NUESTRO MUNDO ADULTO Y SUS RAICES EN LA INFANCIA: Melanie Klein

NUESTRO MUNDO ADULTO Y SUS RAICES EN LA INFANCIA: Melanie Klein


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Obras Completas de Melanie Klein
33. NUESTRO MUNDO ADULTO Y SUS RAICES EN LA
INFANCIA
(1959)

Para examinar la conducta humana en su contexto social desde el
punto de vista psicoanalítico, es necesario investigar la forma en que el
individuo evoluciona desde la infancia hasta la madurez. Un grupo -sea
grande o pequeño- consiste en individuos mutuamente relacionados; por
consiguiente, la comprensión de la personalidad es básica para la
comprensión de la vida social. Al explorar el desarrollo individual, el
psicoanalista retrocede, por etapas graduales, hacia la infancia; por lo tanto
me detendré primero en las tendencias fundamentales del niño pequeño.
Los diversos signos de dificultades en el bebé -estado de rabia, falta
de interés por el mundo circundante, incapacidad para tolerar frustraciones
y fugaces expresiones de tristeza- solían explicarse antes en términos de
factores físicos. Hasta la época de los grandes descubrimientos de Freud,
existía una tendencia general a considerar la infancia perfecta, como un
período de felicidad, y las diversas perturbaciones observadas en los niños
no se tomaban en serio. Con el transcurso del tiempo, los hallazgos de
Freud nos han ayudado a comprender la complejidad de las emociones
infantiles y han revelado que los niños atraviesan por serios conflictos. Ello
permite lograr una mejor comprensión de la mente infantil y de su relación
con los procesos mentales del adulto.
La técnica del juego que desarrollé en el análisis de niños muy
pequeños, y otros progresos técnicos resultantes de mi trabajo, me
permitieron llegar a nuevas conclusiones acerca de etapas muy tempranas
de la infancia y de capas más profundas del inconsciente. La comprensión
retrospectiva esta basada en uno de los hallazgos cruciales de Freud, la
situación transferencial, es decir, el hecho de que el paciente revive en su
análisis y en relación con el analista, situaciones y emociones tempranas,
diría incluso muy tempranas. Por lo tanto, la relación con el analista exhibe a
veces, aun en los adultos, rasgos muy infantiles, tales como excesiva
dependencia y la necesidad de una guía, junto con una desconfianza por
completo irracional. Forma parte de la técnica analítica la reconstrucción del
pasado a partir de tales manifestaciones. Sabemos que Freud descubrió
primero el complejo de Edipo en el adulto y luego pudo encontrar sus
orígenes en la infancia.

La posibilidad de analizar niños muy pequeños me
permitió obtener un conocimiento aun más directo de su vida mental, lo
cual, a su vez, me llevó a comprender la vida mental del bebé. Gracias a la
cuidadosa atención prestada a la transferencia en la técnica del juego, pude
lograr una comprensión más profunda de las formas en que la vida mental –
en el niño y, más tarde, en el adulto- sufre la influencia de las más tempranas
emociones y fantasías inconscientes. Es precisamente desde este ángulo
que me propongo describir, con la menor cantidad posible de términos
técnicos, mis conclusiones relativas a la vida emocional del bebé.
He propuesto la hipótesis de que el niño recién nacido experimenta,
tanto en el proceso del nacimiento como en la adaptación a la situación
postnatal, una ansiedad de naturaleza persecutoria. La explicación es que el
bebé, sin poder captarlo intelectualmente, vive de modo inconsciente cada
molestia como si le fuera infligida por fuerzas hostiles. Si se le brinda
consuelo sin tardanza -en particular calor, la forma amorosa en que se lo
sostiene y la gratificación de recibir alimento- surgen emociones más felices.
El bebé siente que tal consuelo proviene de fuerzas bondadosas y, según mi
opinión, ello hace posible la primera relación amorosa del niño con una
persona o, como diría un analista, con un objeto. Mi hipótesis es que el
bebé posee una percepción inconsciente innata de la existencia de la madre.
