Obras de S. Freud: 35ª conferencia. En torno de una cosmovisión

35ª conferencia. En torno de una cosmovisión
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Señoras y señores: En nuestro último encuentro nos ocupamos de pequeños menesteres cotidianos; por así decir, pusimos orden en nuestra modesta casa. Ahora tomaremos un vuelo más osado en el intento de responder una pregunta que repetidamente han planteado otros: si el psicoanálisis lleva a una cosmovisión determinada, y a cuál.

«Cosmovisión» {«Weltanschauting»} es, me temo, un concepto específicamente alemán cuya traducción a lenguas extranjeras acaso depare dificultades. Si intento una definición, es inevitable que les parezca torpe. Entiendo, pues, que una cosmovisión es una construcción intelectual que soluciona de manera unitaria todos los problemas de nuestra existencia a partir de una hipótesis suprema; dentro de ella, por tanto, ninguna cuestión permanece abierta y todo lo que recaba nuestro interés halla su lugar preciso. Es fácilmente comprensible que poseer una cosmovisión así se cuente entre los deseos ideales de los hombres. Creyendo en ella uno puede sentirse más seguro en la vida, saber lo que debe procurar, cómo debe colocar sus afectos y sus intereses de la manera más acorde al fin.

Si tal es el carácter de una cosmovisión, la respuesta es fácil para el psicoanálisis. Como ciencia especial, una rama de la psicología -psicología de lo profundo o psicología de lo inconciente-, es por completo inepta para formar una cosmovisión propia; debe aceptar la de la ciencia. Pero la cosmovisión científica ya se distancia notablemente de nuestra definición. Es cierto que también ella acepta la unicidad de la explicación del mundo, pero sólo como un programa cuyo cumplimiento se difiere al futuro. En lo demás se distingue por caracteres negativos: la limitación a lo que es posible averiguar aquí y ahora, y la tajante desautorización de ciertos elementos que le son ajenos. Asevera que no existe otra fuente para conocer el universo que la elaboración intelectual de observaciones cuidadosamente comprobadas, vale decir, lo que se llama «investigación»; y junto a ellas no hay conocimiento alguno por revelación, intuición o adivinación. Parece que esta concepción estuvo muy cerca de obtener general aceptación en los últimos decenios. Estaba reservado a nuestro siglo descubrir el presuntuoso argumento de que semejante cosmovisión es tan pobre como desconsoladora, que descuida las exigencias del espíritu y las necesidades del alma humana.

Nunca se rechazará con la suficiente energía este argumento. Es por completo insostenible, pues espíritu y alma son objeto de investigación científica exactamente como lo son cualesquiera otras cosas ajenas al hombre. El psicoanálisis posee un título particular para abogar aquí en favor de la cosmovisión científica, puesto que no puede reprochársele haber descuidado lo anímico en la imagen del universo. Su contribución a la ciencia consiste, justamente, en haber extendido la investigación al ámbito anímico. Por lo demás, la ciencia quedaría muy incompleta sin una psicología de esta clase. Y si se acoge en la ciencia la exploración de las funciones intelectuales y emocionales del ser humano (y de los animales), se demuestra que nada resulta alterado en la postura general de la ciencia, que no surgen nuevas fuentes del saber ni métodos para la investigación. Tales serían, de existir, la intuición y la adivinación, pero es lícito incluirlas tranquilamente entre las ilusiones, los cumplimientos de mociones de deseo. También se discierne con facilidad que aquellos reclamos de cosmovisión sólo tienen una base afectiva. La ciencia toma noticia de que es la vida anímica de los hombres la que crea esas demandas, está presta a pesquisar sus fuentes, pero no tiene el menor motivo para considerarlas justificadas. Al contrario, se ve llevada a excluir del saber todo lo que es ilusión, resultado de esas demandas afectivas.

Esto en modo alguno significa que tales deseos deban desecharse con desprecio, o subestimarse su valor para la vida humana. Hay que estar dispuesto a estudiar los cumplimientos que acaso se han procurado en los logros del arte, en los sistemas de la religión y de la filosofía, pero no es posible ignorar que sería incorrecto y en alto grado desacorde con el fin consentir la trasferencia de esas demandas al ámbito del conocer. En efecto, así se abrirían los caminos que llevan al reino de la psicosis, sea la individual o la de masas, y se sustraerían valiosas energías de aquellas aspiraciones que se vuelcan a la realidad efectiva para satisfacer en ella, en la medida de lo posible, deseos y necesidades.

Desde el punto de vista de la ciencia, es indispensable ejercer aquí la crítica y proceder mediante des autorizaciones y rechazos. Es inadmisible decir que la ciencia es un campo de la actividad espiritual, mientras, que la religión y la filosofía son otros tantos, por lo menos de igual valor, donde la ciencia no tiene que entremeterse; que todos ellos tienen igual derecho a la verdad y cada quien es libre de escoger la fuente de su convencimiento y el lugar en que depositará su creencia. Semejante opinión se considera particularmente noble, tolerante, amplia y libre de prejuicios estrechos. Por desgracia es insostenible, comparte todos los rasgos nocivos de una cosmovisión de todo punto acientífica y en la práctica equivale a ella. Lo cierto es que la verdad no puede ser tolerante, no admite compromisos ni restricciones; la investigación considera como propios todos los campos de la actividad humana y no puede menos que criticar sin miramientos cualquier invasión ensayada por otro poder.

De los tres poderes que pueden disputar a la ciencia su territorio, el único enemigo serio es la religión. El arte es casi siempre inofensivo y benéfico, no pretende ser otra cosa que una ilusión. Exceptuadas las pocas personas que, como suele decirse, están poseídas por el arte, no se atreve a inmiscuirse en el reino de la realidad. La filosofía no es opuesta a la ciencia, ella misma se comporta como una ciencia; en parte trabaja con iguales métodos, pero se distancia de ella en tanto se aferra a la ilusión de poder brindar una imagen del universo coherente y sin lagunas, imagen que, no obstante, por fuerza se resquebraja con cada nuevo progreso de nuestro saber. Desde el punto de vista del método, yerta sobrestimando el valor cognitivo de nuestras operaciones lógicas y, tal vez, admitiendo otras fuentes del saber, como la intuición. Hartas veces no nos parece injustificada la burla del poeta (H. Heine), cuando dice acerca del filósofo:

«Con sus gorros de dormir y jirones de su bata
tapona los agujeros del edificio universal».
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Pero la filosofía no tiene influjo directo sobre la multitud, y aun dentro de la delgada capa superior de los intelectuales interesa a un pequeño número, siendo apenas asible para los demás. En cambio, la religión es un poder inmenso que dispone de las emociones más potentes de los seres humanos. Es bien sabido que en épocas anteriores incluía todo lo atinente a la espiritualidad en la vida humana, ocupaba el lugar de la ciencia cuando esta apenas si existía, y ha creado una cosmovisión de una consecuencia y un absolutismo incomparables, que, si bien quebrantada, sobrevive todavía.

