Obras de M. Foucault, Historia De La Sexualidad I: LA HIPÓTESIS REPRESIVA (La incitación a los discursos)

II. LA HIPÓTESIS REPRESIVA

1. LA INCITACIÓN A LOS DISCURSOS
Siglo XVII: sería el comienzo de una edad de represión, propia
de las sociedades llamadas burguesas, y de la que quizá todavía no
estaríamos completamente liberados. A partir de ese momento,
nombrar el sexo se habría tornado más difícil y costoso. Como si para
dominarlo en lo real hubiese sido necesario primero reducirlo en el
campo del lenguaje, controlar su libre circulación en el discurso,
expulsarlo de lo que se dice y apagar las palabras que lo hacen
presente con demasiado vigor. Y aparentemente esas mismas
prohibiciones tendrían miedo de nombrarlo. Sin tener siquiera que
decirlo, el pudor moderno obtendría que no se lo mencione merced al
solo juego de prohibiciones que se remiten las unas a las otras:
mutismos que imponen el silencio a fuerza de callarse. Censura.
Pero considerando esos últimos tres siglos en sus continuas
trasformaciones, las cosas aparecen muy diferentes: una verdadera
explosión discursiva en torno y a propósito del sexo. Entendámonos.
Es bien posible que haya habido una depuración —y rigurosísima—
del vocabulario autorizado. Es posible que se haya codificado toda
una retórica de la alusión y de la metáfora. Fuera de duda, nuevas
reglas de decencia filtraron las palabras: policía de los enunciados.
Control, también, de las enunciaciones: se ha definido de manera
mucho más estricta dónde y cuándo no era posible hablar del sexo;
en qué situación, entre qué locutores, y en el interior de cuáles
relaciones sociales; así se han establecido regiones, si no de absoluto
silencio, al menos de tacto y discreción: entre padres y niños, por
ejemplo, o educadores y alumnos, patrones y sirvientes. Allí hubo, es
casi seguro, toda una economía restrictiva, que se integra en esa
política de la lengua y el habla —por una parte espontánea, por otra
concertada— que acompañó las redistribuciones sociales de la edad
clásica.
En desquite, al nivel de los discursos y sus dominios, el
fenómeno es casi inverso. Los discursos sobre el sexo —discursos
específicos, diferentes a la vez por su forma y su objeto— no han
cesado de proliferar: una fermentación discursiva que se aceleró
desde el siglo XVIII. No pienso tanto en la multiplicación probable de
discursos «ilícitos», discursos de infracción que, con crudeza, nombran
el sexo a manera de insulto o irrisión a los nuevos pudores; lo estricto
de las reglas de buenas maneras verosímilmente condujo, como
contraefecto, a una valoración e intensificación del habla indecente.
Pero lo esencial es la multiplicación de discursos sobre el sexo en el
campo de ejercicio del poder mismo: incitación institucional a hablar
del sexo, y cada vez más; obstinación de las instancias del poder en
oír hablar del sexo y en hacerlo hablar acerca del modo de la
articulación explícita y el detalle infinitamente acumulado.
Sea la evolución de la pastoral católica y del sacramento de
penitencia después del concilio de Trento. Poco a poco se vela la
desnudez de las preguntas que formulaban los manuales de confesión
de la Edad Media y buen número de las que aún tenían curso en el
siglo XVII. Se evita entrar en esos pormenores que algunos, como
Sánchez o Tamburini, creyeron mucho tiempo indispensables para
que la confesión fuera completa: posición respectiva de los amantes,
actitudes, gestos, caricias, momento exacto del placer: todo un
puntilloso recorrido del acto sexual en su operación misma. La
discreción es recomendada con más y más insistencia. En lo relativo a
los pecados contra la pureza es necesaria la mayor reserva: «Esta
materia se asemeja a la pez, que de cualquier modo que se la
manipule y aunque sólo sea para arrojarla lejos, sin embargo mancha
y ensucia siempre.»(1) Y más tarde Alfonso de Liguori prescribirá que
conviene comenzar —sin perjuicio de reducirse a ello, sobre todo con
los niños— con preguntas «indirectas y algo vagas».(2)
Pero la lengua puede pulirse. La extensión de la confesión, y de
la confesión de la carne, no deja de crecer. Porque la Contrarreforma
se dedica en todos los países católicos a acelerar el ritmo de la
confesión anual. Porque intenta imponer reglas meticulosas de
examen de sí mismo. Pero sobre todo porque otorga cada vez más
importancia en la penitencia —a expensas, quizá, de algunos otros
pecados— a todas las insinuaciones de la carne: pensamientos,
deseos, imaginaciones voluptuosas, delectaciones, movimientos
conjuntos del alma y del cuerpo, todo ello debe entrar en adelante, y
en detalle, en el juego de la confesión y de la dirección. Según la
nueva pastoral, el sexo ya no debe ser nombrado sin prudencia; pero
sus aspectos, correlaciones y efectos tienen que ser seguidos hasta
en sus más finas ramificaciones: una sombra en una ensoñación, una
imagen expulsada demasiado lentamente, una mal conjurada
complicidad entre la mecánica del cuerpo y la complacencia del
espíritu: todo debe ser dicho. Una evolución doble tiende a convertir la
carne en raíz de todos los pecados y trasladar el momento más
importante desde el acto mismo hacia la turbación, tan difícil de
percibir y formular, del deseo; pues es un mal que afecta al hombre
