Obras de Anna Freud. Normalidad y patología en la niñez: Evaluación del desarrollo. CAP V (Evaluación de la patología. Parte II)

Normalidad y patología en la niñez: Evaluación del desarrollo.

(Versión castellana de Humberto Nágera)

v
EVALUACION DE LA PATOLOGIA
PARTE II. ALGUNOS PREESTADIOS INFANTILES
DE LA PSICOPATOLOGIA ADULTA
Para el analista de niños, la evaluación del estadio del niño
sirve a una variedad de finalidades. Algunos tienen interés práctico
tales como la decisión a favor o en contra del tratamiento
y la selección del método terapéutico más adecuado. Otros son
teóricos y representan esfuerzos dirigidos a comprender mejor
los procesos del desarrollo. Finalmente, aunque no menos importantes,
están los esfuerzos por formular cuadros más claros
de las fases iniciales de aquellos trastornos mentales que se
conocen en sus estados finales,’ y a aclarar el campo distinguiendo
entre las manifestaciones patológicas transitorias y permanentes.
LAS NEUROSIS INFANTILES
Existen varias razones por las cuales el analista de mnos
se siente en terreno completamente seguro en presencia de esta
categoría diagnóstica. Desde los días iniciales del psicoanálisis
en adelante, la neurosis infantil ha sido considerada no sólo a
la par con la neurosis adulta sino aun más: su prototipo y
modelo.
En la bibliografía analítica básica sobre este tema, se encuentra
la afirmación de que la neurosis infantil tiene el significado
de ser «típica y ejemplar» (S. Freud, 1909, Obras Completas, vol. II) con respecto a las neurosis adultas; que el análisis
de las neurosis infantiles «aportan a la exacta comprensión
de las neurosis de los adultos tanto como los sueños infantiles
a la interpretación de los sueños ulteriores» (S. Freud, 1918,
Obras Completas, vol. II); que el estudio «de las neurosis de
la infancia [puede] ahorrarnos más de un error en la comprensión
de las neurosis que atacan al sujeto en épocas más avanzadas
de su vida» (S. Freud, 1916-1917, Obras Completas, vol.
II); que el análisis «nos revela siempre … que se trata de la
consecuencia directa de una dolencia infantil del mismo género»
(ídem).
Además, se ha demostrado repetidamente que existe una
correspondencia estrecha entre la sintomatología manifiesta de
la neurosis infantil y de la adulta. En la histeria, que es común
a ambas, está la ansiedad libre flotante y los ataques de
ansiedad; las conversiones en síntomas físicos; los vómitos y
el rechazo de alimentos; las fobias a los animales, la agorafobia.
La claustrofobia, no obstante, es rara en niños en quienes
en su lugar las fobias situacionales tales como fobias a la escuela,
fobias al dentista, etc., juegan un papel prominente. Con
respecto a la neurosis obsesiva, tanto los niños como los adultos
padecen de sentimientos ambivalentes magnificados penosamente,
de ceremonias a la hora de acostarse, otros rituales,
compulsiones de limpieza, acciones repetitivas, preguntas, fórmulas;
ambos emplean palabras y gestos mágicos o la evitación
mágica de ciertas palabras y movimientos; compulsiones de
contar y hacer listas, de tocar o evitar tocar, etc. Con las inhibiciones
del juego y el aprendizaje en el niño corresponden
restricciones similares de actividad en etapas vitales posteriores;
la inhibición del exhibicionismo, la curiosidad, la agresión,
la competencia, etc., produce los mismos efectos incapacitantes
en la personalidad del individuo, lo mismo si ocurren en edad
temprana o adulta. En los caracteres neuróticos se encuentran
pocas diferencias entre el carácter histérico, obsesivo o impulsivo
de la niñez y sus equivalentes posteriores, completamente
desarrollados.
Más importante aún que estas correspondencias en el nivel
manifiesto, es la identidad que puede demostrarse entre las
neurosis infantiles y adultas con respecto a su dinámica. La
clásica fórmula etiológica para ambos casos es la siguiente: progreso
inicial del desarrollo hasta un nivel comparativamente
alto en el desarrollo de los instintos y del yo (por ejemplo, en
el niño hasta la fase f’álíco-edípica, para el adulto hasta el
nivel genital); un aumento intolerable de ansiedad o frustración
en esta posición (para el niño, la angustia de castración
en el complejo de Edipo); regresión de los instintos desde la
adecuación al ¡yo hasta .los puntos de fijación pregenitales; emergencia de los impulsos pregenitales infantiles sexuales-agresivos,
deseos y fantasías; ansiedad y culpa en relación con éstos,
movilizando reacciones defensivas por parte del yo bajo la influencia
del superyó; actividad defensiva conduciendo a la formación
de compromisos; como resultado, trastornos del carácter
o síntomas neuróticos, cuyos detalles y -t ipo se determinan por
el nivel de los puntos de fijación hacia los cuales ha ocurrido
la regresión, por el contenido de los impulsos y fantasías rechazados
y por la selección de mecanismos de defensa particulares
que se están utilizando.
En los días iniciales de la práctica analítica, cuando sólo
un pequeño y preseleccionado número de niños llegaban al
analista, se esperaba que la mayoría de estos pequeños pacientes
pertenecerían a la categoría de las neurosis infantiles y -con
el pequeño Hans y el Hombre Lobo como prototipos- podrían
incluirse en la fórmula etiológica descripta más arriba. Pero
esta opinión cambió con el paso de la práctica privada a la
apertura de centros de consulta y clínicas para niños, adonde
llega una gran cantidad de material no seleccionado reclamando
la atención del analista.
Así se logró al principio un hallazgo descorazonador relacionado
con una discrepancia entre la neurosis infantil y la del
adulto. Mientras que en el adulto el síntoma neurótico individual
en general forma parte de la estructura de la personalidad
relacionada genéticamente, no sucede así en el niño. Aquí, los
síntomas se presentan con frecuencia aislados o asociados con
otros síntomas y rasgos de la personalidad de diferente naturaleza
sin orígenes relacionados. Aun los síntomas obsesivos
bien definidos tales como los rituales a la hora de acostarse o
las compulsiones de contar aparecen en niños que por otra parte
son incontrolables, inquietos, impulsivos, es decir, con personalidades
histéricas; o conversiones histéricas, tendencias fóbicas,
síntomas psicosomáticos aparecen dentro de estructuras
del carácter de naturaleza obsesiva. Los niños bien adaptados
y generalmente conscientes cometen actos delictivos únicos. Los
niños incontrolables en el hogar se someten a la autoridad en
la escuela y viceversa.
Otra desilusión consistió en observar que a pesar de todos
los vínculos existentes entre la neurosis infantil y la del adulto,
no existe la menor certidumbre de poder comprobar un determinado
tipo de neurosis infantil como el predecesor del mismo
tipo en el adulto. Por el contrario, existe una gran cantidad
de evidencia clínica que señala la dirección opuesta. Un ejemplo
es el estado incontrolable de un niño de cuatro años, semejante
en varios puntos al del delincuente juvenil o adulto, con
respecto a que ambos liberan sus impulsos, especialmente los
agresivos, y atacan, destruyen y se apoderan de lo que desean
sin considerar los sentimientos de los demás. A pesar de todas
estas similitudes, esta conducta delincuente temprana no se
convierte necesariamente en un verdadero estado delincuente
posterior; el niño en cuestión puede desarrollar un carácter
obsesivo o una neurosis obsesiva en lugar de convertirse en un
delincuente o criminal. Muchos niños que comienzan con una
fobia o histeria de ansiedad se desarrollan posteriormente como
verdaderos obsesivos. Muchos con síntomas obsesivos reales
tales como las compulsiones de limpieza, rituales del tacto,
detallistas, etc., semejantes por completo a los adultos obsesivos
mientras son pequeños, están a pesar de todo predestinados a
desarrollar posteriormente no una neurosis obsesiva sino estados
esquizoides y esquizofrénicos.
Muchas presunciones sugieren la explicación de estas inconsistencias.
Ovbiamente, aun en los casos en que los componentes
instintivos dominantes son los mismos, como con el sadismo
anal del neurótico delincuente y obsesivo, la elección
entre las dos soluciones patológicas opuestas depende de la
interacción con las actitudes del yo y éstas varían en el curso
de los procesos de maduración y desarrollo. Los deseos de
muerte, agresión, deshonestidad que son aceptables para el individuo
en un determinado nivel del yo y del superyó, están
condenados y existen defensas contra ellos en el siguiente; de
aquí el cambio de rasgos delictivos a compulsivos. De otra
manera, de nuevo con la maduración del yo, las defensas contra
la ansiedad que utilizan el sistema motor tal como la conversión
somática y las retiradas fóbicas cambian por mecanismos
de defensa en los procesos del pensamiento tales como
contar, las fórmulas mágicas, deshacer, aislar; esto explica el
paso de la sintomatología histérica a la obsesiva. Las mezclas
de síntomas histéricos y obsesivos pueden explicarse simplemente:
los niños que producen trastornos histéricos de carácter
permanente adquieren no obstante adicionalmente un número
transitorio de síntomas compulsivos mientras pasan a través
de la fase sádico-anal, para los cuales están adecuados; en otros,
en quienes se está desarrollando una neurosis obsesiva permanente,
las ansiedades libres flotantes, las fobias y los síntomas
histéricos persisten como residuos del nivel de desarrollo que
les ha precedido. En los obsesivos más pequeños, los conflictos
ambivalentes y las compulsiones pueden considerarse como
signos ominosos tempranos de escisiones y desarmonías dentro
de la estructura, suficientemente serias como para conducir en
etapa posterior a una total desintegración psicótica de la personalidad.
Otro hallazgo que todos los analistas pueden confirmar en
el servicio diagnóstico de las clínicas de niños es que el campo de
las alteraciones mentales en la infancia es más extenso de lo
esperado de acuerdo con la experiencia de la psicopatología del
adulto. Entre todo este material clínico, se encuentra por supuesto
el núcleo de todas las formas típicas de compulsiones, ceremoniales, rituales, ataques de ansiedad, fobias, trastornos de origen
traumático y psicosomático, inhibiciones y deformaciones del
carácter, que se pueden agrupar dentro del capítulo de las neurosis
infantiles; o los serios retraimientos del mundo objetal y el
enajenamiento de la realidad que se clasiñca dentro del capítulo
de las psicosis infantiles. Pero esto no constituye de ninguna
manera la mayoría. Habría que agregar las alteraciones (no orgánicas)
de las necesidades vitales del organismo, por ejemplo
los trastornos de la alimentación y del sueño del infante; las
excesivas demoras (no orgánicas) en la adquisición de ciertas
capacidades vitales tales como el control de la motricidad, del
habla, de los hábitos higiénicos, del aprendizaje; los trastornos
primarios del narcisismo 2 y de las relaciones objetales; los estados
originados por tendencias destructivas y la destrucción de sí
mismo de naturaleza incontrolable, o por derivados incontrolables
de los impulsos sexuales y agresivos; las personalidades infantiles
y con retardos. Algunos de estos niños nunca llegan
a la fase fálico-edípica, que constituye el verdadero punto de
partida de las neurosis infantiles. En algunos la organización
defensiva está poco desarrollada, es primitiva y defectuosa con
el resultado de que sus síntomas corresponden a irrupciones del
ello más que a formaciones de compromiso entre el ello y el yo.
En algunos casos, la formación del superyó es tan incompleta
que los juicios morales, la culpabilidad y los conflictos internos
faltan como fuerzas internas de control.
Hasta el presente sólo existen formulaciones descriptivas
y no dinámicas suficientemente detalladas para explicar la enorme
variedad de cuadros clínicos que existen en este campo.Quizás
algunos de los trastornos que sobrevienen en los primeros
años de la vida representan los preestadios del desarrollo neurótico
que serán transformados en una neurosis específica con los
avances adecuados al yo y al superyó en la estructuración. Otros
pueden representar neurosis abortivas, es decir, intentos fallidos,
incompletos y a corto plazo, de las acciones del yo para corresponder
a los impulsos y modificarlos.
LOS TRASTORNOS DEL DESARROLLO
Como mencionamos anteriormente, los trastornos mentales
son numéricamente más frecuentes y más var iados en los niños
que en los adultos. Su frecuencia aumenta por una parte debido
a las circunstancias creadas por la dependencia del niño y, por
otra parte, a los esfuerzos y tensiones relacionados con los procesos
del desarrollo en sí.
Debido a la incapacidad de cuidarse a sí mismos, los niños
tienen que aceptar el tipo de cuidado que se les brinda. Cuando
este no es extremadamente sensitivo origina un número de trastornos,
los más tempranos de los cuales están ligados con el
sueño, la alimentación, la evacuación y el deseo de estar acompañado.
En estos cuatro campos las inclinaciones naturales propias
del niño no están en armonía con muchos de los hábitos culturales
y sociales de la actualidad. El niño tiene su propio ritmo
de sueño, pero éste generalmente no coincide con la hora, durante
el día o la noche, ni con el tiempo que la madre desea que duerma,
de acuerdo con las necesidades de su horario. El niño tiene
sus propios métodos para hacer la transición del estado de vigilia
al sueño por medio de actividades autoeróticas tales como
chuparse el dedo, masturbarse o abrazar los objetos de transición
(Winnicott, 1953), pero sólo puede hacerlo libremente con la
indulgencia de la madre, que por otra parte a menudo interfiere.
Es una necesidad primitiva del niño el contacto estrecho y cálido
de la piel de otra persona mientras se queda dormido, pero esto
contraría las reglas de higiene que exigen que el niño duerma
en su propia cama sin compartir la de sus padres. Los alimentos
que el niño apetece, la hora en que quiere ingerirlos o la cantidad,
raramente dependen de su propia decisión (excepto en
el método de alimentación por solicitud de los infantes), con
el resultado de que se le imponen penosos períodos de espera al
hambre que padece o se lo alimenta cuando no lo desea. Excepto
en los tipos más modernos de crianza, el entrenamiento del control
de esfínteres comienza demasiado pronto, es decir, cuando
aún ni el primitivo control muscular ni los progresos de la personalidad
hacia el manejo corporal están preparados para ello.
