Obras de Winnicott: La Locura

La Locura

(Conferencia pronunciada ante médicos y enfermeras en la Iglesia de San Lucas, Hatfield, el domingo de San Lucas, 18 de octubre de 1970) Aprovechando la oportunidad que se me ha concedido, intentaré expresar algunos de los pensamientos y sentimientos que, según creo, compartimos todos nosotros. Yo no me ocupo de la religión de la experiencia interna, que no es mi especialidad, sino de la filosofía de nuestro trabajo como profesionales de la medicina, una suerte de religión de la relación externa. En el lenguaje que utilizamos, hay una buena palabra: cura. Si a esta palabra se le permitiera hablar, sin duda nos contaría una historia. Las palabras son valiosas en ese sentido; tienen raíces etimológicas, tienen una historia: como los seres humanos, a veces deben luchar para establecer y mantener su identidad. En un nivel muy superficial, la palabra «cura» señala un común denominador de la práctica religiosa y la práctica médica. Creo que, etimológicamente, significa cuidado. A comienzos del siglo XVIII empezó a utilizarse para designar el tratamiento médico, como en la expresión «cura hídrica». Un siglo más tarde implicaba además un resultado favorable: la recuperación de la salud por el paciente, la aniquilación de la enfermedad, la victoria sobre el espíritu del mal. La frase: “Que el agua y la sangre sean del pecado la doble cura” contiene ya algo más que una alusión al paso del cuidado al remedio, es decir, a la transición a la que me estoy refiriendo aquí y ahora. En el uso que se da al término en la práctica médica es posible advertir una brecha entre las dos acepciones. El sentido de remedio, de erradicación de la enfermedad y de su causa, tiende a prevalecer hoy sobre el de cuidado. Los médicos libran una constante batalla para lograr que el término siga significando ambas cosas. El médico general cuida, podría decirse, pero debe conocer remedios. El especialista, en cambio, se encuentra atrapado en problemas de diagnóstico y erradicación de la enfermedad, y lo que debe esforzarse por recordar es que también el cuidado forma parte de la práctica médica. En la primera de estas posiciones extremas el médico es un trabajador social y prácticamente pesca en los estanques que constituyen pesquerías adecuadas para el sacerdote. En el otro extremo, el médico es un técnico, tanto cuando diagnostica como cuando trata. El campo es tan vasto que la especialización es inevitable. Sin embargo, en nuestra calidad de sujetos pensantes no estamos eximidos de intentar un enfoque holístico. ¿Qué es lo que necesita la gente de nosotros, médicos y enfermeras?, ¿qué es lo que necesitamos de nuestros colegas cuando somos nosotros los inmaduros, los enfermos, los ancianos? Estas condiciones -la falta de madurez, la enfermedad, la vejez- provocan dependencia. Lo que se necesita, por lo tanto, es confiabilidad. Como médicos, y también como enfermeras y trabajadores sociales, estamos obligados a ser humanamente (no mecánicamente) confiables, a llevar incorporada la confiabilidad en nuestra actitud general. (Por el momento debo presumir que somos capaces de reconocer la dependencia y de adaptarnos a lo que encontramos.) Nadie discute el valor de los remedios eficaces. (Por ejemplo, la penicilina salvó la vida de mi esposa y evitó que yo me convirtiera en un inválido.) La ciencia aplicada en la práctica médica y quirúrgica debe darse por supuesta. Es improbable que subestimemos el remedio específico. A partir de la aceptación de este principio, sin embargo, el observador y el sujeto reflexivo pueden avanzar hacia otras consideraciones. EL encuentro de la confiabilidad y la dependencia es el tema de esta charla. Como pronto se verá, el tema presenta infinitas complejidades; por consiguiente tendremos que fijar límites artificiales para definir áreas de análisis. Inmediatamente advertirán ustedes que este modo de hablar establece una diferencia entre el médico que ejerce su profesión pura y simplemente y el que lo hace en nombre de la sociedad. Si bien es cierto que critico a la profesión médica, debo aclarar que me he sentido orgulloso de formar parte de ella desde que me gradué, hace ya cincuenta años, y que nunca quise ser otra cosa. Lo cual no me impide ver defectos notorios en nuestras actitudes y reivindicaciones sociales, y puedo asegurarles que veo también, y perfectamente, la viga en mi propio ojo. Tal vez cuando somos pacientes advertimos con facilidad las faltas de nuestros colegas, pero junto a esto corresponde señalar que cuando después de haber estado enfermos recobramos la salud sabemos mejor que nadie lo que debemos a médicos y enfermeras. Por supuesto, no me estoy