Si uno quiere darse cabal cuenta de la grandiosa enjundia de la religión tiene que evocar todo cuanto ella se propone brindar a los hombres. Les da noticia sobre el origen y la génesis del universo, les asegura protección y dicha última en los veleidosos azares de la vida, y guía sus intenciones y acciones mediante unos preceptos que sustenta con toda su autoridad. Así cumple tres funciones. En la primera, satisface el humano apetito de saber, hace lo mismo que la ciencia ensaya con sus recursos y en este punto entra en rivalidad con ella. A su segunda función debe sin duda la mayor parte de su influjo. Toda vez que apacigua la angustia de los hombres frente a los peligros y los veleidosos azares de la vida, les asegura el buen término, derrama sobre ellos consuelo en la desdicha, la ciencia no puede competir con ella. Es verdad que la ciencia enseña el modo de evitar ciertos peligros y puede combatir con éxito muchos males; sería injusto negar que es una auxiliar poderosa de los hombres, pero en muchas situaciones se ve precisada a librarlos a su penar y sólo sabe aconsejarles resignación. Por su tercera función, la de promulgar preceptos, prohibiciones y limitaciones, es por la que más se distancia de la ciencia. En efecto, esta se conforma con indagar y comprobar. Es claro que de sus aplicaciones se siguen reglas y consejos para la conducta en la vida. A veces son los mismos que la religión prescribe, pero en tal caso con otro fundamento.

El concurso de esos tres contenidos de la religión no es trasparente sin más. ¿Qué tendrá que ver el esclarecimiento sobre la génesis del universo con la imposición de determinados. preceptos éticos? Las seguridades de protección y beatitud están más íntimamente enlazadas con las demandas éticas. Son el premio por el cumplimiento de esos mandamientos; sólo quien los acate puede esperar esos beneficios, al desobediente le aguardan castigos. Por lo demás, en la ciencia hay algo parecido. Quien desprecie sus indicaciones -opina la ciencia- se expone a sufrir perjuicios.

Sólo se comprende la asombrosa conjunción de enseñanza, consuelo y demanda en la religión cuando se la somete a un análisis genético. Puede tomarse como punto de partida lo más llamativo del conjunto, la enseñanza acerca de la génesis del universo, pues, ¿por qué una cosmogonía ha de ser un ingrediente regular del sistema religioso? La doctrina dice, pues, que el universo ha sido creado por un ser magnificado en todas sus partes -en poder, sabiduría, intensidad de la pasión-, por un superhombre idealizado. Que unos animales sean tenidos por creadores del universo indica el influjo del totemismo, sobre el que luego haremos alguna observación siquiera de pasada. Es interesante anotar que ese creador siempre es único, aunque se crea en varios dioses. También, que casi siempre es varón, aunque en modo alguno falten indicaciones de divinidades femeninas y muchas mitologías señalen el comienzo de la creación en el momento en que una deidad masculina desplaza a una femenina, degradada a la condición de monstruo (3). Esto plantea interesantísimos problemas, pero debemos apresurarnos. Reconocemos con facilidad el paso siguiente, en que ese Dios Creador es llamado directamente Padre. El psicoanálisis infiere que es de hecho el padre, tan grandioso como le apareció otrora al niño pequeño. Así, el hombre religioso se representa la creación del universo como a su propia génesis.

De ese modo se explica fácilmente que las seguridades consoladoras y las severas demandas éticas se entramen con la cosmogonía. En efecto, la misma persona a quien el niño debe su existencia, el padre (dicho de manera más correcta: la instancia parental compuesta de padre y madre), protegió y cuidó también al niño endeble, desvalido, expuesto a todos los peligros que acechan en el mundo exterior; y él, bajo su tutela, se sentía seguro. Devenido adulto a su turno, el hombre se sabe por cierto en posesión de fuerzas mayores, pero también, ha crecido su noción de los peligros de la vida, y con derecho infiere que en el fondo permanece tan desvalido y desprotegido como en la infancia, y frente al mundo sigue siendo un niño. Por eso tampoco ahora gusta de renunciar a la protección de que gozó cuando niño. Empero, hace tiempo ha discernido que su padre es un ser de poder muy limitado, no provisto de todas las excelencias. Entonces recurre a la imagen mnémica del padre de la infancia, a quien sobrestimaba tanto, lo erige en divinidad y lo sitúa en el presente y en la realidad objetiva {Realität}. La intensidad afectiva de esta imagen mnémica y su no extinguida necesidad de protección son las portadoras de su creencia en Dios.

También el tercero de estos puntos principales del programa religioso, la demanda ética, se inserta sin violencia en esta situación infantil. Les recuerdo la famosa sentencia de Kant, quien nombra en una sola frase el cielo estrellado y la ley moral en nuestro pecho (4). Por extraña que suene esa conjunción -pues, ¿qué nexo pueden mantener los cuerpos celestes con la cuestión de que una criatura humana ame a otra o le dé muerte?-, roza una gran verdad psicológica. El mismo padre (la instancia parental) que dio al niño la vida y lo preservó de sus peligros le enseñó también lo que tenía permitido hacer y lo que debía omitir, le ordenó consentir determinadas limitaciones de sus deseos pulsionales, le hizo saber qué miramientos hacia padres y hermanos se esperaban de él si quería ser un miembro tolerado y bien visto del círculo familiar y, después, de unas asociaciones mayores. Mediante un sistema de premios de amor y de castigos, se educa al niño en el conocimiento de sus deberes sociales, se le enseña que su seguridad en la vida depende de que sus progenitores, y después los otros, lo amen y puedan creer en su amor hacía ellos. Pues bien; son todas estas constelaciones, inmodificadas, las que el hombre lleva a la religión. Las prohibiciones y demandas de los padres perviven en su pecho como conciencia moral; Dios rige al mundo humano con el mismo sistema de premios y castigos; del cumplimiento de las demandas éticas depende el grado de protección y de satisfacción dichosa concedido al individuo; en el amor a Dios y en la conciencia de ser amado por él se funda la seguridad en que uno se abroquela frente a los peligros que acechan desde el mundo exterior y desde los prójimos. Por último, mediante la plegaría uno se asegura influjo directo sobre la voluntad divina y, así, participación en la omnipotencia de Dios.