La necesidad biológica infantil de la presencia constante de un
adulto que lo cuide se ignora en nuestra civilización occidental,
y los niños son expuestos a largas horas de soledad debido a la
concepción errónea de que es saludable para los pequeños dormir,
descansar y, posteriormente, el jugar solos. Este desconocimiento
de las necesidades naturales crean las primeras dificultades
en el funcionamiento normal de los procesos de satisfacción
de los impulsos y de las necesidades. Como resultado, las
madres buscan consejo cuando sus niños tienen dificultades en
conciliar el sueño o no duermen en toda la noche a pesar de
estar cansados; que no comen lo suficiente o rechazan los alimentos
adecuados, a pesar de la necesidad obvia de nutrir su
organismo; o que lloran excesivamente y son incapaces de aceptar
el consuelo ofrecido por la madre. En la medida en que estos
trastornos se deben a los hábitos ambientales, pueden eliminarse
si desde el principio se emplean distintos estilos de crianza. No
obstante, una vez establecidos, sus consecuencias no se pueden
eliminar fácilmente ni siquiera cuando a través de ciertos tratamientos
se realizan cambios beneficiosos. Las frustraciones y
el displacer experimentados por el niño en relación con una
necesidad o componente instintivo parti-cular permanecen asociados
en la mente del niño. Esto debilita la efectividad y urgencia
del impulso, lo hace vulnerable y en consecuencia prepara
el camino para futuros trastornos neuróticos en el área comprometida
(véase también A. Freud, 1946).
El manejo incorrecto de las necesidades infantiles tempranas
tiene repercusiones posteriores para el desarrollo patológico. En
su crecimiento hacia la independencia y autosuficiencia, el niño
acepta la actitud inicial de la madre, gratificante o frustrante,
como un modelo para imitar y recrear en su propio yo. Cuando
ella comprende, respeta y satisface los deseos de su hijo en la
medida de lo posible, existen buenas posibilidades de que el yo
del pequeño demuestre una tolerancia similar. Cuando ella innecesariamente
demora, se opone o ignora la realización de los
deseos, el yo del niño está propenso a demostrar en mayor grado
la llamada «hostilidad hacia el ello», es decir, facilidad para los
conflictos internos, que constituye uno de los requisitos previos
del desarrollo neurótico.
Tensiones internas
En contraste con las tensiones determinadas por el mundo
externo que en gran parte pueden evitarse, las internas son inevitables
y más virulentas en aquellos casos en que el daño previo
(de origen externo) ha minado la integridad orgánica de los impulsos
y menos lesivas cuando la actividad de los impulsos ha
permanecido normal. Pero, en esencia, son tan inevitables como
los mismos procesos de maduración y desarrollo. En contraste
con las formaciones patológicas de la vida adulta, estos stresses
son de carácter transitorio a pesar de su intensidad y «dejados
atrás» al superar la fase del desarrollo en que han aparecido.
Trastornos del sueño
Al margen del cuidado y el éxito obtenido con respecto al
hábito del sueño del infante durante su primer año de vida, en
el segundo año, y casi sin excepción, aparecen las dificultades
para conciliarlo. El niño de un año, una vez satisfechas sus necesidades
corporales, no sufre dolores o incomodidad, puede
quedarse súbitamente dormido en cualquier momento cuando
está cansado, quizá en medio de algún juego o con la cuchara
todavía en la mano. Solamente unos cuantos meses después, el
mismo niño protestará cuando llega la hora de acostarse, a pesar
de estar cansado, moviéndose continuamente en la cama o llamando
para que le acompañen por períodos más o menos largos.
Se tiene la impresión de que «las batallas contra el sueño» son
tan intensas como su cansancio. Lo que ha sucedido es que dormir
ya no es una cuestión de naturaleza puramente física como la
respuesta automática a una necesidad corporal en un individuo
indiferenciado, en quien el yo y el ello, el sí mismo y el del
mundo objetal no se han separado aún unos de otros. Con el
aumento de la intensidad de los vínculos del niño con los objetos
y su mayor compromiso en los hechos del mundo exterior, el
retiro de la libido y de los intereses del yo hacia sí mismo se
convierte en un requisito previo y necesario para dormir. Esto
no siempre se logra sin dificultades y la ansiedad que produce
contribuye a que el pequeño se aferre con más tenacidad al deseo
de mantenerse despierto. Las manifestaciones sintomáticas de
este estado son las continuas llamadas desde la cama por la presencia
de la madre, por una puerta abierta, por un sorbo de agua,
etc. Todo esto desaparece espontáneamente cuando las relaciones
objetales del niño se hacen más seguras y menos ambivalentes, y
cuando el yo se estabiliza lo suficiente para permitir la regresión
al indiferenciado estado narcisista necesario para dormirse.
De acuerdo con lo ya mencionado, los métodos espontáneos
del niño para facilitar la transición del estado de vigilia al
de sueño son las actividades autoeróticas como mecerse, succionarse
los dedos, masturbarse y los objetos de transición como
juguetes adecuados para abrazar, objetos de materiales suaves,
etc. Cuando estos métodos se abandonan o cuando años más tarde
el niño lucha contra la masturbación, con frecuencia se origina
una nueva ola de dificultades para conciliar el sueño. Si esto
sucede durante el período de latencia, los nuevos métodos que
utiliza el niño para combatir el trastorno son comúnmente de
naturaleza obsesiva tales como la tendencía compulsiva a contar,
a leer, a pensar, etcétera.
Aunque las dificultades del niño para dormirse son similares
en su apariencia manifiesta a los trastornos del sueño de los
adultos melancólicos o deprimidos, el cuadro metapsicológico
subyacente es diferente, y así este estado del niño no debe considerarse
precusor de la condición en el adulto. Ambas tienen
en común la vulnerabilidad de la zona del sueño.
Trastornos de la alimentación
En general sabemos algo más con respecto a los trastornos
de la alimentación del niño y los caprichos alimentarios, que
tienen una larga historia y pueden ser de muy variada naturaleza,»
Los diversos trastornos de la ingestión de alimentos se relacionan con las distintas fases de la línea de desarrollo hacia la
alimentación independiente, a medida que las fases se suceden
y superan unas a otras.
Desde el punto de vista cronológico, esta secuencia sigue
aproximadamente el curso siguiente. Los primeros trastornos
aparecen en relación con la lactancia de pecho y son de origen
mixto: con respecto a la madre puede ser obstáculos físicos, relacionados
con el flujo de la leche o la forma del pezón; o bien
psicológicos, relacionados con una respuesta ambivalente o ansiosa
a amamantar a su hijo. El niño puede tener dificultades
orgánicas, como un reflejo de succión demorado o la urgencia
disminuida de alimento; o bien psicológicas, bajo la forma de
una reacción negativa automática a la duda o la ansiedad de
la madre. El siguiente trastorno es el frecuente rechazo de alimentos
en el período del destete, aunque puede prevenirse cuando
el cambio se lleva a cabo de manera muy gradual y considerada.
Cuando estos trastornos son excesivos dejan generalmente
su huella en forma de disgusto por la comida, aversión por
sabores y consistencias nuevos, la ausencia de intrepidez para
comer, y la de placer en la esfera oral. Algunas veces los trastornos
producen el resultado opuesto, es decir, dan origen a una
excesiva voracidad y al temor de pasar hambre.
Las batallas del niño que está comenzando a caminar para
comer los alimentos que le ofrece la madre expresan sus relaciones
ambivalentes con ella. Un ejemplo clínico excelente se observó
en un niño de alrededor de dos años el cual cuando se
enojaba con su madre, no sólo escupía la comida que ésta le
daba, sino que también se frotaba la lengua para desprender
cualquier pedacito de comida adherida. Literalmente «no quería
nada de ella». Las peleas relacionadas con la cantidad alternan
con las provocadas por el tipo de comida preferido o rechazado,
es decir, los caprichos y con otras relacionadas con el mecanismo
de comer, o sea, los modales en la mesa. Aun más, dentro de
la naturaleza de los síntomas, es la evitación disgustada de ciertas
formas, olores, colores y consistencias particulares de los
alimentos derivada de las defensas contra las tendencias anales;
o el vegetarianismo que (si no se produce y mantiene por
las influencias ambientales) es el resultado de la defensa contra
las fantasías regresivas canibalistas y sadistas; o el rechazo de
comidas que engordan, y a veces de todas las comidas para preservarse
de fantasías como la inseminación oral y el embarazo.
Puesto que estas formas variadas de conducta sintomática
son manifestaciones del desarrollo cada una por derecho propio,
no hay razón para temer, como los padres hacen a menudo, que
las formas más leves como el rechazo de ciertas comidas, constituyen
las fases previas de trastornos más severos, tales como el
rechazo sistemático de todo alimento, cuando aquéllas no son
tratadas. A menudo son por definición transitorias y susceptibles
de curación espontánea. No obstante, toda alteración excesiva
de los procesos de la alimentación en las etapas tempranas de la
vida dejarán residuos que aumentan y complican los trastornos
de las fases posteriores. En general, los trastornos infantiles de
la alimentación dejan vulnerable la zona correspondiente y preparan
el terreno para las afecciones neuróticas del estómago y
del apetito en la vida adulta.
Los temores arcaicos
Antes que el niño desarrolle estados de ansiedad coordinados
con el aumento de la estructuración de la personalidad,»
pasa a través de una fase de ansiedad más temprana que es
desagradable no sólo para él sino también para el observador,
debido a su intensidad. Estas ansiedades se denominan a menudo
«arcaicas» pues su origen no puede rastrearse hasta ninguna
experiencia previa de temor pero que parece formar
parte de la disposición congénita. De manera descriptiva, son
los miedos a la oscuridad, a la soledad, a los extraños, a situaciones
y perspectivas nuevas a las que no está habituado, al
trueno, algunas veces al viento, etc. Metapsicológicamente no
son fobias, pues al contrario de las fobias de la fase fálica,
estos temores no se basan en regresiones o conflictos o desplazamientos.
En su lugar, expresan la debilidad del yo inmaduro
y la desorientación de tipo pánico cuando se enfrentan con
impresiones desconocidas que no pueden controlarse y asimilarse.
Los miedos arcaicos desaparecen en proporción al aumento,
debido al desarrollo, de las diversas funciones del yo tales
como la memoria, la prueba de la realidad, los procesos de
funcionamiento secundarios, la inteligencia, la lógica, etc., y
especialmente con la disminución de la proyección y del pensamiento
mágico.
Los trastornos de la conducta del niño que comienza
a caminar
Los trastornos de la conducta del niño que comienza a
caminar provocan intensa preocupación, especialmente cuando
asumen proporciones que la madre no puede controlar. Estas
manifestaciones están vinculadas con el nivel más alto del
sadismo anal y expresan sus tendencias, en parte directamente
a través de la destrucción, el desorden y el desaliño, la inquietud
motriz, y en parte reactivamente, por medio del apego excesivo, la incapacidad de separarse de la madre, los quejidos y
gimoteos, la infelicidad, los estados afectivos caóticos (incluyendo
las rabietas) .
A pesar de su severidad y apariencia patológica, el síndrome
es de corta duración. Permanece activo mientras no existen
otras formas de descarga que las motrices para los impulsos
y los afectos del niño, y su intensidad disminuye o desaparece
tan pronto como se abren nuevas vías de descarga, especialmente
con la adquisición del lenguaje (Anny Katan, 1961) .
Una fase obsesiva transitoria
El orden y la limpieza excesivos, la conducta ritualista
y las ceremonias a la hora de acostarse que a menudo asociamos
a la neurosis obsesiva o al carácter obsesivo, aparecen en
la mayoría de los niños alrededor o inmediatamente después
de culminar la fase anal. Corresponden por una parte, a las
defensas establecidas como resultado del entrenamiento del control
esfinteriano y por la otra, a los aspectos específicos del
desarrollo del yo que por lo general, aunque no de manera
invariable, coinciden con los problemas de analidad (H. Hartmann,
1950a). El hecho de que el niño durante este período
se comporte como un obsesivo crea una falsa impresión patológica.
Es habitual que las manifestaciones compulsivas desaparezcan
sin dejar huella tan pronto como se hayan superado las
posiciones del instinto correspondiente y del yo.
Por otra parte, las manifestaciones obsesivas normales de
naturaleza transitoria representan una amenaza patológica permanente
si por alguna razón la inversión libidinal en la fase
sádico-anal ha sido excesiva, de tal manera que grandes cantidades
de libido permanecen fijadas en dicha fase. En estos
casos el niño regresará a la fase sádico-anal, generalmente después
de alguna experiencia de temor en el nivel fálico. Sólo
estas regresiones, con las defensas respectivas y las formaciones
de compromiso resultantes, forman la base de una verdadera
y perdurable patología obsesiva.

Los trastornos de la fase fálica, preadolescencia
y adolescencia

La manera en que la progresión de los instintos y del yo
curan o bien originan trastornos en el desarrollo está demostrada
con mayor convicción en aquellos puntos de transición
entre las fases, en donde no sólo la calidad sino también la
cantidad de la actividad de los impulsos se modifican. Un ejemplo
lo constituye la extrema angustia de castración, los deseos
y temores de muerte junto con las defensas contra ellos, que
dominan la escena en el momento culminante de la fase fálico-
edípica, y que crean las bien conocidas inhibiciones, las sobrecompensaciones
de masculinidad, la pasividad y los movimientos
regresivos durante este período. Este conjunto de síntomas
desaparece como por arte de magia tan pronto el niño da los
primeros pasos hacia el período de latencia, es decir, como
una reacción inmediata a la disminución de la actividad de
los impulsos, determinada biológicamente. Comparado con el
niño de la fase edípica, el pequeño del período de latencia está
sin lugar a dudas menos importunado por conflictos.
Sucede lo contrario en el punto de transición desde el
período de latencia hacia la preadolescencia. En este momento,
las modificaciones en la calidad así como en la cantidad de los
impulsos y el aumento en las variadas tendencias pregenitales
primitivas (especialmente orales y anales) originan una falla
severa de la adaptación social, de las sublimaciones y en general
de los logros de la personalidad alcanzados durante el
período de latencia. La impresión de salud y de racionalidad
desaparecen otra vez y el preadolescente parece menos maduro,
menos normal y a menudo con inclinaciones hacia la
delincuencia.
Este cuadro cambia una vez más con la llegada de la adolescencia
propiamente dicha. Las tendencias genitales que emergen
actúan como curas transitorias para las inclinaciones pasivo-
femeninas adquiridas durante el complejo de Edipo negativo
y retenidas durante el período de latencia y la preadolescencia.
También concluyen con la pregenitalidad difusa de
la preadolescencia. Al margen de todo esto, como ha sido descripto
por varios autores (por ejemplo, Eíssler, 1958; Geleerd,
1958), la adolescencia produce su propia sintomatología que
en los casos más severos es de naturaleza cuasi-asocial, cuasi.
psicótíca y de carácter limítrofe. Esta patología también desaparece
cuando se deja atrás la adolescencia.»

ASOCIALIDAD, DELINCUENCIA Y CRIMINALIDAD
COMO CATEGORIAS DIAGNOSTICAS EN LA NIÑEZ
ELfactor edad en el desarrollo social, legal y psicológico

Además de las categorías diagnósticas analizadas en las
secciones precedentes, existen otras que no pueden aplicarse
sin modificaciones a los niños o de los cuales ciertos períodos
de la niñez están por completo exentos. Son ejemplos la asocialidad,
la delincuencia y la criminalidad.
