la esencia de su hermano o de su padre, ha reencontrado en él a su hermano o a su padre, y entonces, dadas ciertas condiciones, ya no es asombroso que reaflore en el enfermo la añoranza por esta persona sustitutiva y ejerza efectos de una violencia que sólo se comprende por su origen y por su primaria intencionalidad {Bedeutung).

En interés de este ensayo explicativo, no pudo menos que parecerme digno de conocer si en la época en que el paciente contrajo la enfermedad su padre vivía aún, o si había tenido hermano y este pertenecía a los vivos o era un «bien aventurado». Me satisfizo, por eso, tropezar al fin en las Memorias, tras larga búsqueda, con un pasaje en que el enfermo aventa esa incertidumbre con las siguientes palabras: « La memoria de mi padre y de mi hermano ( … ) me es tan sagrada como … », etc. (442). Por tanto, ambos habían fallecido ya en la época de la segunda enfermedad (¿quizá también en la de la primera?).

Creo que ya no nos revolveremos más contra el supuesto de que la ocasión de contraer la enfermedad fue la emergencia de una fantasía de deseo femenina (homosexual pasiva), cuyo objeto era la persona del médico. La personalidad de Schreber le contrapuso una intensa resistencia, y la lucha defensiva, que acaso, habría podido consumarse igualmente en otras formas, escogió, por razones para nosotros desconocidas, la forma del delirio persecutorio. El ansiado devino entonces el perseguidor, y el contenido de la fantasía de deseo pasó a ser el de la persecución. Conjeturamos que esta concepción esquemática resultará aplicable también en otros casos de delirio de persecución. Pero lo que singulariza, frente a otros, al caso Schreber es el desarrollo que cobró y la mudanza {Verwandlung} que sufrió en el curso de ese desarrollo.

Uno de esos cambios {WandIung} consiste en la sustitución de Flechsig por la persona superior de Dios; parece significar al comienzo una agudización del conflicto, un acrecentamiento de la persecución insoportable, pero pronto se muestra que ella prepara el segundo cambio y, así, la solución del conflicto. Si era imposible avenirse al papel de la mujerzuela frente al médico, la tarea de ofrecer al propio Dios la voluptuosidad que busca no tropieza con igual resistencia del yo. La emasculación deja de ser insultante, deviene «acorde al orden del universo», ingresa en un vasto nexo cósmico, sirve al fin de una recreación del universo humano sepultado. «Hombres nuevos de espíritu schreberiano» honrarán, en el que se cree perseguido, a su antepasado. Así se ha encontrado un expediente que satisface a las dos partes en pugna. El yo es resarcido por la manía de grandeza, y a su vez la fantasía de deseo femenina se ha abierto paso, ha sido aceptada. Pueden cesar la lucha y la enfermedad. Sólo que el miramiento por la realidad efectiva, entretanto fortalecido, constriñe a desplazar la solución del presente al remoto futuro, a contentarse con un cumplimiento de deseo por así decir asintótico. La mudanza en mujer previsiblemente se cumplirá alguna vez; hasta entonces, la persona del doctor Schreber permanecerá indestructible.

En los manuales de psiquiatría suele hablarse de un desarrollo del delirio de grandeza desde el delirio de persecución; dicen que se produce del siguiente modo: El enfermo, quien primariamente es aquejado por el delirio de ser el perseguido por unos poderes intensísimos, siente la necesidad de explicarse esa persecución y así da en el supuesto de que él mismo es una personalidad grandiosa, digna de semejante persecución. De tal suerte, el accionamiento del delirio de grandeza es atribuido a un proceso que, con un feliz hallazgo de E. Jones [1908 1, llamaríamos «racionalización». No obstante, nos parece un proceder de todo punto apsicológico este de atribuir a una racionalización tan intensas consecuencias afectivas, y por eso nuestra opinión disentirá por completo de la citada en los manuales. Para empezar, no aseveramos conocer la fuente del delirio de grandeza.

