Obras de M. Foucault, Historia De La Sexualidad I: LA HIPÓTESIS REPRESIVA (Implantación perversa)

II. LA HIPÓTESIS REPRESIVA

2. LA IMPLANTACIÓN PERVERSA
Objeción posible: sería un error ver en esa proliferación de los
discursos un simple fenómeno cuantitativo, algo como un puro
crecimiento, como si fuera indiferente lo que se dice en tales
discursos, como si el hecho de hablar fuera en sí más importante que
las formas de imperativos que se imponen al sexo al hablar de él.
Pues, ¿acaso la puesta en discurso del sexo no está dirigida a la tarea
de expulsar de la realidad las formas de sexualidad no sometidas a la
economía estricta de la reproducción: decir no a las actividades
infecundas, proscribir los placeres vecinos, reducir o excluir las
prácticas que no tienen la generación como fin? A través de tantos
discursos se multiplicaron las condenas judiciales por pequeñas
perversiones; se anexó la irregularidad sexual a la enfermedad
mental; se definió una norma de desarrollo de la sexualidad desde la
infancia hasta la vejez y se caracterizó con cuidado todos los posibles
desvíos; se organizaron controles pedagógicos y curas médicas; los
moralistas pero también (y sobre todo) los médicos reunieron
alrededor de las menores fantasías todo el enfático vocabulario de la
abominación: ¿no constituyen otros tantos medios puestos en acción
para reabsorber, en provecho de una sexualidad genitalmente
centrada, tantos placeres sin fruto? Toda esa atención charlatana con
la que hacemos ruido en torno de la sexualidad desde hace dos o tres
siglos, ¿no está dirigida a una preocupación elemental: asegurar la
población, reproducir la fuerza de trabajo, mantener la forma de las
relaciones sociales, en síntesis: montar una sexualidad
económicamente útil y políticamente conservadora?
Yo todavía no sé si tal es, finalmente, el objetivo. Pero, en todo
caso, no fue por reducción como se intentó alcanzarlo. El siglo XIX y
el nuestro fueron más bien la edad de la multiplicación: una dispersión
de las sexualidades, un refuerzo de sus formas disparatadas, una
implantación múltiple de las «perversiones». Nuestra época ha sido
iniciadora de heterogeneidades sexuales.
Hasta fines del siglo XVIII, tres grandes códigos explícitos —
fuera de las regularidades consuetudinarias y de las coacciones sobre
la opinión— regían las prácticas sexuales: derecho canónico, pastoral
cristiana y ley civil. Fijaban, cada uno a su manera, la línea divisoria
matrimoniales: el deber conyugal, la capacidad para cumplirlo, la
manera de observarlo, las exigencias y las violencias que lo
acompañaban, las caricias inútiles o indebidas a las que servía de
pretexto, su fecundidad o la manera de tornarlo estéril, los momentos
en que se lo exigía (períodos peligrosos del embarazo y la lactancia,
tiempo prohibido de la cuaresma o de las abstinencias), su frecuencia
y su rareza —era esto, especialmente, lo que estaba saturado de
prescripciones. El sexo de los cónyuges estaba obsedido por reglas y
recomendaciones. La relación matrimonial era el más intenso foco de
coacciones; sobre todo era de ella de quien se hablaba; más que
cualesquiera otras, debía confesarse con todo detalle. Estaba bajo
estricta vigilancia: si caía en falta, tenía que mostrarse y demostrarse
ante testigo. El «resto» permanecía mucho más confuso: piénsese en
la incertidumbre de la condición de la «sodomía» o en la indiferencia
ante la sexualidad de los niños. Además, esos diferentes códigos no
establecían división neta entre las infracciones a las reglas de las
alianzas y las desviaciones referidas a la genitalidad. Romper las
leyes del matrimonio o buscar placeres extraños significaba, de todos
modos, condenación. En la lista de los pecados graves, separados
sólo por su importancia, figuraban el estupro (relaciones
extramatrimoniales), el adulterio, el rapto, el incesto espiritual o
carnal, pero también la sodomía y la «caricia» recíproca. En cuanto a
los tribunales, podían condenar tanto la homosexualidad como la
infidelidad, el matrimonio sin consentimiento de los padres como la
bestialidad. Lo que se tomaba en cuenta, tanto en el orden civil como
en el religioso, era una ilegalidad de conjunto. Sin duda el «contra
natura» estaba marcado por una abominación particular. Pero no era
percibida sino como una forma extrema de lo que iba «contra la ley»;
infringía, también ella, decretos tan sagrados como los del matrimonio
y que habían sido establecidos para regir el orden de las cosas y el
plano de los seres. Las prohibiciones referidas al sexo eran
fundamentalmente de naturaleza jurídica. La «naturaleza» sobre la
cual se solía apoyarlas era todavía una especie de derecho. Durante
mucho tiempo los hermafroditas fueron criminales, o retoños del
crimen, puesto que su disposición anatómica, su ser mismo
embrollaba y trastornaba la ley que distinguía los sexos y prescribía
su conjunción.
