Obras de Michel Foucault: Historia de la locura en la época clásica II (LA TRASCENDENCIA DEL DELIRIO)

Historia de la locura en la época clásica II

II. LA TRASCENDENCIA DEL DELIRIO
«LLAMAMOS locura a esta enfermedad de los órganos del cerebro...lviii Los
problemas de la locura rondan la materialidad del alma.
En ese mal que las nosologías tan fácilmente describen como enfermedad,
¿de qué manera se encuentra afectada el alma? ¿Como un segmento del
cuerpo atacado por la enfermedad, por idéntico motivo que los demás?
¿Como sensibilidad general ligada al conjunto del organismo, y perturbada
con él? ¿Como un principio independiente, espiritual, del que no se escapan
más que sus instrumentos transitorios y materiales?
Cuestiones de filósofos, que encantan al siglo XVIII, cuestiones
indefinidamente reversibles, y de las que cada respuesta multiplica su
ambigüedad.
Para empezar, está todo el peso de una tradición: tradición de teólogos y de
casuistas, también tradición de juristas y de jueces. Siempre que muestre
algunos de los signos exteriores de la penitencia, un loco puede confesarse
y recibir la absolución; aunque todo muestre que no está en su juicio, se
tiene el derecho y el deber de suponer que el Espíritu ha esclarecido su
alma por vías que no son sensibles ni materiales, vías «de las que a veces
se sirve Dios, como el ministerio de los ángeles o bien una inspiración
inmediata».lix Por otra parte, ¿se hallaba en estado de gracia en el momento
en que ha sido atacado por la locura? El loco, sin duda alguna, se salvará,
haya hecho lo que haya hecho en su locura: su alma se ha retirado,
protegida de la enfermedad, y preservada, por la enfermedad misma, de
todo mal. El alma no está lo bastante comprometida con la locura para
pecar en ella.
Y no se contradicen los jueces que no aceptan como crimen el gesto de un
loco, que deciden de la curaduría suponiendo siempre que la locura no es
más que un obstáculo transitorio, pero que no afecta al alma más que si no
existiera o que si fuera tan fragmentaría como la de un niño. Por otra parte,
sin prohibición alguna, el loco, ni aun encerrado, pierde nada de su
personalidad civil, y el Parlamento de París ha precisado que esta prueba de
facto de la alienación que es el interna-miento no cambiaba en nada la
capacidad legal del sujeto.lx
El alma de los locos no está loca.
Y, sin embargo, para quien filosofa sobre la exactitud de la medicina, sobre
sus fracasos y sus éxitos, ¿el alma no es más ni menos que esta prisionera
libre? ¿No es necesario que forme parte de la materia, si por la materia, a
través de ella o a causa de ella, se ve afectada en el libre ejercicio de sus
funciones más esenciales, en el juicio mismo? Y si toda la tradición de los
juristas tiene razón al establecer la inocencia del loco, no es que su libertad
secreta quede protegida por su inocencia: es que la irresistible potencia de
su cuerpo alcanza su libertad hasta suprimirla enteramente: «Esta pobre
alma… no es entonces dueña de sus pensamientos, sino que se ve obligada
a prestar atención a las imágenes que las trazas de su cerebro forman en
ella.»lxi Pero la razón restaurada, más claramente aún, aporta pruebas de
que el alma no es más que materia y cuerpo organizados; pues la locura no
es nunca más que destrucción, y ¿cómo probar que el alma está realmente
destruida, que no está simplemente encadenada u oculta, o que ha sido
rechazada a otra parte? Pero devolverle sus poderes, restituirle su
integridad, devolverle la fuerza y la libertad mediante la sola adición de una
materia hábil y concertada, es darse la prueba de que el alma tiene, en la
materia, su virtud y su perfección, puesto que es un poco de materia
añadida la que la hace pasar de una imperfección accidental a una
naturaleza perfecta: «Un ser inmortal, ¿puede admitir la transposición de
sus partes y permitir que se añada a la simplicidad de su todo, del que es
imposible que pueda separarse algo?» lxii
Este diálogo, tan antiguo como la confrontación, en el pensamiento estoico,
del humanismo y de la medicina, es retomado por Voltaire, tratando de
hacerlo más estricto. Doctos y doctores tratan de mantener la pureza del
alma y, dirigiéndose al loco, quisieran convencerlo de que su locura se
limita a los solos fenómenos del cuerpo. De buena o de mala gana, el loco,
en una región de él mismo que desconoce, debe tener un alma sana y
prometida a la eternidad: «Amigo mío, aunque hayas perdido el sentido
común, tu alma es tan espiritual, tan pura, tan inmortal como la nuestra,
pero la nuestra está bien alojada; la tuya lo está mal; las ventanas de la
casa están condenadas, falta el aire, el alma se asfixia.» Pero el loco tiene
sus momentos buenos; o, antes bien, en su locura, es el momento mismo
de la verdad; insensato, tiene más sentido común y disparata menos que
los razonables. Desde el fondo de su locura razonadora, es decir, desde lo
alto de su loca sabiduría bien sabe que su alma está afectada; al renovar,
en sentido contrario, la paradoja de Epiménides, dice que está loco hasta el
trasfondo de su alma, y, al decirlo, enuncia la verdad. «Amigos míos,
suponéis, según vuestro hábito, lo que está en cuestión. Mis ventanas están
tan bien abiertas como las vuestras, puesto que veo los mismos objetos y
oigo las mismas palabras. Por lo tanto, necesariamente, mi alma está
haciendo un mal uso de sus sentidos, y mi alma misma es un sentido
viciado, una cualidad depravada. En una palabra, o mi alma está loca en sí
misma, o yo carezco de alma.» lxiii
Prudencia con dos cabezas de este Epiménides volteriano, que dice, en
cierto modo: o bien los cretenses son mentirosos, o bien yo miento;
queriendo decir, en realidad, los dos a la vez: que la locura afecta la
naturaleza profunda de su alma, y que en consecuencia, su alma no existe
como ser espiritual. Dilema que sugiere el encadenamiento que oculta. Y es
este encadenamiento el que hay que tratar de seguir. Sólo a primera vista
parece sencillo.
Por una parte, la locura no puede ser asimilada a una perturbación de los
sentidos; las ventanas están intactas, y si se ve mal en la casa no es porque
estén condenadas. Aquí, Voltaire atraviesa de un salto todo un campo de
discusiones médicas. Bajo la influencia de Locke, muchos médicos buscaban
el origen de la locura en una perturbación de la sensibilidad: si se ven
demonios y se oyen voces, el alma no tiene nada que ver; recibe, como
puede, lo que le imponen los sentidos.lxiv A lo cual Sauvages, entre otros,
respondía: «El que bizquea y ve doble no está loco. Lo está el que, viendo
doble, cree que verdaderamente hay dos hombres.» lxv Perturbación del
alma, no del ojo; no es porque la ventana esté en mal estado, sino porque
el habitante está enfermo. Ésta es la opinión de Voltaire. La prudencia está
en apartar un sensualismo básico, en evitar que una aplicación demasiado
directa y demasiado sencilla termine por proteger a un alma cuyo
sensualismo, sin embargo, quiere reducir sus poderes.
Pero si la perturbación de los sentidos no es la causa de la locura, sí es, en
cambio, el modelo. Un mal del ojo impide el ejercicio exacto de la vista; un
mal del cerebro, órgano del espíritu, perturbará de la misma manera a la
propia alma: «Esta reflexión puede hacer sospechar que la facultad de
pensar dada por Dios al hombre está sujeta a trastornos, como los otros
sentidos. Un loco es un enfermo cuyo cerebro falla, así como el gotoso es
un enfermo que sufre de los pies y de las manos; pensaba con el cerebro,
como caminaba con los pies, sin conocer nada ni de su poder
incomprensible de caminar ni de su poder no menos incomprensible de
pensar.» lxvi Del cerebro al alma, la relación es la misma que del ojo a la
vista; del alma al cerebro, la misma que del proyecto de caminar a las
piernas que obedecen. En el cuerpo, el alma no hace otra cosa que
establecer relaciones análogas a aquellas que el propio cuerpo ha
establecido. Es el sentido de los sentidos, la acción de la acción. Y así como
el caminar es imposibilitado por la parálisis de las piernas, la vista nublada
por la perturbación del ojo, el alma se verá afectada por las lesiones del
cuerpo, sobre todo por las lesiones de ese órgano privilegiado que es el
cerebro, y que es el órgano de todos los órganos, al mismo tiempo de todos
los sentidos y de todas las acciones. Así pues, el alma está tan
comprometida con el cuerpo como la vista con el ojo, como la acción con los
músculos. Si se intentara suprimir el ojo… Se demuestra con ello que «el
alma está loca en sí misma», en su sustancia propia, en lo que hace lo
esencial de la naturaleza; y que «yo no tengo alma», aparte de la que queda
definida por el ejercicio de los órganos del cuerpo.
En suma, del hecho de que la locura no sea una afección de los sentidos,
Voltaire saca en conclusión que el alma no es, por su naturaleza, diferente
de ninguno de los sentidos, con el cerebro por órgano. Se ha deslizado
subrepticiamente de un problema médico claramente definido en su época
(génesis de la locura a partir de una alucinación de los sentidos, o de un
delirio del espíritu, teoría peripatética o teoría central, como diríamos en
nuestro idioma) a un problema filosófico que, ni de hecho ni de derecho, le
es superponible: ¿prueba la locura, sí o no, la materialidad del alma? Ha
fingido rechazar, para la primera pregunta, toda forma de respuesta
sensualista, para imponerla mejor como solución al segundo problema: esta
retoma última del sensualismo marca, por otra parte, que, de hecho, había
abandonado la primera pregunta, la pregunta medica del papel de los
órganos de los sentidos en el origen de la locura.
En sí misma, libre de las intenciones polémicas que abriga, esta
superposición es significativa, pues no pertenece a la problemática médica
del siglo XVIII; mezcla con el problema sentido-cerebro, periferia-centro,
que, por sí mismo, se encuentra al mismo nivel de la reflexión de los
médicos, un análisis crítico que reposa sobre la disociación del alma y del
cuerpo. Llegará un día en que, para los propios médicos, el problema del
origen, de la determinación causal, de la sede de la locura, tomará valores
materialistas o no. Pero esos valores sólo serán reconocidos en el siglo XIX
cuando, precisamente, la problemática definida por Voltaire será aceptada
como cosa natural; entonces y sólo entonces serán posibles una psiquiatría
espiritualista y una psiquiatría materialista, una concepción de la locura que
la reduce al cuerpo, y otra que la hace valer en el elemento inmaterial del
alma. Pero el texto de Voltaire, precisamente en lo que tiene de
contradictorio, de abusivo, en el truco que se encuentra allí
intencionalmente oculto, no es representativo de la experiencia de la locura
en lo que podría tener, en el siglo XVIII, de viva, de maciza, de espesa. Ese
texto se orienta, bajo la dirección de la ironía, hacia algo que desborda en el
tiempo esa experiencia, hacia la posición menos irónica posible del
problema de la locura. Indica y presagia bajo otra dialéctica y polémica, en
la sutileza aún vacía de conceptos, lo que, en el siglo XIX, se volverá
evidencia incontrovertible: o bien la locura es la afección orgánica de un
principio material o bien es el trastorno espiritual de un alma inmaterial.
Que Voltaire haya esbozado desde el exterior, y mediante rodeos complejos
una problemática simple, no nos autoriza a reconocerla como esencial al
pensamiento del siglo XVIII. La interrogación sobre la separación del cuerpo
y del alma no ha nacido del fondo de la medicina clásica; es un problema
importado, de fecha bastante reciente, y que se ha desplazado a partir de
una intención filosófica.
Lo que sin problemas admite la medicina de la época clásica, el suelo sobre
el cual avanza sin plantearse preguntas, es otra simplicidad: más compleja
para nosotros, habituados desde el siglo XIX a pensar en los problemas de
la psiquiatría en la oposición del espíritu y del cuerpo, oposición que sólo se
ve atenuada, reducida y esquivada en nociones como las de psico y de
órgano-génesis; esta simplicidad es la que opone Tissot a las quimeras
abstractivas de los filósofos; es la bella unidad sensible del alma y del
cuerpo, antes de todas esas disociaciones que ignora la medicina: «Toca a la
metafísica buscar las causas de la influencia del espíritu sobre el cuerpo y
del cuerpo sobre el espíritu; la medicina va menos lejos, pero ve, quizás,
mejor; descuida las causas y sólo se detiene en los fenómenos; la
experiencia le enseña que tal estado del cuerpo produce necesariamente
tales movimientos del alma que, a su vez, modifican el cuerpo; ella hace
que, mientras el alma está ocupada en pensar, una parte del cerebro se
encuentre en un estado de tensión; no lleva más lejos sus investigaciones ni
trata de saber más. La unión del espíritu y del cuerpo es tan fuerte que
cuesta trabajo concebir que el uno pueda actuar sin el consentimiento del
otro. Los sentidos transmiten al espíritu el móvil de sus pensamientos,
agitando las fibras del cerebro, y en tanto que el alma se ocupa de ello, los
órganos del cerebro están en un movimiento más o menos fuerte, en una
tensión más o menos grande.» lxvii
Regla metodológica de inmediata aplicación: cuando se trata en los textos
médicos de la época clásica, de locuras, de vesanias y aun, de manera muy
explícita, de «enfermedades mentales» o de «enfermedades del espíritu», lo
que con ello se designa no es un dominio de perturbaciones psicológicas, o
de hechos espirituales que se opusieran al dominio de las patologías
orgánicas. Tengamos siempre presente que Willis clasifica la manía entre las
enfermedades de la cabeza, y la histeria entre las enfermedades
convulsivas; que Sauvages incluye en la clase de las «vesanias» la
alucinación, el vértigo y la zozobra. Y otras muchas anomalías.
Los médicos-historiadores gustan de entregarse a un juego: recobrar bajo
las descripciones de los clásicos las verdaderas enfermedades que así se
encuentran designadas. Cuando Willis hablaba de histeria, ¿no se refería a
los fenómenos epilépticos? Cuando Boerhaave hablaba de manías, ¿no
describía las paranoias? Bajo tal melancolía de Diemerbroek, ¿no es fácil
reconocer las señales ciertas de una neurosis obsesiva?