Si volvemos ahora al caso Schreber, es preciso confesar que depara extraordinarias dificultades la cabal iluminación de aquel cambio sobrevenido en su delirio. ¿Por qué caminos y con qué medios se consuma el ascenso de Flechsig a Dios? ¿De dónde extrae él su delirio de grandeza, que con tanta felicidad le permite reconciliarse con la persecución -o, analíticamente expresado: que le permite aceptar la fantasía de deseo que debía reprimir-? Las Memorias nos ofrecen aquí un primer asidero, mostrándonos que, para el enfermo, «Flechsig» y «Dios» se sitúan dentro de una misma serie. Una fantasía le hace espiar con las orejas {belauschen} una conversación de Flechsig con su esposa en la que aquel se presenta como «Dios Flechsig», a raíz de lo cual ella lo tiene por loco (82), pero, además, nos llama la atención el siguiente rasgo de la formación delirante de Schreber: así como, si abarcamos el conjunto del delirio, el perseguidor se descompone en Flechsig y Dios, de igual modo el propio Flechsig se escinde después en dos personalidades, Flechsig «superior» y «medio»; y también Dios, en el Dios «inferior» y el «superior». Respecto de Flechsig, esa descomposición avanza en ulteriores estadios de la enfermedad (193). Un proceso de descomposición de esta índole es muy característico de la paranoia. La paranoia fragmenta, así como la histeria condensa. O, más bien, la paranoia vuelve a disolver las condensaciones e identificaciones emprendidas en la fantasía inconciente.  Que esa fragmentación se repita en Schreber varias veces es, según C. G. Jung, una expresión de la sustantividad que para él tenía la persona en cuestión.  Entonces, todas esas escisiones de Flechsig y de Dios en varias personas significan lo mismo que la partición del perseguidor entre Flechsig y Dios. Son duplicaciones de idéntica constelación sustantiva. Ahora bien, para interpretar todas estas singularidades nos resta referirnos a la fragmentación del perseguidor en Flechsig y Dios, y concebirla como una reacción paranoide frente a una identificación preexistente entre ambos o su pertenencia a la misma serie. Si el perseguidor Flechsig fue antaño una persona amada, tampoco Dios es más que el retorno de otra persona amada de parecido modo, pero probablemente más sustantiva.

Si continuamos esta ilación de pensamiento, que parece justificada, tenemos que decirnos: esa otra persona no puede ser sino el padre, con lo cual Flechsig es esforzado tanto más nítidamente hacia el papel del hermano (confiamos en que sería mayor).  La raíz de aquella fantasía femenina que desató tanta resistencia en el enfermo habría sido, entonces, la añoranza por padre y hermano, que alcanzó un refuerzo erótico; de ellos, el segundo pasó por trasferencia al médico Flechsig, mientras que con su reconducción al primero se alcanzó una nivelación de la lucha.

Para que la introducción del padre en el delirio de Schreber nos parezca justificada, es preciso que sea útil a nuestro entendimiento y nos ayude a esclarecer unas singularidades del delirio que no atinamos a reducir a concepto. Recordamos, en efecto, los rarísimos rasgos que hallamos en el Dios de Schreber y en la relación de Schreber con su Dios. Era la más asombrosa mestura de crítica blasfema y rebeldía con una respetuosa devoción. Dios, sometido al influjo seductor de Flechsig, no era capaz de aprender por experiencia, no conocía a los hombres vivos porque sólo sabía tratar con cadáveres, y exteriorizaba su poder en una serie de milagros que eran, sí, llamativos, pero no por ello menos insípidos y pueriles.

Ahora bien, el padre del presidente del Superior Tribunal doctor Schreber no había sido un hombre insignificante. Fue el doctor Daniel Gottlieb  Moritz Schreber, cuya memoria es conservada todavía hoy, sobre todo en Sajonia, por numerosas «Sociedades Schreber». Era un… médico, cuyos empeños en torno de la formación armónica de los jóvenes, de la educación familiar y escolar combinadas, del ejercicio y el trabajo corporales para mejorar la salud, habían surtido duradero efecto sobre sus contemporáneos.  De su fama como fundador de la gimnasia terapéutica en Alemania rinden testimonio todavía hoy las numerosas ediciones con que se ha difundido en nuestros círculos médicos su Árztliche Zimmergymnastik {Gimnasia médica casera}.

Un padre así no era por cierto inapropiado para ser trasfigurado en Dios en el recuerdo tierno del hijo, de quien fue arrebatado tan temprano por la muerte. Es verdad que para nuestro sentimiento hay un abismo insalvable entre la personalidad de Dios y la de un hombre, aun el más sobresaliente. Pero debemos pensar que no siempre fue así. Los pueblos antiguos tenían a sus dioses humanamente más próximos. Entre los romanos, el emperador difunto era deificado por derecho. El sobrio y bravo Vespasiano dijo, a raíz de su primer ataque de enfermedad: « ¡Ay de mí! Creo que me convierto en un Dios».