entero, y en las formas más secretas: «Examinad pues,
diligentemente, todas las facultades de vuestra alma, la memoria, el
entendimiento, la voluntad. Examinad también con exactitud todos
vuestros sentidos… Examinad aún todos vuestros pensamientos,
todas vuestras palabras y todas vuestras acciones. Incluso examinad
hasta vuestros sueños, para saber si despiertos no les habéis dado
vuestro consentimiento… Por último, no estiméis que en esta materia
tan cosquillosa y peligrosa pueda haber algo insignificante o ligero.»(3)
Un discurso obligado y atento debe, pues, seguir en todos sus desvíos
la línea de unión del cuerpo y el alma: bajo la superficie de los
pecados, saca a la luz la nervadura ininterrumpida de la carne. Bajo el
manto de un lenguaje depurado de manera que el sexo ya no pueda
ser nombrado directamente, ese mismo sexo es tomado a su cargo (y
acosado) por un discurso que pretende no dejarle ni oscuridad ni
respiro. Es quizá entonces cuando se impone por primera vez, en la
forma de una coacción general, esa conminación tan propia del
occidente moderno.
No hablo de la obligación de confesar las infracciones a las
leyes del sexo, como lo exigía la penitencia tradicional; sino de la
tarea, casi infinita, de decir, de decirse a sí mismo y de decir a algún
otro, lo más frecuentemente posible, todo lo que puede concernir al
juego de los placeres, sensaciones y pensamientos innumerables que,
a través del alma y el cuerpo, tienen alguna afinidad con el sexo. Este
proyecto de una «puesta en discurso» del sexo se había formado hace
mucho tiempo, en una tradición ascética y monástica. El siglo XVII lo
convirtió en una regla para todos. Se dirá que, en realidad, no podía
aplicarse sino a una reducidísima élite; la masa de los fieles que no se
confesaban sino raras veces en el año escapaban a prescripciones
tan complejas. Pero lo importante, sin duda, es que esa obligación
haya sido fijada al menos como punto ideal para todo buen cristiano.
Se plantea un imperativo: no sólo confesar los actos contrarios a la
ley, sino intentar convertir el deseo, todo el deseo, en discurso. Si es
posible, nada debe escapar a esa formulación, aunque las palabras
que emplee deban ser cuidadosamente neutralizadas. La pastoral
cristiana ha inscrito como deber fundamental llevar todo lo tocante al
sexo al molino sin fin de la palabra.(4) La prohibición de determinados
vocablos, la decencia de las expresiones, todas las censuras al
vocabulario podrían no ser sino dispositivos secundarios respecto de
esa gran sujeción: maneras de tornarla moralmente aceptable y
técnicamente útil.
Podría trazarse una línea recta que iría desde la pastoral del
siglo XVII hasta lo que fue su proyección en la literatura, y en la
literatura «escandalosa». Decirlo todo, repiten los directores: «no sólo
los actos consumados sino las caricias sensuales, todas las miradas
impuras, todas las palabras obscenas…, todos los pensamientos
consentidos».(5) Sade vuelve a lanzar la conminación en términos que
parecen trascritos de los tratados de guía espiritual: «Vuestros relatos
necesitan los detalles más grandes y extensos; no podemos juzgar en
qué la pasión que nos contáis atañe a las costumbres y caracteres del
hombre sino en la medida en que no disfracéis circunstancia alguna;
por lo demás, las menores circunstancias son infinitamente útiles para
lo que esperamos de vuestros relatos.»(6) Y en las postrimerías del siglo
XIX el anónimo autor de My Secret Life se sometió también a la
misma prescripción; sin duda fue, al menos en apariencia, una
especie de libertino tradicional; pero a esa vida que había consagrado
casi por entero a la actividad sexual, tuvo la idea de acompañarla con
el más meticuloso relato de cada uno de sus episodios. Se excusa a
veces haciendo valer su preocupación de educar a los jóvenes, él que
hizo imprimir sólo algunos ejemplares de sus once volúmenes
dedicados a las menores aventuras, placeres y sensaciones de su
sexo; vale más creerle cuando deja infiltrarse en su texto la voz del
puro imperativo: «Narro los hechos como se produjeron, en la medida
en que puedo recordarlos; es todo lo que puedo hacer»; «una vida
secreta no debe presentar ninguna omisión; no hay nada de lo cual
avergonzarse (…) jamás se conocerá demasiado la naturaleza
humana»(7) El solitario de la Vida secreta a menudo dice, para justificar
las descripciones que ofrece, que sus más extrañas prácticas eran
ciertamente comunes a millares de hombres sobre la superficie de la
tierra. Pero el principio de la más extraña de esas prácticas, la que
consiste en contarlas todas, en detalle y día tras día, había sido
depositado en el corazón del hombre moderno dos buenos siglos
antes. En lugar de ver en este hombre singular al evadido valiente de
un «victorianismo» que lo constreñía al silencio, me inclinaría a pensar
que, en una época donde dominaban consignas muy prolijas de
discreción y pudor, fue el representante más directo y en cierto modo
más ingenuo de una plurisecular conminación a hablar del sexo. El
accidente histórico estaría constituido más bien por los pudores del
«puritanismo Victoriano»; serían en todo caso una peripecia, un
refinamiento, un giro táctico en el gran proceso de puesta en discurso
del sexo.
