Obras de M. Foucault, Historia De La Sexualidad I: El dispositivo de sexualidad (Periodización)

IV. EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD

4. PERIODIZACIÓN
La historia de la sexualidad —si se quiere centrarla en los
mecanismos de represión— supone dos rupturas. Una, durante el
siglo XVII: nacimiento de las grandes prohibiciones, valoración de la
sexualidad adulta y matrimonial únicamente, imperativos de decencia,
evitación obligatoria del cuerpo, silencios y pudores imperativos del
lenguaje; la otra, en el siglo XX: no tanto ruptura, por lo demás, como
inflexión de la curva: en tal momento los mecanismos de la represión
habrían comenzado a aflojarse; se habría pasado de las prohibiciones
sexuales apremiantes a una tolerancia relativa respecto de las
relaciones prenupciales o extramatrimoniales; la descalificación de los
«perversos» se habría atenuado, y borrado en parte su condena por la
ley; se habrían levantado en buena medida los tabúes que pesaban
sobre la sexualidad infantil.
Hay que intentar seguir la cronología de esos procedimientos:
las invenciones, las mutaciones instrumentales, las remanencias. Pero
existe también el calendario de su utilización, la cronología de su
difusión y de los defectos que inducen (de sujeción o resistencia).
Esos fechados múltiples indudablemente no coinciden con el gran
ciclo represivo que de ordinario se sitúa entre los siglos XVII y XX.
1] La cronología de las técnicas mismas se remonta muy atrás.
Hay que buscar su punto de formación en las prácticas penitenciales
del cristianismo medieval o, mejor, en la doble serie constituida por la
confesión obligatoria, exhaustiva y periódica impuesta a todos los
fieles en el concilio de Letrán, y por los métodos del ascetismo, del
ejercicio espiritual y del misticismo desarrollados con particular
intensidad desde el siglo XIV. Primero la Reforma, luego el catolicismo
tridentino marcaron una mutación importante y una escisión en lo que
se podría llamar la «tecnología tradicional de la carne». Escisión cuya
profundidad no debe ser ignorada; ello no excluye sin embargo cierto
paralelismo entre los métodos católicos y protestantes del examen de
conciencia y de la dirección pastoral: aquí y allá se fijan, con diversas
sutilezas, procedimientos de análisis y de formulación discursiva de la
«concupiscencia». Técnica rica, refinada, que se desarrolló a partir del
siglo XVI a través de largas elaboraciones teóricas y se fijó a fines del
XVIII en fórmulas que pueden simbolizar, por un lado, el rigorismo
mitigado de Alfonso de Liguori, y, por otro, la pedagogía de Wesley.
Ahora bien, en esas postrimerías del siglo XVIII, y por razones
que habrá que determinar, nació una tecnología del sexo enteramente
nueva; nueva, pues sin ser de veras independiente de la temática del
pecado, escapaba en lo esencial a la institución eclesiástica. Por
mediación de la medicina, la pedagogía y la economía, hizo del sexo
no sólo un asunto laico, sino un asunto de Estado; aún más: un
asunto en el cual todo el cuerpo social, y casi cada uno de sus
individuos, era instado a vigilarse. Y nueva, también, pues se
desarrollaba según tres ejes: el de la pedagogía, cuyo objetivo era la
sexualidad específica del niño; el de la medicina, cuyo objetivo era la
fisiología sexual de las mujeres; y el de la demografía finalmente, cuyo
objetivo era la regulación espontánea o controlada de los nacimientos.
