Obras de M. Foucault, Historia de la locura en la época clásica I: PRIMERA PARTE («STULTIFERA NAVIS»)

PRIMERA PARTE

I. «STULTIFERA NAVIS»
Al final de la Edad Media, la lepra desaparece del mundo occidental. En las
márgenes de la comunidad, en las puertas de las ciudades, se abren terrenos,
como grandes playas, en los cuales ya no acecha la enfermedad, la cual, sin
embargo, los ha dejado estériles e inhabitables por mucho tiempo. Durante
siglos, estas extensiones pertenecerán a lo inhumano. Del siglo XIV al XVII,
van a esperar y a solicitar por medio de extraños encantamientos una nueva
encarnación del mal, una mueca distinta del miedo, una magia renovada de
purificación y de exclusión.
Desde la Alta Edad Media, hasta el mismo fin de las Cruzadas, los leprosarios
habían multiplicado sobre toda la superficie de Europa sus ciudades malditas.
Según Mateo de París, había hasta 19 mil en toda la Cristiandad. (1) En todo
caso, hacia 1266, en la época en que Luis VIII estableció en Francia el
reglamento de leprosarios, se hace un censo y son más de 2 mil. Hubo 43
leprosarios solamente en la diócesis de París: se contaban entre ellos Burg-le-
Reine, Corbeil, Saint-Valère, y el siniestro Champ-Pourri; estaba también
Charenton. Los dos más grandes se encontraban en la inmediata proximidad
de París y eran Saint-Germain y Saint-Lazare: (2) volveremos a encontrar su
nombre en la historia de otra enfermedad. Después del siglo XV se hace el
vacío en todas partes; Saint-Germain, desde el siguiente siglo, se vuelve una
correccional para muchachas; y antes de que llegue San Vicente, ya no queda
en Saint-Lazare más que un solo leproso, «el señor de Langlois, abogado en la
corte civil». El leprosario de Nancy, que figura entre los más grandes de
Europa, cuenta solamente con cuatro enfermos durante la regencia de María
de Médicis. Según las Mémoires de Catel, existían 29 hospitales en Tolosa
hacia el fin de la Edad Media, de los cuales siete eran leprosarios; pero a
principios del siglo XVII se mencionan tres solamente: Saint-Cyprien, Arnaud-
Bernard y Saint-Michel. (3) Se celebra con gusto la desaparición de la lepra: en
1635 los habitantes de Reims hacen una procesión solemne para dar gracias a
Dios por haber librado a la ciudad de aquel azote. (4)
Desde hacía ya un siglo, el poder real había emprendido el control y la
reorganización de la inmensa fortuna que representaban los bienes inmuebles
de las leproserías; por medio de una ordenanza del 19 de diciembre de 1543,
Francisco I había ordenado que se hiciera un censo y un inventario «para
remediar el gran desorden que existía entonces en los leprosarios»; a su vez,
Enrique IV prescribió en un edicto de 1606 una revisión de cuentas, y afectó
«los dineros que se conseguirían en esta búsqueda al mantenimiento de
gentiles-hombres pobres y soldados baldados». El 24 de octubre de 1612 se
vuelve a ordenar el mismo control, pero esta vez se decide que se utilicen los
ingresos excesivos para dar de comer a los pobres. (5)
En realidad, la cuestión de los leprosarios no se arregló en Francia antes del fin
del siglo XVII, y la importancia económica del problema suscitó más de un
conflicto. ¿No existían aún, en el año de 1677, 44 leprosarios solamente en la
provincia del Delfinado? (6) El 20 de febrero de 1672, Luis XIV otorga a las
órdenes de San Lázaro y del Monte Carmelo los bienes de todas las órdenes
hospitalarias y militares; se les encarga administrar los leprosarios del reino.(7)
Unos veinte años más tarde se revoca el edicto de 1672 y por una serie de
medidas escalonadas, de marzo de 1693 a julio de 1695, los bienes de los
leprosarios deberán afectarse en adelante a los otros hospitales y
establecimientos de asistencia. Los pocos leprosos dispersos aún en las 1200
casas que todavía existen, serán reunidos en Saint-Mesmin, cerca de Orleáns.(8)
Estas prescripciones se aplican primeramente en París, donde el Parlamento
transfiere los ingresos en cuestión al Hôpital Général: el ejemplo es imitado
por las jurisdicciones provinciales; Tolosa afecta los bienes de sus leprosarios
al hospital de los incurables (1696); los de Beaulieu, en Normandía, pasan al
Hôtel-Dieu de Caen; los de Voley son otorgados al hospital de Sainte-Foy.(9)
Sólo, con Saint-Mesmin, el recinto de Ganets, cerca de Burdeos, quedará
como testimonio.
Para un millón y medio de habitantes, existían en el siglo XII, en Inglaterra y
Escocia, 220 leprosarios. Pero en el siglo XIV el vacío comienza a cundir;
cuando Ricardo III ordena una investigación acerca del hospital de Ripon, en
1342, ya no hay ningún leproso, y el rey concede a los pobres los bienes de la
fundación. El arzobispo Puisel había fundado a finales del siglo XII un hospital,
en el cual, en 1434, solamente se reservaban dos plazas para leprosos, y eso
si se pudiera encontrar alguno. (10) En 1348 el gran leprosario de Saint-Alban
tiene solamente tres enfermos; el hospital de Rommenall, en Kent, es
abandonado veinticuatro años más tarde, pues no hay leprosos. En Chatam, el
lazareto de San Bartolomé, establecido en 1078, había sido uno de los más
importantes de Inglaterra; durante el reinado de Isabel no tiene ya sino dos
pacientes, y es suprimido finalmente en 1627. (11)
El mismo fenómeno de desaparición de la lepra ocurre en Alemania, aunque
quizás allí la enfermedad retroceda con mayor lentitud; igualmente
observamos la conversión de los bienes de los leprosarios (conversión
apresurada por la Reforma, igual que en Inglaterra) en fondos administrados
por las ciudades, destinados a obras de beneficencia y establecimientos
hospitalarios; así sucede en Leipzig; en Munich, en Hamburgo. En 1542, los
bienes de los leprosarios de Schleswig-Holstein son transferidos a los
hospitales. En Stuttgart, el informe de un magistrado, de 1589, indica que
desde cincuenta años atrás no existen leprosos en la casa que les fuera
destinada. En Lipplingen, el leprosario es ocupado rápidamente por incurables
y por locos. (12)
Extraña desaparición es ésta, que no fue lograda, indudablemente, por las
oscuras prácticas de los médicos: más bien debe de ser resultado espontáneo
de la segregación, así como consecuencia del fin de las Cruzadas, de la ruptura
de los lazos de Europa con Oriente, que era donde se hallaban los focos de
infección. La lepra se retira, abandonando lugares y ritos que no estaban
destinados a suprimirla, sino a mantenerla a una distancia sagrada, a fijarla en
una exaltación inversa. Lo que durará más tiempo que la lepra, y que se
mantendrá en una época en la cual, desde muchos años atrás, los leprosarios
están vacíos, son los valores y las imágenes que se habían unido al personaje
del leproso; permanecerá el sentido de su exclusión, la importancia en el grupo
social de esta figura insistente y temible, a la cual no se puede apartar sin
haber trazado antes alrededor de ella un círculo sagrado.
Aunque se retire al leproso del mundo y de la comunidad de la Iglesia visible,
su existencia, sin embargo, siempre manifiesta a Dios, puesto que es marca, a
la vez, de la cólera y de la bondad divinas. «Amigo mío —dice el ritual de la
iglesia de Vienne—, le place a Nuestro Señor que hayas sido infectado con esta
enfermedad, y te hace Nuestro Señor una gran gracia, al quererte castigar por
los males que has hecho en este mundo. » En el mismo momento en que el
sacerdote y sus asistentes lo arrastran fuera de la Iglesia gressu retrogrado, se
le asegura al leproso que aún debe atestiguar ante Dios. «Y aunque seas
separado de la Iglesia y de la compañía de los Santos, sin embargo, no estás
separado de la gracia de Dios. » Los leprosos de Brueghel asisten de lejos, pero
para siempre, a la ascensión del Calvario, donde todo un pueblo acompaña a
Cristo. Y testigos hieráticos del mal, logran su salvación en esta misma
exclusión y gracias a ella: con una extraña reversibilidad que se opone a la de
los méritos y plegarias, son salvados por la mano que no les es tendida. El
pecador que abandona al leproso en su puerta, le abre las puertas de la
salvación. «Por que tengas paciencia en tu enfermedad; pues Nuestro Señor no
te desprecia por tu enfermedad, ni te aparta de su compañía; pues si tienes
paciencia te salvarás, como el ladrón que murió delante de la casa del nuevo
rico y que fue llevado derecho al paraíso. » (13) El abandono le significa salvación;
la exclusión es una forma distinta de comunión.
Desaparecida la lepra, olvidado el leproso, o casi, estas estructuras
permanecerán. A menudo en los mismos lugares, los juegos de exclusión se
repetirán, en forma extrañamente parecida, dos o tres siglos más tarde. Los
pobres, los vagabundos, los muchachos de correccional, y las «cabezas
alienadas», tomarán nuevamente el papel abandonado por el ladrón, y
veremos qué salvación se espera de esta exclusión, tanto para aquellos que la
sufren como para quienes los excluyen. Con un sentido completamente nuevo,
y en una cultura muy distinta, las formas subsistirán, esencialmente esta
forma considerable de separación rigurosa, que es exclusión social, pero
reintegración espiritual.
Pero no nos anticipemos.
El lugar de la lepra fue tomado por las enfermedades venéreas. De golpe, al
terminar el siglo XV, suceden a la lepra como por derecho de herencia. Se las
atiende en varios hospitales de leprosos: en el reinado de Francisco I, se
intenta inicialmente aislarlas en el hospital de la parroquia San Eustaquio,
luego en el de San Nicolás, que poco antes habían servido de leproserías. En
dos ocasiones, bajo Carlos VIII, después en 1559, se les habían destinado, en
Saint-Germain-des-Prés, diversas barracas y casuchas antes utilizadas por los
leprosos. (14) Pronto son tantas que debe pensarse en construir otros edificios «en
ciertos lugares espaciosos de nuestra mencionada ciudad y en otros barrios,
apartados de sus vecinos». (15) Ha nacido una nueva lepra, que ocupa el lugar de
la primera. Mas no sin dificultades ni conflictos, pues los leprosos mismos
sienten miedo: les repugna recibir a esos recién llegados al mundo del horror.
«Est mirabilis contagiosa et nimis formidanda infirmitas, quam etiam
detestantur leprosi et ea infectos secum habitare non permittant. » (16) Pero si
bien tienen derechos de antigüedad para habitar esos lugares «segregados», en
cambio son demasiado pocos para hacerles valer; los venéreos, por todas
partes, pronto ocupan su lugar.
Y sin embargo no son las enfermedades venéreas las que desempeñarán en el
mundo clásico el papel que tenía la lepra en la cultura medieval. A pesar de
esas primeras medidas de exclusión, pronto ocupan un lugar entre las otras
enfermedades. De buen o de mal grado se recibe a los venéreos en los
hospitales. El Hôtel-Dieu de París los aloja; (17) en varias ocasiones se intenta
expulsarlos, pero es inútil: allí permanecen y se mezclan con los otros
enfermos. (18) En Alemania se les construyen casas especiales, no para
establecer la exclusión, sino para asegurar su tratamiento; en Augsburgo los
Fúcar fundan dos hospitales de ese género. La ciudad de Nuremberg nombra
un médico, quien afirmaba poder «die malafrantzos vertreiben». (19) Y es que ese
mal, a diferencia de la lepra, muy pronto se ha vuelto cosa médica, y
corresponde exclusivamente al médico. En todas partes se inventan
tratamientos; la compañía de Saint-Cóme toma de los árabes el uso del
mercurio; (20) en el Hôtel-Dieu de París se aplica sobre todo la triaca. Llega
después la gran boga del guayaco, más precioso que el oro de América, si
hemos de creer a Fracastor en su Syphilidis y a Ulrich von Hutten. Por doquier
se practican curas sudoríficas. En suma, en el curso del siglo XVI el mal
venéreo se instala en el orden de las enfermedades que requieren tratamiento.
Sin duda, está sujeto a toda clase de juicios morales: pero este horizonte
modifica muy poco la captación médica de la enfermedad. (21)
Hecho curioso: bajo la influencia del mundo del internamiento tal como se ha
constituido en el siglo XVII, la enfermedad venérea se ha separado, en cierta
medida, de su contexto médico, y se ha integrado, al lado de la locura, en un
espacio moral de exclusión. En realidad no es allí donde debe buscarse la
verdadera herencia de la lepra, sino en un fenómeno bastante complejo, y que
el médico tardará bastante en apropiarse.
Ese fenómeno es la locura. Pero será necesario un largo momento de latencia,
casi dos siglos, para que este nuevo azote que sucede a la lepra en los miedos
seculares suscite, como ella, afanes de separación, de exclusión, de
purificación que, sin embargo, tan evidentemente le son consustanciales. Antes
de que la locura sea dominada, a mediados del siglo XVII, antes de que en su
favor se hagan resucitar viejos ritos, había estado aunada, obstinadamente, a
todas las grandes experiencias del Renacimiento.
Es esta presencia, con algunas de sus figuras esenciales, lo que ahora
debemos recordar de manera muy compendiosa.
Empecemos por la más sencilla de esas figuras, también la más simbólica. Un
objeto nuevo acaba de aparecer en el paisaje imaginario del Renacimiento; en
breve, ocupará un lugar privilegiado: es la Nef des Fous, la nave de los locos,
extraño barco ebrio que navega por los ríos tranquilos de Renania y los canales
flamencos.
El Narrenschiff es evidentemente una composición literaria inspirada sin duda
en el viejo ciclo de los Argonautas, que ha vuelto a cobrar juventud y vida
entre los grandes temas de la mitología, y al cual se acaba de dar forma
institucional en los Estados de Borgoña. La moda consiste en componer estas
«naves» cuya tripulación de héroes imaginarios, de modelos éticos o de tipos
sociales se embarca para un gran viaje simbólico, que les proporciona, si no la
fortuna, al menos la forma de su destino o de su verdad. Es así como
Symphorien Champier compone sucesivamente una Nef des princes et des
batailles de Noblesse en 1502, y después una Nef des Dames vertueuses en
1503; hay también una Nef de Santé, junto a la Blauwe Schute de Jacob van
Oestvoren de 1413, del Narrenschiff de Brandt (1497) y de la obra de Josse
Bade, Stultiferae naviculae scaphae fatuarum mulierum (1498). El cuadro de
Bosco, con seguridad, pertenece a esta flota imaginaria.
