Obras de M. Foucault, Historia de la locura en la época clásica I: PRIMERA PARTE (EL GRAN ENCIERRO)

PRIMERA PARTE

II. EL GRAN ENCIERRO
Compelle intrare.
La locura, cuya voz el Renacimiento ha liberado, y cuya violencia domina, va a
ser reducida al silencio por la época clásica, mediante un extraño golpe de
fuerza.
En el camino de la duda, Descartes encuentra la locura al lado del sueño y de
todas las formas de error. Esta posibilidad de estar loco, ¿no amenaza con
desposeerlo de su propio cuerpo, como el mundo exterior puede ocultarse en
el error o la conciencia dormirse en el sueño? «¿Cómo podría yo negar que
estas manos y este cuerpo son míos, si no, acaso, comparándome a ciertos
insensatos cuyo cerebro está de tal modo perturbado y ofuscado por los
vapores negros de la bilis que constantemente aseguran ser reyes cuando son
muy pobres, estar vestidos de oro y púrpura cuando están desnudos, o cuando
imaginan ser cántaros o tener un cuerpo de vidrio?» (116) Pero Descartes no evita
el peligro de la locura como evade la eventualidad del sueño o del error. Por
engañosos que sean los sentidos, en efecto, sólo pueden alterar «las cosas
poco sensibles y bastante alejadas»; la fuerza de sus ilusiones siempre deja un
residuo de verdad, «que yo estoy aquí, ante la chimenea, vestido con mi bata».
(117) En cuanto al sueño, puede —como la imaginación de los pintores—
representar «sirenas o sátiros por medio de figuras grotescas y
extraordinarias»; pero no puede crear ni componer por sí mismo esas cosas
«más sencillas y más universales» cuya disposición hace posibles las imágenes
fantásticas: «De ese género de cosas es la naturaleza corporal en general y su
extensión». Éstas son tan poco fingidas que aseguran a los sueños su
verosimilitud: marcas inevitables de una verdad que el sueño no llega a
comprometer. Ni el sueño poblado de imágenes, ni la clara conciencia de que
los sentidos se equivocan pueden llevar la duela al punto extremo de su
universalidad: admitamos que los ojos nos engañan, «supongamos ahora que
estamos dormidos», la verdad no se deslizará entera hacia la noche.
Para la locura, las cosas son distintas; si sus peligros no comprometen el
avance ni lo esencial de la verdad, no es porque tal cosa, ni aun el
pensamiento de un loco, no pueda ser falsa, sino porque yo, que pienso, no
puedo estar loco. Cuando yo creo tener un cuerpo, ¿estoy seguro de sostener
una verdad más firme que quien imagina tener un cuerpo de vidrio?
Seguramente, pues «son locos, y yo no sería menos extravagante si me guiara
por su ejemplo». No es la permanencia de una verdad la que asegura al
pensamiento contra la locura, como le permitiría librarse de un error o salir de
un sueño; es una imposibilidad de estar loco, esencial no al objeto del
pensamiento, sino al sujeto pensante. Puede suponerse que se está soñando, e
identificarse con el sujeto soñante para encontrar «alguna razón de dudar»: la
verdad aparece aún, como condición de posibilidad del sueño. En cambio, no
se puede suponer, ni aun con el pensamiento, que se está loco, pues la locura
justamente es condición de imposibilidad del pensamiento: «Yo no sería menos
extravagante… » (118)
En la economía de la duda, hay un desequilibrio fundamental entre locura, por
una parte, sueño y error, por la otra. Su situación es distinta en relación con la
verdad y con quien la busca; sueños o ilusiones son superados en la estructura
misma de la verdad; pero la locura queda excluida por el sujeto que duda.
Como pronto quedará excluido que él no piensa y que no existe. Cierta
decisión se ha tomado desde los Ensayos. Cuando Montaigne se encontró con
Tasso, nada le aseguraba que todo pensamiento no era rondado por la
sinrazón. ¿Y el pueblo? ¿El «pobre pueblo víctima de esas locuras»? El hombre
de ideas, ¿está al abrigo de esas extravagancias? Él mismo «es, al menos,
igualmente lastimoso». Y ¿qué razón podría hacerle juez de la locura? «La
razón me ha dicho que condenar resueltamente una cosa por falsa e imposible
es aprovechar la ventaja de tener en la cabeza los límites de la voluntad de
Dios y de la potencia de nuestra madre Naturaleza, y por tanto no hay en el
mundo locura más notable que hacerles volver a la medida de nuestra
capacidad y suficiencia. » (119) Entre todas las otras formas de la ilusión, la locura
sigue uno de los caminos de la duda más frecuentados aún en el siglo XVI. No
siempre se está seguro de no soñar, nunca se está cierto de no estar loco:
«¿No recordamos cuántas contradicciones hemos sentido en nuestro juicio?»
(120) Ahora bien, esta certidumbre ha sido adquirida por Descartes, quien la
conserva sólidamente: la locura ya no puede tocarlo. Sería una extravagancia
suponer que se es extravagante; como experiencia de pensamiento, la locura
se implica a sí misma, y por lo tanto se excluye del proyecto. Así, el peligro de
la locura ha desaparecido del ejercicio mismo de la Razón. Ésta se halla
fortificada en una plena posesión de sí misma, en que no puede encontrar
otras trampas que el error, otros riesgos que la ilusión. La duda de Descartes
libera los sentidos de encantamientos, atraviesa los paisajes del sueño, guiada
siempre por la luz de las cosas ciertas; pero él destierra la locura en nombre
del que duda, y que ya no puede desvariar, como no puede dejar de pensar y
dejar de ser.
Por ello mismo se modifica la problemática de la locura, la de Montaigne. De
manera casi imperceptible, sin duda, pero decisiva. Allí la tenemos, colocada
en una comarca de exclusión de donde no será liberada más que parcialmente
en la Fenomenología del Espíritu. La No-Razón del siglo XVI formaba una
especie de peligro abierto, cuyas amenazas podían siempre, al menos en
derecho, comprometer las relaciones de la subjetividad y de la verdad. El
encaminamiento de la duda cartesiana parece testimoniar que en el siglo XVII
el peligro se halla conjurado y que la locura está fuera del dominio de
pertenencia en que el sujeto conserva sus derechos a la verdad: ese dominio
que, para el pensamiento clásico, es la razón misma. En adelante, la locura
está exiliada. Si el hombre puede siempre estar loco, el pensamiento, como
ejercicio de la soberanía de un sujeto que se considera con el deber de percibir
lo cierto, no puede ser insensato. Se ha trazado una línea divisoria, que pronto
hará imposible la experiencia, tan familiar en el Renacimiento, de una Razón
irrazonable, de una razonable Sinrazón. Entre Montaigne y Descartes ha
ocurrido un acontecimiento: algo que concierne al advenimiento de una ratio.
Pero la historia de una ratio como la del mundo occidental está lejos de
haberse agotado en el progreso de un «racionalismo»; está hecha, en parte
igualmente grande aunque más secreta, por ese movimiento por el cual la
sinrazón se ha internado en nuestro suelo, para allí desaparecer, sin duda,
pero también para enraizarse.
Y es este otro aspecto del acontecimiento clásico el que ahora habrá que
manifestar.
Más de un signo lo delata, y no todos se derivan de una experiencia filosófica
ni de los desarrollos del saber. Aquel del que deseamos hablar pertenece a una
superficie cultural bastante extensa. Una serie de datos lo señala con toda
precisión y, con ellos, todo un conjunto de instituciones.
Se sabe bien que en el siglo XVII se han creado grandes internados; en
cambio, no es tan sabido que más de uno de cada cien habitantes de París, ha
estado encerrado allí, así fuera por unos meses. Se sabe bien que el poder
absoluto ha hecho uso de lettres de cachet y de medidas arbitrarias de
detención; se conoce menos cuál era la conciencia jurídica que podía alentar
semejantes prácticas. Desde Pinel, Tuke y Wagnitz. se sabe que los locos,
durante un siglo y medio, han sufrido el régimen de estos internados, hasta el
día en que se les descubrió en las salas del Hospital General, o en los
calabozos de las casas de fuerza; se hallará que estaban mezclados con la
población de las Workhouses o Zuchthäusern. Pero casi nunca se preciso
claramente cuál era su estatuto, ni qué sentido tenía esta vecindad, que
parecía asignar una misma patria a los pobres, a los desocupados, a los mozos
de correccional y a los insensatos. Entre los muros de los internados es donde
Pinel y la psiquiatría del siglo XIX volverán a encontrar a los locos; es allí —no
lo olvidemos— donde los dejarán, no sin gloriarse de haberlos liberado. Desde
la mitad del siglo XVII, la locura ha estado ligada a la tierra de los internados,
y al ademán que indicaba que era aquél su sitio natural.
Tomemos los hechos en su formulación más sencilla, ya que el internamiento
de los alienados es la estructura más visible en la experiencia clásica de la
locura, y ya que será la piedra de escándalo cuando esta experiencia llegue a
desaparecer en la cultura europea. «Yo los he visto desnudos, cubiertos de
harapos, no teniendo más que paja para librarse de la fría humedad del
empedrado en que están tendidos. Los he visto mal alimentados, privados de
aire que respirar, de agua para calmar su sed y de las cosas más necesarias de
la vida. Los he visto entregados a auténticos carceleros, abandonados a su
brutal vigilancia. Los he visto en recintos estrechos, sucios, infectos, sin aire,
sin luz, encerrados en antros donde no se encerraría a los animales feroces
que el lujo de los gobiernos mantiene con grandes gastos en las capitales. » (121)
Una fecha puede servir de guía: 1656, decreto de fundación, en París, del
Hôpital Général. A primera vista, se trata solamente de una reforma, o apenas
de una reorganización administrativa. Diversos establecimientos ya existentes
son agrupados bajo una administración única: entre ellos, la Salpêtrière,
reconstruida en el reinado anterior para usarla como arsenal; (122) Bicêtre, que
Luis XIII había querido otorgar a la comandancia de San Luis, para hacer allí
una casa de retiro destinada a los inválidos del ejercito. (123) «La Casa y el
Hospital, tanto de la grande y pequeña Piedad como del Refugio, en el barrio
de Saint-Victor; la casa y el hospital de Escipión, la casa de la Jabonería, con
todos los lugares, plazas, jardines, casas y construcciones que de ella
dependan. » (124) Todos son afectados ahora al servicio de los pobres de París «de
todos los sexos, lugares y edades, de cualquier calidad y nacimiento, y en
cualquier estado en que se encuentren, válidos o inválidos, enfermos o
convalecientes, curables o incurables». (125) Se trata de acoger, hospedar y
alimentar a aquellos que se presenten por sí mismos, o aquellos que sean
enviados allí por la autoridad real o judicial; es preciso también vigilar la
subsistencia, el cuidado, el orden general de aquellos que no han podido
encontrar lugar, aunque podrían o merecerían estar. Estos cuidados se confían
a directores nombrados de por vida, que ejercen sus poderes no solamente en
las construcciones del hospital, sino en toda la ciudad de París, sobre aquellos
individuos que caen bajo su jurisdicción. «Tienen todo poder de autoridad, de
dirección, de administración, de comercio, de policía, de jurisdicción, de
corrección y de sanción, sobre todos los pobres de París, tanto dentro como
fuera del Hôpital Général. » (126) Los directores nombran además un medico
cuyos honorarios son de mil libras anuales; reside en la Piedad, pero debe
visitar cada una de las casas del hospital dos veces por semana.
Desde luego, un hecho está claro el Hôpital Général no es un establecimiento
médico. Es más bien una estructura semijurídica, una especie de entidad
administrativa, que al lado de los poderes de antemano constituidos y fuera de
los tribunales, decide, juzga y ejecuta. «Para ese efecto los directores tendrán
estacas y argollas de suplicio, prisiones y mazmorras, en el dicho hospital y
lugares que de él dependan, como ellos lo juzguen conveniente, sin que se puedan
apelar las ordenanzas que serán redactadas por los directores para el interior del
dicho hospital; en cuanto a aquellas que dicten para el exterior, serán ejecutadas
según su forma y tenor, no obstante que existan cualesquiera oposiciones o
apelaciones hechas o por hacer, y sin perjuicio de ellas, y no obstante todas las
defensas y parcialidades, las órdenes no serán diferidas. » (127) Soberanía casi
absoluta, jurisdicción sin apelación, derecho de ejecución contra el cual nada
puede hacerse valer; el Hôpital Général es un extraño poder que el rey establece
entre la policía y la justicia, en los límites de la ley: es el tercer orden de la
represión. Los alienados que Pinel encontrará en Bicêtre y en la Salpêtrière,
pertenecen a este mundo.
