Obras de M. Foucault, Historia De La Sexualidad I: EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD

IV. EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD

¿De qué se trata en esta serie de estudios? De trascribir como
historia la fábula de las Joyas indiscretas.
Entre sus emblemas, nuestra sociedad lleva el del sexo que
habla. Del sexo sorprendido e interrogado que, a la vez constreñido y
locuaz, responde inagotablemente. Cierto mecanismo, lo bastante
maravilloso como para tornarse él mismo invisible, lo capturó un día. Y
en un juego donde el placer se mezcla con lo involuntario y el
consentimiento con la inquisición, le hace decir la verdad de sí y de
los demás. Desde hace muchos años, vivimos en el reino del príncipe
Mangogul: presas de una inmensa curiosidad por el sexo, obstinados
en interrogarlo, insaciables para escucharlo y oír hablar de él, listos
para inventar todos los anillos mágicos que pudieran forzar su
discreción. Como si fuese esencial que de ese pequeño fragmento de
nosotros mismos pudiéramos extraer no sólo placer sino saber y todo
un sutil juego que salta del uno al otro: saber sobre el placer, placer
en saber sobre el placer, placer-saber; y como si ese peregrino animal
que alojamos tuviese por su parte orejas lo bastante curiosas, ojos lo
bastante atentos y una lengua y un espíritu lo bastante bien
construidos como para saber muchísimo sobre ello y ser
completamente capaz de decirlo, con sólo que uno se lo solicite con
un poco de maña. Entre cada uno de nosotros y nuestro sexo, el
Occidente tendió una incesante exigencia de verdad: a nosotros nos
toca arrancarle la suya, puesto que la ignora; a él, decirnos la
nuestra, puesto que la posee en la sombra. ¿Oculto, el sexo?
¿Escondido por nuevos pudores, metido en la chimenea por las tristes
exigencias de la sociedad burguesa? Al contrario: incandescente.
Hace ya varios cientos de años, fue colocado en el centro de una
formidable petición de saber. Petición doble, pues estamos
constreñidos a saber qué pasa con él, mientras se sospecha que él
sabe qué es lo que pasa con nosotros.
Determinada pendiente nos ha conducido, en unos siglos, a
formular al sexo la pregunta acerca de lo que somos. Y no tanto al
sexo-naturaleza (elemento del sistema de lo viviente, objeto para una
biología), sino al sexo-historia, o sexo-significación; al sexo-discurso.
Nos colocamos nosotros mismos bajo el signo del sexo, pero más
bien de una Lógica del sexo que de una Física. No hay que
engañarse: bajo la gran serie de las oposiciones binarias (cuerpoalma,
carne-espíritu, instinto-razón, pulsiones-consciencia) que
parecían reducir y remitir el sexo a una pura mecánica sin razón,
Occidente ha logrado no sólo —no tanto— anexar el sexo a un campo
de racionalidad (lo que no sería nada notable, habituados como
estamos, desde los griegos, a tales «conquistas»), sino hacernos pasar
casi por entero —nosotros, nuestro cuerpo, nuestra alma, nuestra
individualidad, nuestra historia— bajo el signo de una lógica de la
concupiscencia y el deseo. Tal lógica nos sirve de clave universal
cuando se trata de saber quiénes somos. Desde hace varias décadas,
los especialistas en genética no conciben más la vida como una
organización dotada, además, de la extraña capacidad de
reproducirse; en el mecanismo de reproducción ven precisamente lo
que introduce en la dimensión de lo biológico: no sólo matriz de los
seres vivientes, sino de la vida. Ahora bien, ya van varios siglos que,
de una manera indudablemente muy poco «científica», los
innumerables teóricos y prácticos de la carne hicieron del hombre el
hijo de un sexo imperioso e inteligible. El sexo, razón de todo.
No cabe plantear la pregunta: ¿por qué, pues, el sexo es tan
secreto? ¿qué fuerza es esa que tanto tiempo lo redujo al silencio y
que apenas acaba de aflojarse, permitiéndonos quizá interrogarlo,
pero siempre a partir y a través de su represión? En realidad, esa
pregunta tan a menudo repetida en nuestra época no es sino la forma
reciente de una afirmación considerable y de una prescripción secular:
allá lejos está la verdad; id a sorprenderla. Acheronta movebo: antigua decisión.
Vosotros que sois sabios, llenos de alta y profunda ciencia,
vosotros que concebís y sabéis
cómo, dónde y cuándo todo se une
…Vosotros, grandes sabios, decidme lo que pasa,
descubridme qué sucedió conmigo,
descubridme dónde, cómo y cuándo,
por qué tal cosa me ha ocurrido.(1)
Conviene, pues, preguntar antes que nada: ¿cuál es esa
conminación? ¿Por qué esa gran caza de la verdad del sexo, de la
verdad en el sexo?
En el relato de Diderot,* el buen genio Cucufa descubre en el
fondo de su bolsillo, entre algunas miserias —granos benditos,
pequeñas pagodas de plomo y peladillas enmohecidas—, el
minúsculo anillo de plata cuyo engaste, invertido, hace hablar a los
sexos que uno encuentra. Se lo da al sultán curioso. A nosotros nos
toca saber qué anillo maravilloso confiere entre nosotros un poder
semejante, en el dedo de cuál amo ha sido puesto; qué juego de
poder permite o supone, y cómo cada uno de nosotros pudo llegar a
ser respecto de su propio sexo y el de los otros una especie de sultán
atento e imprudente. A ese anillo mágico, a esa joya tan indiscreta
cuando se trata de hacer hablar a los demás pero tan poco elocuente
acerca de su propio mecanismo, conviene volverlo locuaz a su vez.
Hay que hacer la historia de esa voluntad de verdad, de esa petición
de saber que desde hace ya tantos siglos hace espejear el sexo: la
historia de una terquedad y un encarnizamiento. Más allá de sus
placeres posibles, ¿qué le pedimos al sexo, para obstinarnos así?
¿Qué es esa paciencia o avidez de constituirlo en el secreto, la causa
omnipotente, el sentido oculto, el miedo sin respiro? ¿Y por qué la
tarea de descubrir la difícil verdad se mudó finalmente en una
invitación a levantar las prohibiciones y desatar las ligaduras? ¿Era
pues tan arduo el trabajo, que había que hechizarlo con esa promesa?
O ese saber había llegado a tener tal precio —político, económico,
ético— que fue necesario, para sujetar a todos a él, asegurarle no sin
paradoja que allí se encontraría la liberación?
Para situar las investigaciones futuras, he aquí algunas
proposiciones generales concernientes a lo que se apuesta, al
método, al dominio por explorar y a las periodizaciones que es posible
admitir provisionalmente.

1 G.-A. Bürger, citado por Schopenhauer, Metafísica del amor. Les bijoux indiscrets: «Las joyas indiscretas.» [T.]

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