Obras de S. Freud: Los recuerdos encubridores – 1899

Los recuerdos encubridores – 1899
En mis tratamientos psicoanalíticos (de histerias, neurosis obsesivas, etc.), he tenido repetidas ocasiones de ocuparme de los recuerdos fragmentarios de los primeros años infantiles, conservados en la memoria individual. Tales recuerdos poseen, como ya en otro lugar hemos indicado, una gran importancia patógena. Pero, aparte de esto, el tema de los recuerdos infantiles ofrece siempre interés psicológico por hacerse en ellos visible una diferencia fundamental entre la conducta psíquica del niño y la del adulto. Es indudable que los sucesos de nuestros primeros años infantiles dejan en nuestra alma huellas indelebles; pero cuando preguntamos a nuestra memoria cuáles son las impresiones cuyos efectos han de perdurar en nosotros hasta el término de nuestra vida, permanece muda o nos ofrece tan sólo un número relativamente pequeño de recuerdos aislados, de valor muy dudoso con frecuencia y a veces problemático. La reproducción mnémica de la vida, en una concatenación coherente de recuerdos, no comienza sino a partir de los seis o los siete años y en algunos casos hasta después de los diez. Más de aquí en adelante se establece también una relación constante entre la importancia psíquica de un suceso y su adherencia a la memoria. Conservamos en ella todo lo que parece importante por sus efectos inmediatos o cercanos. Olvidamos, en cambio, lo que suponemos nimio. Si nos es posible recordar a través de mucho tiempo determinado suceso, vemos en esta adherencia a nuestra memoria una prueba de que dicho suceso nos causó en su poca, profunda impresión. El haber olvidado algo importante nos asombra aún más que recordar algo aparentemente nimio.
Esta relación existente para el hombre normal, entre la importancia psíquica y la adherencia a la memoria, desaparece en ciertos estados anímicos patológicos. Así, el histórico presenta una singular amnesia, total o parcial, en lo que respecta a aquellos sucesos que han provocado su enfermedad, los cuales, por esta misma causación, e independientemente de su propio contenido, han adquirido, sin embargo, para l máxima importancia. En la analogía de esta amnesia patológica con la amnesia normal, que recae sobre nuestros años infantiles, quisiéremos ver un significativo indicio de las íntimas relaciones existentes entre el contenido psíquico de la neurosis y nuestra vida infantil. Estamos tan acostumbrados a este olvido de nuestras impresiones infantiles, que no solemos advertir el problema que detrás de l se esconde, y nos inclinamos a atribuirlo al estado rudimentario de la actividad psíquica del niño. En realidad, un niño. normalmente desarrollado nos muestra ya a los tres o cuatro años una respetable cantidad de rendimientos psíquicos muy complicados, tanto en sus comparaciones y deducciones como en la expresión de sus sentimientos, no existiendo razón visible alguna para que estos actos psíquicos plenamente equivalentes a los posteriores, hayan de sucumbir a la amnesia.
El estudio de los problemas psicológicos enlazados a los primeros recuerdos infantiles exige como premisa indispensable la reunión de material suficiente, determinándose por medio de una amplia información qué recuerdos de esta edad puede comunicar un número considerable de adultos normales. C. y V. Henri iniciaron esta labor en 1895, difundiendo un interrogatorio por ellos formulado. Los interesantísimos resultados de esta información a la que respondieron ciento veintitrés personas, fueron publicados luego (1897) por sus iniciadores en L’Ann psychologique (tomo III, Enqute sur les premiers souvenirs de l’enfance). Por nuestra parte, no proponiéndonos tratar aquí este tema en su totalidad, nos limitaremos a hacer resaltar aquellos puntos a los que hemos de enlazar nuestro estudio de los recuerdos calificados por nosotros de encubridores. La poca en la que se sita el contenido de los recuerdos infantiles más tempranos es, por lo general, la que se extiende entre los dos y los cuatro años (as sucede en ochenta y ocho casos de los reunidos por C. y V. Henri). Hay, sin embargo, individuos cuya memoria alcanza más atrás incluso hasta poco tiempo después de cumplir su primer año y otros, en cambio, que no poseen recuerdo alguno anterior a los seis, los siete o los ocho años No se sabe aún de qué dependen tales diferencias. Únicamente se observa dicen los Henri -que una persona cuyo recuerdo más temprano corresponde a una edad mínima (por ejemplo, al primer año de su vida) dispone también de otros diversos recuerdos inconexos de los años siguientes, y que la reproducción de su vida en una cadena mnémica continua se inicia en ella antes que en otras personas cuyo primer recuerdo pertenece a pocas posteriores. As, pues, lo que se adelanta o retrasa en los distintos individuos no es tan sólo el momento del primer recuerdo, sino toda la función mnémica.