Más que su soberana, ese inglés sin identidad puede servir de
figura central a la historia de una sexualidad moderna que en buena
parte se forma ya con la pastoral cristiana. De modo opuesto a esta
última, para él sin duda se trataba de aumentar las sensaciones que
experimentaba gracias al pormenor de lo que decía de ellas; como
Sade, él escribía, en el sentido fuerte de la expresión, «para su
placer»; mezclaba cuidadosamente la redacción y la relectura de su
texto con escenas eróticas cuya repetición, prolongación y estímulo
eran esa redacción y relectura. Pero, después de todo, también la
pastoral cristiana buscaba producir efectos específicos sobre el
deseo, por el solo hecho de ponerlo, íntegra y aplicadamente, en
discurso: efectos de dominio y desapego, sin duda, pero también
efecto de reconversión espiritual, de retorno hacia Dios, efecto físico
de bienaventurado dolor al sentir en el cuerpo las dentelladas de la
tentación y el amor que se le resiste. Allí está lo esencial. Que el
hombre occidental se haya visto desde hace tres siglos apegado a la
tarea de decirlo todo sobre su sexo; que desde la edad clásica haya
habido un aumento constante y una valoración siempre mayor del
discurso sobre el sexo; y que se haya esperado de tal discurso —
cuidadosamente analítico— efectos múltiples de desplazamiento, de
intensificación, de reorientación y de modificación sobre el deseo
mismo. No sólo se ha ampliado el dominio de lo que se podía decir
sobre el sexo y constreñido a los hombres a ampliarlo siempre, sino
que se ha conectado el discurso con el sexo mediante un dispositivo
complejo y de variados efectos, que no puede agotarse en el vínculo
único con una ley de prohibición. ¿Censura respecto al sexo? Más
bien se ha construido un artefacto para producir discursos sobre el
sexo, siempre más discursos, susceptibles de funcionar y de surtir
efecto en su economía misma. Tal técnica quizá habría quedado
ligada al destino de la espiritualidad cristiana o a la economía de los
placeres individuales si no hubiese sido apoyada y reimpulsada por
otros mecanismos. Esencialmente, un «interés público». No una
curiosidad o una sensibilidad nuevas; tampoco una nueva
mentalidad. Sí, en cambio, mecanismos de poder para cuyo
funcionamiento el discurso sobre el sexo —por razones sobre las que
habrá que volver— ha llegado a ser esencial. Nace hacia el siglo XVIII
una incitación política, económica y técnica a hablar del sexo. Y no
tanto en forma de una teoría general de la sexualidad, sino en forma
de análisis, contabilidad, clasificación y especificación, en forma de
investigaciones cuantitativas o causales. Tomar «por su cuenta» el
sexo, pronunciar sobre él un discurso no únicamente de moral sino de
racionalidad, fue una necesidad lo bastante nueva como para que al
principio se asombrara de sí misma y se buscase excusas. ¿Cómo un
discurso de razón podría hablar de eso? «Rara vez los filósofos han
dirigido una mirada tranquila sobre esos objetos colocados entre la
repugnancia y el ridículo, donde se necesitaba evitar, a la vez, la
hipocresía y el escándalo.»(8) Y cerca de un siglo después, la medicina,
de la cual se habría podido esperar que estuviese menos sorprendida
ante lo que debía formular, también trastabilla en el momento de
expresarse: «La sombra que envuelve esos hechos, la vergüenza y la
repugnancia que inspiran, alejaron siempre la mirada de los
observadores… Mucho tiempo he dudado en hacer entrar en este
estudio el cuadro nauseabundo…»(9) Lo esencial no está en todos esos
escrúpulos, en el «moralismo» que traicionan, en la hipocresía que en
ellos se puede sospechar, sino en la reconocida necesidad de que
hay que superarlos. Se debe hablar del sexo, se debe hablar
públicamente y de un modo que no se atenga a la división de lo lícito
y lo ilícito, incluso si el locutor mantiene para sí la distinción (para
mostrarlo sirven esas solemnes declaraciones liminares); se debe
hablar como de algo que no se tiene, simplemente, que condenar o
tolerar, sino que dirigir, que insertar en sistemas de utilidad, regular
para el mayor bien de todos, hacer funcionar según un óptimo. El sexo
no es cosa que sólo se juzgue, es cosa que se administra. Participa
del poder público; solicita procedimientos de gestión; debe ser tomado