El «pecado de juventud», las «enfermedades de los nervios» y los
«fraudes a la procreación» (como más tarde se llamó a esos «funestos
secretos») señalaron así los tres dominios privilegiados de aquella
nueva tecnología. Sin duda, en cada uno de esos puntos retomó, no
sin simplificarlos, métodos ya formados por el cristianismo: la
sexualidad infantil ya estaba problematizada en la pedagogía
espiritual del cristianismo (no es indiferente que el primer tratado
consagrado al pecado De mollities haya sido escrito en el siglo XV por
Gerson, educador y místico; y que la colección Onania, redactada por
Dekker en el siglo XVIII vuelva palabra por palabra a ejemplos
establecidos por la pastoral anglicana); la medicina de los nervios y
los vapores, en el siglo XVIII, retomó a su vez el dominio de análisis
descubierto ya en el momento en que los fenómenos de posesión
abrieron una crisis grave en las prácticas tan «indiscretas» de la
dirección de conciencia y del examen espiritual (la enfermedad
nerviosa no es, por cierto, la verdad de la posesión; pero la medicina
de la histeria no carece de relación con la antigua dirección de los
«obsesos»); y las campañas a propósito de la natalidad desplazan bajo
otra forma y en otro nivel el control de las relaciones conyugales, cuyo
examen la penitencia cristiana había perseguido con tanta
obstinación. Continuidad visible, pero que no impide una
trasformación capital: la tecnología del sexo, a partir de ese momento,
empezó a responder a la institución médica, a la exigencia de
normalidad, y más que al problema de la muerte y el castigo eterno, al
problema de la vida y la enfermedad. La «carne» es proyectada sobre
el organismo.
Tal mutación se sitúa en el tránsito del siglo XVIII al XIX; abrió el
camino a muchas otras trasformaciones derivadas de ella. Una, en
primer lugar, separó la medicina del sexo de la medicina general del
cuerpo; aisló un «instinto» sexual susceptible —incluso sin alteración
orgánica— de presentar anomalías constitutivas, desviaciones
adquiridas, dolencias o procesos patológicos. La Psychopathia
sexualis de Heinrich Kaan, en 1846, puede servir como indicador: de
entonces data la relativa autonomización del sexo respecto del
cuerpo, la aparición correlativa de una medicina, de una «ortopedia»
específica, la apertura, en una palabra, de ese gran dominio médicopsicológico
de las «perversiones», que relevó a las viejas categorías
morales del libertinaje o el exceso. En la misma época, el análisis de
la herencia otorgaba al sexo (relaciones sexuales, enfermedades
venéreas, alianzas matrimoniales, perversiones) una posición de
«responsabilidad biológica» en lo tocante a la especie: el sexo no sólo
podía verse afectado por sus propias enfermedades, sino también, en
el caso de no controlarse, trasmitir enfermedades o bien creárselas a
las generaciones futuras: así aparecía en el principio de todo un
capital patológico de la especie. De ahí el proyecto médico y también
político de organizar una administración estatal de los matrimonios,
nacimientos y sobrevivencias; el sexo y su fecundidad requieren una
gerencia. La medicina de las perversiones y los programas de
eugenesia fueron en la tecnología del sexo las dos grandes
innovaciones de la segunda mitad del siglo XIX.
Innovaciones que se articularon fácilmente, pues la teoría de la
«degeneración» les permitía referirse perpetuamente la una a la otra;
explicaba cómo una herencia cargada de diversas enfermedades —
orgánicas, funcionales o psíquicas, poco importa— producía en
definitiva un perverso sexual (buscad en la genealogía de un
exhibicionista o de un homosexual: encontraréis un antepasado
hemipléjico, un padre tísico o un tío con demencia senil); pero también
explicaba cómo una perversión sexual inducía un agotamiento de la
descendencia —raquitismo infantil, esterilidad de las generaciones
futuras. El conjunto perversión-herencia-degeneración constituyó el
sólido núcleo de nuevas tecnologías del sexo. Y no hay que imaginar
que se trataba sólo de una teoría médica científicamente insuficiente y
abusivamente moralizadora. Su superficie de dispersión fue amplia, y
profunda su implantación. Psiquiatría, jurisprudencia también, y
medicina legal, instancias de control social, vigilancia de niños
peligrosos o en peligro, funcionaron mucho tiempo con arreglo a la
teoría de la degeneración, al sistema herencia-perversión. Toda una
práctica social, cuya forma exasperada y a la vez coherente fue el
racismo de Estado, dio a la tecnología del sexo un poder temible y
efectos remotos.