De todos estos navíos novelescos o satíricos, el Narrenschiff es el único que ha
tenido existencia real, ya que sí existieron estos barcos, que transportaban de
una ciudad a otra sus cargamentos insensatos. Los locos de entonces vivían
ordinariamente una existencia errante. Las ciudades los expulsaban con gusto
de su recinto; se les dejaba recorrer los campos apartados, cuando no se les
podía confiar a un grupo de mercaderes o de peregrinos. Esta costumbre era
muy frecuente sobre todo en Alemania; en Nuremberg, durante la primera mitad
del siglo XV, se registró la presencia de 62 locos; 31 fueron expulsados; en los
cincuenta años siguientes, constan otras 21 partidas obligatorias; ahora bien,
todas estas cifras se refieren sólo a locos detenidos por las autoridades
municipales. (22) Sucedía frecuentemente que fueran confiados a barqueros: en
Francfort, en 1399, se encargó a unos marineros que libraran a la ciudad de un
loco que se paseaba desnudo; en los primeros años del siglo XV, un loco criminal
es remitido de la misma manera a Maguncia. En ocasiones los marineros dejan en
tierra, mucho antes de lo prometido, estos incómodos pasajeros; como ejemplo
podemos mencionar a aquel herrero de Francfort, que partió y regresó dos veces
antes de ser devuelto definitivamente a Kreuznach. (23) A menudo, las ciudades de
Europa debieron ver llegar estas naves de locos.
No es fácil explicar el sentido exacto de esta costumbre. Se podría pensar que
se trata de una medida general de expulsión mediante la cual los municipios se
deshacen de los locos vagabundos; hipótesis que no basta para explicar los
hechos, puesto que ciertos locos son curados como tales, luego de recibidos en
los hospitales, ya antes de que se construyeran para ellos casas especiales; en
el Hôtel-Dieu de París hay yacijas reservadas para ellos en los dormitorios;
(24) además, en la mayor parte de las ciudades de Europa, ha existido durante
toda la Edad Media y el Renacimiento un lugar de detención reservado a los
insensatos; así, por ejemplo, el Châtelet de Melun (25) o la famosa Torre de los
Locos de Caen; (26) el mismo objeto tienen los innumerables Narrtürmer de
Alemania, como las puertas de Lübeck o el Jungpfer de Hamburgo. (27) Los locos,
pues, no son siempre expulsados. Se puede suponer, entonces, que no se
expulsaba sino a los extraños, y que cada ciudad aceptaba encargarse
exclusivamente de aquellos que se contaban entre sus ciudadanos. ¿No se
encuentran, en efecto, en la contabilidad de ciertas ciudades medievales,
subvenciones destinadas a los locos, o donaciones hechas en favor de los
insensatos? (28) En realidad el problema no es tan simple, pues existen sitios de
concentración donde los locos, más numerosos que en otras partes, no son
autóctonos. En primer lugar, se mencionan los lugares de peregrinación: Saint-
Mathurin de Larchant, Saint-Hildevert de Gournay, Besançon, Gheel; estas
peregrinaciones eran organizadas y a veces subvencionadas por los hospitales
o las ciudades. (29) Es posible que las naves de locos que enardecieron tanto la
imaginación del primer Renacimiento, hayan sido navíos de peregrinación,
navíos altamente simbólicos, que conducían locos en busca de razón; unos
descendían los ríos de Renania, en dirección de Bélgica y de Gheel; otros
remontaban el Rin hacia el Jura y Besançon.
Pero hay otras ciudades, como Nuremberg, que no eran, ciertamente, sitios de
peregrinación, y que reúnen gran número de locos, bastantes más, en todo
caso, que los que podría proporcionar la misma ciudad. Estos locos son
alojados y mantenidos por el presupuesto de la ciudad, y sin embargo, no son
tratados; son pura y simplemente arrojados a las prisiones. (30) Se puede creer
que en ciertas ciudades importantes —lugares de paso o de mercado— los
locos eran llevados en número considerable por marineros y mercaderes, y que
allí se «perdían», librando así de su presencia a la ciudad de donde venían.
Acaso sucedió que estos lugares de «contraperegrinación» llegaran a
confundirse con los sitios a donde, por el contrario, los insensatos fueran
conducidos a título de peregrinos. La preocupación de la curación y de la
exclusión se juntaban; se encerraba dentro del espacio cerrado del milagro. Es
posible que el pueblo de Gheel se haya desarrollado de esta manera, como un
lugar de peregrinación que se vuelve cerrado, tierra santa donde la locura
aguarda la liberación, pero donde el hombre crea, siguiendo viejos temas, un
reparto ritual.
Es que la circulación de los locos, el ademán que los expulsa, su partida y
embarco, no tienen todo su sentido en el solo nivel de la utilidad social o de la
seguridad de los ciudadanos. Hay otras significaciones más próximas a los
ritos, indudablemente; y aun podemos descifrar algunas huellas. Por ejemplo,
el acceso a las iglesias estaba prohibido a los locos, (31) aunque el derecho
eclesiástico no les vedaba los sacramentos. (32) La Iglesia no sanciona al
sacerdote que se vuelve loco; pero en Nuremberg, en 1421, un sacerdote loco
es expulsado con especial solemnidad, como si la impureza fuera multiplicada
por el carácter sagrado del personaje, y la ciudad toma de su presupuesto el
dinero que debe servir al cura como viático. (33) En ocasiones, algunos locos eran
azotados públicamente, y como una especie de juego, los ciudadanos los
perseguían simulando una carrera, y los expulsaban de la ciudad golpeándolos con varas. (34)
Señales, todas éstas, de que la partida de los locos era uno de tantos exilios rituales.
Así se comprende mejor el curioso sentido que tiene la navegación de los locos
y que le da sin duda su prestigio. Por una parte, prácticamente posee una
eficacia indiscutible; confiar el loco a los marineros es evitar, seguramente,
que el insensato merodee indefinidamente bajo los muros de la ciudad,
asegurarse de que irá lejos y volverlo prisionero de su misma partida. Pero a
todo esto, el agua agrega la masa oscura de sus propios valores; ella lo lleva,
pero hace algo más, lo purifica; además, la navegación libra al hombre a la
incertidumbre de su suerte; cada uno queda entregado a su propio destino,
pues cada viaje es, potencialmente, el último. Hacia el otro mundo es adonde
parte el loco en su loca barquilla; es del otro mundo de donde viene cuando
desembarca. La navegación del loco es, a la vez, distribución rigurosa y
tránsito absoluto. En cierto sentido, no hace más que desplegar, a lo largo de
una geografía mitad real y mitad imaginaria, la situación liminar del loco en el
horizonte del cuidado del hombre medieval, situación simbolizada y también
realizada por el privilegio que se otorga al loco de estar encerrado en las
puertas de la ciudad; su exclusión debe recluirlo; si no puede ni debe tener
como prisión más que el mismo umbral, se le retiene en los lugares de paso.
Es puesto en el interior del exterior, e inversamente. Posición altamente
simbólica, que seguirá siendo suya hasta nuestros días, con sólo que
admitamos que la fortaleza de antaño se ha convertido en el castillo de nuestra
conciencia.
El agua y la navegación tienen por cierto este papel. Encerrado en el navío de
donde no se puede escapar, el loco es entregado al río de mil brazos, al mar de
mil caminos, a esa gran incertidumbre exterior a todo. Está prisionero en
medio de la más libre y abierta de las rutas: está sólidamente encadenado a la
encrucijada infinita. Es el Pasajero por excelencia, o sea, el prisionero del viaje.
No se sabe en qué tierra desembarcará; tampoco se sabe, cuándo
desembarca, de qué tierra viene. Sólo tiene verdad y patria en esa extensión
infecunda, entre dos tierras que no pueden pertenecerle.(35) ¿Es en este ritual y
en sus valores donde encontramos el origen del prolongado parentesco
imaginario, cuya existencia podemos comprobar sin cesar en la cultura
occidental? ¿O es, inversamente, ese parentesco, el que, desde el comienzo de
los tiempos determina, y luego fija el rito del embarco? Una cosa podemos
afirmar, al menos: el agua y la locura están unidas desde hace mucho tiempo
en la imaginación del hombre europeo.
Ya Tristán, disfrazado de loco, se había dejado arrojar por los barqueros en la
costa de Cornuailles. Y cuando se presenta en el castillo del rey Marco, nadie lo
reconoce, nadie sabe de dónde viene. Pero dice demasiadas cosas extrañas,
familiares y lejanas; conoce demasiado los secretos de lo bien conocido, para
no ser de otro mundo, muy próximo. No viene de la tierra sólida, de sólidas
ciudades, sino más bien de la inquietud incesante del mar, de los caminos
desconocidos que insinúan tantos extraños sabores, de esa planicie fantástica,
revés del mundo. Isolda es la primera en darse cuenta de que aquel loco es
hijo del mar, de que lo han arrojado allí marineros insolentes, señal de futuras
desgracias: «¡Malditos sean los marineros que han traído este loco! ¡Debieron
arrojarlo al mar!» (36) Muchas veces reaparece el tema al correr de los tiempos:
en los místicos del siglo XV se ha convertido en el motivo del alma como una
barquilla abandonada, que navega por un mar infinito de deseos, por el campo
estéril de las preocupaciones y de la ignorancia, entre los falsos reflejos del
saber, en pleno centro de la sinrazón mundana; navecilla que es presa de la
gran locura del mar, si no sabe echar el ancla sólida, la fe, o desplegar sus
velas espirituales para que el soplo de Dios la conduzca a puerto. (37) A finales
del siglo XVI, De Lancre ve en el mar el origen de la vocación demoniaca de
todo un pueblo: el incierto surcar de los navíos, la confianza puesta solamente
en los astros, los secretos trasmitidos, la lejanía de las mujeres, la imagen —
en fin— de esa vasta planicie, hacen perder al hombre la fe en Dios y todos los
vínculos firmes que lo ataban a la patria; así, se entrega al Diablo y al océano
de sus argucias. (38) En la época clásica es costumbre explicar la melancolía
inglesa por la influencia de un clima marino: el frío, la inestabilidad del tiempo,
las gotitas menudas que penetran en los canales y fibras del cuerpo humano,
le hacen perder firmeza, lo predisponen a la locura. (39) Haciendo a un lado una
inmensa literatura que va de Ofelia a la Lorelei, citemos solamente los grandes
análisis, semiantropológicos, semicosmológicos, de Heinroth, en los cuales lo
locura es como una manifestación, en el hombre, de un elemento oscuro y
acuático, sombrío desorden, caos en movimiento, germen y muerte de todas
las cosas, que se opone a la estabilidad luminosa y adulta del espíritu. (40) Pero si
la navegación de los locos está en relación, para la imaginación occidental, con
tantos motivos inmemoriales, ¿por qué hacia el siglo XV aparece tan
bruscamente la formulación del tema en la literatura y en la iconografía? ¿Por
qué de pronto esta silueta de la Nave de los Locos, con su tripulación de
insensatos, invade los países más conocidos? ¿Por qué, de la antigua unión del
agua y la locura, nace un día, un día preciso, este barco?
Es que la barca simboliza toda una inquietud, surgida repentinamente en el
horizonte de la cultura europea a fines de la Edad Media. La locura y el loco
llegan a ser personajes importantes, en su ambigüedad: amenaza y cosa
ridícula, vertiginosa sinrazón del mundo y ridiculez menuda de los hombres.
En primer lugar, una serie de cuentos y de fábulas. Su origen, sin duda, es
muy lejano. Pero al final de la Edad Media, dichos relatos se extienden en
forma considerable: es una larga serie de «locuras» que, aunque estigmatizan
vicios y defectos, como sucedía en el pasado, los refieren todos no ya al
orgullo ni a la falta de caridad, ni tampoco al olvido de las virtudes cristianas,
sino a una especie de gran sinrazón, de la cual nadie es precisamente culpable,
pero que arrastra a todos los hombres, secretamente complacientes. (41) La
denuncia de la locura llega a ser la forma general de la crítica. En las farsas y
soties, el personaje del Loco, del Necio, del Bobo, adquiere mucha importancia.(42)
No está ya simplemente al margen, silueta ridícula y familiar: (43) ocupa el
centro del teatro, como poseedor de la verdad, representando el papel
complementario e inverso del que representa la locura en los cuentos y en las
sátiras. Si la locura arrastra a los hombres a una ceguera que los pierde, el
loco, al contrario, recuerda a cada uno su verdad; en la comedia, donde cada
personaje engaña a los otros y se engaña a sí mismo, el loco representa la
comedia de segundo grado, el engaño del engaño; dice, con su lenguaje de
necio, sin aire de razón, las palabras razonables que dan un desenlace cómico
a la obra. Explica el amor a los enamorados, (44) la verdad de la vida a los
jóvenes, (45) la mediocre realidad de las cosas a los orgullosos, a los insolentes y
a los mentirosos. (46) Hasta las viejas fiestas de locos, tan apreciadas en Flandes
y en el norte de Europa, ocupan su sitio en el teatro y transforman en crítica
social y moral lo que hubo en ellos de parodia religiosa espontánea.
En la literatura sabia la locura también actúa en el centro mismo de la razón y
de la verdad. Ella embarca indiferentemente a todos los hombres en su navío
insensato y los resuelve a lanzarse a una odisea en común. (Blauwe Schute de
Van Oestvoren, el Narrenschiff de Brant. ) De ella conjura Murner el reino
maléfico en su Narrenbeschwörung. Aparece unida al amor en la sátira de
Corroz Contre Fol Amour, y en el diálogo de Louise Labé, Débat de Folie et
d’Amour, discuten ambos para saber cuál de los dos es el primero, cuál de los
dos hace posible al otro, y es la locura la que conduce al amor a su guisa. La
locura tiene también sus juegos académicos; es objeto de discursos, ella
misma los pronuncia; cuando se la denuncia, se defiende, y reivindica una
posición más cercana a la felicidad y a la verdad que la razón, más cercana a la
razón que la misma razón. Wimpfeling redacta el Monopolium Philosophorum, (47) y
Judocus Gallus el Monopolium et Societas, vulgo des Lichtschiffs. (48) En fin, en el
centro de estos graves juegos, los grandes textos de los humanistas: Flayder y
Erasmo. (49) Frente a estos manejos y a su incansable dialéctica, frente a estos
discursos indefinidamente reanudados y examinados, encontramos una larga
genealogía de imágenes, desde las de Jerónimo Bosco —la «Cura de la locura» y la
«Nave de los locos»— hasta Brueghel y su «Dulle Grete»; y el grabado transcribe lo
que el teatro y la literatura habían ya expuesto: los temas entretejidos de la Fiesta
y la Danza de los Locos. (50) Así podemos ver cuán cierto es que, desde el siglo XV,
el rostro de la locura ha perseguido la imaginación del hombre occidental.