Las incertidumbres acerca de su aplicación se reflejan
claramente en el campo legal, en los activos debates relacionados
con la edad límite por debajo de la cual el niño que
comparece ante el juez debe clasificarse simplemente como
«sin control», «que necesita cuidado y protección»; 6 o hasta
qué edad debe mantenerse al menos la «presunción de ausencia
de responsabilidad criminal», la cual debe ser refutada
por medio de evidencia, más completas cuanto más se acerca
el niño a los ocho años; 7 hasta qué edad debe concederse al
joven acusado el «beneficio de la edad» cuando se comprueba
la existencia de intención.» La tendencia a las recomendaciones
aún consideradas en Inglaterra y en otros países, es hacia el
aumento de estos límites de edad y especialmente de la edad
que implica responsabilidad plena dentro de la ley.»
Como sucede en el ámbito legal, también en el educacional
y psicoanalítico encontramos incertidumbre con respecto a las
edades en las cuales las designaciones de asocial, delincuente
y criminal son adecuadas. Por derecho, no deberíamos aplicarlas
a los más tempranos desacuerdos entre el niño pequeño
y su ambiente, aun cuando manifiesten una conducta desordenada
y destructora y sean extremadamente alarmantes para
la familia, es decir, para la primera comunidad social a la que
el niño pertenece. La presunción de ausencia de intención criminal en el sentido legal es comparable desde el punto de vista
psicoanalítico con la noción de que del niño pequeño no puede
decirse que se comporte de manera «social» o «asocial» antes
de haber adquirido por lo menos la capacidad para percibir y
comprender el medio social al que pertenece y pueda identificarse
con las reglas que lo gobiernan. De acuerdo con la ley,
creemos que la adquisición de esta capacidad es una función
del avance de la edad y de la madurez, aunque esperamos verlas
desarrollarse antes y no después de las edades mínimas estipuladas
por la ley. También de acuerdo con el procedimiento
legal, damos al individuo en desarrollo el «beneficio de la
edad» cuando evaluamos la adaptación social, puesto que consideramos
esta última como un proceso gradual ligado con el
desarrollo de los impulsos, el yo y el superyó, y en general dependiente
de su curso.
Pero a pesar de todas estas convicciones teóricas y en completa
oposición con el uso legal, cuando se trata de la práctica
clínica y educacional no podemos dejar de pensar o hablar incluso
de los menores de cinco años que se comportan de manera
antisocial, asocial, etc., o que demuestran «asocialidad latente»
(Aichhorn, 1925). Obviamente, esta práctica está basada
en la creencia de que existen varios niveles intermedios de
adaptación social que el niño debe alcanzar a determinadas edades,
y de que tenemos derecho a alarmarnos si no observamos
en su conducta evidencia ostensible de este progreso en los
momentos adecuados, es decir, si la esperada cronología del
desarrollo social gradual está destruida.
De acuerdo con nuestro concepto psicoanalítico, el logro final
de la adaptación social es el resultado de un número variado
de progresos en el desarrollo. Es útil enumerarlos y examinarlos
en detalle, porque de esta manera establecemos los requisitos
previos para predecir los trastornos masivos futuros cuando
sólo se encuentran presentes las indicaciones más ligeras de
desarmonía, de desniveles en el crecimiento, o de una respuesta
inadecuada al ambiente. Este esfuerzo también dispone efectivamente
de la concepción que considera la asocialídad como
una entidad nosológica basada en una causa específica, sea ésta
considerada interna (tal como «deficiencia mental» o «insania
moral») o externa (tal como hogares destruidos, desacuerdos de
los padres, negligencia del niño, separaciones, etc.). A medida
que dejamos de pensar en las causas específicas de asocialidad
somos capaces de concebir las transformaciones favorables o desfavorables
de la autoindulgencia y de la tendencia asocial, y de
actitudes que normalmente forman parte de la naturaleza original
del niño. Todo esto ayuda a construir las líneas del desarrollo
que conducen a resultados patológicos, aunque éstas resulten
más complejas, menos definidas y con una gama más amplia de
posibilidades que las líneas del desarrollo normal, cuyo intento
de exposición se llevó a cabo en el capítulo anterior.
El recién nacido como una ley en sí mismo ,
El recién nacido comienza la vida, no sin leyes sino con
sus reacciones gobernadas por un principio interno supremo de
acuerdo con el cual disfruta las experiencias placenteras, rechaza
el displacer y lucha por reducir la tensión. Es significativo
para su desarrollo posterior, que consiga operar por su cuenta
este principio del placer en tanto pueda su propio cuerpo gratificar
sus necesidades y exigencias instintivas, por ejemplo, en el
campo limitado de las satisfacciones autoeróticas. En cuanto a
estas concierne (mecerse, succionar el dedo, distintas formas
de masturbación) es, y puede permanecer, una «ley en sí mismo».
lO
La madre como el primer legislador externo
Puesto que en todos los otros aspectos el pequeño es incapaz
de satisfacer sus necesidades por sí mismo, el principio del
placer, a pesar de ser una ley interna enclavada dentro del propio
niño, debe complementarse desde el exterior por la madre que
provee o retiene la satisfacción. Debido a esta actividad, la madre
se convierte no sólo en el primer objeto del niño (anaclítico,
que satisface las necesidades) sino también en el primer legislador
externo. Las primeras leyes externas con las cuales confronta
a su hijo conciernen al horario y a la cantidad de sus
satisfacciones. A este respecto, los diferentes tipos de crianza
varían de manera amplia en cuanto al grado en que toman en
cuenta las leyes innatas del niño o las violentan. Los ejemplos
extremos de este último caso son los métodos que no consideran
el sufrimiento y donde el placer es mantenido al mínimo en
interés del entrenamiento y condicionamiento de las necesidades
(tales como el método de Truby King); ejemplos del primer
caso son Jos regímenes basados en la declarada intención de .
seguir el principio del placer, es decir, de reducir el displacer
y las frustraciones y de aumentar las experiencias placenteras
hasta los límites de que la madre es capaz (tal como alimentar
al bebé sólo cuando lo pide).
Los recién nacidos y los niños tienen poca o ninguna alternativa
para aceptar o rechazar la forma de satisfacer sus necesidades. Al ser incapaces de mantener su pr opia existencia, las
reglas impuestas por el ambiente reinan supremas. No obstante,
las primeras escaramuzas entre el niño y el ambiente t ienen
lugar en el campo de batalla del cuidado corporal, al mismo
tiempo que ambas partes proporcionan sus primeras impresiones
el uno del otro. El pequeño experimenta el r égimen impuesto
como una fuerza amistosa u hostil, de acuer do con la sensibilidad
o insens ibilidad hacia el principio del placer que la madre despliegue
en su cuidado. La madre, por su parte, tiene la pr imer a
oportunidad de experimentar a su hijo , bien como un niño sumiso,
acomodaticio, «fácil», bien como infl exible, voluntar ioso
y «difícil » según la gracia, buena o mala, con la que forzosamente
se somete a las reglas benéficas o adversas y a los reglamentos
que la madre impone en la satisfacció n de sus necesidades.
El control externo extendido a los impulsos
A medida que la infancia se deja atrás, las discrepancias
entre el principio interno del placer y la realidad externa se
extienden gradualmente desde el dominio de las necesidades
corporales básicas (por alimentos, calor, sueño, bienestar corporal)
hacia los principales derivados de los impulsos (tales como
los sexuales-pregenitales, los agresivos-destructivos, los egoístasposesivos).
Es tan natural para el niño buscar la gratificación
de todos estos instintos con urgencia, prontitud y completa autoindulgencia
como es inevitable para el mundo adulto imponer
restricciones en la satisfacción de acuerdo con Jos dictados de
la realidad, lo cual incluye la evitación de peligros para el niño
mismo, para otras personas, para la propiedad y posteriormente,
las transgresiones a las reglas comunes de la decencia social.
Los choques entre estos intereses externos e internos se manifiestan
en muchos actos de desobediencia, desenfreno, travesuras,
berrinches, etc., del niño normal.
Internalización del control externo de los impulsos
Cuando la realización de los impulsos y de los deseos, su
aceptación o su rechazo, depende de la autoridad externa, representa
una dependencia moral y como tal indica inmadurez.
Casi toda la formación del carácter y la personalidad tal cual
la conocemos, puede considerarse también como remedio de
esta humillante situación y como adquisición de las personas
maduras del derecho a juzgar sus propias acciones. Por supuesto,
el crecimiento hacia la independencia moral n o es un
proceso libre de conflictos, sino todo lo contrario, es decir, el
resultado de una lucha dinámica en la cual las capacidades y
energías a disposición del individuo se depositan en un lado u
otro. A continuación, estas etapas se descubren bajo diferentes
encabezamientos según favorezcan o dificulten el proceso de
socialización .
Los principios reguladores del funcionamiento mental y su
influencia en los procesos de socialización
El principio del placer en su forma original y su modificación
posterior, el principio de la realidad, son ambos leyes
internas cada una válida para períodos, zonas e intereses específicos
de la personalidad. El principio del placer, como se
describió más arriba, es la suprema ley durante la infancia.
Después de este período aún continúa regulando todo el funcionamiento
relacionado estrechamente con los procesos en el
ello, tales como las fantasías inconscientes y en menor grado,
las conscientes, los sueños y la formación de síntomas en las
enfermedades neuróticas y psicóticas. El principio de la realidad
gobierna todas las finalidades normales del yo durante
las últimas etapas de la niñez y en la edad adulta. Ambos
principios son concepciones psicológicas que tratan de caracterizar
los diferentes tipos de funcionamiento mental. Originalmente,
no estaban dirigidos a implicar juicios de valor moral
o social.
Por otra parte, las implicaciones para el desarrollo social
y moral son demasiado obvias para ignorarlas. El funcionamiento
de acuerdo con el principio del placer significa la aceptación,
como finalidad suprema, de la inmediata e indiscriminada
satisfacción de las necesidades e impulsos sin tomar en
consideración las condiciones externas; por consiguiente, esto
es sinónimo de la absoluta ignorancia de las normas ambientales.
El funcionamiento de acuerdo con el principio de la realidad
restringe, modifica y posterga la gratificación en interés
de la seguridad, es decir, deja lugar a la evitación de consecuencias
desfavorables que pudieran surgir de los choques con
el ambiente. Por consiguiente, el principio del placer está
firmemente vinculado con la conducta asocial, antisocial e
«irresponsable», así como el principio de la realidad es esencial
para la adaptación social y el desarrollo de actitudes de acatamiento
a las leyes. No obstante, sería un error asumir que la
relación entre el principio de la realidad y la socialización es
simple. August Aichhorn (1925) fue el primero en señalar que
delincuentes y criminales pueden alcanzar un alto grado de
adaptación a la realidad sin que al mismo tiempo pongan
esta capacidad al servicio de la adaptación social. Es cierto
que la conducta social no puede realizarse a menos que el
individuo haya progresado desde el principio del placer hasta
el principio de la realidad. Pero no se puede afirmar que este
avance por sí mismo garantiza la socialización.
El avance del niño desde el principio del placer hacia el
principio de la realidad significa una tolerancia creciente para
la frustración de los instintos y de los deseos, para la postergación
temporal de su ratificación, para la inhibición de sus
finalidades, para el desplazamiento hacia otros fines y objetos,
para la aceptación de placeres substitutos, todo lo cual está
invariablemente acompañado de una reducción cuantitativa
de la realización de los deseos. En efecto, es este crecimiento
del niño en la capacidad de tolerar frustraciones que muchos
autores consideran como el factor decisivo en el proceso
de socialización, siendo su ausencia o su insuficiencia una razón
importante para la conducta asocial y delictiva. Esta opinión,
aunque válida dentro de un limitado marco de referencia, resulta
una simplificación extrema cuando se aplica a todo el
proceso del desarrollo social, dentro del cual deben tomarse en
cuenta muchos otros elementos de igual importancia.
El desarrollo de las funciones del yo como una de las
precondiciones de la socialización
Si el proceso de socialización del individuo depende en
buena medida del progreso desde el principio del placer al
de la realidad, esto último a su vez depende de las funciones
del yo que tienen que desarrollarse más allá de ciertos niveles
primitivos para hacer el mayor avance posible. Las sensaciones
y percepciones, por ejemplo, deben acumularse y almacenarse
en la mente en forma de huellas mnémicas antes que el individuo
pueda actuar con previsión y de acuerdo con su experiencia,
es decir, actuar de manera adecuada a las condiciones
de la realidad. Las sensaciones que provienen del mundo interno
tienen que distinguirse de las percepciones producidas
por estímulos externos; es decir, la realidad de estas experiencias
debe ser probada y separada de los productos de la fantasía
antes de abandonar la realización de deseos por medio
de la alucinación en favor de acciones determinadas tendientes
a este fin. El lenguaje y con ello la introducción de la
razón y la ¡lógica en los procesos del pensamiento representan
por sí mismos un enorme progreso en la socialización del individuo
y significa la capacidad de comprender la causa y el
efecto que antes no existía y sin la cual las reglas ambientales
resultan simplemente confusas para el niño, como influencias
extrañas que le imponen una sumisión mecánica. También
introducen la acción experimental en el pensamiento, es decir,
hacen posible para el nmo el insertar el razonamiento entre
el comienzo de un deseo instintivo y la conducta tendiente a
su satisfacción. Cuando las actividades musculares del niño son
controuuiae por el yo sensible en vez de servir a los impulsos del
ello, esto constituye otro paso importante hacia la socialización.
Finalmente, existen avances esenciales que ocurren en la función
integrativa del yo, que sintetizan lo que en el niño constituye
un manojo de impulsos y de actitudes caóticas y los
convierte gradualmente en una unidad estructurada con carácter
y personalidad propios.
Es el desarrollo de las funciones del yo más allá del nivel
del proceso primario lo que resulta tan importante para la socialización
como cualquier otro avance del desarrollo de la
personalidad. No esperamos encontrar actitudes sociales en
niños que cursan la etapa preverbal o antes que la memoria,
la prueba de la realidad o los procesos secundarios del pensamiento
se hayan establecido. Igualmente, no los esperamos en
individuos con un grado bajo de deficiencia mental o con
otros tipos de daños del yo. También esperamos que la socialización
se destruirá cuando severas regresiones disminuyan
las funciones del yo al nivel preverbal y de los procesos primarios,
en la vida adulta.
Los mecanismos deL yo que favorecen La socialización
Los avances descriptos, desde el principio del placer al de
la realidad y desde el funcionamiento mental primario al secundario,
sirven para disminuir la distancia que existe entre
las leyes internas y las externas; pero esto no lo pueden lograr
sin la ayuda brindada por ciertos mecanismos del yo cuya
acción está basada en los vínculos libidinales del niño con el
ambiente. Los mecanismos más familiares que actúan en este
sentido son la imitación, la identificación y la introyección.
