Obras de Michel Foucault: Historia de la locura en la época clásica II (El loco en el jardín de las especies)

Historia de la locura en la época clásica II

I. EL LOCO EN EL JARDÍN DE LAS ESPECIES

HAY QUE interrogar ahora al otro bando. Ya no la conciencia de la locura
comprometida con los gestos de la segregación, en su rito fijo o en sus
interminables debates críticos; sino esta conciencia de la locura que sólo
para sí misma juega al juego de la separación, esta conciencia que enuncia
al loco y despliega la locura.
Y, para empezar, ¿qué es el loco, portador de su enigmática locura, entre
los hombres de razón, entre esos hombres de razón de un siglo XVII aún en
sus orígenes? ¿Cómo se le reconoce, al loco, tan fácilmente distinguible un
siglo antes con su perfil bien recortado, que hoy debe cubrir con una
máscara uniforme tantos rostros distintos? ¿Cómo se le va a designar, sin
cometer error, en la proximidad cotidiana que lo mezcla con todos los que
no están locos y en la mezcla inextricable de los rasgos de su locura con los
signos obstinados de su razón? Preguntas que se plantean el hombre
sensato antes que el sabio, el filósofo antes que el médico, todo el grupo
atento de los críticos, de los escépticos, de los moralistas.
Médicos y sabios, por su lado, examinan, antes bien, la locura misma, en el
espacio natural que ocupa: mal entre las enfermedades, perturbaciones del
cuerpo y el alma, fenómeno de la naturaleza que se desarrolla a la vez en la
naturaleza y contra ella.
Doble sistema de interrogaciones, que parecen contemplar en dos
direcciones distintas: pregunta filosófica, más crítica que teórica; pregunta
médica que implica todo el movimiento de un conocimiento discursivo.
Preguntas, una de las cuales concierne a la naturaleza de la razón, y la
manera en que autoriza la separación de lo razonable y de lo irrazonable; la
otra de las cuales concierne a lo que hay de racional o de irracional en la
naturaleza y las fantasías de sus variaciones.
Dos maneras de interrogar la naturaleza a propósito de la razón, y la razón
a través de la naturaleza. Y si el azar quisiera que, al ensayarlas una tras
otra, de su diferencia misma surgiera una respuesta común, si una sola y
misma estructura llegara a separarse, estaría muy cercana, sin duda, de lo
que hay de esencial y de general en la experiencia que la época clásica ha
podido tener de la locura; y nos veríamos conducidos a los límites mismos
de lo que hay que entender por sinrazón.
La ironía del siglo XVIII gusta de retomar los viejos temas escépticos del
Renacimiento, y Fontenelle se queda en una tradición que es la de la sátira
filosófica muy próxima aún a Erasmo, cuando hace decir a la locura, en el
prólogo de Pigmalión:
Ahora mis dominios desconocen fronteras;
están locos los hombres, y más que sus mayores;
en las futuras eras
heredarán sus hijos insensateces peores,
y sus nietos tendrán más menguadas quimeras
que sus antecesores.vii
Y sin embargo la estructura de la ironía ya no es la decimocuarta sátira de
Régnier; ya no reposa sobre la desaparición universal de la razón en el
mundo, sino sobre el hecho de que la locura se ha sutilizado hasta el punto
de haber perdido toda forma visible y asignable. Se tiene la impresión de
que, por un efecto lejano y derivado del internamiento sobre la reflexión, la
locura se ha retirado de su antigua presencia visible, y que todo aquello
que, hace poco, constituía aún su plenitud real se ha borrado ahora,
dejando vacío su lugar, haciendo invisibles sus manifestaciones ciertas. Hay
en la locura una aptitud esencial a imitar la razón, que cubre finalmente lo
que puede haber de irrazonable en ella; o, antes bien, la sabiduría de la
naturaleza es tan profunda que llega a utilizar a la locura como otro camino
de la razón; hace de ella el camino corto de la sabiduría, esquivando sus
formas propias en una invisible previsión: «El orden que la naturaleza ha
deseado establecer en el universo sigue su camino: todo lo que se puede
decir es que lo que la naturaleza no habría obtenido de nuestra razón, lo
obtiene de nuestra locura.”viii
La naturaleza de la locura es al mismo tiempo su útil sabiduría; su razón de
ser consiste en acercarse tanto a la razón, en ser tan consustancial a ella
que, en conjunto, forman un texto indisociable, en que no se puede
descifrar más que la finalidad de la naturaleza: hace falta la locura del amor
para conservar la especie; hacen falta los delirios de la ambición para el
buen orden de los cuerpos políticos; hacen falta insensatas avideces para
crear riquezas. Así, todos esos desórdenes egoístas entran en la gran
sabiduría de un orden que sobrepasa a los individuos: «Como la locura de
los hombres es de la misma naturaleza, se ajustan tan fácilmente que han
servido para establecer los nexos más fuertes de la sociedad humana:
testimonio, ese deseo de inmortalidad, esa falsa gloria y muchos otros
principios sobre los cuales rueda todo lo que se hace en el mundo.»ix La
locura, para Bayle y Fontenelle, desempeña un papel parecido al
sentimiento, según Malebranche, en la naturaleza caída: esta vivacidad
involuntaria que, mucho antes que la razón y por caminos desviados, vuelve
al punto mismo al que sólo después de muchas penas habría podido llegar.
La locura es el lado inadvertido del orden, que hace que el hombre, aun a
pesar suyo, sea instrumento de una sabiduría cuyo fin no conoce; la locura
mide toda la distancia que hay entre previsión y providencia, cálculo y
finalidad. En ella se esconde todo el espesor de una sabiduría colectiva, y
que domina el tiempo.x Desde el siglo XVII, la locura se ha desplazado
imperceptiblemente en el orden de las razones: antes estaba, más bien, del
lado del «razonamiento que proscribe la razón»; ahora se ha deslizado del
lado de una razón silenciosa que precipita la racionalidad lenta del
razonamiento, que confunde sus líneas aplicadas y supera en el riesgo sus
aprehensiones y sus ignorancias. Finalmente, la naturaleza de la locura está
en ser una razón secreta, en no existir más que por ella y para ella, en no
tener en el mundo otra presencia que aquella preparada de antemano por la
razón, ya alienada en ella.
Pero, entonces, ¿cómo sería posible asignar a la locura un lugar fijo, darle
un rostro que no tuviera los mismos rasgos que la razón? Forma presurosa
e involuntaria de la razón, no puede dejar aparecer nada que la muestre
irreductible. Y cuando Vieussens hijo explica que «el centro oval» del
cerebro es «la sede de las funciones del espíritu», porque «la sangre arterial
se utiliza hasta el punto de volverse espíritu animal», y que en
consecuencia, «la salud del espíritu en lo que tiene de material depende de
la regularidad, de la igualdad, de la libertad del curso de su espíritu en sus
pequeños canales», Fontenelle se niega a reconocer que pueda haber algo
inmediatamente perceptible y decisivo en un criterio tan sencillo, que
permitiera separar inmediatamente a los locos de los no locos; si el
anatomista tiene razón al vincular la locura a esa falla de los «pequeños
vasos muy separados», enhorabuena, semejante perturbación se encontrará
en todo el mundo: «No hay apenas cabeza tan sana que no se encuentre allí
algún pequeño tubo de centro oval bien bloqueado.»xi Cierto que los
dementes, los locos furiosos, los maníacos o los violentos pueden
reconocerse al punto: pero no porque sean locos, y en la medida en que lo
sean, sino solamente porque su delirio es de un modo particular que añade
a la esencia imperceptible de toda locura unas señales que le son propias:
«Los frenéticos solamente son locos de otro género.»xii Pero, dejando de
lado esas diferenciaciones, la esencia general de la locura está desprovista
de toda forma asignable; el loco, en general, no es portador de un signo; se
confunde con los otros, y está presente en todos, no por un diálogo o por
un conflicto con la razón, sino para servirla oscuramente por medio
inconfesable. Ancilla rationis. Médico y naturalista, Boissier de Sauvages,
mucho tiempo después, reconocerá aún que la locura «no cae directamente
bajo los sentidos».xiii
Pese a las similitudes aparentes en el uso del escepticismo, nunca el modo
de presencia de la locura ha sido más diferente que en ese principio del
siglo XVIII, de lo que había podido ser en el curso del Renacimiento. Por
signos innumerables, manifestaba en otros tiempos su presencia,
amenazando la razón con una contradicción inmediata; y el sentido de las
cosas era indefiniblemente reversible: tan cerrada así era la trama de esta
dialéctica. Hoy, las cosas son igualmente reversibles, pero la locura se ha
reabsorbido en una presencia difusa, sin signo manifiesto, fuera del mundo
sensible y en el reino secreto de una razón universal. Es, al mismo tiempo,
plenitud y ausencia total: habita todas las regiones del mundo, no deja libre
ninguna sabiduría, ningún orden, pero escapa de toda captación sensible;
está allí, por doquier, pero jamás en aquello que la hace ser lo que es.
Sin embargo, ese retiro de la locura, esa diferencia esencial entre su
presencia y su manifestación no significa que se retire, fuera de toda
evidencia, a un dominio inaccesible en que su verdad permanezca oculta.
