Noty psi: «Para vivir un gran amor hay que animarse a correr riesgos»

«Para vivir un gran amor hay que animarse a correr riesgos»

Autor: SERGIO RODRIGUEZ, PSICOANALISTA

(14/2/2012)

Hojas en la tormenta. Cuando el flechazo ocurre, hay más posibilidades de desencuentro que de unión, quizás porque el enamoramiento no tolera ninguna racionalidad y porque se necesita un coraje a toda prueba para aceptar que el amor tiene en su horizonte siempre la pérdida del otro.

Analía Roffo. DE LA REDACCION DE CLARIN. 

A pesar de todo, los humanos insisten en un vínculo tan difícil pero tan interesante. Así lo cree Sergio Rodríguez, psicoanalista lacaniano de gran prestigio. Rodríguez fue docente del posgrado de Psicología en la UBA y en La Plata, dirige la revista «Psyche Navegante» y sus dos últimos libros son «Pollerudos. Destinos de la sexualidad masculina» (con Ricardo Estacolchic) y «En la trastienda de los análisis». 

Antonio Tabucchi acaba de publicar una novela deliciosa (Se está haciendo cada vez más tarde), en la que se cruzan cartas infinitas de amantes siempre insatisfechos. «Es que el amor es siempre desencuentro, incomunicación, malentendido», ha dicho. Buscando en Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes, encuentro: «El discurso amoroso es hoy de una extrema soledad». ¿El amor es como cree la literatura, un vínculo casi imposible?

Sí, el amor es imposible. Sólo contingentemente se establece. Y es imposible, justamente, porque se establece sobre la base del desencuentro, aunque sus protagonistas creen que es sobre la base del encuentro. Hay una frase de Lacan, que nos resultó compleja a todos los lacanianos y mucho más a los inexpertos en sus dichos: «El amor es dar lo que no se tiene a aquel que no lo es». Me parece que es la frase que expresa más radicalmente el desencuentro.

Suena muy pesimista… ¿Qué significa exactamente?

—Cuando se recibe el flechazo de Cupido suele ser porque imaginamos o creemos detectar en la otra persona aquello que a nosotros nos falta; por eso nos abalanzamos a tomarlo. Como al otro suele ocurrirle lo mismo, nos encontramos con que también se nos acerca buscando lo que cree que tenemos, ofreciéndonos lo que a él o a ella le falta. En el encuentro entre dos carencias, surgen los primeros malentendidos. De cómo éstos sean piloteados por la pareja dependerá que entre ellos se estabilice o no el amor.

¿Pero realmente uno llega tan desorientado al amor?

—Le voy a poner un caso extremo. Por ejemplo, el de aquellos que padecen algo que podríamos denominar como formas de orfandad. No necesariamente son hijos de padres muertos prematuramente. Pueden ser hijos de padres que han sido poco padres, o porque han estado atrapados más por otro hijo, o entre ellos mismos. Entonces, ese «patito feo» busca pareja desde esa orfandad. La otra parte siente que esa persona sabe sobre la orfandad, porque la ha sufrido, la ha vivido. Descuenta entonces que va a entender su propia orfandad. Pero en realidad lo que se encuentran son dos orfandades, buscando, entre comillas y metafóricamente, aquellos padres que no tuvieron. Por lo tanto, lo más fácil que ocurra entre ellos es el desencuentro. Porque, por supuesto, lo que uno va a encontrar en el otro es el pedido de padre, y no el otorgamiento de padre. Quizás usted piense que es un ejemplo muy radical, pero no infrecuente. Por eso, los psicoanalistas, desde Freud en adelante, diferenciamos enamoramiento de amor.

¿Dónde radican las diferencias?

—El enamoramiento es ese momento pleno del flechazo, donde está la absoluta seguridad de que se encontró lo que se buscaba. Hasta que, por supuesto, la convivencia o el compartir más momentos de la vida empieza a hacer aparecer lo real de la cotidianeidad. Ahí, el enamoramiento se transformará en amor, con todo un movimiento en la pareja de elaboración del desencuentro, o sobrevendrán la desilusión, el alejamiento y la ruptura.

¿Elaborar implica hacerse cargo racional, intelectualmente, de los límites del amor?