La cuestión de cuál puede ser el contenido de estos primeros recuerdos infantiles presenta especialísimo interés. La psicología de los adultos nos hará esperar que del material de sucesos vividos serán seleccionadas aquellas impresiones que provocaron un intenso afecto o cuya importancia quedó impuesta a poco por sus consecuencias. Algunas de las observaciones de los Henri parecen confirmar esta hipótesis pues presentan como contenidos más frecuentes de los recuerdos infantiles, bien ocasiones de miedo, vergüenza o dolor físico bien acontecimientos importantes: enfermedades, muertes, incendios, el nacimiento de un hermano, etcétera. Nos inclináramos as a suponer que las normas de la selección mnémica son idénticas en el alma del niño y en la del adulto. Por su parte, los recuerdos infantiles conservados habrán de indicarnos las impresiones que cautivaron el interés del niño a diferencia del de un adulto, y de este modo nos explicaremos, por ejemplo, que una persona recuerde la rotura de unas muecas con las que jugaba a los dos años y haya olvidado totalmente, en cambio, graves y tristes sucesos, de los que pudo darse cuenta en aquella misma poca.
Habré, pues, de extrañarnos por contradecir la hipótesis antes formulada, por que los recuerdos infantiles más tempranos de algunas personas tienen por contenido impresiones cotidianas e indiferentes que no pudieron provocar afecto ninguno en el niño, no obstante lo cual quedaron impresas en su memoria con todo detalle, no habiendo sido retenidos, en cambio, otros sucesos importantes de la misma poca, ni siquiera aquellos que, según testimonio de los padres, causaron gran impresión al niño. Cuentan as los Henri de un profesor de Filología, cuyo primer recuerdo, situado entre los tres y los cuatro años, le presentaba la imagen de una mesa dispuesta para la comida, y en ella, un plato con hielo. Por aquel mismo tiempo ocurrió la muerte de su abuela, que, según manifiestan los padres del sujeto, conmovió mucho al niño. Pero el profesor de Filología no sabe ya nada de esta desgracia, y sólo recuerda de aquella época un plato con hielo, puesto encima de una mesa. Otro individuo refiere como primer recuerdo infantil el de haber tronchado una ramita de un árbol durante un paseo. Cree poder indicar todavía el lugar en que esto sucedió. Iba con varias personas, y una de ellas le ayudó a cortar la ramita.
Los Henri suponen muy raros tales casos. Por mi parte, he tenido ocasión de hallarlos con bastante frecuencia, si bien, por lo general, en enfermos neuróticos. Uno de los informadores de los Henri arriesga una explicación, que nos parece acertadísima, de estas imágenes mnémicas, incomprensibles por su nimiedad. Supone que en estos casos la escena de referencia no se ha conservado sino incompletamente en el recuerdo, pareciendo mas indiferente, pero que en los elementos olvidados se hallara, quizá, contenido todo aquello que la hizo digna de ser recordada. Mi experiencia está de completo acuerdo con esta explicación. Únicamente nos parecerá más exacto decir que los elementos no aparentes en el recuerdo han sido omitidos en lugar de olvidados. En el tratamiento psicoanalítico me ha sido posible descubrir muchas veces los fragmentos restantes del suceso infantil, demostrándose as que la impresión, de la cual subsista tan sólo un torso en la memoria, confirmaba. una vez completada, la hipótesis de la conservación mnémica de lo importante. De todos modos, no nos explicamos aún de la singular selección llevada a cabo por la memoria entre los elementos de un suceso, pues hemos de preguntarnos todavía por que es rechazado precisamente lo importante y conservado, en cambio, lo indiferente. Para alcanzar tal explicación hemos de penetrar más profundamente en el mecanismo de estos procesos. Se nos impone entonces la idea de que en la constitución de los recuerdos de este orden particular hay dos fuerzas psíquicas, una de las cuales se basa en la importancia del suceso para querer recordarlo, mientras que la otra -una resistencia- se opone a tal propósito. Estas dos fuerzas opuestas no se destruyen, ni llega tampoco a suceder que uno de los motivos venza al otro -con perdidas por su parte o sin ellas-, sino que se origina un efecto de transacción, análogamente a la producción de una resultante en el paralelogramo de las fuerzas. La transacción consiste aquí en que la imagen mnémica no es suministrada por el suceso de referencia -en este punto vence la resistencia-, pero s, en cambio, por un elemento psíquico íntimamente enlazado a l por asociación, circunstancia en la que se muestra de nuevo el poder o del primer principio, que tiende a fijar las impresiones importantes por medio de la producción de imágenes mnémicas reproducibles.
