Obras de S. Freud: Mi contacto con Josef Popper- Lynkeus (1932)

Mi contacto con Josef Popper- Lynkeus (1932)

Nota introductoria:
Este trabajo apareció por primera vez en Allgemeine NährpIlicht, publicación fundada con el auspicio de Josef Popper (1838-1921), en un número especial dedicado a conmemorar el décimo aniversario de su muerte. Freud había escrito un artículo de corte similar pero más breve diez años atrás, al producirse el fallecimiento de Popper (Freud, 1923f). En mi «Nota introductoria» a ese trabajo (AE, 19, pág. 279) se hallarán algunos datos referentes a este autor.

Las primeras páginas del presente estudio suministran en verdad una sinopsis, redactada con claridad y precisión características, de lo esencial de la teoría psicológica de Freud.

James Strachey

Fue en el invierno de 1899 cuando ante mí tuve al fin mi libro La interpretación de los sueños, posdatado para que apareciese como del nuevo siglo (1). Esa obra era el resultado de un trabajo que se extendió de cuatro a cinco años y que se engendró de una manera inusual. Habilitado por la Universidad para el tratamiento de enfermedades nerviosas, había intentado mantenerme a mí mismo y a mi familia en rápido aumento mediante la asistencia médica a los llamados «neuróticos» {«Nervösen»}, de los que había sobrados en nuestra sociedad. Pero la tarea resultó más difícil de lo que yo esperaba. Era evidente que los métodos usuales de tratamiento no servían de nada, o de muy poco; debían buscarse nuevos caminos. ¿Y cómo se podía pretender asistir a esos enfermos si no se comprendía nada de su padecimiento, nada de la causación de sus males, del significado de sus quejas? Entonces busqué con ahínco apoyo y enseñanza junto al maestro Charcot en París, junto a Bernheim en Nancy (2); una observación de mi amigo Josef Breuer, de Viena, más avezado que yo, pareció abrir por fin una nueva perspectiva para la comprensión y el influjo terapéutico.

Esas nuevas experiencias, en efecto, aportaron la certeza de que los enfermos a quienes llamábamos neuróticos padecían en cierto sentido de perturbaciones psíquicas y por eso debían ser tratados con medios psíquicos. Nuestro interés se vio llevado a la psicología. Ahora bien, era sin duda ínfimo e inutilizable para nuestros fines lo que podía dar de sí la ciencia del alma que dominaba en las escuelas filosóficas; debimos, pues, descubrir íntegramente tanto los métodos corno sus premisas teóricas. Trabajé entonces en esa dirección, primero en colaboración con Breuer y luego independientemente de él. Así terminé por elaborar una pieza de mi técnica: exhortaba a los enfermos a comunicarme sin someter a crítica todo cuanto se les pasara por la mente, aun ocurrencias cuya justificación no comprendieran o cuya comunicación les resultara penosa.

Cuando hacían caso de mi pedido, me referían también sus sueños, como si estos fueran de la misma clase que sus otros pensamientos. Era una clara señal de que debían ser valorados como otras producciones comprensibles. Pero ellos no eran comprensibles, sino ajenos, confusos, absurdos; así son justamente los sueños, y por ese motivo la ciencia los había desestimado como unos respingos del órgano del alma carentes de sentido y de fin. Si estaban en lo cierto mis pacientes, que no parecían sino repetir las viejas, milenarias, creencias de la humanidad acientífica, tenía frente a mí la tarea de una «interpretación de los sueños» que pudiese resistir la crítica de la ciencia.

Desde luego, al comienzo no comprendía de los sueños de mis pacientes más que los soñantes mismos. Pero aplicando a esos sueños, y en particular a los míos, el procedimiento de que ya me había valido en el estudio de otras formaciones psíquicas anormales, conseguí dar respuesta a la mayoría de los problemas que una interpretación de los sueños podía plantear. Las preguntas eran muchas: ¿con qué se sueña?, ¿por qué se sueña?, ¿a qué se deben las asombrosas peculiaridades que distinguen al sueño del pensar despierto?, y tantas más. Algunas de las respuestas fueron fáciles y vinieron a confirmar opiniones exteriorizadas antes; otras requirieron supuestos enteramente nuevos sobre el edificio y el modo de trabajo de nuestro aparato anímico. Se soñaba con lo que había movido al alma durante el día, en la vigilia; se soñaba para apaciguar las mociones que querían perturbar el dormir, y para que este pudiera continuar. Pero, ¿por qué aparecía el sueño tan ajeno, tan confuso y sin sentido, tan manifiestamente opuesto al contenido del pensar de vigilia, toda vez que se ocupaba del mismo material? Sin duda el sueño no era sino el sustituto de una actividad de pensamiento racional y admitía ser interpretado, o sea, traducido a una actividad así; pero lo que pedía explicación era el hecho de la desfiguración que el trabajo del sueño había emprendido en ese material racional y comprensible.

