Obra de Donald Winnicott: Higiene mental del preescolar (1936)

Higiene mental del preescolar (1936)

Me han hecho el honor de pedirme que hablara ante ustedes del niño preescolar. Confío en haber hallado en mi experiencia y en mis estudios algo que pueda interesarles, quizás incluso serles de utilidad práctica; pero confieso que no me siento seguro de mi capacidad para dar lo que se me requiere. Me están pidiendo que trate algo que hasta el gran Shakespeare eludió. Los tontos, decían, incursionan allí donde los ángeles tienen miedo de pisar. Por fortuna, Shakespeare no es ningún ángel, así que tal vez pueda evitar que me consideren un tonto por tratar de introducir un nuevo acto en las siete edades del hombre que representamos en el escenario del mundo. Recordarán: Todo el mundo es un escenario… ¡Primero el bebé, Después el escolar…! Es innegable que Shakespeare no tuvo que lidiar demasiado con el niño preescolar ni con todos los problemas de la escuela nursery. Podría haber dicho: Primero el bebé, gimiendo y vomitando en los brazos de la enfermera, Y después el preescolar, cuya higiene mental pesará en los cerebros del siglo XX, pero sin duda la dificultad de poner esto en verso blanco era exagerada para su musa. Traten de acomodar al verso blanco «niño preescolar», y entenderán lo que quiero decir. Por lo demás, en el siglo XVI el niño de dos a cinco años, el párvulo [toddler], era una especie de sirviente doméstico, ignorado por poetas y filósofos como todos los sirvientes, perdido entre la cocinera y el ama de llaves. Hoy el sirviente se ha transformado en cocinera más ama de llaves y ha ganado reconocimiento; y el período del párvulo también ha cobrado prestigio. Hay tres enfoques posibles para el estudio del párvulo, referidos al desarrollo físico, intelectual y emocional, respectivamente. Cada uno de ellos tiene su importancia. Creo que hay una tendencia a prestarle una mayor cuota de atención al primero, al desarrollo físico, con la idea de que si se cuida del cuerpo del niño pequeño, todo lo demás que a él le incumbe se cuidará por sí solo. Esta doctrina es peligrosa, y hace poco suscitó una carta dirigida a The Times por Susan Isaacs, quien debería estar dando ahora esta charla en mi lugar. (En el momento en que se organizaron las charlas estaba enferma y no quería asumir un compromiso fuera de Londres, por más que le resultase placentero.) Podría atenderse a las necesidades corporales del niño mayorcito y dejar de lado los problemas del desarrollo emocional, y seguir adelante. El niño o la niña en edad escolar, aun cuando sólo tengan seis u ocho años, son capaces de buscar y encontrar experiencias emocionales acordes a sus necesidades individuales internas; pero el párvulo precisa urgentemente algo especial de la gente que lo rodea si es que se pretende que su desarrollo emocional prosiga. Además, está experimentando un veloz desarrollo psíquico, mucho mayor que el del escolar de más edad, y por consiguiente los efectos de los traumas son comparativamente grandes en la edad del preescolar. Apenas necesito referirme a las necesidades del desarrollo físico y a las consecuencias que una buena alimentación, vestimenta y rutinas tienen tanto sobre la mente como sobre el cuerpo del niño pequeño. En la actualidad eso ya es obvio. Sin embargo, me referiré a lo que entiendo por desarrollo intelectual y emocional, ya que a veces se interpreta mal la diferencia entre ambos, con resultados dañinos. Por supuesto, ambos están interrelacionados. Todos ustedes tendrán anécdotas como la que voy a contar, sólo que la mía es auténtica. Mary, de dos años y ocho meses, invitó a tomar el té a su amiga Bridget. Cuando ésta se fue, dijo: «Mami, quiero tener la mente de Bridget». «¿Qué quieres decir, querida?», le preguntó la madre. «Quiero decir que quiero tener lo que ella usa para pensar; así, yo seré Bridget y Bridget será yo». ¡Esto a los dos años y ocho meses! Es posible que nos sorprendamos cada vez que oímos alguna anécdota o tenemos alguna otra evidencia más directa de la capacidad intelectual de un niño pequeño. No hay tanta diferencia de capacidad intelectual en las distintas edades, sólo que el lenguaje utilizado y los sujetos que nos llaman la atención cambian con los años. La inteligencia puede medirse, y hay quienes se deleitan en inventar medios nuevos y más confiables de formular la inteligencia en términos matemáticos