Tales son juego de príncipes,lxviii no de historiadores. Es posible que, de un
siglo a otro, no se designen con el mismo nombre las mismas
enfermedades; pero es que, fundamentalmente, no se trata de la misma
enfermedad. Quien dice locura en los siglos XVII y XVIII no dice, en sentido
estricto, «enfermedad del espíritu», sino alguna cosa que afecta en conjunto
a cuerpo y alma. Poco más o menos de eso hablaba Zacchias cuando
proponía esta definición que, grosso modo, puede tener valor para toda la
época clásica: Amentiae a proprio cerebri morbo et ratiocinatricis facultatis
laesione dependent.lxix
Dejando, pues, de lado, una problemática que ha sido añadida, bastante
tardíamente, a la experiencia de la locura, intentaremos aislar las
estructuras que le pertenecen en rigor, a partir de las más exteriores (el
ciclo de la causalidad), para pasar después a más interiores y menos
visibles (el ciclo de la pasión y de la imagen), e intentar, finalmente, llegar
al núcleo de esta experiencia, que ha podido constituirla como tal: el
momento esencial del delirio.
La distinción entre causas lejanas y causas inmediatas, familiar en todos los
textos clásicos, a primera vista bien puede parecer de pocas consecuencias,
y no ofrecer para organizar al mundo de la causalidad, más que una
estructura frágil. De hecho, ha ejercido un peso considerable; lo que puede
haber en ella de arbitrario y aparente oculta un poder de estructuración
muy riguroso. Cuando Willis habla de las causas próximas de la manía,
quiere decir una doble alteración de los espíritus animales. Primero
alteración mecánica, que se ejerce, a la vez, sobre la fuerza del movimiento
y sobre su trayectoria: en un maníaco, los espíritus se mueven con
violencia; pueden, así, penetrar por vías que no habían sido nunca holladas,
y que no debían serlo; esos caminos nuevos suscitan un curso de ideas muy
singular, movimientos súbitos y extraordinarios, y de un vigor tan grande
que parecen exceder con mucho a las fuerzas naturales del enfermo.
También alteración química: los espíritus toman una naturaleza ácida que
les hace más corrosivos y más penetrantes, también más ligeros y menos
cargados de materia; se vuelven tan vivos e impalpables como la llama,
dando así a la conducta del maníaco todo lo que se conoce en ella de vivo,
de irregular y de ardiente.lxx
Tales son las causas próximas. Tan próximas que no parecen mucho más
que una transcripción cualitativa de todo lo que hay más visible en las
manifestaciones de la enfermedad. Esta agitación, este desorden, este calor
sin fiebre que parecen animar al maníaco y que le dan, en su percepción
más simple, más inmediata, un perfil tan característico, se ven transferidos,
por el análisis de las causas próximas, del exterior al interior, del dominio
de la percepción al de la explicación, del efecto visible al movimiento
invisible de las causas.lxxi Pero, paradójicamente, lo que aún no era más que
cualidad al penetrar en el campo de lo invisible se transforma en imagen; el
ardor-cualidad se convierte en llama-imagen; el desorden de los gestos y de
las palabras se solidifica en el entre-cruzamiento inextricable de secuelas
imperceptibles. Y los valores que se hallaban en los confines del juicio
moral, ahí donde se podía ver y tocar, se convierten en cosas más allá de
los límites del tacto y de la vista; sin cambiar siquiera de vocabulario, la
ética se traspone, allí, en dinámica: «La fuerza del alma —dice Sydenham—,
en tanto que está encerrada en ese cuerpo mortal, depende principalmente
de la fuerza de los espíritus animales que le sirven como de instrumentos
en el ejercicio de sus funciones, y que son la porción más fina de la materia,
y la más aproximada de la sustancia espiritual. Así, la debilidad y el
desorden de los espíritus causa necesariamente la debilidad y el desorden
del alma, y la hacen juguete de las pasiones más violentas, sin que ella de
manera alguna pueda resistir.» lxxii Entre las causas próximas y sus efectos
se establece una índole de comunicación cualitativa inmediata, sin
interrupción ni intermediario; se forma un sistema de presencia simultánea
que se encuentra del lado del efecto cualidad percibida, y del lado de la
causa imagen invisible. Y del uno al otro, la circularidad es perfecta: se
induce a la imagen a partir de las familiaridades de la percepción, y se
deduce la singularidad sintomática del enfermo de las propiedades físicas
que se atribuyen a la imagen causal. De hecho, el sistema de causas
próximas no es más que el anverso del reconocimiento empírico de los
síntomas, una especie de valorización causal de las cualidades.
Ahora bien, poco a poco, en el curso del siglo XVIII, ese círculo tan cerrado,
ese juego de transposiciones que gira sobre sí mismo, reflejándose en un
elemento imaginario, viene a abrirse, a distenderse, según una estructura
ahora lineal en que lo esencial ya no será una comunicación de la cualidad,
sino pura y simplemente una cuestión de antecedente; por el hecho mismo,
ya no es en el elemento imaginario sino en el interior de una percepción
organizada donde deberá reconocerse la causa.
Ya en la patología de la fiebre nerviosa se impone el afán de ver la causa
próxima, de asegurarle una existencia asignable en la percepción. No que la
cualidad y la imagen hayan sido echadas de esta nueva estructura de la
causalidad próxima; pero deben ser investidas y presentadas en un
fenómeno orgánico visible, que pueda ser disimulado, sin riesgo de error ni
de retorno circular, como el hecho antecedente. Su traductor critica a
Sydenham por no haber podido hacer entender claramente la relación
establecida entre el vigor del alma «y la fuerza de los espíritus animales». «A
lo cual puede añadirse que la idea que tenemos de nuestros espíritus no es
ni clara ni satisfactoria… La fuerza y la firmeza del alma, para servirnos de
los términos de nuestro autor, parecen depender principalmente de la
estructura de los sólidos, que teniendo toda la elasticidad y la flexibilidad
necesarias, hacen que el alma ejecute sus operaciones con vigor y
facilidad.» lxxiii Con la fisiología de la fibra, se tiene toda una red material que
puede servir de apoyo perceptivo a la designación de las causas próximas.
De hecho, si el apoyo mismo es bien visible en su realidad material, la
alteración que sirve de causa inmediata a la locura no es perceptible,
propiamente hablando; aún no es, cuando mucho, más que una cualidad
impalpable, casi moral, insertada en el tejido de la percepción. Se trata,
paradójicamente, de una modificación puramente física, con la mayor
frecuencia, mecánica, de la fibra, pero que sólo la altera por debajo de toda
percepción posible, y en la determinación infinitamente pequeña de su
funcionamiento. Los fisiólogos que ven la fibra saben bien que no es posible
verificar sobre ella o en ella ninguna tensión, ningún relajamiento
mensurable; aun cuando excitaba el nervio de una rana, Morgagni no
obtenía ninguna contracción; y en ello confirmaba lo que ya sabían
Boerhaave, Van Swieten, Hoffmann y Haller, todos los adversarios de los
nervios-cuerdas y de las patologías de la tensión o del relajamiento. Pero
los médicos, los practicantes, también ellos ven, y ven otra cosa: ven un
maníaco, músculos contraídos, un rictus en el rostro, los gestos
espasmódicos, violentos, que responden con la más extrema vivacidad a la
menor excitación; ven al género nervioso llegado al último grado de la
tensión. Entre esas dos formas de percepción, la de la cosa modificada y la
de la cualidad alterada, reina un conflicto, oscuramente, en el pensamiento
médico del siglo XVIII.lxxiv Pero, poco a poco, se impone la primera, no sin
llevarse con ella los valores de la segunda. Y esos famosos estados de
tensión, de desecación, de endurecimiento que no veían los fisiólogos, los
ha visto un practicante como Pomme con sus propios ojos, los ha oído con
sus orejas, creyendo triunfar sobre los fisiólogos, y haciendo triunfar, por
ello mismo, la estructura de causalidad que aquéllos trataban de imponer.
Inclinado sobre el cuerpo de una paciente, ha oído las vibraciones de un
género nervioso demasiado irritado; y después de haberlo hecho macerar
en el agua, a razón de doce horas diarias durante diez meses, ha visto
separarse los elementos desecados del sistema y caer en la bañera
«porciones membranosas parecidas a porciones de pergamino
humedecido».lxxv
Triunfan ya las estructuras lineales y perspectivas; no se busca ya una
comunicación cualitativa, no se describe ya ese círculo que se remonta del
efecto y de sus valores esenciales, a una causa que sólo es su significación
traspuesta; se trata solamente de encontrar, para percibirlo,, el
acontecimiento simple que puede terminar, de la manera más inmediata, la
enfermedad. Así pues, la causa próxima de la locura deberá ser una
alteración visible del órgano más cercano del alma, es decir el sistema
nervioso, y, hasta donde sea posible, del cerebro mismo. La proximidad de
la causa no es requerida ya en la unidad de sentido, en la analogía
cualitativa, sino en la vecindad anatómica más rigurosa posible. La causa se
encontrará cuando se haya podido asignar, situar y percibir la perturbación
anatómica o fisiológica —poco importa su naturaleza, poco importa su
forma o la manera en que afecta al sistema nervioso— que sea más
próxima de la unión del alma y del cuerpo. En el siglo xvn la causa más
próxima implica una simultaneidad y un parecido de estructura; en el siglo
XVIII, empieza a implicar una antecedencia sin intermediario y una
vecindad inmediata.
Es con este espíritu como hay que comprender el desarrollo de las
investigaciones anatómicas sobre las causas de la locura. El Sepulchretum
de Bonet, publicado por primera vez en 1679, no proponía aún más que
descripciones cualitativas, en las que las presiones imaginarias y el peso de
los temas teóricos quebrantaban la percepción, cargándola con un sentido
predeterminado. Bonet ha visto, en la autopsia, el cerebro de los maníacos,
seco y quebradizo, el de los melancólicos húmedo y congestionado de
humores; en la demencia, la sustancia cerebral estaba muy rígida o, por el
contrario, excesivamente relajada, pero en un caso y otro, desprovista de
elasticidad.lxxvi Casi medio siglo después, los análisis de Meckel todavía
están emparentados con el mismo mundo: la cualidad aun es cuestión de la
sequedad de los maníacos, de la pesadez y la humedad de los melancólicos.
Pero esas cualidades deben ser percibidas ahora, y con una percepción
purificada de toda aprehensión sensible por el rigor de la medida. El estado
del cerebro ya no representa la otra versión, la traducción sensible de la
locura; es como un acontecimiento patológico y alteración esencial que
provoca la locura.
Es sencillo el principio de las experiencias de Meckel. Recorta en la
sustancia del cerebro y del cerebelo unos cubos de «9, 6 y 3 líneas, pie de
París en todos sentidos». Puede observar que un cubo de 6 líneas cortado
del cerebro de una persona muerta en plena salud, que jamás padeció
enfermedad grave, pesa un dracma 5 granos; en un joven muerto de tisis,
el cerebro pesa solamente un dracma 3 granos y 3 cuartos, y el cerebelo un
dracma 3 granos. En un caso de pleuresía, en un anciano, el peso del
cerebro era el normal, y el del cerebelo un poco inferior. Primera
conclusión: el peso del cerebro no es constante, varía con los diferentes
estados patológicos. En segundo lugar: puesto que el cerebro es más ligero
en las enfermedades de agotamiento como la tisis, el cerebelo en las
enfermedades donde los humores y los fluidos corren por el cuerpo, la
densidad de esos órganos debe ser atribuida a «la inundación de los
pequeños canales que se encuentran allí». Ahora bien, en los insensatos se
encuentran modificaciones del mismo orden. Al hacer la autopsia a una
mujer «que había sido maníaca y estúpida sin intervalos durante 15 años»,
Meckel ha verificado que «la sustancia ceniza» de su cerebro era
exageradamente pálida, la sustancia medular muy blanca; «era tan dura
que no se la pudo cortar en pedazos, y tan elástica que la impresión del
dedo no duraba nada; se parecía a la clara de un huevo duro». Un cubo de 6
líneas cortado en esta sustancia medular pesaba un dracma 3 granos; el
cuerpo calloso tenía una densidad aún menor; un cubo arrancado del
cerebelo pesaba, como para el cerebro, un dracma 3 granos, pero las otras
formas de alienación conllevan otras modificaciones; una mujer joven,
después de haber estado «loca con intervalos» había muerto furiosa; su
cerebro parecía denso al tacto; la túnica aracnoide recubría un serum
rojizo; pero la propia sustancia medular estaba desecada y elástica; pesaba
un dracma 3 granos. Hubo que concluir, pues, que «la sequedad de los
canales medulares puede perturbar los movimientos del cerebro y, por
consecuencia, el uso de la razón» y que, a la inversa, «el cerebro se presta
tanto más a los usos a los que está destinado cuanto más propios a la
secreción del fluido nervioso son sus canales medulares».lxxvii
Poco importa el horizonte teórico en el cual se destacan los trabajos de
Meckel, o su hipótesis de un jugo nervioso secretado por el cerebro, cuyas
perturbaciones provocarían la locura. Por el momento, lo esencial es la
forma nueva de causalidad que ya asoma en esos análisis. Causalidad que
ya no está atada al simbolismo de las cualidades, en la tautología de las
significaciones transpuestas en que aún se encontraba en las obras de
Bonet; ahora, causalidad lineal, en que la alteración del cerebro es un
acontecimiento considerado en sí mismo como un fenómeno que tiene sus
propios valores locales y cuantitativos, siempre observables cu una
percepción organizada. Entre esta alteración y los síntomas de la locura no
hay otra pertenencia, no hay otro sistema de comunicación que una
extrema proximidad: la que hace del cerebro el órgano vecino del alma. La
perturbación cerebral tendrá, pues, su estructura propia —estructura
anatómica abierta a la percepción— y la perturbación del espíritu sus
manifestaciones singulares. La causalidad las yuxtapone, no traspone
elementos cualitativos de la una a la otra. Las autopsias de Meckel no se
derivan de una metodología materialista; no cree ni más ni menos que sus
predecesores y sus contemporáneos en la determinación de la locura por
una afección orgánica; coloca el cuerpo y el alma en un orden de vecindad y
de sucesión causal que no autoriza ni regreso ni trasposición ni
comunicación cualitativa.
