Obras de Blanchot, Maurice: LA LITERATURA Y EL DERECHO A LA MUERTE (segunda parte)

LA LITERATURA Y EL DERECHO A LA MUERTE

Volver a la primera parte de ¨LA LITERATURA Y EL DERECHO A LA MUERTE¨

El escritor es el primero en engañarse, se engaña en el momento mismo en que engaña a los demás. Escuchémoslo de nuevo: ahora afirma que su función es escribir para los demás, que al escribir sólo ve el interés del lector. Lo afirma y lo cree. Pero no hay nada de eso. Pues si en un principio no estuviera atento a lo que hace, si no se interesara en la literatura como en su propia operación, ni siquiera podría escribir: no sería él quien escribiera, sino nadie. Por eso, aunque tome como garantía la seriedad de un ideal, aunque se atribuya valores estables, esa seriedad no es la suya y nunca puede fijarse de manera definitiva allí donde cree que está. Por ejemplo, escribe novelas, estas novelas implican ciertas afirmaciones políticas, de suerte que parece estar ligado a esa Causa. Los demás, los que están ligados directamente a ella, entonces se ven tentados a reconocer en él a uno de los suyos, a ver en su obra la prueba de que la Causa es, a las claras, su causa, pero, en cuanto la reivindican, en cuanto quieren mezclarse en esa actividad y apropiársela, se dan cuenta de que el escritor no juega las mismas cartas, de que sólo juega la partida consigo mismo, de que aquello que le interesa en la Causa es su propia operación, y helos ahí mistificados. Es comprensible la desconfianza que inspiran a los hombres comprometidos con un partido, a los que han tomado partido, los escritores que comparten su opinión; pues éstos también han tomado partido por la literatura, y la literatura, por su movimiento, niega a fin de cuentas la sustancia de lo que representa. Es su ley y su verdad. Y si renuncia a ellas para vincularse de un modo definitivo a una verdad exterior, entonces deja de ser literatura y el escritor que aún pretende serlo entra en otro aspecto de la mala fe. ¿Es necesario renunciar entonces a interesarse en cualquier cosa y volverse hacia la pared? Más, si esto se hace, el equívoco no es menos grande. Antes que nada, mirar la pared también equivale a volverse hacia el mundo, a recorrer el mundo. Cuando un escritor se hunde en la intimidad pura de una obra que sólo a él le interesa, a los demás –a los otros escritores y a los hombres de otra actividad– puede parecerles que al menos allí están tranquilos en su Cosa y su trabajo propios. Pero nada de eso. La obra creada por el solitario y encerrada en la soledad lleva en sí una visión que interesa a todo el mundo, lleva un juicio implícito sobre las otras obras, sobre los problemas del tiempo, se hace cómplice de lo que descuida, enemiga de lo que abandona, y su indiferencia se mezcla hipócritamente con la pasión de todos.

Lo sorprendente es que, en literatura, el engaño y la mistificación no sólo son inevitables sino que forman la probidad del escritor, la parte de esperanza y de verdad que hay en él. En estos tiempos, con frecuencia se habla de la enfermedad de las palabras, incluso hay irritación contra los que hablan de ella, se sospecha que enferman a las palabras para poder hablar al respecto. Es posible. El problema es que esta enfermedad también es la salud de las palabras. ¿Las desgarra el equívoco? Feliz equívoco sin el cual no habría diálogo. ¿Las falsea el malentendido? Pero ese malentendido es la posibilidad de nuestro entendimiento. ¿Las invade el vacío? Ese vacío es su propio sentido. Como es natural, un escritor siempre puede fijarse como ideal llamar al pan pan y al vino vino. Pero lo que no puede obtener es creerse entonces en camino de la curación y de la sinceridad. Por el contrario, es más mistificador que nunca, pues ni el pan es pan ni el vino vino, y quien lo afirma sólo tiene en perspectiva esta hipócrita violencia: Rolet es un bribón.

La impostura obedece a varias causas. Acabamos de ver la primera de ellas: la literatura está hecha de momentos diferentes, que se distinguen y se oponen. A esos momentos los separa la probidad que es analítica porque todo lo ve claro. Ante su mirada pasan sucesivamente el autor, la obra, el lector; sucesivamente el arte de escribir, la cosa escrita, la verdad de esa cosa o la Cosa misma; también de manera sucesiva, el escritor sin nombre, ausencia pura de sí mismo, ociosidad pura, luego el escritor que es trabajo, movimiento de una realización indiferente ante lo que realiza, en seguida el escritor que es resultado de ese trabajo y vale por ese resultado y no por ese trabajo, real tanto como lo es la cosa hecha, después el escritor, ya no afirmado sino negado por ese resultado, escritor que salva la obra efímera salvando de ella el ideal, la verdad de la obra, etc. El escritor no es sólo uno de esos momentos con exclusión de los demás, ni tampoco su totalidad planteada en su sucesión indiferente, sino el movimiento que los une y los unifica. De ello resulta que, cuando la conciencia honrada juzga al escritor, inmovilizándolo en una de esas formas, cuando pretende, por ejemplo, condenar la obra porque ésta es un fracaso, la otra probidad del escritor protesta en nombre de los demás momentos, en nombre de la pureza del arte, la que ve su triunfo en el fracaso y, asimismo, cada vez que el escritor es impugnado en alguno de sus aspectos, sólo puede reconocerse siempre como distinto, interpelado como autor de una bella obra, renegar de ella, admirado como inspiración y como genio, ver en sí sólo ejercicio y trabajo y, leído por todos, decir: ¿quién puede leerme? No he escrito nada. Este deslizamiento hace del escritor un perpetuo ausente y un irresponsable sin conciencia, pero también constituye la extensión de su presencia, de sus riesgos y de su responsabilidad.