Sabemos que los animales recurren a la madre en cuanto nacen y se acercan
a ella para obtener alimento. El animal humano no difiere en este sentido y
su conocimiento instintivo es la base para la relación primitiva del bebé con
la madre. Asimismo, es dable observar que el bebé de unas pocas semanas
ya levanta la mirada hacia el rostro de la madre, reconoce sus pasos, el
toque de sus manos, el olor y el tacto de su pecho o de la mamadera que
ella le da, todo lo cual sugiere que se ha establecido alguna relación, por
primitiva que sea, con la madre.
Sin embargo, el bebé no sólo espera alimento de la madre, sino que
también desea amor y comprensión. En las primeras etapas, el amor y la
comprensión se expresan a través del manejo del niño por la madre y llevan
a cierta unicidad inconsciente, basada en el hecho de que el inconsciente de
la madre y el del niño están en estrecha interrelación. La sensación resultante
de sentirse comprendido y amado por la madre subyace a la primera, y
fundamental, relación de la vida: la relación con la madre. Al mismo tiempo,
frustración, molestia y dolor que, según sugerí, se experimentan como
persecución, aparecen también en sus sentimientos hacia la madre, pues, en
los primeros meses, ella representa para el niño la totalidad del mundo
exterior; por ende, de ella llegan a su mente tanto el bien como el mal, lo
cual conduce a una doble actitud hacia la madre, aun en las mejores
condiciones posibles.
Tanto la capacidad de amar como el sentimiento de persecución
tienen profundas raíces en los primeros procesos mentales del bebé, y
ambos están dirigidos, en primer lugar, hacia la madre. Los impulsos
destructivos y sus concomitantes -resentimiento por la frustración, el odio
que ésta despierta, la incapacidad de reconciliarse y la envidia hacia el
objeto todopoderoso, la madre, de quien dependen su vida y su bienestar-
son emociones diversas que despiertan ansiedad persecutoria en el bebé.
Mutatis mutandis dichas emociones continúan operando a lo largo de la
vida, pues los impulsos destructivos hacia cualquier persona siempre
originan el sentimiento de que esa persona se tornará hostil y vengativa.
Es inevitable que la agresividad innata resulte incrementada por
circunstancias externas desfavorables y, de manera inversa, que disminuya
por obra del amor y la comprensión que recibe el niño; y esos factores
siguen actuando a lo largo de todo el desarrollo. Pero, si bien hoy se
reconoce ampliamente la importancia de las circunstancias externas, todavía
no se atribuye a los factores internos su real significación. Los impulsos
destructivos que varían de un individuo a otro, constituyen una parte
integral de la vida mental aun en circunstancias favorables, y por lo tanto
debemos considerar el desarrollo del niño y las actitudes del adulto como
un resultado de la interacción de influencias internas y externas. Ahora que
nuestra capacidad de comprender a los bebés ha aumentado, la lucha entre
el amor y el odio puede reconocerse en cierta medida a través de una
observación cuidadosa. Algunos bebés experimentan un profundo
resentimiento ante cualquier frustración y lo demuestran al no poder aceptar
la gratificación cuando ésta sigue a una privación. Opino que esos niños
poseen agresividad y avidez innatas más fuertes que los bebés cuyos
ocasionales estallidos de rabia son de breve duración. Si un bebé se
muestra capaz de aceptar alimento y amor, ello significa que puede
sobreponerse al resentimiento por la frustración con rapidez y, cuando se le
proporciona una nueva gratificación, recupera sus sentimientos de amor.
Antes de proseguir con mi descripción del desarrollo infantil, pienso
que debería definir con pocas palabras los términos sí-mismo y yo desde el
punto de vista psicoanalítico. Según Freud, el yo es la parte organizada del
sí-mismo, sometida a la influencia constante de
Los impulsos instintivos, pero ejerciendo control sobre ellos a través de la
represión; además, dirige todas las actividades y establece y mantiene la
relación con el mundo externo. El si-mismo cubre la personalidad total, que
incluye no sólo el yo sino también la vida instintiva que Freud denominó el
ello.