As, pues, el conflicto se resuelve constituyéndose en lugar de la imagen mnémica, originalmente justificada, una distinta, producto de un desplazamiento asociativo. Pero como los elementos importantes de la impresión son precisamente los que han despertado la resistencia, no pueden entrar a formar parte del recuerdo sustitutivo, el cual presentar as un aspecto nimio, resultándonos incomprensible, porque quisiéramos atribuir su conservación en la memoria a su propio contenido, debiendo atribuirla realmente a la relación de dicho contenido con otro distinto, rechazado. Entre los muchos casos posibles de sustitución de un contenido psíquico por otro, comprobables en diversas constelaciones psicológicas, este que se desarrolla en los recuerdos infantiles, y que consiste en la sustitución de los elementos importantes de un suceso por los más insignificantes del mismo, es uno de los más sencillos. Constituye un desplazamiento por contigüidad asociativa, o, atendiendo a la totalidad del proceso, en una represión, seguida de una sustitución por algo contiguo (local y temporalmente). ya en otro lugar tuvimos ocasión de exponer un caso muy análogo de sustitución, descubierto en el análisis de una paranoia. Tratase entonces de una paciente que en sus alucinaciones voces que le recitaban pasajes enteros de la Heiterethei, de O. Ludwing, elegidos precisamente entre los más diferentes y menos susceptibles de una relación con sus propias circunstancia. El análisis demostró haber sido otros distintos pasajes de la misma obra los que haban despertado en la paciente sentimientos muy penosos. El afecto penoso motivaba la repulsa de tales pasajes, mas por otro lado no era posible reprimir los motivos que impongan la continuación de estos pensamientos, y de este modo surgió la transacción, consistente en emerger en la memoria con intensidad y claridad patológicas los pasajes indiferentes. El proceso aquí descubierto -conflicto, represión y sustitución transaccional- retorna en todos los síntomas psiconeuróticos, dándonos la clave de la formación de los mismos. No carece, pues, de importancia su descubrimiento también en la vida psíquica de los individuos normales. El hecho de recaer para el hombre normal precisamente sobre los recuerdos infantiles constituye una prueba más de la íntima relación entre la vida anímica del niño y el material psíquico de la neurosis; relación tan repetidamente acentuada por nosotros.
Los importantísimos procesos de la defensa normal y patológica y los desplazamientos a los cuales conducen no han sido todavía estudiados, que yo sepa, por los psicólogos, no habiéndose determinado aún los estratos de la actividad psíquica en los que se desarrollan ni las condiciones bajo las cuales se desenvuelven. La causa de esta omisión es, quizá, que nuestra vida psíquica, en cuanto es objeto de nuestra percepción interna consciente, no deja transparentar indicio algunos de estos procesos, sea en aquellos casos que calificamos de errores mentales, sea en ciertas operaciones tendentes a un efecto cómico. La afirmación de que una intensidad psíquica puede desplazarse desde una representación, la cual queda despojada de ella, a otra distinta, que toma entonces a su cargo el papel psicológico que vena desempeñando la primera, nos resulta tan extra como ciertos rasgos de la mitóloga griega; por ejemplo, cuando los dioses conceden a un hombre el don de la belleza, transfigurándole y como revistiéndole con una nueva envoltura corporal. Mis investigaciones sobre los recuerdos infantiles indiferentes me han enseñado también que su génesis puede seguir aún otros caminos, y que su aparente inocencia suele encubrir sentidos insospechados. No quiero limitarme en este punto a una mera afirmación, sino que he de exponer ampliamente el más instructivo de los ejemplos por m reunidos, que inspirar además una mayor confianza por corresponder a un sujeto nada o muy poco neurótico.
Tratase de un hombre de treinta y ocho años , y de formación universitaria, que, a pesar de ejercer una profesión completamente ajena a nuestra disciplina, se interesa por las cuestiones psicológicas desde que conseguimos curarle de una pequeña fobia, con ayuda del psicoanálisis. Habiendo ledo la investigación de C. y V. Henri, me comunicó la siguiente exposición de sus recuerdos infantiles, que ya haban desempeñado cierto papel en el análisis: Conservo numerosos recuerdos infantiles muy tempranos, cuyas fechas puedo indicar con gran seguridad, pues al cumplir los tres años abandonamos el lugar de mi nacimiento para establecernos en una ciudad. Los recuerdos a que me refiero se desarrollan todos en mi lugar natal, y corresponden, por tanto, al segundo y tercer año de mi vida. Son en su mayora escenas muy breves, pero claramente retenidas con todos los detalles de la percepción sensorial, contrastando as con los recuerdos de pocas posteriores, carentes en m de todo elemento visual. A partir de mis tres años se hacen mis recuerdos más raros e imprecisos, mostrando lagunas que comprenden a veces más de un año. Sólo desde los seis o los siete años comienzan a adquirir continuidad. Los recuerdos correspondientes a la poca anterior a nuestro cambio de residencia pueden dividirse en tres grupos. Incluyo en el primero aquellas escenas que mis padres me han referido posteriormente, y de cuya imagen mnémica no puedo decir si exista en m desde un principio o se constituyó luego de tales relatos.
Observar, de todos modos, que existen también otros sucesos, cuyo relato me ha sido hecho repetidas veces por mis padres, y a los cuales no corresponde, sin embargo, en m imagen mnémica ninguna. El segundo grupo tiene, a mi juicio, más valor. Las escenas que lo constituyen no me han sido -que yo sepa- relatadas, y para muchas de ellas no cabe tal posibilidad, puesto que no he vuelto a ver a las personas que en ellas actuaron. Del tercer grupo me ocupar más tarde. Por lo que respecta al contenido de estas escenas, y consiguientemente al motivo de su conservación en la memoria, no carezco de cierta orientación. No puedo de todos modos afirmar que los recuerdos conservados correspondan a los acontecimientos más importantes de aquella poca o a los que hoy juzgara tales. Del nacimiento de una hermana, dos años y medio menor que yo, no tengo la menor idea; nuestra partida de mi ciudad natal, mi primer conocimiento del ferrocarril y el largo viaje en coche hasta la estación no han dejado huella alguna en mi memoria. En cambio, retuve dos detalles nimios del viaje en ferrocarril, de los cuales ya tuvimos ocasión de hablar en el análisis de mi fobia. Una herida en la cara, que provocó una abundante hemorragia e hizo precisos varios puntos de sutura, hubiera debido causarme máxima impresión. Todavía hoy puede advertirse en mi rostro la cicatriz correspondiente, pero no conservo recuerdo alguno que se refiera directa o indirectamente a este suceso. Quizá acaeciese antes de cumplir yo lo dos años.