Una sucesión de fechas habla por sí misma: la Danza Macabra del cementerio
de los Inocentes data sin duda de los primeros años del siglo XV; (51) la de la
Chaise-Dieu debió de ser compuesta alrededor de 1460, y en 1485 Guyot
Marchand publica su Danse Macabre. Estos sesenta años, seguramente, vieron
el triunfo de esta imaginería burlona, relativa a la muerte. En 1492 Brant
escribe el Narrenschiff; cinco años más tarde es traducido al latín; en los
últimos años del siglo, Bosco compone su «Nave de los locos». El Elogio de la
locura es de 1509. El orden de sucesión es claro.
Hasta la segunda mitad del siglo XV, o un poco más, reina sólo el tema de la
muerte. El fin del hombre y el fin de los tiempos aparecen bajo los rasgos de la
peste y de las guerras. Lo que pende sobre la existencia humana es esta
consumación y este orden al cual ninguno escapa. La presencia que amenaza
desde el interior mismo del mundo, es una presencia descarnada. Pero en los
últimos años del siglo, esta gran inquietud gira sobre sí misma; burlarse de la
locura, en vez de ocuparse de la muerte seria. Del descubrimiento de esta
necesidad, que reducía fatalmente el hombre a nada, se pasa a la
contemplación despectiva de esa nada que es la existencia misma. El horror
delante de los límites absolutos de la muerte, se interioriza en una ironía
continua; se le desarma por adelantado; se le vuelve risible; dándole una
forma cotidiana y domesticada, renovándolo a cada instante en el espectáculo
de la vida, diseminándolo en los vicios, en los defectos y en los aspectos
ridículos de cada uno. El aniquilamiento de la muerte no es nada, puesto que
ya era todo, puesto que la vida misma no es más que fatuidad, vanas
palabras, ruido de cascabeles. Ya está vacía la cabeza que se volverá calavera.
En la locura se encuentra ya la muerte. (52) Pero es también su presencia
vencida, esquivada en estos ademanes de todos los días que, al anunciar que
ya reina, indican que su presa será una triste conquista. Lo que la muerte
desenmascara, no era sino máscara, y nada más; para descubrir el rictus del
esqueleto ha bastado levantar algo que no era ni verdad ni belleza, sino
solamente un rostro de yeso y oropel. Es la misma sonrisa la de la máscara
vana y la del cadáver. Pero lo que hay en la risa del loco es que se ríe por
adelantado de la risa de la muerte; y el insensato, al presagiar lo macabro, lo
ha desarmado. Los gritos de Margot la Folie vencen, en pleno Renacimiento, al
«Triunfo de la Muerte», que se cantaba a fines de la Edad Media en los muros
de los cementerios.
La sustitución del tema de la muerte por el de la locura no señala una ruptura
sino más bien una torsión en el interior de la misma inquietud. Se trata aún de
la nada de la existencia, pero esta nada no es ya considerada como un término
externo y final, a la vez amenaza y conclusión. Es sentida desde el interior
como la forma continua y constante de la existencia. En tanto que en otro
tiempo la locura de los hombres consistía en no ver que el término de la vida
se aproximaba, mientras que antiguamente había que atraerlos a la prudencia
mediante el espectáculo de la muerte, ahora la prudencia consistirá en
denunciar la locura por doquier, en enseñar a los humanos que no son ya más
que muertos, y que si el término está próximo es porque la locura, convertida
en universal, se confundirá con la muerte. Esto es lo que profetiza Eustaquio
Deschamps:
Son cobardes, débiles y blandos,
viejos, codiciosos y mal hablados.
No veo más que locas y locos;
el fin se aproxima en verdad,
pues todo está mal. (53)
Los elementos están ahora invertidos. Ya no es el fin de los tiempos y del
mundo lo que retrospectivamente mostrará que los hombres estaban locos al
no preocuparse de ello; es el ascenso de la locura, su sorda invasión, la que
indica que el mundo está próximo a su última catástrofe, que la demencia
humana llama y hace necesaria.
Ese nexo de la locura y de la nada está anudado tan fuertemente en el siglo XV
que subsistirá largo tiempo, y aún se le encontrará en el centro de la
experiencia clásica de la locura. (54) Con sus diversas formas —plásticas o
literarias— esta experiencia de la insensatez parece tener una extraña
coherencia. La pintura y el texto nos envían del uno al otro continuamente; en
éste comentario, en aquélla, ilustración. La Narrentanz es un solo y mismo
tema que se encuentra y se vuelve a encontrar en fiestas populares, en
representaciones teatrales, en los grabados; toda la última parte del Elogio de
la locura está construida sobre el modelo de una larga danza de locos, donde
cada profesión y cada estado desfilan para integrar la gran ronda de la
sinrazón. Es probable que en la «Tentación» de Lisboa un buen número de
fauces de la fauna fantástica que se ve en la tela provengan de las máscaras
tradicionales; algunas, acaso, hayan sido tomadas del Malleus. (55) En cuanto a la
famosa «Nave de los locos», ¿no es acaso una traducción directa del
Narrenschiff de Brant, del cual lleva el título, y de cual parece ilustrar de
manera muy precisa el canto XXVII, consagrado a su vez a estigmatizar los
potatores et edaces? Hasta se ha llegado a suponer que el cuadro de Bosco era
parte de toda una serie de pinturas, que ilustraban los cantos principales del
poema de Brant. (56)
En realidad, no hay que dejarse engañar por lo que hay de estricto en la
continuidad de los temas, ni suponer más de lo que dice la historia. (57) Es
probable que no se pueda hacer sobre este tema un análisis como el que ha
realizado Emile Mâle sobre épocas anteriores, principalmente respecto al tema
de la muerte. Entre el verbo y la imagen, entre aquello que pinta el lenguaje y
lo que dice la plástica, la bella unidad empieza a separarse; una sola e igual
significación no les es inmediatamente común. Y si es verdad que la Imagen
tiene aún la vocación de decir, de trasmitir algo que es consustancial al
lenguaje, es preciso reconocer que ya no dice las mismas cosas, y que gracias
a sus valores plásticos propios, la pintura se adentra en una experiencia que se
apartará cada vez más del lenguaje, sea la que sea la identidad superficial del
tema. La palabra y la imagen ilustran aun la misma fábula de la locura en el
mismo mundo moral; pero siguen ya dos direcciones diferentes, que indican,
en una hendidura apenas perceptible, lo que se convertirá en la gran línea de
separación en la experiencia occidental de la locura. La aparición de la locura
en el horizonte del Renacimiento se percibe primeramente entre las ruinas del
simbolismo gótico; es como si en este mundo, cuya red de significaciones
espirituales era tan tupida, comenzara a embrollarse, permitiera la aparición
de figuras cuyo sentido no se entrega sino bajo las especies de la insensatez.
Las formas góticas subsisten aún por un tiempo, pero poco a poco se vuelven
silenciosas, cesan de decir, de recordar y de enseñar, y sólo manifiestan algo
indescriptible para el lenguaje, pero familiar a la vista, que es su propia
presencia fantástica. Liberada de la sabiduría y del texto que la ordenaba, la
imagen comienza a gravitar alrededor de su propia locura.
Paradójicamente, esta liberación viene de la abundancia de significaciones, de
una multiplicación del sentido, por sí misma, que crea entre las cosas
relaciones tan numerosas, tan entretejidas, tan ricas, que no pueden ya ser
descifradas más que en el esoterismo del saber; las cosas, por su parte, están
sobrecargadas de atributos, de indicios, de alusiones, y terminan por perder su
propia faz. El sentido no se lee ya en una percepción inmediata, la figura cesa
de hablar de sí misma; entre el saber que la anima y la forma a la cual se
traspone se ha creado un vacío. Aquélla queda libre para el onirismo. Un libro
da testimonio de esta proliferación de sentidos al terminar el mundo gótico; es
el Speculum humanae salvationis (58) que, además de las correspondencias
establecidas por la tradición patrística, establece todo un simbolismo entre el
Antiguo y el Nuevo Testamento, simbolismo que no es del orden de la profecía,
sino que se refiere a la equivalencia imaginaria. La Pasión de Cristo no está
solamente prefigurada por el sacrificio de Abraham; todos los suplicios y los
sueños innumerables que éstos engendran, están en relación con la Pasión.
Tubal, el herrero, y la rueda de Isaías, ocupan su lugar alrededor de la cruz,
integrando, fuera de todas las lecciones del sacrificio, el cuadro fantástico del
encarnizamiento, de los cuerpos torturados y del dolor. He aquí la imagen
sobrecargada de sentidos suplementarios, obligada a revelarlos. Y el sueño, lo
insensato, lo irrazonable, pueden deslizarse a éste exceso de sentido. Las
figuras simbólicas se transforman fácilmente en siluetas de pesadilla. Como
ejemplo podemos mencionar aquella vieja imagen de la sabiduría, tan a
menudo expresada, en los grabados alemanes, por un pájaro de cuello largo
cuyos pensamientos, al subir lentamente del corazón a la cabeza, tienen
tiempo de ser pesados y reflexionados; (59) los valores de este símbolo se
adensan por el hecho de estar demasiado acentuados: el largo camino de
reflexión llega a ser, en la imagen, el alambique de un saber sutil, que destila
las quintaesencias. El cuello del Gutenmesch se alarga indefinidamente para
expresar mejor, además de la sabiduría, todas las mediaciones reales del
saber; y el hombre simbólico llega a ser un pájaro fantástico cuyo cuello
desmesurado se repliega mil veces sobre él mismo, un ser sin sentido,
colocado entre el animal y la cosa, más próximo a los prestigios propios de la
imagen que al rigor de un sentido. Esta simbólica sabiduría es prisionera de las
locuras del sueño.
Existe una conversión fundamental del mundo de las imágenes: el
constreñimiento de un sentido multiplicado lo libera del orden de las formas.
Se insertan tantas significaciones diversas bajo la superficie de la imagen, que
ésta termina por no ofrecer al espectador más que un rostro enigmático.
Su poder no es ya de enseñanza sino de fascinación. Es característica la
evolución del grylle, famoso tema, familiar desde la Edad Media, que
encontramos en los salterios ingleses, en Chartres y en Bourges. Enseñaba
entonces que el hombre que vivía para satisfacer sus deseos, transformaba su
alma en prisionera de la bestia; aquellos rostros grotescos, en el vientre de los
monstruos, pertenecían al mundo de la gran metáfora platónica, y sirven para
demostrar el envilecimiento del espíritu en la locura del pecado. Pero he aquí que
en el siglo XV, el grylle, imagen de la locura humana, llega a ser una de las figuras
privilegiadas de las innumerables «Tentaciones». La tranquilidad del eremita no se
ve turbada por los objetos del deseo; son formas dementes, que encierran un
secreto, que han surgido de un sueño y permanecen en la superficie de un mundo,
silenciosas y furtivas. En la «Tentación» de Lisboa, enfrente de San Antonio está
sentada una de estas figuras nacidas de la locura, de su soledad, de su penitencia,
de sus privaciones; una débil sonrisa ilumina ese rostro sin cuerpo, pura presencia
de la inquietud que aparece como una mueca ágil. Ahora bien, esta silueta de
pesadilla es a la vez sujeto y objeto de la tentación; es ella la que fascina la
mirada del asceta; ambos permanecen prisioneros de una especie de interrogación
especular, indefinidamente sin respuesta, en un silencio habitado solamente por el
hormigueo inmundo que los rodea. (60) El grylle ya no recuerda al hombre, bajo una
forma satírica, su vocación espiritual, olvidada en la locura del deseo. Ahora es la
locura convertida en Tentación; todo lo que hay de imposible, de fantástico, de
inhumano, todo lo que indica la presencia insensata de algo que va contra la
naturaleza, presencia inmensa que hormiguea sobre la faz de la Tierra, todo eso,
precisamente, le da su extraño poder. La libertad de sus sueños —que en
ocasiones, es horrible—, los fantasmas de su locura tienen, para el hombre del
siglo XV, mayor poder de atracción que la deseable realidad de la carne.
¿Cuál es, pues, el poder de fascinación, que en esta época se ejerce a través
de las imágenes de la locura?
En primer lugar, el hombre descubre, en esas figuras fantásticas, uno de los
secretos y una vocación de su naturaleza. En el pensamiento medieval, las
legiones de animales, a las que había dado Adán nombre para siempre,
representaban simbólicamente los valores de la humanidad. (61) Pero al principio
del Renacimiento las relaciones con la animalidad se invierten; la bestia se
libera; escapa del mundo de la leyenda y de la ilustración moral para adquirir
algo fantástico, que le es propio. Y por una sorprendente inversión, va a ser
ahora el animal, el que acechará al hombre, se apoderará de él, y le revelará
su propia verdad. Los animales imposibles, surgidos de una loca imaginación,
se han vuelto la secreta naturaleza del hombre; y cuando, el último día, el
hombre pecador aparece en su horrible desnudez, se da uno cuenta de que
tiene la forma monstruosa de un animal delirante: son esos gatos cuyos
cuerpos de sapos se mezclan en el «Infierno» de Thierry Bouts con la desnudez
de los condenados; son, según los imagina Stefan Lochner, insectos alados con
cabeza de gatos, esfinges con élitros de escarabajo, pájaros con alas inquietas
y ávidas, como manos; es el gran animal rapaz, con dedos nudosos, que
aparece en la «Tentación» de Grünewald. La animalidad ha escapado de la
domesticación de los valores y símbolos humanos; es ahora ella la que fascina
al hombre por su desorden, su furor, su riqueza en monstruosas
imposibilidades, es ella la que revela la rabia oscura, la locura infecunda que
existe en el corazón de los hombres.