Vemos destacarse más completamente aún esta estructura en Morgagni y
en Cullen. En sus análisis la masa cerebral ya no desempeña el sencillo
papel de punto de aplicación privilegiado de la causalidad; se convierte, en
sí misma, en un espacio causal diferenciado y heterogéneo, que desarrolla
sus estructuras anatómicas y fisiológicas, determinando en ese juego
espacial las variadas formas de la locura. Morgagni hace observar que muy
a menudo en los casos de manía o de furor en que el cerebro es de una
consistencia extraordinariamente dura y firme, el cerebelo, por el contrario,
conserva su flexibilidad habitual; que, aun en ciertos casos agudos, a
diferencia del cerebro, es «extremadamente blando y relajado». A veces las
diferencias se sitúan en el interior del propio cerebro; «en tanto que una
parte es más dura y más firme que de ordinario, otras partes son
extremadamente blandas».lxxviii Cullen sistematiza esas diferencias, y hace
de las diversas partes del cerebro el aspecto principal de las perturbaciones
orgánicas de la locura. Para que el cerebro esté en estado normal, es
necesario que su estado de excitación sea homogéneo en sus diferentes
regiones: sea un estado de excitación elevado (como en la vigilia), sea un
estado de excitación menor o de colapso, como en el sueño. Pero si la
excitación o el colapso están desigualmente repartidos en el cerebro, si se
mezclan formando una red heterogénea de sectores excitados y de sectores
dormidos, se producen, si el sujeto está dormido, sueños, si está despierto,
crisis de locura. Habrá entonces una locura crónica cuando esos estados de
excitación y de colapso desiguales se mantengan constantemente en el
cerebro, solidificados en cierta manera en su sustancia misma. Por ello en el
examen anatómico el cerebro de los locos muestra partes duras,
congestionadas, y otras, por el contrario, blandas y en un estado de
relajación más o menos completo.lxxix
Puede verse la evolución que, en el curso de la época clásica, ha sufrido la
noción de causa próxima, o, antes bien, la significación que toma la
causalidad en el interior mismo de esta noción. Reestructuración que hará
posibles, en la época siguiente, el materialismo, el organicismo, en todo
caso el esfuerzo de determinación de las localizaciones cerebrales; pero
que, por el momento, no significa ningún proyecto de ese género. Se trata
de mucho más y de mucho menos. Mucho menos que la irrupción de un
materialismo; pero mucho más, puesto que se encuentra desatada la forma
de causalidad que desde el siglo XVII organizaba las relaciones del alma y
del cuerpo; se ha separado del ciclo cerrado de las cualidades, y situado en
la perspectiva abierta de un encadenamiento más enigmático y más sencillo
a la vez, que coloca en un orden de sucesión inamovible el espacio cerebral
y el sistema de los signos psicológicos. Por una parte, se han roto todas las
comunicaciones significativas; pero, por otra, el conjunto del cuerpo ya no
es convocado para formar la estructura de la causa próxima; tan sólo el
cerebro, como órgano que más se aproxima al alma, y aun algunos de sus
segmentos privilegiados, recogen el conjunto de lo que, en adelante, pronto
dejará de llamarse causas próximas.
Ahora bien, es una evolución exactamente inversa la que sufre, durante el
mismo periodo, la noción de causa lejana. Al principio quedaba definida por
la sola antecedencia: relación de vecindad que, sin excluir cierta
arbitrariedad, no agrupa apenas más que coincidencias y cruzamientos de
hechos, o inmediatas transformaciones patológicas. Ettmüller da un ejemplo
significativo al enumerar las causas de las convulsiones: el cólico nefrítico,
los humores ácidos de la melancolía, el nacimiento durante el eclipse de
Luna, la vecindad de las minas de metal, la cólera de las nodrizas, los frutos
de otoño, el estreñimiento, los nudos de nísperos en el recto y, de manera
más inmediata, las pasiones, sobre todo las del amor.lxxx Poco a poco se
enriquece ese mundo de las causas lejanas, conquista regiones nuevas, se
exhibe en una multiplicidad innumerable. Pronto está invadido todo el
dominio orgánico, y casi no hay perturbaciones, secreciones inhibidas o
exageradas, funcionamiento desviado que no puedan inscribirse en el
registro de las causas lejanas de la locura; Whytt nota particularmente las
ventosidades, las flemas o secreciones, la presencia de gusanos, «los
alimentos de mala calidad o tomados en cantidad demasiado grande o
demasiado pequeña… las obstrucciones escirrosas o de otro género».lxxxi
Todos los acontecimientos del alma, siempre que sean un poco violentos, o
exageradamente intensos, pueden convertirse en causas lejanas de la
locura: «las pasiones del alma, las contenciones de espíritu, los estudios
forzados, las meditaciones profundas, la cólera, la tristeza, el temor, los
pesares largos y punzantes, el amor despreciado…»lxxxii Finalmente, el
mundo exterior, en sus variaciones o sus excesos, en sus violencias o en
sus artificios, fácilmente puede provocar la locura, y el aire si es demasiado
cálido, demasiado frío o demasiado húmedo,lxxxiii el clima en ciertas
condiciones,lxxxiv la vida en sociedad, «el amor de las ciencias y la cultura de
las letras mucho más extendidas… el aumento del lujo que entraña una
vida mucho más muelle para los señores y para los domésticos»,lxxxv la
lectura de novelas, los espectáculos de teatro, todo lo que hace trabajar la
imaginación.lxxxvi En suma, casi nada escapa del círculo cada vez mayor de
las causas lejanas; el mundo del alma, el del cuerpo, el de la naturaleza y el
de la sociedad constituyen una inmensa reserva de causas, en que diríase
que los autores del siglo XVIII gustan de abrevar continuamente, sin gran
afán de observación ni de organización, tan sólo siguiendo sus preferencias
teóricas o ciertas opciones morales. Dufour, en su Tratado del
entendimiento, recibe, casi sin detallarlas, la mayoría de las causas que han
sido acreditadas en su época: «Las causas evidentes de la melancolía son
todo aquello que fija, agota y perturba esos espíritus; grandes y súbitos
temores, violentas afecciones del alma causadas por transportes de alegría
o por vivas afecciones, largas y profundas meditaciones sobre un mismo
objeto, un amor violento, la vigilia, y todo ejercicio vehemente del espíritu
ocupado especialmente durante la noche; la soledad, el temor, la afección
histérica, todo lo que impide la formación, la reparación, la circulación, las
diversas secreciones y excreciones de la sangre, particularmente en el bazo,
el páncreas, el epiplón, el estómago, el mesenterio, los intestinos, los
pezones, el hígado, el útero, los vasos hemorroidales; consecuentemente, el
mal hipocondriaco, las enfermedades agudas mal curadas, principalmente el
frenesí y el causón, todas las medicaciones o excreciones demasiado
abundantes o suprimidas, y en consecuencia el sudor, la leche, los
menstruos, los loquios, el tialismo y la sarna pustulosa. El dispermatismo
produce comúnmente el delirio llamado erótico o erotomanía; los alimentos
fríos, terrestres, tenaces, duros, secos, austeros, astringentes, las bebidas
similares, los frutos crudos, la materias harinosas sin fermentar, un calor
que quema la sangre por su gran duración y violencia, un aire sombrío,
cenagoso, estancado; la disposición del cuerpo negro peludo, seco, frágil,
masculino, la flor de la edad, el espíritu vivo, penetrante, profundo,
estudioso.» lxxxvii
Esta extensión casi infinita de las causas lejanas se ha convertido, a fines
del siglo XVIII, en un hecho evidente; en el momento de la gran reforma
del internamiento, uno de los pocos conocimientos que haya sido
transferido tal cual, sin alteración, del saber teórico: la nueva práctica asilar
es justamente la polivalencia y la heterogeneidad del encadenamiento
causal en la génesis de la locura. Analizando ya los alienados de Bedlan
durante el periodo que va de 1772 a 1787, Black había indicado las
siguientes etiologías: «disposición hereditaria; embriaguez; exceso de
estudio; fiebres; sucesión de partos; obstrucción de las visceras;
contusiones y fracturas; enfermedades venéreas; viruelas; úlceras secadas
demasiado pronto; reveses, inquietudes, penas; amor; celos; exceso de
devoción y de fidelidad a la secta de los metodistas; orgullo».lxxxviii Algunos
años después Giraudy hará al ministro del Interior un informe sobre la
situación de Charenton en 1804, en que declara haber podido obtener
«información segura» que le ha permitido, en 476 casos, establecer la causa
de la enfermedad: «151 han caído enfermos a causa de afecciones vivas del
alma, como los celos, el amor contrariado, la alegría llevada al exceso, la
ambición, el temor, el terror, las penas violentas; 52 por disposición
hereditaria; 28 por onanismo; 3 por virus sifilítico; 12 por abuso de los
placeres de Venus; 31 por abuso de bebidas alcohólicas; 12 por abuso de
las facultades intelectuales; dos por la presencia de gusanos en el intestino;
uno por repercusión de la sarna; cinco por repercusión del herpes; 29 por
metástasis lechosa; dos por insolación.»lxxxix
La lista de las causas lejanas de la locura no deja de aumentar; el siglo
XVIII las enumera sin orden ni privilegio, en una multiplicidad poco
organizada. Y sin embargo, no está seguro de que ese mundo causal sea
tan anárquico como lo parece. Y si esta multiplicidad se despliega
indefinidamente no es, sin duda, en un espacio heterogéneo y caótico. Un
ejemplo nos permitirá captar el principio organizador que agrupa esta
variedad de las causas y que asegura su coherencia secreta.
El lunatismo era un tema constante, nunca refutado, en el siglo XVI;
frecuente aún en el curso del XVII, desaparece poco a poco; en 1707 Le
Francois sostiene una tesis: «Estne aliquod lunae in corpora humana
imperium?»; después de una larga discusión, la Facultad da una respuesta
negativa.xc Pero rara vez en el curso del siglo XVIII se cita a la Luna entre
las causas, así sean accesorias, así sean coadyuvantes, de la locura. Ahora
bien, a fines del siglo reaparece el tema, quizá bajo la influencia de la
medicina inglesa que no lo había olvidado por completo,xci y Daquin,xcii y
después Leuretxciii y Guislainxciv admitirán la influencia de la Luna sobre las
fases de la excitación maniática, o al menos sobre la agitación de los
enfermos. Pero lo esencial no está tanto en el regreso del tema mismo
como en la posibilidad y las condiciones de su reaparición. Resurge, en
efecto, completamente transformado y cargado de significados que no
poseía antes. En su forma tradicional designaba una influencia inmediata —
coincidencia en el tiempo y cruzamiento en el espacio— cuyo modo de
acción estaba situado por completo en poder de los astros. Para Daquin, por
el contrario, la influencia de la Luna se despliega según toda una serie de
mediaciones que se jerarquizan y se envuelven alrededor del hombre
mismo. La Luna actúa sobre la atmósfera con tal intensidad que puede
poner en movimiento una masa tan pesada como el océano. Ahora bien, el
sistema nervioso es, de todos los elementos de nuestro organismo, el más
sensible a las variaciones de la atmósfera, puesto que el menor cambio de
temperatura, la menor variación de humedad y sequedad pueden repercutir
grandemente sobre él. Con mayor razón la Luna, cuyo curso perturba tan
profundamente la atmósfera, actuará con violencia sobre las personas cuya
fibra nerviosa sea particularmente delicada: «Siendo la locura una
enfermedad absolutamente nerviosa, por lo tanto el cerebro de los locos
debe ser infinitamente más susceptible a la influencia de esta atmósfera que
recibe, ella misma, grados de intensidad según las diferentes posiciones de
la Luna por relación a la Tierra.»xcv
A fines del siglo XVIII el lunatismo vuelve a encontrarse, como más de un
siglo antes, «al abrigo de toda refutación razonable». Pero en un estilo
totalmente distinto; ya no es tanto la expresión de un poder cósmico, sino
signo de una sensibilidad particular del organismo humano. Si las fases de
la Luna pueden tener una influencia sobre la locura es porque alrededor del
hombre se han agrupado elementos a los cuales, sin tener siquiera una
sensación consciente, es oscuramente sensible. Entre la causa lejana y la
locura se han insertado, por una parte, la sensibilidad del cuerpo; por otra
parte, el medio al cual es sensible, designando ya una cuasi-unidad, un
sistema de pertenencia que organiza, en una nueva homogeneidad, el
conjunto de las causas lejanas alrededor de la locura. Así pues, el sistema
de las causas ha sufrido una doble evolución en el curso del siglo XVIII; las
causas próximas no han dejado de acercarse, instituyendo entre el alma y
el cuerpo una relación lineal, que borraba el antiguo ciclo de trasposición de
las cualidades. Al mismo tiempo, las causas lejanas no dejaban, al menos
en apariencia, de aumentar, de multiplicarse y de dispersarse; pero, de
hecho, bajo este ensanchamiento se designaba una unidad nueva, una
nueva forma de vínculo entre el cuerpo y el mundo exterior. En el curso del
mismo periodo, el cuerpo se convertía, a la vez, en un conjunto de
localizaciones diferentes para sistemas de causalidades lineales, y en la
unidad secreta de una sensibilidad que remite a sí misma las influencias
más diversas, más lejanas, más heterogéneas del mundo exterior. Y la
experiencia médica de la locura se desdobla según esa nueva separación:
fenómeno del alma provocado por un accidente o una perturbación del
cuerpo; fenómeno del ser humano entero —alma y cuerpo ligados en una
misma sensibilidad—, determinado- por una variación de las influencias que
sobre él ejerce el medio: afección local del cerebro y perturbación general
de la sensibilidad. Se puede y se debe buscar al mismo tiempo la causa de
la locura en la anatomía del cerebro y en la humedad del aire, o el retorno
de las estaciones o las exaltaciones de las lecturas novelescas. La precisión
de la causa próxima no contradice la generalidad difusa de la causa lejana.
Una y otra no son más que los términos extremos de un solo y mismo
movimiento: la pasión.
La pasión figura entre las causas lejanas, en el mismo plano que todas las
demás. Pero, de hecho, en profundidad, también desempeña otro papel; y
si pertenece, en la experiencia de la locura, al ciclo de la causalidad,
desencadena un segundo ciclo, más próximo, sin duda, de lo esencial.
El papel fundamental de la pasión lo esbozaba Sauvage haciendo de ella
una causa más constante, más obstinada y como mejor merecida de la
locura: «La desviación de nuestro espíritu no viene más que del hecho de
que nos entregamos ciegamente a nuestros deseos, de que no sabemos
refrenar nuestras pasiones ni moderarlas. De allí esos delirios amorosos,
esas antipatías, esos gustos depravados, esa melancolía que causa la pena,
esos arrebatos que en nosotros produce un rechazo, esos excesos en la
bebida, la comida, esas incomodidades, esos vicios corporales que causan la
locura que es la peor de todas las enfermedades.» xcvi Pero ello no es aún
más que la presencia moral de la pasión; se trata, de manera confusa, de
su responsabilidad; pero a través de esta denuncia, a lo que realmente se
apunta es a la pertenencia muy radical de los fenómenos de la locura a la
posibilidad misma de la pasión.
