Obras de S. Freud: Lo infantil como fuente de los sueños

Lo infantil como fuente de los sueños

Como la tercera de las peculiaridades del contenido onírico hemos citado, de acuerdo con todos los autores (salvo Robert), que en el sueño pueden presentarse impresiones de la primera infancia de que no parece disponer la memoria de vigilia. Es difícil juzgar cuán rara o cuán frecuentemente sucede esto; y ello es comprensible: el origen de los elementos correspondientes del sueño no se reconoce al despertar. La prueba de que se trata de impresiones infantiles debe aportarse entonces por vías objetivas, para lo cual sólo en raros casos se reúnen las condiciones. Como particularmente probatoria, A. Maury cuenta la historia de un hombre [ 1878, que decidió un día visitar su lugar de nacimiento después de más de veinte años de ausencia. La noche anterior a la partida soñó que estaba en un lugar totalmente desconocido y allí, en la calle, encontraba a un señor desconocido con quien conversaba. Ya en la casa paterna pudo convencerse de que ese lugar desconocido estaba muy próximo a su ciudad natal; existía entonces en la realidad, y también el hombre desconocido del sueño resultó ser un amigo de su padre (ya fallecido), que aún vivía allí. Convincente prueba de que a ambos, hombre y lugar, los había visto en su infancia. Por lo demás, el sueño ha de interpretarse como un sueño de impaciencia, como el de la joven que llevaba en su bolsillo el billete para el concierto, el de la niña a quien su padre había prometido una excursión a Hameau , etc. Desde luego, sin análisis no pueden descubrirse los motivos que llevan al soñante a reproducir precisamente esa impresión de su infancia. Uno de mis discípulos, que se gloriaba de que muy raras veces sus sueños sufrían la desfiguración onírica, me comunicó que tiempo atrás había visto en sueños a su antiguo preceptor acostado en la cama de la niñera que estuvo en su casa hasta que él cumplió once años. Y aun en el sueño le pareció reconocer el lugar preciso de esta escena. Vivamente interesado contó el sueño a su hermano mayor, quien le corroboró riendo la realidad de lo soñado; se acordaba muy bien, porque entonces tenía seis años. La pareja, cuando las circunstancias eran propicias para un comercio nocturno, emborrachaba con cerveza al mayor de los chicos. El menor, que tenía a la sazón tres años (nuestro soñante) y dormía en la habitación de la niñera, no era considerado un estorbo. Todavía en otro caso puede establecerse clon certeza, y sin el concurso de la interpretación del sueño, que este contiene elementos de la infancia, a saber: cuando es uno de los llamados recurrentes, que, soñado por vez primera en la niñez, se reitera después de tiempo en tiempo en el sueño del adulto. A los ejemplos conocidos de esta clase puedo agregar algunos que han llegado a mi conocimiento aunque yo mismo nunca he experimentado sueños recurrentes de ese tipo. Un médico ya en la treintena me contó que en su vida onírica, desde los primeros tiempos de su niñez hasta hoy, le aparecía con frecuencia un león amarillo sobre el que podía dar la descripción más precisa. Es el caso que a ese león, que le era familiar por sus sueños, lo encontró un día in, natura: era un objeto de porcelana hacía tiempo olvidado; y el joven supo por su madre que ese objeto era el juguete predilecto de su primera infancia, de lo cual él mismo ya no podía acordarse. Si ahora pasamos del contenido manifiesto a los pensamientos del sueño que sólo el análisis descubre, comprobaremos con asombro la cooperación de vivencias infantiles aun en sueños cuyo contenido no habría suscitado semejante sospecha. A mi respetable colega del «león amarillo» debo un ejemplo particularmente amable e instructivo de un sueño así. Después de leer el diario de viaje de Nansen sobre su expedición al Polo, ¡soñó que en un desierto de hielo aplicaba tratamiento galvánico al osado explorador a causa de una ciática que le aquejaba! En el análisis de este sueño recordó una historia de su infancia, sin la cual el sueño permanecería incomprensible. Cuando tenía tres o cuatro años oyó cierta vez, curioso, que los adultos hablaban de viajes de descubrimiento y preguntó después a su papá si esa