En el polo opuesto a esta naturaleza de tinieblas, la locura fascina porque es
saber. Es saber, ante todo, porque todas esas figuras absurdas son en realidad
los elementos de un conocimiento difícil, cerrado y esotérico. Estas formas
extrañas se colocan, todas, en el espacio del gran secreto, y el San Antonio
que es tentado por ellas no está sometido a la violencia del deseo, sino al
aguijón, mucho más insidioso, de la curiosidad; es tentado por ese saber, tan
próximo y tan lejano, que se le ofrece y lo esquiva al mismo tiempo, por la
sonrisa del grylle; el movimiento de retroceso del santo no indica más que su
negativa de franquear los límites permitidos del saber; sabe ya —y ésa es su
tentación— lo que Cardano dirá más tarde: «La Sabiduría, como las otras
materias preciosas, debe ser arrancada a las entrañas de la Tierra. » (62) Este
saber, tan temible e inaccesible, lo posee el Loco en su inocente bobería. En
tanto que el hombre razonable y prudente no percibe sino figuras
fragmentarias —por lo mismo más inquietantes— el Loco abarca todo en una
esfera intacta: esta bola de cristal, que para todos nosotros está vacía, está, a
sus ojos, llena de un espeso e invisible saber, Brueghel se burla del inválido
que intenta penetrar en la esfera de cristal; (63) es esta burbuja irisada del saber
la que se balancea, sin romperse jamás —linterna irrisoria, pero infinitamente
preciosa—, en el extremo de la pértiga que lleva al hombro Margot la Folie. Es
ella también la que aparece en el reverso del «Jardín de las Delicias». Otro
símbolo del saber, el árbol (el árbol prohibido, el árbol de la inmortalidad
prometida y del pecado), antaño plantado en el corazón del Paraíso Terrenal,
ha sido arrancado y es ahora el mástil del navío de los locos, como puede verse en
el grabado que ilustra las Stultiferae naviculae de Josse Bade; es él sin duda el que
se balancea encima de la «Nave de los locos» de Bosco.
¿Qué anuncia el saber de los locos? Puesto que es el saber prohibido, sin duda
predice a la vez el reino de Satán y el fin del mundo; la última felicidad es el
supremo castigo; la omnipotencia sobre la Tierra y la caída infernal. La «Nave
de los locos» se desliza por un paisaje delicioso, donde todo se ofrece al deseo,
una especie de Paraíso renovado, puesto que el hombre no conoce ya ni el
sufrimiento ni la necesidad; y sin embargo, no ha recobrado la inocencia. Esta
falsa felicidad constituye el triunfo diabólico del Anticristo, y es el Fin, próximo
ya. Es cierto que los sueños del Apocalipsis no son una novedad en el siglo XV;
pero son muy diferentes de los sueños de antaño. La iconografía dulcemente
caprichosa del siglo XIV, donde los castillos están caídos como si fueran dados,
donde la Bestia es siempre el Dragón tradicional, mantenido a distancia por la
Virgen, donde —en una palabra— el orden de Dios y su próxima victoria son
siempre visibles, es sustituida por una visión del mundo donde toda sabiduría
está aniquilada. Es el gran sabbat de la naturaleza; las montañas se
derrumban y se vuelven planicies, la tierra vomita los muertos, y los huesos
asoman sobre las tumbas; las estrellas caen, la tierra se incendia, toda vida se
seca y muere. (64) El fin no tiene valor de tránsito o promesa; es la llegada de
una noche que devora la vieja razón del mundo. Es suficiente mirar a los
caballeros del Apocalipsis, de Durero, enviado por Dios mismo: no son los
ángeles del Triunfo y de la reconciliación, ni los heraldos de la justicia serena;
son los guerreros desmelenados de la loca venganza. El mundo zozobra en el
Furor universal. La victoria no es ni de Dios ni del Diablo; es de la Locura.
Por todos lados, la locura fascina al hombre. Las imágenes fantásticas que
hace nacer no son apariencias fugitivas que desaparecen rápidamente de la
superficie de las cosas. Por una extraña paradoja, lo que nace en el más
singular de los delirios, se hallaba ya escondido, como un secreto, como una
verdad inaccesible, en las entrañas del mundo. Cuando el hombre despliega la
arbitrariedad de su locura, encuentra la oscura necesidad del mundo; el animal
que acecha en sus pesadillas, en sus noches de privación, es su propia
naturaleza, la que descubrirá la despiadada verdad del infierno; las imágenes
vanas de la ciega bobería forman el gran saber del mundo; y ya, en este
desorden, en este universo enloquecido, se adivina lo que será la crueldad del
final. En muchas imágenes el Renacimiento ha expresado lo que presentía de
las amenazas y de los secretos del mundo, y es esto sin duda lo que les da esa
gravedad, lo que dota a su fantasía de coherencia tan grande.
En la misma época los temas literarios, filosóficos y morales referentes a la
locura son de distinta especie.
La Edad Media había colocado la locura en la jerarquía de los vicios. Desde el
siglo XIII es corriente verla figurar entre los malos soldados de la Psicomaquia.(65)
Forma parte, tanto en París como en Amiens, de las tropas malvadas y de las
doce dualidades que se reparten la soberanía del alma humana: Fe e Idolatría,
Esperanza y Desesperación, Caridad y Avaricia, Castidad y Lujuria, Prudencia y
Locura, Paciencia y Cólera, Dulzura y Dureza, Concordia y Discordia,
Obediencia y Rebelión, Perseverancia e Inconstancia. En el Renacimiento, la
Locura abandona ese sitio modesto y pasa a ocupar el primero. Mientras que,
en la obra de Hugues de Saint-Victor, el árbol genealógico de los Vicios, el del
Viejo Adán, tenía por raíz el orgullo, (66) ahora es la Locura la que conduce el
alegre coro de las debilidades humanas. Indiscutido corifeo, ella las guía, las
arrastra y las nombra. «Reconocedlas aquí, en el grupo de mis compañeras…
Ésta del ceño fruncido, es Filautía (el Amor Propio). Ésa que ves reír con los
ojos y aplaudir con las manos, es Colacia (la Adulación). Aquella que parece
estar medio dormida es Letea (el Olvido). Aquella que se apoya sobre los
codos y cruza las manos es Misoponía (la Pereza). Aquella que está coronada
de rosas y ungida con perfumes es Hedoné (la Voluptuosidad). Aquella cuyos
ojos vagan sin detenerse es Anoia (el Aturdimiento). Aquella, entrada en
carnes, con tez florida, es Trifé (la Molicie). Y he aquí, entre estas jóvenes, dos
dioses: el de la Buena Comida y el del Sueño Profundo. » (67) Es un privilegio
absoluto de la locura el reinar sobre todo aquello que hay de malo en el
hombre. Y por lo tanto reina también sobre todo el bien que puede hacer:
sobre la ambición, que hace a los políticos hábiles; sobre la avaricia que
aumenta las riquezas; sobre la indiscreta curiosidad que anima a filósofos y
sabios. Louise Labé lo repite después de Erasmo; y Mercurio implora a los
dioses por ella: «No dejéis que se pierda esta bella Dama, que os ha dado
tanto contento. » (68)
Pero este nuevo reino tiene poco en común con el reino oscuro del cual
hablábamos hace poco, que ligaba a la locura a las grandes potencias trágicas
del mundo.
Es cierto que la locura atrae, pero ya no fascina. Gobierna todo lo que es fácil,
alegre y ligero en el mundo. Hace que los hombres «se diviertan y se
regocijen»; al igual que a los dioses, ha dado «Genio, Juventud, Baco, Sileno y
este amable guardián de los jardines». (69) En ella todo es superficie brillante: no
hay enigmas reservados.
Sin duda, la locura tiene algo que ver con los extraños caminos del saber. El
primer canto del poema de Brant está consagrado a los libros y a los sabios; y
en el grabado que ilustra este pasaje, en la edición latina de 1497, vemos al
Maestro, como en un trono, en su cátedra atestada de libros; detrás del birrete
de doctor, lleva el capuchón de los locos, adornado con cascabeles. Erasmo
reserva en su ronda de locos un amplio espacio a los hombres del saber:
después de los Gramáticos, los Poetas, los Rectores y los Escritores; después
los Jurisconsultos; después de ellos vienen los «Filósofos, respetables por la
barba y la toga»; y al final, el tropel apresurado e innumerable de los Teólogos.(70)
Pero si el saber es tan importante en el reino de la locura, no es porque ésta
conserve aquellos secretos; es, al contrario, el castigo de una ciencia inútil y
desordenada. Si es la verdad del conocimiento, es porque éste es irrisorio, ya
que en vez de basarse en el gran Libro de la experiencia, se pierde en el polvo
de los libros y de las discusiones ociosas; la ciencia cae en la locura por el
mismo exceso de las falsas ciencias.
O Vos doctores, qui grandia nomina fertis
respicite antiquos patris, jurisque peritos.
Non in candidulis pensebant dogmata libris,
arte sed ingenua sitibundum pectus alebant. (71)
Conforme al tema, por mucho tiempo familiar a la sátira popular, la locura
aparece aquí como el castigo cómico del saber y de su presunción ignorante.
Es que, de una manera general, la locura no se encuentra unida al mundo y a
sus fuerzas subterráneas, sino más bien al hombre, a sus debilidades, a sus
sueños y a sus ilusiones. Todo lo que tenía la locura de oscura manifestación
cósmica en Bosco, ha desaparecido en Erasmo; la locura ya no acecha al
hombre desde los cuatro puntos cardinales; se insinúa en él o, más bien,
constituye una relación sutil que el hombre mantiene consigo mismo. La
personificación mitológica de la Locura no es, en Erasmo, más que un artificio
literario. En realidad, no existen más que locuras, formas humanas de la
locura: «Cuento tantas estatuas como hombres existen»; (72) baste con echar una
ojeada sobre las ciudades más prudentes y mejor gobernadas: «Abundan allí
tantas formas de locura, y cada día hace surgir tantas nuevas, que mil
Demócritos no serían suficientes para burlarse de ellas. « (73) No hay locura más
que en cada uno de los hombres, porque es el hombre quien la constituye
merced al afecto que se tiene a sí mismo. La «Filautía» es la primera figura
alegórica que la locura arrastra a su danza; esto sucede porque la una y la otra
están ligadas por una relación privilegiada; el apego a sí mismo es la primera
señal de la locura; y es tal apego el que hace que el hombre acepte como
verdad el error, como realidad la mentira, como belleza y justicia, la violencia y
la fealdad. «Éste, más feo que un mono, se ve hermoso como Nireo; ése se
juzga un Euclides por las tres líneas que traza con el compás; aquel otro cree
cantar como Hermógenes, cuando parece un asno frente a una lira, y su voz es
tan desapacible como la del gallo picando a la gallina. » (74) De esta adhesión
imaginaria a sí mismo nace la locura, igual que un espejismo. El símbolo de la
locura será en adelante el espejo que, sin reflejar nada real, reflejará
secretamente, para quien se mire en él, el sueño de su presunción. La locura
no tiene tanto que ver con la verdad y con el mundo, como con el hombre y
con la verdad de sí mismo, que él sabe percibir.
Desemboca, pues, en un universo enteramente moral. El Mal no es castigo o
fin de los tiempos, sino solamente falta y defecto. Ciento dieciséis de los
cantos del poema de Brant están consagrados a hacer el retrato de los
pasajeros insensatos de la Nave: son avaros, delatores, borrachos; son
aquellos que se entregan a la orgía y al desorden; aquellos que interpretan mal
las Escrituras; los que practican el adulterio. Locher, el traductor, de Brant,
indica en su prefacio en latín el proyecto y sentido de la obra; se trata de
mostrar quae mala quae bona sint; quid vitia; quo virtus, quo ferat error; se
fustiga, por la maldad que revelan, a impios, superbos, avaros, luxuriosos,
lascivos, delicatos, iracundos, gulosos, edaces, invidos, veneficos,
fidefrasos…(75) —en una palabra, a todo lo que el hombre ha podido inventar
respecto a irregularidades de su propia conducta.
En el dominio de la expresión literaria y filosófica, la experiencia de la locura,
en el siglo XV, toma sobre todo el aire de una sátira moral. Nada recuerda esas
grandes amenazas de invasión que hostigaban la imaginación de los pintores.
Al contrario, se procura eliminarla; de ella no se habla. Erasmo aparta la
mirada de esa demencia «que las Furias desencadenan desde los Infiernos,
cuanta vez azuzan sus serpientes». No es de esas formas insensatas de las que
ha querido hacer el elogio sino de la «dulce ilusión» que libera el alma «de sus
penosos cuidados y la entrega a las diversas formas de voluptuosidad». (76) Este
mundo calmado es domesticado fácilmente; despliega sin misterio sus
ingenuos prestigios ante los ojos del sabio, y éste guarda siempre, gracias a la
risa, las debidas distancias. Mientras que Bosco, Brueghel y Durero eran
espectadores terriblemente terrestres, implicados en aquella locura que veían
manar alrededor de ellos, Erasmo la percibe desde bastante lejos, está fuera
de peligro; la observa desde lo alto de su Olimpo, y si canta sus alabanzas es
porque puede reír con la risa inextinguible de los dioses. Pues es un
espectáculo divino la locura de los hombres. «En resumen, si pudierais
observar desde la Luna, como en otros tiempos Menipo, las agitaciones
innumerables de la Tierra, pensaríais ver un enjambre de moscas o
moscardones que se baten entre ellos, que luchan y se ponen trampas, se
roban, juegan, brincan, caen y mueren; no podríais imaginar cuántas
dificultades, qué tragedias produce un animalillo tan minúsculo, destinado a
perecer en breve». (77) La locura ya no es la rareza familiar del mundo; es
solamente un espectáculo muy conocido para el espectador extraño; no es ya
una imagen del cosmos, sino el rasgo característico del aevum.
Tal puede ser, apresuradamente reconstruido, el esquema de la oposición
entre una experiencia cósmica de la locura en la proximidad de esas formas
fascinantes, y una experiencia crítica de esta misma locura, en la distancia
insalvable de la ironía. Indudablemente, en su vida real, esta oposición no fue
ni tan marcada ni tan aparente. Durante largo tiempo aún, los hilos estuvieron
entrecruzados, los intercambios fueron incesantes.
El tema del fin del mundo, de la gran violencia final, no es extraño a la
experiencia crítica de la locura tal como está formulada en la literatura.
Ronsard evoca aquellos tiempos últimos que se debaten en el gran vacío de la
Razón:
Al cielo ya volaron justicias y razones.