Que no tenga ni signo cierto ni presencia positiva la ofrece
paradójicamente, en una inmediatez sin inquietud, desplegada en
superficie, sin ningún regreso posible para la duda. Pero no se ofrece
entonces como locura: se presenta bajo los rasgos indiscutibles del loco:
«Las personas cuya razón está sana con tanta facilidad lo reconocen, que
hasta los pastores pueden distinguirlos en aquellas ovejas suyas víctimas de
semejantes enfermedades.» xiv Hay una cierta evidencia del loco, una
determinación inmediata de sus rasgos, que parece correlativa
precisamente de la no determinación de la locura. Cuanto menos precisada
aquélla, mejor reconocido éste. En la medida misma en que no sabemos
dónde comienza la locura, sí sabemos, con un saber casi incontestable, lo
que es el loco. Y Voltaire se asombra de que no se sepa cómo un alma
puede razonar falsamente, ni cómo puede cambiar algo en su esencia, en
tanto que, sin vacilación, «se la conduce, sin embargo, a los manicomios».xv
¿Cómo se hace este reconocimiento tan indudable del loco? Por una
percepción marginal, una vista transversal, por una especie de
razonamiento instantáneo, indirecto, y negativo a la vez. Boissier de
Sauvages trata de explicitar esta percepción tan cierta y sin embargo tan
confusa: «Cuando un hombre actúa de conformidad con las luces de la sana
razón, basta con atender a sus gestos, a sus movimientos, a sus deseos, a
sus discursos, a sus razonamientos, para descubrir el vínculo que hay entre
sus acciones y el fin al que tienden.» Del mismo modo, tratándose de un
loco, «no es necesario conocer la alucinación o el delirio que le afligen, que
haga silogismos falsos; puede uno percibir fácilmente su error y su
alucinación por la discordancia que hay entre sus acciones y la conducta de
los otros hombres».xvi El camino es indirecto en que no hay percepción de la
locura más que por referencia al orden de la razón, y a esta conciencia que
tenemos ante un hombre razonable, que nos asegura de la coherencia, de
la lógica, de la continuidad del discurso; esta conciencia permanece dormida
hasta la irrupción de la locura, que aparece manifiestamente, no porque sea
positiva sino, justamente, porque es del orden de la ruptura. Surge
inmediatamente como discordancia, es decir, es enteramente negativa;
pero es en ese mismo carácter negativo donde contiene la seguridad de ser
instantánea. Cuanto menos se manifiesta la locura en lo que tiene de
positivo, más bruscamente surge el loco como diferencia irrecusable, sobre
la trama continua de la razón, casi olvidada ya por haberse vuelto
demasiado familiar.
Detengámonos unos instantes en ese primer punto. La certidumbre tan
presurosa, tan presuntuosa con la cual el siglo XVIII sabe reconocer al loco,
en el momento mismo en que confiesa no poder definir ya a la locura.. . He
aquí, sin duda, una estructura importante. Carácter inmediatamente
concreto, evidente y preciso del loco; perfil confuso, lejano, casi
imperceptible de la locura. Y no es esto una paradoja, sino relación muy
natural de complementaridad. El loco es demasiado directamente sensible
para que pueda reconocerse en él el discurso general de la locura; sólo
aparece en una existencia puntual, especie de locura a la vez individual y
anónima, en la que él se designa sin ningún margen de error, pero que
desaparece en cuanto es percibida. La locura, en cambio, es
indefiniblemente lejana; es una esencia remota que, por sí misma, tienen
deber de analizar nuestros nosógrafos.
Esta evidencia tan directa del loco ante el fondo de una razón concreta; este
alejamiento, en cambio, de la locura a los límites más externos, los más
inaccesibles de una razón discursiva, se ordenan, los dos, en una cierta
ausencia de la locura, de una locura que no estaría atada a la razón por una
finalidad profunda, de una locura que sería atrapada en un debate real con
la razón y que, en toda la extensión que va de la percepción al discurso, del
reconocimiento al conocimiento, sería generalidad concreta, especie viva y
multiplicada en sus manifestaciones. Una cierta ausencia de la locura reina
en toda esta experiencia de la locura. Se ha excavado un vacío, que va,
quizás, hasta lo esencial.
Pues lo que es ausencia del punto de vista de la locura bien podría ser
nacimiento de otra cosa: el punto en que se fomenta otra experiencia, en la
labor silenciosa de lo positivo.
El loco no es manifiesto en su ser, pero si es indubitable es por ser otro.
Ahora bien, esta otredad, en la época en que nos colocamos, no es
experimentada en lo inmediato, como diferencia sentida, a partir de cierta
certidumbre de sí mismo. Ante esos insensatos que se imaginan «ser
muletas o tener un cuerpo de vidrio», Descartes sabía inmediatamente que
no era como ellos: «Pero, bueno, son locos…» El inevitable reconocimiento
de su locura surgía espontáneamente, en un nexo establecido entre ellos y
uno mismo: el sujeto que percibía la diferencia la medía a partir de sí
mismo: «Yo no sería menos extravagante si siguiera su ejemplo.» En el siglo
XVIII esta conciencia de otredad oculta, bajo una aparente identidad, una
estructura completamente distinta; se formula no a partir de una
certidumbre, sino de una regla general; implica una relación exterior, que
va de los otros a este Otro singular que es el loco, en una confrontación en
que el sujeto no está» comprometido, ni aun convocado bajo la forma de
una evidencia: «Llamamos locura a esta enfermedad de los órganos del
cerebro que impide a un hombre necesariamente pensar y actuar como los
otros.» xvii El loco es el otro por relación a los demás: el otro —en el sentido
de la excepción— entre los otros, en el sentido de lo universal. Toda forma
de la interioridad queda conjurada ahora: el loco es evidente, pero su perfil
se destaca sobre el espacio exterior; y la relación que lo define, lo ofrece
entero por el juego de las comparaciones objetivas a la mirada del sujeto
razonable. Entre el loco y el sujeto que pronuncia «aquél es un loco», se ha
abierto toda una distancia que ya no es el vacío cartesiano del «yo no soy
aquél», sino que se encuentra ocupada por la plenitud de un doble sistema
de otredad: distancia ahora ocupada por señales, por consiguiente
mensurable y variable; el loco es más o menos diferente en el grupo de los
otros que, a su vez, es más o menos universal. El loco se vuelve relativo,
pero así está más desarmado aún de sus poderes peligrosos: él, que en el
pensamiento del Renacimiento figuraba la presencia próxima y peligrosa, en
el interior de la razón, de un parecido demasiado interior, ha sido rechazado
ahora hasta el otro extremo del mundo, apartado y mantenido donde no
pueda inquietar, mediante una doble seguridad, puesto que representa la
diferencia del Otro en la exterioridad de los otros.
Esta nueva forma de conciencia inaugura una nueva relación de la locura
con la razón: ya no dialéctica continua, como en el siglo XVI, ni oposición
sencilla y permanente, tampoco rigor de la separación, como fue el caso a
principios de la época clásica, sino vínculos complejos y extrañamente
anudados. Por una parte, la locura existe por relación a la razón, o al menos
por relación a los «otros» que, en su generalidad anónima, están encargados
de representarla y de darle valor de exigencia; por otra parte, existe para la
razón, en la medida en que aparece ante la mirada de una conciencia ideal
que la percibe como diferencia con los otros. La locura tiene una doble
razón de ser ante la razón; está, al mismo tiempo, del otro lado y bajo su
mirada; del otro lado: la locura es diferencia inmediata, negatividad pura,
aquello que se enuncia como no-ser, en una evidencia irrecusable; es una
ausencia total de razón, que se percibe inmediatamente como tal, sobre el
fondo de las estructuras de lo razonable. Bajo la mirada de la razón: la
locura es individualidad singular cuyos caracteres propios, cuya conducta,
cuyo lenguaje, cuyos gestos se distinguen uno a uno de lo que puede
encontrarse en el no loco; en su particularidad, se despliega para una razón
que no es término de referencia sino principio de juicio; la locura ha sido
tomada ahora en las estructuras de lo racional. Lo que caracteriza a la
locura a partir de Fontenelle es la permanencia de un doble vínculo con la
razón, esta implicación, en la experiencia de la locura, de una razón tomada
como norma, y de una razón definida como sujeto de conocimiento.
Fácilmente se objetará que en toda época ha habido, del mismo modo, una
doble aprehensión de la locura: una moral, sobre el fondo de lo razonable;
la otra objetiva y médica sobre el fondo de la racionalidad. Si dejamos de
lado el gran problema de la locura griega, es cierto que, al menos desde la
época latina, la conciencia de la locura ha sido compartida según esta
dualidad. Cicerón evoca la paradoja de los enfermos del alma y de su
curación: cuando el cuerpo está enfermo, el alma puede reconocerlo,
saberlo y juzgarlo; pero cuando el alma está enferma el cuerpo no podrá
decirnos nada sobre ella: «El alma está llamada a pronunciarse sobre su
estado cuando precisamente, es la facultad de juzgar la que está enferma.»
xviii Contradicción de la que no sería posible escapar, si, justamente, no
hubiese sobre las enfermedades del alma dos puntos de vista
rigurosamente distintos: primero, una sabiduría filosófica que, sabiendo
diferenciar al loco del razonable, asimila a la locura toda forma de nosabiduría
—omnes insipientes insaniunt—xix y puede, mediante la enseñanza
o con la persuasión, disipar esas enfermedades del alma: «no hay que
dirigirse, como en las enfermedades del cuerpo, al exterior, y debemos
emplear todos nuestros recursos y todas nuestras fuerzas para ponernos en
estado de atendernos a nosotros mismos»; xx un saber, en seguida, que
sabe reconocer en la locura el efecto de las pasiones violentas, de los
movimientos irregulares de la bilis negra y de todo «este orden de causas
en el cual soñamos al hablar de Atamas, de Alcmeón, de Ayax y de
Oreste».xxi A esas dos formas de experiencia corresponden exactamente dos
formas de locura: la insania, cuya «acepción es muy extensa» sobre todo
«cuando a ella se auna la tontería», y el furor, enfermedad más grave, que
el derecho romano conoce desde la ley de las XII Tablas. Puesto que se
opone a lo razonable, la insania jamás puede alcanzar al sabio; el furor, por
el contrario, acontecimiento del cuerpo y del alma que la razón es capaz de
reconstituir en el conocimiento, siempre puede trastornar al espíritu del
filósofo.xxii Hay, así, en la tradición latina una locura en la forma de lo
razonable, y una locura en la forma de lo racional, que ni siquiera pudo
confundir el moralismo ciceroniano.xxiii
Ahora bien, lo que ha ocurrido en el siglo XVIII es un deslizamiento de las
perspectivas gracias al cual las estructuras de lo razonable y las de lo
racional se han insertado las unas en las otras, para formar finalmente un
tejido tan denso que durante largo tiempo ya no será posible distinguirlas.