La imitación de las actitudes de los padres es el primero
de estos mecanismos que se pone en funcionamiento; comienza
en la infancia y aumenta a medida que el niño toma conciencia
del mundo objetal. Por medio de la imitación de los padres,
el infante logra colocarse en el rol de estas poderosas y admiradas
figuras que son capaces de controlar mágicamente el
flujo y el reflujo de la satisfacción y las necesidades de los
impulsos de acuerdo con reglas , que en esa etap a vi t al r esultan
misteriosas y extrañas para el niño.
La identificación a estos intentos de imitaciones continúa
desde la fase preedípica en adelante, siempre que esta última
haya resultado en una experienc ia placentera. Este otro mecanismo
está basado en el deseo de apropiarse de esos aspectos deseables de manera permanente por medio de cambios
en el yo o al menos en su concepción de la imagen de los
padres. Los ideales sociales de los padres, cualesquiera sean,
son por consiguiente transportados desde el mundo externo
hacia el interno, en donde se arraigan como el ideal de la
propia persona del niño y se convierten en precursores importantes
del superyó. Al compartir este ideal con los padres
también se reestablece, por lo menos en un terreno moral
circunscripto, la unidad absoluta entre el niño y su madre
(simbiosis) que existía al comienzo de la vida, antes de que
el niño diferenciara entre el yo que busca placer y el mundo
objetal que lo brinda o lo retiene.
La introyección de la autoridad externa, es decir de los
progenitores, se agrega a esta nueva acción interna durante
y después del período edípico. Por consiguiente, avanza desde
el estado de un mero ideal deseable hacia el de un legislador
real y efectivo, es decir, el superyó; desde ese momento en
adelante podrá regular internamente el control de los impulsos
por medio de la recompensa del yo sumiso con sentimientos de
bienestar y autoestima, y castigando la rebeldía del yo con
remordimientos de conciencia y sentimientos de culpa; de
esta manera reemplaza la dependencia de los padres y el temor
que éstos despiertan, que regulaban la conducta anterior.
Pero aun con este grado de legislación interna establecida, el
superyó todavía necesitará, durante un largo período, la conformidad
con la autoridad externa y el apoyo activo de ésta.
Los atributos del ello como obstáculos para la
socialización
La efectividad del desarrollo del yo y de los mecanismos
de· identificación e introyección pueden crear una impresión
errónea, esto es, conducirnos a subestimar los obstáculos en el
camino de la socialización que deben combatir todos los individuos
inmaduros. La tendencia hacia la catexis, aceptación
e internalización de las normas sociales es ciertamente poderosa,
debido a los vínculos libidinales del niño con sus padres, que
son sus primeros representantes. Por otra parte, la tendencia
del niño hacia la satisfacción de sus finalidades instintivas es
igualmente imperativa. Siempre será sumamente difícil para
el ser humano el hecho de que sus tendencias sexuales y agresivas,
tal como son durante la infancia, no se adapten a las
normas culturales adultas, que deben modificarse antes de
que esto sea posible y que la socialización, por consiguiente,
demanda del niño no sólo un cierto grado de alienación de los
aspectos más íntimos y legítimos de su yo, sino también una
reacción contra ellos.
Hay que aceptar, por otra parte, que algunas de las modificaciones
necesarias no son el resultado de conflictos y esfuerzos
pero se presentan más o menos espontáneamente durante
el curso natural del crecimiento y la maduración. Las
fantasías canibalistas tempranas, por ejemplo, parecen enfrentarse
con una represión primaria antes de la existencia de un
yo o superyó efectivo. Igualmente, la agresión y destrucción
indiscriminada del niño están vinculadas, dominadas y controladas
no por medio de manipulaciones ambientales o internas
sino por el proceso espontáneo de fusión con la libido del niño
y puesta a su servicio. Aun algunas de las inclinaciones anales
hacia los olores, atracción por el excremento y otras suciedades,
si no son mal manejadas, exageradas y perpetuadas por
el medio, siempre invitablemente se desplazan y neutralizan
en sublimaciones que la cultura acepta.
No obstante, es de vital importancia hacer notar que normalmente
la mayoría de los componentes instintivos del niño
son más persistentes y crean por consiguiente conflictos, inicialmente
con el medio y después con las acciones del yo
en cuanto las mismas están orientadas por el ambiente. El niño
considera entonces los componentes instintivos no como simples
fuentes de placer sino que los escudriña para determinar
si son adecuados o inadecuados, aceptables o inaceptables desde
el punto de vista moral y ambiental. Es indudable que la voracidad,
las demandas excesivas, el deseo de posesión exagerado,
los celos extremos, una tendencia marcada a competir,
los impulsos de dar muerte a los rivales y a las figuras frustrantes,
es decir, todos los elementos normales de la vida instintiva
infantil, se convierten en núcleos de asociabilidad posterior,
si se les permite permanecer sin modificaciones, y que
el crecimiento de las tendencias sociales implica la adopción
de una actitud negativa y defensiva contra aquéllos. Como resultado
de la actividad defensiva del yo, algunos se eliminan
por completo (por represión); otros se convierten en sus tendencias
opuestas que son más aceptables (por formaciones
reactivas) o son desviados hacia fines no instintivos (por sublimación);
otros elementos se desplazan desde el marco del
yo hacia las imágenes de otras personas (por proyección); los
componentes fálicos, más avanzados y placenteros, se relegan
para ser satisfechos en el futuro distante, etcétera.
Los procesos de socialización mientras que protegen al niño
de posibles tendencias delincuentes, también restringen, inhiben
y empobrecen su naturaleza original. Esto no es un resultado
accidental debido, como sugieren algunos autores, al
empleo infortunado de mecanismos de defensa «patológicos»
(tales como represión, formaciones reactivas, etc.) en lugar
de «mecanismos» de adaptación «normales» (tales como el desplazamiento, la sublimación); ni tampoco se debe al énfasis
de los padres en los procesos de defensa opuestos al libre
desenvolvimiento de la personalidad del niño. En realidad,
todos los mecanismos de defensa sirven simultáneamente para
la restricción interna de los impulsos y para la adaptación
externa, que son simplemente las dos caras de la misma moneda.
No hay antítesis entre desarrollo y defensa, puesto que
el fortalecimiento del yo y su organización defensiva es en sí
misma una parte esencial del crecimiento, comparable en importancia
al desenvolvimiento y maduración de los impulsos.
La antítesis verdadera tiene raíces más profundas y de manera
inevitable en los mismos fines del desarrollo, es decir,
en la completa libertad individual (que significa libertad en
las actividades de los impulsos) y la sumisión a las normas
sociales (que significa restricción de los instintos). La dificultad
para combinar estas tendencias opuestas es considerada
con razón como uno de los mayores obstáculos en el camino
de la socialización.’!
Fallas en la socialización
La multiplicidad de factores comprometidos en los procesos
de socialización concuerda con la multiplicidad de trastornos
que pueden afectarla. Como se ha señalado en las páginas
anteriores, la manipulación externa por parte de -los
padres y las influencias internas en relación con el desarrollo
de los instintos, del yo y del superyó contribuyen al desenlace.
La primera varía de acuerdo con elementos culturales, familiares
e individuales; las últimas están sujetas a variaciones
temporales así como a detenciones, regresiones y otras vicisitudes
del desarrollo. En concordancia, las diferencias que
existen entre los individuos con respecto a la cronología, la
consistencia y la amplitud del desarrollo del superyó son considerables
y resulta útil pensar en las variaciones de la formación
del superyó más bien que en las desviaciones de una
norma hipotética determinada.
A estas alturas se reconocen muchos factores y constelaciones
que conducen a la asociabilidad posterior y que han
sido así descriptos en la bibliografía. La falla en eL desarrollo
de los aspectos más refinados y superiores del yo, por las razones
dadas anteriormente, que resulta en una socialización deficiente
está confirmada por el gran número de delincuentes y
criminales quienes, sometidos a exámenes psicológicos, demuestran
tener una mentalidad primitiva, infantil, retardada,
deficiente y defectuosa, con cocientes de inteligencia bajos.P
Muchos autores (Aichhorn, 1925; Augusta Bonnard, 1950) han
señalado que la asocialidad y criminalidad por parte de los
padres son incorporados al superyó del niño a través de identificaciones
normales con ellos. August Aichhorn (1925) fue el
primero en insistir que los trastornos severos de la socialización
se originan cuando la id!entificación con los padres se
desbarata debido a separaciones, rechazos y otras interferencias
en el vínculo emocional con ellos, hecho confirmado en
abundancia por John Bowlby (1944) y por lo común aceptado.
En general, los factores cualitativos en la lucha del niño
. para alcanzar la socialización reciben más atención que los
factores cuantitativos, aunque estos últimos no son menos responsables
de un número de fracasos que se presentan durante
la infancia. Cualquier alteración de las fuerzas en las acciones
del ello o del yo puede trastornar el precario equilibrio social
del niño. Si su yo está debilitado por cualquier razón, será
incapaz de controlar la actividad normal de los impulsos de
manera adecuada y sufrirá la regresión a actitudes anteriores
de búsqueda de placer y autoindulgencia, es decir, su conducta
será asocial. Si la actividad de los impulsos en general o en
un determinado componente instintivo en particular aumentan,
los esfuerzos y las defensas normales de su yo resultarán insuficientes
para controlarlos. Por otra parte, estas alteraciones
cuantitativas están siempre presentes y forman parte de la vida
normal, cualesquiera sean sus resultados. El yo infantil se debilita
a causa de dolores físicos, enfermedades, ansiedad, hechos desagradables, tensiones emocionales, etc. Las modificaciones
de la intensidad de los impulsos también están determinadas,
bien por el ambiente a través de seducciones, exposición
a observaciones, indulgencia o frustración excesivas,
bien internamente por las transiciones de un nivel del desarrollo
al siguíente.v’ Mientras estos factores cuantitativos estén
en constante flujo, ninguna de las actitudes sociales adoptadas
por el niño puede considerarse como final.
En la bibliografía sobre el tema encontramos que, por
lo general, los componentes que se consideran como una amenaza
para la socialización no son los de la sexualidad infantil
sino los agresivos. Aunque convincente a primera vista, esta
opinión no resiste un examen minucioso. En efecto, si las tendencias
agresivas están fusionadas con las libidinales como
ocurre normalmente, constituyen influencias socializadoras antes
que lo contrario. Ellas proveen la energía inicial y la tenacidad
con que el niño alcanza el mundo objetal y allí se
sostiene.
Posteriormente, constituyen la base de la ambición a apropiarse
de las cualidades y poderes de los padres, así como del deseo
de ser grande e independiente. Además, ellas prestan energía
y severidad moral al superyó en sus relaciones con el yo
cuando son retiradas de los objetos y puestas a su disposición.
La agresión es una amenaza para la adaptación social sólo
cuando aparece en cultivo puro, sea por no haberse fusionado
nunca con la libido, sea por haberse separado de ella después
de la fusión. Y el origen de esto generalmente reside no en
los instintos agresivos sino en los procesos libinales que quizá
no se han desarrollado lo suficiente como para domesticar
y amarrar la agresión o que han perdido esa capacidad en algún
momento del crecimiento del niño debido a desilusiones
en el objeto amado, rechazos imaginados o reales, pérdida del
objeto, etc. Un punto de especial peligro para la pérdida de
fusión es la fase sádico-anal durante la cual la agresión alcanza
normalmente un punto culminante y su utilidad social depende
especialmente de su estrecha asociación con iguales cantidades
de libido. Todo trastorno emocional en esta etapa libera el
sadismo normal del niño de su mezcla libidinal, de manera que
se convierte en una tendencia destructiva pura y como tal, se
vuelve contra los objetos animados e inanimados y también
contra sí mismo. Lo que ocurre entonces es que las actitudes
provocativas, voluntariosas, medio en broma y medio en serio
del niño de casi dos años, se fijan en la personalidad como
tendencias a la querella y la argumentación, a conseguir lo que
desea a cualquier precio, y la preferencia por relaciones hostiles
antes que amistosas con los demás. Más importante aún
es que la agresión en esta forma separada no es controlable,
sea externamente por los padres, sea internamente por el yo
y el superyó. Si no se restablece la fusión por medio del refuerzo
de los procesos libidinales y nuevas catexis objetales,
las tendencias destructivas se convierten en la causa principal
de delincuencia y criminalidad.
Desde los estándares familiares a los de la comunidad
Los procesos de imitación, identificación e introyección
que tienen lugar antes, durante y después del complejo de
Edipo conducen al niño sólo a la internalización de los estándares
de los padres. Aunque estos procesos son indispensables
como pasos preparatorios para la futura adaptación a la comunidad
de adultos, no aseguran por sí solos que esa adaptación
será alcanzada finalmente ni siquiera en aquellos casos
afortunados en donde coinciden las normas familiares con las
de la comunidad.
Las normas morales sobre las que se basa la vida familiar
son aceptables para el niño por dos razones: por una parte,
están representadas por las figuras de los padres que el niño
ama y con cuyas actitudes puede identificarse; por otra, le
son presentadas de una manera altamente personal por los
padres que se han identificado narcisistamente con él, que
sienten simpatía por sus peculiaridades y una empatía instintiva
hacia sus dificultades e idiosincrasias. Su propio compromiso
emocional con el niño les impide imponer exigencias
que están más allá de la capacidad de comprensión del niño o
más allá de su capacidad de acceder o adaptarse a ellas. De
este modo, en el hogar se da a cada niño no sólo el «beneficio de
la edad» sino también los beneficios de su personalidad y de
su posición específicas dentro del marco familiar. Es cierto
que este estado de cosas puede convertirse en una desventaja
pues conduce al niño a esperar como un derecho que se le
ofrezca una tolerancia similar en su vida adulta; pero también
es cierto que las acciones del yo inmaduro necesitan esta indulgencia
para iniciar y aumentar su actitud receptiva y positiva
hacia el ambiente.
Como quiera que sea, el niño retiene sólo unos pocos de
estos privilegios iniciales cuando ingresa a la escuela. Las
reglas escolares aún conservan un sabor personal hasta tanto
sean representadas por la imagen del maestro, a quien en condiciones
favorables el niño ama o admira y la utiliza en consecuencia como objeto de identificación. Por otra parte, las reglas
de la escuela prestan poca o ninguna atención a las diferencias
individuales. Los niños están clasificados de acuerdo
con su madurez en el sentido de que diferentes normas se
aplican a los distintos grupos de edades, pero dentro de cada
grupo se espera que todos los individuos se adapten a una
norma común, cualquiera sea el sacrificio que esto pueda significar
para sus personalidades. Por esta razón muchos niños
encuentran difícil lograr la transición de los estándares del
hogar a los de la escuela. El hecho de que los primeros se hayan
identificado y aceptado con éxito no garantiza que se identificarán
y aceptarán con igual facilidad los segundos. El niño
bien adaptado dentro de la familia no es necesariamente un
niño bien ajustado en la escuela o viceversa.