Y se comprendería mal la posición del psicoanálisis, a fines del
siglo XIX, si no se viera la ruptura que operó respecto al gran sistema
de la degeneración: volvió al proyecto de una tecnología médica
propia del instinto sexual, pero buscó emanciparla de sus
correlaciones con la herencia y, por consiguiente, con todos los
racismos y todos los eugenismos. Podemos ahora volver sobre lo que
podía haber de voluntad normalizadora en Freud; también se puede
denunciar el papel desempeñado desde hace años por la institución
psicoanalítica; en la gran familia de las tecnologías del sexo, que se
remonta tan lejos en la historia del Occidente cristiano, y entre las que
en el siglo XIX emprendieron la medicalización del sexo, el
psicoanálisis fue hasta la década de 1940 la que se opuso,
rigurosamente, a los efectos políticos e institucionales del sistema
perversión-herencia-degeneración.
Ya se ve: la genealogía de todas esas técnicas, con sus
mutaciones, desplazamientos, continuidades y rupturas, no coincide
con la hipótesis de una gran fase represiva inaugurada durante la
edad clásica y en vías de concluir lentamente en el siglo XIX. Más
bien hubo una inventiva perpetua, una constante abundancia de
métodos y procedimientos, con dos momentos particularmente
fecundos en esta proliferante historia: hacia mediados del siglo XVI, el
desarrollo de los procedimientos de dirección y examen de conciencia;
a comienzos del siglo XIX, la aparición de las tecnologías médicas del
sexo.
2] Pero todo eso no consistiría todavía sino en un fechado de las
técnicas mismas. Fue otra la historia de su difusión y su punto de
aplicación. Si se escribe la historia de la sexualidad en términos de
represión y si se refiere esa represión a la utilización de la fuerza de
trabajo, es preciso suponer que los controles sexuales fueron más
intensos y cuidadosos cuando se refirieron a las clases pobres; se
debe imaginar que siguieron las líneas de la mayor dominación y la
explotación más sistemática: el hombre adulto, joven, que no poseía
sino su fuerza para vivir, debería ser el primer blanco de una sujeción
destinada a desplazar las energías disponibles desde el placer inútil
hacia el trabajo obligatorio. Pero no parece que las cosas hayan
sucedido así. Al contrario, las técnicas más rigurosas se formaron y,
sobre todo, se aplicaron en primer lugar y con más intensidad en las
clases económicamente privilegiadas y políticamente dirigentes. La
dirección de las conciencias, el examen de sí, toda la larga
elaboración de los pecados de la carne, la localización escrupulosa de
la concupiscencia, fueron otros tantos procedimientos sutiles que no
podían ser accesibles sino a grupos restringidos. El método
penitencial de Alfonso de Liguori, las reglas propuestas a los
metodistas por Wesley, les aseguraron, es cierto, una difusión más
amplia; pero al precio de una considerable simplificación. Lo mismo
podría decirse de la familia como instancia de control y punto de
saturación sexual: fue en primer término en la familia «burguesa» o
«aristocrática» donde se problematizó la sexualidad de los niños y
adolescentes; donde se medicalizó la sexualidad femenina; y donde
se alertó sobre la posible patología del sexo, la urgente necesidad de
vigilarlo y de inventar una tecnología racional de corrección. Fue allí el
primer lugar de la psiquiatrización del sexo. Fue la primera que entró
en eretismo sexual, provocándose miedos, inventando recetas,
apelando al socorro de técnicas científicas, suscitando innumerables
discursos para repetírselos a sí misma. La burguesía comenzó por
considerar su propio sexo como cosa importante, frágil tesoro,
secreto que era indispensable conocer. El personaje invadido en
primer lugar por el dispositivo de sexualidad, uno de los primeros en
verse «sexualizado», fue, no hay que olvidarlo, la mujer «ociosa», en los
límites de lo «mundano», donde debía figurar siempre como un valor, y
de la familia, donde se le asignaba un nuevo lote de obligaciones
conyugales y maternales: así apareció la mujer «nerviosa», la mujer
que sufría de «vapores»; allí encontró su ancoraje la histerización de la
mujer. En cuanto al adolescente que dilapidaba en placeres secretos
su futura sustancia, el niño onanista que preocupó tanto a médicos y
educadores desde fines del siglo XVIII hasta fines del XIX, no era el
niño del pueblo, el futuro obrero, a quien habría sido necesario
inculcarle las disciplinas del cuerpo; era el colegial, el jovencito
rodeado de sirvientes, preceptores y gobernantas, y que corría el
riesgo de comprometer menos una fuerza física que capacidades
intelectuales, un deber moral y la obligación de conservar para su
familia y su clase una descendencia sana.