o con gráficos geométricos. Tienen derecho a disfrutar con esa tarea. Mi temperamento no se amolda a esa clase de estudios ni siquiera me permite apreciar plenamente su valor, ya que en lo personal disfruto más bien identificando los sentimientos del niño y comprendiendo los conflictos emocionales conscientes e inconscientes, con su vasta influencia en la vida del individuo. Lo que más me interesa respecto de la capacidad intelectual y las destrezas no es tanto medirlas como las variaciones que se presentan en ellas como consecuencia de dificultades en el desarrollo emocional. A menudo, una capacidad intelectual que es alta al comienzo del período del párvulo se vuelve aparentemente mucho menor al final de dicho período, en el comienzo de la edad escolar. En esos años el niño «pasó por muchas cosas», y sus logros intelectuales así como su destreza física debieron en alguna medida interrumpirse, como resultado de las diversas defensas levantadas contra la angustia, la depresión y los sentimientos violentos, así como contra las fluctuaciones bruscas del talante. Como verán, ya he separado lo intelectual y lo emocional, dado que, como dije, el curso del desarrollo emocional, incluso normal, entraña con frecuencia inhibiciones intelectuales: las angustias pueden implicar que se le imponga al niño un rendimiento intelectual, generando así un niño que debe aprender, que debe ser el mejor de la escuela, y para quien el desarrollo intelectual es más una cuestión de defenderse frente a sentirse mal que una cuestión placentera. Es este desarrollo emocional lo que más me interesa. Daré un ejemplo del juego de sentimientos que quiero distinguir de las destrezas y los logros, pidiéndoles que me perdonen si hablo con excesiva simplicidad. En mi consultorio del hospital trato a una madre joven, insegura y que se siente terriblemente inexperta cuando viene a consultar al médico. Trae a su hijo único, un niño de un año y medio. Tuvo un dolor de vientre por el cual ella lo llevó al clínico, quien al principio sospechó una apendicitis y luego le dijo que era un cólico; ahora el niño está débil y necesita un tónico. ¿Podría yo recetarle uno? Me doy cuenta de que no puedo decir que no hay ninguna enfermedad física, y empiezo a dar vueltas para encontrar la clave de la debilidad, que no puede explicarse adecuadamente como secuela de un cólico. Finalmente me cuentan esta historia sencilla: Papito, que es marino, ha estado en casa durante una licencia de dos semanas. Él y su hijito se hicieron grandes amigos, recuperando parte del tiempo que estuvieron separados. El cólico se produjo en esas dos semanas, y probablemente fue parte de la excitación general y por cierto no provocó mayores trastornos. Pero llegó el momento en que Papito tuvo que volver al barco, y entonces el niño se puso frenético. Para abordar esta situación, la madre hizo que su esposo volviera a casa una semana más. El niño se tranquilizó mucho y cuando después el padre volvió a partir, lo soportó bastante bien, aunque quedó algo tristón y no quería comer. A esto la madre lo llamó «estar débil luego de un cólico». Yo lo llamaría una depresión moderada, no necesariamente normal. Así considerados, los síntomas no son los de una enfermedad física sino que son la parte visible de una compleja reacción de un niño en desarrollo ante una frustración. No podemos sino conjeturar todo lo que pasaba por debajo de la superficie. Podría decirse que el niño se sintió culpable por disfrutar de las atenciones de su padre, pero manejó bastante bien estos sentimientos de culpa hasta su partida; a ésta la sintió como un castigo, y sus sentimientos de culpa se incrementaron. En realidad, la cosa es mucho más complicada. ¿Puedo decirlo de este modo sin tratar de separar lo consciente de lo inconsciente? En el mundo interno del niño sobrevienen cosas vinculadas tanto al amor del padre como a su partida. Su amor lleva a establecer dentro del niño un padre bueno, pero junto con ello surge la amenaza de una madre mala, enojada y celosa, que lo separará del padre. El niño siente la angustia como un dolor interno (lo que la madre llama un cólico). Sin embargo, logra, especialmente como consecuencia de la enfermedad, poner a prueba el amor de la madre externa o real, quien no sólo le muestra comprensión sino que lo lleva a ver a otro hombre, el médico. Todo anda bien; la tranquilidad que le brinda al niño