En su funcionamiento, o en su objeto, el Hôpital Général no tiene relación con
ninguna idea médica. Es una instancia del orden, del orden monárquico y
burgués que se organiza en Francia en esta misma época. Está directamente
entroncado con el poder real, que lo ha colocado bajo la sola autoridad del
gobierno civil; la Gran Limosnería del Reino, que era antiguamente, en la
política de asistencia, la mediación eclesiástica y espiritual, se encuentra
bruscamente fuera de la organización. «Entendiéndose que somos
conservadores y protectores del dicho Hôpital Général, por ser de nuestra
fundación real; sin embargo, no depende de manera alguna de la Gran
Limosnería, ni de ninguno de nuestros grandes oficiales, pues deseamos que
esté totalmente exento de la superioridad, visita y jurisdicción de los oficiales
de la Reformación general y de los de la Gran Limosnería, y de todos los otros,
a los cuales prohibimos todo conocimiento y jurisdicción de cualquier modo y
manera que ésta pudiera ejercerse. » (128) El origen del proyecto había estado en
el Parlamento, (129) y los dos primeros jefes de dirección que habían sido
designados fueron el primer presidente del Parlamento y el procurador general.
Pero rápidamente son sustituidos por el arzobispo de París, el presidente del
Tribunal de Hacienda, el presidente del Tribunal de Cuentas, el teniente de
policía y el Preboste de los mercaderes. Desde entonces, la «Gran Asamblea»
no tiene más que un papel deliberativo. La administración real y las verdaderas
responsabilidades son confiadas a gerentes que se reclutan por cooptación.
Son éstos los verdaderos gobernadores, los delegados del poder real y de la
fortuna burguesa frente al mundo de la miseria. La Revolución ha podido dar
de ellos este testimonio: «Escogidos entre lo mejor de la burguesía… sirvieron
en la administración desinteresadamente y con intenciones puras. » (130)
Esta estructura, propia del orden monárquico y burgués, contemporánea del
absolutismo, extiende pronto su red sobre toda Francia. Un edicto del rey, del
16 de junio de 1676, prescribe el establecimiento de «un Hôpital Général en
cada una de las ciudades de su reino». Resultó que la medida había sido
prevista por las autoridades locales. La burguesía de Lyon había organizado ya,
en 1612, un establecimiento de caridad que funcionaba de una manera
análoga. (131) El arzobispo de Tours se siente orgulloso de poder declarar el 10 de
julio de 1676 que su «ciudad metropolitana ha felizmente previsto las piadosas
intenciones del Rey, al erigir este Hôpital Général, llamado de la Caridad, aun
antes que el de París, con un orden que ha servido de modelo a todos aquellos
que se han establecido después, dentro y fuera del Reino». (132) La Caridad de
Tours, en efecto, había sido fundada en 1656 y el rey le había donado 4 mil
libras de renta. Por toda Francia se abren hospitales generales: en la víspera
de la Revolución, existen en 32 ciudades provincianas. (133)
Aunque ha sido deliberadamente mantenida aparte de la organización de los
hospitales generales —por complicidad indudable del poder real y de la
burguesía—, (134)la Iglesia, sin embargo, no es ajena a este movimiento.
Reforma sus instituciones hospitalarias y redistribuye los bienes de sus
fundaciones; incluso crea congregaciones que se proponen fines análogos a los
del Hôpital Général. Vicente de Paúl reorganiza Saint-Lazare, el más
importante de los antiguos leprosarios de París; el 7 de enero de 1632, celebra
en nombre de los Congregacionistas de la Misión un contrato con el «priorato»
de Saint-Lazare; se deben recibir allí ahora «las personas detenidas por orden
de Su Majestad». La orden de los Buenos Hijos abre hospitales de este género
en el norte de Francia. Los Hermanos de San Juan de Dios, llamados a Francia
en 1602, fundan primero la Caridad de París en el barrio de Saint-Germain, y
después Charenton, donde se instalan el 10 de mayo de 1645. (135) No lejos de
París, son ellos mismos los que dirigen la Caridad de Senlis, abierta el 27 de
octubre de 1670. (136) Algunos años antes, la duquesa de Bouillon les había
donado las construcciones y beneficios del leprosario fundado en el siglo XIV
por Thibaut de Champagne en Château-Thierry. (137) Administran también las
Caridades de Saint-Yon, de Pontorson, de Cadillac, de Romans. (138) En 1699, los
lazaristas fundan en Marsella el establecimiento que se iba a convertir en el
Hospital de Saint-Pierre. Después, en el siglo XVIII, se inauguran los hospitales
de Armentières (1712), Maréville (1714), el Bon Sauveur de Caen (1735);
Saint-Meins de Rennes se abre poco tiempo antes de la Revolución (1780).
Singulares instituciones, cuyo sentido y estatuto a menudo son difíciles de
definir. Ha podido verse que muchas aún son mantenidas por órdenes
religiosas; sin embargo, a veces encontramos especies de asociaciones laicas
que imitan la vida y la vestimenta de las congregaciones, pero sin formar parte
de ellas. (139) En las provincias, el obispo es miembro de derecho de la Oficina
general; pero el clero está lejos de constituir la mayoría; la gestión es, sobre
todo, burguesa. (140) Y sin embargo, en cada una de esas casas se lleva una vida
casi conventual, llena de lecturas, oficios, plegarias, meditaciones: «Se reza en
común, mañana y tarde, en los dormitorios; y a distintas horas de la jornada
se hacen ejercicios de piedad, plegarias y lecturas espirituales. » (141) Más aún:
desempeñando un papel a la vez de ayuda y de represión, esos hospicios están
destinados a socorrer a los pobres, pero casi todos contienen celdas de
detención y alas donde se encierra a los pensionados cuya pensión pagan el
rey o la familia: «No se recibirá a cualquiera y bajo cualquier pretexto en las
prisiones de los religiosos de la Caridad; sólo a quienes serán conducidos allí
por orden del rey o de la justicia. » Muy a menudo esas nuevas casas de
internamiento se establecen dentro de los muros mismos de los antiguos
leprosarios; heredan sus bienes, sea por decisiones eclesiásticas, (142) sea como
consecuencia de decretos reales dados a fines del siglo. (143) Pero también son
mantenidas por las fuerzas públicas: donación del rey, y cuota tomada de las
multas que recibe el Tesoro. (144) En esas instituciones vienen a mezclarse así, a
menudo no sin conflictos, los antiguos privilegios de la Iglesia en la asistencia
a los pobres y en los ritos de la hospitalidad, y el afán burgués de poner orden
en el mundo de la miseria: el deseo de ayudar y la necesidad de reprimir; el
deber de caridad y el deseo de castigar: toda una práctica equívoca cuyo
sentido habrá que precisar, simbolizado sin duda por esos leprosarios, vacíos
desde el Renacimiento, pero nuevamente atestados en el siglo XVII y a los que
se han devuelto poderes oscuros. El clasicismo ha inventado el internamiento
casi como la Edad Media ha inventado la segregación de los leprosos; el lugar
que éstos dejaron vacío ha sido ocupado por nuevos personajes en el mundo
europeo: los «internados». El leprosario sólo tenía un sentido médico; habían
intervenido otras funciones en ese gesto de expulsión que abría unos espacios
malditos. El gesto que encierra no es más sencillo: también él tiene
significados políticos, sociales, religiosos, económicos, morales. Y que
probablemente conciernen a estructuras esenciales al mundo clásico en
conjunto.
El fenómeno tiene dimensiones europeas. La constitución de la monarquía
absoluta y el animado renacimiento católico en tiempo de la Contrarreforma le
han dado en Francia un carácter bastante peculiar, a la vez de competencia y
complicidad entre el poder y la Iglesia. (145) En otras partes tiene formas muy
diferentes; pero su localización en el tiempo es también precisa. Los grandes
hospicios, las casas de internación, las obras de religión y de orden público, de
socorro y de castigo, de caridad y de previsión gubernamental, son un hecho
de la edad clásica: tan universales como aquel fenómeno y casi
contemporáneos en su origen. En los países de lengua alemana se crean
correccionales, Zuchthäusern; la primera es anterior a las casas francesas de
internación (con excepción de la Caridad de Lyon), se abrió en Hamburgo hacia
1620. (146) Las otras fueron creadas en la segunda mitad del siglo: Basilea
(1667), Breslau (1668), Francfort (1684), Spandau (1684), Königsberg
(1691). Se multiplican en el siglo XVIII; Leipzig primero, en 1701, después
Halle y Cassel en 1717 y 1720; más tarde Brieg y Osnabrück (1756) y
finalmente, en 1771, Torgau. (147)
En Inglaterra los orígenes de la internación son más lejanos. Un acta de 1575
(18 Isabel I, cap. III) que se refería, a la vez, «al castigo de los vagabundos y
al alivio de los pobres», prescribe la construcción de houses of correction, a
razón de por lo menos una por condado. Su sostenimiento debe asegurarse
con un impuesto, pero se anima al público a hacer donaciones voluntarias.
(148) En realidad, parece que bajo este sistema la medida casi no fue aplicada,
puesto que, algunos años más tarde, se decide autorizar a la iniciativa privada:
no es ya necesario obtener permiso oficial para abrir un hospital o una
correccional: cualquiera puede hacerlo a su gusto. (149) A principios del siglo
XVII, reorganización general: multa de 5 libras a todo juez de paz que no haya
instalado una de estas casas en los límites de su jurisdicción; obligación de
instalar telares, talleres, centros de manufactura (molino, hilado, teñido) que
ayuden a mantenerlas y les aseguren trabajo a los pensionarios; el juez debe
decidir quién merece ser enviado allí. (150) El desarrollo de estos Bridwells no fue
muy considerable: a menudo fueron asimilados a las prisiones contiguas; (151) no
llegaron a extenderse hasta Escocia. (152) En cambio, las workhouses alcanzaron
un éxito más grande. Datan de la segunda mitad del siglo XVII. (153) Un acta de
1670 (22-23 Carlos II, cap. XVIII) define el estatuto de las workhouses,
encarga a los oficiales de justicia la verificación del cobro de los impuestos y la
gestión de las sumas que permitan el funcionamiento, y confía al juez de paz el
control supremo de la administración. En 1697, varias parroquias de Bristol se
unen para formar la primera workhouse de Inglaterra y designar la corporación
que debe administrarla. (154) Otra se establece en 1703 en Worcester, y la
tercera en Dublín, (155) en el mismo año; después se abren en Plymouth,
Norwich, Hull, Exeter. A finales del siglo XVIII, hay ya 26. La Gilbert’s Act, de
1792, da todas las facilidades a las parroquias para crear casas nuevas; se
refuerza al mismo tiempo el control y la autoridad del juez de paz; para evitar
que las workhouses vayan a convertirse en hospitales, se recomienda a todos
excluir rigurosamente a los enfermos contagiosos.
En algunos años, una red cubre Europa. Howard, a fines del siglo XVIII,
intentará recorrerla; a través de Inglaterra, Holanda, Alemania, Francia, Italia
y España, hará su peregrinación visitando todos los lugares importantes de
confinamiento —»hospitales, prisiones, casas de fuerza»— y su filantropía se
indignará ante el hecho de que se hayan podido relegar entre los mismos
muros a condenados de derecho común, a muchachos jóvenes que turbaban la
tranquilidad de su familia dilapidando los bienes, a vagabundos y a insensatos.