Mi trabajo me ha llevado a suponer que el yo existe y opera desde el
nacimiento y que, además de las funciones mencionadas, tiene a su cargo la
importante tarea de defenderse contra la ansiedad provocada por el
conflicto interno y por las influencias del exterior. Por otra parte, inicia una
serie de procesos entre los que seleccionaré, en primer término, la
introyección y la proyección. Más tarde he de referirme al proceso no
menos importante de división de impulsos y objetos.
Debemos a Freud y Abraham el gran descubrimiento de que la
introyección y la proyección son de importancia fundamental tanto en las
perturbaciones mentales graves como en la vida mental normal. Debo
renunciar aquí a cualquier intento de describir el proceso por el cual Freud,
partiendo del estudio de la psicosis maníaco-depresiva, llegó al
descubrimiento de la introyección que subyace al superyó, y a una
explicación de la relación vital entre el superyó, el yo y el ello. En el curso
del tiempo, esos conceptos básicos sufrieron ulteriores desarrollos. A la luz
de mi labor analítica con niños, llegué a la conclusión de que la introyección
y la proyección funcionan desde el comienzo de la vida postnatal como dos
de las primeras actividades del yo, el cual, según mi criterio, actúa a partir
del nacimiento. Considerada desde este ángulo, la introyección significa que
el mundo exterior, su impacto, las situaciones vivid as por el bebé y los
objetos que éste encuentra, no sólo se experimentan como externos, sino
que se introducen en el sí-mismo y llegan a formar parte de la vida interior.
Es imposible evaluar la vida interior, incluso en el adulto, sin estos
agregados a la personalidad derivados de la introyección continua. La
proyección, que tiene lugar de manera simultánea, implica la existencia en el
niño de una capacidad para atribuir a quienes lo rodean sentimientos de
diversa clase, entre los que predominan el amor y el odio.
He llegado a la conclusión de que el amor y el odio hacia la madre
están ligados a la capacidad del bebé muy pequeño de proyectar en ella
todas sus emociones, transformándola así en un objeto bueno a la vez que
peligroso. Sin embargo la introyección y la proyección, aunque arraigadas
en la infancia, no son procesos exclusivamente infantiles. Forman parte de
las fantasías del niño, que, según mi criterio, también actúan desde el
comienzo y ayudan a moldear su expresión del mundo circundante; y, por
introyección, ese cuadro modificado del mundo externo influye sobre lo
que ocurre en su mente. Así se construye un mundo interno que es, en
parte, un reflejo del externo. Es decir, el doble proceso de introyección y
proyección contribuye a la interacción de los factores externos e internos, la
cual continúa a través de todas las etapas de la vida. Del mismo modo, la
introyección y la proyección persisten durante toda la vida y se modifican
en el curso de la maduración, pero nunca pierden su importancia en la
relación del individuo con el mundo circundante. Por lo tanto, incluso en el
adulto, la percepción de la realidad nunca se libera por completo de la
influencia de su mundo interno.
He sugerido ya que, desde un cierto ángulo, es necesario considerar
los procesos de proyección e introyección descritos como fantasías
inconscientes. Como señalara mi amiga Susan Isaacs (1952) en su trabajo
sobre el tema: "La fantasía es (en primera instancia) el corolario mental, el
representante psíquico, del instinto. No hay impulso, no hay anhelo o
respuesta instintivos que no sean experimentados como fantasía
inconsciente… Una fantasía representa el contenido particular de los
impulsos o sentimientos (por ejemplo, deseos, temores, ansiedades,
triunfos, amor o aflicción) que predominan en la mente en un determinado
momento."