Con el cambio siguiente en la adolescencia, de la escuela
a la comunidad adulta, las normas legales se vuelven finalmente
impersonales. Ser «igual ante la ley» no es sólo una
ventaja para el individuo, también significa que todas las exigencias
de beneficios, privilegios, tratamiento preferencial por
razones personales deben abandonarse. Es un paso difícil, y
que no todos logran, aceptar que la comunidad imponga sus
leyes y castigue las transgresiones sin consideración por el
sacrificio del placer que esto representa para el individuo,
sin tomar en cuenta sus necesidades, deseos y dificultades
personales, y sin referencia a su estado caracterológico e intelectual
que lo capacitan o incapacitan para acatar esa ley. Las
únicas dos excepciones hasta este momento las constituyen
dos casos extremos, es decir, el deficiente mental y el insano,
basadas en la supuesta incapacidad para distinguir entre el
bien y el mal.
Al margen de las reglas morales básicas que se incorporan
al superyó, los códigos legales con su naturaleza impersonal,
compleja y formal no forman parte del mundo interno
de un individuo. Lo que se espera que el superyó asegure no
es la identificación del individuo con el contenido de todas
las leyes específicas, sino su aceptación e internalización de
la existencia de una norma general que gobierna. En este sentido,
el ciudadano promedio en su actitud hacia la ley perpetúa
la posición infantil de un niño ignorante y sumiso confrontado
por los omniscentes y omnipotentes progenitores.
El delincuente o el criminal perpetúa la actitud del niño que
ignora, desprecia o resta importancia a la autoridad de los
padres, desafiándola.
También existen algunos individuos excepcionales cuyas
exigencias morales hacia sí mismos son mayores y más estrictas
que lo que el ambiente espera de ellos o podría imponerles.
Estos sujetos adquieren sus estándares por medio de la
identificación con una imagen ideal de los padres más que
con sus personas reales y las imponen a través de un superyó
excesivamente severo por haber tornado hacia dentro casi toda
la agresión de que disponía. Estas personas se sienten seguras
en cuanto a la regulación y juicio interno de su propia conducta
que reconocen superior y más allá de la norma común.
En esta forma indirecta y tortuosa, desarrollando una forma
extrema de carácter (a menudo obsesivo) logran convertirse
una vez más en 10 que los seres humanos son en la infancia,
es decir, «una ley por sí mismos».
LA HOMOSEXUALIDAD COMO UNA CATEGORIA
DIAGNOSTICA EN LOS TRASTORNOS
DE LA INFANCIA
Muchos de los argumentos que se aplican a la asocialidad
pueden emplearse con algunas modificaciones en el caso de
las manifestaciones homosexuales de la infancia. Existe una
semejante incertidumbre en relación con la edad en que puede
utilizarse de manera legítima el término homosexualidad.
Se observan relaciones similares entre las manifestaciones de
homosexualidad y las fases del desarrollo normal. También
se encuentran iguales dificultades para pronosticar la homosexualidad
propiamente dicha del adulto, es decir, para establecer
conexiones confiables entre ciertas fases preliminares
visibles en la niñez y el desenlace sexual anormal.
Desde la publicación de Tres ensayos sobre una teoría
sexuaL en 1905, una creciente cantidad de bibliografía psicoanalítica
se ha dedicado al estudio del fenómeno de la homosexualidad
desde varios ángulos y no todos son de importancia
en la niñez. La significativa distinción entre la homosexualidad
manifesta y latente, por ejemplo, se puede aplicar a la conducta
sexual de los adultos pero no de igual manera a la
masturbación mutua y a otros juegos sexuales de niños o aun
de los adolescentes.
La diferenciación entre homosexualidad pasiva y activa,
o más bien entre las fantasías subyacentes pasivas o activas,
se refiere a la actitud adoptada por cada parte en el mismo
acto sexual, es decir, en prácticas sexuales que tienen lugar
después de la adolescencia. El extenso debate r especto de la
reversibilidad de estas tendencias también se puede aplicar
sólo al adulto para quien su forma homosexual de vida es o
bien distónica y en consecuencia accesible al análisis, o sintónica
para el yo, en cuyo caso se evita el tratamiento o se
acepta sólo debido a presiones externas.
Por otra parte, un número de problemas relacionados con
la homosexualidad son igualmente prominentes en la bibliografía
y de gran importancia para el analista de niños, pues
puede encontrar en ellas ciertas indicaciones para sus evaluaciones
o contribuir con datos para su solución, que se derivan de
sus propias observaciones. Estos problemas se relacionan con
los tres aspectos siguientes: con la elección de objeto; con las
reconstrucciones en el análisis de adultos y su valor para el
pronóstico de la homosexualidad en las evaluaciones hechas
durante la niñez; y con la causación de la homosexualidad
valorando los elementos constitucionales con los adquiridos.
La selección de objeto: el factor edad
Una de las proposiciones básicas en la teoría psicoanalítico.
de la sexualidad infantil es que los niños de ambos sexos
establecen vínculos líbidinales con objetos de ambos sexos. En
cada período de la niñez la elección de objeto está gobernada
por reglas, requerimientos y necesidades, tal como se demuestra
a continuación. Por lo tanto, los vínculos con las personas
del mismo sexo son tan normales como con los del sexo opuesto
y no pueden considerarse como los precursores de la homosexualidad
posteríor.>
Los niños, al comienzo de la vida, seleccionan sus objetos
basados en las funciones, no en el sexo. La madre es cateetizada
con libido porque ella cuida al niño y le provee satisfacción
para sus necesidades, el padre como un símbolo de
poder, de protección, poseedor de la madre, etc. Una «relación
de tipo materna» se establece a menudo con el padre cuando
éste toma el rol de proveedor de las necesidades, o una «relación
de tipo paterno» con la madre cuando ésta es la figura
dominante en la familia. De esta manera, el niño normal,
varón o mujer, mantiene vínculos objetales con ambas figuras,
masculina y femenina. Aunque en el más estricto sentido de la
palabra el niño no es heterosexual ni homosexual, también se
puede describir como ambas cosas.
La transferencia en el tratamiento psicoanalítico confirma
también que las funciones y no el sexo del objeto deciden
estas relaciones, donde el sexo del analista no representa una
barrera en contra del desplazamiento hacia su persona de las
r elaciones paternales y maternal J.
Aparte de esta elección de .jeto de tipo anaclítico, es obvio
que las tendencias del ce ..probante pregenital dependen
para su satisfacción, no del aparato sexual del compañero sino
de otras cualidades y actitudes. Si éstas existen en la madre
y si por esa misma razón la madre se convierte en el objeto
amoroso principal, entonces el niño durante las fases oral y
anal es «heterosexual», y la niña «homosexual»; si las cualidades
existen en el padre la situación se invierte. En todo caso,
la elección de objeto, determinada por la cualidad y los fines
del componente instintivo dominante, es fase adecuada y normal
sin tener en cuenta si la r elación resultante es heterosexual
u homosexual.
En contraste con las fases precedentes, el sexo del objeto
adquiere gran importancia en la fase fálica . La sobreest imaci
ón del pene, normal en esta fase, induce a los niños de ambos
sexos a buscar relaciones que 10 posean, o al menos que
se supone 10 posean (tales como la madre fálica). Cualquiera
que sea el curso que las tendencias instintivas hayan tomado
en otros sentidos, no pueden disociarse «de un tipo de objeto
definido por una determinante particular’t.t»
El complejo de Edipo en sí, en sus formas positiva y negat
iva, está basado en el reconocimiento de las diferencias
sexuales y dentro de este marco el niño hace su elección de
objeto a la manera del adulto basado en el sexo de su pareja.
El complejo de Edipo positivo con el progenitor del sexo opuesto
como el objeto amoroso preferido corresponde tan estrechamente
con la heterosexualidad adulta, como el complejo de
Edipo negativo con el vínculo con el progenitor del mismo
sexo corresponde a la homosexualidad adulta. Por ser ambas
manifestaciones normales durante el desarrollo, no son sin
embargo concluyentes en cuanto a la patología posterior ; ellas
meramente satisfacen las legítimas n ecesidades bisexuales del
niño. No obstante, en algunos n iños el énfasis puede r ecaer
en las relaciones edípicas posit ivas o negativas y est as di fer
encias cuantitativas pueden consider ar se como indicaciones
de valor pr on óstico para el futuro, pues revelan preferencias
importantes por un o u otro sexo que están enraizadas
en las experiencias preedípicas . Por una parte, la personalidad
de los progenitores y sus propios éxitos o fracasos en sus roles
sexuales han dejado su huella hacia las identificaciones, que
se establecen después de alcanzar la fase de amor objetal.
Por otra parte, las fijaciones a las tendencias sádico-agresivas
empujan al niño firmemente en la dirección del complejo de
Edipo positivo y en etapa posterior, hacia la heterosexualidad
igual que las fijaciones a las tendencias orales y anales pasivas
lo fuerzan hacia el complejo de Edipo negativo y quizás hacia
la homosexualidad posterior.
En conjunto, la conducta del niño durante el período fáIico-
edípico permite vislumbrar más claramente que en ninguna
otra etapa sus futuras inclinaciones con respecto al rol y
a la elección del objeto sexual.
Cuando entra en el período de latencia, este aspecto particular
de la vida libidinal del niño desaparece una vez más
del campo de observación. Existen en esta época, por supuesto,
remanentes inmodificados del complejo de Edipo que determinan
los lazos, particularmente en los niños neuróticos, que
no han sido capaces de resolver, y disolver, sus relaciones edípicas
con los padres. Pero al margen, existen también las
tendencias adecuadas a esta fase, con fines inhibidos, desplazadas
o sublimadas, para las cuales la identidad sexual del
objeto es de nuevo una cuestión de relativa indiferencia. Ejemplo
de esto son las relaciones del niño en el período de latencia
con sus maestros, a quienes ama, admira, odia o rechaza
no porque sean hombres o mujeres sino porque los considera
figuras bondadosas, útiles, inspiradoras o duras, intolerantes y
provocadoras de ansiedad.
Las evaluaciones del diagnosticador durante este período
son aun más confusas debido al hecho de que la elección de
objeto con respecto a los contemporáneos procede en líneas
opuestas a las habituales en el adulto. El niño que busca exclusivamente
la compañía masculina y evita y desprecia a las
niñas no es el futuro homosexual, cualquiera que sea la similitud
en la conducta manifesta. Todo 10 contrario, este apego
a los varones y el rechazo y desprecio de las niñas puede considerarse
como la marca distintiva del niño masculino normal
del período de latencia, es decir, el futuro heterosexual. En
esta edad las tendencias futuras homosexuales son delatadas,
más bien, por una preferencia para jugar con las niñas y por
la apreciación y apropiación de sus juguetes. Esta inversión
de la conducta se considera típica de las niñas en el período
de latencia, que buscan la compañía de los varones no cuando
son femeninas sino cuando son «marimachos», por ej emplo por
su envidia del pene y deseos de masculinidad y no por sus deseos
femeninos de relacionarse con el sexo opuesto. Lo que aparenta
en la conducta manifiesta como inclinaciones homosexuales, son en realidad inclinaciones heterosexuales y viceversa.
Se debe recordar a este respecto que la elección de compañeros
de juegos en el período de latencia (es decir, la elección de objeto
entre los contemporáneos) está basada sobre identificaciones
con los otros niños, no sobre relaciones objetales de amor
propiamente dichas, esto es, en un sentido de igualdad que puede
incluir igualdad del sexo o no.
Finalmente, en la preadolescencia y la adolescencia, se sabe
que episodios homosexuales son bastante comunes y existen
junto a manifestaciones heterosexuales sin que sean en sí mismos
signos pronósticos confiables. Estas manifestaciones deben
ent en der se en parte como r ecu rr encias de los vínculos objetales
pregenitales y sexualmente indiscriminados del niño pequeño,
que son válidos una v ez más en la preadolescen cia junto con la
reverificación de muchas otras ac titudes pr egenit ales y preedípicaso
La elección de objeto homosexual en la adolescencia se debe
t ambién a la regresión del adolescente desde la catexis objetal
hacia el amor por su propia persona y la identificación con el
objeto. En este último aspecto el objetivo del adolescente repr
esent a en muchos casos no sólo su yo real individual sino su
ideal de sí mismo, un concepto que invariablemente incluye la
noción ideal del adolescente de su rol sexual. Las parejas adolescentes
formadas sobre estas bases exhiben todas los signos exteriores
de relaciones de objeto homosexuales y se aceptan con
frecuencia como verdaderas preetapas de la homosexualidad
adulta. Pero, desde el punto de vista metapsicológico constituyen
fenómenos de naturaleza narcisista, que como tales pertenecen
a la variada sintomatología esquizoide de la adolescencia,
y tienen más significado como indicadores de la profundidad de
la regresión que como pronósticos del futuro rol sexual del
individuo.
Pronóstico y reconstrucción
Comparado con el pequeño número de indicios pronósticos
que se encuentran cuando se sigue el movimiento progresivo de
la libido en el niño, existe en el análisis de homosexuales adultos
una gran cantidad de datos valiosos reconstruidos, que rastrean
las variadas manifestaciones de la homosexualidad latente y
manifiesta hasta sus raíces infantiles. En la importante bibliografía
existente, se discute el origen de la homosexualidad en
relación con los siguientes campos del desarrollo de la personalidad,
períodos y experiencias:
las dotes congénitas del individuo, es decir, la bisexualídad
como la base instintiva de la homosexualidad (Freud,
1905, especialmente pie de página agregado en 1915, 1909;
Bohm, 1920; Sadger, 1921; Bryan, 1930; Nunberg, 1947;
Gillespie, 1964);
– el narcisismo individual que crea la necesidad de escoger
un objeto sexual de acuerdo con su propia imagen (Fer
enczi, 1911, 1914; Fr eud, 1914; Bohm, 1933);
– las r el aciones entre la homosexualidad y las fases pregen
it ales orales y anales (Bóhm, 1933; Grete Bibring,
1940; Sadger, 1921; Lewin, 1933) ;
– la sobr eestimación del pene en la fase fálica (Freud,
1909; Sadger, 1920; J ones, 1932; Lewin, 1933; Loewenstein,
1935; Fenichel, 1936; Pasche, 1964) ;
la influencia del amor y de pendencia excesivos de la
madre o el padre o la hostilidad extrema hacia uno de
ellos (Freud, 1905, 1918, 1922; Sadger , 1921; Weiss, 1925;
Bohm, 1930, 1933; Wulff, 1941);
– las observaciones traumáticas de los genitales femeninos
y de la menstruación (Daly, 1928, 1943; Nunber g, 1947);
– la envidia del cuerpo de la madre (Bohm, 1930; Melanie
Klein, 1957);
_ . los celos entre hermanos rivales, los cuales se convierten
en sustanciales objetos amorosos (Freud, 1922; Lagache,
1950); etcétera.