La dificultad radica en que el escritor no sólo es varias personas en una, sino en que cada momento de sí mismo niega a todos los demás, lo exige todo para sí solo y no soporta ni conciliación ni compromiso. El escritor debe responder al mismo tiempo a varias órdenes absolutas y absolutamente diferentes, y su moral está hecha del encuentro y de la oposición de reglas implacablemente hostiles.

Una dice: No escribirás, seguirás siendo nada, guardarás silencio, desconocerás las palabras.

La otra: Conoce sólo las palabras. —Escribe para no decir nada.

—Escribe para decir algo.

—Ninguna obra, sino la vivencia de ti mismo, el conocimiento de lo que desconoces.

— ¡Una obra! Una obra real, reconocida por los demás e importante para ellos.

—Borra al lector.

—Desaparece ante el lector.

—Escribe para ser sincero.

—Escribe por la verdad.

—Entonces, sé mentira, pues escribir con vistas a la verdad es escribir lo que aún no es cierto y que tal vez nunca lo será.

—No importa, escribe para actuar. —Escribe, tú que tiene miedo de actuar. —Deja hablar en ti a la libertad.

— ¡oh! No dejes que la libertad sea palabra en ti.

¿Qué ley seguir? ¿Cuál voz oír? Pero, ¡el escritor debe seguirlas todas! Entonces, cuánta confusión: ¿no es la claridad su ley? Sí, también la claridad. Por tanto debe oponerse a sí mismo, negarse afirmándose, en la facilidad del día encontrar la hondura de la noche, en las tinieblas que nunca comienzan la luz cierta que no acaba. Debe salvar al mundo y ser el abismo, justificar la existencia y dar la palabra a lo inexistente; debe estar al fin de los tiempos, en la plenitud universal y es el origen, el nacimiento de lo que acaba de nacer. ¿Es todo eso? La literatura es todo eso en él. Pero, ¿no será más bien lo que quisiera ser, lo que en realidad no es? Entonces, no es nada. Más, ¿no es nada?

La literatura no es nada. Quienes la desprecian se equivocan al creer que la condenan considerando que no es nada. “Todo eso es sólo literatura.” De ese modo se opone a la acción, que es intervención concreta en el mundo, y a la palabra escrita, que sería manifestación pasiva en la superficie del mundo, y los que están del lado de la acción repudian la literatura que no actúa mientras los que buscan la pasión se hacen escritores para no actuar. Pero eso equivale a condenarla y a amar por abuso. Si en el trabajo se ve el poder de la historia, la que transforma al hombre transformando el mundo, fuerza es reconocer en la actividad del escritor la forma por excelencia del trabajo. ¿Qué hace el hombre que trabaja? Produce un objeto. Este objeto es la realización de un proyecto hasta entonces irreal; es la afirmación de una realidad diferente de los elementos que la constituyen y el porvenir de objetos nuevos, en la medida en que será instrumento capaz de fabricar otros objetos. Por ejemplo, tengo el proyecto de calentarme. Mientras ese proyecto sea sólo un deseo, ya puedo volverlo en todas sus facetas, no me calienta. Mas, he aquí que fabrico una estufa: la estufa transforma en verdad el vacío ideal que era mi deseo; afirma en el mundo la presencia de algo que no era y la afirma negando lo que antes había allí; antes, tenía ante mí piedras y tenía el arrabio; ahora, no hay ni piedras ni arrabio sino el resultado de esos elementos transformados, es decir, negados y destruidos por el trabajo. Con este objeto, he ahí cambiado al mundo. Cambiado con tanta mayor razón cuanto que esta estufa me permitirá fabricar otros objetos que, a su vez, negarán el estado pasado del mundo y prepararán su porvenir. Esos objetos que produje cambiando el estado de las cosas me cambiarán a su vez. La idea del calor no es nada, pero el calor real va a hacer de mi existencia otra existencia y todo lo que, en lo sucesivo, gracias a ese calor pueda hacer de nuevo también hará de mí alguien distinto. Así, dicen Hegel y Marx, se forma la historia, mediante el trabajo que realiza al ser negándolo y lo revela al término de la negación. [II]

Continúa en ¨LA LITERATURA Y EL DERECHO A LA MUERTE (tercera parte)¨

Notas:

[II] Esta interpretación de Hegel es expuesta por Alexandre Kojève en Introduction à la lecture de Hegel (lecciones sobre La fenomenología del Espíritu, reunidas y publicadas por Raymond Queneau).