Se han ordenado progresivamente a la unidad de una sola y misma locura
percibida toda en conjunto por su oposición a lo razonable, y por lo que
ofrece de sí misma a lo racional. Diferencia pura, extraño por excelencia,
«otro» a la segunda potencia, el loco, en esa perspectiva misma, va a
convertirse en objeto de análisis racional, plenitud ofrecida al conocimiento,
percepción evidente, y será esto en la medida, precisamente, en que sea
aquello. A partir de la primera mitad del siglo XVIII, y es esto lo que le da
su peso decisivo en la historia de la sinrazón, la negatividad moral del loco
empieza a no ser más que una sola cosa con la positividad de lo que se
puede conocer en él: la distancia crítica y patética del rechazo, del noreconocimiento,
ese vacío de carácter se convierte en el espacio en que van
a aflorar serenamente los caracteres que diseñan poco a poco una verdad
positiva. Y es ese movimiento, sin duda, lo que puede encontrarse en esta
enigmática definíción de la Enciclopedia: «Apartarse de la razón sin saberlo,
porque se está privado de ideas, es ser imbécil; apartarse de la razón,
sabiéndolo, porque se es esclavo de una pasión violenta, es ser débil; pero
apartarse con confianza, y con la firme persuasión de que se la sigue, es
ello, me parece, lo que se llama estar loco.» xxiv
Definición extraña, por seca, y porque parece aún próxima de la vieja
tradición filosófica y moral. Y sin embargo, se encuentra ahí, oculto a
medias, todo el movimiento que renueva la reflexión sobre la locura: la
sobreposición y la coincidencia forzosa entre una definición por la
negatividad de la reparación (la locura es siempre una distancia tomada por
relación a la razón, un vacío establecido y mesurado), y una definición por
la plenitud de los caracteres y de los rasgos que restablecen, en forma
positiva, las relaciones con la razón (confianza y persuasión, sistema de
creencias que hace que la diferencia de la locura y de la razón sea al mismo
tiempo una similitud, que la oposición se escape de sí misma en forma de
una fidelidad ilusoria, el vacío se llena con todo un conjunto que es
apariencia, pero apariencia de la razón misma). Tan es así que la vieja y
sencilla oposición de las potencias de la razón y las del insensato queda
remplazada ahora por una oposición más compleja y fugaz; la locura es la
ausencia de razón, pero ausencia que toma forma de positividad, en una
casi-conformidad, en una similitud engañosa, que sin embargo no llega a
engañar. El loco se aparta de la razón, pero poniendo en juego imágenes,
creencias, razonamientos que vuelven a encontrarse iguales en el hombre
de razón. El loco, por lo tanto, no puede ser loco para sí mismo, sino
solamente a los ojos de un tercero, que, tan sólo él, puede distinguir de la
razón misma el ejercicio de la razón.
En la percepción del loco que se da en el siglo XVIII, hay, por lo tanto,
inextricablemente unidos, lo que hay de más positivo y lo que hay de más
negativo. Lo positivo no es otra cosa que la razón misma, aun si se
encuentra en un rostro aberrante; en cuanto a lo negativo, es el hecho de
que la locura no es, si acaso, más que el vano simulacro de la razón. La
locura es la razón más una extrema capa negativa; es lo que hay más
próximo de la razón y más irreductible; es la razón afectada por un índice
totalmente imborrable: la Sinrazón.
Reanudemos ahora los hilos anteriores. La evidencia del loco comprobada
inmediatamente, ¿qué era, sobre el fondo paradójico de una ausencia de la
locura? Nada más que la presencia muy próxima de la razón que llena todo
lo que puede haber de positivo en el loco, cuya evidente locura es un indicio
que afecta la razón, pero que no introduce finalmente ningún elemento
extraño y positivo.
¿Y la imbricación de las estructuras de lo racional y las estructuras de lo
razonable? En un mismo movimiento que caracteriza la percepción de la
locura en la época clásica, la razón reconoce inmediatamente la negatividad
del loco en lo irrazonable, pero se reconoce a sí misma en el contenido
racional de toda locura. Se reconoce como contenido, como naturaleza,
como discurso, como razón, finalmente, de la locura, al tiempo que mide la
infranqueable distancia de la razón a la razón del loco. En ese sentido el
loco puede estar investido enteramente por la razón, dominado por ella
puesto que es ella la que lo habita secretamente; pero ella lo mantiene
siempre fuera; si tiene un dominio sobre él, es desde el exterior, como un
objeto. Ese estatuto de objeto, que fundará después la ciencia positiva de la
locura, queda inscrito desde esta estructura perceptiva que analizamos por
el momento: reconocimiento de la racionalidad del contenido, en él
movimiento mismo por el cual se denuncia lo que hay de irrazonable en su
manifestación.
Es ésta la primera y más aparente de las paradojas de la sinrazón: una
oposición inmediata a la razón que, sin embargo, no puede tener otro
contenido que la razón misma.
La evidencia, sin apelación posible, del «éste está loco» no se apoya sobre
ningún dominio teórico de lo que es locura.
Pero, a la inversa, cuando el pensamiento clásico desea interrogar a la
locura, en lo que es, no es a partir de los locos como lo hará, sino a partir
de la enfermedad en general. La respuesta a una pregunta como: «¿Qué es
la locura?» se deduce de una analítica de la enfermedad, sin que el loco
tenga que hablar de sí mismo, en su existencia concreta. El siglo XVIII
percibe al loco, pero deduce la locura. Y en el loco lo que percibe no es la
locura, sino la inextricable presencia de la razón y de la sinrazón. Y eso a
partir de lo cual reconstruye la locura no es la experiencia múltiple de los
locos, es el dominio lógico y natural de la enfermedad, un campo de
racionalidad. Puesto que, para el pensamiento clásico, el mal tiende a no
definirse ya más que de manera negativa (por la finitud, la limitación, la
ausencia), la noción general de enfermedad se encuentra ante una doble
tentación: ya no ser considerada, tampoco ella, más que a título de
negación (y es, en efecto, la tendencia de suprimir nociones como aquellas
de «sustancias morbíficas»), sino apartarse de una metafísica del mal, ya
estéril si se quiere comprender la enfermedad en lo que tiene de real, de
positivo, de pleno (y es ésta la tendencia a excluir del pensamiento médico
nociones como las de «enfermedades por defecto» o «enfermedades por
privación»).
A principios del siglo XVII, Plater, en su cuadro de las enfermedades, aún
dejaba lugar considerable a las enfermedades negativas: defectos de parto,
de sudor, de concepción, de movimiento vital.xxv Pero Sauvages, a
continuación, hará notar que un defecto no puede ser ni la verdad ni la
esencia de una enfermedad, ni aun su naturaleza propiamente dicha: «Es
cierto que la supresión de ciertas evacuaciones a menudo causa
enfermedades, pero de ahí no se sigue que se pueda dar el nombre de
enfermedad a esta supresión.» xxvi Y esto por dos razones: la primera, que la
privación no es principio de orden, sino de desorden y de desorden infinito;
pues se coloca en el espacio siempre abierto, siempre renovado de las
negaciones, que no son numerosas como las cosas reales, sino tan
innumerables como las posibilidades lógicas: «Si ocurriera esta institución
de los géneros, los géneros mismos crecerían al infinito.» xxvii Más aún: al
multiplicarse, las enfermedades, paradójicamente, dejarían de distinguirse,
pues si lo esencial de la enfermedad está en la supresión, la supresión que
no tiene nada de positivo no puede dar a la enfermedad su rostro singular;
actúa de la misma manera sobre todas las funciones a las que se aplica por
una índole de acto lógico que es enteramente vacío. La enfermedad sería la
indiferencia pobre de la negación que se ejerciera en la riqueza de la
naturaleza:. «El defecto y la privación no son nada positivo, pero no
imprimen en el espíritu ninguna idea de enfermedad.»xxviii Para dar un
contenido particular a la enfermedad, hay que enfocar, por tanto, los
fenómenos reales, observables, positivos por los cuales se manifiesta: «La
definición de una enfermedad es la enumeración de los síntomas que sirven
para conocer su género y su especie, y para distinguirla de todas las
demás.» xxix Allí mismo donde hay que reconocer que hay una supresión,
ésta no puede ser la enfermedad misma, sino solamente su causa; así pues,
hay que enfocar los efectos positivos de la supresión: «Aun cuando la idea
de enfermedad fuese negativa, como en las enfermedades soporosas, vale
más definirla por sus síntomas positivos.»xxx
Pero también correspondía a esta investigación de la positividad liberar a la
enfermedad de lo que podía tener de invisible y de secreto. Todo aquello de
malo que aún se ocultaba en ella será exorcizado en adelante y su verdad
podrá desplegarse en la superficie, en el orden de los signos positivos.
Willis, en el De morbis convulsivis aún hablaba de las sustancias morbíficas:
oscuras realidades extrañas y contra natura, que forman el vehículo del mal
y el soporte del acontecimiento patológico. En ciertos casos, especialmente
en los de epilepsia, la «sustancia morbífica» está tan retirada, tan
inaccesible a los sentidos y aun a las pruebas, que guarda todavía la marca
de la trascendencia, y que se la podría confundir con los artificios del
demonio: «En esta afección, la sustancia morbífica es muy oscura y no
persiste ningún vestigio de lo que aquí sospechamos, con razón, que es el
soplo del espíritu de los maleficios.»xxxi Pero a fines del siglo XVII comienzan
a desaparecer las sustancias morbíficas. La enfermedad, aun si entraña
elementos difícilmente descifrables, aun si permanece oculta la parte
principal de su verdad, no debe caracterizarse ya por ello; hay siempre allí
una verdad singular que está al nivel de los fenómenos más aparentes, y a
partir de la cual se la debe definir. «Si un general o un capitán no
especificara en la filiación que da de sus soldados más que las marcas
ocultas que tengan sobre el cuerpo, o aquellos otros signos oscuros y
desconocidos que no están a la vista, por mucho que se buscara a los
desertores no se les descubriría jamás.» xxxii Así pues, el conocimiento de la
enfermedad debe empezar por el inventario de lo que hay más manifiesto
en la percepción, más evidente en la verdad. Así se define, como paso
primero de la medicina, el método sintomático que «toma las características
de las enfermedades de los fenómenos invariables y de los síntomas
evidentes que los acompañan».xxxiii A la «vía filosófica» que es «el
conocimiento de las causas y de los principios», y que, en resumen, «no
deja de ser muy curiosa y distingue lo dogmático de lo empírico», debe
preferirse la «vía histórica», más cierta y más necesaria; «muy sencilla, y
fácil de adquirir», no es otra cosa que el «conocimiento de los hechos»‘. Si es
«histórica», no es porque trate de establecer, a partir de sus causas más
antiguas, el devenir, la cronología y la duración de las enfermedades; sino
que, en un sentido más etimológico, trata de ver de cerca y en detalle, de
restituir la enfermedad con la exactitud de un retrato. ¿Podría proponerse
mejor modelo que «los pintores que, cuando hacen un retrato, tienen buen
cuidado de marcar hasta los signos y las más pequeñas cosas naturales que
se encuentran en el rostro de la persona pintada».xxxiv
Todo un mundo patológico se organiza según normas nuevas. Pero nada en
él parece tener que dejar lugar a esta percepción del loco tal como la hemos
analizado antes: percepción totalmente negativa, que siempre mantenía en
lo inexplícito la verdad manifiesta y discursiva de la locura. La locura no
podrá ocupar lugar en ese mundo de las enfermedades cuya verdad se
enuncia por sí misma en los fenómenos observables cuando no se ofrece en
el mundo concreto más que en su perfil más agudo, el menos susceptible de
captación; la presencia instantánea, puntual de un loco, que, por ello, es
tanto mejor percibido como loco, cuanto menos deja parecer la verdad
desplegada de la locura.