la madre externamente real funciona; pero pronto el padre se va de veras, y para el niño esto es una catástrofe. Dentro de él, el padre está muerto, tal vez asesinado por la madre mala. La madre real admite que el niño debe hacer frente a más cosas de las que puede manejar; que el confortamiento que le brinda su permanente amor no basta para ayudarlo, y entonces lo llama de vuelta al padre de inmediato. Esta vez el confortamiento funciona. El chico ve que su padre, a quien creía muerto, no lo estaba. Empieza a reconocer entonces la diferencia entre el sentimiento de catástrofe y amenaza y lo externamente real. Si el padre efectivamente se hubiera muerto en ese momento, el efecto habría sido terrible, en alguna medida habría sido permanente. El niño habría tenido miedo de dejar que su mundo interno cobrara vida, y por ende habría tenido que ejercer sobre él un control constante, o bien adoptar algún medio para negar su realidad interna ya sea mediante una obligada irresponsabilidad, o mediante delirios de persecución del mundo, o de lo contrario habría tenido que sentirse casi permanentemente deprimido, lo que tal vez no sea compatible con la vida. Tal como sucedieron las cosas, este niño pequeño sano pudo hacer frente al gran problema gracias al amor y la comprensión de la madre. Su corta edad está a su favor, pues la capacidad del párvulo para modificar la realidad interna o la fantasía profunda merced al contacto con la realidad externa es característica de su edad; en este aspecto, el escolar y el adulto están mucho más fijados. Pero esto opera en ambos sentidos, ya que si bien el niño pequeño está abierto al cambio (o sea está en desarrollo), también está mucho más expuesto que el niño mayor o el adulto a sufrir daños permanentes debido a los traumas procedentes de la realidad externa. De ahí la doble necesidad del párvulo: que se le brinde un vínculo amoroso activo, y que se lo proteja de innecesarias conmociones y frustraciones o de excitaciones excesivas. Quiero hacerles reparar en lo que hizo la madre. Ella creyó en la inquietud del niño a punto tal de pedirle a su esposo que volviera por una semana, con los grandes inconvenientes que esto traía consigo, podemos añadir. Y fue recompensada por el éxito. Una madre es, por un tiempo, especialista en los sentimientos de su hijo. La gente suele decir que se convierte en una planta, pero lo cierto es que sus intereses mundanos se reducen y por lo tanto es capaz de creer en la intensidad de los sentimientos del niño. Si no es capaz de reducir su mundo cuando tiene hijos pequeños, se comprueba que encuentra ciertas dificultades para creer en los sentimientos del niño pequeño y para percibir lo terrible que es sentirse inquieto a los dos años, lo terrible que es amar y odiar, y lo espantoso que es tener miedo. Se me dirá que no estoy enunciando nada nuevo, pero a toda edad están los que creen en los sentimientos del niño pequeño, y por otro lado la mayoría, que los niega o se vuelve sentimental al respecto. Escuchen esto, que es del año 1824: «Observemos de qué modo antinatural son tratados en general los niños, y la variedad de innecesarios tormentos que deben soportar. La escena suele comenzar cuando, de pronto, sobre sus ojos abiertos sólo a medias, se hace caer el pleno fulgor del día; o bien, si hacen su aparición de noche, la ignorancia y la curiosidad les propinan un tormento no menor con ayuda de la vela que se les acerca al rostro. La extrema angustia de esta visión dolorosa produce un llanto de dolor, que les otorga el deseado alivio de la oscuridad, hasta que un nuevo curioso renueve la tortura. Esta escena tal vez se reitere diez veces en la primera hora de vida del niño, exactamente con los mismos efectos. Cuando comienza la penosa operación de vestirlo, sin pensarlo dos veces se los despoja de inmediato de lo que cubre su rostro; un llanto violento es la consecuencia inmediata, a menudo seguida por una sucesión de sensaciones desagradables durante dos horas, salvo por un breve intervalo en que se lo acuna, momento en que probablemente la voz alta y discordante de la enfermera, ignorantemente usada para aquietar al bebé que sufre, le causará tanto dolor a su tierno nervio auditivo, no habituado a las vibraciones sonoras, como antes el fulgor inusual de la luz se lo provocó a su nervio óptico. Agréguese a esto la diversidad de incómodas posturas en que debe