Antes de Descartes, y mucho tiempo después de haberse borrado su
influencia de filósofo y de fisiólogo, la pasión no ha dejado de ser la
superficie de contacto entre cuerpo y alma; el punto en que se encuentran
la actividad y la pasividad de ésta y de aquél, siendo, a la vez, el límite que
se imponen recíprocamente y su lugar de comunicación.
Unidad que la medicina de los humores concibe, sobre todo, como
causalidad recíproca. «Las pasiones necesariamente causan ciertos
movimientos en los humores; la cólera agita la bilis, la tristeza, la
melancolía, y los movimientos de los humores a veces son tan violentos que
trastornan toda la economía del cuerpo y llegan a causar la muerte; además
de ello, las pasiones aumentan la cantidad de los humores; la cólera
multiplica la bilis, la tristeza, la melancolía. Los humores que se han
acostumbrado a ser agitados por ciertas pasiones disponen a esas mismas
pasiones a aquellos en quienes abundan y a pensar en los objetos que
ordinariamente los excitan; la bilis dispone a la cólera y a pensar en
aquellos a quienes se odia. La melancolía dispone a la tristeza y a pensar en
las cosas molestas; la sangre bien templada dispone a la alegría.» xcvii
La medicina de los espíritus sustituye ese determinismo vago de la
«disposición» por el rigor de una transmisión mecánica de los movimientos.
Si las pasiones sólo son posibles en un ser que tenga un cuerpo, y un
cuerpo que no sea enteramente penetrable por la luz de su espíritu y por la
transparencia inmediata de la voluntad, es en la medida en que, en
nosotros y sin nosotros, la mayor parte del tiempo a pesar nuestro, los
movimientos del espíritu obedecen a una estructura mecánica que es la del
movimiento de los espíritus. «Antes de ver el objeto de la pasión, los
espíritus animales estaban expandidos por todo el cuerpo para conservar
generalmente todas sus partes; pero ante la presencia del nuevo objeto se
perturba toda esa economía. La mayor parte de los espíritus son empujados
en los músculos de los brazos, de las piernas, del rostro, y de todas las
partes exteriores del cuerpo a fin de ponerlo en la disposición propia a la
pasión que predomina y de darle la apariencia y el movimiento necesarios
para la adquisición del bien o la fuga del mal que se presente.xcviii La pasión
dispone, pues, los espíritus que disponen a la pasión: es decir, bajo el
efecto de la pasión y en presencia de su objeto, los espíritus circulan, se
dispersan y se concentran según una configuración espacial que da
preferencia a la señal del objeto en el cerebro y a su imagen en el alma,
formando así en el espacio corpóreo una especie de figura geométrica de la
pasión que sólo es su trasposición expresiva, pero que igualmente
constituye su fondo causal esencial, puesto que, estando agrupados todos
los espíritus alrededor del objeto de la pasión, o al menos de su imagen, el
espíritu, a su vez, no podrá ya desviar el movimiento de su atención y,
como consecuencia, experimentará la pasión.
Un paso más y todo el sistema se ceñirá a una unidad en que cuerpo y alma
se comuniquen inmediatamente en los valores simbólicos de las cualidades
comunes. Es ello lo que ocurre en la medicina de los sólidos y los fluidos,
que domina la práctica del siglo XVIII. Tensiones y relajamientos, dureza y
flojedad, rigidez y distensión, inundación o sequedad: otros tantos estados
cualitativos del alma tanto como del cuerpo, que remiten, en último lugar, a
una especie de situación pasional indistinta y mixta, que impone sus formas
comunes al encadenamiento de las ideas, al curso de los sentimientos, al
estado de las fibras, a la circulación de los fluidos. El tema de la causalidad
parece aquí demasiado discursivo, los elementos que agrupa están
demasiado separados para que puedan aplicarse sus esquemas. «Las
pasiones vivas como la cólera, la alegría, la codicia», ¿son causas o
consecuencias de la «fuerza excesiva, de la tensión excesiva y de la
elasticidad excesiva de las fibras nerviosas y de la excesiva actividad del
fluido nervioso»? Y, a la inversa, «las pasiones languidecientes, como el
temor, el abatimiento de espíritu, el aburrimiento, la inapetencia, la frigidez
que acompaña a la enfermedad del país, el apetito extraño, la estupidez, la
falla de memoria», ¿no pueden ir tan seguidos como precedidos por «la
debilidad del tuétano del cerebro y de las fibras nerviosas que se
distribuyen en los órganos, del empobrecimiento y de la inercia de los
fluidos»?xcix De hecho, no hay que tratar ya de situar la pasión en el curso de
una sucesión causal, o a medio camino entre lo corporal y lo espiritual;
indica, a un nivel más profundo, que cuerpo y alma se encuentran en una
perpetua relación metamórfica en que las calidades no tienen que ser
comunicadas porque ya son comunes; y en que los hechos de expresión no
necesitan adquirir valor causal, muy simplemente porque alma y cuerpo son
siempre expresión inmediata uno del otro. La pasión ya no está
exactamente en el centro geométrico del conjunto del alma y del cuerpo;
está, un poco antes de ellos, ahí donde su oposición aún no está dada, en
esta región en que se funden a la vez su unidad y su distinción.
Pero a ese nivel la pasión ya no es sencillamente una de las causas, así
fuera privilegiada, de la locura; antes bien, forma la condición de posibilidad
en general. Si es verdad que existe un dominio en las relaciones del alma y
del cuerpo en que causa y efecto, determinismo y expresión se entrecruzan
aún en una trama, tan cerrada que no forman en realidad más que un solo
y mismo movimiento que podrá ser disociado únicamente a continuación. Si
es verdad que antes de la violencia del cuerpo y la vivacidad del alma,
antes de la blandura de las fibras y del relajamiento del espíritu hay
especies de a priori cualitativos aún no separados que imponen,
posteriormente, los mismos valores a lo orgánico y a lo espiritual, se
comprende que pueda haber enfermedades como la locura que, de
principio, sean enfermedades del cuerpo y del alma, enfermedades en que
la afección del cerebro sea de la misma calidad, del mismo origen,
finalmente, de la misma naturaleza que la afección del alma.
La posibilidad de la locura se ofrece en el hecho mismo de la pasión.
Bien es cierto que mucho antes de la época clásica, y durante una larga
sucesión de siglos de los que, sin duda, aún no hemos salido, pasión y
locura se han mantenido cerca una de la otra. Pero dejemos al clasicismo su
originalidad. Los moralistas de la tradición grecolatina habían considerado
justo que la locura fuera el castigo de la pasión; y para mejor asegurarse de
ello, gustaban de hacer de la pasión una locura provisional y atenuada. Pero
la reflexión clásica ha sabido definir entre pasión y locura un nexo que no es
del orden del voto piadoso, de una amenaza pedagógica o de una síntesis
moral; hasta está en ruptura con la tradición, en la medida en que invierte
los términos del encadenamiento; funda las quimeras de la locura sobre la
naturaleza de la pasión; ve que el determinismo de las pasiones no es otra
cosa que una libertad ofrecida a la locura de penetrar en el mundo de la
razón, y que si la unión, que no se pone en cuestión, de alma y cuerpo,
manifiesta en la pasión la finitud del hombre, abre ese mismo hombre, en el
mismo tiempo, al movimiento infinito que le pierde.
Y es que la locura no es simplemente una de las posibilidades dadas por la
unión del alma y del cuerpo, no es, pura y simplemente, una de las
consecuencias de la pasión. Fundada por la unidad del alma y del cuerpo, se
vuelve contra ella y la pone en cuestión. La locura, hecha posible por la
pasión, amenaza por un movimiento que le es propio lo que ha hecho
posible la pasión misma. Es una de esas formas de la unidad en que las
leyes quedan comprometidas, pervertidas, invertidas, manifestando así esta
unidad como evidente y ya dada, pero también como frágil y ya condenada
a su pérdida.
Llega un momento en que, al seguir su curso la pasión, las leyes se
suspenden como por sí mismas, en que el movimiento se detiene
bruscamente, sin que haya habido choque ni absorción de ninguna especie
de la fuerza viva, o bien se propaga en una multiplicación que sólo se
detiene en el colmo del paroxismo. Whytt admite que una emoción viva
puede provocar la locura, exactamente como el choque puede provocar el
movimiento, por la sola razón de que la emoción es a la vez choque en el
alma y sacudimiento de la fibra nerviosa: «Es así como las historias y las
narraciones tristes o capaces de conmover el corazón, un espectáculo
horrible inesperado, la gran pena, la cólera, el terror y las otras pasiones
que ocasionalmente causan una gran impresión, con frecuencia ocasionan
los síntomas nerviosos más súbitos y más violentos.» c Pero —es allí donde
comienza la locura propiamente dicha— ocurre que ese movimiento quede
anulado inmediatamente por su propio exceso y provoque de golpe una
inmovilidad que puede llegar hasta la muerte. Como si en la mecánica de la
locura el reposo no fuera forzosamente un movimiento nulo, sino que
pudiera ser también un movimiento de ruptura brutal consigo mismo, un
movimiento que bajo el efecto de su propia violencia llegara de golpe a la
contradicción y a la imposibilidad de proseguir. «Hay ejemplos de que las
pasiones, siendo muy violentas, hayan hecho nacer una especie de tétanos
o de catalepsia, de manera que la persona pareciera más una estatua que
un ser vivo. Lo que es más, el temor, la aflicción, la alegría, la vergüenza,
llevadas al exceso, más de una vez han ido seguidas de la muerte súbita.»ci
A la inversa, ocurre que el movimiento, pasando del alma al cuerpo y del
cuerpo al alma, se propague indefinidamente en una especie de espacio de
la inquietud, ciertamente más cercano de aquel en que Malebranche ha
colocado las almas que aquel en que Descartes ha situado los cuerpos. Las
agitaciones imperceptibles, provocadas a menudo por un mediocre choque
exterior, se acumulan, se amplifican y terminan por estallar en convulsiones
violentas. Lancisi explicaba ya que los nobles romanos a menudo eran presa
de los vapores —caídas histéricas, crisis hipocondríacas— porque, en la vida
de corte que llevaban, «su espíritu, continuamente agitado entre el temor y
la esperanza, no tenía nunca un instante de reposo».cii Para muchos médicos
la vida de las ciudades, de la corte, de los salones, conduce a la locura por
esta multiplicidad de excitaciones adicionadas, prolongadas, repercutidas
sin cesar, sin que se atenúen nunca.ciii Pero hay en la imagen, con sólo que
sea un poco intensa, y en los eventos que forman su versión orgánica, una
cierta fuerza que, multiplicándose, ha de conducir hasta el delirio, como si
el movimiento, en lugar de perder su fuerza al comunicarse, pudiera
arrastrar otras fuerzas en su estela, y, de esas nuevas complicidades,
obtener un vigor suplementario. Es así como Sauvages explica el nacimiento
del delirio: cierta impresión de temor es vinculada a la asfixia o a la presión
de tal fibra medular; este temor está limitado a un objeto, así como está
estrictamente localizada esta asfixia. A medida que persiste este temor, el
alma le presta mayor atención, aislándolo y separándolo más de todo lo que
no es él. Pero este aislamiento lo refuerza, y el alma, por haberle acordado
una suerte demasiado particular, se inclina a añadirle progresivamente toda
una serie de ideas más o menos alejadas: «Une a esta idea sencilla todas
las que son propicias a nutrirla y aumentarla. Por ejemplo, un hombre que,
al dormir, se figura que se le acusa de un crimen, asocia inmediatamente a
esta idea las de los satélites, de los jueces, de los verdugos, de la horca.» civ
Y, el ser cargada así con todos esos elementos nuevos, el arrastrarlos en su
secuela, da a la idea como un exceso de fuerza que termina por hacerla
irresistible, aun a los esfuerzos mejor concertados de la voluntad.
La locura, que encuentra su posibilidad primera en el hecho de la pasión y
en el despliegue de esta doble causalidad que, partiendo de la pasión
misma, se extiende a la vez sobre el cuerpo y sobre el alma, es al mismo
tiempo pasión suspendida, ruptura de la causalidad, liberación de los
elementos de esta unidad. Participa a la vez de la necesidad de la pasión y
de la anarquía de lo que, desencadenado por esta misma pasión, se
desplaza mucho más allá de ella y llega hasta a negar todo lo que ella
supone. Termina por ser un movimiento de los nervios y de los músculos
tan violento que nada en el curso de las imágenes, de las ideas o de las
voluntades parece corresponder le: es el caso de la manía, cuando
bruscamente se intensifica hasta las convulsiones, o cuando degenera
definitivamente en furor continuo.cv A la inversa, en el reposo o la inercia
del cuerpo puede hacer nacer y luego mantener una agitación del alma, sin
pausa ni alivio, como ocurre en la melancolía, en que los objetos exteriores
no producen sobre el espíritu del enfermo la misma impresión que sobre el
espíritu de un hombre sano; «sus impresiones son débiles y rara vez les
presta él atención; su espíritu está casi totalmente absorto por la vivacidad
de las ideas».cvi
En realidad, esta disociación entre los movimientos exteriores del cuerpo y
el curso de las ideas no indica precisamente que la unidad del cuerpo y del
alma se haya desanudado, ni que los dos recobren en la locura su
autonomía. Sin duda la unidad se ve comprometida en su rigor y en su
totalidad; pero es que se bifurca a lo largo de líneas que, sin suprimirla, la
cortan en sectores arbitrarios; pues cuando la melancolía se fija sobre una
idea delirante, no es sólo el alma la que trabaja, sino el alma con el cerebro,
el alma con los nervios, su origen y sus fibras: todo un segmento de la
unidad del alma y del cuerpo, que se separa así del conjunto y,
especialmente, de los órganos por los cuales se opera la percepción de lo
real. Lo mismo ocurre en las convulsiones y la agitación; el alma no está allí
excluida del cuerpo, pero se ve arrastrada con tal rapidez por él que no
puede guardar todas sus representaciones, que se separa de sus recuerdos,
de sus voluntades, de sus ideas más firmes y que, de tal modo aislada de sí
misma y de todo lo que permanece estable en el cuerpo, se deja arrastrar
por las fibras más móviles; desde entonces, nada en su comportamiento
está adaptado a la realidad, a la verdad o a la sabiduría; las fibras, en su
vibración, bien pueden imitar lo que ocurre en las percepciones, y el
enfermo no podrá hacer la separación: «Las pulsaciones rápidas y
desordenadas de las arterias, o algún otro trastorno, imprimen el mismo
movimiento a las fibras (que en la percepción); representarán como
presentes a objetos que no lo están, como verdaderos aquellos que son
quiméricos.»cvii
En la locura, se fracciona la totalidad del alma y del cuerpo: no según los
elementos que la constituyen metafísicamente, sino de acuerdo con figuras
que se envuelven en una especie de unidad irrisoria de los segmentos del
cuerpo y de las ideas del alma. Fragmentos que aislan al hombre de sí
mismo, pero sobre todo de la realidad; fragmentos que, al separarse, han
formado la unidad irreal de un fantasma, y por la virtud misma de esta
autonomía se imponen a la verdad. «La locura no consiste más que en el
desorden de la imaginación.» cviii En otros términos, comenzando con la
pasión, la locura no es más que un movimiento vivo en la unidad racional
del alma y del cuerpo; es el nivel de lo irrazonable; pero ese movimiento
pronto escapa de la razón de la mecánica y, en sus violencias, en sus
estupores, en sus propagaciones insensatas, se convierte en movimiento
irracional; y es entonces cuando, escapando de la pesadez de la verdad y
de sus coacciones, se separa lo irreal. Y por ello mismo se encuentra
indicado por nosotros el tercer ciclo que ahora hay que recorrer. Ciclo de las
quimeras, de los fantasmas y del error. Después del de la pasión, el del no
ser.