Pero aún hay más. El gran afán de los clasificadores del siglo XVIII está
animado por una metáfora constante que tiene la amplitud y la obstinación
de un mito: es la transferencia de los desórdenes de la enfermedad al orden
de la vegetación. Hay que «reducir», decía ya Sydenham, «todas las
enfermedades a especies precisas con el mismo cuidado y la misma
exactitud que los botánicos han hecho en el «Tratado de las plantas».xxxv Y
Gaubius recomendaba poner «el número inmenso de las enfermedades
humanas siguiendo el ejemplo de los escritores de la historia natural, en un
orden sistemático. .. Presentando las clases, los géneros y las especies,
cada uno con sus características particulares, constantes y distintas».xxxvi
Con Boissier de Sauvages,xxxvii el tema cobra todo su significado; el orden
de los botánicos se convierte en organizador del mundo patológico por
entero, y las enfermedades se reparten según un orden y en un espacio que
son los de la razón misma. El proyecto de un jardín de las especies —tanto
patológicas como botánicas— pertenece a la sabiduría de la previsión
divina.
Antes, la enfermedad estaba permitida por Dios; la destinaba a los hombres
como castigo. Pero ahora Dios organiza las formas y reparte él mismo las
variedades. La cultiva. Habrá en adelante un Dios de las enfermedades, el
mismo que protege las especies, y nunca se ha visto morir a ese jardinero
cuidadoso del mal… Si es Verdad que del lado del hombre la enfermedad es
signo de desorden, finitud, pecado, del lado de Dios, que las ha creado, es
decir del lado de su Verdad, las enfermedades son una vegetación
razonable. Y el pensamiento médico debe fijarse como tarea librarse de
esas categorías patéticas del castigo para acceder a aquellas, realmente
patológicas, cuya enfermedad descubre su verdad eterna. «Estoy
persuadido de que la razón por la cual aún no tenemos una historia exacta
de las enfermedades es que la mayor parte de los autores no las han
considerado hasta ahora más que como efectos ocultos y confusos de una
naturaleza mal dispuesta y caída, y que habrían creído perder su tiempo si
se hubiesen dedicado a describirlas. Sin embargo, el Ser Supremo no está
sujeto a leyes menos ciertas al producir las enfermedades, o al hacer
madurar los humores morbíficos que al crear las plantas o las
enfermedades.» xxxviii
Bastará en adelante que la imagen sea seguida hasta su término: la
enfermedad, en la menor de sus manifestaciones, se encontrará investida
de sabiduría divina; desplegará, en la superficie de los fenómenos, las
previsiones de una razón omnipotente. La enfermedad será obra de la
razón, y razón de la obra. Obedecerá al orden, y el orden estará
secretamente presente como principio organizador de cada síntoma. Lo
universal vivirá en lo particular: «Por ejemplo, aquel que observará
atentamente el orden, el tiempo, la hora en que comienzan el acceso de la
fiebre cuartana, los fenómenos del escalofrío, del calor, en una palabra
todos los síntomas que le son propios, tendrá tanta razón de creer que esta
enfermedad es una especie como de creer que una planta constituye una
especie.»xxxix La enfermedad, como la planta, es, en vivo, la racionalidad
misma de la naturaleza: «Los síntomas son con respecto a las enfermedades
lo que las hojas y los soportes (fulcra) con respecto a las plantas.»xl
Por relación a la primera «naturalización» de ia que presta testimonio la
medicina del siglo XVI, esa segunda naturalización presenta nuevas
exigencias. Ya no se trata de una cuasi naturaleza, penetrada aún de lo
irreal, de fantasmas, de imaginario, una naturaleza de ilusión y de añagaza,
sino de una naturaleza que es la plenitud entera y cristalizada de la razón.
Una naturaleza que es el todo de la razón presente en cada uno de sus
elementos. Tal es el espacio nuevo en que la locura, como enfermedad,
debe insertarse ahora.
Una paradoja más de esta historia, que no carece de ellas, es ver a la locura
integrada, sin dificultad aparente, en esas nuevas normas de la teoría
médica. El espacio de clasificación se abre sin problema al análisis de la
locura, y la locura, a su vez, encuentra allí inmediatamente su lugar.
Ninguno de los clasificadores parece vacilar ante los problemas que la locura
habría podido ocasionar.
Ahora bien, ese espacio sin profundidad, esa definición de la locura por lá
sola plenitud de los fenómenos, esa ruptura con los parentescos del mal,
ese rechazo de un pensamiento negativo, todo ello, ¿no es de otra vena y
de otro nivel que el que conocemos de la experiencia clásica de la locura?
¿No hay allí dos sistemas yuxtapuestos, pero que pertenecen a dos
universos distintos? La clasificación de las locuras, ¿no es un artificio de
simetría o un asombroso avance sobre las concepciones del siglo XIX? Y si
se quiere analizar lo que es la experiencia clásica en su profundidad, ¿no es
lo mejor dejar en la superficie el esfuerzo clasificador y seguir, por el
contrario, con toda su lentitud, lo que esta experiencia nos indica de sí
misma, en lo que tiene de negativo, de emparentado al mal, y a todo el
mundo ético de lo razonable?
Pero descuidar el lugar que la locura realmente ha ocupado en el dominio
de la patología sería un postulado, y por consiguiente un error de método.
La inserción de la locura en la nosología del siglo XVIII, por contradictoria
que parezca, no debe quedar en la sombra. Tiene, con seguridad, una
clasificación. Y hay que aceptar como tal —es decir, con todo lo que dice y
todo lo que calla— esta curiosa oposición entre una conciencia perceptiva
del loco, que ha sido singularmente aguda en el siglo XVIII, tan
indudablemente negativa, y un conocimiento de la locura que se inscriba
fácilmente en el plano positivo y ordenado de todas las enfermedades
posibles xli
Contentémonos, para empezar, con confrontar unos ejemplos de
clasificación de las locuras.
Antaño, Paracelso había distinguido los Lunatici, cuya enfermedad debe su
origen a la luna, y cuya conducta, en sus irregularidades aparentes, está
secretamente ordenada según sus fases y sus movimientos; los Insani, que
deben su mal a su herencia, a menos que se les haya contagiado,
inmediatamente antes de nacer, en el seno de su madre; los Vesani, que
han sido privados de sentido y de razón por el abuso de las bebidas y el mal
uso de los alimentos; los Melancholici, que se inclinan hacia la locura por un
vicio de su naturaleza interna.xlii Clasificación de innegable coherencia,
donde el orden de las causas se articula lógicamente en su totalidad:
primero el mundo exterior, después la herencia y el nacimiento, los defectos
de la alimentacón, y finalmente los trastornos internos.
Pero son precisamente las clasificaciones de este género las que rechaza el
pensamiento clásico.
Para que una clasificación sea valedera, hace falta, antes que nada, que la
forma de cada enfermedad sea determinada ante todo por la totalidad de la
forma de las otras; en seguida, es necesario que sea la propia enfermedad
la que se determine en sus figuras diversas, y no por determinaciones
externas; finalmente, hace falta que la enfermedad pueda conocerse
exhaustivamente, o al menos reconocerse de manera cierta a partir de sus
propias manifestaciones.
El camino de este ideal puede seguirse, desde Plater hasta Linneo o
Weickhard, y se oye afirmarse poco a poco un lenguaje en que la locura
formula, supuestamente, sus divisiones a partir de una naturaleza que es,
al mismo tiempo, su propia naturaleza y la naturaleza natural de toda
enfermedad posible.
Plater: «Praxeos Tractatus» (1609)
El primer libro de las «lesiones de las funciones» está consagrado a las
lesiones de los sentidos; entre ellos deben distinguirse los sentidos externos
e internos (imaginatio, ratio, memoria). Pueden quedar dañados
separadamente o en junto, o pueden quedar dañados sea por una simple –
disminución, sea por una abolición total, sea por una perversión, sea por
una exageración. En el interior de este espacio lógico, las enfermedades
particulares se definirán tanto por sus causas (internas o externas), tanto
por su contexto patológico (salud, enfermedad, convulsión, rigidez), tanto
por síntomas anexos (fiebre, falta de fiebre).
1) Mentis imbecillitas:
— General: hebetudo mentis;
— Particular:
para la imaginación: tarditas ingenii;
para la razón: imprudentia;
para la memoria: oblivio.
2) Mentís consternatio:
— Sueño no natural:
en las gentes sanas: somnus immodicus,
profondus;
en los enfermos: coma, lethargus, cataphora;
estupor: con resolución (apoplejía); con
convulsión (epilepsia); con rigidez (catalepsia).
3) Mentís alienatio:
— Causas innatas: stultitia;
— Causas externas: temulentia, animi commotio;
— Causas internas:
sin fiebre: manía, melancholia; con fiebre: phrenitis, paraphrenitis.
4) Mentis defatigatio:
— Vigiliae; insomnia.
Jonston (1644: «Idea universal de la medicina»)
Las enfermedades del cerebro forman parte de las enfermedades orgánicas,
internas, particulares y no venenosas. Se reparten en perturbaciones:
— Del sentido externo: cefalalgia;
— Del sentido común: vigilia, coma;
— De la imaginación: vértigo;
— De la razón: olvido, delirio, frenesí, manía, rabia;
— Del sentido interno: letargia;
— Del movimiento animal: lasitud, inquietud, temblor, parálisis,
espasmo;
— De las excreciones: catarros.
Finalmente, se encuentran enfermedades en las que se mezclan esos
síntomas: íncubos, catalepsia, epilepsia y apoplejía.
Boissier de Sauvages (1763. «Nosología metódica»)
Clase I: Vicios; II: Fiebres; III: Flegmasías; IV: Espasmos; V: Ahogos; VI:
Debilidades; VII: Dolores; VIII: Locuras; IX: Flujo; X: Caquexias.