Frente a ello, las capas populares escaparon durante mucho
tiempo al dispositivo de «sexualidad». Ciertamente, estaban sometidas
según modalidades particulares al dispositivo de las «alianzas»:
valoración del matrimonio legítimo y la fecundidad, exclusión de las
uniones consanguíneas, prescripciones de endogamia social y local.
Es poco probable, en cambio, que la tecnología cristiana de la carne
haya tenido nunca gran importancia para ellas. Los mecanismos de
sexualización penetraron lentamente en esas capas, y sin duda en
tres etapas sucesivas. Primero a propósito de los problemas de
natalidad, cuando a fines del siglo XVIII se descubrió que el arte de
engañar a la naturaleza no era un privilegio de citadinos y libertinos,
sino que era conocido y practicado por quienes, cercanos a la
naturaleza, deberían sentir por tal arte más repugnancia que los
demás. Luego, cuando la organización de la familia «canónica»,
alrededor de 1830, pareció un instrumento de control político y
regulación económica indispensable para la sujeción del proletariado
urbano: gran campaña en pro de la «moralización de las clases
pobres». Finalmente, cuando a fines del siglo XIX se desarrolló el
control judicial y médico de las perversiones, en nombre de una
protección general de la sociedad y la raza. Puede decirse que
entonces el dispositivo de «sexualidad», elaborado en sus formas más
complejas y más intensas por y para las clases privilegiadas, se
difundió en el cuerpo social entero. Pero no adquirió en todas partes
las mismas formas ni utilizó los mismos instrumentos (los papeles
respectivos de la instancia médica y la instancia judicial no fueron los
mismos aquí y allá; ni tampoco la manera en que funcionó la medicina
de la sexualidad).
Estos recordatorios cronológicos —ya se trate de la invención de
las técnicas o del calendario de su difusión— poseen su importancia.
Tornan muy dudosa la idea de un ciclo represivo, con un comienzo y
un fin, dibujando al menos una curva con sus puntos de inflexión:
probablemente no hubo una edad de la restricción sexual; y también
hacen dudar de la homogeneidad del proceso en todos los niveles de
la sociedad y en todas las clases; no existió una política sexual
unitaria. Pero sobre todo vuelven problemático el sentido del proceso
y sus razones de ser: al parecer, el dispositivo de sexualidad no fue
erigido como principio de limitación del placer de los demás por parte
de lo que era tradicional denominar las «clases dirigentes». Parece
más bien que lo ensayaron primero en sí mismas. ¿Nuevo avatar de
ese ascetismo burgués tantas veces descrito a propósito de la
Reforma, de la nueva ética del trabajo y de la expansión del
capitalismo? Precisamente, pareciera no tratarse de un ascetismo o,
en todo caso, de una renuncia al placer, de una descalificación de la
carne, sino, por el contrario, de una intensificación del cuerpo, una
problematización de la salud y sus condiciones de funcionamiento; de
nuevas técnicas para «maximizar» la vida. Más que de una represión
del sexo de las clases explotables, se trató del cuerpo, del vigor, de la
longevidad, de la progenitura y de la descendencia de las clases
«dominantes». Allí fue establecido, en primera instancia, el dispositivo
de sexualidad en tanto que distribución nueva de los placeres, los
discursos, las verdades y los poderes. Hay que sospechar en ello la
autoafirmación de una clase más que el avasallamiento de otra: una
defensa, una protección, un refuerzo y una exaltación que luego
fueron —al precio de diferentes trasformaciones— extendidos a las
demás como medio de control económico y sujeción política. En esta
invasión de su propio sexo por una tecnología de poder que ella
misma inventaba, la burguesía hizo valer el alto precio político de su
cuerpo, sus sensaciones, sus placeres, su salud y su supervivencia.