¡Ay! usurpan sus tronos el hurto, la venganza,
el odio, los rencores, la sangre, la matanza. (78)
Hacia el fin del poema de Brant, se dedica todo un capítulo al tema apocalíptico
del Anticristo: una inmensa tempestad se lleva la nave de los locos en carrera
insensata, que se identifica con la catástrofe de los mundos. (79) Y, a la inversa,
no pocas figuras de la retórica moral son ilustradas, de manera muy directa,
entre las imágenes cósmicas de la locura: no olvidemos al famoso médico del
Bosco, más loco aún que aquel a quien pretende curar: toda su falsa ciencia no ha
hecho apenas otra cosa que acumular sobre él las peores manías de una locura
que todos pueden ver, salvo él mismo. Para sus contemporáneos y para las
generaciones que van a seguirlos, las obras del Bosco ofrecen una lección de
moral: todas esas figuras que nacen del mundo, ¿no revelan, igualmente, a los
monstruos del corazón? «La diferencia que existe entre las pinturas de este
hombre y las de otros consiste en que los demás tratan más a menudo de pintar al
hombre tal como se muestra al exterior, pero sólo éste ha tenido la audacia de
pintarlos tal como son en el interior. » Y en esta sabiduría denunciadora, en esta
ironía inquieta, piensa el mismo comentador de principios del siglo XVII, puede
verse el símbolo claramente expresado, en casi todos los cuadros del Bosco, por la
doble figura de la llama (luz del pensamiento que vela), y del búho, cuya extraña
mirada fija «se eleva en la calma y el silencio de la noche, consumiendo más aceite
que vino». (80)
Pese a tantas interferencias aún visibles, la separación ya está hecha; entre las
dos formas de experiencia de la locura no dejará de aumentar la distancia. Las
figuras de la visión cósmica y los movimientos de la reflexión moral, el
elemento trágico y el elemento crítico, en adelante irán separándose cada vez,
abriendo en la unidad profunda de la locura una brecha que nunca volverá a
colmarse. Por un lado, habrá una Nave de los locos, cargada de rostros
gesticulantes, que se hunde poco a poco en la noche del mundo, entre paisajes
que hablan de la extraña alquimia de los conocimientos, de las sordas
amenazas de la bestialidad, y del fin de los tiempos. Por el otro lado, habrá
una Nave de los locos que forme para los sabios la Odisea ejemplar y didáctica
de los defectos humanos.
De un lado el Bosco, Brueghel, Thierry Bouts, Durero, y todo el silencio de las
imágenes. Es en el espacio de la pura visión donde la locura despliega sus
poderes. Fantasmas y amenazas, apariencias puras del sueño y destino secreto
del mundo. La locura tiene allí una fuerza primitiva de revelación: revelación
de que lo onírico es real, de que la tenue superficie de la ilusión se abre sobre
una profundidad irrecusable, y de que el cintilar instantáneo de la imagen deja
al mundo presa de figuras inquietantes que se eternizan en sus noches; y
revelación inversa pero no menos dolorosa, que toda la realidad del mundo
será reabsorbida un día por la Imagen fantástica, en ese momento situado
entre el ser y la nada: el delirio de la destrucción pura; el mundo no existe ya,
pero el silencio y la noche aún no acaban de cerrarse sobre él; vacila en un
último resplandor, en el extremo del desorden que precede al orden monótono
de lo consumado. En esta imagen inmediatamente suprimida es donde viene a
perderse la verdad del mundo. Toda esta trama de la apariencia y del secreto,
de la imagen inmediata y del enigma reservado se despliega, en la pintura del
siglo XV, como la trágica locura del mundo.
Del otro lado, con Brant, con Erasmo, con toda la tradición humanista, la
locura queda atrapada en el universo del discurso. Allí se refina, se hace más
sutil, y asimismo se desarma. Cambia de escala; nace en el corazón de los
hombres, arregla y desarregla su conducta; y aunque gobierna las ciudades, la
quieta verdad de las cosas, la gran naturaleza la ignora. Desaparece pronto
cuando aparece lo esencial, que es vida y muerte, justicia y verdad. Acaso
todo hombre esté sometido a ella, pero su reinado siempre será mezquino y
relativo; pues la locura mostrará su mediocre verdad a la mirada del sabio.
Para él, la locura será un objeto, y de la peor manera, pues será el objeto de
su risa. Por eso mismo, los laureles que se tejen para ella la encadenan. Y así
fuese más sabia que toda ciencia, debería inclinarse ante la sabiduría, puesto
que ella es locura. No puede tener la última palabra, no es nunca la última
palabra de la verdad y del mundo; el discurso por el cual se justifica sólo
proviene de una conciencia critica del hombre. Este enfrentamiento de la
conciencia crítica y de la experiencia trágica anima todo lo que ha podido ser
conocido de la locura y formulado sobre ella a principios del Renacimiento.(81)
Empero, se esfumará pronto, y esta gran estructura, tan clara aún, tan bien
delineada a principios del siglo XVI habrá desaparecido, o casi, menos de cien
años después. Desaparecer no es precisamente el término que conviene para
designar con toda precisión lo que ha ocurrido. Se trata, antes bien, de un
privilegio cada vez más marcado que el Renacimiento ha concedido a uno de
los elementos del sistema: el que hacía de la locura una experiencia en el
campo del idioma, una experiencia en que el hombre afrontaba su verdad
moral, las reglas propias de su naturaleza y de su verdad. En suma, la
conciencia crítica de la locura se ha encontrado cada vez más en relieve,
mientras sus figuras trágicas entraban progresivamente en la sombra. Éstas
pronto serán absolutamente esquivadas. Antes de que pase mucho tiempo,
costará trabajo descubrir sus huellas; tan sólo algunas páginas de Sade y la
obra de Goya ofrecen testimonio de que esta desaparición no es un
hundimiento, sino que, oscuramente, esta experiencia trágica subsiste en las
noches del pensamiento y de los sueños, y que en el siglo XVI no se trató de
una destrucción radical sino tan sólo de una ocultación. La experiencia trágica
y cósmica de la locura se ha encontrado disfrazada por los privilegios
exclusivos de una conciencia crítica. Por ello la experiencia clásica, y a través
de ella la experiencia moderna de la locura, no puede ser considerada como
una figura total, que así llegaría finalmente a su verdad positiva; es una figura
fragmentaria la que falazmente se presenta como exhaustiva; es un conjunto
desequilibrado por todo lo que le falta, es decir, por todo lo que oculta. Bajo la
conciencia crítica de la locura y sus formas filosóficas o científicas, morales o
médicas, no ha dejado de velar una sorda conciencia trágica.
Es esto lo que han revelado las últimas palabras de Nietzsche, las últimas
visiones de Van Gogh. Es ella, sin duda, la que, en el punto más extremo de su
camino, ha empezado a presentir Freud; son esos grandes desgarramientos los
que él ha querido simbolizar por la lucha mitológica de la libido y del instinto
de muerte. Es ella, en fin, esta conciencia, la que ha venido a expresarse en la
obra de Artaud, en esta obra que debería plantear al pensamiento del siglo xx,
si éste le prestara atención, la más urgente de las preguntas, y la que menos
permite al investigador escapar del vértigo, en esta obra que no ha dejado de
proclamar que nuestra cultura había perdido su medio trágico desde el día en
que rechazó lejos de sí a la gran locura solar del mundo, los desgarramientos
en que se consuma sin cesar la «vida y muerte de Satán el Fuego».
Son estos descubrimientos extremos, ellos solos, los que nos permiten en
nuestra época juzgar finalmente que la experiencia de la locura que se
extiende desde el siglo XVI hasta hoy debe su figura particular y el origen de
su sentido a esta ausencia, a esta noche y a todo lo que la llena. La bella
rectitud que conduce al pensamiento racional hasta el análisis de la locura
como enfermedad mental debe ser reinterpretada en una dimensión vertical;
parece entonces que bajo cada una de sus formas oculta de manera más
completa, y también más peligrosa, esta experiencia trágica, a la que sin
embargo no ha logrado reducir del todo. En el punto último del freno, era
necesaria la explosión, a la que asistimos desde Nietzsche.
Pero: ¿cómo se constituyeron en el siglo XVI los privilegios de la reflexión
crítica? ¿Cómo se encuentra la experiencia de la locura finalmente confiscada
por ellos, de tal manera que en el umbral de la época clásica todas las
imágenes trágicas evocadas en la época precedente se han disipado en la
sombra? Aquel movimiento que hacía decir a Artaud: «Con una realidad que
tenía sus leyes, sobrehumanas quizá, pero naturales, ha roto el Renacimiento
del siglo XVI; y el Humanismo del Renacimiento no fue un engrandecimiento,
sino una disminución del hombre», (82) ese movimiento, ¿cómo se ha terminado?
Resumamos brevemente lo que es indispensable en esta evolución para
comprender la experiencia que el clasicismo hizo de la locura.
1º La locura se convierte en una forma relativa de la razón, o antes bien locura
y razón entran en una relación perpetuamente reversible que hace que toda
locura tenga su razón, la cual la juzga y la domina, y toda razón su locura, en
la cual se encuentra su verdad irrisoria. Cada una es medida de la otra, y en
ese movimiento de referencia recíproca ambas se recusan, pero se funden la
una por la otra.
El viejo tema cristiano de que el mundo es locura a los ojos de Dios se
rejuvenece en el siglo XVI, en esta dialéctica cerrada de la reciprocidad. El
hombre cree que ve claro, y que él es la medida justa de las cosas; el
conocimiento que tiene del mundo, que cree tener, lo confirma en su
complacencia: «Si dirigimos la mirada hacia abajo, en pleno día, o si
contemplamos a nuestro alrededor, aquí y allá, nos parece que nuestra mirada
es la más aguda que podamos concebir»; pero si volvemos los ojos hacia el
mismo sol, nos vemos obligados a confesar que nuestra comprensión de las
cosas terrestres no es más que «pura tardanza y entorpecimiento cuando se
trata de ir hasta el sol». Esta conversión, casi platónica, hacia el sol del ser, no
descubre, sin embargo, con la verdad el fundamento de las apariencias;
solamente revela el abismo de nuestra propia sinrazón: «Si empezamos a
elevar nuestros pensamientos a Dios… aquello que nos encantaba bajo el título
de sabiduría sólo nos parecerá locura, y aquello que tenía una bella apariencia
de virtud no resultará ser más que debilidad. » (83)Subir por el espíritu hacia Dios
y sondear el abismo insensato donde hemos caído no es más que una sola y
misma cosa; en la experiencia de Calvino la locura es la medida propia del
hombre cuando se la compara con la desmesurada razón de Dios.
El espíritu del hombre, en su finitud, no es tanto un chispazo de la gran luz
como un fragmento de sombra. A su inteligencia limitada no se ha abierto la
verdad parcial y transitoria de la apariencia; su locura sólo descubre el anverso
de las cosas, su lado nocturno, la contradicción inmediata de su verdad. Al
elevarse hasta Dios, el hombre no sólo debe sobrepasarse, sino arrancarse a
su flaqueza esencial, dominar de un salto la oposición entre las cosas del
mundo y su esencia divina, pues lo que se transparenta de la verdad en la
apariencia no es su reflejo, sino una cruel contradicción: «Todas las cosas
tienen dos caras —dice Sebastián Franck— porque Dios ha resuelto oponerse al
mundo, dejar a éste la apariencia y tomar para sí la verdad y la esencia de las
cosas… Por ello, cada cosa es lo contrario de lo que parece ser en el mundo:
un Sileno invertido. » (84) El abismo de locura en que han caído los hombres es
tal que la apariencia de verdad que allí se encuentra dada es su rigurosa
contradicción. Pero hay más aún: esta contradicción entre apariencia y verdad
ya se encuentra presente en el interior mismo de la apariencia; pues si la
apariencia fuera coherente consigo misma, sería al menos una alusión a la
verdad y como su forma vacía. Es en las cosas mismas donde se debe
descubrir esa inversión, inversión que desde entonces carecerá de dirección
única y de término preestablecido; no de la apariencia hacia la verdad, sino de
la apariencia hacia esta otra que la niega, luego nuevamente hacia lo que
refuta esta negación y reniega de ella, de tal suerte que el movimiento no
puede ser detenido jamás, y que desde antes de aquella gran conversión que
exigían Calvino o Franck, Erasmo se sabe detenido por las mil conversiones
menores que le prescribe la apariencia a su propio nivel: el Sileno invertido no
es el símbolo de la verdad que nos ha retirado Dios; es mucho más y mucho
menos: el símbolo, a ras de tierra, de las cosas mismas, esta implicación de
los contrarios que nos oculta, para siempre acaso, el camino recto y único
hacia la verdad. Cada cosa «muestra dos caras. La cara exterior muestra la
muerte; contémplese el interior: allí está la vida, o viceversa. La belleza
encubre la fealdad, la riqueza la indigencia, la infamia la gloria, el saber la
ignorancia. En suma, abrid el Sileno, encontraréis allí lo contrario de lo que
muestra». (85) Nada que no esté hundido en la contradicción inmediata, nada que
no incite al hombre a adherirse a su propia locura; medido por la verdad de las
esencias y de Dios, todo el orden humano no es más que locura. (86)
Y también es locura, en este orden, el movimiento por el cual se intenta
arrancarse de él para tener acceso a Dios. En el siglo XVI, más que en ninguna
época, la Epístola a los Corintios brilla con un prestigio incomparable: «Como si
estuviera loco hablo. » Locura era esta renuncia al mundo, locura el abandono
total a la voluntad oscura de Dios, locura esta búsqueda de la que se
desconoce el fin, tantos viejos temas caros a los místicos. Ya Tauler evocaba
ese abandono de las locuras del mundo pero que se ofrecía, por ello mismo, a
locuras más sombrías y más desoladoras: «La navecilla es llevada mar adentro,
y como el hombre se encuentra en este estado de abandono, entonces afloran
en él todas las angustias y todas las tentaciones, y todas las imágenes, y la
miseria… » (87) La misma experiencia comenta Nicolás de Cusa: «Cuando el
hombre abandona lo sensible, su alma se vuelve como demente. » En marcha
hacia Dios, el hombre está más abierto que nunca a la locura, y ese puerto de
la verdad hacia el cual finalmente lo empuja la gracia, ¿qué es para él, si no un
abismo de sinrazón? La sabiduría de Dios, cuando se puede percibir su
resplandor, no es una razón velada largo tiempo, sino una profundidad sin
medida. En ella, el secreto guarda todas sus dimensiones de secreto, la
contradicción no deja de contradecirse siempre, bajo el signo de esta gran
contradicción, deseosa de que el centro mismo de la sabiduría sea el vértigo de
toda demencia. «Señor, tu consejo es un abismo demasiado profundo. » (88) Y lo
que Erasmo había entrevisto de lejos, al decir secamente que Dios ha ocultado
aun a los sabios el misterio de la salvación, salvando así al mundo por la locura
misma, (89) Nicolás de Cusa lo había dicho extensamente en el movimiento de
sus ideas, perdiendo su débil razón humana, que no es sino locura, en la gran
locura abismal de la sabiduría de Dios: «Ninguna expresión verbal puede
expresarla, ningún acto del entendimiento puede hacerla comprender, ninguna
medida puede medirla, ninguna realización realizarla, ningún término
terminarla, ninguna proporción proporcionarla, ninguna comparación
compararla, ninguna figura figurarla, ninguna forma informarla… Inexpresable
mediante ninguna expresión verbal, se pueden concebir frases de ese género
al infinito, pues ninguna concepción puede concebir esta Sabiduría por la cual,
en la cual y de la cual proceden todas las cosas. » (90)
El gran círculo se ha cerrado. En relación con la Sabiduría, la razón del hombre
no era más que locura; en relación con la endeble sabiduría de los hombres, la
Razón de Dios es arrebatada por el movimiento esencial de la Locura. Medido
en la grande escala, todo no es más que Locura; medido en la pequeña escala,
el Todo mismo es locura. Es decir, nunca hay locura más que por referencia a
una razón, pero toda la verdad de ésta consiste en hacer brotar por un
instante una locura que ella rechaza, para perderse a su vez en una locura que
la disipa. En un sentido la locura no es nada: la locura de los hombres, nada
ante la razón suprema, única que contiene al ser; y el abismo de la locura
fundamental, nada puesto que no es tal más que para la frágil razón de los
hombres. Pero la razón no es nada, pues aquella en cuyo nombre se denuncia
la locura humana se revela, cuando finalmente se llega a ella, como un mero
vestigio donde debe callarse la razón.