Sé que mientras me escuchaban los asediaron numerosos interrogantes cuya respuesta querrían saber. Hoy y aquí no puedo proporcionársela, aunque confío en que ninguna de esas indagaciones de detalle conmovería nuestra tesis de que la cosmovisión religiosa está determinada por la situación de nuestra infancia. Pero entonces es tanto más asombroso que a pesar de su carácter infantil tenga todavía un precursor. Hubo sin duda una época sin religión, sin dioses. Se la llama animismo. También en ella el mundo estaba lleno de seres espirituales de carácter humano, los que nosotros llamamos demonios; todos los objetos del mundo exterior eran su morada, o quizás eran idénticos a ellos, pero no existía ningún poder superior que los hubiera creado a todos y los siguiera gobernando, y a quien uno pudiera volverse en procura de protección y socorro. Los demonios del animismo eran las más de las veces hostiles a los hombres, pero parece que en aquellos tiempos el hombre se tenía más confianza que en épocas posteriores. Es verdad que sufría de continuo pesadísima angustia frente a esos malos espíritus, pero se defendía de ellos mediante determinadas acciones a las que atribuía la virtud de ahuyentarlos. Tampoco en otros campos se consideraba impotente. Si quería obtener de la naturaleza un deseo, por ejemplo que lloviera, no dirigía una plegaria al dios del tiempo, sino que practicaba un ensalmo del que esperaba un influjo directo sobre la naturaleza, hacía él mismo algo parecido a la lluvia. En la lucha contra los poderes del mundo circundante, su primer arma fue la magia, precursora de nuestra técnica actual. Suponemos que la confianza en la magia deriva de la sobrestimación de las propias operaciones intelectuales, de la creencia en la «omnipotencia del pensamiento», que, por lo demás, reencontramos en nuestros neuróticos obsesivos (5). Podríamos imaginar que los hombres de aquella época se sentían particularmente orgullosos de sus adquisiciones en el terreno del lenguaje, que sin duda trajeron consigo una gran facilidad para el pensar. Conferían virtud ensalmadora a la palabra. Este rasgo fue asumido luego por la religión. «Y Dios dijo: «Hágase la luz», y la luz se hizo». Además, el hecho de las acciones mágicas muestra que el hombre animista no confió simplemente en la fuerza de sus deseos. Más bien esperaba el éxito de la ejecución de un acto que debía ocasionar su imitación por la naturaleza. Si quería que lloviera, él mismo vertía agua; si quería promover la fecundidad del suelo, brindaba a este la escenificación de un comercio sexual sobre el campo.

Ustedes saben cuán difícil es que sea sepultado algo que una vez se procuró expresión psíquica. Por eso no les sorprenderá enterarse de que muchas exteriorizaciones del animismo se han conservado hasta el día de hoy, la mayoría de las veces como lo que se llama superstición, junto a la religión y en su trasfondo. Pero todavía más: difícilmente rechacen ustedes el juicio de que nuestra filosofía ha preservado rasgos esenciales del pensamiento animista, la sobrestimación del poder ensalmador de la palabra, la creencia en que los procesos objetivos del universo marchan por los caminos que nuestro pensar les prescribe. Sería, claro está, un animismo sin acciones mágicas. Por otra parte, tenemos derecho a suponer que ya en aquella época existiera alguna clase de ética, unos preceptos para el trato recíproco entre los hombres, pero nada prueba que se anudaran de manera más íntima con las creencias animistas. Es probable que fueran la expresión inmediata de relaciones de poder y necesidades prácticas.

Sería muy valioso conocer lo que forzó el pasaje del animismo a la religión, pero bien pueden ustedes imaginarse cuánta oscuridad envuelve aún hoy a esas épocas primordiales de la historia evolutiva del espíritu humano. Parece un hecho que la primera forma en que se manifestó la religión fue el asombroso totemismo, la veneración de anímales, tras la cual aparecieron también los primeros mandamientos éticos, los tabúes. En su momento, en mi libro Tótem y tabú (1912-13), desarrollé una conjetura que reconducía esa mudanza a una subversión en las relaciones de la familia humana. El logro capital de la religión, comparada con el animismo, reside en la ligazón psíquica de la angustia frente a los demonios. Empero, como un relicto de la prehistoria, el Espíritu Maligno ha mantenido un lugar en el sistema de la religión.

He ahí, pues, la prehistoria de la cosmovisión religiosa; volvámonos ahora a lo que sucedió desde entonces y todavía se desenvuelve ante nuestros ojos. El espíritu científico, fortalecido en la observación de los procesos naturales, empezó en el trascurso de las épocas a tratar la religión como un asunto humano y a someterla a un examen crítico. Y ella no pudo resistir la prueba. Primero fueron sus noticias sobre milagros las que provocaron extrañeza e incredulidad, porque contradecían todo lo que la sobria observación había enseñado, y harto dejaban traslucir el influjo de la fantasía humana. Luego no pudieron menos que ser desautorizadas sus doctrinas para la explicación del mundo existente, pues eran testimonio de una ignorancia que llevaba el sello de épocas antiguas, y ahora los hombres, más familiarizados con las leyes de la naturaleza, la sabían superada. Que el universo hubiera nacido mediante unos actos de concepción y creación análogos a la génesis del individuo humano, he ahí algo que ya no parecía la hipótesis más inmediata y evidente desde que el pensamiento se había visto precisado a trazar el distingo entre los seres animados y una naturaleza inanimada, lo cual volvió imposible mantener el animismo originario. No debe omitirse, tampoco, la influencia del estudio comparado de diversos sistemas religiosos y la impresión provocada por su exclusión recíproca y su mutua intolerancia.

Fortalecido con esos ensayos preliminares, el espíritu científico cobró por fin la osadía de someter a examen los fragmentos más sustantivos y de mayor valor afectivo de la cosmovisión religiosa. Acaso siempre se advirtió, pero sólo tardíamente se osó enunciarlo, que también las aseveraciones religiosas por las que se prometía protección y dicha a los seres humanos con tal que observaran algunos requerimientos éticos probaban ser increíbles. No parece cierto que en el mundo exista un poder que procure con paternal cuidado el bienestar del individuo y lleve a feliz término todo cuanto le afecta. Antes bien, los destinos de los hombres no parecen compatibles con la hipótesis de la Providencia ni con la de una justicia universal -que en parte contradice a la primera-. Terremotos, inundaciones, incendios, no distinguen entre el bueno y piadoso y el maligno o incrédulo. Aun donde no entra en cuenta la naturaleza inanimada y el destino del individuo depende de sus relaciones con el prójimo, en modo alguno es regla que la virtud sea premiada y el mal encuentre su castigo, sino que hartas veces el violento, taimado, despiadado, rebaña para sí los ambicionados bienes de este mundo y el hombre piadoso se queda sin nada. Poderes oscuros, insensibles y desamorados presiden el destino humano; el sistema de recompensas y castigos que la religión atribuye al gobierno del mundo no parece existir. Esto da otra vez motivo para abandonar un sector del animismo que se había preservado en la religión.

La última contribución a la crítica de la cosmovisión religiosa fue efectuada por el psicoanálisis cuando señaló que el origen de la religión se situaba en el desvalimiento infantil y todos sus contenidos derivaban de los deseos y necesidades de la infancia persistentes en la madurez. Sí bien esto no implicaba refutar la religión, sí constituía un redondeo necesario de nuestro saber sobre ella y la contradecía al menos en un punto, puesto que ella pretende ser de origen divino. Y en verdad no anda descaminada en esto, si es que se acepta nuestra interpretación de Dios.