Las imágenes y escenas de estos dos grupos no me causan extrañeza. Son ciertamente recuerdos aplazados, en la mayora de los cuales ha quedado excluido lo esencial. Pero en algunos, tales elementos importantes se hallan por lo menos indicados, y otros me resultan fáciles de completar con el auxilio de ciertos indicios, logrando as enlazar los distintos fragmentos mnémicos, y mostrándoseme claramente el interés infantil que recomendé a la memoria tales escenas. Muy otra cosa sucede con el contenido del tercer grupo. Tratase aquí de un material -una escena de alguna extensión y varias pequeñas imágenes- del que yo no sé qué pensar. La escena me parece indiferente e incomprensible su fijación. Permítame usted que se la describa: Veo una pradera cuadrangular, algo pendiente, verde y muy densa. Entre la hierba resaltan muchas flores amarillas, de la especie llamada vulgarmente diente de len. En lo alto de la pradera una casa campestre, a la puerta de la cual conversan apaciblemente dos mujeres una campesina, con su pañuelo a la cabeza, y una niñera. En la pradera juegan tres niños: yo mismo, representando dos o tres años; un primo mío, un año mayor que yo, y su hermana, casi de mi misma edad. Cogemos las flores amarillas, y tenemos ya un ramito cada uno. El más bonito es el de la niña; pero mi primo y yo nos arrojamos sobre ellas y se lo arrebatamos.
La chiquilla echa a correr, llorando pradera arriba, y al llegar a la casita, la campesina le da para consolarla un gran pedazo de pan de centeno. Al advertirlo mi primo y yo tiramos las flores y corremos hacia la casa, pidiendo también pan. La campesina nos lo da, cortando las rebanadas con un largo cuchillo. El resabor de este pan en mi recuerdo es verdaderamente delicioso, y con ello termina la escena. Qué es lo que en este suceso justifica el esfuerzo de retención que me ha obligado a realizar? No acierto a explicármelo, síndrome imposible precisar a qué circunstancia debe su intensa acentuación psíquica: a nuestro mal comportamiento con la niña, a haberme gustado mucho el color amarillo del diente de len, que hoy no encuentro nada bello, o a que después de corretear por la pradera me supo el pan mejor que de costumbre, hasta el punto de llegar a constituir una impresión indeleble. No encuentro tampoco relación alguna de esta escena con el interés infantil, fácilmente visible, que enlaza entre si las demás escenas infantiles. Tengo, en general, la impresión de que hay en ella algo falso. El amarillo de las flores resalta demasiado del conjunto, y el buen sabor del pan me parece también exagerado, como en una alucinación. Al pensar en estos detalles recuerdo unos cuadros de una exposición humorística, en los cuales aparezcan plásticamente sobrepuestos ciertos elementos, y, como es natural, siempre los más inconvenientes; por ejemplo, el trasero de las figuras femeninas. Puede usted mostrarme un camino que conduzca a la explicación o interpretación de este superfluo recuerdo infantil? Me pareció juicioso preguntar a mi comunicante desde cundo le ocupaba tal recuerdo; esto es, si retornaba periódicamente a su memoria desde la infancia o se haba emergido en ella posteriormente, provocado por algún motivo que recordase. Esta pregunta constituyó toda mi aportación a la solución del problema planteado, pues lo demás lo hall por si mismo el interesado, que no era ningún principiante en este orden de trabajos.