Esto prueba que ya en aquella época cierta evidencia se había perdido: la que
con tanta prisa y espontaneidad había hecho surgir en toda Europa esta
categoría del orden clásico que es la internación. En ciento cincuenta años, se
ha convertido en amalgama abusiva de elementos heterogéneos. Ahora bien,
en su origen debió poseer una unidad que justificara su urgencia; entre las
formas diversas y la época clásica que las suscitó, debe haber un principio de
coherencia, que no basta esquivar entre el escándalo de la sensibilidad
prerrevolucionaria. ¿Cuál era, pues, la realidad que se perseguía en toda esa
población de la sociedad que, casi de un día para otro, es recluida y excluida
con mayor severidad que los mismos leprosos? Es necesario recordar que,
pocos años después de su fundación, solamente en el Hôpital Général de París
estaban encerradas 6 mil personas, o sea aproximadamente 1% de la
población. (156) Es preciso aceptar que debió formarse silenciosamente, en el
transcurso de largos años, una sensibilidad social, común a la cultura europea,
que se manifiesta bruscamente a mediados del siglo XVII: es ella la que ha
aislado de golpe esta categoría de gente destinada a poblar los lugares de
internación. Para habitar los rumbos abandonados por los leprosos desde hacía
mucho tiempo, se designó a todo un pueblo, a nuestros ojos extrañamente
mezclado y confuso. Pero lo que para nosotros no es sino sensibilidad
indiferenciada, era, con toda seguridad, una percepción claramente articulada
en la mente del hombre clásico. Hay que averiguar cuál fue este modo de
percepción, para saber cuál fue la forma de sensibilidad ante la locura de una
época que se acostumbra definir mediante los privilegios de la Razón. El
ademán que, al designar el espacio del confinamiento, le ha dado su poder de
segregación y ha concedido a la locura una nueva patria, este ademán por
coherente y concertado que sea, no es simple. Él organiza en una unidad
compleja una nueva sensibilidad ante la miseria y los deberes de asistencia,
nuevas formas de reacción frente a los problemas económicos del desempleo y
de la ociosidad, una nueva ética del trabajo, y también el sueño de una ciudad
donde la obligación moral se confundiría con la ley civil, merced a las formas
autoritarias del constreñimiento. Oscuramente, estos temas están presentes
mientras se edifican y organizan las ciudades del confinamiento. Son ellos los
que dan sentido a este ritual y explican en parte de qué manera la locura fue
entendida y vivida por la edad clásica.
La práctica del internamiento designa una nueva reacción a la miseria, un
nuevo patetismo, más generalmente otra relación del hombre con lo que
puede haber de inhumano en su existencia. El pobre, el miserable, el hombre
que no puede responder de su propia existencia, en el curso del siglo XVI se ha
vuelto una figura que la Edad Media no habría reconocido.
El Renacimiento ha despojado a la miseria de su positividad mística. Y esto por
un doble movimiento de pensamiento que quita a la Pobreza su sentido
absoluto y a la Caridad el valor que obtiene de esta Pobreza socorrida. En el
mundo de Lutero, sobre todo en el mundo de Calvino, las voluntades
particulares de Dios —esta «singular bondad de Dios para cada uno»— no dejan
a la dicha o a la desdicha, a la riqueza o a la pobreza, a la gloria o a la miseria,
el trabajo de hablar por sí mismas. La miseria no es la Dama humillada que el
Esposo va a buscar al fango para elevarla; tiene en el mundo un lugar propio,
lugar que no testimonia de Dios ni más ni menos que el lugar destinado a la
riqueza; Dios está igualmente presente en la abundancia y en la miseria,
según le plazca «nutrir a un niño en la abundancia o más pobremente». (157) La
voluntad singular de Dios, cuando se dirige al pobre, no le habla de la gloria
prometida, sino de la predestinación. Dios no exalta al pobre en una especie de
glorificación a la inversa; lo humilla voluntariamente en su cólera, en su odio,
aquel mismo odio que sentía contra Esaú antes de que éste hubiese siquiera
nacido, y por el cual lo despojó de los rebaños que le correspondían por
primogenitura. La Pobreza designa un castigo: «Por su mandato, el cielo se
endurece, los frutos son devorados y consumidos por lloviznas y otras
corrupciones; y cuantas veces viñas, campos y prados son balidos por
granizadas y tempestades, ello es testimonio de algún castigo especial que Él
ejerce. » (158) En el mundo, pobreza y riqueza cantan la misma omnipotencia de
Dios; pero el pobre sólo puede invocar el descontento del Señor, pues su
existencia lleva el signo de su maldición; así, hay que exhortar a «los pobres a
la paciencia para que quienes no se contenten con su estado traten, hasta
donde puedan, de soportar el yugo que les ha impuesto Dios». (159)
En cuanto a la obra de caridad, ¿por qué tiene valor? No por la pobreza que
socorre, ni por el que la realiza, puesto que, a través de su gesto, es
nuevamente una voluntad singular de Dios la que se manifiesta. No es la obra
la que justifica, sino la fe la que la enraiza en Dios. «Los hombres no pueden
justificarse ante Dios por sus esfuerzos, sus méritos o sus obras, sino
gratuitamente, a causa de Cristo y por la fe. » (160) Es conocido el gran rechazo
de las obras por Lulero, cuya proclamación había de resonar tan lejos en el
pensamiento protestante: «No, las obras no son necesarias; no, no sirven en
nada para la santidad. » Pero ese rechazo sólo concierne a las obras por
relación a Dios y a la salvación; como todo acto humano, llevan los signos de
la finitud y los estigmas de la caída; en eso, «no son más que pecados y
mancillas». (161) Pero al nivel humano tienen un sentido; si están provistas de
eficacia para la salvación, tienen un valor de indicación y de testimonio para la
fe; «La fe no sólo no nos hace negligentes en obras buenas, sino que es la raíz
en que éstas se producen. » (162) De allí parte esta tendencia, común a todos los
movimientos de la Reforma, a transformar los bienes de la Iglesia en obras
profanas. En 1525, Miguel Geismayer exige la transformación de todos los
monasterios en hospitales; la Dieta de Espira recibe al año siguiente un
cuaderno de quejas que pide la supresión de los conventos y la confiscación de
sus bienes, que deberán servir para aliviar la miseria. (163) En efecto, la mayor
parte de las veces es en antiguos conventos donde se van a establecer los
grandes asilos de Alemania y de Inglaterra: uno de los primeros hospitales que
un país protestante haya destinado a los locos (arme Wahnsinnige und
Presshafte) fue establecido por el landgrave Felipe de Hainau en 1533, en un
antiguo convento de cistercienses que había sido secularizado un decenio
antes. (164) Las ciudades y los Estados sustituyen a la Iglesia en las labores de
asistencia. Se instauran impuestos, se hacen colectas, se favorecen donativos,
se suscitan legados testamentarios. En Lübeck, en 1601, se decide que todo
testamento de cierta importancia deberá contener una cláusula en favor de las
personas a quienes ; ayuda la ciudad. (165) En Inglaterra, el uso de la poor rate
se hace general en el siglo XVI; en cuanto a las ciudades, que han organizado
casas correccionales o de trabajo, han recibido el derecho de percibir un
impuesto especial, y el juez de paz designa a los administradores —guardians
of Poor— que administrarán esas finanzas y distribuirán sus beneficios.
Es un lugar común decir que la Reforma ha conducido en los países
protestantes a una laicización de las obras. Pero al tomar a su cargo toda esta
población de pobres y de incapaces, el Estado o la ciudad preparan una forma
nueva de sensibilidad a la miseria: va a nacer una experiencia de lo político
que no hablará ya de una glorificación del dolor, ni de una salvación común a
la Pobreza y a la Caridad, que no hablará al hombre más que de sus deberes
para con la sociedad y que mostrará en el miserable a la vez un efecto del
desorden y un obstáculo al orden. Así pues, ya no puede tratarse de exaltar la
miseria en el gesto que la alivia sino, sencillamente, de suprimirla. Agregada a
la Pobreza como tal, la Caridad también es desorden. Pero si la iniciativa
privada, como lo exige en Inglaterra el acta de 1575, (166) ayuda al Estado a
reprimir la miseria, entonces se inscribirá en el orden, y la obra tendrá un
sentido. Poco tiempo antes del acta de 1662, (167) sir Matthew Hale había escrito
un Discours Tonching Provisión for the Poor, (168) que define bastante bien esta
manera nueva de percibir el significado de la miseria: contribuir a hacerla
desaparecer es «una tarea sumamente necesaria para nosotros los ingleses, y
es nuestro primer deber como cristianos»; este deber debe confiarse a los
funcionarios de la justicia; éstos deberán dividir los condados, agrupar las
parroquias, establecer casas de trabajo forzoso. Entonces, nadie deberá
mendigar; «y nadie será tan vano ni querrá ser tan pernicioso al público que dé
algo a tales mendigos y que los aliente». En adelante, la miseria ya no está
enredada en una dialéctica de la humillación y de la gloria, sino en cierta
relación del desorden y el orden, que la encierra en su culpabilidad. La miseria
que, ya desde Lutero y Calvino, llevaba la marca de un castigo intemporal, en
el mundo de la caridad estatizada va a convertirse en complacencia de sí
mismo y en falta contra la buena marcha del Estado. De una experiencia
religiosa que la santifica, pasa a una concepción moral que la condena. Las
grandes casas de internamiento se encuentran al término de esta evolución:
laicización de la caridad, sin duda; pero, oscuramente, también castigo moral
de la miseria.
Por caminos distintos —y no sin muchas dificultades—, el catolicismo llegará,
poco después de los tiempos de Matthew Hale, es decir en la época del «Gran
Encierro», a resultados completamente análogos. La conversión de los bienes
eclesiásticos en obras hospitalarias, que la Reforma había logrado por medio
de la laicización, desde el Concilio de Trento la Iglesia desea obtenerla
espontáneamente de los obispos. En el decreto de reforma, se les recomienda
«bonorum omnium operum exemplo poseeré, pauperum aliarumque
miserabilium personarum curam paternam gerere». (169) La Iglesia no abandona
nada de la importancia que la doctrina tradicionalmente había atribuido a las
obras, pero intenta a la vez darles una importancia general y medirlas por su
utilidad al orden de los Estados. Poco antes del concilio, Juan Luis Vives —sin
duda uno de los primeros entre los católicos— había formulado una concepción
de la caridad casi enteramente profana: (170) crítica de las formas privadas de
ayuda a los miserables; peligros de una caridad que mantiene al mal;
parentesco demasiado frecuente de la pobreza y el virio. Corresponde, antes
bien, a los magistrados tomar el problema en sus manos: «Así como no
conviene que un padre de familia en su confortable morada tolere que alguien
tenga la desgracia de estar desnudo o vestido de jirones, así tampoco conviene
que los magistrados de una ciudad toleren una condición en que los
ciudadanos sufran de hambre y miseria». (171) Vives recomienda designar en cada
ciudad los magistrados que deben recorrer las calles y los barrios pobres,
llevar un registro de los miserables, informarse de su vida, de su moral, meter
en las casas de internamiento a los más obstinados, crear casas de trabajo
para todos. Vives piensa que, solicitada adecuadamente, la caridad de los
particulares puede bastar para esta obra; si no, habrá que imponerla a los más
ricos. Estas ideas encontraron eco suficiente en el mundo católico para que la
obra de Vives fuese retomada e imitada, en primer lugar por Medina, en la
época misma del Concilio de Trento, (172) y al final mismo del siglo XVI por
Cristóbal Pérez de Herrera. (173) En 1607, aparece en Francia un texto, a la vez
libelo y manifiesto: La quimera o el fantasma de la mendicidad; en él se pide la
creación de un hospicio en que los miserables puedan encontrar «la vida, la
ropa, un oficio y el castigo»; el autor prevé un impuesto que se arrancará a los
ciudadanos más ricos; quienes lo nieguen tendrán que pagar una multa que
duplicara su monto. (174)
Pero el pensamiento católico resiste, y con él las tradiciones de la Iglesia.