He aquí, pues, el juicio sintético de la ciencia sobre la cosmovisión religiosa: mientras que las diversas religiones disputan entre sí sobre cuál está en posesión de la verdad, nosotros creemos lícito tener por nulo el contenido de verdad de la religión. Esta es un intento de dominar el mundo sensorial en que estamos inmersos por medio del mundo del deseo que hemos desarrollado en nuestro interior a consecuencia de ciertos procesos biológicos y psicológicos necesarios. Pero no puede conseguirlo. Sus doctrinas llevan el sello de las épocas en que nacieron, la infancia de la humanidad todavía ignorante. Sus consolaciones no merecen confianza. La experiencia nos enseña que el mundo no es un juego de niños. Los reclamos éticos que la religión pretende sancionar piden más bien otro fundamento, pues son indispensables para la sociedad humana y es peligroso atar su observancia a la fe religiosa. Si se intenta insertar la religión dentro de la vía evolutiva de la humanidad, no aparece como una adquisición duradera, sino como un correspondiente de la neurosis que cada hombre culto ha pasado en su camino de la infancia a la madurez (6).

Desde luego, están ustedes en libertad de ejercer la crítica sobre esta exposición mía; yo mismo estoy dispuesto a acompañarlos. Lo que aquí les he dicho sobre el lento desmoronamiento de la cosmovisión religiosa fue sin duda incompleto en su compendio; no fue indicada del todo correctamente la secuencia de los procesos singulares, no se estudió la cooperación de diferentes fuerzas en el despertar del espíritu científico. También omití considerar las alteraciones que se consumaron en la cosmovisión religiosa misma en la época de su imperio indiscutido y después, cuando despuntó la crítica. Por último, limité mi elucidación, en verdad, a una sola forma de religión, la de los pueblos occidentales. Por así decir, me creé un fantasma a los fines de una demostración rápida y lo más impresionante posible. No entremos a considerar si mí saber me habría bastado para una exposición más correcta y completa. Sé que todo cuanto les he dicho pueden ustedes hallarlo en otra parte, y hallarlo mejor; nada de eso es nuevo. Permítanme expresar mi convencimiento: la más cuidadosa elaboración del material que ofrecen los problemas religiosos no conmovería nuestro resultado.

Ustedes saben que la lucha del espíritu científico contra la cosmovisión religiosa no ha terminado, sigue librándose en el presente ante nuestros ojos. Si bien de ordinario el psicoanálisis no recurre a las armas de la polémica, no nos privemos de contemplar con alguna perspectiva esos combates. Acaso de ese modo consigamos un mayor esclarecimiento de nuestra posición frente a las cosmovisiones. Verán cuán fácil es invalidar algunos de los argumentos aducidos por los partidarios de la religión, aunque es cierto que otros pueden sustraerse de la refutación.

La primera objeción que se escucha dice que sería temeridad de la ciencia tomar a la religión como objeto de sus indagaciones; esta -se sostiene- es algo soberano, superior a todo entendimiento humano, y no es lícito abordarla con una crítica ergotizante. Con otras palabras: la ciencia es incompetente para juzgar la religión. En lo demás, la ciencia es útil y valiosa, pero siempre que se limite a su ámbito, y la religión no está dentro de él; nada tiene, pues, que buscar ahí. Si uno no se deja disuadir por este áspero rechazo y osa preguntar en qué se funda esta pretensión de excepcionalidad entre todos los asuntos humanos, se obtiene por respuesta -si es que se dignan darle alguna- que no es lícito medir la religión con un rasero humano, pues es de origen divino, nos ha sido concedida por la Revelación de un espíritu a quien el espíritu humano no puede concebir. Uno diría que nada es más fácil que rechazar este argumento; en efecto, es una manifiesta petitio principii, un begging the question (no hallo ninguna expresión buena en alemán). Lo que se pone en entredicho es, justamente, la existencia de un Espíritu divino y su Revelación, y es evidente que la disputa no se decide afirmando que eso no se puede discutir porque no está permitido poner en entredicho a la divinidad. Es lo que en ocasiones sucede en el trabajo analítico. Cuando un paciente de ordinario razonable rechaza una determinada indicación con argumentos particularmente tontos, esa endeblez lógica atestigua que su contradicción responde a un motivo de particular intensidad, que no puede ser sino de naturaleza afectiva: una ligazón de sentimiento.

También es posible recibir otra respuesta en que ese motivo se confiesa francamente: no es lícito hacer objeto a la religión de un examen crítico pues ella es el producto supremo, el más valioso y sublime, del espíritu humano, y sólo ella vuelve soportable el mundo y digna del hombre la vida. No hace falta replicar impugnando este juicio sobre la religión; basta dirigir la atención a otro estado de cosas. Cabe señalar que no se trata de una intromisión del espíritu científico en el ámbito de la religión, sino, por lo contrario, de una intromisión de la religión en la esfera del pensamiento científico. Cualesquiera que sean su valor y su significatividad, la religión no tiene derecho a limitar de ningún modo el pensamiento; por tanto, tampoco tiene el de hurtarse a la aplicación de ese pensamiento.

El pensar científico no es diverso por su esencia de la actividad normal del pensamiento que todos nosotros, creyentes y no creyentes, aplicamos en nuestros menesteres vitales. Sólo en algunos rasgos ha cobrado particular relieve; se interesa también por cosas que no poseen una utilidad directa y palpable, se empeña por mantener cuidadosamente alejados los factores individuales y las influencias afectivas, somete a riguroso examen la certeza de las percepciones sensoriales sobre las que edifica sus inferencias, se procura nuevas percepciones inalcanzables con los medios cotidianos y, variando deliberadamente ciertos experimentos, aísla las condiciones de esas experiencias nuevas. Su afán es lograr la concordancia con la realidad, o sea, con lo que subsiste fuera e independientemente de nosotros, y que, tal como la experiencia nos lo ha enseñado, es decisivo para el cumplimiento o la frustración {Vereitelung} de nuestros deseos. Llamamos «verdad» a esta concordancia con el mundo exterior objetivo {real}. Ella sigue siendo la meta del trabajo científico aunque dejemos de lado su valor práctico. Entonces, cuando la religión asevera que puede sustituir a la ciencia y que forzosamente es verdadera por ser benéfica y edificante, ello constituye de hecho una intromisión que debe rechazarse en aras de un interés universal. Es grave cosa esta de proponer a quien aprendió a conducir sus negocios corrientes según las reglas de la experiencia y bajo miramiento por la realidad que trasfiera el cuidado de sus intereses más íntimos -justamente- a una instancia que reclama como privilegio ser eximida de los preceptos del pensamiento acorde a la ratio. Y en lo que respecta a la protección que la religión promete a sus fíeles, yo creo que ninguno de nosotros querría subir a un automóvil cuyo conductor declarase que guía, sin cuidarse por las reglas de tránsito, siguiendo los impulsos de su fantasía inspirada desde lo alto.