La desfiguración del sueño era el problema más profundo y difícil de la vida onírica. Y para su esclarecimiento se obtuvo lo que paso a exponer, que situó al sueño en la misma serie de otras formaciones psicopatológicas; por así decir, lo reveló como la psicosis normal del ser humano. Nuestra alma, ese precioso instrumento por medio del cual nos afirmamos en la vida, no es una unidad pacíficamente cerrada en el interior de sí, sino más bien comparable a un Estado moderno donde una masa ansiosa de gozar y destruir tiene que ser sofrenada por la violencia de un estrato superior juicioso. Todo lo que se agita en nuestra vida anímica y se procura expresión en nuestros pensamientos es retoño y subrogación de las múltiples pulsiones que nos son dadas en nuestra constitución corporal; pero no todas esas pulsiones son guiables y educables por igual, ni acatan de la misma manera los reclamos del mundo exterior y de la comunidad humana. Muchas de ellas han conservado su carácter originario indomeñado; si las dejáramos pasar, infaliblemente nos precipitaríamos a la ruina. Aleccionados entonces por los daños, hemos desarrollado en nuestra alma organizaciones que se contraponen, en calidad de inhibiciones, a la exteriorización pulsional directa. Lo que emerge de las fuentes de las fuerzas pulsionales como moción de deseo tiene que aprobar el examen a que lo someten nuestras instancias anímicas superiores, y si es reprobado se lo desestima y aparta de todo influjo sobre nuestra motilidad, vale decir, se coarta su ejecución. Y con harta frecuencia se rehusa a esos deseos aun el acceso a la conciencia, a la cual en general le es ajena hasta la existencia misma de las fuentes pulsionales peligrosas. Decimos entonces que estas mociones están reprimidas {desalojadas} para la conciencia y sólo se encuentran presentes en lo inconciente. Si lo reprimido consigue irrumpir por alguna parte hasta la conciencia, hasta la motilidad o hasta ambas, dejamos de ser normales. Desarrollamos entonces toda la serie de síntomas neuróticos y psicóticos. Mantener las inhibiciones y represiones que se han vuelto necesarias cuesta a nuestra vida anímica un gran gasto de fuerzas, del cual con gusto ella se libraría. El estado nocturno del dormir parece una buena oportunidad para ello, pues conlleva la suspensión de nuestras operaciones motrices. La situación no parece peligrosa y por eso moderamos la severidad de nuestros poderes internos de policía. No los replegamos del todo porque no se puede saber, acaso lo inconciente no duerma nunca. Y ahora produce su efecto el relajamiento de la presión que gravita sobre eso. Desde lo inconciente reprimido se elevan deseos que en el dormir hallarían expedito al menos el acceso a la conciencia. Si pudiéramos enterarnos de su contenido, este nos indignaría por su desmesura y aun por su mera posibilidad. Pero rara vez sucede, y cuando ocurre despertamos rapidísimo, presas de angustia. Por regla general nuestra conciencia no se entera del sueño tal como efectivamente fue concebido. Los poderes inhibidores -los llamamos «censura onírica»- no despertaron en plenitud, pero tampoco estaban dormidos del todo. Influyeron sobre el sueño mientras él pugnaba por expresarse en palabras e imágenes, eliminaron lo escandaloso, modificaron otra parte hasta volverla irreconocible, disolvieron nexos auténticos e introdujeron enlaces falsos, hasta que de la sincera pero brutal fantasía de deseo del sueño devino el sueño manifiesto recordado por nosotros, más o menos confuso, casi siempre ajeno e incomprensible. El sueño, la desfiguración onírica, es entonces la expresión de un compromiso, el testimonio del conflicto entre las mociones y los afanes inconciliables entre sí de nuestra vida anímica. Y no olvidemos que el mismo proceso, el mismo juego de fuerzas que nos explica el sueño del durmiente normal nos proporciona la clave para comprender todos los fenómenos neuróticos y psicóticos.

Pido disculpas por haberme ocupado hasta aquí tanto de mí mismo y de mi trabajo en los problemas del sueño; era una premisa necesaria para lo que sigue. Mi explicación de la desfiguración onírica me parecía nueva, en ninguna parte había hallado nada semejante. Años más tarde (no puedo ya precisar cuándo) cayeron en mis manos las Nantasien eines Realisten {Fantasías de un realista}, de Josef Popper-Lynkeus (3). Una de las historias contenidas en ese libro se titula «El soñar es como el velar» y no pudo menos que suscitar mi más vivo interés. En ella se describía a un hombre que podía gloriarse de no haber soñado nunca algo disparatado. Sus sueños podían ser fantásticos como los cuentos de hadas, pero no se situaban respecto del mundo de la vigilia en una contradicción tal que pudiera decirse tajantemente: «Son imposibles, o en sí y por sí absurdos». En mí terminología, esto equivale a afirmar que en ese hombre no se producía ninguna desfiguración onírica, y, de averiguarse la razón de la ausencia de esta última, se discerniría también la razón de su génesis. Popper otorga a su hombre la intelección cabal del fundamento de su peculiaridad. Le hace decir: «Tanto en mi pensar como en mi sentir rigen el orden y la armonía, que por otra parte nunca luchan entre sí. ( … ) Yo soy uno, no dividido; los otros están divididos, y sus dos partes, el velar y el soñar, se encuentran en guerra recíproca casi de continuo». Y, más adelante, acerca de la interpretación de los sueños: «No es por cierto una tarea fácil, pero con un poco de atención el soñante mismo debería poder llevarla a cabo siempre. ¿Por qué casi nunca lo consigue? Es que en el caso de ustedes parece haber algo escondido en el soñar, algo impúdico de algún tipo, un cierto secreto que difícilmente se expresa; y por eso tan a menudo el soñar de ustedes parece sin sentido, y aun un disparate. Empero, en el fundamento último en modo alguno es así; y no puede serlo, pues siempre se trata del mismo hombre, ya esté en vela o sueñe» (4).