Escuchemos lo que se dice en esos fragmentos fantásticos.
La imagen no es locura. Aunque sea cierto que en lo arbitrario del fantasma
la alienación encuentra la primera abertura sobre su vana libertad, la locura
sólo empieza un poco más allá, en el momento en que el espíritu se liga a
ese arbitrario y queda prisionero de esa aparente libertad. En el momento
mismo en que se sale de un sueño se puede verificar bien: «Me figuro que
estoy muerto»; con ello se denuncia y se mide lo arbitrario de la
imaginación; no se está loco. Habrá locura cuando el sujeto plantee la
afirmación de que está muerto y que hará valer como verdad el contenido
aún neutro de la imagen «estoy muerto». Y así como la conciencia de la
verdad no es arrastrada por la sola presencia de la imagen, sino en el acto
que imita, confronta, unifica o disocia la imagen, asimismo la locura no
arrancará más que en el acto que da valor de verdad a la imagen. Hay una
inocencia originaria de la imaginación: Imaginatio ipsa non errat quia ñeque
negat ñeque affirmat, sed fixatur tantum in simplici contemplatione
phantasmatis;cix y sólo el espíritu puede hacer que lo que está dado en la
imagen se convierta en abusiva verdad, es decir error, o error reconocido,
es decir verdad: «Un hombre ebrio cree ver dos candelas donde sólo hay
una; el que padece un estrabismo y cuyo espíritu está cultivado reconoce
inmediatamente su error y se habitúa a ver sólo una.» cx La locura está,
pues, más allá de la imagen, y sin embargo está profundamente hundida en
ella; pues consiste solamente en hacerla valer espontáneamente como
verdad total y absoluta; el acto del hombre razonable que, con o sin razón,
juzga verdadera o falsa una imagen está más allá de esta imagen, la
desborda y la mide con lo que no es ella; el acto del hombre loco sólo
abarca la imagen que se presenta; se deja conquistar por su inmediata
vivacidad y no la sostiene con su afirmación más que en la medida en que
está envuelto por ella: «Gran cantidad de personas, por no decir todas, sólo
caen en la locura por haberse preocupado demasiado de un objeto.» cxi En el
interior de la imagen, confiscada por ella e incapaz de escapar, la locura es,
sin embargo, más que ella, formando un acto de constitución secreta.
iQué es este acto? Acto de creencia, acto de afirmación y de negación,
discurso que sostiene la imagen y al mismo tiempo la trabaja, la ahueca, la
distiende a lo largo de un razonamiento y la organiza alrededor de un
segmento de lenguaje. No está loco el hombre que se imagina ser de vidrio;
pues cualquiera, en sueños, puede tener esta imagen; pero está loco si,
creyendo que es de vidrio, concluye que es frágil, que corre riesgo de
romperse, que no debe tocar ningún objeto resistente, y aun que debe
permanecer inmóvil, etc.cxiiEstos razonamientos son de un loco; pero aún
hay que notar que, en sí mismos, no son ni absurdos ni ilógicos. Por el
contrario, las figuras más concluyentes de la lógica se encuentran
correctamente aplicadas. Y Zacchias no tiene ningún trabajo en
encontrarlas, con todo su rigor, en los alienados. Silogismo, en uno que se
dejaba morir de hambre: «Los muertos no comen; ahora bien, yo estoy
muerto; por tanto, no debo comer.» Inducción indefinidamente prolongada
en un perseguido: «Tal, tal y tal son mis enemigos; ahora bien, todos ellos
son hombres, por tanto, todos los hombres son mis enemigos.» Entimema
en este otro: «La mayor parte de quienes han habitado esta casa han
muerto, por lo tanto, yo, que he habitado esta casa, estoy muerto.» cxiii
Maravillosa lógica de los locos que parece burlarse de la de los lógicos
puesto que se parece a ella hasta confundirse, o, antes bien, porque es
exactamente la misma y que, en lo más secreto de la locura, en el
fundamento de tantos errores, de tantos absurdos, de tantas palabras y de
gestos sin sucesión, se descubre finalmente la perfección, profundamente
escondida, de un discurso. «Ex quibus, concluye Zacchias, vides quidem
intellectum optime discurrere.» El lenguaje último de la locura es el de la
razón, pero envuelto en el prestigio de la imagen, limitado al espacio de
apariencia que ella define, formando así los dos, fuera de la totalidad de las
imágenes y de la universalidad del discurso, una organización singular,
abusiva, cuya particularidad obstinada constituye la locura. A decir verdad,
ésta no se encuentra por completo en la imagen, que por sí misma no es
verdadera ni falsa, ni razonable ni loca, tampoco está en el razonamiento
que es forma simple, no revelando más que las figuras indudables de la
lógica. Y sin embargo la locura está en una y otra. En una figura particular
de su relación.
Pongamos un ejemplo tomado de Diemerbroek. Un hombre se veía afligido
por una profunda melancolía. Como todos los melancólicos, su espíritu
estaba enfocado a una idea fija, y esta idea era para él ocasión de una
tristeza continuamente renovada. Se acusaba de haber matado a su hijo; y,
en el exceso de sus remordimientos, decía que para su castigo, Dios había
colocado a su lado un demonio encargado de tentarlo como el que había
tentado al Señor. Él veía ese demonio, conversaba con él, escuchaba sus
reproches y le replicaba. No podía comprender que todo el mundo que lo
rodeaba se negaba a admitir esta presencia. Tal es, pues, la locura: este
remordimiento, esta creencia, esta alucinación, estos discursos; en suma,
todo ese conjunto de convicciones y de imágenes que constituyen un
delirio. Ahora bien, Diemerbroek trata de saber cuáles son las «causas» de
esta locura, cómo ha podido nacer. Y se entera de esto: el hombre había
llevado su hijo a bañarse, y el muchacho se había ahogado. Desde entonces
el padre se había considerado como responsable de esta muerte. Así pues,
se puede reconstituir de la manera siguiente el desarrollo de esta locura:
juzgándose culpable, el hombre se dice que el homicidio es execrable al
Dios todopoderoso; de allí ocurre a su imaginación que está condenado por
toda la eternidad; y como sabe que el mayor suplicio de la condenación
consiste en ser entregado a Satanás, se dice que «se le ha asignado un
demonio horrible». Aún no ve ese demonio, pero como «no se aparta de
este pensamiento» que siempre tiene por «muy verídico, impone a su
cerebro cierta imagen de ese demonio; esta imagen se ofrece a su alma por
la acción del cerebro y de los espíritus, con tal evidencia, que cree ver
continuamente al demonio mismo».cxiv
Así pues, hay en la locura tal como la analiza Diemerbroek dos niveles: uno,
el que se manifiesta a los ojos de todos: una tristeza sin fundamento en un
hombre que se acusa erróneamente de haber asesinado a su hijo: una
imaginación depravada que se representa demonios; una razón
desmantelada que conversa con un fantasma. Pero más profundamente se
encuentra una organización rigurosa que sigue la armadura sin falla de un
discurso. Ese discurso, en su lógica, apela en él a las creencias más sólidas,
avanza por juicios y razonamientos que se encadenan; es una especie de
razón en acto. En suma, bajo el delirio desordenado y manifiesto reina el
orden de un delirio secreto. Y en ese segundo delirio, que es, en un sentido,
pura razón, razón liberada de todos los oropeles exteriores de la demencia,
se recoge la paradójica verdad de la locura. Y esto en un sentido doble,
puesto que se encuentra allí, a la vez, lo que hace que la locura sea
verdadera (lógica irrecusable, discurso perfectamente organizado,
encadenamiento sin falla en la trasparencia de un lenguaje virtual) y lo que
la hace verdaderamente locura (su naturaleza propia, el estilo
rigurosamente particular de todas sus manifestaciones y la estructura
interna del delirio).
Pero más profundamente aún, ese lenguaje delirante es verdad última de la
locura en la medida en que es su forma organizadora, el principio
determinante de todas sus manifestaciones, sean las del cuerpo o las del
alma. Pues si el melancólico de Diemerbroek conversa con su demonio, es
porque la imagen de éste ha quedado profundamente grabada por el
movimiento de los espíritus en la materia siempre dúctil del cerebro. Pero a
su vez esa figura orgánica no es más que el anverso de un afán que ha
obsesionado el espíritu del enfermo; representa como la sedimentación en
el cuerpo de un discurso indefinidamente repetido a propósito del castigo
que Dios debe reservar a los pecadores culpables de homicidio. El cuerpo y
los rastros que oculta, el alma y las imágenes que percibe no son aquí más
que etapas en la sintaxis del idioma delirante.
Y, por temor de que se nos reproche centrar todo este análisis sobre una
sola observación debida a un solo autor (observación privilegiada, puesto
que se trata de un delirio melancólico), buscaremos la confirmación de ese
papel fundamental del discurso delirante en la concepción clásica de la
locura, en otro autor, en otra época y a propósito de una enfermedad muy
distinta. Se trata de un caso de «ninfomanía» observado por Bienville. La
imaginación de una muchacha, «Julia», había sido inflamada por lecturas
precoces y mantenida por la conversación de una sirvienta «iniciada en los
secretos de Venus. .. virtuosa Inés a ojos de la madre, pero intendenta cara
y voluptuosa de los placeres de la hija». Sin embargo, contra esos deseos
nuevos para ella, Julia lucha con todas las impresiones que ha recibido en el
curso de su educación. Al lenguaje seductor de las novelas opone las
lecciones aprendidas de la religión y de la virtud; y sea cual sea la vivacidad
de su imaginación, ella no sucumbe a la enfermedad mientras conserva «la
fuerza de hacerse a sí misma este razonamiento: no es lícito ni honesto
obedecer a una pasión tan vergonzosa».cxv Pero las ideas culpables, las
lecturas peligrosas se multiplican; a cada momento hacen más viva la
agitación de las fibras que se debilitan; entonces el lenguaje fundamental
por el cual había ella resistido hasta entonces va borrándose poco a poco:
«Sólo la naturaleza había hablado hasta entonces; pero pronto la ilusión, la
quimera y la extravagancia desempeñaron su papel; ella adquirió por fin la
fuerza desdichada de aprobar en ella esta máxima horrible: nada es tan
bello ni tan dulce como obedecer a los deseos amorosos.» Ese discurso
fundamental abre las puertas a la locura: la imaginación se libera, los
apetitos no dejan de crecer, las fibras llegan al último grado de la irritación.
El delirio, en su forma lapidaria de principio moral, la conduce directamente
a convulsiones que pueden poner en peligro la vida misma.
Al término de este último ciclo que había comenzado con la libertad del
fantasma y que se cierra ahora sobre el rigor de un lenguaje delirante,
podemos concluir:
En la locura clásica existen dos formas de delirio. Una forma particular,
sintomática, propia de algunas de las enfermedades del espíritu,
singularmente de la melancolía. En ese sentido, bien puede decirse que hay
enfermedades con o sin delirio. En todo caso, ese delirio es siempre
manifiesto, forma parte integrante de los signos de la locura; es inmanente
a su verdad y sólo constituye un sector de ésta. Mas existe otro delirio que
no aparece siempre, que no está formulado por el enfermo mismo en el
curso de la enfermedad, pero que no puede dejar de existir a los ojos de
aquel que, buscando la enfermedad a partir de sus orígenes, trata de
formular su enigma y su verdad.
2° Ese delirio implícito existe en todas las alteraciones del espíritu, aun
donde menos se le esperaría. Allí donde sólo se trata de gestos silenciosos,
de violencias sin palabras, de extrañezas de la conducta, no hay duda, para
el pensamiento clásico, de que un delirio se encuentra continuamente
subyacente, uniendo cada uno de esos signos particulares a la esencia
general de la locura. El Diccionario de james invita expresamente a
considerar como delirantes a «los enfermos que pecan por defectos o por
excesos de algunas de sus acciones voluntarias, de una manera contraria a
la razón y a la decencia; como cuando su mano se emplea, por ejemplo, en
arrancar copos de lana o en una acción semejante a la que sirve para
atrapar moscas; o cuando un enfermo actúa contra su costumbre y sin
ninguna causa, o que habla demasiado, o demasiado poco, contra lo
habitual en él; que diga palabras obscenas, siendo, en estado de salud,
medido y decente en sus discursos, y que profiera palabras sin ninguna
ilación, que respire más suavemente de lo necesario o que descubra sus
partes naturales en presencia de quienes lo rodean. Consideramos también
como en estado de delirio a aquellos cuyo espíritu está afectado por algún
trastorno en los órganos de los sentidos o que hacen de ellos un empleo
que no es el ordinario, por ejemplo, cuando un enfermo se ve privado de
alguna acción voluntaria o actúa a contra-tiempo».cxvi
3° Así comprendido, el discurso cubre todo el dominio de extensión de la
locura. Locura, en el sentido clásico, no designa tanto un cambio
determinado en el espíritu o en el cuerpo, sino la existencia bajo las
alteraciones del cuerpo, bajo la extrañeza de la conducta y de las palabras,
de un discurso delirante. La definición más sencilla y más general que
pueda darse de la locura clásica es el delirio: «Esta palabra se deriva de lira,
un surco; de manera que deliro significa propiamente apartarse del surco,
del recto camino de la razón».cxvii Que no se asombre nadie desde entonces
de ver a los nosógrafos del siglo XVIII clasificar a menudo el vértigo entre
las locuras, y más rara vez las convulsiones histéricas; y es que detrás de
éstas a. menudo es imposible encontrar la unidad de un discurso, mientras
que en el vértigo se perfila la afirmación delirante que el mundo realmente
está girando.cxviii Ese delirio es la condición necesaria y suficiente para que
una enfermedad sea llamada locura.