La explosión discursiva de los siglos XVIII y XIX provocó dos
modificaciones en ese sistema centrado en la alianza legítima. En
primer lugar, un movimiento centrífugo respecto a la monogamia
heterosexual. Por supuesto, continúa siendo la regla interna del
campo de las prácticas y de los placeres. Pero se habla de ella cada
vez menos, en todo caso con creciente sobriedad. Se renuncia a
perseguirla en sus secretos; sólo se le pide que se formule día tras
día. La pareja legítima, con su sexualidad regular, tiene derecho a
mayor discreción. Tiende a funcionar como una norma, quizá más
rigurosa, pero también más silenciosa. En cambio, se interroga a la
sexualidad de los niños, a la de los locos y a la de los criminales; al
placer de quienes no aman al otro sexo; a las ensoñaciones, las
obsesiones, las pequeñas manías o las grandes furias. A todas estas
figuras, antaño apenas advertidas, les toca ahora avanzar y tomar la
palabra y realizar la difícil confesión de lo que son. Sin duda, no se las
condena menos. Pero se las escucha; y si ocurre que se interrogue
nuevamente a la sexualidad regular, es así por un movimiento de
reflujo, a partir de esas sexualidades periféricas.
De allí, en el campo de la sexualidad, la extracción de una
dimensión específica del «contra natura». En relación con las otras
formas condenadas (y que lo son cada vez menos), como el adulterio
o el rapto, adquieren autonomía: casarse con un pariente próximo,
practicar la sodomía, seducir a una religiosa, ejercer el sadismo,
engañar a la esposa y violar cadáveres se convierten en cosas
esencialmente diferentes. El dominio cubierto por el sexto
mandamiento comienza a disociarse.
También se deshace, en el orden civil, la confusa categoría de
«desenfreno», que durante más de un siglo había constituido una de
las razones más frecuentes de encierro administrativo. De sus restos
surgen, por una parte, las infracciones a la legislación (o a la moral)
del matrimonio y la familia, y, por otra, los atentados contra la
regularidad de un funcionamiento natural (atentados que la ley, por lo
demás, puede sancionar). Quizá se alcance aquí una razón, entre
otras, del prestigio de Don Juan, que tres siglos no han apagado. Bajo
el gran infractor de las reglas de la alianza —ladrón de mujeres,
seductor de vírgenes, vergüenza de las familias e insulto a maridos y
padres— se deja ver otro personaje: el que se halla atravesado, a
despecho de sí mismo, por la sombría locura del sexo. Debajo del
libertino, el perverso. Infringe la ley deliberadamente, pero al mismo
tiempo algo como una naturaleza extraviada lo conduce lejos de toda
naturaleza; su muerte es el momento en que el retorno sobrenatural
de la ofensa y la vindicta interrumpe la huida hacia el contra natura.