He aquí su respuesta: No haba pensado aún en lo que me dice. Pero después de su pregunta se me impone la certeza de que este recuerdo infantil no me ocupó para nada en mi niñez. Me figuro también la ocasión que provocó su despertar con el de otros muchos recuerdos de mis primeros años. Cumplidos ya los diecisiete, volví durante unas vacaciones por vez primera a mi lugar natal, alojándome en casa de una familia con la cual manteníamos relaciones de amistad desde aquellos primeros tiempos. S muy bien qué plenitud de emociones me invadieron en esta temporada. Mas para contestar a su pregunta debo relatarle toda una parte de mi vida. En la poca de mi nacimiento gozaban mis padres de una regular posición económica. Pero al cumplir yo los tres años el ramo industrial al que mi padre se dedicaba experimentó una tremenda crisis, que dio al traste con nuestra fortuna familiar, obligándonos a trasladarnos a la ciudad. Vinieron luego largos años difíciles, en los que nada hubo digno de ser retenido. En la ciudad no me sentía yo a gusto. La añoranza de los hermosos bosques de mi lugar, a los cuales me escapaba en cuanto aprendí a andar, según testimonia uno de mis recuerdos de entonces, no me ha abandonado nunca. Como ya dije antes, la primera vez que volvemos a ellos fue a los diecisiete años, invitado a pasar mis vacaciones en casa de una familia amiga, que después de nuestra partida haba hecho fortuna. Tuve, pues, ocasión de comparar el bienestar que en ella reinaba con la estrechez de nuestra vida en la ciudad. Pero además he de confesarle otra circunstancia que me produjo vivas emociones. Mis huéspedes tenían una hija de quince años, de la que me enamoré en el acto. Fue éste mi primer amor, bastante intenso, pero mantenido en el mas absoluto secreto. La muchacha marchó a los pocos das a un establecimiento de enseñaza, cuyas vacaciones terminaban antes que las mas, y esta separación, después de tan breve conocimiento, contribuyó a avivar mi pasión. Durante largos paseos solitarios por los bellos bosques de mi infancia, vueltos ahora a encontrar, me complacía en imaginar dichosas fantasías, que rectificaban mi pasado.
Si los negocios de mi padre no hubieran declinado, hubiéramos seguido viviendo en aquel lugar, yo me habrá criado tan sano y robusto como los hermanos de la muchacha, habrá continuado las actividades industriales de mi padre y hubiera podido, por fin, casarme con mi adorada. Naturalmente, no dudaba ni un instante que en las circunstancias creadas por mi fantasía la hubiera amado también con el mismo apasionamiento. Lo singular es que al verla ahora alguna vez, pues ha contraído matrimonio aquí, me es absolutamente indiferente, y, sin embargo, recuerdo muy bien que durante mucho tiempo después no poda ver nada de un color amarillo, parecido al del traje que llevaba en nuestra primera entrevista, sin emocionarme profundamente. Esta última observación me parece análoga a la que antes hizo usted sobre el diente de len, afirmando que ya no le gustaba esta flor. No sospecha usted la existencia de una relación entre el color amarillo del vestido de la muchacha y la exagerada intensidad con que resalta este color en las flores de su recuerdo infantil? quizá; pero no es un mismo color. El vestido de la muchacha era de un amarillo más oscuro. Sin embargo, puedo suministrarle una representación intermedia que acaso sea útil. He visto después en los Alpes que algunas flores, de colores claros en los valles, toman en las alturas matices más oscuros. Si no me engaño mucho, se encuentra con gran frecuencia en la montaña una flor muy parecida al diente de len, pero de un color más oscuro, que corresponde exactamente el del traje de mi amada de entonces.
Pero déjeme continuar. Debo relatarle aún otro suceso, próximo al anterior, que despertó también mis recuerdos infantiles. Tres años después de mi primer retorno a los lugares de mi infancia fui a pasar las vacaciones a casa de mi tía, en la que encontré de nuevo a mis primeros camaradas infantiles; esto es, a aquellos primos míos que aparecen en la escena cuyo recuerdo nos ocupa. Esta familia haba abandonado al mismo tiempo que nosotros nuestra primera residencia, y haba logrado rehacer su fortuna en una lejana ciudad. Y se volví usted a enamorar esta vez de su prima, forjando nuevas fantasías? No. Haba ingresado ya en la Universidad, y me hallaba entregado por completo a mis estudios, sin que me quedara tiempo para pensar en mi prima. As, pues, que yo sepa, mi imaginación permaneció quieta. Pero creo que mi padre y mi tío haban formado el proyecto de hacerme sustituir mis estudios abstractos por otros más prácticos: establecerme después en la ciudad donde mi tío resida y casarme con mi prima; proyecto al que renunciaron, quizá, al verme tan absorbido por mi propios planes. Sin embargo, yo deba adivinar algo de él, y cuando al terminar mi carrera universitaria pasó por un periodo difícil, teniendo que luchar mucho tiempo para conseguir un puesto que me permitiera hacer frente a las necesidades de la vida, debí de pensar muchas veces que mi padre hubiera querido compensarme con aquel proyecto matrimonial del trastorno originado en mi vida por sus pérdidas económicas. Si con esta poca de lucha por el pan cotidiano coincidió su primer contacto con las cimas alpinas, tendremos ya un punto de apoyo para situar en ella la reviviscencia del recuerdo infantil que nos ocupa.