a cargo por discursos analíticos. En el siglo XVIII el sexo llega a ser
asunto de «policía». Pero en el sentido pleno y fuerte que se daba
entonces a la palabra —no represión del desorden sino mejoría
ordenada de las fuerzas colectivas e individuales: «Afianzar y
aumentar con la sabiduría de sus reglamentos el poder interior del
Estado, y como ese poder no consiste sólo en la República en general
y en cada uno de los miembros que la componen, sino también en las
facultades y talentos de todos los que le pertenecen, se sigue que la
policía debe ocuparse enteramente de esos medios y de ponerlos al
servicio de la felicidad pública. Ahora bien, no puede alcanzar esa
meta sino gracias al conocimiento que tiene de esas diferentes
ventajas.»(10) Policía del sexo: es decir, no el rigor de una prohibición
sino la necesidad de reglamentar el sexo mediante discursos útiles y
públicos.
Nada más algunos ejemplos. En el siglo XVIII, una de las
grandes novedades en las técnicas del poder fue el surgimiento, como
problema económico y político, de la «población»: la poblaciónriqueza,
la población-mano de obra o capacidad de trabajo, la
población en equilibrio entre su propio crecimiento y los recursos de
que dispone. Los gobiernos advierten que no tienen que vérselas con
individuos simplemente, ni siquiera con un «pueblo», sino con una
«población» y sus fenómenos específicos, sus variables propias:
natalidad, morbilidad, duración de la vida, fecundidad, estado de
salud, frecuencia de enfermedades, formas de alimentación y de
vivienda. Todas esas variables se hallan en la encrucijada de los
movimientos propios de la vida y de los efectos particulares de las
instituciones: «Los Estados no se pueblan según la progresión natural
de la propagación, sino en razón de su industria, de sus producciones
y de las distintas instituciones… Los hombres se multiplican como las
producciones del suelo y en proporción con las ventajas y recursos
que encuentran en sus trabajos.»(11) En el corazón de este problema
económico y político de la población, el sexo: hay que analizar la tasa
de natalidad, la edad del matrimonio, los nacimientos legítimos e
ilegítimos, la precocidad y la frecuencia de las relaciones sexuales, la
manera de tornarlas fecundas o estériles, el efecto del celibato o de
las prohibiciones, la incidencia de las prácticas anticonceptivas —esos
famosos «secretos funestos» que según saben los demógrafos, en
vísperas de la Revolución, son ya corrientes en el campo. Por cierto,
hacía mucho tiempo que se afirmaba que un país debía estar poblado
si quería ser rico y poderoso. Pero es la primera vez que, al menos
de una manera constante, una sociedad afirma que su futuro y su
fortuna están ligados no sólo al número y virtud de sus ciudadanos, no
sólo a las reglas de sus matrimonios y a la organización de las
familias, sino también a la manera en que cada cual hace uso de su
sexo. Se pasa de la desolación ritual acerca del desenfreno sin fruto
de los ricos, los célibes y los libertinos a un discurso en el cual la
conducta sexual de la población es tomada como objeto de análisis y,
a la vez, blanco de intervención; se va de las tesis masivamente
poblacionistas de la época mercantil a tentativas de regulación más
finas y mejor calculadas, que oscilarán, según los objetivos y las
urgencias, hacia una dirección natalista o antinatalista. A través de la
economía política de la población se forma toda una red de
observaciones sobre el sexo. Nace el análisis de las conductas
sexuales, de sus determinaciones y efectos, en el límite entre lo
biológico y lo económico. También aparecen esas campañas
sistemáticas que, más allá de los medios tradicionales —
exhortaciones morales y religiosas, medidas fiscales— tratan de
convertir el comportamiento sexual de las parejas en una conducta
económica y política concertada. Los racismos de los siglos XIX y XX
encontrarán allí algunos de sus puntos de anclaje. Que el Estado sepa
lo que sucede con el sexo de los ciudadanos y el uso que le dan, pero
que cada cual, también, sea capaz de controlar esa función. Entre el
Estado y el individuo, el sexo ha llegado a ser el pozo de una apuesta,
y un pozo público, invadido por una trama de discursos, saberes,
análisis y conminaciones. Igual ocurre en cuanto al sexo de los niños.