La prohibición de pensar que la religión decreta al servicio de su autoconservación, por lo demás, tampoco es inocua, ni para el individuo ni para la comunidad humana. La experiencia analítica nos ha enseñado que semejante prohibición, aunque en su origen se limite a determinado campo, tiende a expandirse y luego pasa a ser causa de inhibiciones graves en el modo de vida de la persona. Ese efecto puede ser observado, además, en el sexo femenino, como consecuencia de la prohibición de ocuparse, aunque sólo fuera en el pensamiento, de su sexualidad (7). La biografía de casi todos los individuos destacados de épocas pretéritas es apta para demostrar lo dañino de la prohibición religiosa del pensamiento. Por otra parte, el intelecto -o para llamarlo con el nombre que nos resulta más familiar: la razón- es uno de los poderes de los que con mayor justificación podemos esperar un influjo unificador sobre los hombres, esos hombres cuya cohesión y -por lo tanto- cuyo gobierno son tan dificultosos. Imagínense lo imposible que sería la sociedad humana si cada quien tuviera su propia tabla de multiplicar y sus particulares unidades de longitud y de peso. Nuestra mejor esperanza para el futuro es que el intelecto -el espíritu científico, la razón- establezca con el tiempo la dictadura dentro de la vida anímica. La esencia de la razón garantiza que en tal caso no dejaría de asignar su lugar debido a las mociones afectivas de los seres humanos y a todo lo comandado por ellas. Pero el yugo común de ese imperio de la razón demostrará ser el más fuerte lazo unificador entre los hombres y abrirá el camino a ulteriores unificaciones. Todo lo que contraríe ese desarrollo, como de hecho lo hace la prohibición de pensar decretada por la religión, constituye un peligro para el futuro de la humanidad.

Ahora cabe preguntar por qué la religión no pone término a esta disputa en que no tiene perspectiva ninguna de prevalecer y declara con franqueza: «Es cierto que no puedo darles lo que suele llamarse verdad; en cuanto a ella, tienen ustedes que atenerse a la ciencia. Pero lo que tengo para dar es incomparablemente más hermoso, consolador y edificante que todo cuanto puedan recibir de la ciencia. Y por eso les digo que es verdadero en otro sentido, en un sentido superior». La respuesta es fácil de hallar. La religión no puede admitir esto porque así perdería toda influencia sobre la multitud. El hombre común conoce sólo una verdad, en el sentido corriente de la palabra. No puede imaginar en qué consistiría una verdad superior o suprema. La verdad le parece tan poco susceptible de gradaciones como la muerte, y no puede acompañar el salto de lo bello a lo verdadero. Quizá piensen ustedes, conmigo, que tiene razón.

La lucha, pues, no ha terminado. Los seguidores de la cosmovisión religiosa obran según el viejo apotegma: «La mejor defensa es el ataque». Preguntan: «¿Quién es entonces esa ciencia que osa desvalorizar nuestra religión, esa religión que durante milenios ha prodigado salud y consuelo a millares de hombres? ¿Cuáles son sus logros? ¿Qué podemos esperar de ella en el futuro? Ella misma confiesa que es incapaz de brindar consuelo y edificación. Dejemos eso de lado, aunque no es una renuncia de poca monta. Pero, ¿qué hay con sus doctrinas? ¿Puede decirnos cómo ha devenido el mundo y qué destino le aguarda? ¿Puede trazarnos aunque sólo fuera una imagen coherente del universo, mostrarnos a qué se deben los inexplicados fenómenos de la vida, el modo en que las fuerzas espirituales son capaces de producir efectos sobre la materia inerte? Si lo pudiera, no le denegaríamos nuestro respeto. Pero nada de eso; todavía no ha solucionado ninguno. de esos problemas. Nos ofrece unos retazos de supuesto conocimiento, que no puede armonizar entre sí; compagina unas observaciones de regularidades en el decurso de los acontecimientos, que designa con el nombre de leyes y somete a sus atrevidas interpretaciones. ¡Y cuán ínfimo es el grado de certeza que asigna a sus resultados! Todo lo que enseña tiene sólo un valor provisional; lo que hoy se encomia como suprema sabiduría, se desestimará mañana y a su vez será sustituido por otra cosa sólo tentativa. Así, llama verdad al último error. ¡Y a semejante verdad deberíamos sacrificar nuestro supremo bien!».

¡Señoras y señores!: Creo que si ustedes son partidarios de la cosmovisión científica aquí atacada, esa crítica no los afectará mucho. En la Austria imperial se pronunció cierta vez una frase que me gustaría recordar aquí. El viejo Soberano espetó a (8) la diputación de un partido que le resultaba incómodo: «¡Esto ya no es una oposición corriente, es una oposición facciosa!». De manera semejante hallarán ustedes exagerados con injusticia e intención hostil los reproches que acusan a la ciencia de no haber desentrañado todavía los enigmas del universo; de hecho, para esos grandes logros ha sido harto escaso el tiempo trascurrido hasta hoy. La ciencia es muy joven, una actividad humana que se desarrolló tardíamente. Para escoger sólo unas pocas fechas, consideremos que han pasado apenas trescientos años desde que Kepler descubrió las leyes del movimiento planetario; Newton, quien descompuso la luz en sus colores y formuló la doctrina de la fuerza gravitatoria, murió en 1727, vale decir, hace poco más de doscientos años, y Lavoisier descubrió el oxígeno no mucho antes de la Revolución Francesa. Una existencia individual abarca un lapso brevísimo comparada con la duración del desarrollo humano; yo puedo ser hoy un hombre muy viejo (9), y a pesar de ello ya vivía cuando Darwin dio a publicidad su obra sobre el origen de las especies. En ese mismo año de 1859 nadó el descubridor del radio, Pierre Curie. Y si ustedes se remontan en el tiempo hacia los comienzos de la ciencia natural exacta entre los griegos, hasta Arquímedes, Aristarco de Samos (hacia el año 250 antes de Cristo), el precursor de Copérnico, o aun hasta los primeros esbozos de la astronomía entre los babilonios, no harán sino abarcar una pequeña fracción del lapso que la antropología reclama para el desarrollo del hombre desde su forma primordial antropoide, y que sin ninguna duda se extendió por más de cien mil años. Y no olviden, por otra parte, que el último siglo ha traído consigo tal profusión de nuevos descubrimientos, tan grande aceleración del progreso científico, que tenemos todos los motivos para aguardar confiados el futuro de la ciencia.

En cuanto a los otros puntos de esa crítica, no podemos menos que concederles razón dentro de cierto alcance. En efecto, el camino de la ciencia es lento, tentaleante, laborioso. Es algo que no se puede desconocer ni modificar. No asombra que los señores del otro partido estén descontentos; es que están mal acostumbrados: con la Revelación todo les ha sido mucho más fácil. El progreso en el trabajo científico se consuma exactamente como en un análisis. Uno aporta al trabajo ciertas expectativas, pero se ve precisado a refrenarlas. Por medio de la observación se averigua algo nuevo ora aquí, ora allí; los fragmentos no concuerdan al comienzo. Se lucubran conjeturas, se crean construcciones auxiliares que uno retira cuando no se corroboran, hace falta mucha paciencia, estar presto para todas las posibilidades, renunciar a convencimientos prematuros bajo cuya compulsión acaso se pasarían por alto factores inesperados, y al final todo ese gasto recibe su recompensa: los hallazgos dispersos se compaginan, se consigue inteligir toda una pieza del acontecer anímico, esa tarea queda lista y se está libre para abordar la siguiente. Sólo del auxilio que el experimento significa para la investigación es forzoso privarse en el análisis.