Clase VIII: «Vesanias o enfermedades que nublan la razón».
Orden I: Alucinaciones, que perturban la imaginación. Especies: «vértigo,
encandilamiento, errores, desasosiego, hipocondría, sonambulismo».
Orden II: Morosidades que quitan el apetito. Especies: apetito depravado,
hambre canina, sed excesiva, antipatía, enfermedad del país, terror pánico,
satiriasis, furor uterino, tarentismo, hidrofobia.
Orden III: Delirios, que nublan el juicio. Especies: transporte, demencia,
melancolía, demonomanía y manía.
Orden IV: Locuras anormales. Especies: amnesia, insomnio.
Linneo (1763. «Genera morborum»)
Clase V: Enfermedades mentales.
I. Ideales: delirio, transporte, demencia, manía, demonomanía, melancolía.
II. Imaginativas: desasosiego, visión, vértigo, terror pánico, hipocondría,
sonambulismo.
III Patéticas: gusto depravado, bulimia, polidipsia, satiriasis, erotomanía,
nostalgia, tarentismo, rabia, hidrofobia, cacosicia, antipatía, ansiedad.
Weickhard (1790. «Der philosophische Arzt»)
I. Las enfermedades del espíritu (Geistes krankheiten).
1. Debilidad de la imaginación;
2. Vivacidad de la imaginación;
3. Falta de atención (attentio volubilis);
4. Reflexión obstinada y persistente (attentio acérrima et meditatio
profunda);
5. Ausencia de memoria (oblivio);
6. Falta de juicio (defectus judicii);
7. Idiotez, lentitud de espíritu (defectus, tarditas ingenii);
8. Vivacidad extravagante e inestabilidad del espíritu (ingenium
velox, praecox, vividissimum);
9. Delirio (insania).
II. Enfermedades del sentimiento (Gemüt skrankheiten).
1. Excitación: orgullo, cólera, fanatismo, erotomanía, etc.
2. Depresión: tristeza, envidia, desesperación, suicidio,
«enfermedad de la corte» (Hofkrankheit), etc.
Toda esa paciente labor de clasificación, si bien designa una nueva
estructura de racionalidad en proceso de formarse, no ha dejado por sí
misma ninguna huella. Cada una de esas reparticiones es abandonada en
cuanto propuesta, y aquellas que el siglo XIX tratará de definir serán de
otro tipo: afinidad de síntomas, identidad de causas, sucesión en el tiempo,
evolución progresiva de un tipo hacia otro: tantas otras familias que
agruparán, bien o mal, la multiplicidad de las manifestaciones: esfuerzo por
descubrir grandes unidades y remitir a ellas las formas conexas, pero ya no
tentativa de cubrir en su totalidad el espacio patológico y desentrañar la
verdad de una enfermedad a partir de su sitio. Las clasificaciones del siglo
XIX presuponen la existencia de grandes especies —manía, o paranoia, o
demencia precoz—, no la existencia de un dominio lógicamente
estructurado en que las enfermedades estén definidas por la totalidad de lo
patológico. Es como si esta actividad clasificadora hubiese funcionado en el
vacío, desplegándose para un resultado nulo, corrigiéndose sin cesar para
no llegar a nada: actividad incesante que jamás ha logrado ser un trabajo
real. Las clasificaciones no han funcionado apenas más que a título de
imágenes, por el valor propio del mito vegetal que llevaban en ella. Sus
conceptos claros y explícitos han permanecido sin eficacia.
Pero esta ineficacia —extraña si pensamos en los esfuerzos— no es más que
el anverso de un problema. O, mejor dicho, ella misma es problema. Y la
pregunta que plantea es la de los obstáculos en que se ha estrellado la
actividad clasificadora cuando se ha ejercido sobre el mundo de la locura.
¿Qué resistencias se han opuesto a que esa labor alcance su objeto, y a
que, a través de tantas especies y clases, se elaboren y adquieran su
equilibrio nuevos conceptos patológicos? ¿Qué había, en la experiencia de la
locura, que, por su naturaleza le impidiera repartirse en la coherencia de un
plano nosográfico? ¿Qué profundidad o qué fluidez? ¿Qué estructura
particular la hacía irreductible a ese proyecto que, sin embargo, fue esencial
para el pensamiento médico del siglo XVIII?
La actividad clasificadora ha tropezado con una resistencia profunda, como
si el proyecto de repartir las formas de la locura a partir de sus signos y
manifestaciones llevara en sí mismo una especie de contradicción; como si
el nexo de la locura con lo que puede mostrar de ella misma no fuera ni un
vínculo esencial ni un vínculo de verdad. Basta con seguir el hilo mismo de
esas clasificaciones a partir de su orden general, hasta el detalle de las
enfermedades clasificadas: siempre llega un momento en que el gran tema
positivista —clasificar según las señales visibles— se encuentra desviado o
eludido; subrepticiamente, interviene un principio que altera el sentido de la
organización y coloca entre la locura y sus figuras perceptibles, sea un
conjunto de denuncias morales, sea un sistema causal. La locura, por sí
sola, no puede responder de sus manifestaciones; forma un espacio vacío
en que todo es posible, excepto el orden lógico de esta posibilidad.
Entonces, es fuera de la locura donde deben buscarse el origen y la
significación de este orden. Lo que son esos principios heterogéneos nos
enseñará, necesariamente, mucho sobre la experiencia de la locura, tal
como lo hace el pensamiento médico del siglo XVIII.
En principio, una clasificación no debe interrogar más que a los poderes del
espíritu humano en los desórdenes que le son propios. Pero tomemos un
ejemplo. Arnold, inspirándose en Locke, percibe la posibilidad de la locura
según las dos facultades principales del espíritu; hay una locura que afecta
las «ideas», es decir, la calidad de los elementos representativos, y el
contenido de verdad de que son susceptibles; la que domina las «nociones»,
el trabajo reflexivo que las ha edificado, y la arquitectura de su verdad. La
ideal insanity, que corresponde al primer tipo, abarca la vesania frenética,
incoherente, maníaca y sensitiva (es decir, alucinatoria). Cuando, por el
contrario, la locura hace nacer su desorden entre las nociones, puede
presentarse bajo nueve aspectos distintos: ilusión, fantasma,
extravagancia, impulsión, maquinación, exaltación, hipocondría, locura
apetitiva y locura patética. Hasta aquí se ha preservado la coherencia, pero
he aquí las 16 variedades de esta «locura patética»: locura amorosa, celosa,
avara, misantrópica, arrogante, irascible, desconfiada, tímida, vergonzosa,
triste, desesperada, supersticiosa, nostálgica, aversiva y entusiasta.xliii El
cambio de las perspectivas es manifiesto: se ha partido de una
interrogación sobre los poderes del espíritu y las experiencias originarias
por las cuales él tenía potencia de verdad; y poco a poco, a medida que se
aproximaban las diversidades concretas entre las que se reparte la locura, a
medida que nos separábamos de una razón que pone en causa la razón
bajo su forma general, a medida que ganábamos esas superficies en que la
locura toma los rasgos del hombre real, la veíamos diversificarse en otros
tantos «caracteres» y veíamos a la nosografía tomar, casi, el aspecto de una
galería de «retratos morales». En el momento en que quiere unirse con el
hombre concreto, la experiencia de la locura se encuentra con la moral.
El hecho no es aislado en Arnold; recuérdese la clasificación de Weickhard:
también allí se parte, para analizar la octava clase —la de las enfermedades
del espíritu— de la distinción entre imaginación, memoria y juicio. Pero
pronto llegamos a las caracterizaciones morales. La clasificación de Vitet
deja el mismo lugar, al lado de los simples defectos, a los pecados y a los
vicios. Pinel aún guardará el recuerdo en el artículo «nosografía» del
Diccionario de las Ciencias Médicas: «Qué decir de una clasificación… en
que el robo, la bajeza, la maldad, el disgusto, el temor, el orgullo, la
vanidad, etc., están inscritas en el número de las afecciones morbosas. Son
verdaderamente enfermedades del espíritu, muy a menucio enfermedades
incurables, pero su verdadero lugar debe encontrarse antes bien en las
Máximas de I.a Rochefoucauld, o en los Caracteres de La Bruyere, no en
una obra de patología.» xliv Se buscaban las formas mórbidas de la locura;
no se han encontrado apenas más que deformaciones de la vida moral.
Mientras tanto, es la noción misma de enfermedad la que se ha alterado,
pasando de un significado patológico a un valor puramente crítico. La
actividad racional que repartía los signos de la locura se ha transformado
secretamente en una conciencia razonable que los enumera y los denuncia.
Por cierto, basta con comparar las clasificaciones de Vitet o de Weickhard
en las listas que figuran en los registros del internamiento, para comprobar
que, aquí y allá, se está operando la misma función: los motivos de
internamiento se sobreponen exactamente a los temas de la clasificación,
aun cuando su origen sea enteramente distinto, y aunque ninguno de los
nosógrafos del siglo XVIII haya tenido contacto, jamás, con el mundo de los
hospitales generales y de los manicomios. Pero desde que el pensamiento,
en su especulación científica, trataba de aproximar la locura a sus rostros
concretos, era, necesariamente, esta experiencia moral de la sinrazón la
que se encontraba. Entre el proyecto de clasificación y las formas conocidas
y reconocidas de la locura, ese principio ajeno que se ha deslizado es la
sinrazón.
No todas las nosografías cambian hacia esas caracterizaciones morales; sin
embargo, ninguna queda pura; allí donde la moral no desempeña un papel
de difracción y de repartición, son el organismo y el mundo de las causas
corporales los que la aseguran.
Era sencillo el proyecto de Roissier de Sauvages. Sin embargo, pueden
medirse las dificultades que ha encontrado para establecer una sintomática
sólida de las enfermedades mentales, como si Ja locura se escapara de la
evidencia de su propia verdad.
Aparte la clase de las «locuras anormales», los tres órdenes principales
están integrados por las alucinaciones, las extravagancias y los delirios. En
apariencia, cada uno está definido, con todo rigor de método, a partir de
sus signos más manifiestos: las alucinaciones son «enfermedades cuyo
síntoma principal es una imaginación depravada y errónea»; xlv las
extravagancias deben comprenderse como «depravación del gusto o de la
voluntad»; xlvi el delirio, como una «depravación de la facultad de juzgar».