Repugnan esas formas colectivas de asistencia, que parecen quitar al gesto
individual su mérito particular, y a la miseria su dignidad eminente. ¿No se
transforma a la caridad en deber de Estado sancionado por las leyes, y a la
pobreza en falta contra el orden público? Esas dificultades van a ceder, poco a
poco: se apela al juicio de las facultades. La de París aprueba las formas de
organización pública de la asistencia que son sometidas a su arbitraje; desde
luego, es una cosa «ardua pero útil, piadosa y saludable, que no va ni contra
las letras evangélicas o apostólicas ni contra el ejemplo de nuestros
antepasados». (175) Pronto, el mundo católico va a adoptar un modo de
percepción de la miseria que se había desarrollado sobre todo en el mundo
protestante. Vicente de Paúl aprueba calurosamente en 1657 el proyecto de
«reunir a todos los pobres en lugares apropiados para mantenerlos, instruirlos
y ocuparlos. Es un gran proyecto», en el que vacila, sin embargo, a
comprometer su orden «porque no sabemos aún si Dios lo quiere». (176) Algunos
años después, toda la Iglesia aprueba el gran Encierro prescrito por Luis XIV.
Por el hecho mismo, los miserables 110 son ya reconocidos como el pretexto
enviado por Dios para despertar la caridad del cristiano y darle ocasión de
ganarse la salvación; todo católico, como el arzobispo de Tours, empieza a ver
en ellos «la hez de la República, no tanto por sus miserias corporales, que
deben inspirar compasión, sino por las espirituales, que causan horror». (177) La
Iglesia ha tomado partido; y al hacerlo, ha separado al mundo cristiano de la
miseria, que la Edad Media había santificado en su totalidad. (178) Habrá, de un
lado, la región del bien, la de la pobreza sumisa y conforme con el orden que
se le propone; del otro, la región del mal, o sea la de la pobreza no sometida,
que intenta escapar de este orden. La primera acepta el internamiento y
encuentra en él su reposo; la segunda lo rechaza, y en consecuencia lo
merece.
Esta dialéctica está ingenuamente expresada en un texto inspirado por la corte
de Roma, en 1693, que al término del siglo fue traducido al francés, con el
título de La mendicidad abolida. (179) El autor distingue los pobres buenos de los
malos, los de Jesucristo y los del demonio. Unos y otros testimonian de la
utilidad de las casas de internamiento, los primeros porque aceptan
agradecidos todo lo que puede darles gratuitamente la autoridad; «pacientes,
humildes, modestos, contentos de su condición y de los socorros que la Oficina
les ofrece, dan por ello gracias a Dios»; en cuanto a los pobres del demonio, lo
cierto es que se quejan del hospital general y de la coacción que los encierra
allí: «Enemigos del buen orden, haraganes, mentirosos, borrachos, impúdicos,
sin otro idioma que el de su padre el demonio, echan mil maldiciones a los
institutores y a los directores de esa Oficina». Es esta la razón misma por la
que deben ser privados de esta libertad, que sólo aprovechan para gloria de
Satanás. El internamiento queda así doblemente justificado en un equívoco
indisoluble, a título de beneficio y a título de castigo. Es al mismo tiempo
recompensa y castigo, según el valor moral de aquellos a quienes se impone.
Hasta el fin de la época clásica, la práctica del internamiento será víctima de
este equívoco; tendrá esa extraña reversibilidad que le hace cambiar de
sentido según los méritos de aquellos a quienes se aplique. Los pobres buenos
hacen de él un gesto de asistencia y una obra de reconfortamiento; los malos
—por el solo hecho de serlo— lo transforman en una empresa de represión. La
oposición de pobres buenos y malos es esencial para la estructura; y la
significación del internamiento. El hospital general los designa como tales, y la
locura misma se reparte según esta dicotomía, pudiendo entrar así, según la
actitud moral que parezca manifestar, tanto en las categorías de la
beneficencia como en las de la represión. (180) Todo internado queda en el campo
de esta valoración ética; mucho antes de ser objeto de conocimiento o de
piedad, es tratado como sujeto moral.
Pero el miserable sólo puede ser sujeto moral en la medida en que ha dejado
de ser sobre la tierra el representante invisible de Dios. Hasta el fin del siglo
XVII, será aún la objeción mayor para las conciencias católicas. ¿No dice la
Escritura «Lo que haces al más pequeño entre mis hermanos… «? Y los Padres
de la Iglesia, ¿no han comentado siempre ese texto diciendo que no debe
negarse la limosna a un pobre por temor de rechazar al mismo Cristo? El padre
Guevara no ignora esas objeciones. Pero da —y, a través de él, la Iglesia de la
época clásica— una respuesta muy clara: desde la creación del hospital general
y de las Oficinas de Caridad, ya no se oculta Dios bajo los harapos del pobre.
El temor de negar un pedazo de pan a Jesús muriendo de hambre, ese temor
que había animado toda la mitología cristiana de la caridad, y dado su sentido
absoluto al gran rito medieval de la hospitalidad, ese temor será «infundado;
cuando se establece en la ciudad una oficina de caridad, Jesucristo no adoptará
la figura de un pobre que, para mantener su holgazanería y su mala vida, no
quiere someterse a un orden tan santamente establecido para socorrer a todos
los verdaderos pobres». (181) Esta vez, la miseria ha perdido su sentido místico.
Nada, en su dolor, remite a la milagrosa y fugitiva presencia de un dios. Está
despojada de su poder de manifestación. Y si aún es ocasión de caridad para el
cristiano, ya no puede dirigirse a ella sino según el orden y la previsión de los
Estados. Por sí misma, ya sólo sabe mostrar sus propias faltas y, si aparece, es
en el círculo de la culpabilidad. Reducirla será, inicialmente, hacerle entrar en
el orden de la penitencia.
He aquí el primero de los grandes círculos, en que la época clásica va a
encerrar a la locura. Es costumbre decir que el loco de la Edad Media era
considerado un personaje sagrado, puesto que poseído. Nada puede ser más
falso. (182) Era sagrado, sobre todo porque para la caridad medieval participaba
de los poderes oscuros de la miseria. Acaso más que nadie, la exaltaba. ¿No se
le hacía llevar, tonsurado en el pelo, el signo de la cruz? Bajo ese signo se
presentó por última vez Tristán en Cornualles, sabedor de que tendría así
derecho a la misma hospitalidad que todos los miserables; y, con la pelerina
del insensato, con el bastón al cuello, con la marca del cruzado en el cráneo,
estaba seguro de entrar en el castillo del rey Marcos: «Nadie osó negarle la
entrada, y él atravesó el patio, imitando a un idiota, con gran regocijo de los
sirvientes, £1 siguió adelante sin inmutarse y llegó hasta la sala en que se
hallaban el rey, la reina y todos los caballeros. Marcos sonrió… » (183) Si la
locura, en el siglo XVII, es como desacralizada, ello ocurre, en primer lugar,
porque la miseria ha sufrido esta especie de decadencia que le hace aparecer
ahora en el único horizonte de la moral.
La locura ya no hallará hospitalidad sino entre las paredes del hospital, al lado
de todos los pobres. Es allí donde la encontraremos aún a fines del siglo XVIII.
Para con ella ha nacido una sensibilidad nueva: ya no religiosa, sino social. Si
el loco aparece ordinariamente en el paisaje humano de la Edad Media, es
como llegado de otro mundo. Ahora, va a destacarse sobre el fondo de un
problema de «policía», concerniente al orden de los individuos en la ciudad.
Antes se le recibía porque venía de otra parte; ahora se le va a excluir porque
viene de aquí mismo y ocupa un lugar entre los pobres, los míseros, los
vagabundos. La hospitalidad que lo acoge va a convertirse —nuevo equívoco—
en la medida de saneamiento que lo pone fuera de circulación. En efecto, él
vaga; pero ya no por el camino de una extraña peregrinación; perturba el
orden del espacio social. Despojada de los derechos de la miseria y robada de
su gloria, la locura, con la pobreza y la holgazanería, aparece en adelante,
secamente, en la dialéctica inmanente de los Estados.
El internamiento, ese hecho masivo cuyos signos se encuentran por toda la
Europa del siglo XVII, es cosa de «policía». De policía en el sentido muy preciso
que se le atribuye en la época clásica, es decir, el conjunto de las medidas que
hacen el trabajo a la vez posible y necesario para todos aquellos que no
podrían vivir sin él; la pregunta que va a formular Voltaire en breve, ya se la
habías» hecho los contemporáneos de Colbert: «¿Cómo? ¿Desde la época en
que os constituísteis, hasta hoy, no habéis podido encontrar el secreto para
obligar a todos los ricos a hacer trabajar a todos los pobres? Vosotros, pues,
no leñéis ni los primeros conocimientos de policía. » (184)
Antes de tener el sentido medicinal que le atribuimos, o que al menos
queremos concederle, el confinamiento ha sido una exigencia de algo muy
distinto de la preocupación de la curación. Lo que lo ha hecho necesario, ha
sido un imperativo de trabajo. Donde nuestra filantropía quisiera reconocer
señales de benevolencia hacia la enfermedad, sólo encontramos la
condenación de la ociosidad.
Volvamos a los primeros momentos del «encierro», al edicto real de abril 27 de
1656, que hacía nacer el Hôpital Général. Desde el principio, la institución se
proponía tratar de impedir «la mendicidad y la ociosidad, como fuentes de
todos los desórdenes». En realidad, era la última de las grandes medidas
tomadas desde el Renacimiento para terminar con el desempleo, o por lo
menos con la mendicidad. (185) En 1532, el Parlamento de París decidió el arresto
de los mendigos para obligarlos a trabajar en las alcantarillas de la ciudad,
encadenados por parejas. La crisis se agrava rápidamente, puesto que el 23 de
marzo de 1534 se da orden a los «escolares pobres e indigentes» de salir de la
ciudad, prohibiéndose al mismo tiempo «cantar, de aquí en adelante, saludos a
las imágenes que se encuentran en las calles». (186) Las guerras de religión
aumentan esta multitud confusa, donde se mezclan campesinos expulsados de
su tierra, soldados licenciados o desertores, estudiantes pobres, enfermos. En
el momento en que Enrique IV pone sitio a París, la ciudad tiene alrededor de
100 mil habitantes, de los cuales más de 30 mil son mendigos. (187) Una
recuperación económica se inicia a principios del siglo XVIII; se decide
reabsorber por la fuerza a los desocupados que no han encontrado lugar en la
sociedad; un decreto del Parlamento, en 1606, ordena que los mendigos sean
azotados en la plaza pública, marcados en el hombro, rapados, y finalmente
expulsados de la ciudad; para impedirles regresar, una ordenanza de 1607
establece en las puertas de la ciudad compañías de arqueros que deben
prohibir la entrada a todos los indigentes. (188) En cuanto desaparecen, con la
Guerra de Treinta Años, los efectos del renacimiento económico, los problemas
de la mendicidad y de la ociosidad se plantean de nuevo; hasta mediados del
siglo, el aumento regular de los impuestos perjudica a los productos
manufacturados, y así aumenta el desempleo. Acontecen entonces los motines
de París (1621), de Lyon (1652), de Rúan (1639). Al mismo tiempo el mundo
obrero se desorganiza con la aparición de nuevas estructuras económicas; a
medida que se desarrollan las grandes empresas manufactureras, los gremios
pierden sus poderes y derechos, ya que los «Reglamentos generales» prohíben
cualquier asamblea de obreros, toda liga o asociación. En muchas profesiones,
sin embargo, los gremios se reconstituyen. (189) Se les persigue; pero los
parlamentos, al parecer, muestran cierta tibieza; el Parlamento de Normandía
se declara incompetente para juzgar a los amotinados de Ruán. Por eso, sin
duda, interviene la Iglesia y asimila los grupos secretos de obreros a los que
practican la brujería. Un decreto de la Sorbona, de 1655, proclamaba que
todos aquellos que se asociaran con los malos compañeros eran «sacrílegos y
culpables de pecado mortal».
En este sordo conflicto en que se oponen la severidad de la Iglesia y la
indulgencia de los Parlamentos, la creación del Hôpital es, sin duda, por lo
menos al principio, una victoria parlamentaria. En todo caso, es una solución
nueva: por primera vez se sustituyen las medidas de exclusión, puramente
negativas, por una medida de encierro: el desocupado no será ya expulsado ni
castigado; es sostenido con dinero de la nación, a costa de la pérdida de su
libertad individual. Entre ¿1 y la sociedad se establece un sistema implícito de
obligaciones: tiene el derecho a ser alimentado, pero debe aceptar el
constreñimiento físico y moral de la internación.