Los dos grandes sistemas de reglas que Occidente ha concebido para
regir el sexo —la ley de la alianza y el orden de los deseos— son
destruidos por la existencia de Don Juan, surgida en su frontera
común. Dejemos a los psicoanalistas interrogarse para saber si era
homosexual, narcisista o impotente.
No sin lentitud y equívoco, leyes naturales de la matrimonialidad
y reglas inmanentes de la sexualidad comienzan a inscribirse en dos
registros diferentes. Se dibuja un mundo de la perversión, que no es
simplemente una variedad del mundo de la infracción legal o moral,
aunque tenga una posición de secante en relación con éste. De los
antiguos libertinos nace todo un pequeño pueblo, diferente a pesar de
ciertos primazgos. Desde las postrimerías del siglo XVIII hasta el
nuestro, corren en los intersticios de la sociedad, perseguidos pero no
siempre por las leyes, encerrados pero no siempre en las prisiones,
enfermos quizá, pero escandalosas, peligrosas víctimas presas de un
mal extraño que también lleva el nombre de vicio y a veces el de
delito. Niños demasiado avispados, niñitas precoces, colegiales
ambiguos, sirvientes y educadores dudosos, maridos crueles o
maniáticos, coleccionistas solitarios, paseantes con impulsos
extraños: pueblan los consejos de disciplina, los reformatorios, las
colonias penitenciarias, los tribunales y los asilos; llevan a los médicos
su infamia y su enfermedad a los jueces. Trátase de la innumerable
familia de los perversos, vecinos de los delincuentes y parientes de
los locos. A lo largo del siglo llevaron sucesivamente la marca de la
«locura moral», de la «neurosis genital», de la «aberración del sentido
genésico», de la «degeneración» y del «desequilibrio psíquico».
¿Qué significa la aparición de todas esas sexualidades
periféricas? ¿El hecho de que puedan aparecer a plena luz es el signo
de que la regla se afloja? ¿O el hecho de que se les preste tanta
atención es prueba de un régimen más severo y de la preocupación
de tener sobre ellas un control exacto? En términos de represión, las
cosas son ambiguas. Indulgencia, si se piensa que la severidad de los
códigos a propósito de los delitos sexuales se atenuó
considerablemente durante el siglo XIX, y que a menudo la justicia se
declaró incompetente en provecho de la medicina. Pero astucia
suplementaria de la severidad si se piensa en todas las instancias de
control y en todos los mecanismos de vigilancia montados por la
pedagogía o la terapéutica. Es muy posible que la intervención de la
Iglesia en la sexualidad conyugal y su rechazo de los «fraudes» a la
procreación hayan perdido mucho de su insistencia desde hace 200
años. Pero la medicina ha entrado con fuerza en los placeres de la
pareja: ha inventado toda una patología orgánica, funcional o mental,
que nacería de las prácticas sexuales «incompletas», ha clasificado
con cuidado todas las formas anexas de placer; las ha integrado al
«desarrollo» y a las «perturbaciones» del instinto; y ha emprendido su
gestión.
Lo importante quizá no resida en el nivel de indulgencia o la
cantidad de represión, sino en la forma de poder que se ejerce.
Cuando se nombra, como para que se levante, a toda esa vegetación
de sexualidades dispares, ¿se trata de excluirlas de lo real? Al
parecer, la función del poder que aquí se ejerce no es la de prohibir; al
parecer, se ha tratado de cuatro operaciones muy diferentes de la
simple prohibición.