A pesar de estos muchos y bien documentados vínculos
entre la infancia pasada y el presente adulto, el razonamiento
no puede invertirse y los datos reconstruidos no pueden utilizarse
para la investigación temprana del desarrollo homosexual
en los niños. La razón por la cual esto no puede realizarse resulta
obvia cuando examinamos en detalle uno de los tipos homosexuales,
por ejemplo, el homosexual masculino pasivo-femenino
cuya psicopatología ha sido especialmente estudiada en muchos
análisis terapéuticos.
Este tipo de homosexualidad se caracteriza por la estrecha
vinculación con la madre, por la falta de deseo o incapacidad
de realizar el acto sexual con mujeres y por actividades sexuales
con hombres, por lo gener al de un orden social inferior, escogidos
porque poseen atributos corporales masculinos crudos tales
como una gran fuerza muscular, un cuerpo velloso, etc. Cuando
son analizados, la sintomatología homosexual puede rast r earse
hasta un apego extremadamente pasional con la madre que dominó
la infancia y la niñez desde la fase oral, a través de la
fase anal y más allá de la fase fálica; hasta el horror hacia el
cuerpo femenino, adquirido en forma traumática después del
descubrimiento de ros genitales de la madre o una hermana; y
hasta un período de fascinada admiración del pene del padre.
Estos elementos, que indudablemente son influencias patógenas
en el pasado del homosexual no pueden ser, no obstante,
utilizados para pronosticar la homosexualidad si forman parte
del cuadro clínico de un niño. Lejos de ser manifestaciones anormales
o ni siquiera poco comunes, constituyen, por el contrario,
partes regulares e indispensables del equipo de desarrollo
de todos los varones. El estrecho vínculo con la madre, que devasta
al futuro homosexual al incrementar su temor del padre
rival, al aumentar su angustia de castración y al imponer una
regresión a la dependencia anal y oral, es también la bien conocida
constelación del complejo de Edipo positivo y como tal, el
precursor normal de la heterosexualidad adulta. El shock que
todos los varones experimentan cuando son confrontados con
el genital femenino por primera vez y que crea en el futuro
homosexual una aversión perdurable por cualquier atracción
por parte del sexo femenino, es un hecho habitual e inevitable
ya que comienzan por creer que todos los seres humanos poseen
un pene como ellos. Normalmente, el descubrimiento de la diferencia
entre los sexos no significa más para el varón que un
aumento temporario de su angustia de castración; puede incluso
actuar reforzando de manera saludable sus defensas contra sus
propios deseos e identificaciones femeninas, puede fortalecer
su orgullo en la posesión del pene y simplemente aumentar el
desprecio lastimoso por las mujeres castradas, que es una de las
características verdaderamente masculinas del varón en la fase
fálica. Finalmente, la admiración por el mayor tamaño del
pene que domina la vida amorosa de este tipo de homosexual
pasivo con exclusión de todo lo demás, es también una estación
normal intermedia en las relaciones de todos los niños varones
con su padre. El futuro homosexual permanece fijado en este
punto y continúa atribuyendo a todos sus objetos masculinos
todos los deseables signos de fortaleza y potencia masculinas,
mientras que el niño normal supera esta fase, se identifica con
el padre como poseedor del pene, y adquiere sus características
masculinas y actitudes heterosexuales para su propia persona y
para su futura identidad sexual.
En otras palabras, la presencia de ciertos elementos en la
niñez en determinados casos que han conducido a un desenlace
homosexual específico, no excluye un resultado diferente o
incluso opuesto en otros casos. Obviamente, lo que determina
la dirección del desarrollo no son los hechos y constelaciones
infantiles más importantes en sí mismos, sino una multitud de
circunstancias acompañantes cuyas consecuencias son difíciles
de juzgar tanto de manera retrospectiva en el análisis de adultos
como pronóstico en la evaluación de los niños. Estas consecuencias
incluyen factores externos, internos, cualitativos y
cuantitativos. Que el amor de un niño por su madre sea el primer
paso en el camino hacia su masculinidad o que lo determine a
reprimir su agresividad masculina en beneficio de ella, dependerá
no sólo del niño, es decir, de la naturaleza saludable de
sus impulsos fálicos, de la intensidad de sus temores y deseos
de castración y de las cantidades de libido dejadas atrás en los
puntos de fijación iniciales. El desenlace también depende de
la personalidad de la madre y de sus acciones, de la cantidad de
satisfacción y frustración que ella le administra oral y analmente
durante los procesos de la alimentación y el entrenamiento del
control esfinteriano, del deseo que aquélla tenga de mantener
al niño dependiente, o su propio orgullo para que el hijo logre
la independencia y finalmente, aunque no menos importante,
de la aceptación o el rechazo de manera placentera o intolerante,
de los progresos fálicos del niño hacia ella. Los shocks de
castración a los que ningún varón puede escapar bajo la forma
de amenazas, observaciones, operaciones, etc., dependen, en primer
lugar, en cuanto concierne a la intensidad de sus consecuencias
del momento en que se presentan, y se hacen sentir más
cuando coinciden con el acmé de la masturbación fálica, los deseos
pasivos femeninos hacia el padre, los sentimientos de culpa,
etc. Los temores de castración y las tendencias pasivas están, a su
vez, influidas por las actitudes represivas o seductoras del padre,
su capacidad o incapacidad en el rol de modelo masculino, etc.
Cuando el padre está ausente por divorcio, deserción o muerte,
falta la restricción del rival edípico, circunstancia que intensifica
la ansiedad y la culpabildad en la fase fálica y favorece la
falta de masculinidad. En esta situación, la fantasía del niño de
que el padre ha sido eliminado por la madre como castigo por
su masculinidad agresiva también actúa como un trastorno para
sus deseos heterosexuales normales.
En última instancia tenemos que reconocer que lo que puede
impulsar el desarrollo sexual en una u otra dirección son
hechos puramente ocasionales como los accidentes, las seducciones,
las enfermedades, las pérdidas del objeto amoroso causadas
por muertes, la facilidad o dificultad de hallar un objeto heterosexual
en la adolescencia, etc. Ya que estos hechos son imprevisibles
y pueden modificar la vida del niño en cualquier
momento trastornan los posibles cálculos pronósticos establecidos
previamente.
Homosexualidad, favorecida o evitada por las
posiciones normales del desarrollo
De acuerdo con los argumentos previos, es preferible considerar
no las preetapas-infantiles de la homosexualidad adulta
sino las influencias del desarrollo que favorecen o evitan la homosexualidad. Este criterio se basa en la presunción de que durante
el crecimiento las inclinaciones homosexuales alternan regularmente
y compiten con la heterosexualidad normal y que
las dos tendencias utilizan por turno las diversas posiciones
libidinales por las que el niño atraviesa.
Considerado desde este punto de vista, el desarrollo homosexual
resulta favorecido por los factores siguientes:
1. Las tendencias bisexuales que son consideradas como
parte integral de la constitución y que dotan al individuo
con rasgos psicológicos no sólo del propio sexo sino también
del opuesto y le permiten tomar objetos amorosos
que pertenezcan a ambos sexos. Esta bisexualidad innata
se intensifica en el periodo preedípico por las identificaciones
con ambos progenitores y permanece como base
constitucional para cualquier inclinación homosexual que
pudiera surgir en etapas vitales posteriores.
2. El narcisismo primario y secundario del individuo, es
decir, la catexis libidinal de su propio yo. En tanto la
elección de objeto en las etapas posteriores de la infancia
sigue esta pauta narcisista original, se escoge la
pareja tan idéntica como sea posible, al propio yo, incluyendo
la identidad del sexo. Estas relaciones homosexuales
o, más estrictamente hablando, narcisistas son características
del período de latencia y de ciertas fases de la
preadolescencia y la adolescencia.
3. El apego anaclítico del niño a los objetos, para quien el
sexo es de importancia secundaria. Esto tiene una significación
especial para la homosexualidad femenina ya
que la niña puede fijarse en esta fase, como «homosexual».
4. La libidinización del ano y de las tendencias pasivas habituales
de la fase anal que proveen la base física normal
para la identificación femenina del niño.
5. La envidia del pene que provee la base normal para la
identificación masculina de las niñas.
6. La sobreestimación del pene en la fase fálica que hace
difícil o imposible para el niño aceptar un objeto amoroso
«castrado».
7. El complejo de Edipo negativo que representa una fase
normal «homosexual» en la vida tanto de los niños como
de las niñas.
En contraste con los factores enumerados antes, y que
impulsan al individuo hacia la homosexualidad, hay otras influencias
operantes que actúan en la dirección opuesta y protegen a determinadas personas contra la adopción de este tipo
particular de solución sexual:
1. Tendencias heterosexuales y homosexuales compiten
unas con otras de manera cuantitativa durante todo el
período de la niñez. Cualquier elemento que favorezca la
heterosexualidad controla la homosexualidad a un nivel
correspondiente. Por ejemplo, el aumento de las tendencias
heterosexuales que está ligado con la entrada
del varón en la fase fálica y el complejo de Edipo positivo,
automáticamente disminuye toda inclinación homosexual
que ha quedado como residuo del período de pasividad
anal. La misma disminución de las tendencias
homosexuales ocurre en ciertas fases de la adolescencia
debido al influjo de la masculinidad genital que mueve
al varón hacia la elección de objeto heterosexual.
2. La misma intensidad de los temores de castración que
determina que algunos hombres eviten a las mujeres
y se conviertan en homosexuales, actúa en otros como
una fuerza contrapuesta al complejo de Edipo negativo
y como una barrera contra la homosexualidad. Puesto
que los deseos pasivos femeninos hacia el padre presuponen
para su satisfacción aceptar la castración, estos
deseos son evitados por estos varones a cualquier precio.
Esto a menudo resulta en una seudomasculínídad exagerada
como una reacción contra la angustia de castración,
y en una agresividad sexual hacia las mujeres que
niega la posibilidad de castración y la presencia de todo
deseo femenino y en consecuencia bloquea el camino
hacia cualquier manifestación homosexual.
3. Mientras que la regresión desamparada a la fase anal
promueve actitudes homosexuales pasivo-femeninas en
el varón, las formaciones reactivas contra las tendencias
anales, especialmente el disgusto, de manera efectiva
bloquean el camino hacia la homosexualidad o al menos,
de su expresión manifiesta. En el análisis de adultos estos
hombres aparecen como «homosexuales fracasados»,
4. Finalmente, la «tendencia a completar el desarrollo» y
la «racionalidad biológica» (Edward Bibring, 1936) que
hacen que el individuo prefiera la normalidad pueden
considerarse factores que se oponen a la homosexualidad.
En conjunto, el equilibrio entre la heterosexualidad y la
homosexualidad durante todo el período de la niñez es tan precario,
y las escalas son tan fácilmente invertidas en una dirección
o en la otra por una multitud de influencias, que la opinión
todavía válida es que: «La decisión de la actitud sexual definitiva
tiene efecto después de la pubertad» (S. Freud, 1905,
Obras Completas, vol. 1).
OTRAS PERVERSIONES Y ADICCIONES COMO
CATEGORIAS DIAGNOSTICAS EN LA INFANCIA
Otras características diagnósticas que no pueden ser utilizadas
directamente en los niños son las perversiones como el
travestismo, fetichismo y adicciones.
En estos casos como en el de todas las perversiones, la razón
es obvia. Puesto que la sex ualidad infantil es por definición polimorfamente
perversa, clasificar sus aspectos específicos como
perversos es, en el mejor de los casos, un uso impreciso del término,
si no significa además una completa ignorancia del desarrollo
del instinto sexual. En lugar de evaluar ciertos fenómenos de
la infancia como perversos, error en que aun los analistas pueden
incurrir fácilmente, los problemas diagnósticos necesitan
ser reformulados en estos casos y debemos investigar qué componentes
instintivos parciales o en qué condiciones algunos de
estos componentes permanecerán activos después de la niñez;
es decir, cuándo deben considerarse como los precursores reales
de las perversiones del adulto.
Con respecto a la conducta manifiesta, algunos cuadros clínicos
de los niños son casi idénticos con los de los adultos pervertidos.
No obstante, esta aparente similitud no significa una
correspondiente identidad metapsicológica. En los adultos, el
diagnóstico de perversión significa que la primacía de los genitales
no se ha establecido o mantenido nunca, es decir, que en el
acto sexual los componentes pregenitales no se han reducido al
rol de factores contribuyentes o meramente preparatorios. Esta
definición es necesariamente incorrecta si se aplica antes de
haber alcanzado la madurez, es decir, a una edad cuando el acto
sexual está fuera de la cuestión y mientras se da por sentada
la igualdad de las zonas pregenitales y genitales. Por consiguient
e, los individuos que no han llegado a la adolescencia no son
perver t idos en el sentido adulto del término y deben introducirse
puntos de vista diferentes para explicar su sintomatología importante.
La experiencia clínica sugiere que esta sin tomat ología puede
explicarse como desviaciones de la norma del desar r ollo en dos
direcciones principales, es decir, cronológica y cuantitativamente.
La cronología está alterada cuando las zon as corporales específicas
que proveen estimulación erótica no funcionan en el
orden temporal que corresponde a la secuencia normal del desarrollo de la libido. Al margen de la ocurrencia posterior de
las bien conocidas regresiones, cualquiera de estas zonas puede
resultar extraordinariamente persistente en su rol de proveedora
de placer, en vez de disminuir en favor de las zonas que debieran
ocupar su lugar de acuerdo con las leyes de maduración.
En este sentido, el erotismo de la piel del niño es un ejemplo
instructivo. Al principio de la vida, ser acaricado, abrazado y
satisfecho a través del contacto corporal libidiniza diferentes
zonas del cuerpo y contribuye a crear una imagen corpórea y del
yo corporal saludables, aumenta su catexis con libido de tipo
narcisista y simultáneamente favorece el desarrollo del amor
objetal reforzando los lazos entre el niño y la madre. No hay
duda de que en este período la piel en su rol erógeno llena múltiples
funciones en el desarrollo del niño.
Por otra parte, estas funciones resultan redundantes, normalmente,
después de la infancia. El erotismo de la piel cambia
de carácter si su gratificación continúa siendo importante para el
niño después de alcanzadas las fases anal y fálica. Entonces la
piel continúa como fuente de estimulación erótica, mientras que
los fenómenos de descarga de la excitación sexual se han alterado
por el desarrollo y alcanzan niveles diferentes. Un varón
en la fase edípica por ejemplo, puede anhelar vorazmente este
tipo de contacto con su madre, pero si es gratificado en realidad
o en fantasía, descarga su excitación a través de la masturbación
fálica, similar a lo que sucede en el adulto pervertido que descarga
la excitación de fuentes extragenitales a través del orgasmo
genital. Es precisamente esta discrepancia entre la fuente
de estimulación y la descarga de la excitación que crea el parecido
con la perversión en ciertos casos ínfantiles.l»
Con respecto al aspecto cuantitativo, es decir, las desviaciones
de las intensidades normales de los componentes instintivos,
constituye obviamente una común «variación de la normalidad»
dentro del marco de la naturaleza polimorfa pervertida del niño.