A toda esta muchedumbre, un poco indistinta, se refiere el edicto de 1656:
población sin recursos, sin lazos sociales, que se encontraba abandonada, o
que se ha vuelto móvil durante cierto tiempo, debido al nuevo desarrollo
económico. No han transcurrido quince días de que el edicto fue sometido al
rey para ser firmado, cuando se le proclama y lee por las calles. Parágrafo 9:
«Hacemos muy expresas inhibiciones y prohibiciones a todas las personas, de
todo sexo, lugar y edad, de cualquier calidad y nacimiento, en cualquier estado
en que puedan encontrarse, válidos o inválidos, enfermos o convalecientes,
curables o incurables, de mendigar en la ciudad y barrios de París, ni en las
iglesias, ni en las puertas de ellas, ni en las puertas de las casas, ni en las
calles, ni en otro lado públicamente, ni en secreto, de día o de noche… so pena
de látigo la primera vez; y la segunda, irán a galeras los que sean hombres o
muchachos, y mujeres y muchachas serán desterradas. » El domingo siguiente
—13 de mayo de 1657— se canta en la iglesia de Saint-Louis de la Pitié, una misa
solemne del Espíritu Santo; y el lunes 1] por la mañana, la milicia, que iba a
convertirse, para la medrosa mitología popular, en «los arqueros del Hospital»,
comienza a cazar mendigos y a enviarlos a las diferentes construcciones del
Hôpital; cuatro años más tarde, están recluidos en la Salpêtrière 1 460 mujeres y
niños de tierna edad; en la Pitié, hay 98 muchachos, 897 muchachas entre siete y
diecisiete años y 95 mujeres; en Bicêtre, 1 615 hombres adultos; en la
Savonnerie, 305 muchachos entre ocho y trece años; en Scipion, finalmente, están
las mujeres encintas, las que aún dan el pecho y los pequeños son 530 personas.
En un principio, a los casados, aunque estén necesitados, no se les acepta; la
administración se encarga de alimentarlos a domicilio; pero pronto, gracias a una
donación de Mazarino, se les puede alojar en la Salpêtrière. En total, están
internadas 5 mil o 6 mil personas.
En toda Europa la internación tiene el mismo sentido, por lo menos al principio.
Es una de las respuestas dadas por el siglo XVII a una crisis económica que
afecta al mundo occidental en conjunto: descenso de salarios, desempleo,
escasez de la moneda; este conjunto de hechos se debe probablemente a una
crisis de la economía española. (190) La misma Inglaterra, que es el país de
Europa occidental menos dependiente del sistema, debe resolver los mismos
problemas. A pesar de todas las medidas que se han tomado para evitar el
desempleo y el descenso de salarios, (191) la pobreza no cesa de aumentar en el
país. En 1622 aparece un folleto, Grevious groan for the Poor, que se atribuye
a Dekker, en el cual se señala el peligro y se denuncia la incuria general.
«Aunque el número de pobres no cesa do crecer cotidianamente, todas las
cosas van de mal en peor en lo referente a aliviar su miseria…; muchas
parroquias lanzan a mendigar, estafar o robar para vivir, a los pobres y a los
obreros válidos que no quieren trabajar, y de esta manera, el país está
infestado miserablemente. » (192) Se teme que asfixien a la nación; y en vista de
que no hay, como en el continente, la posibilidad de pasar de un país a otro, se
propone que «se les destierre y traslade a las tierras recientemente
descubiertas en las Indias orientales y occidentales». (193) En 1630, el rey
establece una comisión que debe vigilar el cumplimiento riguroso de las leyes
sobre los pobres. En el mismo año, ésta publica una serie de «órdenes y de
instrucciones», en donde se recomienda perseguir a los mendigos y
vagabundos, así como «a todos aquellos que viven en la ociosidad y que no
desean trabajar a cambio de salarios razonables, o los que gastan en las
tabernas todo lo que tienen». Es preciso castigarlos conforme a las leyes y
llevarlos a las correccionales; en cuanto a aquellos que tienen mujeres y niños,
es necesario verificar si se han casado, si sus hijos han sido bautizados, «pues
esta gente vive como salvajes, sin ser casados, ni sepultados, ni bautizados; y
es por esta libertad licenciosa por lo que tantos disfrutan siendo vagabundos».
(194) A pesar de la recuperación que comienza en Inglaterra a mediados de siglo,
el problema no está aún resuelto en la época de Cromwell, puesto que el Lord
Alcalde de Londres se queja «de esta gentuza que se junta en la calle, turba el
orden público, asalta los coches, y siempre pide a grandes gritos limosna ante
las puertas de las iglesias y de las casas particulares». (195)
Durante mucho tiempo, la correccional o los locales del Hôpital Général,
servirán para guardar a los desocupados y a los vagabundos. Cada vez que se
produce una crisis y que el número de pobres aumenta rápidamente, las casas
de confinamiento recuperan, por lo menos un tiempo, su primera significación
económica. A mediados del siglo XVIII, otra vez en plena crisis, hay 12 mil
obreros que mendigan en Ruán y otros tantos en Tours; en Lyon cierran las
fábricas. El conde de Argenson, «que está encargado del departamento de
París y de la guardia pública» da orden de «arrestar a tocios los mendigos del
reino; los guardias se encargan de esta obra en el campo, mientras que en
París se hace lo mismo, por lo que hay seguridad de que no escaparán,
encontrándose perseguidos en todas partes». (196)
Pero fuera de las épocas de crisis, el confinamiento adquiere otro sentido. A su
función de represión se agrega una nueva utilidad. Ahora ya no se trata de
encerrar a los sin trabajo, sino de dar trabajo a quienes se ha encerrado y
hacerlos así útiles para la prosperidad general. La alternación es clara: mano
de obra barata, cuando hay trabajo y salarios altos; y, en periodo de
desempleo, reabsorción de los ociosos y protección social contra la agitación y
los motines. No olvidemos que las primeras casas de internación aparecen en
Inglaterra en los puntos más industrializados del país: Worcester, Norwich,
Bristol; que el primer Hôpital Général se inauguró en Lyon cuarenta años antes
que en París; (197) que la primera entre todas las ciudades alemanas que tiene su
Zuchthaus es Hamburgo, desde 1620. Su reglamento, publicado en 1622, es
muy preciso. Todos los internos deben trabajar. Se calcula exactamente el
valor de sus trabajos y se les da la cuarta parte. Pues el trabajo no es
solamente una ocupación; debe ser productivo. Los ocho directores de la casa
establecen un plan general. El Werkmeister da a cada uno de los internos un
trabajo personal, y a fin de semana va a verificar que la tarea ha sido
cumplida. Las normas de trabajo serán aplicadas hasta finales del siglo XVIII,
puesto que Howard advierte aún que allí «se hila, se hacen medias, se tejen la
lana, las cerdas, el lino, y se muele la madera tintórea y el cuerno del ciervo.
La cantidad señalada al hombre que muele la madera es 45 libras por día.
Algunos hombres y caballos están ocupados en un batán. Un herrero trabaja
allí sin cesar». (198) Cada casa de internos en Alemania tiene su especialidad: se
hila principalmente en Bremen, en Brunswick, en Munich, en Breslau, en
Berlín; se tiñe en Hannover. Los hombres muelen la madera en Bremen y en
Hamburgo. En Nuremberg se pulen vidrios ópticos; en Maguncia, el trabajo
principal consiste en moler trigo. (199)
Cuando se abren las primeras correccionales en Inglaterra, se está en plena
regresión económica. El acta de 1610 recomienda solamente que a las
correccionales se agreguen molinos, telares y talleres de carda para ocupar a
los pensionarios. Pero la exigencia moral se convierte en una táctica económica
cuando, después de 1651, con el acta de Navegación y el descenso de la tasa
de descuento, la buena situación económica se restablece y se desarrollan el
comercio y la industria. Se busca aprovechar en la mejor forma, es decir, lo
más barato posible, toda la mano de obra disponible. Cuando John Carey
redacta su proyecto de workhouse para Bristol, señala en primer lugar la
urgencia del trabajo: «Los pobres de uno y de otro sexo y de todas las edades
pueden ser empleados en batir el cáñamo, en aprestar e hilar el lino, en cardar
e hilar la lana. » (200) En Worcester se fabrican vestidos y telas; se establece un
taller para los niños. Todo esto no puede hacerse sin dificultades. Las
workhouses quieren ser aprovechadas por las industrias y mercados locales; se
piensa, quizá, que la fabricación barata tendrá un efecto regulador sobre el
precio de venta, pero los fabricantes protestan. (201) Daniel Defoe llama la
atención sobre el hecho de que, por el efecto de esta competencia, muy
cómoda para las workhouses, se crean pobres en una región bajo el pretexto
de suprimirlos en otra; «es darle a uno lo que se le quita a otro, poner un
vagabundo en el lugar de un hombre honrado, y obligar a éste a encontrar un
trabajo para hacer vivir a su familia». (202) Delante del peligro de la competencia,
las autoridades permiten que el trabajo desaparezca paulatinamente. Los
pensionarios ya no pueden siquiera ganar para su propio mantenimiento; a
veces las autoridades se ven obligadas a meterlos en la cárcel para que tengan
por lo menos pan gratuito. En cuanto a los Bridwells, hay muy pocos «donde se
realice algún trabajo, e inclusive donde pueda hacerse. Los que están allí
encerrados no tienen ni útiles ni materiales para trabajar; pierden allí el tiempo
en la holganza y en el libertinaje». (203)
Cuando se crea el Hôpital Général de París, se pretende ante todo suprimir la
mendicidad, no darles ocupación a los internos. Parece, sin embargo, que
Colbert, como sus contemporáneos ingleses, vio en el trabajo de las casas de
asistencia, a la vez, un remedio para el desempleo y un estímulo para el
desarrollo de las manufacturas. (204) En las provincias los intendentes deben
procurar que las casas de caridad posean una cierta significación económica.
«Todos los pobres capaces de trabajar deben hacerlo en los días laborables,
tanto para evitar la ociosidad, que es la madre de todos los males, como para
acostumbrarse al trabajo, y también para ganar parte de su alimento. » (205) En
ocasiones, inclusive, hay arreglos que permiten a empresarios privados utilizar
en su provecho la mano de obra de los asilados. Se sabe, por ejemplo, que por
un acuerdo de 1708 un empresario proporciona a la Charité de Tule lana,
jabón, carbón, y que ella le entrega en cambio lana cardada e hilada. Todo el
beneficio se reparte entre el hospital y el empresario. (206) Hasta en París se
intenta varias veces transformar en fábricas los edificios del Hôpital Général. Si
creemos lo que dice el autor de una memoria anónima aparecida en 1790, se
ensayaron en la Pitié «todos los tipos de manufacturas que puede ofrecer la
capital»; finalmente, «se llegó, casi a la desesperada, a la fabricación de
cordones, por ser la menos dispendiosa». (207) En otras partes las tentativas no
fueron más fructuosas. En Bicêtre se hicieron numerosos ensayos: fabricación
de hilo y de cuerda, pulimento de espejos y, sobre todo, el célebre gran pozo.
(208) Se tuvo inclusive la idea, en 1781, de sustituir los caballos, que subían el agua,
por equipos de prisioneros, que se turnaban entre las 5 de la mañana y las 8 de la
noche. «¿Qué motivo ha determinado tan extraña ocupación? ¿Es un motivo
económico, o solamente la necesidad de ocupar a los prisioneros? Si es la
necesidad de ocuparlos, hubiera sido más oportuno encomendarles un trabajo más
útil para ellos y para la casa. Si el motivo es la economía, sería preciso que la
encontráramos en algún lado. » (209) A lo largo del siglo XVIII no cesará de borrarse
la significación económica que Colbert quiso darle al Hôpital Général; este centro
de trabajo obligatorio se convertirá en el sitio privilegiado de la ociosidad. «¿Cuál
es la fuente de los desórdenes en Bicêtre?», se preguntarán los hombres de la
Revolución, y darán la misma respuesta que dio el siglo XVII: «Es la ociosidad.
