Obras de Freire, Paulo. PEDAGOGÍA DE LA AUTONOMÍA: Primeras Palabras

Freire, Paulo. PEDAGOGÍA DE LA AUTONOMÍA: Saberes necesarios para la práctica educativa

PRIMERAS PALABRAS
La cuestión de la formación docente junto a la reflexión sobre la práctica
educativa progresista en favor de la autonomía del ser de los educandos es la
temática central en torno a la cual gira este texto. Témática a la que se incorpora
el análisis de los saberes fundamentales para dicha práctica y a los cuales espero
que el lector crítico añada algunos que se me hayan escapado o cuya importancia
no haya percibido.
Debo aclarar a los probables lectores y lectoras lo siguiente: en la misma medida
en que ésta viene siendo una temática siempre presente en mis preocupaciones de
educador, algunos de los aspectos aquí discutidos no han estado ausentes de los
análisis hechos en anteriores libros míos. No creo, sin embargo, que el regreso a los
problemas entre un libro y otro, y en el cuerpo de un mismo libro, enfade al lector.
Sobre todo cuando ese regreso al tema no es pura repetición de lo que ya fue
dicho. En mi caso personal retomar un asunto o tema tiene que ver principalmente
con la marca oral de mi escritura. Pero tiene que ver también con la relevancia que
el tema de que hablo y al que vuelvo tiene en el conjunto de objetos a los que
dirijo mi curiosidad. Tiene que ver también con la relación que cierta materia tiene
con otras que vienen emergiendo en el desarrollo de mi reflexión. Es en este
sentido, por ejemplo, como me aproximo de nuevo a la cuestión de la inconclusión
del ser humano, de su inserción en un permanente movimiento de búsqueda, como
vuelvo a cuestionar la curiosidad ingenua y la crítica, que se vuelve epistemológica.
Es en ese sentido como vuelvo a insistir en que formar es mucho más que
simplemente adiestrar al educando en el desempeño de destrezas. Y por qué no
mencionar también la casi obstinación con que hablo de mi interés por todo lo que
respecta a los hombres y a las mujeres, asunto del que salgo y al que vuelvo con el
gusto de quien se entrega a él por primera vez. De allí la crítica permanente que
siempre llevo en mí a la maldad neoliberal, al cinismo de su ideología fatalista y a
su rechazo inflexible al sueño y a la utopía.
De allí el tono de rabia, legítima rabia, que envuelve mi discurso cuando me
refiero a las injusticias a que son sometidos los harapientos del mundo. De allí mi
total falta de interés en, no importa en que orden, asumir una actitud de
observador imparcial, objetivo, seguro, de los hechos y de los acontecimientos. En
otro tiempo pude haber sido un observador «accidentalmente» imparcial, lo que, sin
embargo, nunca me apartó de una posición rigurosamente ética. Quien observa lo
hace desde un cierto punto de vista, lo que no sitúa al observador en el error. El
error en verdad no es tener un cierto punto de vista, sino hacerlo absoluto y
desconocer que aun desde el acierto de su punto de vista es posible que la razón
ética no esté siempre con él.
Mi punto de vista es el de los «condenados de la Tierra», el de los excluidos. No
acepto, sin embargo, en nombre de nada, acciones terroristas, pues de ellas
resultan la muerte de inocentes y la inseguridad de los seres humanos. El
terrorismo niega lo que vengo llamando ética universal del ser humano. Estoy con
los árabes en la lucha por sus derechos pero no pude aceptar la perversidad del
acto terrorista en las Olimpíadas de Múnich.
Me gustaría, por otro lado, subrayar para nosotros mismos, profesores y
profesoras, nuestra responsabilidad ética en el ejercicio de nuestra tarea docente,
subrayar esta responsabilidad igualmente para aquellos y aquellas que se
encuentran en formación para ejercerla. Este pequeño libro se encuentra
atravesado o permeado en su totalidad por el sentido de la necesaria eticidad que
connota expresivamente la naturaleza de la práctica educativa, en cuanto práctica
formadora. Educadores y educandos no podemos, en verdad, escapar a la
rigurosidad ética. Pero, es preciso dejar claro que la ética de que hablo no es la
ética menor, restrictiva, del mercado, que se inclina obediente a los intereses del