Las fantasías inconscientes no son idénticas a los sueños diurnos (si
bien existe una relación entre ambos); constituyen una actividad de la mente
que tiene lugar en niveles inconscientes profundos y acompaña todos los
impulsos experimentados por el niño. Por ejemplo, un bebé hambriento
puede manejar temporariamente su hambre alucinando la satisfacción de
recibir el pecho, con todos los placeres que normalmente obtiene de él,
tales como el sabor de la leche, el calor del pecho y el sostén amoroso de
los brazos maternos. Pero la fantasía inconsciente asume también la forma
opuesta, es decir, sentirse privado y perseguido por el pecho que le niega
esa satisfacción. Las fantasías -que se van tornando más elaboradas y se
refieren a una variedad cada vez más amplia de objetos y situaciones-
continúan durante todo el desarrollo y acompañan todas las actividades;
nunca dejan de desempeñar un papel importante en la vida mental. No hay
peligro de sobreestimar la influencia de la fantasía inconsciente en el arte, la
labor científica y las actividades de la vida diaria.
Ya he mencionado que la madre es introyectada y que ello constituye
un factor fundamental en el desarrollo. Considero que las relaciones de
objeto comienzan casi con el nacimiento. La madre en sus aspectos buenos
-la madre que ama, ayuda y alimenta al niño- es el primer objeto bueno que
el bebé transforma en una parte de su mundo interno. Me atrevería a sugerir
que su capacidad para hacerlo es hasta cierto punto, innata. La posibilidad
de que el objeto bueno se convierta suficientemente en una parte del símismo
depende, en cierto grado, de que la ansiedad persecutoria -y, por
ende, el resentimiento- no sea demasiado marcada; al mismo tiempo, una
actitud amorosa por parte de la madre contribuye en buena medida al éxito
de este proceso. Si el bebé introyecta a la madre en su mundo interior como
un objeto bueno y seguro, se suma al yo un elemento de fuerza, pues
considero que el yo se desarrolla en gran parte en torno de ese objeto
bueno, y que la identificación con las características buenas de la madre se
convierte en la base para ulteriores identificaciones beneficiosas. La
identificación con el objeto bueno tiene manifestación en el niño que copia
las actividades y actitudes de la madre; es factible observarla en el juego y,
muchas veces, en su conducta frente a niños más pequeños. Una fuerte
identificación con la madre buena facilita la identificación con un padre
bueno y, más tarde, con otras figuras amistosas. Como resultado, su
mundo interno llega a contener objetos y sentimientos predominantemente
buenos, y el niño siente que esos objetos buenos responden a su amor.
Todo ello contribuye a formar una personalidad estable y hace posible
extender a otras personas los sentimientos de cordialidad y simpatía.
Resulta evidente que la buena relación entre los padres, y entre éstos y el
niño, y una feliz atmósfera en el hogar, desempeñan un papel vital para el
éxito de este proceso.
Sin embargo, y por buenos que sean los sentimientos del niño hacia
sus progenitores, también el odio y la agresión continúan actuando. Una de
sus manifestaciones es la rivalidad con el padre, originada en los deseos del
niño hacia la madre y en todas las fantasías vinculadas con ellos. Tal
rivalidad encuentra expresión en el complejo edípico, que puede observarse
claramente en niños de tres, cuatro y cinco años de edad. Dicho complejo
existe, en realidad, desde mucho antes y tiene sus raíces en las primeras
sospechas del bebé en el sentido de que su padre lo priva del amor y la
atención de la madre. Hay grandes diferencias entre el complejo edípico en
el varón y en la niña, que sólo señalaré diciendo que, mientras el varón
retorna en su desarrollo genital a su objeto primitivo, la madre, y por lo
tanto busca objetos femeninos con los consiguientes celos del padre y los
hombres en general, la niña debe, en cierto grado, apartarse de la madre y
encontrar el objeto de sus deseos en el padre y, más tarde, en otros
hombres. Es ésta una caracterización demasiado simple, pues también el
niño se siente atraído por su padre y se identifica con él; por lo tanto, en su
desarrollo normal interviene un elemento de homosexualidad. Lo mismo es
válido para la niña, en quien la relación con la madre, y con las mujeres en
general, nunca pierde su importancia. Así, pues, el complejo de Edipo no es
sólo una cuestión de sentimientos de odio y rivalidad hacia uno de los
progenitores y amor hacia el otro, sino que también existen sentimientos de
amor y de culpa en relación con el progenitor rival. Por ende, múltiples
emociones conflictuales están centradas en el complejo de Edipo.