¿Cómo se puede remediar? Con el trabajo. «
La época clásica utiliza el confinamiento de una manera equívoca, para hacerle
desempeñar un papel doble: reabsorber el desempleo, o por lo menos borrar
sus efectos sociales más visibles, y controlar las tarifas cuando existe el riesgo
de que se eleven demasiado. Actuar alternativamente sobre el mercado de
mano de obra y los precios de la producción. En realidad, no parece que las
casas de confinamiento hayan podido realizar eficazmente la obra que de ellas
se esperaba. Si absorbían a los desocupados, era sobre todo para disimular la
miseria, y evitar los inconvenientes políticos o sociales de una posible
agitación; pero en el mismo momento en que se les colocaba en talleres
obligatorios, se aumentaba el desempleo en las regiones vecinas y en los
sectores similares. (210) En cuanto a la acción sobre los precios, no podía ser sino
artificial, ya que el precio de mercado de los productos así fabricados no
guardaba proporción con el precio real de costo, si se tomaban en cuenta los
gastos del confinamiento.
Medida por su solo valor funcional, la creación de las casas de internamiento
puede pasar por un fiasco. Su desaparición, en casi toda Europa, a principios
del siglo XIX, como centros de recepción de los indigentes y prisiones de la
miseria, sancionará su fracaso final: remedio transitorio e ineficaz, precaución
social bastante mal formulada por la industrialización naciente. Y sin embargo,
en este fracaso mismo, la época clásica hacía una experiencia irreductible. Lo
que hoy nos parece una dialéctica inhábil de la producción y de los precios
tenía entonces su significación real de cierta conciencia ética del trabajo en que
las dificultades de los mecanismos económicos perdían su urgencia en favor de
una afirmación de valor.
En ese primer auge del mundo industrial, el trabajo no parece ligado a los
problemas que él mismo suscitaba; por el contrario, se le percibe como
solución general, panacea infalible, remedio de todas las formas de la miseria.
Trabajo y pobreza se sitúan en una sencilla oposición; su extensión respectiva
irá en proporción inversa la una de la otra. En cuanto al poder, que le
pertenece como cosa propia, de hacer desaparecer la miseria, el trabajo, para
el pensamiento clásico, no lo detenta por su potencia productiva sino, más
aún, por cierta fuerza de encantamiento moral. La eficacia del trabajo es
reconocida porque se la ha fundado sobre su trascendencia ética. Desde la
caída, el trabajo-castigo ha recibido un valor de penitencia y poder de
redención. No es una ley de la naturaleza la que obliga al hombre a trabajar,
sino el efecto de una maldición. La tierra es inocente de esta esterilidad en que
quedaría adormecida si el hombre permaneciera ocioso: «La tierra no había
pecado, y si está maldita es a causa del trabajo del hombre maldito que la
cultiva; no se le arranca ningún fruto, y, sobre todo, el fruto más necesario,
sino por la fuerza y entre trabajos continuos. » (211)
La obligación del trabajo no está vinculada a ninguna confianza en la
naturaleza; y la tierra no debe recompensar el trabajo del hombre ni siquiera
con una oscura fidelidad. Es constante entre los católicos, como entre los
reformados, el tema de que el trabajo no lleva sus propios frutos. Cosecha y
riqueza no se encuentran al término de una dialéctica del trabajo y de la
naturaleza. Ésta es la advertencia de Calvino: «Ahora bien, no nos cuidemos de
que los hombres sean vigilantes y hábiles, de que hayan cumplido bien con su
deber, que puedan hacer fértil su tierra; es la bendición de Dios la que lo
gobierna todo. » (212) Y ese peligro de un trabajo que seguiría siendo infecundo si
Dios 110 interviniera en su benevolencia, lo reconoce, a su vez, Bossuet: «A
cada momento, la esperanza de la mies, y el fruto único de todos nuestros
trabajos puede escapársenos; estamos a la merced del cielo inconstante que
hace llover sobre la tierna espiga. » (213) Ese trabajo precario al que la naturaleza
no está obligada a responder —salvo voluntad particular de Dios— es sin
embargo obligatorio, en todo rigor: no al nivel de las síntesis naturales, sino al
nivel de las síntesis morales. El pobre que, sin consentir en «atormentar» la
tierra, espera que Dios venga en su ayuda, pues ha prometido alimentar a las
aves del cielo, ese desobedecerá la gran ley de la Escritura: «No tentarás al
Eterno, tu Señor. » No querer trabajar, ¿no es «tentar desmedidamente el
poder de Dios» (214) Es tratar de obligar al milagro, (215) siendo así que el milagro es
acordado cotidianamente al hombre como recompensa gratuita de su trabajo.
Si bien es cierto que el trabajo no está inscrito entre las leyes de la naturaleza,
sí está envuelto en el orden del mundo caído. Por ello, el ocio es revuelta, la
peor de todas, en un sentido, pues espera que la naturaleza sea generosa
como en la inocencia de los comienzos, y quiere obligar a una Bondad a la que
el hombre no puede aspirar desde Adán. El orgullo fue el pecado del hombre
antes de la caída: pero el pecado de ociosidad es el supremo orgullo del
hombre una vez caído, el irrisorio orgullo de la miseria. En nuestro mundo,
donde la tierra sólo es fértil en abrojos y malas yerbas, tal es la falta por
excelencia. En la Edad Media, el gran pecado, radix malorum omnium, fue la
soberbia. Si hemos de creer a Huizinga, hubo un tiempo, en los albores del
Renacimiento, en que el pecado supremo tomó el aspecto de la Avaricia, la
cicca cupidigia de Dante. (216) Todos los textos del siglo XVII anuncian, por el
contrario, el triunfo infernal de la Pereza: es ella, ahora, la que dirige la ronda
de los vicios y los arrastra. No olvidemos que según el edicto de creación, el
Hospital general debe impedir «la mendicidad y la ociosidad como fuentes de
todos los desórdenes». Bourdaloue repite esas condenaciones de la pereza,
orgullo miserable del hombre caído: «¿Qué es, pues, nuevamente, el desorden
de una vida ociosa? Es, responde San Ambrosio, bien considerado, una
segunda revuelta de la criatura contra Dios. » (217) El trabajo en las casas de
internamiento toma así su significado ético: puesto que la pereza se ha
convertido en forma absoluta de la revuelta, se obligará a los ociosos a
trabajar, en el ocio indefinido de un trabajo sin utilidad ni provecho. Es en
cierta experiencia de tipo laboral donde se ha formulado la exigencia —tanto
moral como económica, indisolublemente— de la reclusión. El trabajo y la
ociosidad han trazado una línea divisoria, en el mundo clásico, que ha
sustituido a la gran exclusión de la lepra. El asilo ha tomado exactamente el
lugar del leprosario en la geografía de los sitios poblados por fantasmas, como
en los paisajes del universo moral. En el mundo de la producción y del
comercio se han renovado los viejos ritos de excomunión. En estos sitios de la
ociosidad maldita y condenada, en este espacio inventado por una sociedad
que descubría en la ley del trabajo una trascendencia ética, es donde va a
aparecer la locura, y a crecer pronto, hasta el extremo de anexárselos. Vendrá
el día en que podrá recoger estos lugares estériles de la ociosidad, por una
especie de muy antiguo y oscuro derecho hereditario. El siglo XIX aceptará, e
incluso exigirá, que se transfieran exclusivamente a los locos estas tierras,
donde ciento cincuenta años antes se quiso reunir a los miserables, a los
mendigos, a los desocupados.
No es indiferente el hecho de que los locos hayan quedado comprendidos en la
gran proscripción de la ociosidad. Desde el principio, tendrán su lugar al lado
de los pobres, buenos o malvados, y de los ociosos, voluntarios o no. Como
sus compañeros, los locos estarán sometidos a las reglas del trabajo
obligatorio; y ha sucedido en más de una ocasión que hayan adquirido
exactamente su fisonomía peculiar bajo esta obligación uniforme. En los
talleres donde los locos estaban confundidos con los otros confinados, los
primeros se distinguen por, su incapacidad para el trabajo y para seguir los
ritmos de la vida colectiva. La necesidad, descubierta en el siglo XVIII, de dar
a los alienados un régimen especial, y la gran crisis de la internación que
precede poco tiempo a la Revolución, se ligan a la experiencia que se ha
adquirido con la obligación general de trabajar. (218) No fue preciso llegar al siglo
XVII para «encerrar» a los locos, pero sí es en esta época cuando se les
comienza a «internar», mezclándolos con una población con la cual se les
reconoce cierta afinidad. Hasta el Renacimiento, la sensibilidad ante la locura
estaba ligada a la presencia de trascendencias imaginarias. En la edad clásica,
por vez primera, la locura es percibida a través de una condenación ética de la
ociosidad y dentro de una inmanencia social garantizada por la comunidad del
trabajo. Esta comunidad adquiere un poder ético de reparto que le permite
rechazar, como a un mundo distinto, todas las formas de inutilidad social. Es
en este otro mundo, cercado por las potencias sagradas del trabajo, donde la
locura va a adquirir el estatuto que le conocemos. Si existe en la locura clásica
algo que hable de otro lugar y de otra cosa, no es porque el loco venga de otro
cielo —el del insensato— y luzca los signos celestes; es porque ha franqueado
las fronteras del orden burgués, para enajenarse más allá de los límites
sagrados de la ética aceptada.
En efecto, la relación entre la práctica de la internación y las exigencias del
trabajo no está definida, ni mucho menos, por las exigencias de la economía.
Una visión moral la sostiene y la anima. Cuando el Board of Trade publicó un
informe sobre los pobres, en el cual se proponían medios para «volverlos útiles
al público», se precisó que el origen de la pobreza no estaba ni en lo exiguo de
los ingresos ni en el desempleo, sino en «el debilitamiento de la disciplina y el
relajamiento de las costumbres». (219) También el edicto de 1615 incluía entre las
denuncias morales, amenazas extrañas. «El libertinaje de los mendigos ha
llegado al exceso por la forma como son tolerados todos los tipos de crímenes,
lo cual atrae la maldición de Dios sobre los Estados, que no los castigan. » Este
«libertinaje» no es el que se puede definir en relación con la gran ley del
trabajo, sino ciertamente un libertinaje moral. «La experiencia ha hecho
conocer a las personas que se han ocupado en trabajos caritativos, que
muchos de ellos, de uno y de otro sexo, viven juntos sin haberse casado, que
muchos de sus niños están sin bautizar, y que viven casi todos en la ignorancia
de la religión, el desprecio de los sacramentos y el hábito continuo de toda
clase de vicios. » De este modo, pues, el Hôpital no tiene el aire de ser un
simple refugio para aquellos a quienes la vejez, la invalidez o la enfermedad
les impiden trabajar.
Tendrá no solamente el aspecto de un taller de trabajo forzado, sino también
el de una institución moral encargada de castigar, de corregir una cierta
«ausencia» moral que no amerita el tribunal de los hombres, pero que no
podría ser reformada sino por la sola severidad de la penitencia. El Hôpital
General tiene un estatuto ético. Sus directores están revestidos de este cargo
moral, y se les ha confiado todo el aparato jurídico y material de la represión:
«Tienen todo el poder de autoridad, dirección, administración, policía,
jurisdicción, corrección y castigo. » Para cumplir esta tarea, se han puesto a su
disposición postes y argollas de tormento, prisiones y mazmorras. (220)
En el fondo, es en este contexto donde la obligación del trabajo adquiere
sentido: es a la vez ejercicio ético y garantía moral. Valdrá como ascesis,
castigo, como signo de cierta actitud del corazón. El prisionero que puede y
que quiere trabajar será liberado; no tanto porque sea de nuevo útil a la
sociedad, sino porque se ha suscrito nuevamente al gran pacto ético de la
existencia humana. En abril de 1684, una ordenanza crea en el interior del
hospital una sección para los muchachos y muchachas de menos de 25 años;
en ella se precisa que el trabajo debe ocupar la mayor parte del día, y debe ir
acompañado de «la lectura de algunos libros piadosos». Pero el reglamento
define el carácter puramente represivo de este trabajo, ajeno por completo a
cualquier interés de producción: «Se les hará trabajar en las labores más
rudas, según lo permitan sus fuerzas y los lugares donde se encuentren. «
Solamente cuando hayan realizado ese trabajo —sólo entonces— se les podrá
enseñar un oficio «conveniente a su sexo e inclinación», en la medida en que su
celo en los primeros ejercicios haya permitido «juzgar que desean corregirse».