Pero a medida que avanza el análisis, los caracteres pierden poco a poco su
sentido de síntomas y toman, cada vez más, evidentemente, una
significación causal. Ya desde el sumario, las alucinaciones eran
consideradas como «errores del alma ocasionados por el vicio de los
órganos situados fuera del cerebro, lo que seduce la imaginación».xlvii Pero el
mundo de las causas es invocado sobre todo cuando se trata de distinguir
unos signos de otros, es decir, cuando se les pide ser otra cosa que una
señal de reconocimiento, cuando hay que justificar una repartición lógica en
especies y en clases. Así, el delirio se distingue de la alucinación en que
debe buscarse su origen tan sólo en el cerebro, no en los diversos órganos
del sistema nervioso. ¿Se desea establecer la diferencia entre los «delirios
esenciales» y los «delirios pasajeros que acompañan a las fiebres»? Basta
con recordar que estos últimos se deben a una alteración pasajera de los
fluidos; en cambio, aquéllos, a una depravación, frecuentemente definitiva
de los elementos sólidos.xlviii En el nivel general y abstracto de Órdenes, la
clasificación es fiel al principio de la sintomática; pero en cuanto nos
acercamos a las formas concretas de la locura, la causa física vuelve a ser
el elemento esencial de las distinciones. En su vida real, la locura está
habitada por el movimiento secreto de las causas. De la verdad no conserva
nada por sí misma; de la naturaleza tampoco, puesto que está repartida
entre esos poderes del espíritu que le dan una verdad abstracta y general, y
el trabajo oscuro de las causas orgánicas que le dan una existencia
concreta.
De todos modos, el trabajo de organización de las enfermedades del
espíritu nunca se hace al nivel de la propia locura. No puede prestar
testimonio de su propia verdad. Debe intervenir sea el juicio moral, sea el
análisis de las causas físicas. O bien la pasión, la falta, con todo lo que
puede comportar de libertad, o bien la mecánica, rigurosamente
determinada, de los espíritus animales y del género nervioso. Pero esa
antinomia no es más que aparente, y sólo para nosotros: para el
pensamiento clásico, hay una región en que la moral, la mecánica, la
libertad y el cuerpo, la pasión y la patología encuentran, a la vez, su unidad
y su medida. Es la imaginación la que tiene sus errores, sus quimeras y sus
presunciones, pero en ella se resumen igualmente todos los mecanismos del
cuerpo. Y, de hecho, todo lo que pueden tener de desequilibrado, de
heterogéneo, de oscuramente impuro, todas esas tentativas de
clasificaciones lo deben a una cierta «analítica de la imaginación» que
interviene secretamente en su proceso. Es allí donde se opera la síntesis
entre la locura en general cuyo análisis se intenta, y el loco, ya
familiarmente reconocido en la percepción, cuya diversidad se trata de
reducir a unos tipos principales. Es allí donde se inserta la experiencia de la
sinrazón, tal como ya la hemos visto intervenir en las prácticas de
internamiento, experiencia en que el hombre se encuentra por entero,
paradójicamente, designado y absuelto en su culpabilidad, pero condenado
en su animalidad. Esta experiencia se transcribe para la inflexión en los
términos de una teoría de la imaginación que de esta manera se encuentra
colocada en el centro de todo el pensamiento clásico concerniente a la
locura. La imaginación, perturbada y desviada, la imaginación a medio
camino entre el error y la falta, por una parte, y las perturbaciones del
cuerpo, por la otra, es lo que médicos y filósofos convienen en llamar delirio
en la época clásica.
Así se designa, por encima de las descripciones y de las clasificaciones, una
teoría general de la pasión, de la imaginación y del delirio; en ella se
anudan las relaciones reales de la locura, en general, y de los locos en
particular; igualmente, en ella se establecen los nexos de la locura y de la
sinrazón. Es el oscuro poder de síntesis que los reúne a todos —sinrazón,
locura y locos— en una sola y misma experiencia. En ese sentido puede
hablarse de una trascendencia del delirio, que, dirigiendo desde arriba la
experiencia clásica de la locura, hace ridiculas las tentativas de analizarla
según sus solos síntomas.
También debe tenerse en cuenta la resistencia de algunos temas principales
que, formados mucho antes de la época clasificadora, subsisten, casi
idénticos, casi inmóviles, hasta el principio del siglo XIX. Mientras que en la
superficie cambian los nombres de las enfermedades, su lugar, sus
divisiones y sus articulaciones, un poco más profundamente, en una especie
de penumbra conceptual, se mantienen algunas formas masivas, poco
numerosas pero de gran extensión, y a cada instante su presencia
obstinada hace vana la actividad de clasificación. Menos próximas de la
actividad conceptual y teórica del pensamiento médico, esas nociones son
vecinas, por el contrario, de esta idea en su trabajo real. Son ellas las que
encontramos en el esfuerzo de Willis y es a partir de ellas como podrá
establecerse el gran principio de los ciclos maníacos y melancólicos; son
ellas, en el otro extremo del ciclo, las que encontraremos cuando se tratará
de reformar los hospitales y de dar al internamiento un significado médico.
Forman un mismo cuerpo con el trabajo de la medicina, imponiendo sus
figuras estables más bien por una cohesión imaginaria que por una estricta
definición conceptual. Han vivido y se han mantenido sordamente gracias a
oscuras afinidades que daban a cada una su marca propia e imborrable. Es
fácil encontrarlas mucho antes de Boerhaave, y seguirlas mucho tiempo
después de Esquirol.
En 1672 publica Willis su De Anima Brutorum, cuya segunda parte trata de
las «enfermedades que atacan el alma animal y su sede, es decir el cerebro
y el género nervioso». Su análisis retoma las grandes enfermedades
reconocidas desde hacía largo tiempo por la tradición médica: el Frenesí,
especie de furor acompañado de fiebre, y del cual debe distinguirse, por su
mayor brevedad, el Delirio. La Manía es un furor sin fiebre. La Melancolía no
tiene furor ni fiebre: se caracteriza por una tristeza y por un miedo que se
aplican a objetos poco numerosos, a menudo a una preocupación única. En
cuanto a la Estupidez, es el hecho de todas las gentes en quienes la
«imaginación, como la memoria y el juicio, están ausentes». Si la obra de
Willis tiene importancia en la definición de las diversas enfermedades
mentales, es en la medida en que el trabajo se ha realizado en el interior
mismo de esas principales categorías. Willis no reestructura el espacio
nosográfico, sino que aisla formas que lentamente reagrupan, tienden a
unificar, casi a confundir, en virtud de una imagen; es así como está a
punto de llegar a la noción de manía-melancolía: «Esas dos afecciones son
tan vecinas que a menudo se transforman la una y la otra y que la una
desemboca a menudo en la otra… Frecuentemente esas dos enfermedades
se suceden y se dejan lugar reciprocamente, como el humo y la llama.»xlix
En otros casos, Willis distingue lo que había permanecido casi confundido.
Distinción más práctica que conceptual, división relativa y gradual de una
noción que conserva su identidad fundamental. Así procede Willis para la
gran familia de quienes son víctima de la estupidez: primero, aquellos
incapaces de llegar a la literatura o a ninguna de las ciencias liberales, pero
que son lo bastante hábiles para aprender las ciencias mecánicas; vienen
luego los que son tan sólo capaces de ser agricultores; luego, los que,
cuando mucho, pueden aprender a subsistir en la vida y a conocer los
hábitos indispensables; en cuanto a los de la última fila, apenas
comprenden algo y actúan a propósito.l El trabajo efectivo no se ha operado
sobre las nuevas clases sino sobre las viejas familias de la tradición, donde
las imágenes eran más numerosas y los rostros más familiarmente
reconocidos.
En 1785, cuando Colombier y Doublet publican su instrucción, más de un
siglo ha pasado desde Willis. Los grandes sistemas nosológicos ya están
edificados. Parece que de todos esos monumentos no queda nada; Doublet
se dirige a los médicos y a los directores de los establecimientos; quiere
darles consejos de diagnóstico y de terapéutica. No conoce más que una
clasificación, que ya había estado en curso en tiempos de Willis: el frenesí
siempre va acompañado de inflamación y de fiebre; la manía o el furor no
es señal de una afección del cerebro; la melancolía difiere de la manía en
dos cosas: «La primera, en que el delirio melancólico se limita a un solo
tema, llamado punto melancólico; la segunda, en que el delirio… siempre
es pacífico.» A ello se añade la demencia que corresponde a la estupidez de
Willis, y que agrupa todas las formas de debilitamiento de las facultades. Un
poco después, cuando el ministro del Interior exige a Giraudy un informe
sobre Charenton, el cuadro presentado distingue los casos de melancolía,
los de manía y los de demencia; las únicas modificaciones importantes
conciernen a la hipocondría que se encuentra aislada, con un pequeño
número de representantes (sólo ocho sobre 476 internados), y el idiotismo
que, desde principios del siglo XIX, se empieza a distinguir de la demencia.
Haslam en sus Observaciones sobre la locura no toma en cuenta los
incurables; por lo tanto, aparta dementes e idiotas y sólo reconoce en la
locura dos imágenes: manía y melancolía.
Puede verse que el cuadro nosológico ha conservado una notable estabilidad
a través de todas las tentativas que por modificarlo haya podido hacer el
siglo XVIII. En el momento en que comenzarán las grandes síntesis
psiquiátricas y los sistemas de la locura, podrán retomarse las grandes
especies de la sinrazón tal como han sido transmitidas: Pinel, entre las
vesanias, cuenta la melancolía, la manía, la demencia y la idiotez, a las
cuales añade la hipocondría, el sonambulismo y la hidrofobia.li Esquirol no
añade más que la nueva familia de la monomanía a la serie ya tradicional:
manía, melancolía, demencia e imbecilidad.lii Los rostros ya esbozados y
reconocidos de la locura no han sido modificados por las construcciones
nosológicas; la repartición en especies casi vegetales no ha logrado disociar
o alterar la primitiva solidez de sus caracteres. De un extremo al otro de la
época clásica, el mundo de la locura se articula según las mismas fronteras.
