Obras de Winnicott: Inmadurez adolescente

Inmadurez adolescente

(Trabajo presentado en la 21 » Reunión Anual de la Asociación Británica de Sanidad Estudiantil, realizada en Newcastle-upon-Tyne, 18 de julio de 1968) Observaciones preliminares Mi enfoque de este tema tan amplio debe derivar del área en la que tengo una experiencia especial. Las observaciones que pueda hacer deben ser moldeadas por la actitud psicoterapéutica. Como psicoterapeuta pienso, lógicamente, en términos de el desarrollo emocional del individuo; el papel de la madre y el de ambos padres; la familia como un desarrollo natural en relación con las necesidades de la infancia; el papel de las escuelas y otros grupos, vistos como prolongación de la idea de la familia y como alivio respecto de las pautas familiares establecidas; el papel especial de la familia en relación con las necesidades de los adolescentes; la inmadurez del adolescente; el logro gradual de la madurez en la vida del adolescente; el logro por el individuo de una identificación con los grupos sociales y con la sociedad, sin pérdida excesiva de la espontaneidad personal; la estructura de la sociedad -término que empleo como nombre colectivo-, compuesta por unidades individuales, maduras o inmaduras; la abstracción de la política, la economía, la filosofía y la cultura, vistas como culminación de procesos naturales de crecimiento; el mundo como superposición de mil millones de pautas individuales, una sobre otra. La dinámica es el proceso de crecimiento, que forma parte de la herencia de cada individuo. Doy por supuesta la existencia de un ambiente facilitador suficientemente bueno, condición sine qua non en el comienzo del crecimiento y desarrollo de cada individuo. Hay genes que determinan pautas y una tendencia heredada al crecimiento y al logro de la madurez, pero nada sucede en el crecimiento emocional si no es en relación con la provisión ambiental, que debe ser suficientemente buena. Como podrán observar, en este enunciado no se habla de perfección: ésta es propia de las máquinas, y las imperfecciones que caracterizan la adaptación humana a la necesidad son una cualidad esencial del ambiente facilitador. En la base de todo esto se encuentra la idea de la dependencia individual, que al principio es casi absoluta y que, gradualmente y de un modo ordenado, se va transformando en relativa y se orienta hacia la independencia. Esta no llega a ser absoluta, y el individuo que aparenta ser una unidad autónoma, en realidad nunca es independiente del medio, aunque en la madurez puede sentirse libre e independiente, en la medida en que ello contribuye a su felicidad y le procura la sensación de que tiene una identidad personal. Gracias a las identificaciones cruzadas, la clara línea que separa el yo del no-yo se vuelve borrosa. Todo lo que he hecho hasta ahora es enumerar varias secciones de una enciclopedia de la sociedad humana en términos de una perpetua ebullición en la superficie del caldero del crecimiento individual visto colectivamente y reconocido como dinámico. La parte a la que puedo referirme aquí es necesariamente limitada, por lo cual considero importante situar lo que voy a decir en relación con el imponente telón de fondo de la humanidad, a la que se puede estudiar de muy distintos modos y contemplar desde uno u otro de los extremos del telescopio. ¿Enfermedad o salud? Tan pronto como dejo de lado las generalidades y comienzo a ocuparme de temas concretos, me veo precisado a decidir qué incluiré y qué omitiré. Por ejemplo, está la cuestión de la enfermedad psiquiátrica personal. La sociedad comprende a todos sus miembros. Su estructura la crean y mantienen sus miembros psiquiátricamente sanos. Sin embargo, tiene que contener también a los enfermos; por ejemplo: los inmaduros (inmaduros en lo que se refiere a la edad); los psicopáticos (que son el producto de la deprivación; personas que, cuando alientan esperanzas, deben conseguir que la sociedad reconozca el hecho de que fueron deprivadas, sea de un objeto bueno o amado, sea de una estructura