Así, bajo la influencia principal del pensamiento cristiano, queda conjurado el
gran peligro que el siglo XV había visto crecer. La locura no es una potencia
sorda que hace estallar el mundo y revela fantásticos prestigios; en el
crepúsculo de los tiempos, no revela las violencias de la bestialidad ni la gran
lucha del Saber y la Prohibición. Ha sido arrastrada por el ciclo indefinido que
la vincula con la razón; ambas se afirman y se niegan la una por la otra. La
locura ya no tiene existencia absoluta en la noche del mundo: sólo existe por
relatividad a la razón, que pierde la una por la otra, al salvar la una con la
otra.
2º La locura se convierte en una de las formas mismas de la razón. Se integra
a ella, constituyendo sea una de sus formas secretas, sea uno de los
momentos de su manifestación, sea una forma paradójica en la cual puede
tomar conciencia de sí misma. De todas maneras, la locura no conserva
sentido y valor más que en el campo mismo de la razón.
«La presunción es nuestra enfermedad natural y original. La más calamitosa y
frágil de todas las criaturas es el hombre, y la más orgullosa. Se siente y se ve
alojado por aquí por el cieno y las heces del mundo, atado y clavado a la parte
peor, más muerta y corrompida del universo, el último albergue del
alojamiento, el más alejado de la bóveda celeste, con los animales de peor
condición de los tres, y va plantándose, con su imaginación, por encima del
círculo de la luna, y poniendo el cielo a sus pies. Por la variedad de esta misma
imaginación, él iguala a Dios. » (91) Tal es la peor locura del hombre: no
reconocer la miseria en que está encerrado, la flaqueza que le impide acceder
a la verdad y al bien; no saber qué parte de la locura es la suya. Rechazar esta
sinrazón que es el signo mismo de su estado, es privarse para siempre de
utilizar razonablemente su razón. Pues, si el hombre tiene una razón, es
justamente en la aceptación de ese círculo continuo de la sabiduría y de la
locura, en la clara conciencia de su reciprocidad y de su imposible separación.
La verdadera razón no está libre de todo compromiso con la locura; por el
contrario, debe seguir los caminos que ésta le señala: «¡Aproximaos un poco,
hijas de Júpiter! Voy a demostrar que a esta sabiduría perfecta, a la que se
llama ciudadela de la felicidad, no hay otro acceso que la locura. » (92) Pero este
sendero, aun cuando no conduce a ninguna sabiduría final, aun cuando la
ciudadela que promete no es sino un espejismo y una locura renovada, ese
sendero, sin embargo, es en sí mismo el sendero de la sabiduría, si se le sigue
a sabiendas de que, justamente, es el de la locura. El espectáculo vano, el
escándalo frívolo, ese estruendo de sonidos y colores causante de que el
mundo no sea nunca más que el mundo de la locura, debe ser aceptado, debe
ser recibido por el hombre, pero con la clara conciencia de su fatuidad, de esa
fatuidad que es tanto del espectador como del espectáculo. No se le debe
prestar el oído atento que se presta a la verdad, sino la atención ligera, mezcla
de ironía y de complacencia, de facilidad y de saber secreto que no se deja
engañar, que de ordinario se presta a los espectáculos de feria: no el oído «que
os sirve para oír las prédicas sacras, sino el que se presta en la feria a los
charlatanes, los bufones y los payasos, o la oreja de burro que nuestro rey
Midas exhibió ante el dios Pan». (93) Allí, en ese inmediato colorido y ruidoso, en
esta aceptación fácil que es un rechazo imperceptible, se alcanza, más
seguramente que en las largas búsquedas de la verdad oculta, la esencia
misma de la sabiduría. Subrepticiamente, por el recibimiento mismo que le
hace, la razón inviste a la locura, la cierne, toma conciencia de ella y puede
situarla.
¿Dónde situarla, por cierto, si no en la razón misma, como una de sus formas y
quizás uno de sus recursos? Sin duda, entre formas de la razón y formas de la
locura son grandes las similitudes. E inquietantes: ¿cómo distinguir, en una
acción sabia que ha sido cometida por un loco, y en la más insensata de las
locuras, que es obra de un hombre ordinariamente sabio y comedido? «La
sabiduría y la locura —dice Charron— son vecinas cercanas. No hay más que
una media vuelta de la una a la otra. Eso se ve en las acciones de los hombres
insensatos. » (94) Pero este parecido, aun si ha de confundir a las gentes
razonables, sirve a la razón misma. Y al arrebatar en su movimiento a las
mayores violencias de la locura, la razón llega, así, a sus fines más altos.
Visitando a Tasso en su delirio, Montaigne siente aún más despecho que
compasión; pero, en el fondo, más admiración que todo. Despecho, sin duda,
al ver que la razón, allí donde puede alcanzar sus cumbres, está infinitamente
cerca de la locura más profunda: «¿Quién no sabe cuán imperceptible es la
vecindad entre la locura con las gallardas elevaciones de un espíritu libre, y los
efectos de una virtud suprema y extraordinaria?» Pero hay allí objeto de una
admiración paradójica. Un signo es que, de esta misma locura, la razón
obtuviera sus recursos más extraños. Si Tasso, «uno de los poetas italianos
más juiciosos, ingeniosos y formados al aire libre de esta poesía pura y antigua
que jamás hayan sido», se encuentra ahora en «estado tan lamentable,
sobreviviéndose a sí mismo», ¿no lo debe a «esta su vivacidad asesina, a esta
claridad que lo ha cegado, a esta aprehensión exacta y tierna de la razón que
le ha hecho perder la razón? ¿A la curiosa y laboriosa búsqueda de las ciencias
que lo ha llevado al embrutecimiento? ¿A esta rara aptitud para los ejercicios
del alma, que lo ha dejado sin ejercicio y sin alma?» (95) Si la locura viene a
sancionar el esfuerzo de la razón, es porque ya formaba parte de ese esfuerzo:
la vivacidad de las imágenes, la violencia de la pasión, este gran retiro del
espíritu en sí mismo, tan característicos de la locura, son los instrumentos más
peligrosos de la razón, por ser los más agudos. No hay ninguna razón fuerte
que no deba arriesgarse en la locura para llegar al término de su obra, «no hay
espíritu grande sin mezcla de locura. En este sentido, los sabios y los poetas
más audaces han aprobado la locura y el salirse de quicio de vez en cuando». (96)
La locura es un momento duro pero esencial en la labor de la razón; a través
de ella, y aun en sus victorias aparentes, la razón se manifiesta y triunfa. La
locura sólo era, para ella, su fuerza viva y secreta. (97)
Poco a poco, la locura se encuentra desarmada, y al mismo tiempo
desplazada; investida por la razón, es como recibida y plantada en ella. Tal
fue, pues, el papel ambiguo de este pensamiento escéptico, digamos, antes
bien, de esta razón tan vivamente consciente de las formas que la limitan y de
las fuerzas que la contradicen; descubre a la locura como una de sus propias
figuras, lo que es una manera de conjurar todo lo que puede ser un poder
exterior, hostilidad irreductible, signo de trascendencia, pero al mismo tiempo
coloca a la locura en el centro de su propio trabajo, designándola como un
momento esencial de su propia naturaleza. Y más allá de Montaigne y de
Charron, pero en ese movimiento de inserción de la locura en la naturaleza
misma de la razón, se ve dibujarse la curva de la reflexión de Pascal: «Los
hombres son tan necesariamente locos que sería estar loco de alguna otra
manera el no estar loco. » (98) Reflexión en la cual se recibe y se re-toma todo el
largo trabajo que comienza con Erasmo: descubrimiento de una locura
inmanente a la razón; luego, a partir de allí, desdoblamiento: por una parte,
una «locura loca» que rechaza a esta locura propia de la razón y que, al
rechazarla, la re-dobla, y en este redoblamiento cae en la más simple, la más
cerrada, la más inmediata de las locuras; por otra parte una «locura sabia» que
recibe a la locura de la razón, la escucha, reconoce sus derechos de ciudadana,
y se deja penetrar por sus fuerzas vivas; pero al hacerlo se protege más
realmente de la locura que la obstinación de un rechazo siempre vencido de
antemano.
Y es que ahora la verdad de la locura no es más que una y sola cosa con la
victoria de la razón, y su definitivo vencimiento: pues la verdad de la locura es
ser interior a la razón, ser una figura suya, una fuerza y como una necesidad
momentánea para asegurarse mejor de sí misma.
Tal vez esté allí el secreto de su presencia múltiple en la literatura de fines del
siglo XVI y principios del XVII, un arte que, en su esfuerzo por dominar esta
razón que se busca a sí misma, reconoce la presencia de la locura, de su
locura, la rodea y le pone sitio, para finalmente triunfar sobre ella. Juegos de
una época barroca.
Pero aquí, como en el pensamiento, se realiza todo un trabajo que acarreará la
confiscación de la experiencia trágica de la locura por una conciencia crítica.
Pero dejemos por el instante este fenómeno y valoremos en su indiferencia
esas figuras que podemos encontrar tanto en Don Quijote como en las novelas
de Scudéry, en El rey Lear y en el teatro de Rotrou o de Tristan L’Hermite.
Comencemos por la más importante, que es también la más durable, la que
volveremos a encontrar en el siglo XVIII con las mismas formas, aunque un
poco desdibujadas, (99) la locura por identificación novelesca. De una vez por
todas, Cervantes había dibujado sus características. Pero el tema es repetido
incansablemente: adaptaciones directas (el Dan Quichotte de Guérin de
Bouscal es representado en 1639; dos años más tarde lo es Le Gouvernement
de Sancho Pança), reinterpretaciones de un episodio particular (Les Folies de
Cardenio, de Pichou, son una variación de la anécdota del «caballero
andrajoso» de la Sierra Morena), o de una manera más indirecta, sátiras de las
novelas fantásticas (como en la Fausse Clélie de Subligny, en el interior mismo
del relato, en el episodio de Julie d’Arviane). Del autor al lector las quimeras se
trasmiten, pero aquello que era fantasía por una parte, se convierte en
fantasma por la otra; la astucia del escritor es aceptada con tanto candor como
imagen de lo real. En apariencia, nos encontramos solamente ante una crítica
fácil de las novelas de imaginación; pero un poco por debajo, hay toda una
inquietud sobre las relaciones que existen, en la obra de arte, entre la realidad
y la imaginación, y acaso también sobre la turbia comunicación que hay entre
la invención fantástica y las fascinaciones del delirio. «Es a las imaginaciones
desordenadas a las que debemos la invención de las artes; el Capricho de los
Pintores, de los Poetas y de los Músicos no es más que un nombre civilmente
dulcificado para expresar su Locura. » (100) Locura donde son puestos en tela de
juicio los valores de otro tiempo, de otro arte, de una moral, pero donde se
reflejan también, mezcladas y enturbiadas, extrañamente comprometidas las
unas con las otras en una quimera común, todas las formas, aun las más
distantes, de la imaginación humana.
Muy próxima a esta primera, está la locura de la vana presunción. No es con
un modelo literario con quien el loco se identifica; es consigo mismo, por
medio de una adhesión imaginaria que le permite atribuirse todas las
cualidades, todas las virtudes o poderes de que él está desprovisto. Es un
heredero de la vieja Filautía de Erasmo. Pobre, es rico; feo, se mira hermoso;
con grilletes en los pies, se cree Dios, sin embargo. Así era el licenciado Osuna,
que se creía Neptuno; (101) es el destino ridículo de los 7 personajes de los
Visionnaires, (102) de Chateaufort en el Pédant joué, de M. de Richesource en Sir
Politik. Innumerable locura, que tiene tantos rostros como caracteres,
ambiciones e ilusiones hay en el mundo. Inclusive en sus extremos, es la mano
extremosa de las locuras; es, en el corazón de cada hombre, la relación
imaginaria que sostiene consigo mismo. En ella se engendran los defectos más
comunes. Denunciarla es el primero y último sentido de toda crítica moral.
También al mundo moral pertenece la locura del justo castigo. Es ella quien
castiga, por medio de trastornos del espíritu, los trastornos del corazón; pero
tiene también otros poderes: el castigo que inflige se desdobla por sí mismo,
en la medida en que, castigándose, revela la verdad. La justicia de esta locura
tiene la característica de ser verídica. Verídica, puesto que ya el culpable
experimenta, en el vano torbellino de sus fantasmas, lo que será en la
eternidad el dolor de su castigo: Erasto, en Mélite, ya se ve perseguido por las
Euménides y condenado por Minos. Verídica, igualmente, porque el crimen
escondido a los ojos de todos se hace patente en la noche de este extraño
castigo; la locura, con sus palabras insensatas, que no se pueden dominar,
entrega su propio sentido, y dice, en sus quimeras, su secreta verdad; sus
gritos hablan en vez de su conciencia. Así, el delirio de Lady Macbeth revela «a
quienes no deberían saberlo», las palabras que durante mucho tiempo ha
murmurado solamente a «sordas almohadas». (103)
En fin, el último tipo de locura, que es la pasión desesperada. El amor
engañado en su exceso, engañado sobre todo por la fatalidad de la muerte, no
tiene otra salida que la demencia. En tanto que había un objeto, el loco amor
era más amor que locura; dejado solo, se prolonga en el vacío del delirio.