Volvamos ahora a la proyección. Al proyectar la totalidad o una parte
de los propios impulsos y sentimientos en otra persona, se logra una
identificación con ésta, si bien de un
tipo distinto del que produce la introyección. Pues, si se toma un
objeto en el si-mismo (si se introyecta), el acento recae en la
incorporación de algunas de las características de ese objeto y en la
influencia que ejercen. Por otro lado, al colocar una parte de uno
mismo en otra persona (proyección), la identificación está basada en
que atribuimos a la otra persona algunas de nuestras propias
cualidades. La proyección tiene múltiples repercusiones. Nos inclinamos
a adscribir a otra gente -en cierto sentido, a colocar en ella- algunos
de nuestros propios pensamientos y emociones; y es obvio que la índole
amistosa u hostil de esa proyección dependerá de nuestro estado de
equilibrio y persecución. Al atribuir parte de nuestros sentimientos a
otra persona, comprendemos sus sentimientos, necesidades y
satisfacciones; en otras palabras, nos ponemos en su lugar. Hay
personas capaces de llegar tan lejos en este sentido que se pierden por
entero en los demás y se tornan incapaces de discernimiento objetivo.
Al mismo tiempo, la introyección excesiva pone en peligro la fuerza del
yo, pues éste queda completamente sometido al objeto introyectado. Si
en la proyección predomina la hostilidad, la verdadera empatía y la
comprensión de los demás resultan dañadas. Por lo tanto, la índole de
la proyección posee suma importancia en nuestras relaciones con los
demás. Si la interacción entre introyección y proyección no está
dominada por la hostilidad o por una excesiva dependencia y posee un
buen equilibrio, el mundo interno resulta enriquecido y mejoran las
relaciones con el mundo externo. Me he referido ya a la tendencia del
yo infantil a dividir impulsos y objetos, y creo que ésta constituye
otra de las primeras actividades yo icas. Esa tendencia a dividir es,
en parte, un resultado del hecho de que el yo temprano carece en gran
medida de coherencia. Pero -y también aquí debo referirme a mis propios
conceptos- la ansiedad persecutoria refuerza la necesidad de mantener
al objeto amado apartado del peligro y, por lo tanto, de separar el
amor del odio. Pues la autoconservación del bebé depende de su
confianza en una madre buena. Al dividir los dos aspectos y aferrarse
al bondadoso, conserva su creencia en un objeto bueno y su capacidad de
amarlo; y ésta es una condición esencial para mantenerse vivo. Sin
alguna porción de tal sentimiento, el niño quedaría expuesto a un mundo
completamente hostil que podría destruirlo. Además, también tendría que
incorporar ese mundo hostil en su propio interior. Sabemos que hay
bebés carentes de vitalidad e incapaces de sobrevivir, probablemente
porque no han podido desarrollar una relación de confianza con su madre
buena. En contraste, hay otros bebés que pasan por grandes
dificultades, pero conservan suficiente vitalidad como para hacer uso
de la ayuda y el alimento que les ofrece la madre. Conozco el caso de
un niño que tuvo un nacimiento prolongado y difícil y resultó lastimado
en el proceso, pero, cuando se le dio el pecho, se alimentó ávidamente.