Se dice con frecuencia que la edad clásica lo sometió a un
ocultamiento del que no se desprendió antes de los Tres ensayos o
las benéficas angustias del pequeño Hans. Es verdad que
desapareció una antigua «libertad» de lenguaje entre niños y adultos, o
alumnos y maestros. Ningún pedagogo del siglo XVII habría
aconsejado públicamente a su discípulo sobre la elección de una
buena prostituta, como lo hace Erasmo en sus Diálogos. Y las risas
sonoras que habían acompañado tanto tiempo —y, al parecer, en
todas las clases sociales— a la sexualidad precoz de los niños, se
apagaron poco a poco. Mas no por ello se trata de un puro y simple
llamado al silencio. Se trata más bien de un nuevo régimen de los
discursos. No se dice menos: al contrario. Se dice de otro modo; son
otras personas quienes lo dicen, a partir de otros puntos de vista y
para obtener otros efectos. El propio mutismo, las cosas que se
rehusa decir o se prohibe nombrar, la discreción que se requiere entre
determinados locutores, son menos el límite absoluto del discurso (el
otro lado, del que estaría separado por una frontera rigurosa) que
elementos que funcionan junto a las cosas dichas, con ellas y a ellas
vinculadas en estrategias de conjunto. No cabe hacer una división
binaria entre lo que se dice y lo que se calla; habría que intentar
determinar las diferentes maneras de callar, cómo se distribuyen los
que pueden y los que no pueden hablar, qué tipo de discurso está
autorizado o cuál forma de discreción es requerida para los unos y los
otros. No hay un silencio sino silencios varios y son parte integrante
de estrategias que subtienden y atraviesan los discursos.
Sean los colegios del siglo XVIII. Globalmente, se puede tener la
impresión de que casi no se habla del sexo. Pero basta echar una
mirada a los dispositivos arquitectónicos, a los reglamentos de
disciplina y toda la organización interior: el sexo está siempre
presente. Los constructores pensaron en él, y de manera explícita.
Los organizadores lo tienen en cuenta de manera permanente. Todos
los poseedores de una parte de autoridad están en un estado de
alerta perpetua, reavivado sin descanso por las disposiciones, las
precauciones y el juego de los castigos y las responsabilidades. El
espacio de la clase, la forma de las mesas, el arreglo de los patios de
recreo, la distribución de los dormitorios (con o sin tabiques, con o sin
cortinas) , los reglamentos previstos para el momento de ir al lecho y
durante el sueño, todo ello remite, del modo más prolijo, a la
sexualidad de los niños.(12) Lo que se podría llamar el discurso interno
de la institución —el que se dice a sí misma y circula entre quienes la
hacen funcionar— está en gran parte articulado sobre la
comprobación de que esa sexualidad existe, precoz, activa y
permanente. Pero hay más: el sexo del colegial llegó a ser durante el
siglo XVIII —de un modo más particular que el de los adolescentes en
general— un problema público. Los médicos se dirigen a los
directores de establecimientos y a los profesores, pero también dan
sus opiniones a las familias; los pedagogos forjan proyectos y los
someten a las autoridades; los maestros se vuelven hacia los
alumnos, les hacen recomendaciones y redactan para ellos libros de
exhortación, de ejemplos morales o médicos. En torno al colegial y su
sexo prolifera toda una literatura de preceptos, opiniones,
observaciones, consejos médicos, casos clínicos, esquemas de
reforma, planes para instituciones ideales. Con Basedow y el
movimiento «filantrópico» alemán esa puesta en discurso del sexo
adolescente adquirió una amplitud considerable. Incluso Saltzmann
había organizado una escuela experimental cuyo carácter particular
consistía en un control y una educación del sexo tan bien pensados
que el universal pecado de juventud no debía practicarse jamás allí. Y
en medio de todas esas medidas, el niño no debía ser sólo el objeto
mudo e inconsciente de cuidados concertados por los adultos
únicamente; se le imponía cierto discurso razonable, limitado,
canónico y verdadero sobre el sexo —una especie de ortopedia
discursiva. Puede servirnos de viñeta la gran fiesta organizada en el
Philanthropinum en mayo de 1776. Fue —en la forma mezclada del
examen, los juegos florales, la distribución de premios y el consejo de
revisión— la primera comunión solemne del sexo adolescente y del
discurso razonable. Para mostrar el éxito de la educación sexual que
se daba a sus alumnos, Basedow invitó a los notables de Alemania
(Goethe fue uno de los pocos que declinó la invitación). Ante el
público reunido, uno de los profesores, Wolke, planteó a los alumnos
preguntas escogidas acerca de los misterios del sexo, del
nacimiento, de la procreación: les hizo comentar grabados que
representaban a una mujer encinta, una pareja, una cuna. Las
respuestas fueron inteligentes, sin vergüenza, sin desazón. No las
perturbó ninguna risa chocante, salvo, precisamente, de parte de un
público adulto más pueril que los niños y al que Wolke reprendió
severamente. Por último se aplaudió a aquellos jovencitos mofletudos
que, frente a los mayores, tejieron con hábil saber las guirnaldas del
discurso y del sexo.(13)
Sería inexacto decir que la institución pedagógica impuso
masivamente el silencio al sexo de los niños y los adolescentes.