satisfactoria que inspirara confianza en su capacidad de soportar las tensiones resultantes del movimiento espontáneo); los neuróticos (atormentados por la motivación inconsciente y la ambivalencia); los melancólicos (que vacilan entre el suicidio y alguna alternativa, que puede estar entre los logros más elevados en términos de contribución); los esquizoides (que tiene ante sí, preestablecida, una tarea que les insumirá toda la vida: la de establecerse a sí mismos como individuos que poseen sentimientos de identidad y realidad); los esquizofrénicos (que no pueden, por lo menos en las fases mórbidas, sentirse reales, y que en el mejor de los casos logran algo sobre la base de vivir por delegación). A éstos debemos añadir la categoría más difícil, a la que pertenecen muchas personas que ocupan posiciones de autoridad y responsabilidad, es decir, los paranoides, que están dominados por un sistema de pensamiento. Este sistema debe ser usado constantemente para explicarlo todo; la alternativa es para ellos una aguda confusión de ideas, una sensación de caos y la pérdida de la predecibilidad. En cualquier descripción de las enfermedades psiquiátricas hay superposición. Las personas no se ajustan con exactitud a las categorías de enfermedad, lo que hace que la psiquiatría sea muy difícil de entender para médicos y cirujanos. «Usted tiene la enfermedad -dicen- y nosotros tenemos (o tendremos en un año o dos) los medios para curarla.» Ningún rótulo psiquiátrico corresponde exactamente a un caso dado, y menos aún el de «normal» o «sano». Podríamos considerar la sociedad desde el punto de vista de la enfermedad y ver cómo sus miembros enfermos de alguna manera obligan a que se les preste atención, y también cómo los grupos psiquiátricos, que comienzan en los individuos, colorean la sociedad; o bien examinar el modo como las familias y las unidades sociales pueden producir individuos que son psiquiátricamente sanos salvo por el hecho de que la unidad social a la que pertenecen los deforma o los vuelve ineficaces. No es mi propósito considerar la sociedad desde ese punto de vista, sino en relación con su sanidad, es decir, con su natural crecimiento o rejuvenecimiento perpetuo determinado por la salud de sus miembros psiquiátricamente sanos. Digo esto aunque sé que en ocasiones la proporción de miembros psiquiátricamente enfermos de un grupo puede ser demasiado alta, de modo que los elementos sanos no pueden influir en ellos, ni siquiera con la suma de su salud. Entonces la unidad social misma se convierte en una baja psiquiátrica. Por lo tanto, me propongo considerar la sociedad como si estuviera compuesta por personas psiquiátricamente sanas. Incluso así puede tener bastantes problemas. Se advertirá que no he empleado el término «normal»; no lo he hecho porque está demasiado ligado al pensamiento fácil. Creo, sin embargo, que existe algo que puede denominarse salud psiquiátrica, y en consecuencia me considero justificado al estudiar la sociedad (según lo han hecho otros) como la formulación en términos colectivos del crecimiento individual orientado hacia la realización personal. El axioma es que, dado que la sociedad sólo existe como una estructura creada, mantenida y constantemente reconstruida por individuos, no puede haber realización personal sin sociedad, ni sociedad al margen de los procesos colectivos de crecimiento de los individuos que la componen. Y debemos aprender a dejar de buscar al ciudadano del mundo y contentarnos con encontrar alguna que otra persona cuya unidad social se extienda más allá de la versión local de la sociedad, del nacionalismo o de los límites de una secta religiosa. En efecto, tenemos que aceptar el hecho de que las personas psiquiátricamente sanas dependen, en lo que se refiere a su salud y a su realización personal, de la lealtad a un crea limitada de la sociedad, tal vez el club de bolos local. ¿Y por qué no? Sólo si buscamos a Gilbert Murray en todas partes lo pasaremos mal. La tesis principal Un enunciado positivo de mi tesis me lleva de inmediato a los enormes cambios