Pero en esa crítica a la ciencia hay una buena dosis de exageración. No es cierto que marche ciega, a los tropezones, de un ensayo a otro, que permute un error por otro. En general trabaja como el artista -con el modelo de arcilla: modifica sin descanso el esbozo grosero, le agrega y le quita material hasta conseguir un grado satisfactorio de parecido con el objeto visto o representado. Y por otra parte, al menos en las ciencias. más antiguas y maduras existe ya hoy un cimiento sólido que sólo es modificado y completado, pero no retirado. No tienen tan mal aspecto las cosas en la empresa científica.

Y por último, ¿qué fin persiguen estos apasionados denuestos contra la ciencia? A pesar de su actual inacabamiento y de las dificultades que le son inherentes, ella sigue siendo indispensable para nosotros y no puede ser sustituida por otra cosa. Es capaz de insospechados perfeccionamientos, imposibles para la cosmovisión religiosa. Esta se encuentra acabada en todas sus piezas esenciales; si fue un error, lo seguirá siendo para siempre. Por tanto, nada de lo que se diga en menoscabo de la ciencia puede modificar el hecho de que intenta hacer justicia a nuestra dependencia del mundo exterior real, mientras que la religión es ilusión y debe su fuerza a su solicitación de nuestras mociones pulsionales de deseo (10).

Tengo el deber de considerar todavía otras cosmovisiones que se sitúan en oposición a la científica; pero lo haré a disgusto, pues sé que carezco de la requerida competencia para enjuiciarlas. Reciban, pues, las puntualizaciones que siguen bajo la reserva de esta confesión, y si ellas despiertan su interés, busquen mejor enseñanza en otro lugar.

En primer término, cabría mencionar aquí los diversos sistemas filosóficos que han osado trazar la imagen del universo tal como se espejó en el espíritu del pensador, extrañado del mundo las más de las veces. Pero ya he ensayado una caracterización general de la filosofía y sus métodos, y en cuanto a apreciar los sistemas singulares, habrá pocas personas cuya incompetencia sea tan grande como la mía. Atendamos, entonces, a otros dos fenómenos que no pueden ser ignorados, particularmente en nuestra época.

Una de esas cosmovisiones es por así decir un correlato del anarquismo político, acaso una irradiación de él. Es cierto que nihilistas intelectuales de este tipo ya existieron antes, pero en el presente parece habérseles subido a la cabeza la teoría de la relatividad de la física moderna. Sin duda, parten de la ciencia; pero se las ingenian para empujarla a su autosupresión, al suicidio: le imponen la tarea de quitarse de en medio ella misma mediante la refutación de sus pretensiones. Con harta frecuencia se tiene la impresión de que ese nihilismo no es más que una postura temporaria que se mantiene hasta el cumplimiento de esa tarea. Eliminada la ciencia, se puede difundir por el espacio así despejado alguna clase de misticismo o, de nuevo, la vieja cosmovisión religiosa. De acuerdo con la doctrina anarquista, no existe absolutamente ninguna verdad, ningún conocimiento cierto sobre el mundo exterior. Lo que hacemos pasar por verdad científica no es más que el producto de nuestras propias necesidades, tal como por fuerza se manifiestan bajo las cambiantes condiciones exteriores; vale decir: es, también, una ilusión. En el fondo, no hallamos sino lo que nos hace falta, sólo vemos lo que queremos ver. Y no podemos hacer otra cosa. Puesto que no existe el criterio de verdad, la concordancia con el mundo exterior, no interesa a qué opiniones adhiramos. Todas son verdaderas y falsas por igual. Y nadie tiene el derecho de imputar error a los demás.

Para un espíritu de orientación epistemológica podría resultar tentador pesquisar los caminos y los sofismas por los cuales los anarquistas consiguen amañarse tales conclusiones finales. Forzosamente se chocaría en ese intento con situaciones parecidas a las que derivan del consabido ejemplo: Un cretense dice «Todos los cretenses son mentirosos», etc. Pero yo no tengo ni ganas ni aptitudes para internarme más a fondo en esto. Sólo puedo decir que la doctrina anarquista suena tan grandiosamente superior mientras se refiere a cosas abstractas; fracasa al primer paso en la vida práctica. Ahora bien, las acciones de los hombres están guiadas por sus opiniones, sus conocimientos, y el mismo espíritu científico que especula sobre la estructura de los átomos o la descendencia del hombre es el que proyecta la construcción de un puente resistente. Si de hecho fuera indiferente qué opinemos, no existirían conocimientos que entre nuestras opiniones se singularizan por su concordancia con la realidad, y entonces tanto podríamos construir puentes de cartón como de piedra, inyectar al enfermo un decigramo de morfina en vez de un centigramo, utilizar como narcótico gas lacrimógeno en lugar de éter. Pero también los anarquistas intelectuales desautorizarían enérgicamente semejantes aplicaciones prácticas de su teoría.

La otra oposición ha de tomarse mucho más en serio, y por cierto que en este caso lamento muchísimo la insuficiencia de mi orientación. Conjeturo que ustedes saben más que yo acerca de este asunto, y hace tiempo que habrán tomado posición en favor o en contra del marxismo. Las indagaciones de Karl Marx sobre la estructura económica de la sociedad y el influjo de las diversas formas de economía en todos los ámbitos de la vida humana se han conquistado en nuestra época una autoridad indiscutible. Desde luego, yo no puedo saber hasta dónde aciertan o yerran en los detalles. Me entero de que tampoco les resulta fácil a otros, mejor informados. En la teoría de Marx me han extrañado tesis como esta: que el desarrollo de las formas de sociedad es un proceso de historia natural, o que los cambios en la estratificación social surgen unos de otros por la vía de un proceso dialéctico. En verdad, no estoy seguro de comprender rectamente tales aseveraciones, pero ellas no suenan «materialistas», sino, más bien, como un precipitado de aquella oscura filosofía hegeliana por cuya escuela también Marx ha pasado. No sé cómo podría librarme de mi opinión de lego, habituada a reconducir la formación de clases dentro de la sociedad a las luchas sobrevenidas desde el comienzo de la historia entre las hordas humanas (11) separadas por pequeñas diferencias {um ein Geringes}. Yo creía que las diferencias sociales fueron en su origen diferencias de linaje o de raza. Factores psicológicos, como la escala del placer constitucional de agredir pero también la solidez de la organización dentro de la horda, y factores materiales, como la posesión de mejores armas, decidían el triunfo. En la convivencia dentro del mismo territorio, los vencedores se convertían en amos y los vencidos en esclavos. Ahí no se descubre nada de una ley natural ni de una mudanza [dialéctica] de los conceptos; en cambio, es inequívoco el influjo que el progresivo gobierno sobre las fuerzas naturales ejerce en las relaciones sociales entre los hombres, pues estos ponen al servicio de su agresión y aplican en sus luchas los medios de poder recién adquiridos. La introducción de los metales, del bronce, del hierro, puso término a épocas íntegras de cultura y a sus instituciones sociales. Creo que efectivamente la pólvora y las armas de fuego acabaron con el caballero feudal y el dominio de la nobleza, y que el despotismo ruso estaba condenado ya antes de perder la guerra, pues ningún cruzamiento de las familias dominantes en Europa habría podido engendrar una casta de zares capaz de resistir el poder deflagratorio de la dinamita.