Desde el siglo XVIII, por el contrario, multiplicó las formas del discurso
sobre el tema; le estableció puntos de implantación diferentes; cifró
los contenidos y calificó a los locutores. Hablar del sexo de los niños,
hacer hablar a educadores, médicos, administradores y padres (o
hablarles), hacer hablar a los propios niños y ceñirlos en una trama de
discursos que tan pronto se dirigen a ellos como hablan de ellos, tan
pronto les imponen conocimientos canónicos como forman a partir de
ellos un saber que no pueden asir: todo esto permite vincular una
intensificación de los poderes con una multiplicación de los discursos.
A partir del siglo XVIII el sexo de niños y adolescentes se tornó un
objetivo importante y a su alrededor se erigieron innumerables
dispositivos institucionales y estrategias discursivas. Es bien posible
que se haya despojado a los adultos y a los propios niños de cierta
manera de hablar del sexo infantil, y que se la haya descalificado por
directa, cruda, grosera. Pero eso no era sino el correlato y quizá la
condición para el funcionamiento de otros discursos, múltiples,
entrecruzados, sutilmente jerarquizados y todos articulados con fuerza
en torno de un haz de relaciones de poder.
Se podrían citar otros muchos focos que entraron en actividad, a
partir del siglo XVIII o del XIX, para suscitar los discursos sobre el
sexo. En primer lugar la medicina, por mediación de las
«enfermedades de los nervios»; luego la psiquiatría, cuando se puso a
buscar en el «exceso», luego en el onanismo, luego en la
insatisfacción, luego en los «fraudes a la procreación» la etiología de
las enfermedades mentales, pero sobre todo cuando se anexó como
dominio propio el conjunto de las perversiones sexuales; también la
justicia penal, que durante mucho tiempo había tenido que encarar la
sexualidad, sobre todo en forma de crímenes «enormes» y contra
natura, y que a mediados del siglo XIX se abrió a la jurisdicción
menuda de los pequeños atentados, ultrajes secundarios,
perversiones sin importancia; por último, todos esos controles sociales
que se desarrollaron a fines del siglo pasado y que filtraban la
sexualidad de las parejas, de los padres y de los niños, de los
adolescentes peligrosos y en peligro —emprendiendo la tarea de
proteger, separar y prevenir, señalando peligros por todas partes,
llamando la atención, exigiendo diagnósticos, amontonando informes,
organizando terapéuticas—; irradiaron discursos alrededor del sexo,
intensificando la consciencia de un peligro incesante que a su vez
reactivaba la incitación a hablar de él.
Un obrero agrícola del pueblo de Lapcourt, un tanto simple de
espíritu, empleado según las estaciones por unos o por otros,
alimentado aquí o allá por un poco de caridad y para los peores
trabajos, alojado en las granjas o los establos, fue denunciado un día
de 1867: al borde de un campo había obtenido algunas caricias de
una niña, como ya antes lo había hecho, como lo había visto hacer,
como lo hacían a su alrededor los pilluelos del pueblo; en el lindero
del bosque, o en la cuneta de la ruta que lleva a Saint-Nicolas, se
jugaba corrientemente al juego llamado de «la leche cuajada». Fue,
pues, señalado por los padres al alcalde del pueblo, denunciado por el
alcalde a los gendarmes, conducido por los gendarmes al juez,
inculpado por éste y sometido a un médico primero, luego a otros dos
expertos, quienes redactaron un informe y posteriormente lo
publicaron.(14) ¿La importancia de esta historia? Su carácter minúsculo;
el hecho de que esa cotidianidad de la sexualidad aldeana, las ínfimas
delectaciones montaraces, a partir de cierto momento hayan podido
llegar a ser no sólo objeto de intolerancia colectiva sino de una acción
judicial, de una intervención médica, de un examen clínico atento y de
toda una elaboración teórica. Lo importante es que ese personaje,
parte integrante hasta entonces de la vida campesina, haya sido
sometido a mediciones de su caja craneana, a estudios de la
osamenta de su cara, a inspecciones anatómicas a fin de descubrir
los posibles signos de degeneración; que se lo haya hecho hablar;
que se lo haya interrogado sobre sus pensamientos, inclinaciones,
hábitos, sensaciones, juicios. Y que se haya decidido finalmente,
considerándolo inocente de todo delito, convertirlo en un puro objeto
de medicina y de saber, objeto por hundir hasta el fin de su vida en el
hospital de Maréville, pero también digno de ser dado a conocer al
mundo científico mediante un análisis pormenorizado. Se puede
apostar que en la misma época el maestro de Lapcourt enseñaba a
los pequeños aldeanos a pulir su lenguaje y a no hablar de todas esas
cosas en voz alta. Pero sin duda ésa era una de las condiciones para
que las instituciones de saber y de poder pudieran recubrir ese
pequeño teatro cotidiano con sus discursos solemnes. He aquí que
nuestra sociedad —la primera en la historia, sin duda— ha invertido
todo un aparato de discurrir, de analizar y de conocer en esos gestos
sin edad, en esos placeres apenas furtivos que intercambiaban los
simples de espíritu con los niños despabilados.