No aislemos en todos esos procedimientos lo que tengan en materia
de restricciones, pudores, esquivamientos o silencio, a fin de referirlos
a alguna prohibición constitutiva o represión (*) o instinto de muerte. Fue
un arreglo político de la vida, y se constituyó en una afirmación de sí,
no en el sometimiento de otro. Y lejos de que la clase que se volvía
hegemónica en el siglo XVIII haya creído deber amputar a su cuerpo
un sexo inútil, gastador y peligroso no bien no estaba limitado a la
reproducción, se puede decir por el contrario que se otorgó un cuerpo
al que había que cuidar, proteger, cultivar y preservar de todos los
peligros y todos los contactos, y aislar de los demás para que
conservase su valor diferencial; y dotándose para ello, entre otros
medios, de una tecnología del sexo.
El sexo no fue una parte del cuerpo que la burguesía tuvo que
descalificar o anular para inducir al trabajo a los que dominaba. Fue el
elemento de sí misma que la inquietó más que cualquier otro, que la
preocupó, exigió y obtuvo sus cuidados, y que ella cultivó con una
mezcla de espanto, curiosidad, delectación y fiebre. Con él identificó
su cuerpo, o al menos se lo sometió, adjudicándole un poder
misterioso e indefinido; bajo su férula puso su vida y su muerte,
volviéndolo responsable de su salud futura; en él invirtió su futuro,
suponiendo que tenía efectos ineluctables sobre la descendencia; le
subordinó su alma, pretendiendo que él constituía su elemento más
secreto y determinante. No imaginemos a la burguesía castrándose
simbólicamente para rehusar mejor a los demás el derecho de tener
un sexo y usarlo libremente. Más bien, a partir de mediados del siglo
XVIII, hay que verla empeñada en proveerse de una sexualidad y
constituirse a partir de ella un cuerpo específico, un cuerpo «de clase»,
dotado de una salud, una higiene, una descendencia, una raza:
autosexualización de su cuerpo, encarnación del sexo en su propio
cuerpo, endogamia del sexo y el cuerpo. Diversas razones, sin duda,
había para ello.
En primer lugar, una trasposición, en otras formas, de los
procedimientos utilizados por la nobleza para señalar y mantener su
distinción de casta; pues la aristocracia nobiliaria también había
afirmado la especificidad de su cuerpo, pero por medio de la sangre,
es decir, por la antigüedad de las ascendencias y el valor de las
alianzas; la burguesía, para darse un cuerpo, miró en cambio hacia la
descendencia y la salud de su organismo. El sexo fue la «sangre» de
la burguesía. No es un juego de palabras: muchos de los temas
propios de las maneras de casta de la nobleza reaparecen en la
burguesía del siglo XIX, pero en forma de preceptos biológicos,
médicos, eugenésicos; la preocupación genealógica se volvió
preocupación por la herencia; en los matrimonios se tomaron en
cuenta no sólo imperativos económicos y reglas de homogeneidad
social, no sólo las promesas de la herencia económica sino las
amenazas de la herencia biológica; las familias llevaban y escondían
una especie de blasón invertido y sombrío cuyos cuartos infamantes
eran las enfermedades o taras de la parentela —la parálisis general
del abuelo, la neurastenia de la madre, la tisis de la hermana menor,
las tías histéricas o erotómanas, los primos de malas costumbres.