1] Sean las viejas prohibiciones de alianzas consanguíneas (por
numerosas y complejas que fueran) o la condenación del adulterio,
con su inevitable frecuencia; sean, por otra parte, los controles
recientes con los cuales, desde el siglo XIX, se ha invadido la
sexualidad infantil y perseguido sus «hábitos solitarios». Es evidente
que no se trata del mismo mecanismo de poder. No sólo porque se
trata aquí de medicina y allá de la ley; aquí de educación, allá de
penalidad; sino también porque no es la misma la táctica puesta en
acción. En apariencia, se trata en ambos casos de una tarea de
eliminación siempre destinada al fracaso y obligada a recomenzar
siempre. Pero la prohibición de los «incestos» apunta a su objetivo
mediante una disminución asintótica de lo que condena; el control de
la sexualidad infantil lo hace mediante una difusión simultánea de su
propio poder y del objeto sobre el que se ejerce. Procede según un
crecimiento doble prolongado al infinito. Los pedagogos y los médicos
han combatido el onanismo de los niños como a una epidemia que se
quiere extinguir. En realidad, a lo largo de esa campaña secular que
movilizó el mundo adulto en torno al sexo de los niños, se trató de
encontrar un punto de apoyo en esos placeres tenues, constituirlos en
secretos (es decir, obligarlos a esconderse para permitirse
descubrirlos), remontar su curso, seguirlos desde los orígenes hasta
los efectos, perseguir todo lo que pudiera inducirlos o sólo permitirlos;
en todas partes donde existía el riesgo de que se manifestaran se
instalaron dispositivos de vigilancia, se establecieron trampas para
constreñir a la confesión, se impusieron discursos inagotables y
correctivos; se alertó a padres y educadores, se sembró en ellos la
sospecha de que todos los niños eran culpables y el temor de serlo
también ellos si no se tornaban bastante suspicaces; se los mantuvo
despiertos ante ese peligro recurrente; se les prescribió una conducta
y volvió a cifrarse su pedagogía; en el espacio familiar se anclaron las
tomas de contacto de todo un régimen médico-sexual. El «vicio» del
niño no es tanto un enemigo como un soporte; es posible designarlo
como el mal que se debe suprimir; el necesario fracaso, el extremado
encarnizamiento en una tarea bastante vana permiten sospechar que
se le exige persistir, proliferar hasta los límites de lo visible y lo
invisible, antes que desaparecer para siempre. A lo largo de ese
apoyo el poder avanza, multiplica sus estaciones de enlace y sus
efectos, mientras que el blanco en el cual deseaba acertar se
subdivide y ramifica, hundiéndose en lo real al mismo paso que el
poder. Se trata, en apariencia, de un dispositivo de contención; en
realidad, se han montado alrededor del niño líneas de penetración
indefinida.
2] Esta nueva caza de las sexualidades periféricas produce una
incorporación de las perversiones y una nueva especificación de los
individuos. La sodomía —la de los antiguos derechos civil y
canónico— era un tipo de actos prohibidos; el autor no era más que
su sujeto jurídico. El homosexual del siglo XIX ha llegado a ser un
personaje: un pasado, una historia y una infancia, un carácter, una
forma de vida; asimismo una morfología, con una anatomía indiscreta
y quizás misteriosa fisiología. Nada de lo que él es in toto escapa a su
sexualidad. Está presente en todo su ser: subyacente en todas sus
conductas puesto que constituye su principio insidioso e
indefinidamente activo; inscrita sin pudor en su rostro y su cuerpo
porque consiste en un secreto que siempre se traiciona. Le es
consustancial, menos como un pecado en materia de costumbres que
como una naturaleza singular. No hay que olvidar que la categoría
psicológica, psiquiátrica, médica, de la homosexualidad se constituyó
el día en que se la caracterizó —el famoso artículo de Westphal sobre
las «sensaciones sexuales contrarias» (1870) puede valer como
fecha de nacimiento—(1) no tanto por un tipo de relaciones sexuales
como por cierta cualidad de la sensibilidad sexual, determinada
manera de invertir en sí mismo lo masculino y lo femenino. La
homosexualidad apareció como una de las figuras de la sexualidad
cuando fue rebajada de la práctica de la sodomía a una suerte de
androginia interior, de hermafroditismo del alma. El sodomita era un
relapso, el homosexual es ahora una especie.