lucro. En el nivel internacional comienza a aparecer una tendencia a aceptar los
reflejos cruciales del «nuevo orden mundial» como naturales e inevitables. En un
encuentro internacional de ONG, uno de los expositores afirmó estar escuchando
con cierta frecuencia en países del Primer Mundo la idea de que criaturas del
Tercer Mundo, acometidas por enfermedades como diarrea aguda, no deberían ser
asistidas, pues ese recurso sólo prolongaría una vida ya destinada a la miseria y al
sufrimiento (1). No hablo, obviamente, de esta ética. Hablo, por el contrario, de la
ética universal del ser humano. De la ética que condena el cinismo del discurso
arriba citado, que condena la explotación de la fuerza de trabajo del ser humano,
que condena acusar por oír decir, afirmar que alguien dijo A sabiendo que dijo B,
falsear la verdad, engañar al incauto, golpear al débil y al indefenso, sepultar el
sueño y la utopía, prometer sabiendo que no se cumplirá la promesa, testimoniar
mentirosamente, hablar mal de los otros por el gusto de hablar mal. La ética de
que hablo es la que se sabe traicionada y negada en los comportamientos
groseramente inmorales como en la perversión hipócrita de la pureza en
puritanismo. La ética de que hablo es la que se sabe afrontada en la manifestación
discriminatoria de raza, género, clase. Es por esta ética inseparable de la práctica
educativa, no importa si trabajamos con niños, jóvenes o adultos, por la que
debemos luchar. Y la mejor manera de luchar por ella es vivirla en nuestra
práctica, testimoniarla, con energía, a los educandos en nuestras relaciones con
ellos. En la manera en que lidiamos con los contenidos que enseñamos, en el modo
en que citamos autores con cuya obra discordamos o con cuya obra concordamos.
No podemos basar nuestra crítica a un autor en la lectura superficial de una u otra
de sus obras. Peor todavía, habiendo leído tan sólo la crítica de quien apenas leyó
la solapa de uno de sus libros.
Puedo no aceptar la concepción pedagógica de este o de aquella autora y debo
incluso exponer a los alumnos las razones por las que me opongo a ella pero, lo que
no puedo, en mi crítica, es mentir. Decir mentiras acerca de ellos. La preparación
científica del profesor o de la profesora debe coincidir con su rectitud ética.
Cualquier desproporción entre aquélla y ésta es una lástima. Formación científica,
corrección ética, respeto a los otros, coherencia, capacidad de vivir y de aprender
con lo diferente, no permitir que nuestro malestar personal o nuestra antipatía con
relación al otro nos hagan acusarlo de lo que no hizo, son obligaciones a cuyo
cumplimiento debemos dedicamos humilde pero perseverantemente.
No es sólo interesante sino profundamente importante que los estudiantes
perciban las diferencias de comprensión de los hechos, las posiciones a veces
antagónicas entre profesores en la apreciación de los problemas y en la
formulación de las soluciones. Pero es fundamental que perciban el respeto y la
lealtad con que un profesor analiza y critica las posturas de los otros.
De vez en cuando, a lo largo de este texto, vuelvo al tema. Es que estoy
absolutamente convencido de la naturaleza ética de la práctica educativa, en
cuanto práctica específicamente humana. Es que, por otro lado, nos hallamos de
tal manera sometidos a la perversidad de la ética del mercado, en el nivel mundial
y no sólo en Brasil, que me parece ser poco todo lo que hagamos en la defensa y en
la práctica de la ética universal del ser humano. No podemos asumimos como
sujetos de la búsqueda, de la decisión, de la ruptura, de la opción, como sujetos
históricos, transformadores, a no ser que nos asumamos como sujetos éticos. En
este sentido, la transgresión de los principios éticos es una posibilidad pero no una
virtud. No podemos aceptarla.
Al sujeto ético no le es posible vivir sin estar permanentemente expuesto a la
transgresión de la ética. Por eso mismo, una de nuestras peleas en la Historia es
exactamente ésta: hacer todo lo que podamos en favor de la eticidad, sin caer en
el moralismo hipócrita, de sabor reconocidamente farisaico. Pero, también forma
parte de esta lucha por la eticidad rechazar, con seguridad, las críticas que ven en