colocarse al niño para ponerle una multiplicidad de ropas, y la ridícula costumbre de darle una cucharada de un menjunje nauseabundo como primera cosa que deberá tragar… y será prueba suficiente de que nos empeñamos en emplear las tres cuatro horas primeras de vida de un niño en aplicarle sucesivos tormentos a todos sus sentidos, ya sea mediante la luz, el ruido, los medicamentos o las posturas incómodas. Cuando, después de todos estos trastornos y dolores, la pobre criatura está lo que llaman `vestida’, la antinatural sujeción de sus miembros es para ella un castigo continuo, a la que nunca se somete con facilidad, aunque con el tiempo la costumbre la vuelva más familiar. No se necesita otra prueba de esto que el notorio y extremo placer que todos los niños descubren cuando se los despoja de todo lo que los traba, el contento y la satisfacción con que se estiran, disfrutando de la libertad del movimiento voluntario; y la molestia y el disgusto, cuando no malhumor, que siempre se aprecian tan pronto se renuevan las restricciones al volver a ponerles sus grilletes. Estoy persuadido, más allá de toda duda, de que a estos y otros casos de mal manejo de los niños se debe totalmente su llanto continuo, al que por ser habitual se lo considera erróneamente natural. Si tan sólo el dolor del cuerpo, infligido por este mal manejo en ese entonces, fuese su nociva consecuencia, todo corazón sensible querría aliviarlo; empero, éste es de poca monta en comparación con los efectos más letales, a menudo irreparables, que generan las impresiones nocivas provocadas en la mente desde tan temprano.» Ahora bien, suele suceder que aquellos cuya tarea consiste en cuidar a los niños son incapaces de apreciar toda la intensidad de sentimientos de quienes están a su cargo. Para el niño pequeño, la niñera común y corriente puede ser mejor -y la madre es por lo general mucho mejor- que el profesional, incluidos los médicos y las enfermeras. Por fortuna existen maravillosas excepciones, y entre ustedes habrá profesionales formados que creen en los sentimientos de los niños y los respetan. Pero la formación profesional no puede producir un buen cuidador de niños. En las tareas de la escuela nurserí no hay cabida para los sentimentales o los impacientes o los indiferentes o los suspicaces o los que se creen «superiores». El aviso tendría que decir: «Sólo se recibirán solicitudes de los que puedan amar». Si uno sólo se preocupa por el cuerpo del párvulo, incluso por su panza, y descuida su corazón, sería mejor que lo dejase en su casa, en medio de la suciedad, la mugre y las necesidades físicas. Por otro lado, me apresuro a decir que allí donde existan personas capaces de brindar amor habrá cabida para una guardería en cada esquina, en la cual la madre pueda dejar a su hijo cuando esté en su trabajo o jugando (si le gusta jugar). Pero es preciso que la madre sienta que su niño es considerado de ella, es considerado un ser humano y un individuo. Las madres, cultas o incultas, son muy sensibles en este aspecto. Con frecuencia expresan lo que esta semana me dijo una madre: «Rosemary está inquieta y es propiamente un fastidio, pero si tan sólo pudiéramos seguir el ritmo de sus manos, sería una niña maravillosa. Muestra una gran capacidad para esforzarse durante mucho tiempo y un gran deseo de hacer cosas interesantes, pero yo no tengo ni el tiempo ni la habilidad para mantenerla ocupada. La guardería más próxima está bastante lejos y no puedo pagar el transporte». Hay, desde luego, madres incurables, cuyos hijos estarían mejor en cualquier otro lado que en su hogar; pero no son tan comunes, y de todos modos no es fácil prestarles ayuda. Lo más probable, si uno trata de ayudarlas, es que le pongan trabas, fundamentalmente porque quieren hacerle el bien a sus hijos ellas mismas y, tal vez sin saberlo, están celosas de que alguien posea para eso la capacidad de la que ellas carecen. En rigor, no hay por qué insistir en ayudar a las madres y los padres que aborrecen que se los ayude, sobre todo habiendo tanta necesidad de ayudar a quienes se dejan ayudar, con tal de que uno les haga sentir que realmente comprende a sus pequeños. Muchos le dirían a la madre de mi ejemplo: «¡No sea tan débil, no salga corriendo a pedirle a su marido que deje el buque y vuelva a casa porque su hijo está malhumorado! Si lo trata así, lo malcriará. ¡Tiene que aprender a soportar la