acaecidos en los últimos cincuenta años en lo que respecta a la importancia que se atribuye a los cuidados maternos suficientemente buenos. Esto incluye a los padres, pero los padres habrán de permitirme que emplee el término «materna» para describir la actitud total hacia los bebés y su cuidado. El término «paterno» hace su aparición necesariamente algún tiempo después que «materno». El padre como varón se convierte de manera gradual en un factor importante. Luego viene la familia, cuya base es la unión del padre y la madre, quienes comparten la responsabilidad por lo que hicieron juntos, un nuevo ser humano: un bebé. Me referiré ahora a la provisión materna. Hoy sabemos que no es indiferente la manera como se sostiene y se manipula a un bebé, ni el hecho de que quien lo cuida sea en realidad la madre u otra persona. En nuestra teoría del cuidado del bebé, la continuidad del cuidado se ha convertido en un elemento central del concepto de ambiente facilitador, y observamos que mediante esta continuidad de la provisión ambiental -y sólo gracias a ella- el nuevo bebé en situación de dependencia puede lograr una continuidad en su línea de vida, en lugar de la pauta de reaccionar ante lo impredecible y comenzar de nuevo una y otra vez. (1) Mencionaré aquí la obra de Bowlby: lo que éste afirma sobre la reacción del niño de dos años ante la pérdida (incluso temporal) de la persona de su madre, cuando ésta se prolonga más allá del lapso durante el cual es capaz de conservar viva su imagen, se acepta en general, si bien no ha sido plenamente explotado (2); pero la idea que hay detrás de esto abarca el tema íntegro de la continuidad de los cuidados y data del comienzo de la vida personal del bebé, es decir, desde antes de que éste perciba objetivamente a la madre total como la persona que es. Hay asimismo otro rasgo nuevo: como psiquiatras de niños, no nos concierne solamente la salud. Desearía que esto fuese aplicable a la psiquiatría en general. Nos concierne la plenitud de la felicidad que se logra en la salud y que no se logra en la mala salud psiquiátrica, aunque los genes pueden llevar al niño a la realización. En la actualidad observamos los barrios pobres no sólo con horror, sino también dispuestos a admitir la posibilidad de que para un bebé o un niño pequeño, una familia de esos barrios sea más segura y «buena» como ambiente facilitador que otra que vive en una casa encantadora de la que están excluidas las persecuciones comunes (3). También pensamos que vale la pena estudiar las diferencias esenciales entre las costumbres aceptadas por los diferentes grupos sociales: entre la costumbre de fajar a los niños, por ejemplo, y la de permitirles explorar y patalear, que prevalece en forma casi universal en la sociedad, tal como la conocemos hoy en Gran Bretaña. ¿Cuál es la actitud local frente al chupete, la succión del pulgar y los ejercicios autoeróticos en general? ¿Cómo reacciona la gente ante las incontinencias naturales de los comienzos de la vida y su relación con la continencia? Y así sucesivamente. La fase de Truby King aún no ha sido superada por los adultos que reconocen a sus bebés el derecho a descubrir una moral personal; esto se pone de manifiesto en una reacción al adoctrinamiento que llega al extremo de la permisividad total. Quizá las diferencias entre los blancos y los negros de los Estados Unidos no tengan tanto que ver con el color de la piel como con la lactancia natural. La población blanca, criada con biberón, siente una envidia incalculable hacia los negros, que, según creo, son casi siempre alimentados al pecho. Se advertirá que me intereso por la motivación inconsciente, un concepto no muy popular. Los datos que necesito no se pueden obtener haciendo llenar un cuestionario. No se puede programar una computadora de modo que descubra los motivos inconscientes de las personas utilizadas como cobayos en una investigación. Aquí es donde quienes se han pasado la vida practicando el psicoanálisis deben reclamar cordura frente a la insensata creencia en los fenómenos de superficie que