Y hasta quizá con la actual crisis económica, que siguió a la Guerra Mundial, no hacemos sino pagar el precio por el último, grandioso, triunfo sobre la naturaleza: la conquista del espacio aéreo. Esto no suena muy esclarecedor, pero al menos los primeros eslabones de la concatenación se disciernen con claridad. La política de Inglaterra se basaba en la seguridad garantizada por el mar que baña sus costas. En el momento en que Blériot sobrevoló el canal en aeroplano se quebró dicho aislamiento protector, y esa noche en que en tiempos de paz y con fines de ejercitación un Zeppelin alemán voló en círculo sobre Londres, la guerra contra Alemania fue asunto decidido. (12) Tampoco puede olvidarse la amenaza del submarino.

Me avergüenza casi tratar ante ustedes un tema de tanta importancia y complejidad con unas pocas puntualizaciones insuficientes, pero sé que no les he dicho nada nuevo. Sólo me interesa que reparen en que el nexo del ser humano con el gobierno sobre la naturaleza, del que toma sus armas para la lucha contra sus semejantes, necesariamente influirá también sobre sus instituciones económicas. Parece que nos hubiéramos alejado mucho de los problemas de la cosmovisión, pero enseguida nos resituaremos en ellos. La fuerza del marxismo no reside evidentemente en su concepción de la historia ni en la previsión del futuro basada en aquella, sino en su penetrante demostración del influjo necesario que las relaciones económicas entre los hombres ejercen sobre sus posturas intelectuales, éticas y artísticas. Así se descubrieron una serie de nexos y de relaciones de dependencia que hasta entonces se habían ignorado casi por completo. Pero no puede admitirse que los motivos económicos sean los únicos que presiden la conducta de los hombres dentro de la sociedad. Ya el hecho indubitable de que diversas personas, razas, pueblos, se comporten de manera diferente bajo idénticas condiciones económicas excluye el imperio exclusivo de los factores económicos. No se entiende cómo se podrían omitir factores psicológicos toda vez que se trata de las reacciones de seres humanos vivientes, pues no sólo estos han participado en el establecimiento de tales relaciones económicas, sino que, aun bajo su imperio, los seres humanos no podrían hacer otra cosa que poner en juego sus originarías mociones pulsionales: su pulsión de autoconservación, su placer de agredir, su necesidad de amor, su esfuerzo hacia la ganancia de placer y la evitación de displacer. En una indagación anterior hemos reconocido asimismo la vigencia del sustantivo reclamo del superyó, que subroga la tradición y las formaciones de ideal del pasado y resistirá durante un tiempo a las impulsiones provenientes de una situación económica nueva. Por último, no olvidemos que sobre las masas humanas, sometidas a la necesidad objetiva de lo económico, discurre también el proceso del desarrollo de la cultura -civilización, dicen otros (13)-, influido ciertamente por todos los restantes factores, pero sin duda independiente de ellos en su origen, comparable a un proceso orgánico y muy capaz de influir a su vez sobre los demás determinantes (14). Desplaza las metas pulsionales y hace que los seres humanos se muestren renuentes frente a aquello que hasta entonces les resultaba soportable; y hasta parece que el fortalecimiento cada vez mayor del espíritu científico fuera una de sus piezas esenciales. Si alguien estuviera en condiciones de demostrar en detalle el modo en que se comportan, se inhiben y se promueven entre sí estos diversos factores, la disposición pulsional común a todos los hombres, sus variaciones raciales y sus modelamientos culturales bajo las condiciones del régimen social, de la actividad profesional y las posibilidades de ganarse el sustento; si alguien, digo, lo consiguiera, habría completado el marxismo hasta convertirlo en una real y efectiva ciencia de la sociedad. Es que en verdad la sociología, que trata de la conducta de los hombres en la sociedad, no puede ser otra cosa que psicología aplicada. En sentido estricto sólo existen dos ciencias: la psicología, pura y aplicada, y la ciencia natural.

Con la recién adquirida intelección de la vasta significatividad de las relaciones económicas surgió la tentación de no dejar libradas sus variaciones al desarrollo histórico, sino imponerlas mediante una intervención revolucionaria. Ahora bien, en su realización en el bolchevismo ruso, el marxismo teórico cobró la energía, el absolutismo y el exclusivismo de una cosmovisión, pero, al mismo tiempo, un inquietante parecido con aquello que combatía. Siendo en su origen un fragmento de ciencia, edificado sobre la ciencia y la técnica para su realización, ha creado sin embargo una prohibición de pensar tan intransigente como lo fue en su época la decretada por la religión. Está prohibida toda indagación crítica de la teoría marxista; las dudas acerca de su corrección son penadas como antaño las herejías lo fueron por la Iglesia Católica. Las obras de Marx han remplazado a la Biblia y al Corán como fuentes de una Revelación, aunque no pueden estar más exentas de contradicciones y oscuridades que aquellos viejos libros sagrados.

Y si bien el marxismo práctico ha desarraigado implacablemente todos los sistemas e ilusiones idealistas, él mismo ha desarrollado ilusiones no menos cuestionables e indemostrables que las anteriores. Espera alterar la naturaleza humana en el curso de unas pocas generaciones, de suerte de establecer una convivencia casi sin fricciones entre los seres humanos dentro de la nueva sociedad, y conseguir que ellos asuman las tareas del trabajo libres de toda compulsión. Entretanto, traslada a otros lugares las limitaciones pulsionales indispensables en la sociedad y guía hacia afuera las inclinaciones agresivas que amenazan a toda comunidad hu mana, se apoya en la hostilidad de los pobres hacia los ricos, de los desposeídos hasta hoy hacia los poderosos de ayer. Pero semejante trasformación de la naturaleza humana es harto improbable. El entusiasmo con que las multitudes responden a la incitación bolchevique en el presente, mientras el nuevo orden se encuentra inacabado y amenazado desde el exterior, no constituye garantía alguna de un futuro en que se completara y no estuviese amenazado. En un todo como la religión, también el bolchevismo debe resarcir a sus fieles por las penas y privaciones de la vida presente mediante la promesa de un más allá mejor en que ya no habrá ninguna necesidad insatisfecha. Por lo demás, ese paraíso debe serlo del más acá, instituirse sobre la Tierra e inaugurarse en un futuro próximo. Pero recordemos que también los judíos, cuya religión no sabe nada de una vida en el más allá, esperaron la venida del Mesías sobre la Tierra, y que el medioevo cristiano creyó repetidas veces en la inminencia del Reino de Dios.