Finalmente, toda falta «será castigada con la disminución del potaje, el aumento
del trabajo, la prisión, y otras penas habituales en los dichos hospitales, según los
directores lo estimen razonable». (221) Es suficiente leer «el reglamento general de lo
que debe hacerse cada día en la Maison de Saint-Louis de la Salpêtrière» (222) para
comprender que la exigencia del trabajo estaba ordenada en función de un
ejercicio de reforma y de contención moral, que nos da, si no el sentido más
importante, sí la justificación esencial del confinamiento.
Es un fenómeno importante la invención de un lugar de constreñimiento
forzoso, donde la moral puede castigar cruelmente, merced a una atribución
administrativa. Por primera vez, se instauran establecimientos de moralidad,
donde se logra una asombrosa síntesis de obligación moral y ley civil. El orden
de los Estados no tolera ya el desorden de los corazones. Es preciso aclarar
que no es la primera vez que, en la cultura europea, la falta moral, inclusive en
su forma más privada, toma el sentido de un atentado en contra de las leyes
escritas o no escritas de la ciudad. Pero en el gran confinamiento de la época
clásica, lo esencial, el nuevo acontecimiento, es que se encierra en las
ciudades de la moralidad pura, donde la ley que debiera reinar en los
corazones es aplicada sin remisión ni dulcificación bajo las formas más
rigurosas del constreñimiento físico. La moral es administrada como el
comercio o la economía.
Vemos así aparecer entre las instituciones de la monarquía absoluta —en las
que tanto tiempo permanecieron como símbolo de su arbitrariedad— la gran
idea burguesa, y en breve republicana, de que la virtud es también un asunto
de Estado, el cual puede imponer decretos para hacerla reinar y establecer una
autoridad para tener la seguridad de que será respetada. Los muros del
confinamiento encierran en cierto sentido la negativa de esta ciudad moral, con
la cual principia a soñar la conciencia burguesa en el siglo XVIII: ciudad moral
destinada a aquellos que quisieran, por principio de cuentas, sustraerse de
ella, ciudad donde el derecho reina solamente en virtud de una fuerza
inapelable —una especie de soberanía del bien, donde triunfa únicamente la
amenaza y donde la virtud (tanto vale en sí misma) no tiene más recompensa
que el escape al castigo. A la sombra de la ciudad burguesa, nace esta
extrema república del bien que se impone por la fuerza a todos aquellos de
quienes se sospecha que pertenecen al mal. Es el reverso del gran sueño y de
la gran preocupación de la burguesía de la época clásica: las leyes del Estado y
las del corazón se han identificado por fin. «Que nuestros políticos se dignen
suspender sus cálculos… y que aprendan de una vez que se tiene todo con el
dinero, excepto buenas costumbres y ciudadanos. » (223)
¿No es acaso este el sueño que parece haber hechizado a los fundadores de la
casa de confinamiento de Hamburgo? Uno de los directores debe vigilar para
que «todos aquellos que estén en la casa cumplan con sus deberes religiosos y
en ellos sean instruidos… » El maestro de escuela debe instruir a los niños en
la religión, y exhortarlos y animarlos a leer, en sus momentos de descanso,
diversas partes de la Sagrada Escritura. Debe enseñarles a leer, a escribir, a
contar, a ser honrados y decentes con quienes visiten la casa. Debe
preocuparse de que asistan al servicio divino, y de que allí se comporten con
modestia. «(224) En Inglaterra, el reglamento de las workhouses concede gran
importancia a la vigilancia de las costumbres y a la educación religiosa. Así,
para la casa de Plymouth, se ha previsto el nombramiento de un schoolmaster,
que debe reunir la triple condición de ser «piadoso, sobrio y discreto»; todas las
mañanas y todas las noches, se encargará a hora fija de presidir las plegarias;
cada sábado por la tarde y cada día de fiesta, deberá dirigirse a los internos y
exhortarlos e instruirlos en los «elementos fundamentales de la religión
protestante, conforme a la doctrina de la Iglesia anglicana». (225) En Hamburgo o
en Plymouth, Zuchthäusern y workhouses: en toda la Europa protestante se
edifican estas fortalezas del orden moral, donde se enseña la parte de la
religión que es necesaria al reposo de las ciudades.
En tierras católicas se persigue el mismo fin, pero su carácter religioso es aún
más marcado. De ello es testimonio la obra de San Vicente de Paúl. «El fin
principal por el cual se ha permitido que se hayan retirado aquí unas personas,
y se las haya puesto fuera del desorden del gran mundo, para hacerlas entrar
en calidad de pensionarios, fue el impedir que quedaran retenidos por la
esclavitud del pecado y de que fueran eternamente condenados, y darles el
medio de gozar de un contento perfecto en ésta y en la otra, harán todo lo
posible para adorar así a la divina providencia… La experiencia nos convence
demasiado, desgraciadamente, de que la fuente principal de los trastornos que
vemos reinar hoy en día entre la juventud es la falta de instrucción y de
docilidad en las cosas espirituales, ya que prefieren seguir sus malvadas
inclinaciones, antes que las santas inspiraciones de Dios y los caritativos avisos
de sus padres. » Se trata, pues, de librar a los pensionistas de un mundo que
es para su debilidad una invitación al pecado, y de llamarlos a una soledad
donde no tendrán por compañeros sino a sus «ángeles guardianes»,
encarnados en sus vigilantes, presentes todos los días: éstos, en efecto, «les
dan los mismos buenos servicios que les proporcionan, en forma invisible, sus
ángeles guardianes: instruirlos, consolarlos y procurarles la salvación». (226) En
las casas de la Chanté, se vigila con sumo cuidado la ordenación de las vidas y
de las conciencias, lo cual, conforme avanza el siglo XVIII aparece más
claramente como la razón de ser de la internación. En 1765 se establece un
nuevo reglamento para la Charité de Château-Thierry. En él está bien señalado
que «el Prior visitará cuando menos una vez por semana a todos los
prisioneros, uno tras otro y separadamente, para consolarlos, llamarlos a una
conducta mejor, y asegurarse por sí mismo que son tratados como debe ser; el
subprior lo hará todos los días». (227)
Todas estas prisiones del orden moral hubieran podido tener por emblema,
aquel que Howard pudo leer aún en la casa de Maguncia: «Si se ha podido
someter al yugo a los animales feroces, no debemos desesperar de corregir al
hombre que se ha extraviado. » (228) Para la Iglesia católica, como para los países
protestantes, el confinamiento representa, bajo la forma de un modelo
autoritario, el mito de una felicidad social: una policía cuyo orden sería por
completo transparente a los principios de la religión, y una religión cuyas
exigencias estarían satisfechas, sin restricción, en las reglas de la policía y en
los medios de constreñimiento que pueda ésta poseer. Hay en estas
instituciones como una tentativa de demostrar que el orden puede adecuarse a
la virtud. En este sentido, el «encierro» esconde, a la vez, una metafísica de la
ciudad y una política de la religión. Reside, como un esfuerzo de síntesis
tiránica, a medio camino entre el jardín de Dios de las ciudades que los
hombres, expulsados del Paraíso, han levantado con sus manos. La casa de
confinamiento en la época clásica es el símbolo más denso de esta «policía»
que se concibe a sí misma como equivalente civil de la religión, para edificar
una ciudad perfecta. Todos los temas morales del internamiento, ¿no están
presentes en ese texto del Tratado de policía en que Delamare ve en la religión
«la primera y la principal» de las materias de que se ocupa la policía? «Hasta se
podría añadir la única si fuésemos lo bastante sabios para cumplir
perfectamente con todos los deberes que ella nos prescribe. Entonces, sin
otros cuidados, no habría ya corrupción en las costumbres; la templanza
alejaría las enfermedades; la asiduidad al trabajo, la frugalidad y una sabia
previsión procurarían todas las cosas necesarias para la vida; al expulsar la
caridad a los vicios, se aseguraría la tranquilidad pública; la humildad y la
sencillez suprimirían lo que hay de vano y de peligroso en las ciencias
humanas; la buena fe reinaría en las ciencias y en las artes…; los pobres en
fin, serían socorridos voluntariamente, y la mendicidad sería desterrada;
verdad es que, siendo bien observada la religión, se realizarían todas las
demás partes de la policía… Así, con mucha sabiduría, todos los legisladores
han establecido la dicha así como la duración de los Estados sobre la Religión». (229)
El confinamiento es una creación institucional propia del siglo XVII. Ha tomado
desde un principio tal amplitud, que no posee ninguna dimensión en común
con el encarcelamiento tal y como podía practicarse en la Edad Media. Como
medida económica y precaución social, es un invento. Pero en la historia de la
sinrazón, señala un acontecimiento decisivo: el momento en que la locura es
percibida en el horizonte social de la pobreza, de la incapacidad de trabajar, de
la imposibilidad de integrarse al grupo; el momento en que comienza a
asimilarse a los problemas de la ciudad. Las nuevas significaciones que se
atribuyen a la pobreza, la importancia dada a la obligación de trabajar y todos
los valores éticos que le son agregados, determinan la experiencia que se tiene
de la locura, y la forma como se ha modificado su antiguo significado.
Ha nacido una sensibilidad, que ha trazado una línea, que ha marcado un
umbral, que escoge, para desterrar. El espacio concreto de la sociedad clásica
reserva una región neutral, una página en blanco donde la vida real de la
ciudad se suspende: el orden no afronta ya el desorden, y la razón no intenta
abrirse camino por sí sola, entre todo aquello que puede esquivarla, o que
intenta negarla. Reina en estado puro, gracias a un triunfo, que se le ha
preparado de antemano, sobre una sinrazón desencadenada. La locura pierde
así aquella libertad imaginaria que la hacía desarrollarse todavía en los cielos
del Renacimiento. No hacía aún mucho tiempo, se debatía en pleno día: era el
Rey Lear, era Don Quijote. Pero en menos de medio siglo, se encontró
recluida, y ya dentro de la fortaleza del confinamiento, ligada a la Razón, a las
reglas de la moral y a sus noches monótonas.

116 Descartes, Méditations, I, OEuvres, ed. Pléiade, p. 268.
117 Ibid.
118 Ibid.
119 Montaigne, Essais, libro 1º, cap. XXVI, ed. Garnier, pp. 231-232.
120 Ibid., p. 236.
121 Esquirol, Des établissements consacrés aux aliénés en France (1818) en Des maladies
mentales, Paris, 1838, t. II, p. 134.
122 Cf. Louis Boucher, La Salpêtrière, París, 1883.
123 Cf. Paul Bru, Histoire de Bicêtre, Paris, 1890.
124 Edición de 1656, art. IV. Cf. Apéndice. Más tarde, se añadieron el Espíritu Santo y los Niños
encontrados, y se retiró la Jabonería.
125 Art. XI.
126 Art. XIII.
127 Art. XII.
128 Art. VI.
129 El proyecto presentado a Ana de Austria estaba firmado por Pomponne de Bellièvre.
130 Informe de La Rochefoucauld Liancourt en nombre del Comité de mendicidad de la Asamblea
constituyente (Procés-verbaux de l’Assemblée nationale, t. XXI).
131 Cf. Statuts et règlements de l’hôpital général de la Charité et Aumône générale de Lyon,
1742.
132 Ordonnances de Monseigneur l’archevêque de Tours, Tours, 1681. Cf. Mercier. Le Monde
médical de Tourainé sous la Révolution.
133 Aix, Albi, Angers, Arles, Blois, Cambrai, Clermont, Dijon, Le Havre, Le Mans, Lille, Limoges, Lyon, Mâcon, Martigues, Montpellier, Moulins, Nantes, Nîmes, Orléans, Pau, Poitiers, Reims,
Rouen, Saintes, Saumur, Sedan, Estrasburgo, Saint-Servan, Saint-Nicolas (Nancy), Toulouse,
Tours. Cf. Esquirol, loc. cit., t. II, p. 157
134 La carta pastoral del arzobispo de Tours antes citada muestra que la Iglesia se resiste a esta
exclusión y reivindica el honor de haber inspirado todo el movimiento y de haber propuesto sus
primeros modelos.