refiriendo a los errores. Personalmente he cometido errores que me entristece recordar. Una vez, cuando aún no se había descubierto la insulina, ahogué a un paciente diabético en un estúpido e ignorante intento de seguir instrucciones de mis superiores. El hecho de que esa persona hubiese muerto de todas maneras no me sirve de consuelo. E hice cosas aún peores. Feliz del médico joven que no demuestra su ignorancia antes de haberse labrado una posición entre los colegas que lo ayudarán a enmendar sus errores. Pero éste es un tema que ha sido ya muy traído y llevado. Aceptamos la falibilidad como parte de la naturaleza humana. Desearía examinar el modo como ustedes y yo practicamos la medicina, la cirugía y la enfermería cuando lo hacemos bien, no cuando acumulamos material para el remordimiento. ¿Cómo haré para elegir? Me veo precisado a recurrir a la experiencia de tipo especializado que he tenido, es decir, a la experiencia en el ejercicio del psicoanálisis y de la psiquiatría de niños. Considero que la psiquiatría tiene la posibilidad de brindar una realimentación muy importante a la práctica médica. El psicoanálisis no consiste tan sólo en interpretar el inconsciente reprimido; consiste más bien en proporcionar un marco profesional a la confianza, en el cual esa interpretación pueda llevarse a cabo. Como médico comencé atendiendo a niños -y a sus padres-, y gradualmente me convertí en psicoanalista. El psicoanálisis (como la psicología analítica) está vinculado a una teoría y a la formación intensiva de un pequeño número de individuos seleccionados y vocacionalmente motivados. El objetivo de la formación es proporcionar una psicoterapia que cala en la motivación inconsciente y que en lo esencial utiliza la llamada «transferencia». Etcétera. A continuación enunciaré algunos principios que surgen de la clase de trabajo que mis colegas y yo realizamos. He elegido seis categorías descriptivas: 1. Jerarquías. 2. ¿Quién es el enfermo? Dependencia. 3. Efecto en nosotros de la posición de cuidar-curar. 4. Otros efectos. 5. Gratitud/propiciación. 6. Sostén. Facilitación. Maduración del individuo. 1. En primer lugar está la cuestión de las jerarquías. En nuestra especialidad comprobamos que cuando estamos frente a un hombre, una mujer o un niño, somos simplemente dos seres humanos de idéntico status. Las jerarquías se desvanecen. Lo mismo da que yo sea un médico, un enfermero, un trabajador social, un funcionario a cargo de un hogar para niños, o incluso un psicoanalista o un sacerdote. Lo importante es la relación interpersonal con todo su rico y complejo colorido humano. Las jerarquías cumplen una función en la estructura social, pero no en la confrontación clínica. 2. De aquí a la pregunta «¿cuál de los dos es el enfermo?» hay sólo un paso. A veces es una cuestión de conveniencia. Es importante comprender que el concepto de enfermedad y de estar enfermo proporciona un alivio inmediato porque legitima la dependencia, y que quien consigue hacerse reconocer como enfermo obtiene un beneficio específico. El hecho de decirle a otra persona «Usted está enfermo» me pone en la posición de responder a una necesidad, es decir, de adaptarme, preocuparme y ser confiable, de curar en el sentido de cuidar. El médico, la enfermera o quien sea adopta con naturalidad una actitud profesional ante el paciente, sin que ello implique un sentimiento de superioridad. ¿Cuál de los dos es el enfermo? Casi podría decirse que el hecho de adoptar la posición de curar es también una enfermedad, sólo que es la otra cara de la moneda. Necesitamos a nuestros pacientes tanto como ellos nos necesitan a nosotros. El rector de Derby citó hace poco a San Vicente de Paul, quien dijo a sus seguidores: «Rogad para que los pobres nos perdonen por ayudarlos». Podríamos rogar para que los enfermos nos perdonen por responder ante las necesidades de su enfermedad. Estamos en un marco profesional, entonces el sentido de la palabra debe ser explicado. En el presente siglo son los psicoanalistas los que proporcionan esa explicación. 