Conocemos con exactitud la postura del varoncito frente a su padre; contiene la misma alianza entre sumisión respetuosa y rebelión que hemos hallado en la relación de Schreber con su Dios, y es el modelo inconfundible de esta última, que lo copia fielmente. Ahora bien, el hecho de que el padre de Schreber fuera un médico, y uno de gran prestigio y sin duda venerado por sus pacientes, nos explica los más llamativos rasgos de carácter que Schreber destaca de manera crítica en su Dios. ¿Qué mayor expresión de escarnio para un médico que afirmar de él que no comprende nada del hombre vivo, y sólo sabe tratar con cadáveres? Y sin duda responde a la esencia de Dios hacer milagros, pero también un médico los hace, como lo rumorean sus entusiastas clientes: realiza curaciones milagrosas. Y si los tales milagros, a los cuales la hipocondría del enfermo ha brindado el material, aparecen tan increíbles, absurdos y en parte pueriles, esto nos hace recordar la tesis de La interpretación de los sueños según la cual la absurdidad en el sueño expresa escarnio e ironía. Por tanto, en la paranoia sirve a los mismos fines figurativos. En cuanto a otros reproches, por ejemplo que Dios no aprende nada de la experiencia, nos sugieren la concepción de que estamos frente al mecanismo de la «retorsión» infantil  -devolver intacto al emisor un reproche recibido-, así como aquellas voces citadas (23) nos permiten conjeturar que la incriminación de «almicidio» dirigida contra Flechsig fue originariamente una autoacusación.

Alentados por los servicios que la profesión paterna nos ha prestado para esclarecer las particulares cualidades del Dios de Schreber, osaremos ahora iluminar, mediante una interpretación, aquella asombrosa división de la esencia divina. Como sabemos, el universo divino consta de los «reinos de adelante de Dios», que son llamados también «vestíbulos del cielo» y contienen las almas separadas de los hombres, y del Dios «inferior» y el «superior», llamados en conjunto «reinos de atrás de Dios» (19). Aun si creemos no poder resolver una condensación que estaría ahí presente, apliquemos, empero, el indicio antes adquirido de que los «pájaros de milagro», desenmascarados como muchachas, derivaban de los vestíbulos del cielo, y reclamemos para los reinos de adelante de Dios y vestíbulos del cielo el simbolismo de la feminidad, y para los reinos de atrás de Dios el de la masculinidad. Si se supiera con certeza que el hermano muerto de Schreber era mayor que él, sería lícito ver la fragmentación de Dios en uno inferior y otro superior como la expresión del recuerdo de que, tras la muerte temprana del padre, el hermano mayor ocupó su lugar.

Por último, en este contexto he de considerar al Sol, que con sus «rayos» ha adquirido tan grande significatividad para la expresión del delirio. Schreber tiene una particularísima relación con el Sol. Este le habla con palabras humanas y así se da a conocer como un ser animado o como órgano de un ser superior situado detrás de él (9). Por un dictamen médico nos enteramos de que Schreber «lo increpa, hasta vociferando, con palabras de amenaza y de insulto» (382); le dice a voces que es preciso que se oculte ante él. Y él mismo comunica que el Sol empalidece en su presencia.  La participación que el Sol tiene en su destino se manifiesta en las importantes alteraciones que este presenta en su apariencia tan pronto como a Schreber le sobrevienen cambios -p. ej., en las primeras semanas de su residencia en Sonnenstein (135)-. El propio Schreber nos facilita la interpretación de este mito solar. Identifica al Sol directamente con Dios, ora con el Dios inferior (Arimán), ora con el superior: «Al día siguiente ( … ) vi al Dios superior (Ormuz), pero esta vez no con los ojos de mi espíritu, sino con los de mi cuerpo. Era el Sol, mas no el Sol en su manifestación habitual, consabida para todos los hombres, sino… », etc. (137-8). Es bien consecuente, entonces, que no lo trate de manera diversa que al propio Dios.

No soy yo responsable por la monotonía de las soluciones psicoanalíticas si aduzco que el Sol, a su vez, no es otra cosa que un símbolo sublimado del padre. El simbolismo se establece aquí con prescindencia del género gramatical; en alemán, quiero decir, pues en la mayoría de las otras lenguas «Sol» no es femenino, sino masculino. Su contraparte en este espejamiento de la pareja parental es la «Madre Tierra», así calificada universalmente. En la resolución psicoanalítica de fantasías patógenas en neuróticos uno halla corroborada esta tesis con harta frecuencia. Al vínculo con mitos cósmicos no haré más que consignarlo.

Por una de mis pacientes, que había perdido a su padre muy temprano y buscaba reencontrarlo en todo lo grande y sublime de la naturaleza, he considerado probable que el himno de Nietzsche «Antes del nacimiento del Sol» expresara esa misma añoranza. Otro paciente, a quien la neurosis le sobrevino tras la muerte de su padre, tuvo su primer ataque de angustia y vértigo cuando el Sol lo iluminó mientras trabajaba en la huerta con la azada; sustentó de manera autónoma la interpretación de que «se angustia porque el padre ha mirado cómo él trabajaba a la madre con un instrumento aguzado». Cuando yo aventuré una objeción sensata, dio verosimilitud a su concepción comunicándome que ya en vida de su padre lo había comparado con el Sol, es verdad que entonces con propósito paródico. Todas las veces que le preguntaron adónde iba su padre ese verano, él respondió con las tonantes palabras del «Prólogo en el cielo»:

« … su prescrito viaje acaba
con el fragor del trueno»

Por consejo médico, el padre solía visitar todos los años Marienbad, lugar de restablecimiento. En este enfermo, la postura infantil hacia el padre se había abierto paso en dos tiempos. Mientras él vivió, total sublevación y discordia franca; inmediatamente después de su muerte, una neurosis fundada en una sumisión de esclavo y una obediencia de efecto retardado {nachträglich}.