135 Cf. Esquirol, Mémoire historique et statistique sur la Maison royale de Charenton, loc. cit., t.
II.
136 Hélène Bonnafous-Sérieux, La Charité de Senlis, Paris, 1936.
137 R. Tardif, La Charité de Château-Thierry, París, 1939.
138 El hospital de Romans fue construido con los materiales de demolición de la leprosería de
Voley. Cf. J.-A. Ulysse Chevalier, Notice historique sur la maladrerie de Voley près Romans,
Romans, 1870, p. 62; y piezas justificantes, nº 64.
139 Es el caso de la Salpêtrière, en que las «hermanas» deben reclutarse entre las muchachas o
viudas jóvenes, sin hijos, y sin ocupaciones.
140 En Orléans, la oficina comprende al «señor obispo, al teniente general, a 15 personas, a
saber: 3 eclesiásticos y 12 habitantes principales, tanto oficiales como buenos burgueses y
comerciantes». Règlements et statuts de l’hôpital général d’Orléans, 1692, pp. 8-9.
141 Respuestas a las demandas hechas por el departamento de hospitales, respecto a la
Salpêtrière, 1790. Arch, nat., F 15, 1861.
142 Es el caso de San Lázaro.
143 1693-1695. Cf. supra, cap. I.
144 Por ejemplo, la Caridad de Romans fue creada por la Limosnería general y luego cedida a los
hermanos de San Juan de Dios; y anexada, finalmente, al hospital general en 1740.
145 Se tiene un buen ejemplo en la fundación de San Lázaro; Cf. Colet, Vie de Saint Vincent de
Paul, I, pp. 292-313.
146 En todo caso, su reglamento fue publicado en 1622.
147 Cf. Wagnitz, Historische Nachrichten und Bemerkungen uber die merkwürdigsten
Zuchthäusern in Deustchland, Halle, 1791.
148 Nicholls, History of the English Poor Law, Londres, 1898-1899, t. I, pp. 167-169.
149 39 lsabel I, cap. V.
150 Nicholls, loc. cit., p. 228.
151 Howard, État des prisons, des hôpitaux et des maisons dt force (Londres, 1777); trad. fr.,
1788, t. I, p. 17.
152 Nicholls, History of the Scotch Poor Law, pp. 85-87.
153 Bien que un acta de 1624 (21 Jacobo I, cap. 1) prevé la creación de las «working-houses».
154 Nicholls, History of the English Poor Law, I, p. 353..
155 Ibid., History of the Irish Poor Law, pp. 35-38.
156 Según la Declaración del 12 de junio de 1662, los directores del hospital de Paris «alojan y
alimentan en las 5 casas del citado hospital a más de 6 mil personas», citado en Lallemand,
Histoire de la Charité, París, 1902-1912, t. IV. p. 262. La población de París por esta época
pasaba del medio millón de habitantes. Esa proporción es poco más o menos constante durante
todo el periodo clásico para la zona geográfica que estudiamos.
157 Calvino, Institution Chrétienne, I, cap. XVI, ed. J.-D. Benoît, p. 225.
158 Ibid., p. 229. 44 Ibid, p. 231.
159
160 Confesión de Augsburgo.
161 Calvino, Justifications, libro III, cap. XII, nota 4.
162 Catéchisme de Genève, cit. Calvino, VI, p. 49.
163 J. Janssen, Geschichte des deutschen Volkes seit dem Ausgang des Mittelalters, III
Allgemeine Zustände des deutschen Volkes bis 1555, p. 46.
164 Laehr, Gedenktage der Psychiatrie, Berlin, 1893, p. 259. 80 Ibid., p. 320.
165
166 18 lsabel I, cap. 3. Cf. Nicholls, loc. cit., I, p. 169.
167 Settlement Act: el texto legislativo más importante concerniente a los pobres sobre la
Inglaterra del siglo XVII.
168 Publicado seis años después de la muerte del autor, en 1683; reproducido en Burns, History
of the Poor Law, 1764.
169 Sessio XXIII.
170 Influencia casi segura de Vives sobre la legislación isabelina. Había enseñado en el Corpus
Christi College de Oxford, donde escribió su De Subventione. Da, de la pobreza, esta definición
que no está vinculada con una mística de la miseria sino con toda una política virtual de la
asistencia: «… ni son pobres sólo aquellos que carecen de dinero; sino cualquiera que ni tiene la
fuerza del cuerpo, o la salud, o el espíritu y el juicio» (L’Aumônerie, trad. fr., Lyon, 1583, p.
162).
171 Citado en Foster Watson, J. L. Vives, Oxford, 1922.
172 De la orden que en algunos pueblos de España se ha puesto en la limosna para remedio de
los verdaderos pobres, 1545.
173 Discursos del Amparo de los legítimos pobres, 1596.
174 Citado en Lallemand, loc. cit., IV, p. 15, nota 27.
175 Esta exigencia de arbitraje ya había sido hecha por la municipalidad de Ypres, que acababa de
prohibir la mendicidad y todas las formas privadas de caridad. B. N. R. 36-215, citado en
Lallemand, IV, p. 25.
176 Carta de marzo 1657, en San Vicente de Paúl, Correspondance, ed. Coste, t. VI, p. 245.
177 Carta pastoral del 10 de julio de 1670, loc. cit.
178 «Y es así donde hay que mezclar la Serpiente con la Paloma, y no dar tanto lugar a la
simplicidad, que la prudencia no pueda dejarse oír. Es ella la que nos enseñará la diferencia
entre las ovejas y los chivos» (Camus, De la mendicité légitime. Douai, 1634, pp. 9-10). El
mismo autor explica que el acto de caridad no es indiferente, en su significado espiritual, al valor
moral de aquel a quien se le aplica: «La relación es necesaria entre la limosna y el mendigo, y
por tanto no puede ser verdadera limosna si éste no mendiga con justicia y verdad» (ibid. ).
179 Dom Guevarre, La mendicità provenuta (1693).
180 En la Salpêtrière y en Bicêtre, se coloca a los locos sea «entre los buenos pobres» (en la
Salpêtrière, es el ala de la Madeleine), sea entre los «pobres malos» (la Corrección o los
Rescates).
181 Citado en Lallemand, loc. cit., IV, pp. 216-226.
182 Somos nosotros quienes contemplamos a los «poseídos» como locos (lo cual es un postulado)
y que suponemos que todos los locos de la Edad Media eran tratados como poseídos (lo cual es
un error). Este error y ese postulado se encuentran en numerosos autores, como Zilvoorg.
183 Tristan e Isolda, ed. Bossuat, p. 220.
184 Voltaire, OEuvres completes, Garnier, XXIII, p. 377.
185 Desde un punto de vista espiritual, la miseria, a fines del siglo XVI y a principios del XVII, se
considera como una amenaza del Apocalipsis. «Una de las marcas más evidentes del próximo
advenimiento del Hijo de Dios y de la consumación de los siglos es la extremidad de la miseria
espiritual y temporal a la que se ve reducido el mundo. Es ahora cuando los días son malos…
cuando la multitud de los defectos, las miserias, se han multiplicado, siendo las penas la sombra
inseparable de las culpas» (Camus, De la mendicité légitime des pauvres, pp. 3-4)
186 Delamare, Traité de police, loc. cit.
187 Cf. Thomas Platter, Description de Paris, 1539, publicada en las Mémoires de la société de
l’Histoire de Paris, 1899.
188 Medidas similares en provincia: Grenoble, por ejemplo, tiene su «expulsador de vientos»,
encargado de recorrer las calles y expulsar a los vagabundos.
189 En particular, los obreros del papel y de la imprenta; cf. por ejemplo el texto de los archivos
departamentales del Hérault, publicado por G. Martin, La Grande Industrie sous Louis XIV, Paris,
1900, p. 89, nota S.
190 Según Earl Hamilton, American Treasure and the price révolution in Spain (1934), las
dificultades de Europa a principios del siglo XVII se debieron a un paro en la producción de las
minas de América.
191 I. Jacobo I, cap. VI: los jueces de paz fijarán los salarios for any labourers, weavers, spinners
and workmen and workwomen whatsoever, either working by the day, week, month, or year. Cf.
Nicholls, loc. cit., I, p. 209.
192 Citado en Nicholls, I, p. 245.
193 Ibid., p. 212.
194 F. Eden, State of the Poor, Londres, 1797, I, p. 160.
195 E. M. Leonard, The Early History of English Poor Relief, Cambridge, 1900, p. 270.
196 Marqués D’Argenson, Journal et Mémoires, París, 1867, t. VI, p. 80 (30 de noviembre, 1749).
197 Y en condiciones muy características: «Un hambre general había hecho llegar varios barcos
llenos de una multitud de pobres que las provincias vecinas no pueden alimentar. » Las grandes
familias industriales —sobre todo los Halincourt— hacen donaciones (Statuts et règlements de
l’Hôpital général de la Charité et Aumône générale de Lyon, 1742, pp. vii y viii).
198 Howard, loc. cit., I, pp. 154-155.
199 Howard, loc. cit., I, pp. 136-206.
200 Citado en Nicholls, loc. cit., I, p. 353.
201 Así, la Workhouse de Worcester debe comprometerse a exportar, a lo lejos, todos los vestidos
que allí se fabrican y que no portan los pensionarios.
202 Citado en Nicholls, loc. cit., I, p. 367.
203 Howard, loc. cit., t. I, p. 8.
204 Aconseja a la abadía de Jumièges ofrecer a esos desventurados lanas que pudieran hilar: «Las
manufacturas de lana y de medias pueden constituir un medio admirable para hacer trabajar a
los mendigos’ (G. Martin, loc. cit., p. 225, nota 4).
205 Citado en Lallemand, loc. cit., t. IV, p. 539.
206 Forot, loc. cit., pp. 16-17.
207 Cf. Lallemand, loc. cit., t. IV, p. 544, nota 18.
208 Un arquitecto, Germain Boffrand, en 1733 había diseñado el plan de un inmenso pozo. Muy
pronto, resultó inútil. Pero se prosiguieron los trabajos para ocupar a los presos.
209 Musquinet de la Pagne, Bicêtre réformé ou établissement d’une maison de discipline, 1789, p.
22.
210 Como en Inglaterra, hubo conflictos de ese tipo en Francia; por ejemplo, en Troyes, proceso
entre «los maestros y las comunidades de boneteros» y los administradores de los hospitales
(Archives du département de l’Aube).
211 Bossuet, Élévations sur les mystères, VIª semana, 12a elevación. (Bossuet. Textes choisis, por
H. Bremond, París, 1913, t. III, p. 285. )
212 Sermon 155 sur le Deutéronome, 12 de marzo 1556.
213 Bossuet, loc. cit., p. 285.
214 Calvino, Sermon 49 sur le Deutéronome, 3 de julio de 1555.
215 «Queremos que Dios sirva a nuestros locos apetitos y que esté como sujeto a nosotros»
(Calvino, ibid. ).
216 Huizinga, Le Déclin du Moyen Age, Paris, 1932, p. 35.
217 Bourdaloue, Dimanche de la Septuagésime, OEuvres, Paris, 1900, I, p. 346.
218 Se encuentra un ejemplo muy característico en los problemas planteados a la casa de
internamiento de Brunswick. Cf. infra, Tercera Parte, cap. II.
219 Cf. Nicholls, op. cit., I, p. 352.
220 Reglamento del Hospital General, Art. XII y XIII.
221 Citado en Histoire de l’Hôpital général, folleto anónimo, París, 1676.
222 Arsenal, ms. 2566, ff. 54-70
223 Rousseau, Discours sur les sciences et les arts.
224 Howard, loc. cit., t. I, p. 157.
225 Ibid., t. II, pp. 382-401.
226 Sermón citado en Collet, Vie de Saint Vincent de Paul.
227 Cf. Tardif, loc. cit., p. 22.
228 Howard, loc. cit., t. I, p. 203.
229 Delamare, Traité de la police, t. I, pp. 287-288.

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