3. Podemos examinar ahora el efecto que asumir el rol de cuidador tiene en nosotros, que nos preocupamos y cuidamos-curamos. Señalaré cinco aspectos principales: a) En el rol de cuidadores-curadores no somos moralistas. En nada beneficiamos a un paciente si le decimos que su maldad le hizo enfermar, como tampoco le sirve a un ladrón, un asmático o un esquizofrénico que lo incluyamos en una categoría moral. El paciente sabe que nuestra misión no es juzgarlo. b) Somos absolutamente honestos, sinceros; cuando no sabemos algo, reconocemos que no lo sabemos. Una persona enferma no podría soportar nuestro miedo a la verdad. La profesión de médico no conviene a quien teme a la verdad. c) Nos volvemos confiables del único modo como podemos hacerlo dignamente en nuestra tarea profesional. Lo importante es que siendo (profesionalmente) confiables, protegemos a nuestros pacientes de lo impredecible. En muchos casos el problema de los pacientes consiste precisamente en que, como parte del patrón de su vida, han estado sometidos a lo impredecible. No podemos ajustarnos a ese patrón. Detrás de la impredecibilidad acecha la confusión mental, y detrás de ésta podemos encontrar el caos en lo que se refiere al funcionamiento somático, es decir, una ansiedad impensable que es de orden físico. d) Aceptamos el amor y el odio del paciente, y nos sentimos afectados por ellos, pero no los provocamos ni esperamos obtener de una relación profesional satisfacciones emocionales (amor u odio) que deberían lograrse en nuestra vida privada y en el dominio de lo personal, o bien en la realidad psíquica interna cuando los sueños toman forma. (En el psicoanálisis esta cuestión se considera esencial, y se da el nombre de «transferencia» a las dependencias específicas que surgen entre el paciente y el analista. El médico que practica la medicina física y la cirugía tiene mucho que aprender del psicoanálisis, especialmente en este aspecto. Mencionaré algo muy simple: si. el médico se presenta a la hora convenida, percibe que la confianza del paciente en él ha aumentado muchísimo, y esto no sólo es importante para evitar la angustia del paciente, sino que también refuerza los procesos somáticos favorables a la curación, incluso de los tejidos, y, por cierto, de las funciones.) e) Suponemos, y fácilmente concordamos en suponer, que el médico o la enfermera no son crueles porque sí. La crueldad se introduce inevitablemente en nuestro trabajo, pero la complacencia en la crueldad debemos buscarla en la vida misma, al margen de nuestras relaciones profesionales. El deseo de venganza no tiene cabida en nuestra labor profesional. Por supuesto que podría referirme a actos de crueldad y de venganza realizados por médicos, pero no nos sería difícil poner en su lugar esos casos de mala práctica. 4. Para percibir otros efectos que produce en nosotros el hecho de reconocer la enfermedad y por lo tanto las necesidades de dependencia de nuestros pacientes, debemos considerar cuestiones más complejas atinentes a la estructura de la personalidad. Por ejemplo, un signo de salud mental es la capacidad de un individuo de captar, imaginativamente pero también con exactitud, los pensamientos, sentimientos, esperanzas y temores de otra persona, así como de permitir que ésta haga lo mismo con él. Supongo que, por autoselección, los religiosos y médicos que cuidan-curan tienen en alto grado esta capacidad. En cambio, los exorcistas y los que curan con remedios no la necesitan. Una excepcional capacidad para hacer intervenir las identificaciones cruzadas puede a veces constituir una carga. Sin embargo, sería importante que cuando se seleccionan estudiantes de medicina se evaluara (de ser esto posible) su aptitud para lo que he denominado identificaciones cruzadas, es decir, para ponerse en el lugar del otro y permitir que éste haga lo mismo. Es indudable que tales identificaciones enriquecen enormemente las experiencias humanas de todo tipo, y que quienes tienen escasa capacidad en tal sentido con frecuencia se aburren y aburren a los demás. Más aún, en el ejercicio de la medicina no pueden ir mucho más allá del cumplimiento de funciones de tipo técnico, y pueden causar mucho sufrimiento sin saberlo. En fecha reciente James Baldwin, hablando por la BBC, se refirió al pecado que los cristianos olvidaron mencionar: el pecado de inadvertencia. Podría hacer una acotación respecto de las identificaciones cruzadas ilusorias: son causa de verdaderos estragos. 5. A continuación volveré a ocuparme de la gratitud. Me referí a ella cuando cité la frase de San Vicente de Paul. La gratitud está muy bien y nos agrada recibir la botella de whisky y la caja de bombones con que nuestros pacientes nos expresan su agradecimiento. Sin embargo, la gratitud no es así de simple. Si las cosas marchan bien, los pacientes lo encuentran lógico; sólo cuando alguien ha incurrido en una negligencia (cuando ha olvidado una torunda en el peritoneo, por ejemplo) se sinceran consigo mismos y se quejan. En otras palabras, en la mayor parte de los casos la gratitud, y sobre todo la gratitud exagerada, cumple una función de propiciación; hay fuerzas vengativas al acecho y es mejor apaciguarlas. Las personas enfermas yacen en su lecho pensando en regalos generosos o en codicilos para sus testamentos, pero los