era una enfermedad grave. Manifiestamente había confundido «viajes» {«Reisen»} con «reumatismo» {«Reissen»}, y la burla de que le hicieron objeto sus hermanos determinó que esa vivencia avergonzante no cayese en el olvido. Un caso por entero semejante se nos presentó cuando en el análisis del sueño de la monografía sobre el género ciclamen yo tropecé con un recuerdo conservado desde la infancia: mi padre, teniendo yo cinco años, me dejaba destruir un libro con láminas en colores. Quizá se levante la duda de si ese recuerdo participó realmente en la configuración del contenido del sueño, o si más bien el trabajo del análisis estableció esa relación sólo con posterioridad. Pero la riqueza y trabazón de la cadena asociativa certifica lo primero: ciclamen flor predilecta-alimento predilecto-alcauciles; deshojado como un alcaucil, hoja por hoja (expresión que golpea cotidianamente nuestros oídos con motivo de la partición del Celeste Imperio); herbario, gusano de biblioteca cuyo alimento predilecto son los libros. Además, puedo asegurar que el sentido último del sueño, que no he expuesto aquí con detalle, mantiene la más íntima relación con el contenido de esa escena infantil. En otra serie de sueños el análisis nos enseña que el deseo mismo que ha excitado al sueño, y del cual este se presenta como su cumplimiento, brota de la vida infantil, de modo que para nuestro asombro encontramos en el sueño al niño, que sigue viviendo con sus impulsos. En este punto prosigo la interpretación de un sueño del que ya una vez pudimos aprender algo nuevo. Me refiero al sueño «Mi amigo R. es mi tío». Habíamos llevado la interpretación hasta que se nos presentó con evidencia su motivo de deseo, el de ser nombrado profesor, y nos explicamos la ternura del sueño hacia mi amigo R. como una creación de oposición y contraste al vituperio de mis dos colegas, contenido en los pensamientos oníricos. Fui yo quien tuvo ese sueño; tengo derecho entonces a proseguir su análisis comunicando que no me sentí satisfecho con la solución alcanzada. Sabía que mi juicio sobre los colegas maltratados en los pensamientos oníricos había sido por completo diverso en la vigilia; el poder del deseo de no compartir su destino en cuánto al nombramiento me parecía harto escaso para explicar acabadamente la oposición entre juicio de vigilia y juicio onírico. Si mi afán de recibir otro tratamiento hubiera de ser tan fuerte, ello probaría una ambición enfermiza que desconozco en mí, pues me considero muy lejos de ella. No sé lo que juzgarían sobre mí en este punto otros que crean conocerme; quizás he sido realmente ambicioso; pero aun concediéndolo, ha mucho que esa ambición se volcó a otros objetos que no al título y dignidad de professor extraordinarius. ¿De dónde proviene entonces la ambición que el sueño me inspiró? Aquí se me ocurre lo que tantas veces oí contar en mi niñez: con motivo de mi nacimiento, una vieja campesina, que profetizaba a mi madre la buenaventura del recién nacido, le dijo que había echado al mundo un grande hombre. Harto frecuentes han de ser tales profecías; ¡hay tantas madres esperanzadas y tantas viejas campesinas u otras viejas mujeres que han perdido su poder en la tierra y por eso se han vuelto al futuro! Por lo demás, nada costaba eso a la profetisa. ¿Mi manía de grandeza vendrá de esa fuente? Pero aquí se me ocurre otra impresión del final de la niñez, que sería aún más apropiada para la explicación: Una tarde, en una cervecería del Prater, adonde mis padres solían llevarme siendo yo un muchacho de once o doce años, nos llamó la atención un hombre que iba de mesa en mesa y por un módico estipendio improvisaba versos sobre un tema que se le indicaba. Me encargaron que llamase al poeta a nuestra mesa, y él se mostró agradecido por la solicitud. Antes que se le indicase tema alguno dejó caer sobre mí unas rimas, y en su inspiración declaró probable que yo llegara a ser «ministro». Muy bien recuerdo, aún hoy, la impresión que me hizo esta segunda profecía. Era el tiempo del «ministerio burgués» y poco antes mi padre había llevado a casa los retratos de los doctores liberales Herbst, Giskra, Unger, Berger, etc.; habíamos puesto luminarias en su honor. Hasta había judíos