4° El lenguaje es la estructura primera y última de la locura. Es su forma
constituyente; sobre él reposan todos los ciclos en que ella enuncia su
naturaleza. El que la esencia de la locura pueda definirse finalmente en la
estructura simple de un discurso no la reduce a una naturaleza puramente
psicológica, sino que le da imperio sobre la totalidad del alma y del cuerpo;
ese discurso es a la vez lenguaje silencioso que el espíritu utiliza consigo
mismo en la verdad que le es propia, y articulación visible en los
movimientos del cuerpo. El paralelismo, las complementaridades, todas las
formas de comunicación inmediata que hemos visto manifestarse, en la
locura, entre el alma y el cuerpo, están suspendidas en ese solo lenguaje y
sus poderes. El movimiento de la pasión que prosigue hasta romperse y
retornarse contra sí mismo, el surgimiento de la imagen, y las agitaciones
del cuerpo que eran sus concomitantes visibles, todo ello, en el momento
mismo en que tratamos de restituirlo estaba animado secretamente ya por
ese lenguaje. Si el determinismo de la pasión se ha sobrepasado y
desanudado en la fantasía de la imagen, si, en cambio, la imagen ha
arrastrado a todo el mundo de las creencias y de los deseos, es porque el
lenguaje delirante ya estaba presente, discurso que liberaba la pasión de
todos sus límites y se adhería con todo el peso aplastante de su afirmación
a la imagen que se liberaba.
Ese delirio, que es al mismo tiempo del cuerpo y del alma, del lenguaje y de
la imagen, de la gramática y de la psicología, es en él donde acaban y
comienzan todos los ciclos de la locura. Es él, cuyo sentido riguroso los
organizaba desde el principio. Es al mismo tiempo la locura misma y, más
allá de cada uno de sus fenómenos, la trascendencia silenciosa que la
constituye en su verdad.
Queda pendiente una última cuestión: ¿en nombre de qué puede ser
considerado delirio ese lenguaje fundamental? Admitiendo que sea verdad
de la locura, ¿en qué es verdadera locura y forma originaria del insensato?
Ese discurso, que hemos visto en sus formas tan fieles a las reglas de la
razón, ¿por qué se instauran en él todos esos signos que quieren denunciar,
de la manera más manifiesta, la ausencia misma de la razón?
Interrogación central, pero a la cual no ha formulado respuesta directa la
época clásica. En forma oblicua es como hay que atacarla, interrogando las
experiencias que se encuentran en la vecindad inmediata de ese lenguaje
esencial de la locura; es decir, el sueño y el error.
El carácter casi onírico de la locura es uno de los temas constantes de la
época clásica, tema que hereda, sin duda, una tradición muy arcaica, de la
cual es testigo Du Laurens a fines del siglo XVI; para él, melancolía y sueño
tienen el mismo origen y, por relación a la verdad, tienen el mismo valor.
Hay «sueños naturales» que representan lo que, en el curso de la vigilia, ha
pasado por los sentidos o por el entendimiento, pero que se encuentra
alterado por el temperamento propio del sujeto; del mismo modo, hay una
melancolía que sólo tiene un origen físico en la complexión del enfermo y
que modifica, para su espíritu, la importancia, el valor y como el colorido de
los acontecimientos reales. Pero también hay una melancolía que permite
predecir el porvenir, hablar en una lengua desconocida, ver seres
ordinariamente invisibles; esta melancolía tiene su origen en una
intervención sobrenatural, la misma que hace venir al espíritu del durmiente
los sueños que anticipan el futuro, que anuncian los acontecimientos, y que
hacen ver «cosas extrañas».cxix
Pero, de hecho, el siglo XVII no mantiene esta tradición de parecido entre
sueño y locura más que para romperla mejor y hacer aparecer nuevas
relaciones más esenciales, relaciones en que sueño y locura no sólo son
comprendidos en su origen lejano o en su valor inminente de signos, sino
confrontados en sus fenómenos, en su desarrollo, en su naturaleza misma.
Sueño y locura aparecían entonces como de la misma sustancia. Su
mecanismo es el mismo; y Zacchias puede identificar en la marcha del
dormir los movimientos que hacen nacer los sueños, pero que también en la
vigilia podrían suscitar locuras.
En los primeros momentos después de adormecerse, los vapores que se
elevan entonces en el cuerpo y suben a la cabeza son múltiples, turbulentos
y espesos. Son oscuros hasta el punto de no evocar en el cerebro ninguna
imagen; en su torbellino desordenado, solamente agitan los nervios y
músculos. Lo mismo ocurre a los furiosos y los maníacos: para ellos hay
pocos fantasmas, pocas creencias falsas, muy pocas alucinaciones, pero en
cambio una viva agitación que no logran dominar. Retomemos la evolución
del dormir: después del primer periodo de turbulencia, los vapores que
suben al cerebro se aclaran, su movimiento se organiza; es el momento en
que nacen los sueños fantásticos; se observan milagros y mil cosas
imposibles. A ese estadio corresponde el de la demencia, en el cual se
persuade uno de muchas cosas quae in veritate non sunt. Finalmente, la
agitación de los vapores se calma por completo; el durmiente empieza a ver
las cosas con mayor claridad; en la transparencia de los vapores ahora
límpidos, reaparecen los recuerdos de la víspera, conformes a la realidad;
las imágenes, sobre un punto o sobre otro, apenas se encuentran
metamorfoseadas, como ocurre entre los melancólicos que reconocen todas
las cosas como son in paucis qui non solum aberrantes.cxx Entre los
desarrollos progresivos del dormir —con lo que ellos aportan, a cada
estadio, a la calidad de la imaginación— y las formas de la locura, la
analogía es constante, porque los mecanismos son comunes: el mismo
movimiento de los vapores y de los espíritus, la misma liberación de las
imágenes, la misma correspondencia entre las cualidades físicas de los
fenómenos y los valores psicológicos o morales de los sentimientos. Non
aliter evenire insanientibus quam dormientibus.cxxi
Lo importante, en este análisis de Zacchias, es que la locura no se compara
al sueño en sus fenómenos positivos, sino, antes bien, a la totalidad
formada por el dormir y el sueño; es decir, a un conjunto que comprende,
aparte de la imagen, el fantasma, los recuerdos o las predicciones, el gran
vacío del sueño, la noche de los sentidos y toda esta negatividad que
arranca al hombre de la vigilia y de sus verdades sensibles. En tanto que la
tradición comparaba el delirio del loco a la vivacidad de las imágenes
oníricas, la época clásica no asimila el delirio más que al conjunto
indisociable de la imagen y de la noche del espíritu sobre el fondo de la cual
encuentra su libertad. Este conjunto, traspuesto por entero a la claridad de
la vigilia, constituye la locura. Así es como deben comprenderse las
definiciones de la locura que vuelven una y otra vez obstinadamente a
través de la época clásica. El sueño, como figura compleja de la imagen y
del dormir, casi siempre está presente allí. Sea de manera negativa, siendo
la noción de vigilia la única que intervenía para distinguir a los locos de los
durmientes,cxxii sea de una manera positiva, estando definido directamente
el delirio como una modalidad de sueño, con la vigilia por diferencia
específica: «el delirio es el sueño de las personas que velan».cxxiii La antigua
idea de que el sueño es una forma transitoria de locura queda invertida: ya
no es el sueño el que pide prestados a la alienación sus poderes
inquietantes, mostrando así cuan frágil y limitada es la razón; es la locura la
que toma en el sueño su naturaleza primera, y revela, en este parentesco,
que es una liberación de la imagen en la noche de lo real. El sueño engaña;
produce confusiones; es ilusorio. Pero no es erróneo. Y por ello la locura no
se agota en la modalidad despierta del sueño, y se desborda sobre el error.
Cierto que en el sueño la imaginación forja impossibilia et miracula, o que
reúne figuras verídicas irrationali modo; pero, observa Zacchias, Nullus in
his error est ac nulla consequenter insaniacxxiv Habrá locura cuando a las
imágenes, próximas al sueño, se añada la afirmación o la negación
constitutiva del error. Es en este sentido como la Enciclopedia proponía su
famosa definición de locura: apartarse de la razón «con confianza y con la
firme persuasión de que se la sigue; ello me parece lo que se llama estar
loco».cxxv El error es, con el sueño, el otro elemento siempre presente en la
definición clásica de la alienación. El loco, en los siglos XVII y XVIII, no es
tanto víctima de una ilusión, de una alucinación de sus sentidos, o de un
movimiento de su espíritu. No ha sido engañado, sino que se equivoca. Si
es verdad que por una parte el espíritu del loco es llevado por lo arbitrario y
onírico de las imágenes, por otra parte y al mismo tiempo se encierra a sí
mismo en el círculo de una conciencia errónea: «Llamamos locos, dirá
Sauvages, a quienes están realmente privados de la razón o que persisten
en algún error notable; es este error constante del alma que se manifiesta
en su imaginación, en sus juicios y en sus deseos el que constituye el
carácter de esta clase.» cxxvi
La locura comienza allí donde se nubla y se oscurece la relación del hombre
y la verdad. Es a partir de esa relación, al mismo tiempo que de la
destrucción de esa relación, como toma su sentido general y sus formas
particulares. La demencia, dice Zacchias, que entiende aquí el término en el
sentido más general de la locura, in hoc constitit quod intellectus non
distinguit verum a falso.cxxvii Pero esta ruptura, si no se la puede
comprender más que como negación, tiene estructuras positivas que le dan
formas singulares. Según las diferentes formas de acceso a la verdad, habrá
diferentes tipos de locura. En este sentido, por ejemplo, Crichton distingue
en el orden de las vesanias, primero el género de los delirios, que alteran
esa relación con la verdad que toma forma en la percepción («delirio general
de las facultades mentales en el cual las percepciones enfermas son
tomadas por realidades») ; después el género de las alucinaciones que
altera la representación: «Error del espíritu en el cual los objetos
imaginarios son tomados por realidades, o bien los objetos reales son
falsamente representados»; finalmente, el género de las demencias que, sin
abolir ni alterar las facultades que dan acceso a la verdad, las debilitan y
hacen disminuir sus poderes. Pero también se puede analizar la locura a
partir de la verdad misma, y de las formas que le son propias. De esta
manera la Enciclopedia distingue el «verdadero físico» y el «verdadero
moral». El «verdadero físico consiste en la justa relación de nuestras
sensaciones con los objetos físicos»; habrá una forma de locura que estará
determinada por la imposibilidad de acceder a esta forma de verdad,
especie de locura del mundo físico, que abarca las ilusiones, las
alucinaciones, todos los trastornos perceptivos; «es una locura escuchar
conciertos de ángeles, como ciertos entusiastas». El «verdadero moral —en
cambio- consiste en la precisión de las relaciones que vemos, sea entre los
objetos morales, sea entre esos objetos y nosotros». Habrá una forma de
locura que consistirá en la pérdida de esas relaciones; tales son las locuras
del carácter, de la conducta y de las pasiones: «Son, pues, verdaderas
locuras todas las extravagancias de nuestro espíritu, todas las ilusiones del
amor propio y todas nuestras pasiones cuando son llevadas hasta la
ceguera; pues la ceguera es el carácter distintivo de la locura.» cxxviii
Ceguera: He allí una de las palabras que se acercan más a la esencia de la
locura clásica. Habla de esta noche de un quasi-sueño que rodea las
imágenes de la locura, dándoles su soledad, una invisible soberanía, pero
habla también de las creencias mal fundadas, de los juicios equivocados, de
todo ese fondo de errores que es inseparable de la locura. El discurso
fundamental del delirio, en sus poderes constituyentes, revela así en qué,
pese a las analogías de forma, pese al rigor de su sentido, no era discurso
de razón. Hablaba, pero en la noche de la ceguera; era más que el texto
suelto y desordenado de un sueño, puesto que se equivocaba; era más que
una proposición errónea, puesto que estaba hundido en esta oscuridad
global que es el sueño. El delirio como principio de la locura es un sistema
de proposiciones falsas en la sintaxis general del sueño.
La locura se halla exactamente en el punto de contacto de lo onírico y de lo
erróneo; recorre, en sus variaciones, la superficie en que se afrontan, lo
que los une y lo que al mismo tiempo los separa. Con el error tiene en
común la no-verdad, y lo arbitrario en la afirmación o la negación; toma
prestado del sueño el montaje de las imágenes y la presencia coloreada de
los fantasmas. Pero en tanto que el error no es más que no-verdad, en
tanto que el sueño no afirma ni juzga, la locura en cambio llena de
imágenes el vacío del error, y liga los fantasmas por la afirmación de lo
falso. En un sentido es, por tanto, plenitud, que une a las figuras de la
noche las potencias del día, a las formas de la fantasía la actividad del
espíritu despierto; anuda unos contenidos oscuros con las formas de la
claridad. Pero, en realidad, ¿no es esta plenitud el colmo del vacio? La
presencia de las imágenes no ofrece en realidad más que fantasmas
rodeados por la noche, figuras marcadas en el rincón del sueño, separadas,
por tanto, de toda realidad sensible; por vivas que sean y por
rigurosamente insertadas en el cuerpo, estas imágenes son la nada, puesto
que no representan nada; en cuanto al juicio erróneo, sólo juzga en
apariencia: no afirmando nada de verdadero ni de real, no afirma en
absoluto, queda enredado por entero en el no-ser del error.
Uniendo la visión y la ceguera, la imagen y el juicio, el fantasma y el
lenguaje, el sueño y la vigilia, el día y la noche, la locura en el fondo no es
nada, pues liga en ellos lo que tienen de negativo. Pero esa nada, tiene por
paradoja manifestarla, hacerla estallar en signos, en palabras, en gestos.