¿Castigo de una pasión demasiado abandonada a su propia violencia? Sin
duda; pero este castigo es también un calmante; extiende, sobre la irreparable
ausencia, la piedad de las presencias imaginarias; encuentra en la paradoja de
la alegría inocente, o en el heroísmo de las empresas insensatas, la forma que
se borra. Si el castigo conduce a la muerte, es a una muerte donde aquellos
que se aman no serán jamás separados. Es la última canción de Ofelia; es el
delirio de Aristo en la Locura del sabio; pero es sobre todo la amarga y dulce
demencia del Rey Lear.
En la obra de Shakespeare, encontramos las locuras emparentadas con la
muerte y con el homicidio; en la de Cervantes, las formas que se ordenan
hacia la presunción y todas las complacencias de lo imaginario. Pero son
elevados modelos, y sus imitadores los moderan y desarman. Sin duda son
ellos testigos, el español y el inglés, más bien de la locura trágica, nacida en el
siglo XV, que de la experiencia crítica y moral de la Sinrazón que se desarrolla,
con todo, en su propia época. Por encima de los tiempos, vuelven a encontrar
un sentido que se halla a punto de desaparecer, sentido cuya continuidad ya
no persistirá más que en la noche. Sin embargo, comparando su obra, y lo que
ella sostiene, con las significaciones que encontramos en la obra de sus
contemporáneos o imitadores, es como se podrá descifrar lo que sucede, a
principios del siglo XVII, en la experiencia literaria de la locura.
En la obra de Shakespeare y de Cervantes, la locura ocupa siempre un lugar
extremo, ya que no tiene recursos. Nada puede devolverla a la verdad y a la
razón. Solamente da al desgarramiento, que precede a la muerte. La locura,
en sus vanas palabras, no es vanidad; el vacío que la invade es «un mal que se
halla mucho más allá de mi práctica», como dice el médico hablando de Lady
Macbeth; es ya la plenitud de la muerte: una locura que no necesita médico,
sino la misericordia divina solamente. (104) El suave gozo, que al final encuentra
Ofelia, no es conciliable con ninguna felicidad; su canto insensato está tan
cerca de lo esencial como el «grito de mujer» que anuncia por los corredores
del castillo de Macbeth que «la reina ha muerto». (105) Sin duda, la muerte de Don
Quijote sucede en paisaje apacible, recobradas en el último instante la razón y
la verdad. De golpe, la locura del caballero ha adquirido conciencia de sí
misma, y ante sus propios ojos se convierte en tontería. Pero esta brusca
sabiduría de su locura, ¿no es una nueva locura que acaba de penetrarle en la
cabeza? Equívoco indefinidamente reversible que no puede ser decidido
definitivamente más que por la muerte. La locura disipada se tiene que
confundir con la inminencia del fin; e inclusive una de las señales por las
cuales conjeturaron que el enfermo se moría, era el que hubiese vuelto tan
fácilmente de la locura a la razón. Pero ni siquiera la muerte trae la paz: la
locura triunfará aún, verdad irrisoriamente eterna, por encima del fin de una
vida, que sin embargo se había liberado de la locura, en este mismo fin.
Irónicamente la vida insensata del caballero lo persigue, y lo inmortaliza su
demencia; la locura es la vida imperecedera de la muerte:
Yace aquí el Hidalgo fuerte
que a tanto extremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte. (106)
Pero muy pronto, la locura abandona esas regiones últimas donde Cervantes y
Shakespeare la situaron; en la literatura de principios del siglo XVII, ocupa, de
preferencia, un lugar intermedio; es más bien nudo que desenlace, más la
peripecia que la inminencia última. Desalojada en la economía de las
estructuras novelescas y dramáticas, permite la manifestación de la verdad y
el regreso apacible de la razón.
La locura no es ya considerada en su realidad trágica, en el desgarramiento
absoluto, que la abre a otro mundo; se la considera solamente en el aspecto
irónico de sus ilusiones. No es un castigo real, sino imagen de un castigo, y así
falsa apariencia; no puede estar ligada más que a la apariencia de un crimen o
a la ilusión de una muerte. Si Ariste, en la Folie du Sage, se vuelve loco ante la
noticia de la muerte de su hija, es porque ésta realmente no ha muerto;
cuando Erasto, en Mélite, se ve perseguido por las Euménides y arrastrado
ante Minos, es por un doble crimen que hubiera podido cometer, que hubiera
querido cometer, pero en realidad no ha causado ninguna muerte real. La
locura es despojada de su seriedad dramática: no es castigo ni desesperación,
sino en las dimensiones del error. Su función dramática no subsiste sino en la
medida en que se trata de un falso drama: forma quimérica, donde no se trata
más que de faltas supuestas, homicidios ilusorios, desaparición de seres que
volverán a ser encontrados.
Sin embargo, esta ausencia de gravedad no le impide ser esencial, más
esencial aún de lo que ya era, pues si colma la ilusión, es gracias a ella como
se consigue derrotar a la ilusión. En la locura, donde lo encierra su error, el
personaje comienza involuntariamente a desenredar la trama. Acusándose,
dice, a pesar suyo, la verdad. En Mélite, por ejemplo, toda la astucia que el
héroe ha acumulado para engañar a los otros, se vuelve contra él, y él es la
primera víctima, creyendo ser culpable de la muerte de su rival y de su
amante. Pero, en su delirio, se reprocha el haber inventado toda una
correspondencia amorosa; la verdad se hace patente en y por la locura que,
provocada por la ilusión de un desenlace, desenlaza en realidad, ella sola, el
embrollo verdadero, del cual es a la vez efecto y causa. Dicho de otra manera,
la locura es la falsa sanción de un final falso, pero por su propia virtud, hace
surgir el verdadero problema, que puede entonces ser verdaderamente
conducido a su término. Oculta bajo el error el secreto trabajo de la verdad. La
locura de la que habla el autor del Ospital des Fous desempeña este papel
ambiguo y central, en el caso de la pareja de enamorados que, por escapar de
sus perseguidores, se fingen locos y se esconden entre los insensatos; en una
crisis de demencia simulada, la chica, disfrazada de muchacho, finge ser una
muchacha —lo que es realmente—, diciendo así, por la neutralización recíproca
de dos engaños, la verdad que finalmente triunfará.
La locura es la forma más pura y total de qui
pro quo; toma lo falso por verdadero, la muerte por la vida, el hombre por la
mujer, la enamorada por la Erinia y la víctima por Minos. Es también la forma
más rigurosamente necesaria del qui pro quo en la economía dramática, ya
que no tiene necesidad de ningún elemento exterior para acceder al desenlace
verdadero. Le es suficiente llevar su ilusión hasta la verdad. Así, la locura es,
en el centro mismo de la estructura, en su centro mecánico, a la vez fingida
conclusión plena de oculto recomenzar, e iniciación a lo que aparecerá como
reconciliación de la razón y la verdad. Ella indica el punto hacia el cual
converge, aparentemente, el destino trágico de los personajes, y a partir del
cual surgen realmente las líneas que conducen a la felicidad recuperada. En la
locura se establece el equilibrio; pero lo oculta bajo la nube de la ilusión, bajo
el desorden fingido; el rigor de la arquitectura se disimula bajo el manejo hábil
de estas violencias desordenadas. Esta brusca vivacidad, este azar de los
ademanes y palabras, este viento de locura que, de un golpe, empuja a los
personajes, rompe las líneas y las actitudes, arruga los decorados —cuando los
hilos están más apretados—, es el tipo mismo de artificio barroco. La locura es
el gran engañabobos de las estructuras tragicómicas de la literatura preclásica. (107)
Scudéry lo sabía bien, él que al desear hacer, en su Comedie des Comédiens,
el teatro del teatro, sitúa a su pieza, desde el principio, en el juego de las
ilusiones de la locura. Una parte de los cómicos debe representar el papel de
espectadores, y los otros el de los actores. Es preciso pues, por una parte,
tomar el decorado por realidad, la representación por la vida, mientras que
realmente se está representando en un decorado real; por otra parte, es
necesario fingir que se imita y se representa al actor, cuando se es en la
realidad, sencillamente, un actor que está representando. Es un juego doble en
el cual cada elemento está desdoblado a su vez, formando asi ese intercambio
renovado entre lo real y lo ilusorio que constituye, en sí, el sentido dramático
de la locura. «No sé —debe decir Mondory, en el prólogo de la pieza de
Scudéry— qué extravagancia es ésta de mis compañeros, pero es tan grande,
que me veo forzado a creer que algún encantamiento les ha arrebatado la
razón, y lo que me parece peor es que tratan de hacérmela perder, y a
vosotros también. Quieren persuadirme de que no estoy en un teatro, de que
aquí está la ciudad de Lyon, que aquello es una hostería y aquél un juego de
pelota, donde unos cómicos que no somos nosotros —y los cuales somos, sin
embargo— representan una pastorela. » (108) A través de esta extravagancia, el
teatro desarrolla su verdad, que es la de ser ilusión. Eso es, en estricto
sentido, la locura.
Nace la experiencia clásica de la locura. La gran amenaza que aparece en el
horizonte del siglo XV se atenúa; los poderes inquietantes que habitaban en la
pintura de Bosco han perdido su violencia. Subsisten formas, ahora
transparentes y dóciles, integrando un cortejo, el inevitable cortejo de la
razón. La locura ha dejado de ser, en los confines del mundo, del hombre y de
la muerte, una figura escatológica; se ha disipado la noche, en la cual tenía
ella los ojos fijos, la noche en la cual nacían las formas de lo imposible. El
olvido cae sobre ese mundo que surcaba la libre esclavitud de su nave: ya no
irá de un más acá del mundo a un más allá, en su tránsito extraño; no será ya
nunca ese límite absoluto y fugitivo. Ahora ha atracado entre las cosas y la
gente. Retenida y mantenida, ya no es barca, sino hospital.
Apenas ha transcurrido más de un siglo desde el auge de las barquillas locas,
cuando se ve aparecer el tema literario del «Hospital de Locos». Allí, cada
cabeza vacía, retenida y ordenada según la verdadera razón de los hombres,
dice, con el ejemplo, la contradicción y la ironía, el lenguaje desdoblado de la
Sabiduría: «… Hospital de los Locos incurables donde son exhibidas todas las
locuras y enfermedades del espíritu, tanto de los hombres como de las
mujeres, obra tan útil como recreativa, y necesaria para la adquisición de la
verdadera sabiduría. » (109) Cada forma de locura encuentra allí su lugar, sus
insignias y su dios protector: la locura frenética y necia, simbolizada por un
tonto subido en una silla, se agita bajo la mirada de Minerva; los sombríos
melancólicos que recorren el campo, lobos ávidos y solitarios, tienen por dios a
Júpiter, maestro en las metamorfosis animales; después vienen los «locos
borrachos», los «locos desprovistos de memoria y de entendimiento», los «locos
adormecidos y medio muertos», los «locos atolondrados, con la cabeza vacía»…
Todo este mundo de desorden, perfectamente ordenado, hace por turno el
Elogio de la razón. En este «Hospital», el encierro ya ha desplazado al embarco.
A pesar de estar dominada, la locura conserva todas las apariencias de su
reino. Es ahora una parte de las medidas de la razón y del trabajo de la
verdad. Juega en la superficie de las cosas y en el centelleo del día, en todos
los juegos de apariencia, actúa en el equívoco que existe entre la realidad y la
ilusión, sobre toda esa trama indefinida, siempre reanudada, siempre rota, que
une y separa a la vez la verdad y lo aparente. Ella esconde y manifiesta, dice
la verdad y dice la mentira, es sombra y es luz. Espejea; una figura central e
indulgente, ya precaria en esta edad barroca.
No nos extrañemos de encontrar a la locura tan a menudo en las ficciones de
la novela y el teatro. No nos asombremos de verla merodear realmente por las
calles. Mil veces François Colletet se encontró allí con ella:
En la avenida veo al orate
que va, seguido por rapaces,…
… También admiro al pobre ser:
¿qué puede el pobre diablo hacer
ante las turbas harapientas?
Las vi cantar sucias canciones
en miserables callejones…
La locura dibuja una silueta bastante familiar en el paisaje social. Se obtiene
un nuevo y un vivísimo placer de las viejas cofradías de tontos, de sus fiestas,
sus reuniones y sus discursos. La gente se apasiona a favor o en contra de
Nicolás Joubert, mejor conocido por el nombre de D’Angoulevent, que se dice
Príncipe de los Tontos, título que le es discutido por Valenti «el Conde» y
Jacques Resneau: libelos, procesos, alegatos; el abogado de Nicolás declara y
certifica que éste es «una cabeza hueca, una sandía vacía, huérfana de sentido
común, una caña, un cerebro desarreglado, sin un resorte ni una rueda buena
en la cabeza». (110) Bluet d’Arbères, que se hace llamar Conde de Autorización, es
un protegido de los Créqui, de los Lesdiguières, de los Bouillon, de los
Nemours: publica, en 1602, o hacen publicar como si fueran de él, sus obras,
en las cuales advierte al lector que «no sabe leer ni escribir, y que jamás ha
aprendido», pero que está animado «por la inspiración de Dios y de los
Ángeles». (111) (112) Pierre Dupuis, del que habla Régnier en su sexta sátira, (113) es,
según Brascambille, un «archiloco en toga»; (114) él mismo, en su Remontrance
sur le réveil de Maître Guillaume, declara que tiene «el espíritu elevado hasta la
antecámara de tercer grado de la luna». Y tantos otros personajes que
aparecen en la decimocuarta sátira de Régnier.
Este mundo de principios del siglo XVII es extrañamente hospitalario para la
locura. Ella está allí, en medio de las cosas y de los hombres, signo irónico que
confunde las señales de lo quimérico y lo verdadero, que guarda apenas el
recuerdo de las grandes amenazas trágicas —vida más turbia que inquietante;
agitación irrisoria en la sociedad, movilidad de la razón.
Pero nuevas exigencias están naciendo: «He tomado cien veces la linterna en
la mano, buscando en pleno mediodía. » (115)

1 Citado en Collet, Vie de Saint Vincent de Paul, 1. París, 1818, p. 293.
2 Cf. J. Lebeuf, Histoire de la ville et de tout le diocèse de Paris, Paris, 1754-1758.
3 Citado en H. M. Fay, Lépreux et cagots du Sud-Ouest, París, 1910, p. 285.
4 P.-A. Hildenfinger, La Léproserie de Reims du XIIe au XVIIE siècle, Reims, 1906, p. 233.
5 Delamare, Traité de Police, París, 1738, t. I, pp. 637-639.
6 Valvonnais, Histoire du Dauphiné, t. II, p. 171.
7 L. Cibrario, Précis historique des ordres religieux de Saint-Lazare et de Saint-Maurice, Lyon, 1860.
8 Rocher, Notice historique sur la maladrerie de Saint-Hilaire-Saint-Mesmin, Orléans, 1866.
9 J.-A. Ulysse Chevalier, Notice historique sur la maladrerie de Voley près Romans, Romans,
1870, p. 61.