A otro siglo corresponderá descubrir la parálisis general, separar las
neurosis y las psicosis, edificar la paranoia y la demencia precoz; a otro
más, cernir la esquizofrenia. El siglo XVII y el siglo XVIII no conocen ese
paciente trabajo de observación. Han discernido precarias familias en el
jardín de las especies: pero esas ideas no han afectado apenas la solidez de
esta experiencia casi perceptiva que se hacía por otra parte. El pensamiento
médico reposaba tranquilamente sobre formas que no se modificaban y que
proseguían su vida silenciosa. La naturaleza jerarquizada y ordenada de los
clasificadores no era más que una segunda naturaleza por relación a esas
formas esenciales.
Fijárnoslas para mayor seguridad, pues su sentido propio de la época clásica
amenaza con ocultarse bajo la permanencia de las palabras que nosotros
mismos hemos retomado. Los artículos de la Enciclopedia, en la medida
misma en que no constituyen una obra original, pueden servirnos de base.
— Por oposición al frenesí, delirio febril, la manía es un delirio sin
fiebre, al menos esencial; comprende «todas esas enfermedades
prolongadas en que los enfermos no sólo disparatan, sino que no perciben
las cosas como debe ser y efectúan acciones que son o parecen ser sin
motivo, extraordinarias y ridiculas».
— La melancolía también es un delirio, pero un «delirio particular, que
gira sobre uno o dos objetos determinados, sin fiebre ni furor, en lo que
difiere de la manía o del frenesí. Ese delirio con la mayor frecuencia va
aunado a una tristeza insuperable, a un humor sombrío, a una misantropía,
a una decidida tendencia a la soledad».
— La demencia se opone a la melancolía y a la manía; éstas no son
más que «el ejercicio depravado de la memoria y del entendimiento»;
aquélla, en cambio, es una rigurosa «parálisis del espíritu», o bien «una
abolición de la facultad de razonar»; las fibras del cerebro no son
susceptibles de impresiones, y los espíritus animales ya no son capaces de
moverlas. D’Aumont, el autor de este artículo, ve en la «fatuidad» un grado
menos acentuado de demencia: un simple debilitamiento del entendimiento
y de la memoria.
Pese a algunas modificaciones en detalle, se ven formar y mantener, en
toda esta medicina clásica, ciertas correspondencias esenciales, por otra
parte más sólidas que los parentescos nosográficos, quizás porque son más
probadas que concebidas, porque han sido imaginadas de largo tiempo
atrás y durante largo tiempo soñadas: frenesí, y calor de las fiebres; manía
y agitación furiosa; melancolía y aislamiento casi insular del delirio;
demencia y desorden del espíritu. Sobre esas profundidades cualitativas de
la percepción médica, los sistemas nosológicos han jugado y cintilado a
veces algunos instantes. Pero no han llegado a cobrar cuerpo en la
verdadera historia de la locura.
Queda, finalmente, un tercer obstáculo. Está constituido por las resistencias
y los desarrollos propios de la práctica médica.
Desde hace tiempo, y en el dominio entero de la medicina, la terapéutica
seguía una ruta relativamente independiente. En todo caso, nunca, desde la
antigüedad, había sabido ordenar todas sus formas según los conceptos de
la teoría médica. Y, más que ninguna otra enfermedad, la locura ha
mantenido a su alrededor, hasta el fin del siglo XVIII, todo un cuerpo de
prácticas a la vez arcaicas por su origen, mágicas por su significado y
extramédicas por su sistema de aplicación. Todo lo que la locura podía
ocultar de poderes aterradores mantenía en su vivacidad apenas secreta la
vida sorda de esas prácticas.
Pero al terminar el siglo XVII se ha producido un acontecimiento que, al
reforzar la autonomía de las prácticas, le ha dado un nuevo estilo y toda
una nueva posibilidad de desarrollo. Este acontecimiento es la definición de
los trastornos llamados inicialmente «vapores» y que tomarán tan grande
extensión en el siglo XVIII con el nombre de «enfermedades de los nervios».
Muy pronto, y por la fuerza de expansión de sus conceptos, trastornan el
antiguo espacio nosográfico, y no tardan en recubrirlo casi por completo.
Cullen podrá escribir, en sus Instituciones de Medicina Práctica: «Me
propongo comprender aquí, con el título de enfermedades nerviosas, a
todas las afecciones preternaturales del sentimiento y del movimiento, que
no van acompañadas de fiebre como síntoma de la enfermedad primitiva;
comprendo también todas aquellas que no dependen de una afección local
de los órganos, sino de una afección más general del sistema nervioso y de
las propiedades de ese sistema sobre las cuales están basados, sobre todo,
el sentimiento y el movimiento.» liii Ese mundo nuevo de los vapores y las
enfermedades de los nervios tiene su dinámica propia; las fuerzas que allí
se despliegan, las clases, las especies y los géneros que se pueden difundir
allí ya no coinciden con las formas familiares de las nosografías. Tal parece
que acaba de abrirse todo un espacio patológico antes desconocido, que no
sigue las reglas habituales del análisis y de la descripción médica: «Los
filósofos invitan a los médicos a entrar en ese laberinto; les facilitan los
caminos, desembarazando a la metafísica del fardo de las escuelas,
explicando analíticamente las principales facultades del alma, mostrando su
nexo íntimo con los movimientos del cuerpo, remontándose ellos mismos a
los fundamentos primeros de su organización.» liv También los proyectos de
clasificación de los vapores son innumerables. Ninguno reposa sobre los
principios que guiaban a Sydenham, a Sauvages o a Linneo. Viridet los
distingue al mismo tiempo por el mecanismo del trastorno y por su
localización: los «vapores generales nacen en todo el cuerpo»; los «vapores
particulares se forman en una parte»; los primeros «vienen de la supresión
del curso de los espíritus animales»; los segundos «vienen de un fermento
situado en los nervios o cerca de ellos»; o aun «de la contracción de la
cavidad de los nervios por los cuales remontan o descienden los espíritus
animales».lv Beauchesne propone una clasificación puramente etiológica,
según los temperamentos, las predisposiciones y las alteraciones del
sistema nervioso: primero las «enfermedades con materia y visión
orgánica», que dependen de un «temperamento bilioso-flemático»; luego las
enfermedades nerviosas histéricas, que se distinguen por «un
temperamento bilioso melancólico y lesiones particulares de la matriz»;
finalmente, las enfermedades caracterizadas por «un relajamiento de los
sólidos y la degeneración de los humores»; aquí las causas son, antes bien,
«un temperamento sanguíneo flemático, pasiones desgraciadas, etc.»lvi Ya al
final del siglo, en la gran discusión que ha seguido a las obras de Tissot y de
Pomme, Pressavin ha dado a las enfermedades de los nervios su mayor
extensión; abarcan todas las perturbaciones que pueden alcanzar las
funciones mayores del organismo, y se distinguen las unas de las otras por
las funciones perturbadas. Cuando son afectados los nervios del sentimiento
y si su actividad ha disminuido, hay embotamiento, estupor y coma; si por
el contrario ha aumentado, hay comezón, escozor y dolor. Las funciones
motoras pueden ser afectadas de la misma manera: su disminución provoca
la parálisis y la catalepsia; su aumento, el eretismo y el espasmo; en
cuanto a las convulsiones, se deben a una actividad irregular, tanto
demasiado débil como demasiado fuerte: alternación que se encuentra, por
ejemplo, en la epilepsia.lvii Ciertamente, por su naturaleza, esos conceptos
son ajenos a las clasificaciones tradicionales. Pero lo que, sobre todo, les da
su originalidad es que, a diferencia de las nociones de la nosografía, están
inmediatamente ligados a una práctica; o, antes bien, desde su formación
se encuentran penetrados de los temas terapéuticos, pues lo que los
constituye y los organiza son imágenes, imágenes por las cuales pueden
comunicarse, desde el principio, médicos y enfermos: los vapores que
suben del hipocondríaco, los nervios tendidos, «magullados y endurecidos»,
las fibras impregnadas de humedad, los ardores quemantes que desecan los
órganos: otros tantos esquemas explicativos, es verdad; otros tantos temas
ambiguos en que la imaginación del enfermo da forma, espacio, sustancia y
lenguaje a sus propios sufrimientos, y en que la del médico proyecta
inmediatamente el diseño de las intervenciones necesarias para restablecer
la salud. En ese nuevo mundo de la patología, tan vilipendiado y ridiculizado
desde el siglo XIX, ocurre algo importante por primera vez, sin duda, en la
historia de la medicina: la explicación teórica coincide con una doble
proyección: la de la enfermedad por el enfermo, y la de la supresión de la
enfermedad por el médico. Las enfermedades de los nervios autorizan las
complicidades de la cura. Todo un mundo de símbolos y de imágenes va a
nacer, donde el médico, con su enfermo, va a inaugurar un primer diálogo.
Desde entonces, a lo largo de todo el siglo XVIII, se desarrolla una medicina
en que la pareja médico-enfermo está convirtiéndose en el elemento
constituyente. Es esta pareja, con las figuras imaginarias por las cuales se
comunica, la que organiza, según los nuevos modos, el mundo de la locura.
Las curas de calentamiento o de frío, de roboración o de distensión, toda la
labor común al médico y al enfermo de las realizaciones imaginarias, deja
perfilarse formas patológicas que las clasificaciones cada vez resultarán más
incapaces de asimilar. Pero es en el interior de esas formas, aun cuando sea
cierto que también ellas han pasado, donde se efectúa el verdadero trabajo
del saber.
Llamemos la atención sobre nuestro punto de partida: por una parte, una
conciencia que pretende reconocer al loco sin mediación, sin esa misma
mediación que sería un conocimiento discursivo de la locura; por otra, una
ciencia que pretende poder desplegar según el plano de sus virtualidades
todas las formas de la locura, con todos los signos que manifiestan su
verdad. Entre ellas, nada, un vacío; una ausencia, casi sensible, de tan
evidente, de lo que sería la locura como forma concreta y general, como
elemento real en que los locos se encontraran, como suelo profundo de
donde llegaran a. nacer, en su sorprendente particularidad, los signos del
insensato. La enfermedad mental, en la época clásica, no existe, si por ella
entendemos la patria natural del insensato, la mediación entre el loco que
se percibe y la demencia que se analiza, en suma, el nexo del loco con su
locura. El loco y la locura son ajenos uno al otro; la verdad de cada uno se
halla retenida y como confiscada en ellos mismos.
La sinrazón es, para empezar, eso: esta escisión profunda, que se remonta
a una época de entendimiento y que enajena al uno por relación al otro,
haciéndoles ajeno uno al otro, el loco y su locura.