Entre el inglés libertino que se encarnizaba en escribir para sí
mismo las singularidades de su vida secreta y su contemporáneo, ese
tonto de aldea que daba algunas monedas a las niñas a cambio de
complacencias que las mayores le rehusaban, hay sin duda alguna un
lazo profundo: de un extremo al otro, el sexo se ha convertido, de
todos modos, en algo que debe ser dicho, y dicho exhaustivamente
según dispositivos discursivos diversos pero todos, cada uno a su
manera, coactivos. Confidencia sutil o interrogatorio autoritario,
refinado o rústico, el sexo debe ser dicho. Una gran conminación
polimorfa somete tanto al anónimo inglés como al pobre campesino de
Lorena, del que quiso la historia que se llamara Jouy.*(Alusión al verbo jouir: gozar. Las tres personas del singular del presente del indicativo, así como
el participio pasado, se pronuncian exactamente igual que el apellido Jouy. [T.])
Desde el siglo XVIII el sexo no ha dejado de provocar una
especie de eretismo discursivo generalizado. Y tales discursos sobre
el sexo no se han multiplicado fuera del poder o contra él, sino en el
lugar mismo donde se ejercía y como medio de su ejercicio; en todas
partes fueron preparadas incitaciones a hablar, en todas partes
dispositivos para escuchar y registrar, en todas partes procedimientos
para observar, interrogar y formular. Se lo desaloja y constriñe a una
existencia discursiva. Desde el imperativo singular que a cada cual
impone trasformar su sexualidad en un permanente discurso hasta los
mecanismos múltiples que, en el orden de la economía, de la
pedagogía, de la medicina y de la justicia, incitan, extraen, arreglan e
institucionalizan el discurso del sexo, nuestra sociedad ha requerido y
organizado una inmensa prolijidad. Quizá ningún otro tipo de sociedad
acumuló jamás, y en una historia relativamente tan corta, semejante
cantidad de discursos sobre el sexo. Bien podría ser que hablásemos
de él más que de cualquier otra cosa; nos encarnizamos en la tarea;
nos convencemos, por un extraño escrúpulo, de que nunca decimos
bastante, de que somos demasiado tímidos y miedosos, de que nos
ocultamos la enceguecedora evidencia por inercia y sumisión, y de
que lo esencial se nos escapa siempre y hay que volver a partir en su
busca. Respecto al sexo, la sociedad más inagotable e impaciente
bien podría ser la nuestra.
Pero ya este primer vistazo a vuelo de pájaro lo muestra: se
trata menos de un discurso sobre el sexo que de una multiplicidad de
discursos producidos por toda una serie de equipos que funcionan
en instituciones diferentes. La Edad Media había organizado alrededor
del tema de la carne y de la práctica de la penitencia un discurso no
poco unitario. En los siglos recientes esa relativa unidad ha sido
descompuesta, dispersada, resuelta en una multiplicidad de
discursividades distintas, que tomaron forma en la demografía, la
biología, la medicina, la psiquiatría, la psicología, la moral, la
pedagogía, la crítica política. Más aún: el sólido vínculo que unía la
teología moral de la concupiscencia con la obligación de la confesión
(el discurso teórico sobre el sexo y su formulación en primera
persona), tal vínculo fue, ya que no roto, al menos distendido y
diversificado: entre la objetivación del sexo en discursos racionales y
el movimiento por el que cada cual es puesto a narrar su propio sexo,
se produjo, desde el siglo XVIII, toda una serie de tensiones,
conflictos, esfuerzos de ajuste, tentativas de retrascripción. No es,
pues, simplemente en términos de extensión continua como cabe
hablar de ese crecimiento discursivo; en ella debe verse más bien una
dispersión de los focos emisores de los discursos, una diversificación
de sus formas y el despliegue complejo de la red que los enlaza. Más
que la uniforme preocupación de ocultar el sexo, más que una
pudibundez general del lenguaje, lo que marca a nuestros tres últimos
siglos es la variedad, la amplia dispersión de los aparatos inventados
para hablar, para hacer hablar del sexo, para obtener que él hable por
sí mismo, para escuchar, registrar, trascribir y redistribuir lo que se
dice. Alrededor del sexo, toda una trama de discursos variados,
específicos y coercitivos: ¿una censura masiva, después de las
decencias verbales impuestas por la edad clásica? Se trata más bien
de una incitación a los discursos, regulada y polimorfa.