Por tanto, también en el caso Schreber nos encontrarnos en el terreno bien familiar del complejo paterno.  Si la lucha con Flechsig se le revela al enfermo como un conflicto con Dios, nosotros no podemos menos que traducirlo a un conflicto infantil con el padre amado, conflicto del cual unos detalles que desconocemos `han comandado el contenido del delirio. No falta nada del material que suele ser descubierto por el análisis en casos semejantes; todo está subrogado por alguna indicación. En estas vivencias infantiles el padre aparece como el perturbador de la satisfacción buscada por el niño, autoerótica las más de las veces, que en la posterior fantasía a menudo se sustituye por otra menos ingloriosa. En el desenlace del delirio de Schreber, la fantasía sexual infantil celebra un triunfo grandioso; la voluptuosidad misma es dictada por el temor de Dios, y Dios mismo (el padre) no deja de exigírsela al enfermo. La más temida amenaza del padre, la castración, ha prestado su material a la fantasía de deseo de la mudanza en mujer, combatida rimero y aceptada después. La referencia a una culpa, encubierta por la formación sustitutiva «almicidio», es muy nítida. El enfermero jefe es hallado idéntico al vecino Von W, el cual, según las voces, lo había acusado falsamente de onanismo (108). Las voces dicen, fundamentando en cierto modo la amenaza de castración: «En efecto, usted debe ser figurado como dado a vicios voluptuosos» (127-8).  Por último, la compulsión de pensar (47) a que el enfermo se sometía por suponer que, si dejaba de pensar un momento, Dios creería que se había vuelto estúpido y se retiraría de él, es la reacción (que nos resulta familiar por otros casos) ante la amenaza o el temor de que uno perdería el entendimiento por causa del quehacer sexual, en especial del onanismo. Dada la enorme suma de ideas delirantes hipocondríacas que el enfermo desarrolla  quizá no deba atribuirse mucho valor al hecho de que algunas de ellas coincidan literalmente con los temores hipocondríacos de los onanistas.

Quien fuera más osado que yo en la interpretación o, por vínculos con la familia Schreber, supiera más sobre personas, ambientes y pequeños episodios, hallaría por fuerza más fácil reconducir a sus fuentes numerosos detalles del delirio de Schreber y, así, discernir su significado. Y ello a pesar de la censura a que fueron sometidas las Memorias. En cuanto a nosotros, no tenemos más remedio que conformarnos con un esbozo así, vago, del material infantil a que la paranoia contraída recurrió para figurar el conflicto actual.

Quizá tenga yo derecho a agregar todavía algo para fundamentar aquel conflicto que estalló en torno de la fantasía femenina de deseo. Sabemos que nuestra tarea es entramar el surgimiento de una fantasía de deseo con una frustración, una privación en la vida real y objetiva. Ahora bien, Schreber nos confiesa una privación así. Su matrimonio, que él pinta dichoso en lo demás, no le dio hijos, sobre todo no el hijo varón que lo habría consolado por la pérdida de padre y hermano, y hacia quien pudiera afluir la ternura homosexual insatisfecha.  Su raza corría el riesgo de extinguirse, y parece que estaba bastante orgulloso de su linaje y familia. «Los Flechsig y los Schreber pertenecían, en efecto, como rezaba la expresión, a «la más alta nobleza celeste», y en especial los Schreber llevaban el título de «marqueses de Tuscia y Tasmania» ‘ siguiendo una costumbre de las almas de adornarse, por una suerte de vanagloria personal, con títulos terrenales algo altisonantes» (24).  El gran Napoleón, si bien tras arduas luchas interiores, admitió separarse de su Josefina porque ella no podía dar herederos a la dinastía; acaso el doctor Schreber forjó la fantasía de que si él fuera mujer sería más apto para tener hijos, y así halló el camino para resituarse en la postura femenina frente al padre, de la primera infancia. Entonces, el posterior delirio, pospuesto de continuo al futuro, según el cual por su emasculación el mundo se poblaría «de hombres nuevos de espíritu schreberiano» (288), estaba destinado a remediar su falta de hijos. Si los «hombres pequeños» que el propio Schreber halla tan enigmáticos son hijos, nos resulta bien comprensible que se reunieran sobre su cabeza en gran número (158); son, realmente, los «hijos de su espíritu».

Volver a¨Obras de S. Freud: Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (Dementia paranoides)¨