entre ellos; entonces todo muchacho judío empeñoso llevaba la cartera ministerial en su valija de escuela. Las impresiones de esa época han de haberse entramado a punto tal que hasta poco antes de inscribirme en la universidad me proponía estudiar derecho, y sólo a último momento mudé de parecer. La carrera ministerial está sin duda cerrada para el médico. ¡Y ahora mi sueño! Sólo ahora reparo en que me ha retrotraído del oscuro presente a la época esperanzada del ministerio burgués, cumpliendo, en la medida de sus fuerzas, mi deseo de entonces. Cuando por ser judíos trato tan mal a mis dos colegas, honorables y dignos de respeto, juzgando a uno idiota y al otro delincuente; cuando así procedo me comporto como si yo fuera el ministro, me pongo en el lugar del ministro. ¡Qué hermosa venganza contra Su Excelencia! El se rehusa a nombrarme professor extraordinarius, y yo en sueños le ocupo su lugar. En otro caso pude observar que el deseo excitador del sueño, aun siendo presente, recibe un poderoso refuerzo de recuerdos infantiles arraigados en lo profundo. Aquí es cuestión de una serie de sueños en cuya base está la nostalgia de ir a Roma. Es que durante mucho tiempo tendré que satisfacer esa nostalgia con sueños, pues en la época del año de que dispongo para hacer viajes debo evitar la residencia en Roma por motivos de salud. Soñé, pues, que desde la ventanilla del tren veo el Tíber y el puente Sant Angelo; después el tren se pone en movimiento, y de pronto se me ocurre que no he puesto el pie en la ciudad. La vista del sueño estaba copiada de una conocida lámina que días antes había observado al pasar en la sala de una paciente. En otra ocasión alguien me lleva sobre una colina y me enseña a Roma medio velada por la niebla, y todavía tan lejana que me asombra la claridad de la vista. El contenido de este sueño es más rico que lo que quisiera detallar aquí. El motivo «ver desde lejos la Tierra Prometida» se reconoce fácilmente en él. La ciudad que yo he visto por vez primera así envuelta en la niebla es Lübeck; la colina tiene su modelo en Gleichenberg(222). En un tercer sueño ya estoy por fin en Roma, como el sueño me lo dice. Para mi desilusión, empero, veo un escenario en modo alguno urbano: un arroyuelo de aguas oscuras, a un lado de él negros barrancos y al otro lado prados con grandes llores blancas. Reparo en un señor Zucker (a quien conozco superficialmente) y me resuelvo a preguntarle por el camino para la ciudad. Es manifiesto que en vano me esfuerzo por ver una ciudad que despierto no he visto. Si descompongo en sus elementos el paisaje del sueño , las flores blancas indican Rávena, que yo conozco, y que al menos durante un tiempo arrebató a Roma su primacía como la capital de Italia. En los pantanos cercanos a Rávena hemos encontrado los más hermosos nenúfares en medio del agua negra; el sueño los hace crecer en prados como a los narcisos de nuestro Aussee, porque esa vez fue harto trabajoso recogerlos del agua. La roca oscura, así cercana al agua, recuerda vívidamente al valle del Tepl, en KarIsbad. «KarIsbad» me permite explicar ese rasgo curioso que es que yo pregunte el camino al señor Zucker. Aquí, en el material de que está tejido el sueño, pueden reconocerse dos de esas risueñas anécdotas judías que esconden una sabiduría de la vida tan profunda, muchas veces amarga, y que de buen grado citamos en nuestras conversaciones y cartas. Una es la historia de la «constitución». He aquí su contenido: un judío pobre ha subido sin pagar boleto al tren expreso que lleva a KarIsbad; lo sorprenden y lo hacen descender en la primera estación; vuelve a subir, lo vuelven a echar, y así sucesivamente, recibiendo un trato más duro en cada nueva inspección; un conocido que lo encuentra en una de las estaciones de su calvario (Leidensstationen} le pregunta adónde viaja, y él responde: «Si mi constitución lo permite, a KarIsbad». Esta historia me trae a la memoria otra, la de un judío que desconoce el francés y a quien se le recomienda preguntar en París por la Rue Richelieu. También París fue durante muchos años meta de mi nostalgia, y a la felicidad con que pisé por vez primera el pavimento de París la tomé como fiadora de que habría de alcanzar