caracteriza a la investigación por computadora de seres humanos. Más confusión Otra fuente de confusión es la fácil suposición de que si las madres y los padres crían bien a sus hijos habrá menos problemas. ¡Lejos de ello! Esta afirmación se relaciona con mi tema principal porque deseo sugerir que cuando observamos la adolescencia, en la que se manifiestan los éxitos y fracasos del cuidado del bebé y el niño, comprobamos que algunos de los problemas actuales están vinculados los elementos positivos de la crianza moderna y de las a actitudes modernas hacia los derechos del individuo. Si ustedes hacen todo lo posible para promover el crecimiento personal de sus hijos, tendrán que ser capaces de afrontar resultados alarmantes. Si sus hijos se encuentran a sí mismos, no se conformarán con nada que no sea encontrar la totalidad de sí mismos, lo cual incluye la agresión y los elementos- destructivos que hay en ellos, y también los elementos que pueden llamarse tiernos. Habrá así un prolongado forcejeo al que tendrán que sobrevivir. En el caso de algunos de sus hijos, serán afortunados si con sus cuidados consiguen capacitarlos rápidamente para usar símbolos, jugar, soñar y ser creativos de modo satisfactorio, y aun así el camino a recorrer será tal vez fragoso. Siempre cometerán errores, esos errores les parecerán desastrosos y sus hijos tratarán de hacer que se sientan responsables por las contrariedades, aunque en verdad no lo sean. Sus hijos dirán, simplemente: «Yo no pedí que me trajeran al mundo». Las recompensas llegan en la forma de la riqueza que puede aparecer gradualmente en el potencial personal de un hijo o una hija. Y si tienen éxito como padres, deben estar preparados para sentir celos de sus hijos, que cuentan con oportunidades de desarrollo personal mejores que las que ustedes tuvieron. Se sentirán recompensados si un día su hija les deja a sus propios hijos para que los cuiden, dando a entender así que los considera capaces de hacerlo bien, o si su hijo quiere parecerse al padre en algún aspecto o se enamora de una muchacha que también le agradaría al padre si fuese joven. Las recompensas son siempre indirectas. Y, por supuesto, ustedes saben que nadie les dará las gracias. Muerte y asesinato en el proceso adolescente Me referiré ahora a la forma como estas cuestiones afectan la tarea de los padres cuando sus hijos han alcanzado la pubertad o se debaten en las angustias de la adolescencia. Aunque es mucho lo que se publica actualmente sobre los problemas individuales y sociales que han surgido en esta década en todos los lugares donde se concede a los adolescentes libertad para expresarse, tal vez no sea ocioso añadir un comentario personal sobre el contenido de la fantasía adolescente. En la época del crecimiento adolescente, los jóvenes de ambos sexos emergen de un modo torpe y errático de la niñez, dejan atrás la dependencia y avanzan a tientas hacia la condición de adultos. El crecimiento no resulta sólo de tendencias heredadas, sino también de una interacción compleja con el ambiente facilitador. Si existe aún una familia que puedan usar, los adolescentes la usarán intensamente, y si la familia no está allí para ser usada o dejada de lado (uso negativo), se les deberán proporcionar pequeñas unidades sociales para contener el proceso de crecimiento adolescente. Los problemas que surgen en la pubertad son los mismos que existían en etapas más tempranas, cuando esos niños eran pequeños y relativamente inofensivos. Vale la pena señalar que si ustedes procedieron bien en las etapas tempranas y lo siguen haciendo en la actualidad, no por eso deben creer que todo marchará plácidamente. En realidad, deben esperar que haya problemas. Ciertos problemas son intrínsecos de estas etapas posteriores. Es útil comparar las ideas de los adolescentes con las de los niños. Así como en la fantasía del crecimiento temprano está presente la muerte, en la de la adolescencia está presente el asesinato. Incluso cuando el crecimiento en la pubertad progresa sin grandes crisis, es posible que se tengan que