Ahora bien, si prescindimos de la terminología psicológica, era la misma explicación de la desfiguración onírica que yo había tomado de mis trabajos sobre el sueño. La desfiguración era un compromiso, algo insincero por su naturaleza, el resultado de un conflicto entre pensar y sentir o, como yo había dicho, entre conciente y reprimido. Donde no había tal conflicto y no hacía falta reprimir nada, tampoco los sueños podían volverse ajenos y disparatados. En el hombre que no soñaba diversamente de lo que pensaba en la vigilia, Popper había hecho reinar esa misma armonía interior que, como reformador social, aspiraba a producir en un cuerpo político. Y si la ciencia nos dice que un hombre así, sin malicia ni falsía, y libre de todas las represiones, no existe en ninguna parte o su vida no sería viable, a pesar de ello uno puede colegir que ese estado ideal, hasta donde es posible una aproximación a él, se había realizado en la propia persona de Popper.

Subyugado por el encuentro con su sabiduría, empecé a leer el resto de sus escritos, sobre Voltaire, la religión, la guerra, el deber de suministrar alimentos a todos, etc., hasta que se delineó con claridad ante mis ojos la imagen de un hombre sencillo y grande que era un pensador y un crítico, al tiempo que un filántropo bondadoso y un reformador. Medité mucho sobre los derechos del individuo por los que él abogaba, y que de tan buena gana habría sustentado junto con él de no estorbármelo la consideración de que ni el comportamiento de la naturaleza ni las metas que la sociedad humana se ha fijado justifican del todo esos reclamos. Una fuerte simpatía me atrajo hacia él, pues era evidente que también había sentido dolorosamente la amarga condición del judío y la vacuidad de los ideales culturales contemporáneos. Sin embargo, nunca lo vi personalmente. El sabía de mi por conocidos comunes, y una vez hube de responderle una carta en que me pedía cierta información (5). Pero nunca fui a visitarlo. Mis innovaciones en la psicología me habían enajenado de mis contemporáneos, en particular los de mayor edad; hartas veces, al acercarme a un hombre a quien honrara desde mi apartamiento, me sentí como rechazado por su falta de comprensión hacia lo que se había convertido en el contenido de mi vida. Josef Popper venía por cierto de la física, fue amigo de Ernst Mach; no quise estropearme la impresión amistosa de nuestro acuerdo sobre el problema de la desfiguración onírica. Es así como pospuse mi visita a él hasta que fue demasiado tarde y sólo pude saludar su busto en el parque de nuestro Ayuntamiento.

Notas:
1- [Aparentemente se publicó el día 4 de noviembre de 1899. Cf. Freud (1900a), AE, 4, pág. 5.]
2- [Freud estuvo en París en el invierno europeo de 1885-86, y en Nancy en 1889. Su habilitación como Privatdozent {docente adscrito} en neurología, a la que alude antes, databa de 1885.]
3- [Esta colección de cuentos apareció, como La interpretación de los sueños, en 1899.]
4- [Fragmento de una cita mucho más extensa incluida en una nota al pie que Freud agregó en la edición de 1909 de La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, pág. 314, y que también reprodujo en su artículo anterior sobre Popper (19231), AE, 19, pág. 283n. Las tres versiones presentan leves diferencias.]
5- [En Freud (1960a) se hallará una carta de Freud a Popper fechada el 4 de agosto de 1916.  Freud escribió, asimismo, una breve valoración de Popper como «Introducción» (Freud, 1940g) al libro de Yisrael Doryon, Lynkeus’ New State (1940), reimpresa luego en otra obra de este autor, The Man Moses (1945-46), junto con algunas cartas que Freud le enviara (Freud, 1945-46). La posibilidad (sugerida por Doryon) de que la teoría de Freud (1939a) en cuanto a que Moisés era egipcio hubiera sido tomada de Popper quien había expresado la misma idea en una de las «fantasías de un realista»es examinada por aquel con cierto detenimiento en una de sus cartas a Doryon; pero se inclina a rechazar dicha posibilidad.]