Así pues, podemos aprehender la sinrazón ya en ese vacío. Por otra parte,
el internamiento, ¿no era su versión institucional? El internamiento, como
espacio indiferenciado de exclusión, ¿no reinaba entre el loco y la locura,
entre el reconocimiento inmediato y una verdad siempre diferida, cubriendo
así en las estructuras sociales el mismo campo que la sinrazón en las
estructuras del saber?
La sinrazón es más que ese vacío en el cual se la empieza a ver esbozarse.
La percepción del loco no tenía, finalmente, otro contenido que la razón
misma; el análisis de la locura entre las especies de la enfermedad no tenía
de su lado otro principio que el orden de razón de una sabiduría natural;
tanto es así que allí donde se buscaba la plenitud positiva de la locura, no
se encontraba otra cosa que la razón, quedando así la locura,
paradójicamente, como ausencia de locura y presencia universal de la
razón. La locura de la locura está en ser secretamente razón. Y esta nolocura,
como contenido de la locura, es el segundo punto esencial que debe
marcarse a propósito de la sinrazón. La sinrazón es que la verdad de la
locura es razón.
O, antes bien, cuasi-razón. Y es éste el tercer carácter fundamental, que
trataremos de explicitar a fondo en las páginas siguientes. Y es que si la
razón es el contenido de la percepción del loco, no deja de ser afectada por
cierto indicio negativo. Se encuentra allí, en acción, una instancia que da a
esta no-razón su estilo singular. Por muy loco que esté el loco con relación a
la razón, por ella y para ella, por muy razón que sea para poder ser objeto
de la razón, esta distancia tomada crea un problema; y este trabajo de lo
negativo no puede ser simplemente el vacío de una negación. Por otra
parte, hemos visto con qué obstáculos ha tropezado el proyecto de una
«naturalización» de la locura al estilo de una historia de las enfermedades y
de las plantas. A pesar de tantos esfuerzos repetidos, la locura jamás ha
entrado por completo en el orden racional de las especies. Y es que otras
fuerzas reinaban en las profundidades, fuerzas que son ajenas al plan
teórico de los conceptos y que saben resistirle hasta el punto de trastornarlo
finalmente.
¿Cuáles son, pues, estas fuerzas que así actúan? ¿Cuál es, pues, ese poder
de negación que se ejerce allí? En ese mundo clásico donde la razón parece
contenido y verdad de todo, aun de la locura, ¿cuáles son esas instancias
secretas y a qué resisten? Aquí y allá, en el conocimiento de la locura y el
reconocimiento del loco, ¿no es la misma virtud que insidiosamente se
despliega y se burla de la razón? Y si fuera la misma, ¿no nos
encontraríamos entonces en posición de definir la esencia y la fuerza viva
de la sinrazón, como centro secreto de la experiencia clásica de la locura?
Pero antes es necesario proceder lentamente y detalle tras detalle.
Encaminarnos, con un respeto de historiador, a partir de lo que ya
conocíamos; es decir, de los obstáculos encontrados en la naturalización de
la locura, y en su proyección sobre un plano racional. Hay que analizarlos,
pieza tras pieza, después de la enumeración aún burda que ha sido posible
hacer: inicialmente, la trascendencia de la pasión, de la imaginación y del
delirio como formas constitutivas de la locura; después, las figuras
tradicionales que, durante toda la época clásica, han articulado y elaborado
el dominio de la locura; en fin, la confrontación del médico y del enfermo en
el mundo imaginario de la terapéutica. Quizá sea allí donde se ocultan las
fuerzas positivas de la sinrazón, el trabajo que es, al mismo tiempo, el
correlativo y la compensación de ese no-ser que constituye, de ese vacío,
de esa ausencia, cada vez más profunda de la locura.
No trataremos de describir ese trabajo y las fuerzas que lo animan como la
evolución de conceptos teóricos, en la superficie de un conocimiento; sino
que, cortando a través del espesor histórico de una experiencia, trataremos
de volver a captar el movimiento por el cual finalmente llegó a ser posible
un conocimiento de la locura: este conocimiento que es el nuestro y del que
no pudo separarnos por compieto el freudismo, porque no estaba destinado
a ello. En este conocimiento, la enfermedad mental se encuentra al fin
presente, la sinrazón ha desaparecido de sí misma, salvo a los ojos de
quienes se preguntan lo que puede significar en el mundo moderno esta
presencia tozuda y repetida de una locura necesariamente acompañada de
su ciencia, de su medicina, de sus médicos, de una locura totalmente
incluida en el patetismo de una enfermedad mental.

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NOTAS:

vii Pygmalion, prince de Tyr. Prólogo. (Euvres de Fontenelle, París, 1790, IV, p. 472.
viii Bayle, citado en Delvové, Essai sur Pierre Bayle, París, 1906, p. 104.
ix Fontenelle, Dialogues des morts modernes. Diálogo IV. (Euvres, 1790, I, p. 278.
x Cf. Mandeville, en La Fable des abeiltes, y Montesquieu a propósito de la locura
del honor entre los nobles (Esprit des lois, lib. III, cap. VII).
xi Histoire de Académie des sciences. Année 1709, cd. 1733, pp. 11-13. Sur le delire
mélancolique.
xii Dialogues de morts modernes. Diálogo IV, (Euvres, I, p. 278. Lo mismo a
propósito de la libertad, Fontenelle explica que los locos no son ni más ni menos
determinados que los otros. Si se puede resistir a una disposición moderada del
cerebro, se debe poder resistir a una disposición más fuerte: «Y así, debiera ser
posible tener gran ingenio pese a una mediocre disposición a la estupidez.» O, a la
inversa, si no se puede resistir a una disposición violenta, una disposición débil es
igualmente determinante. (Traite de la liberté de l’áme, atribuido a Fontenelle en la
edición Depping, III, pp. 611-612.)
xiii Boissier de Sauvages, Nosologie méthodique, trad. Gouvion, Lyon, 1772, t. VII,
p. 33.
xiv Ibid., t. VII, p. 33.
xv Voltaire, Dictionnaire philosophique, art. «Locura», ed. Benda, París, 1935, t. I,
p. 286.
xvi Boissier de Sauvages, loc. cit., t. VII, p. 34.
xvii Voltaire, Dictionnaire philosophique, art. «Locura», p. 285.
xviii Cicerón, Tusculanas, lib. III, I, 1.
xix Ibid., lib. III, IV, 8.
xx Ibid., lib. III, III, 5.
xxi Ibid., lib. III, V, 11.
xxii Ibid.
xxiii En esas mismas Tusculanas se encuentra un esfuerzo por superar la oposición
furor-insania en una misma asignación moral: «un alma robusta no puede ser
atacada por la enfermedad, en tanto que el cuerpo puede serlo; pero el cuerpo
puede caer enfermo sin que haya culpa nuestra; lo cual no puede ocurrir al alma,
todas cuyas enfermedades y pasiones tienen por causa el desprecio de la razón»
(ibid., lib. IV, XIV, 31).
xxiv Encyclopédie, art. «Locura».
xxv Plater, Praxeos medicae tres tomi, Bale, 1609.
xxvi Sauvages, Nosologie méthodique, trad. fr., I, p. 159.
xxvii Ibid., p. 160.
xxviii Ibid., p. 159.
xxix Ibid., p. 129.
xxx Ibid., p. 160.
xxxi Willis, De morbis convulsivis. Opera, Lyon, 1681, t. I, p. 451.
xxxii Sauvages, loc. cit., I, pp. 121-122.
xxxiii Cf. también Sydenham, Dissertation sur la petite véróle. Médecine pratique,
trad. Jault, 1784, p. 390.
xxxiv Sauvages, loc. cit., t. I, pp. 91-92. Cf. igualmente A. Pitcairn, The Whole Works
(done from the latin original by G. Sewel e I. T. Desaguliers, 2°ed., 1777, pp. 9-10).
xxxv Sydenham, Médecine pratique, trad. Jault, Prefacio, p. 121.
xxxvi Gaubius, Institutiones pathologiae medicinales, citado por Sauvages, loc. cit.
xxxvii Les Nouvelles Classes des maladies datan de 1731 o 1733. Cf., al respecto,
Berg, Linné et Sauvages (Lychnos, 1956).
xxxviii Sydenham, citado en Sauvages, loc. cit., I, pp. 124-125.
xxxix Ibid.
xl Linneo, Lettre á Boissier de Sauvages, citada por Berg (loc. cit.).
xli Ese problema parece ser réplica de otro que hemos encontrado en la primera
parte, cuando se trataba de explicar cómo ha podido coincidir la hospitalización de
los locos con su internamiento. Éste sólo es uno de los muchos ejemplos de
analogías estructurales entre el dominio explorado a partir de las prácticas, y el
que puede verse a través de las especulaciones científicas o teóricas. Aquí y allá, la
experiencia de la locura está singularmente disociada de sí misma y es
contradictoria; pero nuestra tarea consiste en encontrar, en la sola profundidad de
la experiencia, el fundamento y la unidad de su disociación.
xlii Paracelso, Sämtliche Werke, ed. Südhoff, Munich, 1923: I Abteilung, vol.
II, pp. 391 ss.
xliii Arnold, Observations on the nature, kinds, causes, and prevention of insanity,
lunacy and madness, Leicester, t. I, 1702, t. II, 1786.
xliv Vitet, Matiére medícale réformée ou pharmacopée médico-chirurgicale;
Pinel, Dictionnaire des Sciences medicales, 1819, t. XXXVI, p. 220.
xlv Sauvages, loc. cit., VII, p. 43 (cf. también t. I, p. 366).
xlvi Ibid., VII, p. 191.
xlvii Ibid., VII, p. 1.
xlviii Ibid., VII, pp. 305-334.
xlix Willis, Opera, II, p. 255.
l Ibid., pp. 269-270.
li Pinel, Nosographie philosophique, París, 1798.
lii Esquirol, Des maladies mentales, París, 1838.
liii Cullen, Institutions de médecine pratique, II, trad. Pinel, París, 1785, p. 61.
liv De la Roche, Analyse des fonctions du systéme nerveux, Ginebra, 1778, I,
Prefacio, p. VIII.
lv Viridet, Dissertation sur les vapeurs, Yverdon, 172G, p. 32.
lvi Beauchesne, Des influences des affections de Váme, París, 1783, pp. 65-182 y 221- 223.
lvii Pressavin, Nouveau traite des vapeurs, Lyon, 1770, pp. 7-31.