afrontar problemas agudos de manejo, porque crecer significa ocupar el lugar de los padres. Y lo significa realmente. En la fantasía inconsciente, crecer es intrínsecamente un acto agresivo. Y el niño tiene ahora otro tamaño. Es legítimo y útil, creo, reflexionar sobre el juego «Soy el rey del castillo». Es un juego que se relaciona con el elemento masculino de varones y niñas. (El tema también podría enunciarse en términos del elemento femenino en niñas y varones, pero no puedo hacerlo aquí.) Corresponde a los comienzos del período de latencia y en la pubertad se transforma en una situación vital. «Soy el rey del castillo» es una afirmación del ser personal. Es un logro de crecimiento emocional del individuo, una postura que indica la muerte de todos los rivales o la dominación sobre ellos. El ataque que se espera queda reflejado en estas palabras: «Y tú eres el sucio bribón» (o «¡Abajo, sucio bribón!»). Al nombrar al rival se sabe cuál es la propia posición. Poco después el sucio bribón derriba al rey y se convierte en el nuevo rey. Los Opie (1951) hacen referencia a estos versos. Afirman que el juego es muy antiguo, y que según Horacio (20 a. de C.), las palabras de los niños eran éstas: Rex erit qui recte faciet; Qui non faciet, non erit. (4) Nada induce a pensar que la naturaleza humana haya cambiado. Lo que debemos hacer es buscar lo perdurable en lo efímero. Debemos traducir este juego de la niñez al lenguaje de la motivación inconsciente de la adolescencia y la sociedad. Cuando el niño se transforma en adulto, lo hace sobre el cadáver de un adulto. (Doy por sentado que el lector sabe que me estoy refiriendo a la fantasía inconsciente, el material en que se basan los juegos.) Sé, por supuesto, que los adolescentes pueden arreglárselas para pasar por esta etapa de crecimiento en un marco de permanente armonía con sus padres reales, sin mostrarse rebeldes en el hogar. Pero es sensato recordar que la rebeldía tiene que ver con la libertad que se les da a los hijos al educarlos de un modo que les permita existir por derecho propio. En ciertos casos podría decirse: «Se siembra un bebé y se cosecha una bomba». En realidad siempre es así, pero no siempre lo parece. En la fantasía inconsciente total que caracteriza el crecimiento en la pubertad y la adolescencia está presente la muerte de alguien. Mucho es lo que puede manejarse mediante el jugar los desplazamientos, y sobre la base de identificaciones cruzadas, pero en la psicoterapia del adolescente individual (y lo digo como psicoterapeuta) afloran la muerte y el triunfo personal como algo intrínseco al proceso de maduración y a la adquisición de la condición de adulto. Esto hace las cosas bastante difíciles para los padres y los guardianes. Sin duda también para los adolescentes, que llegan con timidez al asesinato y al triunfo correspondientes a la maduración en esta etapa crítica. El tema inconsciente se manifiesta a veces como la experiencia de un impulso suicida o como suicidio real. Los padres casi no están en condiciones de ayudar; lo mejor que pueden hacer es sobrevivir, sobrevivir intactos, sin inmutarse ni renunciar a ningún principio importante. Lo cual no significa que no puedan crecer ellos mismos. Una parte de los adolescentes saldrán malparados o alcanzarán cierta clase de madurez en lo que se refiere al sexo y al matrimonio, y quizá se conviertan en padres semejantes a sus propios padres. Esto puede ser suficiente. Pero en segundo plano se desarrollará una lucha de vida o muerte. La situación carecerá de su plena riqueza si se evita el enfrentamiento demasiado rápida y eficazmente. Esto me lleva a lo que quiero destacar: la difícil cuestión de la inmadurez del adolescente. Los adultos maduros deben estar informados sobre ella y confiar en su propia madurez como nunca lo hicieron antes ni tendrán que hacerlo en el futuro. Es difícil decir estas cosas sin ser mal interpretado, pues hablar de inmadurez suena despectivo. Pero no es ésa la intención. A cualquier edad (a los seis años, por ejemplo), un niño puede verse obligado de