En cualquier momento durante la niñez, cualquiera de los componentes
instintivos de la sexualidad o cualquier aspecto parcial
de la agresión infantil pueden poseer una intensidad exagerada
y dominar el cuadro de manera excesiva o exclusiva. Esto pudiera
deberse a la constitución innata del niño. La experiencia clínica
demuestra, por ejemplo, que con frecuencia se encuentran tendencias
orales de marcada intensidad en los hijos de drogadictos,
alcohólicos o maniaco-depresivos. También se sabe que los hijos
de padres obsesivos tienen tendencias anales poderosas, aunque
en estos casos lo innato está invariablemente reforzado por la
manera en que los adultos obsesivos conducen el entrenamiento
del control de esfínteres del niño. Por supuesto, el aumento en
la intensidad de los componentes instintivos puede deberse
exclusivamente a influencias ambientales tales como la falta
de idoneidad general de los padres, la seducción, las fallas en
controlar y guiar al niño, etc. Muy frecuentemente la razón
de la excesiva intensidad de un componente instintivo reside en
la interacción de factores externos e internos, tales como la
relativa debilidad del yo o del superyó en el manejo de los
instintos, o en la excesiva severidad del superyó que se manifiesta
en una actividad defensiva exagerada. Un ejemplo común
de esta última constelación son los varones que durante
la fase fálica viven en constante temor de sus insuficientemente
reprimidas tendencias pasivo-femeninas. Para controlar
sus temores de castración que, en estos casos, están aumentados
por deseos simultáneos de castración, exageran abiertamente
todas las tendencias opuestas con el resultado de que parecen
masculinamente agresivos y con frecuencia adoptan la conducta
de los exhibicionistas fálicos. No obstante, a pesar de esta identidad
de conducta, la diferencia más importante reside en que
su tipo de exhibicionismo es el resultado de mecanismos del yo
que sirven a propósitos tranquilizantes y defensivos, mientras
que en el tipo adulto constituye una parte genuina de la actividad
instintiva del pervertido encaminada a procurar la satisfacción
sexual.
Adicción
También en las adicciones, es el aumento en la intensidad de
las tendencias, por otra parte normales, el responsable de crear
la impresión de una conducta «pervertida». Los niños son a menudo
excesivamente adictos a los dulces, aparentemente en forma
similar a las adicciones de los adultos al alcoholo las drogas.
Experimentan una voracidad por los dulces, empleando la satisfacción
de este deseo como un antídoto contra la ansiedad, la
privación, la frustración, la depresión, etc. , como hacen los
adultos, y también como ellos están dispuestos a utilizar cualquier
método, es decir, mentir o robar para asegurarse la posesión
de la sustancia deseada. Pero a pesar de todas estas similitudes,
la constelación metapsicológica subyacente a la manífestación
difiere en los dos casos. La inclinación de los niños hacia
los dulces es la expresión relativamente simple y directa de
un componente instintivo. Tiene su raíz en deseos insatisfechos
o sobreestimulados durante la fase oral, deseos que se han hecho
excesivos y que en virtud de su cantidad dominan las expresiones
libidinales del niño. Posteriormente, estos deseos por lo general
se desplazan de los dulces hacia otras sustancias que resultan
más o menos inofensivas. De esta manera encuentran satisfacción
en algunos casos bebiendo grandes cantidades de agua; en
otros, comiendo con exceso, en la glotonería o quizá fumando.
Desde el punto de vista libidinal, se expresan en la preferencia
por relaciones objetales de un tipo especial y reconfortante de
mantenimiento. Ninguna de estas manifestaciones por sí misma
pertenece a la categoría de las adicciones. La adicción verdadera,
en el sentido adulto del término, es una estructura más
compleja en la que la acción de tendencias pasivo-femeninas y
autodestructivas se añade a los deseos orales. Para el adulto
adicto, la sustancia anhelada no representa sólo un objeto o
materia buena que ayuda y fortalece como los dulces para el
niño, sino que de manera simultánea se experimenta como
dañina, abrumadora, debilitante, desmasculinizante, castrante,
tal como sucede con el exceso de alcohol y de drogas. Es la mezcla
de las dos tendencias opuestas, del deseo de ser fuerte y de
ser débil, la actividad y la pasividad, la masculinidad y la femineidad
que ata al adulto adicto al objeto de su hábito, de
una manera que no encuentra paralelo con lo que sucede en
las adicciones más benignas y positivas del niño.
Travestismo
Los factores libido-económicos también juegan un papel en
la distorsión y exageración de ciertas inclinaciones comunes a
todos los niños, y en crear por consiguiente el fenómeno de
travestismo, como se observa con cierta frecuencia. En este
caso, los aumentos de intensidad están referidos a las tendencias
masculinas o femeninas de la naturaleza del niño.
El interés por las ropas que son adecuadas al sexo opuesto
o a los adultos de ambos sexos es en sí un rasgo común de la
infancia. El juego estructurado, tan popular, de «disfrazarse»
da a los niños la oportunidad de imaginarse a sí mismos en el
rol del padre o de la madre, del hermano o la hermana, o de
escenificar cualquiera de las ocupaciones que simbolizan, para
ellos, el rol de los padres. Un paraguas, un bastón o un sombrero
pertenecientes al padre son suficientes para transformar
al niño en su progenitor; una cartera, zapatos o el uso de lápiz
labial lo transforman en la persona de la madre. Los cascos de
astronautas o pilotos, las gorras de conductores de ómnibus, la
vestimenta de los indios piel roja, los uniformes de enfermera,
etc., son juguetes convencionales diseñados para crear la ilusión
de que puede cambiar su propia personalidad por la de aquellos
a quienes admiran, apropiándose de las ropas necesarias. Las
diferencias de sexo son fácilmente transgredidas en estos juegos
fantásticos, especialmente por las niñas, y los artículos de vestir
seleccionados para disfrazarse son con frecuencia símbolos
tanto del estado como del sexo.
Fuera del terreno de los juegos, con las niñas en la fase de
envidia del pene, la preferencia por los pantalones y otras ropas
de varones es tan familiar que ha pasado a considerarse adecuada
al yo. Esta tendencia no crea preocupación, excepto en aquellos
casos en que la niña se niega absolutamente, y r esulta en efecto
incapaz de aceptar la vestimenta femenina cualquiera que sea
la ocasión; así esto se interpreta como signo de que su envidia
del pene, sus tendencias masculinas y el rechazo de su propia
femineidad han alcanzado un nivel excepcional. Pero aun en
estos casos extremos constituye un error considerar esta expresión
sintomática como paralela en significado con la del adulto
travestista femenino. La conducta de estas niñas no es una
manifestación sexual propiamente dicha, es decir, no está acompañada
por la masturbación o las fantasías de la masturbación,
ni está en otros sentidos dirigida a obtener excitación sexual
directa. Más bien cumple el propósito de imitación e identificación
con los varones hasta el extremo de asumir realmente su rol
en la conducta cotidiana; de defensa contra la envidia y la rivalidad,
contra el autodesprecio de sentirse castrada, y contra la
culpabilidad por haberse supuestamente lesionado como consecuencia
de la masturbación. De esta manera, el «travestismo» de
la niña fálica constituye tanto una función de su sistema defensivo
como una descarga para las tendencias masculinas de
su innata bisexualidad.
Del lado del niño, no existe un paralelo completo a esta
conducta de las niñas. Aparentemente, en nuestra cultura, ninguna
fase del desarrollo por sí produce normalmente en el niño
el deseo de vestirse como las niñas. En los casos aislados en que
se observa esta conducta, se tiende a considerarlo como algo
mucho más anormal y generalmente intranquiliza a los padres
como el signo ominoso inicial de aberraciones sexuales posterior
es.
En un pequeño número de casos de este tipo.t? el cuadro
clínico fue bastant e u niforme. Cuando el síntoma real aparece
ent r e los tres y cinco años, la conducta femenina del niño varía
desde la simple expresión del deseo de ser una niña, de tener
un nombre de niña, de jugar con las niñas y sus muñecas, da r le
nombre de niñas al osito, etc., hasta vestir realmente la r opa
inter ior o l os vestidos de l a madre, de una hermana o de una
mnera favorita, con especial preferencia por las ropas bonitas,
con volados, bien específicamente femeninas. Cuando el niño
no tiene a su alcance ropas femeninas, puede vestir las propias
de manera que imiten la blusa de una niña, la cintura estrecha
de una mujer joven, etc. Algunas veces el niño lo exhibe abiertamente;
en otros casos, oculta las ropas en su cama para vestirlasen
secreto durante la noche. Cuando se interfiere con estas
actividades, el niño racionaliza su conducta o lo niega con un
sentimiento de culpa, o incluso «llor a patéticamente» de acuerdo
con el informe de la madre, cuando se le quitan las vestimentas
ilegítimamente adquiridas.
Las circunstancias externas también son parecidas en los
distintos casos. Casi sin excepción, se encuentra cierta presión
hacia la femineidad ejercida por la madre que manifiesta preferir
una hermana mayor o menor o que admite haber deseado
una niña antes que el niño naciera. Como dijo un niño de padres
divorciados, a la madre «no le gustan los hombres porque no le
gusta papi». Con frecuencia se encuentra una colusión por parte
de la madre hasta el punto de complacer los deseos del niño
y de comprarle delantales con volados, para «mantener la paz
entre el hermano y la hermana», etc. La separación de una figura
femenina muy querida (la madre, la niñera) es otra circunstancia
externa de importancia obvia y observada con frecuencia.
Del mismo modo que la conducta manifiesta y las influencias
ambientales, el análisis de niños descubrió los distintos
significados de los procedimientos travestistas. Vestir como una
niña representa para algunos el intento de atraer el cariño de
la madre con el disfraz de la hermana preferida. En otros casos,
sirve para negar por completo su masculinidad fálica que, justa
o injustamente, supone que no agrada a la madre. Aun en
otros, mantiene el vínculo libidinal interno con el objeto amoroso
perdido por medio de una identificación parcial con ella.
Es cierto, por supuesto, que como en el caso de la niña, la
conducta travestista del niño se basa en alteraciones cuantitativas
de la economía libidinal. Sin un refuerzo excesivo de sus
inclinaciones femeninas, no puede ignorarse el orgullo del niño
en su propio atavío masculino y otras manifestaciones tendrían
que emplearse para expresar la misma envidia, celos, rivalidad,
el galanteo a la madre, la defensa contra la angustia de separación,
etc. Además, la conducta travestista en niños de ambos
sexos probablemente se explique por la fijación del niño en
un nivel en que una parte del objeto se acepta como un sustituto
por el todo y en el cual, por 10 tanto, se realizan fácilmente
desplazamientos del cuerpo (masculino o femenino) hacia las
ropas que lo cubren, es decir, una fijación a la base del desarrollo
en la cual se origina el simbolismo de la ropa (Flugel, 1930).
Con respecto a la significación pronóstica de la conducta
travestista, ésta no necesita considerarse como más o menos
ominosa que cualquiera de las otras expresiones de los conflictos
bisexuales del niño. Así como en el caso de la niña está
relacionada con el estadio de la envidia,del pene, también está
vinculada en los niños con los componentes femeninos del
período pasivo-anal y con el complejo de Edipo negativo o con
regresiones a estas actitudes. Mientras sirve al propósito de
defensa contra la ansiedad (angustia de separación, temor de
perder el cariño del objeto, peligros fálicos), no hay razón para
suponer que el travestismo persistirá más allá de las fases donde
dominan estas ansiedades. Sólo cuando la conducta travestista
es en sí misma la descarga de la sexualidad infantil, es decir,
cuando se acompaña de signos inequívocos de excitación sexual,
puede considerarse como paralela y precursora de la perversión
específica. Probablemente, aquellos casos en que esta actividad
se realiza en secreto, en la cama y durante la noche, son significativos
en este sentido. Pero sin pruebas directas suministradas
por las erecciones, la masturbación, etc., en conjunción con
esta actividad, el exacto significado del travestismo en la vida
sexual del niño es de difícil evaluación y verificación, aun en
los casos bajo análisis.»
Fetichismo
Como ya señalamos en las secciones anteriores, la conducta
pervertida manifiesta de un niño puede ser tanto parte de su
organización defensiva y de sus esfuerzos para controlar ciertas
ansiedades como también la expresión de sus necesidades sexuales.
Este doble aspecto es aun más obvio en los fenómenos
descriptos como fetichismo en los niños, que ha sido objeto
de una atención considerable en la bibliografía psícoanalítíca.»
Aunque existen muchos desacuerdos en puntos esenciales, la
mayoría de los autores comparten la opinión de que aunque
«el fetichismo infantil se parece al de los adultos», el llamado
fetiche del niño es «simplemente una fase de un proceso que
puede conducir o no al fetichismo adulto» (Sperling, 1963). Wulff
(1946) lo expresa con gran énfasis cuando dice que estas «manifestaciones
anormales … en el período preedípico son en su
estructura psicológica nada más que una simple formación reactiva
de un impulso inhibido o no gratificado de manera instintiva», o cuando afirma que mientras que «las manifestaciones fetichistas
en el niño pequeño son frecuentes», su estructura psicológica
«es diferente» de la del fetichismo adulto. En este caso,
como en otras ocasiones ya antes descriptas, es obvio que el
empleo del mismo término para las manifestaciones infantiles
y las adultas conduce a la presunción errónea de que la semejanza
de la conducta en ambos casos está equiparada por la correspondiente
identidad metapsicológica.
Lo que el niño tiene en común con el fetichista adulto es
la tendencia a catectizar algún objeto o parte de su propio
cuerpo o el de otra persona, con grandes cantidades de libido,
bien narcisista, bien objetal. Basado sobre la intensidad de esta
catexis, el mencionado objeto o parte del cuerpo adquiere el
valor de un objeto parcial o proveedor de las necesidades y se
convierte en algo indispensable para el individuo. En psicopatología
adulta esta situación es bien conocida por el analista:
el fetichista adulto reconoce al objeto parcial, simbolizado por el
fetiche, como el pene imaginario de la madre fálica al cual el individuo
se encuentra atado para su satisfacción sexual. Con
respecto al homosexual pasivo he señalado anteriormente que
el pene mismo de su pareja masculina puede asumir la condición
de un fetiche, representando los propios atributos masculinos
del individuo que han sido desplazados hacia la persona del otro
hombre. También aquí, la excitación y la gratificación sexuales
están ligados de manera indisoluble al fetiche, que es buscado
compulsivamente y en cuya ausencia el individuo se siente hambriento
de satisfacción sexual, despojado y castrado.