Inexplicable unidad del orden y del desorden, del ser razonable de las cosas
y de esa nada de la locura. Pues si la locura no es nada sólo puede
manifestarse saliendo de sí misma, y tomando una apariencia en el orden
de la razón; convirtiéndose, así, en lo contrario de ella misma. Así se
aclaran las paradojas de la experiencia clásica: la locura siempre está
ausente, en un retiro perpetuo donde es inaccesible, sin fenómeno ni
positividad; sin embargo se halla presente y perfectamente visible bajo las
especies singulares del hombre loco. Ella, que es desorden insensato si se la
examina, sólo revela especies ordenadas, mecanismos rigurosos en el alma
y el cuerpo, lenguaje articulado según la lógica visible. Todo es tan sólo
razón en lo que la locura puede decir de sí misma, ella, que es la negación
de la razón. En suma, siempre es posible y necesario un asidero racional de
la locura, en la medida misma en que ella es no-razón.
¿Cómo dejar de resumir esta experiencia con la sola palabra sinrazón? Lo
que, para la razón, hay más próximo y más lejano, más lleno y más vacío,
lo que se ofrece a ella en estructuras familiares —autorizando un
conocimiento, y pronto una ciencia que pretenderá ser positiva— y que
siempre se retira de ella, en la reserva inaccesible de la nada.
Y si ahora se pretende hacer valer —por ella misma, fuera de su parentesco
con el sueño y con el error— a la sinrazón clásica, hay que comprenderla no
como razón enferma, perdida o alienada, sino, sencillamente, como razón
deslumbrada.
El deslumbramiento cxxix es la noche en pleno día, la oscuridad que reina en
el centro mismo de lo que hay de excesivo en el brillo de la lumbre. La
razón deslumbrada abre los ojos ante el sol y no ve nada, es decir, no
ve;cxxx en el deslumbramiento, la perspectiva general de los objetos hacia la
profundidad de la noche tiene por correlativo inmediato la supresión de la
visión misma; en el momento en que ve desaparecer los objetos en la
noche secreta de la luz, la visión se ve en el momento de su desaparición.
Decir que la locura es deslumbrante es decir que el loco ve el día, el mismo
día que el hombre de razón (los dos viven en la misma claridad), pero
viendo ese mismo día, nada más que él, y nada en él, lo ve como vacío,
como noche, como nada; las tinieblas son para él la manera de percibir el
día. Lo cual significa que, viendo la noche y la nada de la noche, no ve en
absoluto. Y que creyendo ver deja venir hacia él, como realidades, a los
fantasmas de su imaginación y a toda la muchedumbre de las noches. Por
esto, delirio y deslumbramiento se hallan en una relación que constituye la
esencia de la locura, exactamente como la verdad y la claridad, en su
vínculo fundamental, son constitutivas de la razón clásica.
En ese sentido, el proceso cartesiano de la duda es, indudablemente, la
gran conjuración de la locura. Descartes cierra los ojos y se tapa las orejas
para ver mejor la verdadera claridad del día esencial; está así protegido
contra el deslumbramiento del loco, que abriendo los ojos no ve más que la
noche, y no viendo en absoluto, cree ver cuando sólo imagina. En la
claridad uniforme de sus sentidos cerrados, Descartes ha roto con toda
fascinación posible, y si ve, está seguro de ver lo que ve. En cambio, ante la
mirada del loco, ebrio de una luz que es noche, suben y se multiplican las
imágenes, incapaces de criticarse ellas mismas (puesto que el loco las ve)
pero irreparablemente separadas del ser (puesto que el loco no ve nada).
La sinrazón se halla en el mismo vínculo con la razón que el
deslumbramiento con el brillo del propio día. Y esto no es una metáfora.
Nos hallamos en el centro de la gran cosmología que anima toda la cultura
clásica. El «cosmos» del Renacimiento, tan rico en comunicaciones y en
simbolismos internos, dominado enteramente por la presencia cruzada de
los astros, ha desaparecido ahora, sin que la «naturaleza» haya encontrado
aún su estatuto de universalidad, sin que reciba al conocimiento lírico del
hombre y lo conduzca al ritmo de sus estaciones. Lo que los clásicos
retienen del «mundo», lo que presienten ya de la «naturaleza», es una ley
extremamente abstracta, que forma, sin embargo, la oposición más viva y
más concreta: la del día y de la noche. Ya no es el tiempo fatal de los
planetas, y aún no llega el tiempo lírico de las estaciones; es el tiempo
universal, pero absolutamente repartido, de la claridad y de las tinieblas.
Forma que el pensamiento domina enteramente en una ciencia matemática
—la física cartesiana es como una mathesis de la luz— pero que sigue, al
mismo tiempo, en la existencia humana, la gran cesura trágica: la que
domina de la misma manera imperiosa el tiempo teatral de Racine y el
espacio de Georges de la Tour. El círculo del día y de la noche es la ley del
mundo clásico: la más reducida pero la más exigente de las necesidades del
mundo, la más inevitable pero la más sencilla de las legalidades de la
naturaleza.
Ley que excluye toda dialéctica y toda reconciliación; que funda, en
consecuencia, al mismo tiempo la unidad sin ruptura del conocimiento, y la
separación sin compromiso de la existencia trágica; reina sobre un mundo
sin crepúsculo, que no conoce ninguna efusión, ni los cuidados atenuados
del lirismo; todo debe ser vigilia o sueño, verdad o noche, luz del ser o nada
de la sombra. Prescribe un orden inevitable, un reparto sereno, que hace
posible la verdad y la sella definitivamente.
Y sin embargo, en uno y otro lado de este orden, dos figuras simétricas, dos
figuras inversas aportan testimonios de que hay extremidades en que se le
puede franquear, mostrando al mismo tiempo hasta qué punto es esencial
no franquearlo. Por un lado, la tragedia. La regla de la jornada teatral tiene
un contenido positivo; exige a la duración trágica que se equilibre alrededor
de la alternación, singular pero universal, del día y de la noche; el todo de
la tragedia debe realizarse en esta unidad de tiempo, pues la tragedia no
es, en el fondo, más que el afrontamiento de los dos reinos, ligados el uno
al otro en lo irreconciliable por el tiempo mismo. En el teatro de Racine toda
jornada está bajo el peso de una noche al que ella, por así decirlo, saca a
luz: noche de Troya y de las matanzas, noche de los deseos de Nerón,
noche romana de Tito, noche de Atalía. Son grandes girones de noche, alas
de sombra que rondan el día sin dejarse reducir, y que no desaparecerán
más que en la nueva noche de la muerte. Y esas noches fantásticas, a su
vez, están rodeadas por una luz que forma como el reflejo infernal del día:
incendio de Troya, antorchas de los pretorianos, luz pálida del sueño. En la
tragedia clásica día y noche están dispuestos como un espejo, se reflejan
indefinidamente y dan a esa sencilla pareja una profundidad súbita que
envuelve con un solo movimiento toda la vida del hombre, y su muerte. De
la misma manera, en la Magdalena, ante el espejo, la sombra y la luz se
enfrentan, reparten y unen a la vez un rostro y su reflejo, un cráneo y su
imagen, una vigilia y un silencio; y en la Imagen de San Alexis, el paje de la
antorcha descubre bajo la sombra de la bóveda al que fue su amo; un
muchacho luminoso y grave encuentra toda la miseria de los hombres; un
niño saca a luz la muerte.
Frente a la tragedia y su lenguaje hierático, el murmullo confuso de la
locura. También allí ha sido violada la gran ley de la separación; sombra y
luz se mezclan en el furor de la demencia, como en el desorden trágico. Sin
embargo, de otro modo. El personaje trágico encontraba en la noche como
la sombría verdad del día; la noche de Troya seguía siendo la verdad de
Andrómaca, como la noche de Atalía presagiaba la verdad del día ya en
marcha; paradójicamente, la noche, en cambio, revelaba: era el día más
profundo del ser. El loco, en cambio, no encuentra en el día más que la
inconsistencia y las figuras de la noche; deja que la luz lo oscurezca con
todas las ilusiones del sueño; su día no es más que la noche más superficial
de la apariencia. En esta medida, el hombre trágico, más que ningún otro,
está comprometido en el ser y es portador de su verdad puesto que, como
Fedra, arroja al rostro del sol implacable todos los secretos de la noche, en
tanto que el hombre loco está totalmente excluido del ser. Y, ¿cómo no lo
sería, él, que presta el reflejo ilusorio de los días al no-ser de la noche?
Se comprende que el héroe trágico —a diferencia del personaje barroco de
la época precedente-jamas pueda estar loco; y que, a la inversa, la locura
no pueda llevar en sí misma esos valores de tragedia que conocemos desde
Nietzsche y Artaud. En la época clásica se enfrentan el hombre de tragedia
y el hombre de locura, sin diálogo posible, sin lenguaje común, pues uno
sólo sabe pronunciar las palabras decisivas del ser, en que se juntan,
durante el tiempo de un relámpago, la verdad de la luz y la profundidad de
la noche; el otro repite el murmullo indiferente en que acaban de anularse
los chismorreos del día y la sombra mentirosa.
La locura designa el equinoccio entre la vanidad de los fantasmas de la
noche y el no-ser de los juicios de la claridad.
Y ello, que ha podido enseñarnos, pieza por pieza, la arqueología del saber,
ya nos había sido dicho en una simple fulguración trágica, en las últimas
palabras de Andrómaca.
Es como si, en el momento en que la locura desaparece del acto trágico, en
el momento en que el hombre trágico se separa durante más de dos siglos
del hombre de sinrazón, en ese momento, se quisiera de ella una última
figuración. El telón que cae sobre la última escena de Andrómaca cae
también sobre la última de las grandes encarnaciones trágicas de la locura.
Pero en esta presencia en el umbral de su propia desaparición, en esta
locura que se esquiva para siempre, se anuncia ya lo que es y será, para
toda la época clásica. ¿No es justamente en el instante de su desaparición
cuando mejor puede proferir su verdad, su verdad de ausencia, su verdad
que es la del día en los límites de la noche? Tenía que ser la escena última
de la primera gran tragedia clásica, o, si se quiere, la primera vez que se
enuncia la verdad clásica de la locura en un movimiento trágico que es el
último del teatro pre-clásico. Verdad, de todos modos, instantánea, puesto
que su aparición no puede ser más que su desaparición; el relámpago sólo
se ve en la noche ya cerrada.
Orestes, en su furor, atraviesa un triple círculo de noche: tres figuraciones
concéntricas del deslumbramiento. Acaba de levantarse el día sobre el
palacio de Pirro; aún está la noche allí, bordeando con sombras esta luz, e
indicando perentoriamente su límite. En esa mañana, que es mañana de
fiesta, ha sido cometido el crimen, y Pirro ha cerrado los ojos ante el día
que se levantaba: fragmento de sombras lanzado sobre las gradas del altar,
en el umbral de la claridad y de la oscuridad. Los dos grandes temas
cósmicos de la locura están, pues, presentes bajo diversas formas como
presagios, decorado y contrapunto del furor de Orestes.cxxxi La locura puede
comenzar entonces: en la claridad implacable que denuncia el asesinato de
Pirro y la traición de Hermione, en ese amanecer en que todo estalla en fin
en una verdad tan joven y vieja a la vez, surge un primer círculo de
sombra: una nube oscura en que, alrededor de Orestes, el mundo empieza
a retroceder, la verdad se esquiva en ese crepúsculo paradójico, en ese
atardecer matinal en que la crueldad de lo verdadero va a metamorfosearse
en la rabia de los fantasmas:
«Mas, ¿qué espesa noche me rodea de pronto?»
Es la noche vacía del error; pero ante el fondo de esta primera oscuridad,
un relámpago, un falso relámpago, va a estallar: el de las imágenes. Se
levanta la pesadilla, no en la clara luz de la mañana, sino en un
cintilamiento sombrío: luz de la tormenta y el crimen.
«¡Dios mío! ¡Qué arroyos de sangre corren a mi alrededor!»
Tenemos aquí, ahora, la dinastía del sueño. En esta noche, los fantasmas
encuentran su libertad; las Erinias aparecen y se imponen. Lo que las hace
precarias las vuelve también soberanas; triunfan fácilmente en la soledad
en que se suceden; nada las recusa; imágenes e idiomas se entrecruzan en
apóstrofes que son invocaciones, presencias afirmadas y rechazadas,
solicitadas y temidas. Pero todas esas imágenes convergen hacia la noche,
hacia una segunda noche que es la del castigo, de la venganza eterna, de la
muerte en el interior mismo de la muerte. Las Erinias son llamadas a esta
sombra que es la suya, su lugar de nacimiento y su verdad, es decir, su
propia nada.
«¿Venís a llevarme a la noche eterna?» Es el momento en que se descubre
que las imágenes de la locura no son más que sueño y error, y si el
desgraciado que se ha dejado cegar por ellas las llama es para mejor
desaparecer con ellas en el aniquilamiento al que están destinadas.
Así, por segunda vez se atraviesa un círculo de noche. Mas no por ello se
llega a la realidad clara del mundo. Por encima de lo que se manifiesta en la
locura se llega al delirio, a esta estructura esencial y constituyente que
había sostenido secretamente la locura desde sus primeros momentos. Ese
delirio tiene un nombre: Hermione; Hermione que reaparece ya no como
visión alucinada, sino como verdad última de la locura. Es significativo que
Hermione intervenga en este momento de furor: no entre las Euménides, ni
delante de ellas para guiarlas, sino detrás de ellas, y separada de ellas por
la noche a la que han arrastrado a Orestes, y donde ellas mismas se han
disipado ahora. Y es que Hermione interviene como figura constituyente del
delirio, como la verdad que reinaba secretamente desde el principio, y de la
cual las Euménides no eran, en el fondo, más que sirvientes. En esto nos
encontramos en lo opuesto de la tragedia griega, en que las Erinias eran
destino final y verdad que, desde la noche de los tiempos, habían acechado
al héroe. Su pasión no era más que el instrumento de ellas. Aquí, las
Euménides solamente son figuras al servicio del delirio, verdad primera y
última, que se perfilaba ya en la pasión, y que se afirma ahora en su
desnudez. Esta verdad reina sola, apartando las imágenes: «Pero no,
retiraos, dejad hacer a Hermione.»
Hermione, que siempre ha estado presente desde el principio, Hermione
que en todo momento desgarra a Orestes, lacerando trozo tras trozo su
razón, Hermione, por quien él se ha vuelto «parricida, asesino, sacrilego», se
descubre finalmente como verdad y realización de su locura. Y el delirio, en
su rigor, sólo tiene que enunciar como decisión inminente una verdad desde
hace tiempo cotidiana e irrisoria.
«Yo le llevo, en fin, mi corazón para que lo devore.»