pronto a asumir responsabilidades porque sus padres se han separado o porque uno de ellos ha muerto. En tal caso envejecerá prematuramente, se verá obligado a renunciar a sus juegos y perderá la espontaneidad y el despreocupado impulso creador. Más a menudo es un adolescente el que se encuentra en esa situación, debiendo hacer frente a la responsabilidad de votar o de dirigir un colegio. Por supuesto que cuando se dan ciertas circunstancias (enfermedad, muerte, problemas económicos) es inevitable inducir al adolescente a convertirse en un agente responsable aunque no esté maduro para ello. Puede haber niños más pequeños que criar y educar, o la imperiosa necesidad de obtener dinero para subsistir. Muy distinto es cuando los adultos, como consecuencia de una política deliberada, transfieren su responsabilidad: hacerlo equivale a traicionar a los hijos en un momento crítico. En relación con el jugar, o con el juego de la vida, significa que los padres abdican justo cuando los hijos se disponen a matarlos. ¿Es esto bueno para alguien? No para el adolescente, sin duda, que se incorpora así a la casta gobernante. Se pierden la actividad y los esfuerzos imaginativos de la inmadurez. La rebelión ya no tiene sentido, y el adolescente que triunfa demasiado pronto cae en su propia trampa, debe convertirse en dictador y esperar a que lo maten: no la nueva generación, sus propios hijos, sino sus hermanos. Naturalmente, tratará de dominarlos. He aquí una de las muchas situaciones en que la sociedad pasa por alto con riesgo para sí misma la motivación inconsciente. Sin duda el material que recoge cotidianamente el psicoterapeuta en su labor podría ser utilizado en alguna medida por sociólogos y políticos, y también por los adultos corrientes, es decir, por las personas que son adultas en sus propias y limitadas esferas de influencia, aunque no siempre lo sean en su vida privada. Lo que estoy afirmando (dogmáticamente para ser breve) es que el adolescente es inmaduro. La inmadurez es un elemento esencial de la salud en la adolescencia. Hay una sola cura para ella, y es el paso del tiempo y la maduración que éste puede traer. Ambos llevan finalmente al surgimiento de una persona adulta. Es un proceso que no puede ser acelerado ni retardado, aunque sí interferido y destruido, y también debilitado desde adentro en la enfermedad psiquiátrica. Pienso en una joven que me permitió mantenerme en contacto con ella durante toda su adolescencia. No estaba en tratamiento. A los 14 años pensaba en el suicidio. En sus poesías quedaron registradas las etapas por las que estaba atravesando. Citaré una, muy breve, de las época en que comenzaba a emerger: Si una vez te hieren, retira tu mano, jura no decir esas palabras y mantente alerta. No sea que, amando sin saberlo, descubras otra vez tu mano tendida. O sea que estaba pasando de la fase suicida a otra en la que por momentos asomaba la esperanza. Hoy, a los 23 años, esta joven ha formado un hogar, ha comenzado a situarse en la sociedad y es capaz de depender de su pareja. No sólo disfruta de su hogar y de su hijo, sino q e también ha sido capaz de afrontar los infortunios que e tocaron en suerte, de ver a sus padres desde otra perspectiva y de mantener una buena relación con ellos sin perder su identidad personal. El paso del tiempo ha logrado todo esto. Pienso en un joven que, aunque concurría a una escuela bastante buena, no podía soportar las restricciones que ésta le imponía. Huyó para alistarse como marinero, sin lo cual hubieran terminado por expulsarlo. Durante algunos años le hizo la vida difícil a su madre, pero ésta no renegó de su responsabilidad hacia él. Después de un tiempo regresó y se inscribió en una universidad, donde tuvo un buen desempeño porque dominaba idiomas que los demás ni siquiera sabían que existieran. Más tarde tuvo varios empleos, hasta que finalmente se decidió por una carrera. Creo que se casó, pero no quiero dar la impresión de que el matrimonio es la solución definitiva, aunque no puede negarse que a menudo marca el comienzo de la socialización.