Exacto. Las excursiones por la montaña fueron entonces el único placer que poda permitirme. Pero no comprendo bien la relación que usted persigue. Va usted a verlo. El elemento más intenso de su escena infantil es el buen sabor del pan. No observa usted que esta representación, de la que emana una sensación casi alucinante, corresponde a la idea, fantaseada por usted, de que si hubiera permanecido en su lugar natal se hubiese casado con aquella muchacha y hubiera llevado una vida serena? Esta vida queda simbólicamente representada por el buen sabor del pan, no amargado por la dura lucha para conseguirlo. El color amarillo de las flores es también una alusión a la misma muchacha. Pero además tenemos en la escena infantil elementos que no pueden referirse sino a la segunda fantasía, o sea, al matrimonio con su prima. Arrojar las flores para cambiarlas por un pedazo de pan me parece una clara alusión al proyecto paterno de hacerle renunciar a sus estudios abstractos para sustituirlos por una actividad más práctica que le permitiera ganarse el pan. Resulta as que las dos series de fantasía de cómo hubiera podido lograr una vida menos trabajosa se habrán fundido en un solo producto, suministrado una el color amarillo y el pan de mi lugar, y la otra, el acto de arrojar las flores y los personajes. As es; las dos fantasías han sido proyectadas una sobre otra, formándose con ellas un recuerdo infantil. Las flores alpinas constituyen un indicio de la poca en que fue fabricado este recuerdo. Puedo asegurarle, que la invención inconsciente de tales productos no es nada rara.
Pero entonces no se trata de un recuerdo infantil, sino de una fantasía retrotraía a la infancia. Sin embargo, tengo la sensación de que la escena recordada es perfectamente auténtica. cómo compaginar ambas cosas? Para los datos de nuestra memoria no existe garantía alguna. No obstante, quiero aceptar la autenticidad de la escena. Resultar entonces que entre infinitas escenas análogas o distintas de su vida, la ha elegido usted por prestarse su contenido -indiferente en s- a la representación de las dos fantasías importantes. A tales recuerdos, que adquieren un valor por representar en la memoria impresiones y pensamientos de pocas posteriores, cuyo contenido se halla enlazado al suyo por relaciones simbólicas, les damos el nombre de recuerdos encubridores. Su extrañeza ante el frecuente retorno de esta escena a su memoria se desvanecer ya al comprobar que esté destinada a ilustrar los azares más importantes de su vida y a la influencia de los dos impulsos instintivos más poderosos: el hambre y el amor. El hambre queda, en efecto, bien representada; pero y el amor? A mi juicio, por el color amarillo de las flores. De todos modos, he de confesarle que la simbolización del amor en esta escena infantil resulta mucho más vaga que en los demás casos por mi observados.
Nada de eso. Caigo ahora en que precisamente la parte principal de la escena no es sino tal simbolización. Piense usted que el acto de quitar las flores a una muchacha es, en definitiva, desflorarla. Qué contraste entre el atrevimiento de esta fantasía y mi timidez en la primera ocasión amorosa, y mi indiferencia en la segunda ! Puedo asegurarle que tales osadas fantasías constituyen un complemento regular de la timidez juvenil. Pero entonces lo que ha venido a transformarse en un recuerdo infantil no ha sido una fantasía consciente, sino una fantasía inconsciente. Pensamientos inconscientes que continúan los conscientes. Piensa usted: Si me hubiera casado con esta o con aquella, y de estos pensamientos surge el impulso a representarse este casamiento. Ahora ya puedo continuar por m mismo. Para el joven irreflexivo, lo más atractivo de todo el tema es la noche de bodas. Qué sabe él de lo que viene detrás! Pero esta representación no se arriesga a emerger a plena luz. La modestia dominante en el niño del sujeto y el respeto hacia la muchacha la mantienen reprimida. De este modo permanece inconsciente… Y encuentra una derivación, tomando el aspecto de un recuerdo infantil.
Tiene usted razón al afirmar que precisamente el carácter groseramente sensual de la fantasía es lo que impide llegar a constituirse en una fantasía consciente, obligándola a satisfacerse con ser acogida bajo la forma de una florida alusión en una escena infantil. Pero por qué precisamente en una escena infantil? quizá para parecer más inocente. Puede usted acaso imaginar algo más contrario que los juegos infantiles a tales y tan maliciosos propósitos de agresión sexual? Además, el refugio de pensamientos y deseos reprimidos en recuerdos infantiles se apoya también en razones más generales, pudiendo observarse regularmente en las personas histéricas. Parece ser asimismo que el recuerdo de cosas muy prefritas es propulsado por un motivo de placer. Forsan et haec olim meminisse juvabit . Siendo as, pierdo toda confianza en la autenticidad de la escena, y me explico ahora su génesis en la siguiente forma: En las dos ocasiones citadas, y apoyada por motivos muy comprensibles, surgió en m la idea de que si me hubiera casado con una u otra muchacha seria mi vida mucho más agradable.
La tendencia sensual en m existente habrá repetido la prótasis en imágenes apropiadas para ofrecerle satisfacción. Esta segunda conformación de la misma idea habrá permanecido inconsciente, dada su incompatibilidad con la disposición sexual dominante, pero su mismo carácter inconsciente la capacitó para seguir perdurando en la vida psíquica en tiempos en que su forma consciente haba quedado ya desvanecida por las modificaciones de la realidad. Esta cláusula inconsciente tendera, obedeciendo, como usted afirma, a una ley regular, a transformarse en una escena infantil, a la que su inocencia permita devenir consciente. A este fin habrá tenido que sufrir una transformación o, mejor dicho, dos transformaciones: una, que despoja a la prótasis de todo su carácter arriesgado, expresándola metafóricamente, y otra, que obliga a la apódosis a una forma susceptible de exposición visual, utilizando para ello como representación intermedia la del pan. Veo ahora que al forjar tal fantasía realicé algo semejante a una satisfacción de los dos deseos reprimidos: la desfloración. y el bienestar material.