Sin duda, puede objetarse que si para hablar del sexo fueron
necesarios tantos estímulos y tantos mecanismos coactivos, ocurrió
así porque reinaba, de una manera global, determinada prohibición
fundamental; únicamente necesidades precisas —urgencias
económicas, utilidades políticas— pudieron levantar esa prohibición y
abrir al discurso sobre el sexo algunos accesos, pero siempre
limitados y cuidadosamente cifrados; tanto hablar del sexo, tanto
arreglar dispositivos insistentes para hacer hablar de él, pero bajo
estrictas condiciones, ¿no prueba acaso que se trata de un secreto y
que se busca sobre todo conservarlo así? Pero, precisamente, habría
que interrogar este tema frecuentísimo de que el sexo está fuera del
discurso y que sólo la eliminación de un obstáculo, la ruptura de un
secreto puede abrir la ruta que lleva hasta él. ¿No forma este tema
parte de la conminación mediante la cual se suscita el discurso? ¿No
es para incitar a hablar del sexo, y para recomenzar siempre a hablar
de él, por lo que se lo hace brillar y convierte en señuelo en el límite
exterior de todo discurso actual, como el secreto que es indispensable
descubrir, como algo abusivamente reducido al mutismo y que es, a
un tiempo, difícil y necesario, peligroso y valioso mentarlo? No hay
que olvidar que la pastoral cristiana, al hacer del sexo, por excelencia,
lo que debe ser confesado, lo presentó siempre como el enigma
inquietante: no lo que se muestra con obstinación, sino lo que se
esconde siempre, una presencia insidiosa a la cual puede uno
permanecer sordo pues habla en voz baja y a menudo disfrazada. El
secreto del sexo no es sin duda la realidad fundamental respecto de la
cual se sitúan todas las incitaciones a hablar del sexo —ya sea que
intenten romper el secreto, ya que mantengan su vigencia de manera
oscura en virtud del modo mismo como hablan. Se trata más bien de
un tema que forma parte de la mecánica misma de las incitaciones:
una manera de dar forma a la exigencia de hablar, una fábula
indispensable para la economía indefinidamente proliferante del
discurso sobre el sexo. Lo propio de las sociedades modernas no es
que hayan obligado al sexo a permanecer en la sombra, sino que ellas
se hayan destinado a hablar del sexo siempre, haciéndolo valer,
poniéndolo de relieve como el secreto.

1 P. Segneri, L’instruction du pénitent, traducción de 1695, p. 301.
2 A. de Liguori, Pratique des confesseurs (trad. francesa, 1854), p. 140.14
3 P. Segneri, loc. cit., pp. 301-302.
4 La pastoral reformada, aunque de manera más discreta, también ha formulado reglas acerca del
discurso sobre el sexo. Esto será desarrollado en el siguiente volumen, La carne y el cuerpo.
5 A. de Liguori, Préceptes sur le sixième commandement (trad. 1835), p. 5.
6 D.-A. de Sade, Les 120 journées de Sodome, ed. Pauvert, I, pp. 139-140.
7 An., My Secret Lije, reeditado por Grove Press, 1964.
8 Condorcet, citado por J. L. Flandrin, Familles, 1976.
9 A. Tardieu, Étude médico-légale sur les attentats aux moeurs, 1857, p. 114.
10 J. von Justi, Éléments généraux de police, trad. 1769, p. 20.
11 C. J. Herbert, Essai sur la police genérale des grains (1753), pp. 320-321.
12 Règlement de police por les lycées (1809). art. 67: «Habrá siempre, durante las horas de clase y de estudio, un maestro de estudio vigilando el exterior, para impedir a los alumnos que hayan salido por sus necesidades, quedarse afuera y reunirse.
68. Después de la oración de la noche, los alumnos serán llevados al dormitorio, donde los
maestros los harán acostarse de inmediato.
69. Los maestros no se acostarán sino después de haberse cerciorado de que cada alumno está en su lecho.
70. Los lechos estarán separados por tabiques de dos metros de altura. Los dormitorios
permanecerán iluminados durante la noche.»
13 J. Schummel, Fritzens Reise nach Dessau (1776), citado por A. Pinloche, La réforme de
l’éducation en Allemagne au XVIIIº siècle (1889), pp. 125-129.
14 H. Bonnet y J. Bulard, Rapport médico-légal sur l’état mental de Ch.-J. Jouy, 4 de enero de 1868

Volver al índice de ¨Historia De La Sexualidad I, La Voluntad de Saber¨