Es en este sentido que la diferencia entre el verdadero fetiche
del adulto y los objetos fetichistas supercatectizados del
niño resulta fundamental. Mientras que el fetiche adulto sirve
un propósito único y juega un papel central en la vida del adulto
pervertido sexual, el objeto fetichista del niño tiene diferentes
significados simbólicos y sirve a una variedad de fines del ello
y del yo, que cambian de acuerdo con la fase de desarrollo alcanzada.
En la época de la lactancia y del destete, por ejemplo,
cualquier objeto (como un chupete, etc.) puede ser sobrecatectizado
y hacerse indispensable, siempre que sirva por una parte,
para el placer oral del niño y, por la otra, para evitar o disminuir
la angustia de separación, al garantizar la permanencia
ininterrumpida de la gratificación. De acuerdo con Wulff (1946),
el valor del fetiche en esta etapa yace en el hecho de que «representa
un sustituto del cuerpo de la madre y en particular,
del pecho materno». En la fase siguiente, el objeto sobrecatectizado,
generalmente del tipo de un juguete suave, una almohada,
una frazada, etc., se convierte en un «objeto de transición»
(Winnicott, 1953), investidos igualmente con libido narcisista y
objetal que, para los propósitos de la distribución de la libido,
establece un puente entre la persona del niño y la de la madre.
De acuerdo con Winnicott, estos fenómenos, aunque permitidos
y esperados por la madre, son inherentes a la propia naturaleza
del niño y como tal, constituyen una «parte del desarrollo emocional
normal». De acuerdo con Melitta Sperling (1963), son
«manifestaciones patológicas de trastornos específicos en las
relaciones objetales» y directamente influenciados y promovidos
por los sentimientos inconscientes y las actitudes conscientes
de la madre.
Es en las dificultades del niño pequeño a la hora de acostarse
que estos objetos de «transición» o «fetichistas» juegan
un papel especialmente importante en el establecimiento de las
precondiciones esenciales para conciliar el sueño, es decir, en el
retorno del interés del mundo objetal hacia sí mismo. Hay muchos
niños que son incapaces de quedarse dormidos, excepto que
tengan a su lado una de estas preciosas posesiones, al mismo
tiempo que se muestran profundamente afectados cuando aquéllas
desaparecen o se extravían; en tales ocasiones, muchas
madres organizan una búsqueda frenética de tales objetos como
respuesta al sentimiento de privación evidente que el niño manifiesta.
Melitta Sperling plantea el problema de por qué un
niño «se hace tan adicto a un objeto intrínsecamente sin valor
de manera de llegar a ser más importante que la propia madre»,
y concluye que esto no sucedería sin la colusión activa de
la madre. Nosotros arribamos a una respuesta diferente si (de
acuerdo con Winnicott) le adjudicamos suficiente valor a las
propiedades calmantes del objeto de transición en el cual las ventajas
del amor a sí mismo se combinan con las ventajas del
amor objetal; aun más, para su importancia como una posesión
permanente bajo su control, en contraste con la madre que no
SP. encuentra bajo su control y cuya independencia para irse o
quedarse, aparecer y desaparecer, amenaza constantemente al
niño con sentimientos de inseguridad y ansiedad de separación.
Contrario a este punto de vista que sostiene que la madre juega
un papel «en la génesis de la conducta fetichista y en la elección
del fetiche» (Sperlíng, 1963), se puede afirmar que todas las
sugerencias de su parte permanecerían sin efecto si no coincidieran
con las ascilaciones entre el autoerotismo, el narcisismo
y el amor objetal determinadas por el propio desarrollo del niño.
Hay muchos otros aspectos, más o menos obvios, en que el
objeto fetichista se encuentra relacionado con la sexualidad polimorfa
pervertida del niño. Las cualidades específicas tales
como la textura, unen el objeto fetichista con el primitivo erotismo
de la piel del infante, que sirve como un objeto para ser
rítmicamente frotado, acariciado, tocado, etc. Su olor, especialmente
cualquier tipo de olor relacionad o con el cuerpo, establece
una importante conexión con las prácticas travestistas que el
f etiche sirve al determinar el tipo de vestidos o ropa interior
escogidos para disfrazarse. En la fase del sadismo anal, el juguete
de pelusa como objeto de transición sirve a la expresión
abierta de la ambivalencia aumentada del niño al ofrecer una
descarga sin riesgos para la sucesiva expresión de sentimientos
afectuosos y hostiles, dirigidos hacia el mismo objeto. Es sólo
durante la fase fálica (Wulff, 1946) que el fetiche se identific a
finalmente con el propio pene, el del padre o con el imaginario
de la madre.
Hasta qué punto este seudofetichismo de la niñez es una
preetapa y precursor de las verdader as perversiones posteriores,
es un problema que hasta el momento ningún autor ha podido
resolver de manera satisfactoria. Examinado desde el punto de
vi sta de casos importantes de análisis de adultos, no hay duda
del temprano origen del fetiche y de su naturaleza persistente,
sin r elación con el hecho de que éste esté representado por un
miembro del cuerpo, un modelo o tipo determinado de ropas,
un zapato ‘O un guante, o como en un caso especial de fetichismo
en un paciente adulto.s? por un ruido que, se pudo determinar,
fue producido en primera instancia por la madre. Examinado desde
el punto de vista de l a experiencia clínica con niños, por
otra parte, resulta igualmente obvio que el número de fetiches
en la niñez es siempre mucho mayor que el de los fetichistas
verdaderos de los años posteriores, 10 cual significa que una
gran parte de los fenómenos del fetichismo infantil está asociada
con fases específicas del desarrollo y desaparece cuando
se superan las necesidades especiales del ello o del yo a las que
sirve.
Como ya lo mencionáramos en los casos de travestismo,
los tipos más cercanos a la perversión adulta y por consiguiente
con más oportunidad de persistir son aquéllos en que las necesidades
instintivas tienen una importancia primordial y no
las del yo o los mecanismos defensivos, es decir, aquellos casos
que desde el comienzo se acompañan de signos inequívocos de
excitación sexual y sirven como una mayor fuente de descarga,
alrededor de la cual se organiza t oda la vida sexual del niño.
Las descripciones de tales casos son abundantes en la Iíteratura.»
Pronóstico del resultado final:
En vista de la variedad de elementos que intervienen no
es posible predecir, con ningún grado de seguridad, el destino
último de un componente instintivo que se ha desviado de la
norma habitual en una de las formas descriptas. Está aún sin
resolver el problema de si el componente instintivo tomará finalmente
el curso normal, sometiéndose a la primacía de los genitales,
o si permanecerá independiente convirtiéndose, por ende,
en el núcleo de una perversión verdadera. No hay certeza en
cuanto a su destino último antes de la adolescencia. Aun entonces
el desenlace dependerá de un número de influencias como
las siguientes:
si los impulsos genitales que aparecen en la pubertad
son fuertes o débiles, es decir, capaces o incapaces de
dominar las tendencias pregenitales;
si las cantidades de la libido que han permanecido retenidas
en los puntos de fijación pregenitales ejercen una
atracción regresiva lo suficientemente intensa como para
interferir y debilitar la genitalidad;
si el progresivo deseo de ser «grande» y adulto sobrepasa
en la personalidad la atracción regresiva de las primeras
satisfacciones;
– si el mundo objetal ofrece oportunidades para la gratificación
sexual adulta del individuo o si se frustran los
primeros intentos genitales, etcétera.
Son estos factores cuantitativos añadidos a los cualitativos
los que hacen difícil e incierto el pronóstico del desenlace.

Notas:
1 De acuerdo con un término introducido por Liselotte Frankl,
para estudiar la «historia natural» de los trastornos del adulto.
2 Véase J. J . Sandler, «Tr astor nos del narcisismo» (una serie de
trabajos a publicar).
3 Véase el capítulo’ lII, «La línea de desarrollo desde la amamantación a la alimentación racional», y A. Freud (1946).
4 Véase el capítulo IV, «La evaluación por medio del tipo de
ansiedad y de conflicto».
5 En su monografía «La neurosis infantil» (en prensa) el doctor
H. Nágera sugiere dividir los trastornos del desarrollo en la forma
siguiente:
a) interferencias o trastornos en el desarrollo, definidos como
casos cuando el ambiente impone al niño exigencias que no
son razonables ni adecuadas a su yo y a las cuales no puede
controlar sin grandes trastornos;
b) conflictos del desarrollo, definidos como experimentados por
todos los niños en mayor o menor grado, cuando el ambiente
impone ciertas exigencias específicas en las fases adecuadas
del desarrollo o bien cuando se alcanzan niveles de maduración
y desarrollo que provocan conflictos específicos;
e) conflictos neuróticos, definidos como los que se originan entre
la actividad de los impulsos y las exigencias internalizadas, es
decir, precursores’ del sup er y ó;
d) la neurosis infantil.
6 En Inglaterra, hasta la edad de ocho años; antes de la cual se
lo considera incapaz de intención criminal y de cometer delitos en el
sentido técnico.
7 En Inglaterra, hasta la edad de catorce años.
8 En Inglaterra, de catorce a diecisiete años.
9 En Inglaterra se recomienda elevar la edad para la posibilidad
de intento criminal hasta doce y posteriormente catorce años. En
los Estados Unidos la edad límite se ha elevado de siete hasta dieciséis, dieciocho y aun veintiún años en algunos Estados. En el continente europeo la edad promedio es de trece o cator ce años. En el derecho internacional, los criminólogos han acordado que es «deseable que la edad para los fines de la ley penal en lo s países europeos no debe fijarse por debajo ‘de los 18 años».
Véase para mayor información T . E. James (1962, págs. 124, 125,
129, 158-160). Para las edades correspondientes en los Estados Unidos,
véase Neil Peck (1962) .
10 Si no existen interferencias indebidas del ambiente o después
de la estructuración del sentimiento de culpa.
11 En lugar de diferenciar entre defensa y adaptación y de referirse
a los mecanismos empleados por el yo como patológicos o normales,
es preferible diferenciar sus diversos resultados que dependen
de una variedad de factores tales como: a) Adecuación al yo. Las defensas tienen su propia cronología aun cuando sea solamente aproximada, y tienden a determinar resultados patológicos si comienzan a utilizarse antes de la edad adecuada o se mantienen mucho tiempo
después. Un ejemplo de esto es la negación y la proyección que son
«normales» en la infancia temprana y tienen consecuencias patológicas
en los años posteriores; o la represión y las formaciones reactivas
que invalidan la personalidad del niño si son empleadas en etapas
vitales muy tempranas; b) Equilibrio. La organización defensiva más
normal es aquélla en donde se utilizan diferentes métodos para situaciones peligrosas distintas que surgen del ello sin que predomine ningún mecanismo que excluya a los demás; e) Intensidad. El que las defensas conduzcan a la formación de síntomas antes que a la adaptación social normal depende de factores cuantitativos aun más que de factores cualitativos. Cualquier exceso en la restricción de los impulsos independiente de los mecanismos empleados inevitablemente
conduce a resultados neuróticos; d) Reversibilidad. La actividad defensiva instigada en el pasado como protección de determinados peligros no debe mantenerse, activa en el presente cuando éstos puedan haber desanarecido.
12 Véase J. J. Michaels (1955) sobre el carácter delictivo impulsivo.
13 Compárese, por ejemplo, la intensidad de los impulsos durante
el período de latencia con otros períodos anteriores y posteriores. El
descenso de la presión de los impulsos en esta etapa corresponde con
el alto nivel de respuestas sociales durante el período de latencia.
14 «Para el psicoanálisis, la falta de toda relación de dependencia
entre el sexo del individuo y su elección de objeto, y la posibilidad
de orientar indiferentemente esta última hacia objetos masculinos o
femeninos (hechos comprobables tanto en la infancia individual como
en la de los pueblos), parecen constituir la actitud primaria y original, a partir de la cual se desarrolla luego el tipo sexual normal o el invertido por la acción de determinadas restricciones y según el sentido de las mismas.» (S. Freud, 1905, nota añadida en 1915, Obras Completas, vol. J.)
15 » . .. como nues tr o J u anito, el cual se muestra igualment e car
iñoso con los niños que con las niñas y en una ocasión declar a que
su am íguito F eder ico es su ‘nena más quer ida’. J uanito es homosexual en un sentido, en el q ue todos lo s niños pueden ser lo. puesto que no conocen más aue una clas e de órgano qenital, un genital como el suyo.» (S. Freud, 1909, Obras Com pl etas, vol. n.)
16 Este estado de cosas fue claramente ilustrado en el análisis
de un varón tratado por Isabel Paret en la Hampstead Child-Therapy
Clinic desde los dos años y medio hasta los cuatro años y medio. En
su caso fue posible determinar el papel que en el deseo de ser acariciado jugó la influencia seductora del ambiente, es decir, su propia adicción a la madre en este particular contacto corporal con su hijo.
17 Obser vados en la Hampst ead Child-Th erapy Clinic durant e un
procedimiento diagnóstico o un t ratamiento an alítico.
18 En este sentido véase también la discusión de Charles Sarnoff
(1963) del trabajo de Melitta Sperling «The Analysis of a Transvestite
Boy».
19 Véase Melitta Sperling (1963), «Fetishims in Children», con la
bibliografía adjunta.
20 Analizado por la autora.
21 Véase Melitta Sperling (1963). Otro ejemplo lo constituye el
caso de un niño de cuatro años informado por Anna Freud y Sophie
Dann (1951). Este niño era huérfano, criado sin una madre sustituta,
que para sus gratificaciones se vio obligado a recurrir al chupeteo
compulsivo y a la masturbación, al autoerotismo y los objetos
fetichistas. «Todo su interés se concentraba en las toallas o franelas
para la cara que él chupeteaba mientras colgaban de sus ganchos …
trataba los baberos como fetiches, es decir frotándolos rítmicamente
hacia arriba y hacia abajo en su nariz mientras chupeteaba, atesorando
seis baberos en sus brazos, o apretando uno o más entre sus piernas.
Cuando daba un paseo, algunas veces ansiaba estos éxtasis con gran excitación, corriendo hacia la casa al regresar mientras exclamaba
con alegría ‘¡Babero, babero!’.» La excitación fálica y la masturbación acompañante no estaban en duda. Por otra parte, era obvio que el fetiche mismo no tenía significación fálica y el hecho de que era indiferente a los: mismos baberos cuando habían sido recientemente lavados sugería la posibilidad de que su excitación erótica se derivaba del olor relacionado con su alimentación inicial.

Volver al índice principal de «Normalidad y patología en la niñez«