frustración!». ¡Aprender a soportar la frustración! ¡Como si el niño necesitara más frustraciones todavía! Bastan con las inevitables frustraciones que le presenta la experiencia al párvulo, apenas tolerables aun por los más fuertes. Debe comprenderse claramente que el preescolar hace frente casi a lo peor que deba tolerarse en el curso ordinario del desarrollo emocional, y nuestra tarea consiste en ayudarlo a defenderse contra los espantosos sentimientos de culpa, angustia y depresión, en lugar de adiestrarlo para que sea… para que se parezca… ¿para que se parezca a quién? ¿A nosotros? No estoy convencido de que ni ustedes ni yo estemos en condiciones de dictarle ni siquiera a un niño pequeño qué es lo ideal. Si los niños nos aman, tratarán de equipararse con lo mejor que ven en nosotros. Quizá sea más seguro limitar nuestros empeños conscientes a ayudarlos a luchar contra la desesperación (que se pone de manifiesto en sus rabietas y bajo otras formas, amén de la tristeza y la depresión), y no procurar moldearlos según el patrón que nosotros, con nuestro restringido saber, hemos concebido para ellos. Volveré a este punto más adelante. Por el momento quisiera recordarles que esta madre inculta trató a su hijo de forma excelente, o sea con amor y con respeto por la capacidad del niño para hacer frente a los conflictos, con el tiempo. A1 conseguir que el padre externamente real volviese, la madre permitió al niño poner a prueba sus fantasías en los hechos. Al parecer Papito había muerto, matado por los propios sentimientos malos del niño, pero gracias a Dios no era así: ¡tiene que haber una diferencia entre lo que el niño siente y lo que es! Aunque el factor temporal está involucrado en la recuperación de una depresión, poco a poco el niño se recobró de lo que podría haber sido un grave freno a su desarrollo emocional, que afectase toda su vida. En un niño en edad escolar, el efecto producido por la desaparición de un padre sería interesante de observar, pero en la edad del párvulo ese efecto fue nocivo. Por esta simple historia pueden apreciar cuán grande es la responsabilidad de ustedes al trabajar en una guardería. Si no son capaces de enfrentar esta idea, por favor dejen la cosa ahí. Hasta una madre regañona es mejor que una institución correcta pero sin corazón. Sin duda alguna, una madre sucia es mejor que una institución limpia donde el adiestramiento de los hábitos y el respeto por la limpieza son principios colgados como leyendas de una pared muy higiénica que reemplazan al empapelado floreado y vulgar al que el niño se había habituado en su casa de un barrio precario. Si se empieza este tipo de trabajo en barrios pobres, se corre un claro peligro. ¿Por qué no empezar por brindarles guarderías a nuestros hijos, y sólo cuando estemos seguros de pisar tierra firme tratar de obtener el dinero necesario para hacer extensivos estos beneficios a los hijos de quienes viven en medio de la pobreza y la suciedad? La mayoría de los niños de dos, tres y cuatro años se sienten cómodos en un medio no demasiado limpio, y hasta puede asustarlos esa austeridad que ustedes y yo llamamos «de buen gusto». En muchos aspectos, cuando situamos a un niño en un medio donde hacer revoltijo es pecar, enchastrar la pared es un sacrilegio, lamer el ventanal es antihigiénico y hacer pis en el suelo es convertirse obviamente en una persona descontrolada, tal vez lo estemos sometiendo a una tensión excesiva. Las guarderías son agudamente necesarias para quienes viven en los departamentos modernos y tienen como lugar más valorado de la casa el baño azulejado; estas personas no les permiten a sus hijos ser naturales y así desarrollar poco a poco su propia actitud personal hacia la moral. Los niños no deben hacer tanto ruido que no dejen escuchar la radio, deben estar siempre quietos, no tienen que hacer revoltijos o garabatear sobre las paredes, no les está permitido hacer un tajo en el aparador con el cuchillo. No hay patio trasero, ni siquiera un patio al que no les esté permitido el acceso, así que jamás pueden imaginarse lo lindo que es sentarse encima del tacho de la basura. Para esos niños, las guarderías son lugares en los que durante unas horas al día pueden conocer el alcance de sus impulsos y por ende ser más capaces de lidiar con ellos y tenerles menos miedo. Para esta tarea no se precisa una comprensión psicológica especial, pero sí una gran