Del mismo modo que constituyen especies todos esos pequeños
perversos que los psiquiatras del siglo XIX entomologizan dándoles
extraños nombres de bautismo: existen los exhibicionistas de
Lasègue, los fetichistas de Binet, los zoófilos y zooerastas de Krafft-
Ebing, los automonosexualistas de Rohleder; existirán los
mixoescopófilos, los ginecomastas, los presbiófilos, los invertidos
sexoestéticos y las mujeres dispareunistas. Esos bellos nombres de
herejías remiten a una naturaleza que se olvidaría de sí lo bastante
como para escapar a la ley, pero se recordaría lo bastante como para
continuar produciendo especies incluso allí donde ya no hay más
orden. La mecánica del poder que persigue a toda esa disparidad no
pretende suprimirla sino dándole una realidad analítica, visible y
permanente: la hunde en los cuerpos, la desliza bajo las conductas, la
convierte en principio de clasificación y de inteligibilidad, la constituye
en razón de ser y orden natural del desorden. ¿Exclusión de esas mil
sexualidades aberrantes? No. En cambio, especificación, solidificación
regional de cada una de ellas. Al diseminarlas , se trata de
sembrarlas en lo real y de incorporarlas al individuo.
3] Para ejercerse, esta forma de poder exige, más que las viejas
prohibiciones, presencias constantes, atentas, también curiosas;
supone proximidades; procede por exámenes y observaciones
insistentes; requiere un intercambio de discursos, a través de
preguntas que arrancan confesiones y de confidencias que desbordan
los interrogatorios. Implica una aproximación física y un juego de
sensaciones intensas. La medicalización de lo insólito es, a un tiempo,
el efecto y el instrumento de todo ello. Internadas en el cuerpo,
convertidas en carácter profundo de los individuos, las rarezas del
sexo dependen de una tecnología de la salud y de lo patológico. E
inversamente, desde el momento en que se vuelve cosa médica o
medicalizable, es en tanto que lesión, disfunción o síntoma como hay
que ir a sorprenderla en el fondo del organismo o en la superficie de la
piel o entre todos los signos del comportamiento. El poder que, así,
toma a su cargo a la sexualidad, se impone el deber de rozar los
cuerpos; los acaricia con la mirada; intensifica sus regiones; electriza
superficies; dramatiza momentos turbados. Abraza con fuerza al
cuerpo sexual. Acrecentamiento de las eficacias —sin duda— y
extensión del dominio controlado. Pero también sensualización del
poder y beneficio del placer. Lo que produce un doble efecto: un
impulso es dado al poder por su ejercicio mismo; una emoción
recompensa el control vigilante y lo lleva más lejos; la intensidad de la
confesión reactiva la curiosidad del interrogador; el placer descubierto
fluye hacia el poder que lo ciñe. Pero tantas preguntas acuciosas
singularizan, en quien debe responderlas, los placeres que
experimenta; la mirada los fija, la atención los aísla y anima. El poder
funciona como un mecanismo de llamado, como un señuelo: atrae,
extrae esas rarezas sobre las que vela. El placer irradia sobre el poder
que lo persigue; el poder ancla el placer que acaba de desembozar. El
examen médico, la investigación psiquiátrica, el informe pedagógico y
los controles familiares pueden tener por objetivo global y aparente
negar todas las sexualidades erráticas o improductivas; de hecho,
funcionan como mecanismos de doble impulso; placer y poder. Placer
de ejercer un poder que pregunta, vigila, acecha, espía, excava,
palpa, saca a la luz; y del otro lado, placer que se enciende al tener
que escapar de ese poder, al tener que huirlo, engañarlo o
desnaturalizarlo. Poder que se deja invadir por el placer al que da
caza; y frente a él, placer que se afirma en el poder de mostrarse, de
escandalizar o de resistir. Captación y seducción; enfrentamiento y
reforzamiento recíproco: los padres y los niños, el adulto y el
adolescente, el educador y los alumnos, los médicos y los enfermos,
el psiquiatra con su histérica y sus perversos no han dejado de jugar
este juego desde el siglo XIX. Los llamados, las evasiones, las
incitaciones circulares han dispuesto alrededor de los sexos y los
cuerpos no ya fronteras infranqueables sino las espirales perpetuas
del poder y del placer.