—No, cuando digo elaboración no me refiero al terreno intelectual del pensamiento, sino a esa posibilidad de soportar el desencuentro y las fallas, porque se empieza a advertir que hay otras cosas que van pasando al primer plano y dan el soporte necesario para poder soportar, valga el juego de palabras.

Si uno sigue buscando ejemplos en la literatura, encuentra que el amor implica por lo general sufrimiento. Pienso en Werther o en Madame Bovary. Ahora parece que prima el desencuentro, por lo que dicen desde Tabucchi hasta usted. ¿Es más difícil amar hoy?

—Me parece que sufrimiento y desencuentro existieron siempre, pero que quedaban más velados. Las costumbres sociales no incluían la separación (es un «invento» reciente) y los matrimonios solían transformarse en un ministerio de Relaciones Exteriores o de las Fuerzas Armadas, según las circunstancias. Por eso, lo que solía aparecer era la segunda casa para el varón y los amantes furtivos para la mujer. Todo eso velaba, insisto, las zozobras del amor.

Realmente, ¿nunca hay racionalidad en el amor?

—Habría que ver a qué racionalidad se refiere usted, porque la palabra razón es fuertemente plurisémica. Si usted piensa en la razón del pensamiento, no, no hay racionalidad. Tan es así, que una de las cosas que observamos los psicoanalistas más frecuentemente son esas parejas que se proponen «construir el amor». Fracasan horriblemente. Y no sólo eso: la pasan muy mal todo el tiempo que están tratando de construir el amor. 

¿Como si fuera un trabajo?

—Exacto. En ese sentido, no hay razonabilidad posible. El amor ocurre o no, no lo construimos. Ahora, si lo pensamos desde el lado de la razón matemática, podemos sospechar que existe un ordenador, que más allá de la conciencia de cada uno de los dos participantes en la pareja da razón a ese amor. Gracias a ese ordenador aparecen muchas cuestiones que implican encuentros y acuerdos que van supliendo, precisamente, esos desencuentros de los que hablábamos inicialmente. Entonces, uno a veces descubre que una pareja que se enamoró suponiendo equis cosa uno del otro, algunos años después ataron un fuerte lazo de amor que no se basa en los datos iniciales por los que se enamoraron. Pero ambos vivieron situaciones de encuentro que fueron tomando el valor de ordenador de su vínculo. Pero fíjese cómo lo digo: tomaron valor de ordenador, no que le dieron ellos valor de ordenador, sino que los hechos se les impusieron.

Ojos ciegos bien abiertos 

¿Los hijos pueden ser un ordenador?

—Sí, pueden unir mucho a una pareja, o pueden también desunirla. De la misma manera, las profesiones o las creencias religiosas e ideológicas pueden tener esa misma función. Y ni qué decir, el principal convidado, para bien o para mal, en las relaciones de amor, que es el goce erótico, el goce sexual. Así como hay un dicho que dice que «en la cancha se ven los pingos», uno podría decir que en la cama se ven los amantes, ¿no?

Bueno, está claro que uno no puede ordenar el amor, sino que el amor lo ordena a uno. ¿Uno es una hoja en la tormenta cuando se enamora?

—Efectivamente, uno es hoja en la tormenta. Lo cual no impide que uno esté siempre buscando cómo lograr que esa hoja esté protegida de la tormenta y llegue a buen puerto. Cerrar los ojos no sirve para nada. Me viene ahora a la mente la frase de Los Redondos, que me parece maravillosa: «Te amo con mis ojos ciegos bien abiertos». Cerrar los ojos, insisto, no sirve para nada. Pero abrirlos bien no impide estar ciego. Porque ahí reaparece la misma cuestión: los seres humanos no podemos dejar de creer que vamos a lograr ordenar nuestra vida. Y está bien, en definitiva, que lo creamos, porque eso da un sustento para establecer las relaciones y llevarlas adelante. Pero en medio de nuestras creencias se meten el azar, la disparidad, el desencuentro. Se meten todos esos ingredientes que hacen que las acciones del ser humano finalmente se muestren como puras ilusiones. Pero cuando digo esto no soy descalificativo ni peyorativo, porque hay ilusiones que no se cumplen y otras muchas que sí se cumplen.