Pero en ese cuidado del cuerpo sexual había algo más que la
trasposición burguesa de los temas de la nobleza con propósitos de
afirmación de sí. También se trataba de otro proyecto: el de una
expansión indefinida de la fuerza, del vigor, de la salud, de la vida. La
valoración del cuerpo debe ser enlazada con el proceso de
crecimiento y establecimiento de la hegemonía burguesa: no a causa,
sin embargo, del valor mercantil adquirido por la fuerza de trabajo,
sino en virtud de lo que la «cultura» de su propio cuerpo podía
representar políticamente, económicamente e históricamente tanto
para el presente como para el porvenir de la burguesía. En parte, su
dominación dependía de aquélla; no se trataba sólo de un asunto
económico o ideológico, sino también «físico». Lo atestiguan las obras
tan numerosas publicadas a fines del siglo XVIII sobre la higiene del
cuerpo, el arte de la longevidad, los métodos para tener hijos
saludables y conservarlos vivos el mayor tiempo posible, los
procedimientos para mejorar la descendencia humana; así atestiguan
la correlación de ese cuidado del cuerpo y el sexo con un «racismo»,
pero muy diferente del manifestado por la nobleza, orientado a fines
esencialmente conservadores. Se trataba de un racismo dinámico, de
un racismo de la expansión, incluso si aún se encontraba en estado
embrionario y si tuvo que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX
para dar los frutos que nosotros hemos saboreado.
Que me perdonen aquellos para quienes burguesía significa
elisión del cuerpo y represión [refoulement] de la sexualidad, aquellos
para quienes lucha de clases implica combate para anular esa
represión. La «filosofía espontánea» de la burguesía quizá no es tan
idealista ni castradora como se dice; en todo caso, una de sus
primeras preocupaciones fue darse un cuerpo y una sexualidad —
asegurarse la fuerza, la perennidad, la proliferación secular de ese
cuerpo mediante la organización de un dispositivo de sexualidad. Y tal
proceso estuvo ligado al movimiento con el que afirmaba su diferencia
y su hegemonía. Sin duda hay que admitir que una de las formas
primordiales de la conciencia de clase es la afirmación del cuerpo; al
menos ése fue el caso de la burguesía durante el siglo XVIII; convirtió
la sangre azul de los nobles en un organismo con buena salud y una
sexualidad sana; se comprende por qué empleó tanto tiempo y opuso
tantas reticencias para reconocer un cuerpo y un sexo a las demás
clases, precisamente a las que explotaba. Las condiciones de vida del
proletariado, sobre todo en la primera mitad del siglo XIX, muestran
que se estaba lejos de tomar en cuenta su cuerpo y su sexo:1 poco
importaba que aquella gente viviera o muriera; de todos modos se
reproducían. Para que el proletariado apareciera dotado de un cuerpo
y una sexualidad, para que su salud, su sexo y su reproducción se
convirtiesen en problema, se necesitaron conflictos (en particular a
propósito del espacio urbano: cohabitación, proximidad,
contaminación, epidemias —como el cólera en 1832— o aun
prostitución y enfermedades venéreas); fueron necesarias urgencias
económicas (desarrollo de la industria pesada con la necesidad de
una mano de obra estable y competente, obligación de controlar el
flujo de población y de lograr regulaciones demográficas); fue
finalmente necesaria la erección de toda una tecnología de control
que permitiese mantener bajo vigilancia ese cuerpo y esa sexualidad
que al fin se le reconocía (la escuela, la política habitacional, la
higiene pública, las instituciones de socorro y seguro, la
medicalización general de las poblaciones —en suma, todo un
aparato administrativo y técnico permitió llevar a la clase explotada,
sin peligro, el dispositivo de sexualidad; ya no se corría el riesgo de
que el mismo desempeñara un papel de afirmación de clase frente a
la burguesía; seguía siendo el instrumento de la hegemonía de esta
última). De allí, sin duda, las reticencias del proletariado a aceptar ese
dispositivo; de allí su tendencia a decir que toda esa sexualidad es un
asunto burgués que no le concierne.
Hay quienes creen poder denunciar a la vez dos hipocresías
simétricas: una, dominante, de la burguesía que negaría su propia
sexualidad; otra, inducida, del proletariado que por aceptación de la
ideología de enfrente rechaza la propia. Esto es no comprender el
proceso por el cual la burguesía, al contrario, se dotó, en una
afirmación política arrogante, de una sexualidad parlanchina que el
proletariado por mucho tiempo no quiso aceptar, ya que le era
impuesta con fines de sujeción. Si es verdad que la «sexualidad» es el
conjunto de los efectos producidos en los cuerpos, los
comportamientos y las relaciones sociales por cierto dispositivo
dependiente de una tecnología política compleja, hay que reconocer
que ese dispositivo no actúa de manera simétrica aquí y allá, que por
lo tanto no produce los mismos efectos. Hay pues que volver a
formulaciones desacreditadas desde hace mucho; hay que decir que
existe una sexualidad burguesa, que existen sexualidades de clase.