Lo mismo ha ocurrido con bebés que sufrieron una operación seria poco
después de nacer. Otros niños en circunstancias similares no logran
sobrevivir porque tienen dificultades para aceptar alimento y amor, lo
cual implica que no han logrado establecer confianza y amor hacia la
madre. El proceso de la división cambia en cuanto a forma y contenido a
lo largo del desarrollo, pero nunca se abandona por completo en algunas
de sus formas. Opino que los impulsos destructivos omnipotentes, la
ansiedad persecutoria y la división predominan en los primeros tres a
cuatro meses de la vida. He descrito esta combinación de mecanismos y
ansiedades como posición esquizo-paranoide, la cual, en los casos
extremos, constituye la base de la paranoia y la esquizofrenia. Los
concomitantes de los sentimientos destructivos en esa temprana etapa
poseen suma importancia y quisiera destacar entre ellos la avidez y la
envidia como factores muy perturbadores en la relación con la madre
primero y, más tarde, con otros miembros de la familia; de hecho,
durante toda la vida. La avidez varía de modo considerable de un niño a
otro. Hay bebés que jamás se sienten satisfechos, pues su avidez excede
todo lo que puedan recibir. La avidez implica el deseo de vaciar el
pecho materno y de explotar todas las posibilidades de satisfacción,
sin consideración por nadie. El niño muy ávido puede disfrutar
momentáneamente de lo que recibe; pero, en cuanto ha desaparecido la
gratificación, se torna insatisfecho y se ve impulsado a explotar,
primero, a la madre, y luego a todos los familiares que puedan
proporcionarle atención, alimento o cualquier otra gratificación. No
cabe duda de que la ansiedad aumenta la avidez -la ansiedad de verse
privado, despojado, de no ser bastante bueno como para merecer amor-.
El niño que tiene tal avidez de amor y atención también se siente
inseguro respecto de su propia capacidad de amar, y todas sus
ansiedades refuerzan la avidez. En sus aspectos fundamentales, esa
situación no aparece modificada en la avidez del niño mayor o del
adulto. En cuanto a la envidia, no resulta fácil explicar cómo la madre
que alimenta al niño y lo cuida puede ser, a la vez, objeto de envidia.
Pero, toda vez que el niño se siente hambriento o descuidado, la
frustración lo lleva a la fantasía de que la leche y el amor le son
deliberadamente negados, o bien retenidos por la madre para su propio
beneficio. Tales sospechas constituyen la base de la envidia. Es
inherente a la envidia no sólo el anhelo de posesión, sino también un
poderoso deseo de arruinar el placer que los demás pueden obtener del
objeto anhelado, deseo que tiende a dañar el objeto mismo. Si la
envidia es muy fuerte, su cualidad destructiva perturba la relación con
la madre, y más tarde con otras personas; significa, asimismo, que el
niñ o no puede disfrutar plenamente de nada porque el objeto deseado ya
ha sido dañado por la envidia. Además, si la envidia es muy fuerte, es
imposible incorporar la bondad y convertirla en parte de la propia vida
interna, lo cual permitiría expresar un sentimiento de gratitud. Por
contraste, la capacidad de disfrutar en forma plena de lo que se
recibe, y la experiencia de gratitud hacia quien lo da, ejercen una
poderosa influencia sobre el carácter y las relaciones con la gente. No
deja de ser sugestivo que, al bendecir la mesa antes de las comidas,
los cristianos utilicen las palabras: "Por lo que vamos a recibir,
haznos sentir, Señor, verdaderamente agradecidos". Tales palabras
implican que se trata de lograr aquella cualidad -la gratitud- que
contribuye a la felicidad y libera del resentimiento y la envidia.
Cierta vez oí a una niñita decir que amaba a su madre más que a nadie,
porque, "¿qué habría hecho si su madre no la hubiera traído al mundo y
alimentado?" Este poderoso sentimiento de gratitud estaba ligado a su
capacidad de gozar y se expresaba en el carácter
de la niña y en sus relaciones con la gente, en particular como generosidad
y consideración.