también el cumplimiento de otros deseos. El preguntar-por-el-camino es, además, una alusión directa a Roma, pues, como se sabe, todos los caminos llevan a Roma. Por otra parte, el nombre Zucker {azúcar} apunta de nuevo a KarIsbad, adonde enviamos a todos los enfermos de diabetes {zuckerkrankheit), enfermedad constitucional. La ocasión de este sueño fue la propuesta de mi amigo, el de Berlín, para que en las Pascuas nos encontrásemos en Praga. De las cosas sobre las que allí habría de hablar con él surgiría otra relación con «azúcar» y «diabetes». Un cuarto sueño, que sobrevino muy poco después del citado en último término, me llevó de nuevo a Roma. Veo ante mí una esquina y me asombra que hayan fijado allí tantos carteles en alemán. Días antes había escrito a mi amigo, con profética anticipación, que Praga podía ser un lugar de estadía incómodo para viajeros alemanes. El sueño expresaba entonces el deseo de que nos encontrásemos en Roma y no en una ciudad de Bohemia, y al mismo tiempo el interés, probablemente nacido en mis épocas de estudiante, de que en Praga se tolerase más al idioma alemán. Por otra parte, en mi primera infancia tengo que haber comprendido la lengua checa, puesto que soy nacido en una pequeña localidad de Moravia de población eslava. Unos versos infantiles en checo que oí cuando tenía diecisiete años se grabaron con tanta facilidad en mi memoria que todavía hoy puedo recitarlos, por más que no tengo ni idea de su significado. No faltan a estos sueños, por tanto, múltiples relaciones con las impresiones de mis primeros años de vida. Por mi último viaje a Italia, que entre otros lugares me llevó a pasar junto al lago Trasimeno, descubrí -después que vi el Tíber y hube de emprender apenado el regreso, ochenta kilómetros antes de llegar a Roma- el refuerzo que mí nostalgia de la Ciudad Eterna recibía de impresiones de la niñez. Precisamente yo meditaba el plan de pasar al año siguiente por Roma camino de Nápoles, cuando se me ocurrió una frase que debo de haber leído en uno de nuestros autores clásicos: «Es difícil averiguar quién se paseó con mayor agitación por su cámara después que concibió el plan de ir a Roma, si el vicerrector Winckelmann o el general Aníbal». Acababa yo de seguir la ruta de Aníbal; me estaba tan poco deparado como a él ver a Roma, y también él se retiró ala Campania después que todo el mundo lo había esperado en Roma. Ahora bien, Aníbal, con quien yo había alcanzado esa semejanza, fue el héroe predilecto de mis años de escolar; como tantos otros hicieron para esa época antigua, la de las guerras púnicas, yo no había puesto mis simpatías en los romanos sino en los cartagineses. Cuando después, en los cursos superiores de la escuela media, empecé a comprender las consecuencias de pertenecer al linaje de una raza ajena al país, y los conatos antisemitas de mis compañeros me obligaron a tomar posición, la figura del guerrero semita se empinó todavía más a mis ojos. Aníbal y Roma simbolizaban para el adolescente la oposición entre la tenacidad del judaísmo y la organización de la Iglesia Católica. Y la importancia que el movimiento antisemita cobró desde entonces para nuestro estado de ánimo contribuyó a fijar después las ideas y sentimientos de ese período temprano. Así, el deseo de llegar a Roma devino, para la vida onírica, la cubierta y el símbolo de muchos otros deseos ardientemente anhelados, en cuya realización querríamos laborar con el empeño y la dedicación de los cartagineses y cuyo cumplimiento, entretanto, parecía tan poco favorecido por el destino como el deseo absorbente de Aníbal de entrar en Roma. Y sólo ahora tropiezo con aquella vivencia de niño que todavía hoy exterioriza su poder en todos estos sentimientos y sueños. Tendría yo diez o doce años cuando mi padre empezó a llevarme consigo en sus paseos y a revelarme en pláticas sus opiniones sobre las cosas de este mundo. Así me contó cierta vez, para mostrarme cuánto mejores eran los tiempos que me tocaba a mí vivir, que no los de él: «Siendo yo muchacho, me paseaba por las calles del pueblo donde tú naciste, un sábado; llevaba un lindo. traje con un. gorro de pieles nuevo sobre la cabeza. Vino entonces un cristiano y de un golpe me quitó el