O más bien que la sexualidad es originaria e históricamente burguesa
y que induce, en sus desplazamientos sucesivos y sus trasposiciones,
efectos de clase de carácter específico.
Una palabra más. En el curso del siglo XIX hubo, pues, una
generalización del dispositivo de sexualidad a partir de un foco
hegemónico. En última instancia, aunque de un modo y con
instrumentos diferentes, el cuerpo social entero fue dotado de un
«cuerpo sexual». ¿Universalidad de la sexualidad? Allí vemos que se
introduce un nuevo elemento diferenciador. Un poco como la
burguesía, a fines del siglo XVIII, había opuesto a la sangre valiosa de
los nobles su propio cuerpo y su sexualidad preciosa, así, a fines del
siglo XIX, buscó redefinir la especificidad de la suya frente a la de los
otros, trazar una línea divisoria que singularizara y protegiera su
cuerpo. Esta línea ya no será la que instaura la sexualidad, sino una
línea que, por el contrario, la intercepta; la diferencia proviene de la
prohibición o, por lo menos, del modo en que se ejerce y del rigor con
que se impone. La teoría de la represión, que poco a poco recubrirá
todo el dispositivo de sexualidad y le dará el sentido de una
prohibición generalizada, tiene allí su punto de origen. Está
históricamente ligada a la difusión del dispositivo de sexualidad. Por
un lado, va a justificar su extensión autoritaria y coercitiva formulando
el principio de que toda sexualidad debe estar sometida a la ley o,
mejor aún, que no es sexualidad sino por el efecto de la ley: no sólo
debe uno someter su sexualidad a la ley, sino que únicamente tendrá
una sexualidad si se sujeta a la ley. Pero, por otro lado, la teoría de la
represión compensará esa difusión general del dispositivo de
sexualidad por el análisis del juego diferencial de las prohibiciones
según las clases sociales. Del discurso que, a fines del siglo XVIII,
decía: «hay en nosotros un elemento de alto precio al que conviene
temer y tratar con tino, al que corresponde aportar todos nuestros
cuidados si no queremos que engendre males infinitos», se pasó a un
discurso que dice: «nuestra sexualidad, a diferencia de la de los otros,
está sometida a un régimen de represión tan intenso que desde ahora
reside allí el peligro; el sexo no sólo es un secreto temible, como no
dejaban de decirlo a las generaciones anteriores los directores de
conciencia, los moralistas, los pedagogos y los médicos, no sólo hay
que desenmascararlo en su verdad, sino que si trae consigo tantos
peligros, se debe a que durante demasiado tiempo —escrúpulo,
sentido excesivamente agudo del pecado, hipocresía, lo que se
prefiera— lo hemos reducido al silencio». A partir de allí la
diferenciación social se afirmará no por la calidad «sexual» del cuerpo
sino por la intensidad de su represión.
El psicoanálisis se inserta en este punto: teoría de la relación
esencial entre la ley y el deseo y, a la vez, técnica para eliminar los
efectos de lo prohibido allí donde su rigor lo torna patógeno. En su
emergencia histórica, el psicoanálisis no puede disociarse de la
generalización del dispositivo de sexualidad y de los mecanismos
secundarios de diferenciación que en él se produjeron. También
desde este punto de vista el problema del incesto es significativo. Por
una parte, como se ha visto, su prohibición es planteada como
principio absolutamente universal que permite pensar a un tiempo el
sistema de alianza y el régimen de sexualidad; esa prohibición, en una
u otra forma, es válida pues para toda sociedad y todo individuo. Pero
en la práctica, el psicoanálisis asume como tarea eliminar, en quienes
están en posición de utilizarlo, los efectos de represión [refoulement]
que puede inducir; les permite articular en discurso su deseo
incestuoso. Ahora bien, en la misma época se organizaba una caza
sistemática de las prácticas incestuosas, tal como existían en el
campo o en ciertos medios urbanos a los que no tenía acceso el
psicoanálisis: una apretada división en zonas administrativas y
judiciales fue montada para ponerles un término; toda una política de
protección de la infancia o de puesta bajo tutela de los menores «en
peligro» tenía como objetivo, en parte, su retirada de las familias
sospechosas de practicar el incesto —por falta de lugar, proximidad
dudosa, hábito del libertinaje, «primitivismo» salvaje o degeneración.