10 John Morrisson Hobson, Some early and later Houses of Pitty, pp. 12-13.
11 Ch. A. Mercier, Leper Houses and Medieval Hospitals, p. 19.
12 Virchow, Archiv zur Geschichte des Aussatzes, t. XIX, pp. 71 y 80; t. XX. p. 511.
13 Ritual de la diócesis de Viena, impreso por orden del arzobispo Gui de Poissieu, hacia 1478.
Citado por Charret, Histoire de l’Église de Vienne, p. 752.
14 Pignot, Les Origines de l’Hôpital du Midi, Paris, 1885, pp. 10 y 48.
15 Según un manuscrito de los Archives de l’Assistance publique (expediente Petites-Maisons;
legajo 4).
16 Trithemius, Chronicon Hisangiense; citado por Potton en su traducción de Ulric von Hutten:
Sur la maladie française et sur les propriétés du bois de gaïac, Lyon, 1865, p. 9.
17 La primera mención de enfermedad venérea en Francia se encuentra en un relato del Hôtel-
Dieu, citado por Brièle, Collection de Documents pour servir à l’histoire des hôpitaux de Paris,
París, 1881-1887, III, fasc. 2.
18 Cf. proceso verbal de una visita del Hôtel-Dieu en 1507, citado por Pignot, loc. cit., p. 125.
19 Según R. Goldhahn, Spital und Arzt von Einst bis Jetzt, p. 110.
20 Béthencourt le da ventaja sobre cualquier otra medicación, en su Nouveau caréme de pénitence et purgatoire d’expiation, 1527.
21 El libro de Béthencourt, pese a su título, es una rigurosa obra de medicina.
22 T. Kirchhoff, Geschichte der Psychiatrie, Leipzig, 1912.
23 Cf. Kriegk, Heilanstalten, Geistkranke ins mittelälterliche Frankfort am Main, 1863.
24 Cf. Cuentas del Hôtel-Dieu, XIX, 190, y XX, 346. Citados por Coyecque, L’Hôtel-Dieu de Paris au Moyen Age, Paris, 1889-1891. Historia y Documentos, t. I, p. 109.
25 Archives hospitalières de Melun. Fondos de Saint-Jacques, pp. 14-67.
26 A. Joly, L’Internement des fous sous l’Ancien Régime dans la généralité de Basse-Normandie, Caen, 1868.
27 Cf. Eschenburg, Geschichte unserer Irrenanstalten, Lübeck, 1844, y Von Hess, Hamburg topographisch, historisch, und politik beschreiben, t. I, pp. 344-45.
28 Por ejemplo, en 1461, Hamburgo da 14 táleros 85 chelines a una mujer que debe ocuparse de los locos (Gernet, Mitteilungen aus der ältereren Medizine-Geschichte Hamburgs, p. 79). En Lübeck, testamento de cierto Gerd Sunderberg, por «den armen dullen Luden» en 1479. (Citado en Laehr, Gedenktage der Psychiatrie, Berlin, 1887, p. 320. )
29 Hasta llega a suceder que se subvencione a los remplazantes: «Pagado a un hombre que fue enviado a Saint-Mathurin de Larchant para hacer la novena de la citada hermana Robine que estaba enferma y con frenesí. VIII, s. p.» (Cuentas del Hôtel-Dieu, XXIII; Coyecque, loc. cit., ibid. )
30 En Nuremberg, en el curso de los años 1377-1378 y 1381-1397, se cuentan 37 locos colocados en las prisiones, 17 de ellos extranjeros llegados de Ratisbona, Weissenburg, Bamberg, Bayreuth, Viena y Hungría. En el período siguiente, tal parece que, por una razón desconocida, Nuremberg haya abandonado su papel de punto de reunión, y que, por el contrario, se tenga un cuidado minucioso de rechazar a los locos que no fueran originarios de la ciudad (cf. Kirchhoff, loc. cit. ).
31 Se castiga con tres días de cárcel a un muchacho de Nuremberg que había metido un loco en una iglesia, 1420. Cf. Kirchhoff, loc. cit.
32 El concilio de Cartago, en 348, había permitido que se diera la comunión a un loco, sin ninguna
condición, siempre que no hubiera que temer una irreverencia. Santo Tomás expresa la misma
opinión. Cf. Portas, Dictionnaire des cas de conscience, 1741, t. I, p. 785.
33 Un hombre que le había robado su capa es castigado con siete días de cárcel (Kirchhoff, loc. cit.).
34 Cf. Kriegk. loc. cit.
35 Esos temas son extrañamente próximos al del hijo prohibido y maldito, encerrado en un cesto y
confiado a las olas, que lo conducen a otro mundo, pero para éste, hay, a continuación, un retorno a la verdad.
36 Tristan e Isolda, ed. Bossuat, pp. 219-222.
37 Cf. entre otros Tauber, Predigter, XLI.
38 De Lancre, De l’Inconstance des mauvais anges, París, 1612. 30 G. Cheyne, The English
Malady, Londres, 1733.
39
40 Habría que añadir que el «lunatismo» no es ajeno a ese tema. La Luna, cuya influencia sobre la
locura durante siglos se ha admitido, es el más acuático de los cuerpos celestes. E1 parentesco de la locura con el Sol y el fuego es de aparición mucho más tardía (Nerval, Nietzsche, Artaud).
41 Cf., por ejemplo, Des six manières de fols; ms. Arsenal 2767.
42 En la Sottie de Folle Balance, cuatro personajes están «locos»: el gentilhombre, el mercader, el
labrador (es decir, toda la sociedad) y la propia Folie Balance.
43 También es el caso en la Moralité nouvelle des enfants de maintenant, o en la Moralité nouvelle de Charité, en que el loco es uno de los doce personajes.
44 Como en la Farce de Tout Mesnage, en que el loco se hace pasar por médico para curar a una
camarera enferma de amor.
45 En la Farce des cris de Paris, el loco interviene en la discusión de dos jóvenes para decirles qué es el matrimonio.
46 E1 necio, en la Farce du Gaudisseur, dice la verdad cada vez que el «gaudisseur» (jactancioso) se jacta.
47 Heidelberg, 1480.
48 Estrasburgo, 1489. Esos discursos repiten, con seriedad, los sermones y discursos chuscos que se pronuncian en el teatro, como el Sermon joyeux et de grande value à tous les fous pour leur montrer à sages devenir.
49 Moria Rediviva, 1527; Égloge de la folie, 1509.
50 Cf., por ejemplo, una fiesta de locos reproducida en Bastelaer (Les Estampes de Brueghel, Bruselas, 1908); o la Nasentanz que puede verse en Geisberg, Deutsche Holzsth, p. 262.
51 Según el Journal d’un Bourgeois de Paris: «El año 1424 se efectuó la danza macabra el día de los Inocentes», citado en E. Mâle, L’Art religieux de la fin du Moyen Age, p. 363.
52 En este sentido, la experiencia de la locura está en rigurosa continuidad con la de la lepra. El ritual de exclusión del leproso mostraba que éste, vivo, era la presencia misma de la muerte.
53 Eustache Deschamps, OEuvres, ed. Saint-Hilaire de Raymond, t. I, p. 203.
54 Cf. infra, Segunda Parte, cap. III.
55 Aunque la Tentación de Lisboa no es una de las últimas obras de Bosch como lo cree Baldass, ciertamente si es posterior al Malleus Maleficarum que data de 1487.
56 Es la tesis de Desmonts en «Dos primitivos holandeses en el Museo del Louvre», Gazette des Beaux-Arts, 1919, p. 1.
57 Como lo hace Desmonts a propósito de Bosch y de Brant; si es verdad que el cuadro fue pintado pocos años después de la publicación del libro, el cual tuvo inmediatamente un triunfo considerable, nada prueba que Bosch haya querido ilustrar el Narrenschiff, y a fortiori todo el Narrenschiff.
58 Cf. Emile Mâle, loc. cit., pp. 234-237.
59 Cf. C. -V. Langlois, La Connaissance de la nature et du monde au Moyen Age, París, 1911, p. 243.
60 Es posible que Jerónimo Bosch haya hecho su autorretrato en el rostro de «la cabeza con piernas» que está en el centro de la Tentación de Lisboa. (Cf. Brion, Jérôme Bosch, p. 40. )
61 A mediados del siglo XV, el Livre des Tournois de René d’Anjou constituye aún todo un bestiario moral.
62 J. Cardan, Ma vie, trad. Dayré, p. 170.
63 En los Proverbes flamands.
64 En el siglo XV vuelve a entrar en vigor el viejo texto de Bède, y la descripción de 15 signos.
65 Debe notarse que la Locura no aparecía ni en la Psychomachie de Prudencio ni en el
Anticlaudianus de Alain de Lille, ni en Hugues de Saint-Victor. Su presencia constante, ¿datará
tan sólo del siglo XIII?
66 Hugues de Saint-Victor, De fructibus carnis et spiritus. Patrol, CLXXVI, col. 997.
67 Erasmo, Éloge de la folie, 9, trad. P. de Nolhac, p. 19.
68 Louise Labé, Débat de folie et d’amour, Lyon, 1566, p. 98.
69 Ibid., pp. 98-99.
70 Erasmo, loc. cit., 49-55.
71 Brant, Stultifera Navis, trad. latina de 1497, fo 11.
72 Erasmo, loc. cit., 47, p. 101.
73 Ibid., 48, p. 102.
74 Ibid., op. cit., 42, p. 89.
75 Brant, Stultifera Navis. Prologos Jacobi Locher, ed. 1497, IX.
76 Erasmo, loc. cit., 38, p. 77.
77 Ibid., op. cit., 38, p. 77.
78 Ronsard, Discours des Misères de ce temps.
79 Brant, loc. cit., canto CXVII, sobre todo los versos 21-22, y 57 ss., que tienen referencias
precisas al Apocalipsis, versículos 13 y 20.
80 José de Sigüenza, Tercera parte de la Historia de la Orden de San Jerónimo, 1605, p. 837.
Citado en Tolnay, Hieronimus Bosch. Apéndice, p. 76.
81 Mostraremos en otro estudio cómo la experiencia de lo demoniaco y la reducción que de él se
hizo del siglo XVI al siglo XVIII no debe interpretarse como una victoria de las teorías
humanitarias y médicas sobre el antiguo universo salvaje de las supersticiones, sino como la
retoma, en una experiencia crítica, de las formas que antaño habían llevado las amenazas del
desgarramiento del mundo.
82 Vie et mort de Satan le Feu, París, 1949, p. 17.
83 Calvino, Institution chrétienne, libro I, cap. 1º, ed. J.-D. Benoît, pp. 51-52.
84 Sébastien Franck, Paradoxes, ed. Ziegler, pp. 57 y 91. 85 Erasmo, loc. cit., XXIX, p. 53.
85
86 El platonismo del Renacimiento, sobre todo a partir del siglo XVI, es un platonismo de la ironía
y de la crítica.
87 Tauler, Predigter, XU. Citado en Gandillac, Valeur du temps ans la pédagogie spirituelle de
Tauler, p. 62.
88 Calvino, Sermon II sur l’Épître aux Êphésiens; en Calvino. Textes choisis, por Gagnebin y K.
Barth, p. 73.
89 Erasmo, loc. cit., 65, p. 173.
90 Nicolás de Cusa, El profano; en OEuvres choisies, por M. de Gandillac, p. 220.
91 Montaigne, Essais, lib. II, cap. XII, ed. Garnier, t. II, p. 188.
92 Erasmo, loc. cit., 30, p. 57.
93 Ibid., 2, p. 9.
94 Charron, De la sagesse, lib. 1º, cap. XV, ed. Amaury Duval, 1827, t. I, p. 130.
95 Montaigne, loc. cit., p. 256.
96 Charron, foc. cit., p. 130.
97 Cf. con el mismo espíritu Saint-Évremoud, Sir Politik would be (acto V, esc. ii).
98 Pensées, ed. Brunschvicg, nº 414.
99 La idea es muy frecuente en el siglo XVIII, sobre todo después de Rousseau, de que la lectura
de las novelas o los espectáculos teatrales vuelven loco. Cf. infra, Segunda Parte, cap. IV.
100 Saint-Évremond, Sir Politik would be, acto V, esc. II.
101 Cervantes, Don Quijote, Segunda Parte, cap. 1º.
102 En Los visionarios, se ve a un capitán cobarde que se cree Aquiles, a un poeta ampuloso, a un
ignorante aficionado a los versos, a un rico imaginario, a una muchacha que se cree amada por
todos, a una pedante que cree poder representarlo todo en comedia, y finalmente a otra que se
cree una heroína de novela.
103 Macbeth, acto V, esc. I.
104 Ibid., acto V. esc. I.
105 Ibid., acto V, esc. v.
106 Cervantes, Don Quijote, Segunda Parte, cap. LXXIV.
107 Habría que hacer un estudio estructural de las relaciones entre el sueño y la locura en el
teatro del siglo XVII. Su parentesco desde hacía tiempo era un tema filosófico y medico (cf.
Segunda Parte. cap. III); sin embargo, el sueño parece un poco más tardío, como elemento
esencial de la estructura dramática. En todo caso, su sentido es otro, puesto que la realidad que
lo habita no es la de la reconciliación, sino de la consumación trágica. Su engaño no es a la
perspectiva verdadera del drama, y no induce al error, como la locura que, en la ironía de su desorden aparente, indica una falsa conclusión.
108 G. de Scudéry, La comédie des comédiens, París, 1635.
109 Gazoni, L’Ospedale de’ passi incurabili, Ferrara, 1586. Traducido y arreglado por F. de Clavier
(París, 1620). Cf. Beys, L’Ospital des Fous (1635), retomado y modificado en 1653 con el título
de Los ilustres locos.
110 François Colletet, Le Tracas de Paris, 1665.
111 Cf. Peleus, La Deffence du Prince des Sots (s. c. ni d. ); Plaidoyer sur la Principauté des Sots,
1608. Igualmente: Surprise et fustigation d’Angoulevent par l’archiprétre des poispillés, 1603.
Guirlande et réponse d’Angoulevent.
112 Intitulation et Recueil de toutes les oeuvres que [sic] Bernard de Bluet d’Arbères, comte de
permission, 2 vols., 1601-1602.
113 Régnier, Satire VI, v. 72.
114 Brascambille (Paradojas 1622, p. 45). Cf. otra indicación en Desmarin, Défense du poème
épique, p. 73. 115 Régnier, Satire XIV, vv. 7-10.
115 Régnier, Satire XIV, vv. 7-10.

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