la defensa de la ética precisamente la expresión de aquel moralismo criticado.
Para mí, la defensa de la ética jamás significó su distorsión o negación.
Sin embargo, cuando hablo de la ética universal del ser humano estoy hablando
de la ética en cuanto marca de la naturaleza humana, en cuanto algo
absolutamente indispensable a la convivencia humana. Al hacerlo estoy consciente
de las posturas críticas que, infieles a mi pensamiento, me señalarán como ingenuo
e idealista. En verdad, hablo de la ética universal del ser humano de la misma
manera en que hablo de su vocación ontológica para serIo más, como hablo de su
naturaleza que se constituye social e históricamente, no como un a priori de la
Historia. La naturaleza por la que la ontología vela se gesta socialmente en la
Historia. Es una naturaleza en proceso de estar siendo con algunas connotaciones
fundamentales sin las cuales no habría sido posible reconocer la propia presencia
humana en el mundo como algo original y singular. Es decir, más que un ser en el
mundo, el ser humano se tomó una Presencia en el mundo, con el mundo y con los
otros. Presencia que, reconociendo la otra presencia como un «no-yo» se reconoce
como «sí propia». Presencia que se piensa a sí misma, que se sabe presencia, que
interviene, que transforma, que habla de lo que hace pero también de lo que
sueña, que constata, compara, evalúa, valora, que decide, que rompe. Es en el
dominio de la decisión, de la evaluación, de la libertad, de la ruptura, de la
opción, donde se instaura la necesidad de la ética y se impone la responsabilidad.
La ética se torna inevitable y su transgresión posible es un desvalor, jamás una
virtud.
En verdad, sería incomprensible si la conciencia de mi presencia en el mundo no
significase ya la imposibilidad de mi ausencia en la construcción de la propia
presencia. Como presencia consciente en el mundo no puedo escapar a la
responsabilidad ética de mi moverme en el mundo. Si soy puro producto de la
determinación genética o cultural o de clase, soy irresponsable de lo que hago en
el moverme en el mundo y si carezco de responsabilidad no puedo hablar de ética.
Esto no significa negar los condicionamientos genéticos, culturales, sociales a que
estamos sometidos. Significa reconocer que somos seres condicionados pero no
determinados. Reconocer que la Historia es tiempo de posibilidad y no de
determinismo, que el futuro, permítanme reiterar, es problemático y no
inexorable.
Debo enfatizar también que éste es un libro esperanzado, un libro optimista,
pero no construido ingenuamente de optimismo falso y de esperanza vana. Sin
embargo, las personas, incluso las de izquierda, para quienes el futuro perdió su
problematicidad -el futuro es un dato, dado- dirán que él es más un devaneo de
soñador inveterado.
No siento rabia por quien piensa así. Sólo lamento su posición: la de quien perdió
su dirección en la Historia.
La ideología fatalista, inmovilizadora, que anima el discurso liberal anda suelta
en el mundo. Con aires de posmodemidad, insiste en convencemos de que nada
podemos hacer contra la realidad social que, de histórica y cultural, pasa a ser o a
tornarse «casi natural». Frases como «la realidad es justamente así, ¿qué podemos
hacer?» o «el desempleo en el mundo es una fatalidad de fin de siglo» expresan bien
el fatalismo de esta ideología y su indiscutible voluntad inmovilizadora. Desde el
punto de vista de tal ideología, sólo hay una salida para la práctica educativa:
adaptar al educando a esta realidad que no puede ser alterada. Lo que se necesita,
por eso mismo, es el adiestramiento técnico indispensable para la adaptación del
educando, para su sobrevivencia. El libro con el que vuelvo a los lectores es un
decisivo no a esta ideología que nos niega y humilla como gente.
Cualquier texto necesita de una cosa: que el lector o la lectora se entregue a él
de forma crítica, crecientemente curiosa. Esto es lo que este texto espera de ti,
que acabaste de leer estas «Primeras palabras».

PAULO FREIRE
São Paulo, septiembre de 1996

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Nota:

1- Regina L. García, Víctor Valla, «El habla de los excluidos», en Cademos Cede, 38, 1996.