Mientras que el dispositivo de sexualidad, desde el siglo XVIII, había
intensificado las relaciones afectivas, las proximidades corporales
entre padres e hijos, y hubo una perpetua incitación al incesto en la
familia burguesa, el régimen de sexualidad aplicado a las clases
populares implica en cambio la exclusión de las prácticas incestuosas
o al menos su desplazamiento hacia otra forma. En la época en que el
incesto, por un lado, es perseguido en tanto que conducta, el
psicoanálisis, por el otro, se empeña en sacarlo a la luz en tanto que
deseo y eliminar el rigor que lo reprime. No hay que olvidar que el
descubrimiento del Edipo fue contemporáneo de la organización
jurídica de la inhabilitación paternal (en Francia, por las leyes de 1889
y 1898). En el momento en que Freud descubría cuál era el deseo de
Dora y le permitía ser formulado, la sociedad se armaba para impedir
en otras capas sociales todas esas proximidades censurables; el
padre, por una parte, era convertido en objeto de obligado amor; pero,
por la otra, si era amante resultaba disminuido por la ley. Así el
psicoanálisis, como práctica terapéutica reservada, desempeñaba un
papel diferenciador respecto de otros procedimientos dentro de un
dispositivo de sexualidad ahora generalizado. Los que perdieron el
privilegio exclusivo de preocuparse por su sexualidad gozaron a partir
de entonces del privilegio de experimentar más que los demás lo que
la prohibe y de poseer el método que permite vencer la represión
[refoulement].
La historia del dispositivo de sexualidad, tal como se desarrolló
desde la edad clásica, puede valer como arqueología del
psicoanálisis. En efecto, ya lo vimos: éste desempeña en tal
dispositivo varios papeles simultáneos: es mecanismo de unión de la
sexualidad con el sistema de alianza; se establece en posición
adversa a la teoría de la degeneración; funciona como elemento
diferenciador en la tecnología general del sexo. La gran exigencia de
confesión formada muchísimo antes adquiere en él el sentido nuevo
de una conminación a levantar la represión. La tarea de la verdad se
halla ahora ligada a la puesta en entredicho de lo prohibido.
Pero eso mismo abría la posibilidad de un desplazamiento
táctico considerable: reinterpretar todo el dispositivo de sexualidad en
términos de represión [répression] generalizada; vincularla con
mecanismos generales de dominación y explotación; y ligar unos con
otros los procesos que permiten liberarse de unas y otras. Así se
formó alrededor de Reich, entre las guerras mundiales, la crítica
histérico-política de la represión sexual. El valor de esa crítica y sus
efectos sobre la realidad fueron considerables. Pero la posibilidad
misma de su éxito estaba vinculada al hecho de que se desplegaba
siempre dentro del dispositivo de sexualidad, y no fuera de él o contra
él. El hecho de que tantas cosas hayan podido cambiar en el
comportamiento sexual de las sociedades occidentales sin que se
haya realizado ninguna de las promesas o condiciones políticas que
Reich consideraba necesarias, basta para probar que toda la
«revolución» del sexo, toda la lucha «antirrepresiva» no representaba
nada más, ni tampoco nada menos —lo que ya era importantísimo—,
que un desplazamiento y un giro tácticos en el gran dispositivo de
sexualidad. Pero también se comprende por qué no se podía pedir a
esa crítica que fuera el enrejado para una historia de ese mismo
dispositivo. Ni el principio de un movimiento para desmantelarlo.

* Refoulement. Represión en su acepción psicoanalítica. [T.]
1 Cf. K. Marx, El capital, libro I. cap. viii. 2. «La hambruna de plustrabajo», México, Siglo XXI
Editores, 1975.

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