Veamos las que sí se cumplen. ¿Se acuerda de aquel libro de Vinicius de Moraes, Para vivir un gran amor? ¿Qué necesita uno para vivir un gran amor?

—Lo primero es animarse a correr el riesgo. Lo que yo observo en el consultorio, como una de las grandes barreras para el amor, es el temor de la mayoría de los humanos a correr el riesgo de la pérdida. Toda relación de amor presupone que alguno de los dos va a perder al otro. El otro puede morir o dejar de querernos. No hay ningún amor que no tenga en el horizonte la pérdida. Y hay que animarse a tolerar esa posibilidad. Mucha gente, porque no se anima a perder, vive perdiendo. Quiero decir: dan por perdido el amor antes de haberlo vivido. Eso es mucho más relevante, numéricamente, de lo que se supone. Inclusive, hay mucha gente a la que usted ve en pareja, casados o no, y sabe que ya no se aman. Uno los escucha hablar y se da cuenta de que no se animan a disolver su pareja y a armar otra nueva porque ya han dado por perdido el amor. Y han dado por perdido el amor, paradojalmente, para no perderlo. Cuando la realidad es que lo han perdido. Parece un juego de palabras pero es la realidad.

Hay un texto canónico sobre el amor, El banquete, de Platón. Allí los hombres discurren sobre el amor, pero cuando Sócrates decide preguntarle a alguien por el tema, elige a una mujer, Diótima. ¿Las mujeres saben más que los hombres sobre el amor?

Las mujeres hablan más que los hombres sobre el amor y saben más que los hombres. Estoy convencido. Los hombres somos muy ignorantes en el terreno del amor. Ya que trae a los griegos, podemos recordar el mito del pastor Dafnis: las mujeres le enseñaron las labores de pastoreo junto con el goce erótico. Por otro lado, ¿quiénes crían a los niños y transmiten conductas afectivas? Básicamente, las madres. El amor se aprende de las mujeres, no se aprende de la realidad. El saber lo tienen las mujeres, aunque creo que es un saber inconsciente. Ellas mismas no saben lo que saben, pero sí lo saben en su hacer. Y el hombre va a buscar en ellas. Después, el hombre alardea, en un rasgo muy típico suyo. Pero nombró El banquete y no puedo dejar de mencionar que Lacan le dedicó un seminario íntegro. Usó la pareja de Aquiles y Patroclo para mostrar el tipo de intercambio que se da en el amor: cómo de objeto se puede pasar a ser sujeto. Aquiles era el objeto de Patroclo. Cuando Patroclo muere, Aquiles llora sobre su tumba. En ese punto, Patroclo pasa a ser el objeto y Aquiles el sujeto. La situación se invierte y Lacan llama a ese proceso la metáfora del amor. 

¿El ejemplo sobre el que Lacan estudia el amor es el amor homosexual?

—Es que El banquete narra básicamente un encuentro de hombres, que incluye grandes amores homosexuales. Pero es cierto también que Lacan podría haber trabajado con cualquier otro material. En verdad, Lacan se burla un poco de la homosexualidad. No de la homosexualidad en sí, sino de la creencia habitual de las sociedades de discriminar entre homosexualidad o heterosexualidad. El plantea las cosas como identificación a la parte femenina o a la parte masculina de las modalidades de sexuación, cosa que es absolutamente comprobable. Cuando uno analiza a los homosexuales, en general capta que, cuando forman parejas que se estabilizan y se ordenan en relación al amor y no sólo al goce erótico sexual, lo hacen sobre la base de identificarse cada uno a alguna de las dos funciones (masculina y femenina).

Es muy curioso: es como si el amor fuera un relato sistematizado, que trasciende el tipo de pareja dentro de la que ocurre.

—Bueno, ahora le voy a citar yo a Roland Barthes. El dice que «como el relato, el amor es una historia que se cumple, en el sentido sagrado: es un programa que debe ser recorrido». Y esa historia incluye, no importa dentro de qué pareja ocurra, la etapa empedrada del enamoramiento y la definitiva del amor («infinito en tanto dure», decía Vinicius), cuando uno ya ha aprendido a soportar la carencia en el otro y en sí mismo. La relación empieza entonces a ser más pacífica, más sólida y más generosa.

COPYRIGHT CLARIN, 2002