médicos, enfermeras y otros auxiliares se sienten complacidos cuando, después del alta, los afligidos pacientes se apresuran a olvidar, aunque quizás ellos no los olviden. Diría que son los médicos y enfermeras quienes experimentan un duelo reiterado; en nuestra profesión corremos el riesgo de encallecernos, ya que las pérdidas repetidas de pacientes nos vuelven cautelosos en cuanto a cobrar afecto a los nuevos pacientes. Así les ocurre especialmente a las enfermeras que cuidan a bebés enfermos o bebés que han sido abandonados en cabinas telefónicas, o que han sido hallados (como Ernest) en un bolso en la Oficina de Objetos Perdidos de Victoria Station. La práctica de la medicina general en un distrito rural es quizá la solución para este problema, por cuanto el médico vive entre sus pacientes; es, sin duda, la mejor modalidad del ejercicio de la profesión. El médico y el paciente están siempre allí, pero sólo a veces como médico y paciente. Es mucho lo que el médico practicante puede aprender de quienes se especializan en cuidar-curar y no en curar para erradicar las causas de la enfermedad. 6. Hay algo en especial que debe ser tenido en cuenta en la práctica médica, y a ello me referiré para finalizar. Es el hecho de que cuidar-curar constituye una extensión del concepto de sostén. Comienza con el bebé en el útero, luego con el bebé en brazos, y su enriquecimiento deriva del proceso de crecimiento del niño, que la madre hace posible porque sabe exactamente cómo es ser ese niño en particular que ella ha dado a luz. El tema del ambiente facilitador que permite el crecimiento personal y el proceso de maduración debe ser una descripción de los cuidados paternos y maternos y de la función de la familia, lo cual lleva a la creación de la democracia como extensión política de la facilitación familiar, y finalmente a que los individuos maduros tomen parte, de acuerdo con su edad y su capacidad, en la política y en el mantenimiento y la reforma de la estructura política. A esto se une el sentimiento de identidad personal, esencial para todo ser humano, que en cada caso individual sólo se logra cuando se hez contado con un quehacer materno suficientemente bueno y una provisión ambiental de tipo sostén en las etapas de inmadurez. Por sí solo, el proceso de maduración no basta para producir un individuo. De modo que cuando hablo de cura en el sentido de cuidado-cura, en general hago alusión a la tendencia natural de médicos y enfermeras a adaptarse a la dependencia de sus pacientes, pero en este momento la estoy analizando en relación con la salud: en relación con la dependencia natural del individuo inmaduro que suscita en las figuras parentales una tendencia a proporcionar condiciones que favorecen el crecimiento individual. Aquí no se trata tanto de cura en el sentido de remedio como de cuidado-cura, el tema de mi conferencia, que bien podrá ser el lema de nuestra profesión. En lo que respecta a los males de la sociedad, el cuidado-cura puede ser en el mundo más importante incluso que el remedio-cura y que todo el diagnóstico y la prevención que implica lo que se suele llamar el enfoque científico. En esto estamos de acuerdo con los trabajadores sociales, cuyo término «trabajo asistencial individual» puede considerarse una extensión muy compleja del uso de la palabra «sostén», así como una aplicación práctica del cuidado-cura. En un marco profesional y mediando una conducta profesional adecuada, el paciente puede encontrar una solución personal a problemas complejos de la vida emocional y las relaciones interpersonales; y lo que hacemos en ese caso no es administrar un remedio sino facilitar el crecimiento. ¿Es mucho pedir que los médicos practiquen el cuidado-cura? Este aspecto de nuestro trabajo falla aparentemente en lo que se refiere a la pretensión de percibir honorarios más altos y socava el sistema de status de las jerarquías aceptadas. No obstante, puede ser aprendido fácilmente por las personas adecuadas y aporta algo mucho más satisfactorio que la sensación de haber sido inteligente. Considero que el aspecto cuidado-cura de nuestra tarea profesional nos proporciona un marco para la aplicación de principios que aprendimos en el comienzo de nuestra vida, cuando como personas inmaduras recibíamos un cuidado suficientemente bueno y una cura, por así decirlo, anticipada (el mejor tipo de medicina preventiva), de nuestra madre «suficientemente buena» y de nuestro padre. Es siempre tranquilizador comprobar que nuestro trabajo se vincula a fenómenos totalmente naturales, con patrones universales de la conducta humana y con lo que esperamos hallar en las mejores expresiones de la poesía, la filosofía y la religión.