tolerancia, que no es fácil encontrar en la gente. Aquellos de ustedes que hayan visitado la clínica del doctor M. Lowenfeld en Londres habrán quedado impresionados tal vez por el hecho de que cuando a los niños simplemente se les permite ser naturales, no se la pasan excediendo permanentemente los límites de lo tolerable en una clínica, sino que poco a poco los más normales desarrollan sus propios mecanismos de control, y al mismo tiempo se convierten, en muchos casos, en niños más felices, sin que se haya agregado ningún tratamiento psicológico que implicase el análisis de lo inconsciente. Quiero decir que hay gran cabida para trabajar con niños preescolares sin usar la técnica llamada psicoanálisis, lo cual es un hecho afortunado, ya que adquirir esa técnica lleva mucho tiempo y sólo unos pocos cuentan con él para aprender esta tarea especial. Para empezar, entonces, reconoceremos los intensos sentimientos del niño. Luego repararemos en que esos sentimientos cambian de especie y carácter a medida que el niño crece y se aproxima a la edad escolar, a medida que sus defensas contra los sentimientos penosos y deprimentes se desarrollan y se vuelven más organizadas. A continuación apreciaremos las grandes fluctuaciones en materia de sentimientos y defensas que presenta el niño pequeño, y estaremos preparados contra las crisis durante las cuales no es bueno tratar de educarlo. Posteriormente veremos que hay traumas, algunos más o menos inevitables y otros que pueden evitarse y nos gustaría ayudar al niño a que escape de ellos; y también veremos los efectos especiales que provocan los traumas coincidentes en el tiempo con las crisis de los sentimientos o las defensas. Y mientras tanto, no dejaremos de creer en la intensidad del amor del niño, de su esperanza, su odio, su desesperación, sus sentimientos de culpa, sus impulsos de reparación y sus intentos de enmendar en el mundo externo aquello que, en su fantasía o en su realidad interna, siente como si hubiera sido dañado o arruinado. El caso de Joan ilustra esa coincidencia del trauma y la crisis emocional. A los cuatro años, tenía miedo de viajar en auto. Había tenido sueños sobre viajes en auto en los que su padre terminaba muerto. Esto no era nada inusual y supongo que todo habría andado bien si no se hubiese visto envuelta en un accidente. Intentó que su padre desistiera del paseo en auto, pero sus temores fueron ignorados (lo cual es natural) y se fue de picnic con toda la familia. En el camino hubo un choque. Encontró a su padre tirado en la carretera, corrió hacia él y lo pateó diciéndole: «¡Despierta! ¡Despierta!». Pero desgraciadamente estaba muerto. A partir de entonces, Joan no pudo moverse más. Se quedaba inmóvil allí donde la pusieran, perdió todo interés por lo que la rodeaba y apenas se diría que estaba viva si no fuese que comía pasivamente y seguía a los demás como atontada. Ya ven lo que ocurre cuando la vida interior está casi totalmente controlada: cualquier vitalidad interna se torna peligrosa. La niña se sentía responsable de la muerte del padre, dado que ésta había tenido lugar en su mundo de fantasía y ya no volvió a tener la visión tranquilizadora de su padre vivo. El mundo interno y el externo se habían vuelto uno solo, y ella debía controlar el mundo así como su mundo de fantasía para mantener vivo lo que aún valía la pena conservar. Esta tarea le insumía toda su energía. El tratamiento tuvo éxito, en la medida en que se logró que volviera a la escuela y disfrutara un poco de la vida, pero nunca recobró sus anteriores facultades intelectuales. Éste es un ejemplo algo crudo, pero en su crudeza ilustra con claridad lo que quiero decir. En este mismo sentido un niño pequeño que tiene una serie de terrores nocturnos o de ataques de rabia no está en el mejor momento para que le cambien la enfermera, lo muden de casa, le enseñen buenos modales, los padres se divorcien, etcétera. Los cambios en la realidad externa deben hacerse, en lo posible, cuando el niño no está bajo el imperio de una crisis interna. Podría pensarse que, una vez que sabemos cómo actuar, todo andará bien. Suena fácil, pero… ¿lo es? La semana pasada interné en el hospital a una niña de cuatro años a raíz de una posible tuberculosis pulmonar. Es una pequeña muy solemne, carente del goce de vivir. Quizás el hecho de habérsela apartado del hogar haya constituido un gran trauma para su