No es dudosa la respuesta que el bolchevismo daría a nuestras reservas. Sostendría: Mientras la naturaleza de los seres humanos no se haya trasformado aún, es preciso valerse de los medios que hoy obran con eficacia sobre ellos. Para educarlos no se puede prescindir de la compulsión, de la prohibición de pensar, de aplicar la violencia hasta el derramamiento de sangre, y sí uno no despertara en ellos esas ilusiones no podría moverlos a acatar esa compulsión. Y el bolchevismo acaso nos pidiera cortésmente que le dijésemos cómo sería posible obrar de otro modo. Entonces nos daríamos por vencidos. Yo no sabría dar ningún consejo. Confesaría que las condiciones de ese experimento nos habrían disuadido, a mí y a los míos, de emprenderlo, pero nosotros no somos los únicos a quienes eso importa. Hay también hombres de acción, inconmovibles en sus opiniones, inaccesibles a la duda, insensibles para los sufrimientos de los demás cuando están en juego sus propósitos. A tales hombres debemos que, de hecho, se haya realizado ahora en Rusia el ensayo grandioso de un orden nuevo de esa índole. En una época en que grandes naciones proclaman esperar su salvación de la sola refirmación de la piedad cristiana, la revolución en Rusia -a pesar de sus desagradables detalles- produce el efecto del evangelio de un futuro mejor. Por desdicha, ni de nuestra duda ni de la fe fanática de los otros surge indicio alguno sobre el futuro desenlace de ese ensayo. El porvenir lo enseñará; acaso muestre que el ensayo se emprendió prematuramente, que una alteración completa del régimen social tiene pocas perspectivas de éxito mientras nuevos descubrimientos no hayan aumentado nuestro gobierno sobre las fuerzas de la naturaleza, facilitando así la satisfacción de nuestras necesidades. Acaso sólo entonces se volvería posible que un nuevo régimen social no se limitara a desterrar el apremio material de las masas, sino que atendiera también a las exigencias culturales del individuo. Pero es indudable que aun en tal caso deberíamos luchar, durante un lapso de longitud imprevisible, con las dificultades que el carácter indomeñable de la naturaleza humana depara a cualquier clase de comunidad social.

Señoras y señores: Resumiré, para terminar, lo que tenía que decir acerca del nexo del psicoanálisis con el problema de la cosmovisión. Opino que el psicoanálisis es incapaz de crear una cosmovisión particular. No le hace falta; él forma parte de la ciencia y puede adherir a la cosmovisión científica. Pero esta apenas merece ese grandilocuente nombre, pues no lo contempla todo, es demasiado incompleta, no pretende absolutismo ninguno ni formar un sistema. El pensamiento científico es todavía muy joven entre los hombres, elevado es el número de los grandes problemas que no puede dominar todavía. Una cosmovisión edificada sobre la ciencia tiene, salvo la insistencia en el mundo exterior real, esencialmente rasgos negativos, como los de atenerse a la verdad, desautorizar las ilusiones. Aquel de nuestros prójimos insatisfecho con este estado de cosas, aquel que pida más para su inmediato apaciguamiento, que se lo procure donde lo halle. No se lo echaremos en cara, no podemos ayudarlo, pero tampoco pensar de otro modo por causa de él.

Notas:
1- [El tema de que se ocupa esta conferencia ya había sido esbozado en un pasaje de Inhibición, síntoma y angustia (1926d), AE, 20, pág. 91.]
2- [«Die Heirnkehr», LVIII. Eran unos versos favoritos de Freud. Aludió a ellos en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 487, en conexión con la elaboración secundaria en los sueños, y volvió a hacerlo en una carta a Jung del 25 de febrero de 1908 (Jones, 1955, pág. 488). Muchos años antes, los había citado completos en una misiva dirigida a su futura esposa, fechada aparentemente en 1883 (Jones, 1953, pág. 214).]
3- [Freud se refirió con mucho más amplitud a las deidades femeninas en el ensayo III de Moisés y la religión monoteísta (1939a), AE, 23, pág. 80.]
4- [En la primera edición de esta obra se leía aquí: «En una famosa sentencia, el filósofo Kant nombró la existencia del cielo estrellado y de la ley moral en nuestro pecho como los más poderosos testimonios de la grandeza de Dios». Esta oración fue modificada, dándole su forma actual, para la reedición en los Gesammelte Schriften (1934); sin duda, la oración original pasaba por alto la cita anterior del mismo pasaje.]
5- [Véase sobre esto el ensayo III de Tótem y tabú (1912-13), AE, 13, esp. págs. 89 y sigs.]
6- [La posibilidad de que la sociedad sufriera neurosis análogas a las de los individuos fue mencionada por Freud en El porvenir de una ilusión (1927c), AE, 21, págs. 42-3, y en El malestar en la cultura (1930a), AE, 21, pág. 139. La discutió con mucho más detenimiento en el ensayo III de Moisés y la religión monoteísta (1939a), AE, 23, págs. 69 y sigs. La similitud entre las prácticas religiosas y las acciones obsesivas había sido señalada por él mucho antes (cf. Freud, 1907b).]
7- [Este tema fue considerado en El porvenir de una ilusión (1927c), AE, 21, pág. 47.]
8- [«Der alte Herr»; así se conocía popularmente al emperador Francisco José.]
9- [Freud tenía 76 años cuando escribió esto.]
10- [En El porvenir de una ilusión (1927c), Freud hizo su apreciación más detenida de la religión.]
11- [Freud empleaba el término «horda» para designar grupos humanos comparativamente pequeños. Cf. Tótem y tabú (1912-13), AE, 13, pág. 128.]
12- Fui informado de esto por fuentes fidedignas durante el primer año de la guerra.
13- [Hay una frase similar sobre esta cuestión terminológica en ¿Por qué la guerra? (1933b), infra, pág. 197; y en El porvenir de una ilusión (1927c), AE, 21, pág. 6, Freud afirma categóricamente: «Omito diferenciar entre cultura y civilización».]
14- [La noción de «proceso cultural» ocupaba en gran parte, a la sazón, el pensamiento de Freud. La había examinado en varios puntos de El malestar en la cultura ( 1930a) (cf., por ejemplo, AE, 21, págs. 94-6, 118 y 135-7), y volvió a referirse a ella en ¿Por qué la guerra? (1933b), AE, 22, págs. 197-8. Pero estaba estrechamente ligada a otra idea de él mucho más antigua, a saber, la hipótesis de la represión como proceso orgánico. Estableció expresamente el vínculo entre ambas en dos extensas notas al pie de El malestar en la cultura, ibid., págs. 97-8 y 103-4. En mi «Introducción» a esta última obra trazo la historia de esta hipótesis, que se remonta al año 1897.]