Pero después de darme as cuenta completa de los motivos que me indujeron a imaginar esta fantasía, he de suponer que se trata de algo que jamás sucedió, habiéndose introducido subrepticiamente entre mis recuerdos infantiles. Ahora soy yo quien tiene que constituirse en defensor de la autenticidad de la escena. Va usted demasiado lejos. Me ha oído decir que todas estas fantasías tienen una tendencia a constituirse en recuerdos infantiles. Pero he de añadir que no lo consiguen sino cuando ya existe una huella mnémica, cuyo contenido presenta con el de la fantasía puntos diversos de contacto. Ahora bien: una vez hallado uno de estos puntos -en nuestro caso, el de la desfloración y el acto de arrancar las flores a la muchacha-, el contenido restante de la fantasía es modificado por todo género de representaciones intermedias (piense usted en el pan), hasta que surgen nuevos puntos de contacto con el contenido de la escena infantil. Es, desde luego, posible que en este proceso sufra también algunas transformaciones la misma escena infantil, quedando as falseados los recuerdos. En su caso, la escena infantil parece haber sido tan sólo cancelada; piense usted en el excesivo resalte del amarillo y en el exagerado buen sabor del pan. Pero la materia prima era perfectamente utilizable. De no ser as no hubiera podido este recuerdo hacerse consciente con preferencia a tantos otros. No hubiera usted recordado tal escena como un suceso infantil o hubiera recordado quizá otra, pues ya sabe usted que para nuestro ingenio es muy fácil establecer relaciones entre las cosas más dispares. Pero, además de la sensación de autenticidad -muy de tener en cuenta- que le produce a usted su recuerdo, hay aún otra cosa que testimonia a favor de la realidad de la escena. Contiene esta, en efecto rasgos que no encuentran explicación en los hechos con el sentido de las fantasías. As, cuando su primo le ayuda a arrebatar las flores a la niña. Podrá usted hallar un sentido a un tal auxilio en la desfloración? O al grupo formado por la campesina y la niñera ante la casa? No lo creo. Vemos, pues, que la fantasía no cubre por completo la escena infantil, limitándose a apoyarse en algunos de sus puntos. Esta circunstancia habla en favor de la autenticidad del recuerdo infantil.
Cree usted muy frecuente la posibilidad de interpretar as, con exactitud, recuerdos infantiles aparentemente inocentes? Según mi experiencia, frecuentísima. Quiere usted que intentemos en chanza ver si los dos ejemplos comunicados por los Henri permiten ser interpretados como recuerdos encubridores de sucesos e impresiones posteriores? Me refiero al recuerdo de un plato con hielo, colocado encima de la mesa dispuesta para comer, y al de haber tronchado durante un paseo, con ayuda de otra persona, una rama de un árbol. Mi interlocutor deflexión un momento: Con respecto al primero, no se me ocurre nada. Probablemente ha tenido efecto en l un desplazamiento, pero me es imposible adivinar los elementos intermedios. En cuanto al segundo, arriesgara una interpretación si el sujeto fuera un alemán y no un francés. Ahora soy yo quien no entiende. Qué puede cambiar? Mucho, puesto que la expresión verbal facilita probablemente el enlace entre el recuerdo encubridor y el encubierto. En alemán, la expresión «arrancarse una» (sich einen ausreissen) constituye una alusión vulgar, muy conocida, al onanismo. La escena retrotraerá a la primera infancia el recuerdo de una ulterior iniciación en el onanismo, toda vez que en el acto de arrancar la rama es ayudado el sujeto por alguien. Pero lo que no armoniza con esta interpretación es la presencia, en la escena recordada, de otras varias personas. Mientras que la iniciación en el onanismo tena que haberse desarrollado en secreto, no es eso? Precisamente, esta antítesis favorece su interpretación. Es utilizado de nuevo para dar a la escena un aspecto inocente. Sabe usted lo que significa en nuestros sueños ver en derredor nuestro mucha gente desconocida, como sucede con gran frecuencia en aquellos en los que nos vemos desnudos, sintiéndonos terriblemente embarazados bajo las miradas de los circunstantes? Pues la idea que encierra esta visión es la de secreto, plásticamente expresada por su antítesis. De todos modos, nuestra interpretación de estos casos de los Henri carece de toda base, pues ni siquiera sabemos si un francés reconocerá en la frase casser une branche d’un arbre, o en otra semejante, una alusión al onanismo.