Hacía días y años que Orestes había hecho esta ofrenda salvaje. Pero
enuncia ese principio de su locura como término. Pues la locura no puede
llegar más lejos. Habiendo dicho su verdad en su delirio esencial, sólo
puede hundirse en una tercera noche, de la que no se vuelve, la de la
incesante devoración. La sinrazón no puede aparecer más que un instante,
en el momento en que el lenguaje entra en el silencio, en que el delirio
mismo se calla, en que el corazón, finalmente, es devorado.
En la tragedia de principio del siglo XVII, la locura, también, desanudaba el
drama pero lo desanudaba liberando la verdad; ésta se abría aún sobre un
lenguaje, sobre un lenguaje renovado, el de la explicación y de lo real
reconquistado. No podía ser, cuando mucho, más que el penúltimo
momento de la tragedia. No el último, como en Andrómaca, en que no se
dice ninguna verdad más que aquella, en el Delirio, de una pasión que ha
encontrado con la locura la perfección de su realización.
El movimiento propio de la sinrazón, que el saber clásico ha seguido y
perseguido, ya había realizado la totalidad de su trayectoria en la concisión
de la palabra trágica. Después de lo cual podía reinar el silencio, y la locura
desaparecer en la presencia, siempre retirada, de la sinrazón.
Lo que sabemos ahora de la sinrazón nos permite comprender mejor lo que
era el internamiento.
Ese gesto que hacía desaparecer a la locura en un mundo neutro y uniforme
de exclusión no marcaba un compás de espera en la evolución de las
técnicas médicas, ni en el progreso de las ideas humanitarias. Tomaba su
sentido exacto en este hecho: que la locura en la época clásica ha dejado de
ser el signo de otro mundo, y que se ha convertido en la paradójica
manifestación del no-ser. En el fondo, el internamiento no pretende tanto
suprimir la locura, arrojar del orden social una figura que no encuentra ahí
su lugar; su esencia no es la conjuración de un peligro. Manifiesta
solamente lo que es, en su esencia, la locura: es decir, una revelación del
no-ser; y al manifestar esa manifestación, la suprime por ello mismo,
puesto que la restituye a su verdad de nada. El internamiento es la práctica
que corresponde con mayor justeza a una locura experimentada como
sinrazón, es decir como negatividad vacía de la razón; allí la locura se
reconoce como nada. Es decir, que de un lado es inmediatamente percibida
como diferencia: de allí las formas del juicio espontáneo y colectivo que se
exige no a los médicos, sino a los hombres de buen sentido para determinar
el internamiento de un loco;cxxxii por otra parte, el internamiento no puede
tener otro fin que una corrección (es decir, la supresión de la diferencia, o la
realización de esa nada que es la locura en la muerte); de allí esos deseos
de muerte que se encuentran tan a menudo en los registros del
internamiento bajo la pluma de los guardianes, y que no son para el
internamiento signos de salvajismo, de inhumanidad o de perversión, sino
enunciados estrictos de su sentido: una operación de aniquilamiento de la
nada.cxxxiii El internamiento diseña, en la superficie de los fenómenos y en
una síntesis moral apresurada, la estructura discreta y distinta de la locura.
¿Es el internamiento el que enraiza sus prácticas en esta intuición profunda?
¿Es porque la locura, bajo el efecto del internamiento, realmente había
desaparecido del horizonte clásico por lo que, a fin de cuentas, ha sido
cernida como no-ser? Preguntas cuya respuesta remiten la una a la otra en
una perfecta circularidad. Sin duda es inútil perderse en el círculo, que
siempre hay que recomenzar, de esas formas de interrogación. Vale más
dejar que la cultura clásica formule, en su estructura general, la experiencia
que ha hecho de la locura, y que aflora con las mismas significaciones, en el
orden idéntico de su lógica interna, aquí y allá, en el orden de la
especulación y en el orden de la intuición, en el discurso y en el decreto, en
la palabra y en la orden: por doquier cuando un elemento portador de
signos puede tomar para nosotros valor de lenguaje.

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NOTAS:

lviii Voltaire, Dictionnaire philosophique, artículo «Locura», ed. Benda, t. I, p. 285.
lix Sainte-Beuve, Résolution de quelques cas de conscience, París, 1689, I, p. 65.
También es la regla que se aplica a los sordomudos.
lx Cf. una disposición del Parlamento de París del 30 de agosto de 1711. Citado en
Parturier, L’Assistance á Parts sous l’Ancien Régime et la Révolution, París, 1897,
p. 159 nota 1
lxi L’Ame matérielle, un nuevo sistema sobre los puros principios de los antiguos
filósofos antiguos y modernos que sostienen su inmaterialidad. Arsenal, ms. 2 239, p. 139.
lxii Ibid.
lxiii Voltaire, loc. cit., p. 286.
lxiv Por ejemplo, los colaboradores del Dictionnaire de James.
lxv Sauvages, loc. cit., t. VII, pp. ISO, 141, y pp. 14-15.
lxvi Volfaire, loc. cit., p. 286.
lxvii Tissot, Avis aux gens de lettres. traducción francesa, 1767, pp. 1-3.
lxviii Evidentemente, hay que suponer que habían leído a Diemerbroek.
lxix Zacchias, Quaestiones médico-legales, Lyon, 1674, libro II, título I, cuestión
II, p. 114.
Por lo que concierne a la implicación del alma y el cuerpo en la locura, las
definiciones propuestas por otros autores son del mismo estilo. Willis: «Afecciones
del cerebro en que quedan lesionadas la razón y las otras funciones del alma»
(Opera, t. II, p. 227); Lorry: «Corporis aegrotantis conditio illa in qua judicia a
sensibus orienda nullatenus aut sibi inter se aut rei representatae responsant» (De
Melancholia, 1765, t. I, p. 3).
lxx Willis, Opera, t. II, pp. 255-257.
lxxi En general, los espíritus animales son del dominio ‘de lo imperceptible.
Diemerbroek (Anatomía, libro VIII, cap. 1°) establece su invisibilidad, contra
Bartholin, quien afirma haberlos visto (Institutions anatomiques, libro III, cap. 1°).
Haller (Elementa physiologiae, t. IV, p. 371) afirmaba su insipidez, contra Jean
Pascal, quien los había gustado y encontrado ácidos (Nouvelle découverte et les
admirables effets des ferments dans le corps humain).
lxxii Sydenham, Dissertation sur l’affection hystérique (Médecine platique, trad.
Jault, p. 407).
lxxiii Ibid., nota.
lxxiv Hay por hacer todo un estudio sobre lo que es ver en la medicina del siglo
XVIII. Es característico que en la Encyclopédie, el artículo fisiológico consagrado a
los Nervios, firmado por el caballero de Jaucourt, critica la teoría de las tensiones
que es aceptada como principio de explicación en la mayoría de los artículos de
patología (cf. el artículo «Demencia»).
lxxv Pomme, Traite des affections vaporeuses des deux sexes, París, 3° ed., 1767, p. 94.
lxxvi Bonet, Sepulchretum, Ginebra, 1700, t. I, sección VIII pp. 205 ss y sección IX,
pp. 221 ss. Del mismo modo, Lieutaud ha visto, en los melancólicos, «la mayoría de
los vasos del cerebro atiborrados de sangre negruzca y espesa, con agua en los
ventrículos; el corazón se ha encontrado, en algunos, desecado y carente de
sangre» (Traite de medecine pratique, París, 1759, I, pp. 201-203) .
lxxvii Nuevas observaciones sobre las causas físicas de la locura, leídas en la
última asamblea de la Academia Real de Prusia (Gazette Salutaire, XXXI, 2 de
agosto, 1764).
lxxviii Citado por Cullen, Institutions de medecine pratique, II, p. 295.
lxxix Ibid., II, pp. 292-296.
lxxx M. Ettmüller, Pratique de medecine spúciale, Lyon, 1091, pp. 437 ss.
lxxxi Whytt, Traite des maladies nerveuses, trad. fr., París, 1777, t. I, p. 257.
lxxxii Encyclopédie, artículo «Manía».
lxxxiii Cf. Anonyme, Observations de medecine sur la maladie appelce convulsión,
París, 1732, p. 31.
lxxxiv Cf. Tissot, Traite des Nerfs, II, 1, pp. 29-30: «La verdadera patria de la
delicadeza del género nervioso se halla entre 45° y 55° de latitud.»
lxxxv Artículo anónimo de la Gazette Salutaire, XL, 6 de octubre, 1768.
lxxxvi Cf. Daquin, Philosophie de la folie, París, 1792, pp. 24-25.
lxxxvii J.-Fr. Dufour: Essai sur fes opérations de l’eníendement humain,
Amsterdam, 1770, pp. 361-362.
lxxxviii Black, On Insanity, citado en Malthcy, p. 365.
lxxxix Citado en Esquirol, loc. cit., II, p. 219.
xc En la misma época, Dumoulin en Nouveau traite du rhumatisme et des vapeurs, 2°
ed., 1710, critica la idea de una influencia de la Luna sobre la periodicidad de las
convulsiones, p. 209.
xci R. Mead, A Treatise Concerning the Influence of the Sun and the Moon,
Londres, 1748.
xcii Philosophie de la folie, París, 1792.
xciii Leuret y Mitivé. De la fréquence de pouls chez les alienes, París, 1832.
xciv Guislain, Traite des phrénopathies, Bruselas, 1835, p. 46.
xcv Daquin, Philosophie de la folie, París, 1792, pp. 82, 91; cf. igualmente: Toaldo,
Essai météorologique, traducido por Daquin, 1784.
xcvi Sauvages, Nosologie méthodique, t. VII, p. 12.
xcvii Bayle y Grangeon, Relation de l’état de quelques personnes prétendues possédées
faite d’autorité au Parlement de Toulouse, Toulouse, 1682, pp. 26-27.
xcviii Malebranche, Recherche de la vérité, libro V, cap. III, ed. Lewis, t. II, p. 89.
xcix Sauvages, Nosologie méthodique, t. VII, p. 291.
c Whytt, Traite des maladies nerveuses, II, pp. 288-289.
ci Ibid., p. 291. El tema del movimiento excesivo que lleva a la inmovilidad y a la
muerte, se encuentra muy frecuentemente en la medicina clásica. Cf. varios
ejemplos en Le Temple d’Esculape, 1681, t. III, pp. 79-85; en Pechlin, Observations
medicales, libro III, obs. 23. El caso del canciller Bacon que caía víctima de
síncopes cuando veía un eclipse de Luna era uno de los lugares comunes de la
medicina.
cii Lancisi, De nativis Romani coeli qualitatibus, capítulo XVII.
ciii Cf. entre otros Tissot, Observations sur la santé des gens du monde, Lausanne,
1760, pp. 30-31.
civ Sauvages, Nosologie méthodique, t. VII, pp. 21-22.
cv Dufour (Essai sur l’entendement, pp. 366-367) admite en la Encyclopédie que el
furor sólo es un grado de la manía.
cvi De la Rive. Sobre un establecimiento para la curación de los alienados.
Bibliothéque Britannique, VIII, p. 304.
cvii Encyclopédie, artículo «Manía».
cviii L’Ame matérielle, p. 169.
cix Zacchias, Quaestiones médico-legales, libro II, t. I, cuestión 4, p. 119.
cx Sauvages, Nosologie, t. VII, p. 15.
cxi Ibid., p. 20.
cxii Cf. Daquin, Philosophie de la Folie, p. 30.
cxiii Zacchias, Quaestiones médico-legales, libro II, título I, cuestión 4, p. 120.
cxiv Diemerbroek, Disputationes practicae, de morbis capítis, en Opera omnia
anatómica et medica, Utrecht, 1685, Historia, III, pp. 4-5.
cxv Bíenville, De la nymphomanie, Amsterdam, 1771, pp. 140-153.
cxvi James, Dictionnaire universel de médecine, trad. Ir., París, 1746-1748, III, p. 977.
cxvii ibid., p. 977.
cxviii Sauvages todavía considera que la histeria no es una vesania, sino una
«enfermedad caracterizada por accesos de convulsiones generales o particulares,
internas o externas»; en cambio, clasifica entre las vesanias el mareo, la
alucinación y el vértigo.
cxix Du Laurens, Discours de la conservation de la vue, des maladies mélancoliques,
des catarrhes, de la vieillesse, París, 1597, en (Euvres, Ruán, 1660, p. 29.
cxx Zacchias, Quaestiones médico-legales, libro I, artículo II, cuestión 4, p. 118.
cxxi Ibid.
cxxii Cf., por ejemplo, Dufour: «Considero como el género de todas esas
enfermedades el error del entendimiento que juzga mal durante la vigilia de las
cosas sobre las cuales todo el mundo piensa de la misma manera» (Essai, p. 355); o
Cullen: «Yo creo que el delirio puede definirse como un juicio falso y engañoso de
una persona despierta, sobre las cosas que se presentan más frecuentemente en la
vida» (Institutions, II, p. 286) . El subrayado es nuestro.
cxxiii Pitcairn: citado por Sauvages (loc. cit.), VII, p. 33 y p. 301, cf. Kant, Anthropologie.
cxxiv Zacchias, loc. cit., p. 118.
cxxv Encyclopédie, artículo «Locura».
cxxvi Sauvages, loc. cit., VII, p. 33.
cxxvii Zacchias, loc. cit., p. 118.
cxxviii Encyclopédie, artículo «Locura».
cxxix Tomado en el sentido que Nicolle daba a esa palabra, cuando se preguntaba si
el corazón tomaba «parte en todos los deslumbramientos del espíritu» (Essais, t.
VIII, II° parte, p. 77) .
cxxx Tema cartesiano retomado varias veces por Malebranche; no pensar nada es
no pensar; no ver nada, es no ver.
cxxxi Habría que añadir Andrómaca, viuda y casada, y nuevamente viuda, en sus
vestidos de duelo y su tocado de fiesta, que acaban por confundirse y significar la
misma cosa; y el brillo de su realeza en la noche es su esclavitud.
cxxxii En ese sentido, una definición de la locura como la que propone Dufour (y no
difiere en lo esencial de sus contemporáneos) puede pasar por una teoría del
internamiento, puesto que designa a la locura como un error onírico, un doble noser
inmediatamente sensible en la diferencia con la universalidad de los hombres:
«Error del entendimiento que juzga mal durante la vigilia, de cosas sobre las
cuales todo el mundo piensa de la misma manera» (Essai, p. 355).
cxxxiii Cf., por ejemplo, anotaciones como éstas, a propósito de un loco internado en
San Lázaro desde hacía diecisiete años: «Su salud va debilitándose mucho; puede
esperarse que pronto morirá» (B. N. Clairambault, 986, f° 113) .