gorro y lo arrojó al barro exclamando: » ¡Judío, bájate de la acera! «». «¿Y tú qué hiciste? ». «Me bajé a la calle y recogí el gorro», fue la resignada respuesta. Esto no me pareció heroico de parte del hombre grande que me llevaba a mí, pequeño, de la mano. Contrapuse a esa situación, que no me contentaba, otra que respondía mejor a mis sentimientos: la escena en que el padre de Aníbal, Amílcar Barca, hace jurar a su hijo ante el altar doméstico que se vengará de los romanos Desde entonces tuvo Aníbal un lugar en mis fantasías. Creo que este fervor por el general cartaginés puedo perseguirlo más atrás en mi infancia, de modo que también en este caso no se trataría sino de la trasferencia a otro portador de una relación de afecto ya constituida. Uno de los primeros libros que cayó en mis manos cuando aprendí a leer fue El Consulado y el Imperio, de Thiers; bien me acuerdo de que pegaba sobre las flacas espaldas de mis soldaditos de madera cartelitos con el nombre de los mariscales del Emperador, y que ya por entonces era Masséna (como judío: Menasse) declaradamente mi preferido. (Esta predilección ha de explicarse también por la coincidencia de nuestra fecha de nacimiento, con intervalo de cien años justos.) El propio Napoleón siguió a Aníbal en el paso de los Alpes. Y quizás el desarrollo de este ideal de guerrero puede rastrearse todavía más atrás en la niñez, hasta ciertos, deseos que hubieron de engendrarse en el más débil de los dos compañeros de juego por el trato, ora amistoso, ora belicoso, que tuve durante los primeros tres años de mi vida con un niño un año mayor. Cuanto más ahondamos en el análisis de los sueños, con tanto mayor frecuencia nos ponemos sobre la huella de vivencias infantiles que desempeñan un papel, como fuentes del sueño, en el contenido latente de este. Tenemos ya sabido que muy raras veces el sueño reproduce recuerdos de tal modo que ellos constituyan, sin mutilaciones ni alteraciones, todo su contenido manifiesto. No obstante, se han establecido con certeza algunos ejemplos de ello, y quiero añadir otros nuevos que también se refieren a escenas infantiles. En uno de mis pacientes, un sueño trajo cierta vez la restitución apenas desfigurada de un acontecimiento sexual que enseguida fue reconocido como recuerdo fiel. En verdad, el recuerdo no se había perdido por completo en la vigilia, pero estaba muy velado, y su reanimación fue resultado del trabajo analítico previo. El soñante, teniendo doce años, había ido a visitar a un compañero que guardaba cama; al hacer un movimiento en su lecho, probablemente por mero azar, este se descubrió. Presa de una suerte de compulsión ante la vista de los genitales, él se descubrió a su vez y tomó el miembro del otro, quien lo miró empero disgustado y con asombro, ante lo cual quedó perplejo y soltó. Esta escena la repitió un sueño veintitrés años después y con todos los detalles de los sentimientos que en ella le sobrevinieron, a excepción de dos alteraciones: en lugar del papel activo el soñante adoptaba el pasivo, mientras que la persona de su condiscípulo era remplazada por una que pertenecía al presente. Pero la regla general es que la escena infantil esté subrogada en el contenido manifiesto del sueño por una alusión, y es la interpretación la que debe desovillarla del sueño. La comunicación de tales ejemplos no puede juzgarse de gran fuerza probatoria, pues la mayoría de las veces falta toda otra certificación de que esas vivencias infantiles hayan ocurrido; cuando corresponden a una edad muy temprana, ya no son reconocidas en el recuerdo. El derecho a inferir de los sueños tales vivencias infantiles surge, durante el trabajo psicoanalítico, de toda una serie de factores que parecen suficientemente confiables en su conjugación. Arrancadas de su contexto a los fines de la interpretación del sueño, esas reconducciones a vivencias infantiles quizá dejen una pobre impresión, en particular por el hecho de que ni siquiera yo comunico todo el material en que se apoya la interpretación. Empero, no por eso me abstendré de comunicarlas. I En una de mis pacientes todos los sueños tienen el carácter de lo «corrido» {«Gehetz»}; corre apurada para llegar a hora, para no perder el tren, etc.