Con el anterior análisis, fielmente reproducido, creemos haber aclarado suficientemente nuestro concepto del recuerdo encubridor como un recuerdo que no debe su valor mnémico al propio contenido, sino a la relación del mismo con otro contenido reprimido. Según el orden a que tal relación pertenezca, podemos distinguir diversas clases de recuerdos encubridores. De dos de estas clases hemos encontrado ejemplos entre aquellos productos psíquicos que consideramos como nuestros más tempranos recuerdos infantiles, siempre que se incluyan también bajo el concepto de recuerdo encubridor aquellas escenas infantiles incompletas que deben precisamente a este carácter su apariencia inocente. Ha de suponerse que los restos mnémicos de pocas ulteriores de la vida suministran también material para la formación de recuerdos encubridores. No perdiendo de vista los caracteres principales de estos recuerdos -gran adherencia a la memoria, no obstante un contenido indiferente- resulta fácil encontrar en nuestra memoria numerosos ejemplos de este género. Una parte de estos recuerdos encubridores, de contenido ulteriormente vivido, debe su importancia a una relación con sucesos reprimidos de la primera juventud, inversamente a como suceda en el caso antes analizado, en el cual un recuerdo infantil queda justificado por algo ulteriormente vivido. Según que sea una u otra la relación temporal entre lo encubierto, podemos hablar de recuerdos encubridores regresivos o progresivos. Conforme a otra relación, distinguimos recuerdos encubridores positivos y negativos, cuyo contenido se halla en una relación antitética con el contenido reprimido. El tema merecerá ser tratado con mayor amplitud. Por lo pronto, me conformar con hacer observar con complicados procesos -totalmente análogos, por lo demás, a la producción de síntomas históricos- intervienen en la formación de nuestro tesoro mnémico.
Nuestros más tempranos recuerdos infantiles serán siempre objeto de un especial interés, porque el problema planteado por el hecho de que las impresiones más decisivas para el porvenir del sujeto puedan no dejar tras de s una huella mnémica, induce a reflexionar sobre la génesis de los recuerdos conscientes. Al principio nos inclinaremos seguramente a excluir de los restos mnémicos infantiles, como elementos heterogéneos, los recuerdos encubridores y a suponer, simplemente, que las demás imágenes surgen simultáneamente al suceso vivido, como consecuencia inmediata del mismo, retornando periódicamente, a partir de este momento, conforme a las conocidas leyes de la reproducción. Pero una observación más sutil nos descubre rasgos que no armonizan con esta hipótesis. As, ante todo, lo siguiente: en la mayora de las escenas infantiles importantes, el sujeto se ve a s mismo en edad infantil y sabe que aquel niño que ve es él mismo; pero lo ve como lo vera un observador ajeno a la escena. Los Henri no omiten hacer notar que muchos de sus informadores insisten en esta peculiaridad de las escenas infantiles. Ahora bien: es indudable que esta imagen mnémica no puede ser una fiel reproducción de la impresión recibida en aquella poca. El sujeto se hallaba entonces en el centro de la situación y no atendía a su propia persona, sino al mundo exterior. Siempre que en un recuerdo aparece as la propia persona, como un objeto entre otros objetos, puede considerarse esta oposición del sujeto actor y el sujeto evocador como una prueba de que la impresión primitiva ha experimentado una elaboración secundaria. Parece como si una huella mnémica de la infancia hubiera sido retraducida luego en una poca posterior (en la correspondiente al despertar del recuerdo) al lenguaje plástico y visual. En cambio, no surge jamás en nuestra conciencia nada semejante a una reproducción de la impresión original.
Hay todavía un segundo hecho que prueba, aún con mayor fuerza, la exactitud de esta segunda concepción de las escenas infantiles. Entre los diversos recuerdos infantiles de sucesos importantes, que surgen todos con igual claridad y precisión, hay cierto número de escenas que al ser contrastadas -por ejemplo, con los recuerdos de otras personas- se muestran falsas. No es que hayan sido totalmente inventadas; son falsas en cuanto transfieren la situación a un lugar en el que no se ha desarrollado (como sucede en uno de los casos reunidos por los Henri), funden varias personas en una sola o las sustituyen entre s, o resultan ser una amalgama de dos sucesos distintos. La simple infidelidad de la memoria no desempeña precisamente aquí, dada la gran intensidad sensorial de las imágenes y la amplia capacidad funcional de la memoria, ningún papel considerable. Una minuciosa investigación nos muestra más bien que tales falsedades del recuerdo tienen un carácter tendencioso, hallándose destinadas a la represión y sustitución de impresiones repulsivas o desagradables. Así, pues, también estos recuerdos falseados tienen que haber nacido en una poca en la que ya podían influir en la vida anímica tales conflictos e impulsos a la represión, o sea en una poca muy posterior a aquella que recuerdan en su contenido. Pero también aquí es el recuerdo falseado el primero del que tenemos noticia. El material de huellas mnémicas del que fue forjado nos es desconocido en su forma primitiva. Este descubrimiento acorta a nuestros ojos la distancia que suponíamos entre los recuerdos encubridores y los demás recuerdos de la infancia. Llegamos a sospechar que todos nuestros recuerdos infantiles conscientes nos muestran los primeros años de nuestra existencia, no como fueron, sino como nos parecieron al evocarlos luego, en pocas posteriores. Tales recuerdos no han emergido, como se dice habitualmente, en estas pocas, sino que han sido formados en ellas, interviniendo en esta formación y en la selección de los recuerdos toda una serie de motivos muy ajenos a un propósito de fidelidad histérica.