desarrollo emocional. No lo puedo asegurar. Sin embargo, ahora, a los cuatro años, el efecto no puede ser tan negativo como lo fue el de haber sido internada a los dos años en un hospital de enfermedades contagiosas. Uno podría decir: ¡qué maravillosa es la organización de nuestros hospitales de enfermedades contagiosas! Porque esta pequeña estaba en el hospital a los dos años cuando descubrieron que tenía difteria y le inyectaron el suero a tres horas de habérsele declarado la enfermedad. ¡Es fantástico!, pero… ¿alcanza con eso? Salió del hospital convertida en una niña diferente: entró contenta y confiada, y salió malhumorada, suspicaz, inhibida, adusta. Es probable que las enfermeras la hayan tratado bien, porque jugaba a la enfermera con su muñeca y siempre parecía ser una buena enfermera para éstas. El cambio producido en ella fue consecuencia de la técnica ineficaz de la enfermera que la acompañó en la ambulancia. Esta confiada niña de dos años fue sacada de su casa mientras dormía, «para no asustarla», ¡y a la madre no se le permitió acompañarla al hospital ni verla en los tres meses en que estuvo internada! Para una niña de dos años, este tratamiento es lisa y llanamente brutal. No es infrecuente, porque la delicada tarea de trasladar al párvulo de su hogar al hospital se deja en manos de la enfermera de la ambulancia, que no tiene ninguna preparación para ello. Puede contar o no con comprensión intuitiva; de todos modos, no recibió formación psicológica, y las consecuencias de sus errores son terribles. He asistido a grandes cambios de personalidad a raíz del súbito traslado de niños sanos de su hogar al hospital de enfermedades contagiosas… por un informe proveniente de un tópico de garganta. El caso de los niños enfermos es diferente, desde luego; ellos piden el tratamiento, creen en su médico y enfermeras, y permiten que se les practiquen operaciones terribles sin que se les mueva un pelo... Pero si el niño no se siente enfermo, o es tratado mediante técnicas inapropiadas, lo que podría ser una bendición física se convierte en una tragedia psicológica. He escogido este tema particular del traslado a los hospitales de enfermedades contagiosas porque es de fácil descripción; como verán por toda clase de procedimientos, no les evitamos a los niños pequeños la brutalidad de los tratamientos, y no tanto porque seamos brutales sino porque no comprendemos con cuánta profundidad siente el niño y cómo son de pavorosos los resultados si fallan sus defensas. Las defensas del niño pueden hacer frente a casi todo lo que les plantea la vida, siempre y cuando haya en ésta un trasfondo de amor y se dé lugar al factor temporal. Pero la falta de amor o la coincidencia de los traumas pueden provocar daños permanentes. Quisiera que vean con claridad las tremendas fuerzas que subyacen en los síntomas pasajeros de un niño pequeño. Ustedes ven al niño parpadear con frecuencia. Es fácil decir: ese parpadeo es una enfermedad, tratémosla. ¿Por qué no situar el síntoma dentro del cuadro total del niño? Se averiguará que el parpadeo es esencial para su salud mental. Dadas sus dificultades, debe parpadear, o de lo contrario no podría defenderse contra algo demasiado penoso para tolerarlo, o se confundiría, o deprimiría, o entontecería. Alan, de cinco años y medio, vino a verme por su nerviosismo. Todo anduvo bien hasta que a los dos años y medio sintió terror en medio de una violenta tempestad. Desde ese momento tartamudeó. Logró superarlo, pero de ahí en más cada nueva tensión en su vida generaba una nueva serie de síntomas. De hecho, se volvió sensible ante cosas cada vez de menor daño real; hace poco vio en la ventana de enfrente una de esas grandes pelotas colgantes para práctica del boxeo y se aterró, porque pensó que era el rostro de alguien que lo estaba vigilando. Desde ese momento parpadeó muchísimo y le tomó miedo a muchas cosas, además de hacer ruidos compulsivos con la garganta. De día, no puede dejar el umbral de su casa. De noche, yace en la cama sin dormirse y suda profusamente. Por la mañana se levanta a desgano, de mal humor. Todos ustedes conocen estos historiales tan comunes. Este niño sufre intensamente -es un dolor mental, no físico- de sentimientos de culpa, depresión, etcétera. Todas las cosas terribles que le suceden o amenazan con sucederle pasan en sus fantasías. 

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