4] De allí esos dispositivos de saturación sexual tan
característicos del espacio y los ritos sociales del siglo XIX. Se dice
con frecuencia que la sociedad moderna ha intentado reducir la
sexualidad a la de la pareja, pareja heterosexual y, en lo posible,
legítima. También se podría decir que si bien no los inventó, al
menos aprovechó cuidadosamente e hizo proliferar los grupos con
elementos múltiples y sexualidad circulante: una distribución de
puntos de poder, jerarquizados o enfrentados; de los placeres
«perseguidos», es decir, a la vez deseados y hostigados; de las
sexualidades parcelarias toleradas o alentadas; de las proximidades
que se dan como procedimientos de vigilancia y que funcionan como
mecanismos de intensificación; de los contactos inductores. Así ocurre
con la familia, o más exactamente con toda la gente de la casa,
padres, hijos y sirvientes en algunos casos. ¿La familia del siglo XIX
era realmente una célula monogámica y conyugal? Tal vez en cierta
medida. Pero también era una red placeres-poderes articulados en
puntos múltiples y con relaciones trasformables. La separación de los
adultos y de los niños, la polaridad establecida entre el dormitorio de
los padres y el de los hijos (que llegó a ser canónica en el curso del
siglo, cuando se emprendió la construcción de alojamientos
populares), la segregación relativa de varones y muchachas, las
consignas estrictas de los cuidados debidos a los lactantes (lactancia
maternal, higiene), la atención despierta sobre la sexualidad infantil,
los supuestos peligros de la masturbación, la importancia acordada a
la pubertad, los métodos de vigilancia sugeridos a los padres, las
exhortaciones, los secretos y los miedos, la presencia a la vez
valorada y temida de los sirvientes —todo ello hacía de la familia,
incluso reducida a sus dimensiones más pequeñas, una red compleja,
saturada de sexualidades múltiples, fragmentarias y móviles.
Reducirlas a la relación conyugal, sin perjuicio de proyectar ésta, en
forma de deseo prohibido , sobre los hijos, no alcanza a dar razón de
ese dispositivo que era, respecto a esas sexualidades, menos
principio de inhibición que mecanismo incitador y multiplicador. Las
instituciones escolares o psiquiátricas, con su población numerosa, su
jerarquía, sus disposiciones espaciales, sus sistemas de vigilancia,
constituían, junto a la familia, otra manera de distribuir el juego de los
poderes y los placeres; pero dibujaban, también ellas, regiones de alta
saturación sexual, con sus espacios o ritos privilegiados como las
aulas, el dormitorio, la visita o la consulta. Las formas de una
sexualidad no conyugal, no heterosexual, no monógama, son allí
llamadas e instaladas.
La sociedad «burguesa» del siglo XIX, sin duda también la
nuestra, es una sociedad de la perversión notoria y patente. Y no de
manera hipócrita, pues nada ha sido más manifiesto y prolijo, más
abiertamente tomado a su cargo por los discursos y las instituciones.
No porque tal sociedad, al querer levantar contra la sexualidad una
barrera demasiado rigurosa o demasiado general, hubiera a pesar
suyo dado lugar a un brote perverso y a una larga patología del
instinto sexual. Se trata más bien del tipo de poder que ha hecho
funcionar sobre el cuerpo y el sexo. Tal poder, precisamente, no tiene
ni la forma de la ley ni los efectos de la prohibición. Al contrario,
procede por desmultiplicación de las sexualidades singulares. No fija
fronteras a la sexualidad; prolonga sus diversas formas,
persiguiéndolas según líneas de penetración indefinida. No la excluye,
la incluye en el cuerpo como modo de especificación de los individuos;
no intenta esquivarla; atrae sus variedades mediante espirales donde
placer y poder se refuerzan ; no establece barreras; dispone lugares
de máxima saturación. Produce y fija a la disparidad sexual. La
sociedad moderna es perversa, no a despecho de su puritanismo o
como contrapartida de su hipocresía; es perversa directa y realmente.
Realmente. Las sexualidades múltiples —las que aparecen con la
edad (sexualidades del bebé o del niño), las que se fijan en gustos o
prácticas (sexualidad del invertido, del gerontófilo, del fetichista …), las
que invaden de modo difuso ciertas relaciones (sexualidad de la
relación médico-enfermo, pedagogo-alumno, psiquiatra-loco), las que
habitan los espacios (sexualidad del hogar, de la escuela, de la
cárcel)— todas forman el correlato de procedimientos precisos de
poder. No hay que imaginar que todas esas cosas hasta entonces
toleradas llamaron la atención y recibieron una calificación peyorativa
cuando se quiso dar un papel regulador al único tipo de sexualidad
susceptible de reproducir la fuerza de trabajo y la forma de la familia.
Esos comportamientos polimorfos fueron realmente extraídos del
cuerpo de los hombres y de sus placeres; o más bien fueron
solidificados en ellos; mediante múltiples dispositivos de poder, fueron
sacados a la luz, aislados, intensificados, incorporados. El crecimiento
de las perversiones no es un tema moralizador que habría
obsesionado a los espíritus escrupulosos de los Victorianos. Es el
producto real de la interferencia de un tipo de poder sobre el cuerpo y
sus placeres. Es posible que Occidente no haya sido capaz de
inventar placeres nuevos, y sin duda no descubrió vicios inéditos.
Pero definió nuevas reglas para el juego de los poderes y los
placeres: allí se dibujó el rostro fijo de las perversiones.
Directamente. La implantación de perversiones múltiples no es
una burla de la sexualidad que así se venga de un poder que le
impone una ley represiva en exceso. Tampoco se trata de formas
paradójicas de placer que se vuelven hacia el poder para invadirlo en
la forma de un «placer a soportar». La implantación de las
perversiones es un efecto-instrumento: merced al aislamiento, la
intensificación y la consolidación de las sexualidades periféricas, las
relaciones del poder con el sexo y el placer se ramifican, se
multiplican, miden el cuerpo y penetran en las conductas. Y con esa
avanzada de los poderes se fijan sexualidades diseminadas,
prendidas a una edad, a un lugar, a un gusto, a un tipo de prácticas.
Proliferación de las sexualidades por la extensión del poder; aumento
del poder al que cada una de las sexualidades regionales ofrece una
superficie de intervención: este encadenamiento, sobre todo a partir
del siglo XIX, está asegurado y relevado por las innumerables
ganancias económicas que gracias a la mediación de la medicina, de
la psiquiatría, de la prostitución y de la pornografía se han conectado
a la vez sobre la desmultiplicación analítica del placer y el aumento
del poder que lo controla. Poder y placer no se anulan; no se vuelven
el uno contra el otro; se persiguen, se encabalgan y reactivan. Se
encadenan según mecanismos complejos y positivos de excitación y
de incitación.
Sin duda, pues, es preciso abandonar la hipótesis de que las
sociedades industriales modernas inauguraron acerca del sexo una
época de represión acrecentada. No sólo se asiste a una explosión
visible de sexualidades heréticas. También —y éste es el punto
importante— un dispositivo muy diferente de la ley, incluso si se
apoya localmente en procedimientos de prohibición, asegura por
medio de una red de mecanismos encadenados la proliferación de
placeres específicos y la multiplicación de sexualidades dispares.
Nunca una sociedad fue más pudibunda, se dice, jamás las instancias
de poder pusieron tanto cuidado en fingir que ignoraban lo que
prohibían, como si no quisieran tener con ello ningún punto en común.
Pero, al menos en un sobrevuelo general, lo que aparece es lo
contrario: nunca tantos centros de poder; jamás tanta atención
manifiesta y prolija; nunca tantos contactos y lazos circulares; jamás
tantos focos donde se encienden, para diseminarse más lejos, la
intensidad de los goces y la obstinación de los poderes.

1 Westphal, Archiv für Neurologie, 1870.

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