Obras de S. Freud: A propósito de las críticas a la «neurosis de angustia» (1895)

Nota introductoria:
Aparecido que hubo, en enero de 1895, el primer artículo de Freud sobre la neurosis de angustia (1895b), una apreciación crítica de Löwenfeld fue publicada en el número de marzo de Neurologisches Zentralblatt. El presente artículo es la réplica de Freud. Leopold Löwenfeld (1847-1923) era un conocido psiquiatra de Munich. Allegado a Freud, mantuvo con este una perdurable amistad. En dos libros suyos incluyó capítulos escritos por aquel, asistió en 1908 y 1910 a los dos primeros Congresos Psicoanalíticos, y aun leyó en el segundo de ellos un trabajo sobre el hipnotismo. Empero, nunca aceptó del todo las ideas de Freud. En la 16º de sus Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17), AE, 16, págs. 224-5, Freud afirma que esta polémica no afectó sus buenas relaciones.

La importancia del presente trabajo radica principalmente en el detallado análisis que Freud hace en él sobre lo que denomina «la ecuación etiológica», vale decir, las relaciones entre las diferentes clases de causas que contribuyen a la génesis de una neurosis (o, en general, de cualquier otra enfermedad). La cuestión ya había sido esbozada en una comunicación a Fliess del 8 de febrero de 1893 (1) (Freud, 1950a, Manuscrito B), AE, 1, pág. 218, y volvió a tratársela en el trabajo en francés «La herencia y la etiología de las neurosis» (1896a). Se alude nuevamente a la «ecuación etiológica» -todos cuyos elementos deben cumplirse para que se manifieste una neurosis- diez años más tarde, en «Mis tesis sobre el papel de la sexualidad en la etiología de las neurosis» (1906a), AE, 7, pág. 270, y reaparece en «Las perspectivas futuras de la terapia psicoanalítica» (1910d), AE, 11, pág. 140. A partir de entonces, fue diluyéndose poco a poco, absorbida por el entrelazamiento de los caracteres hereditarios y adquiridos -los dos conjuntos fundamentales de factores determinantes de las neurosis-, y culminando con la introducción del concepto de «series complementarias» en la 22º y 23º Conferencias de introducción, AE, 16, págs. 316 y 330. Hay un pasaje de Tres ensayos de teoría sexual (1905d) que ,nuestra con claridad esta transición. En oraciones agregadas a esa obra en 1915, Freud se refiere en dos oportunidades a una «serie etiológica», «en la cual las intensidades decrecientes de un factor son compensadas por las crecientes del otro» (AE, 7, pág. 219). En 1920, después de las Conferencias de introducción, modificó esa frase colocando en su lugar «serie complementaria»; pero sólo lo hizo en uno de los dos lugares, dejando el otro tal cual. Así pues, se mantuvieron, con poco espacio de distancia, las dos versiones de la expresión, que muestran la línea sucesoria desde la ecuación etiológica hasta la serie complementaria.

James Strachey.

En el segundo número del Neurologisches Zentralblatt de Mendel correspondiente a 1895, publiqué un breve ensayo donde proponía separar de la neurastenia una serie de estados nerviosos y concederles autonomía bajo el nombre de «neurosis de angustia». (2) Me movía a ello una coincidencia constante entre caracteres clínicos y etiológicos, que tiene todos los títulos para decidir una división. En efecto, hallé -descubrimiento en el que E. Hecker se me había anticipado que todos los síntomas neuróticos en cuestión se podían compendiar como pertenecientes a la expresión de la angustia, y, a partir de mis empeños por dilucidar la etiología de las neurosis, pude añadir que estas piezas del complejo «neurosis de angustia» permiten discernir unas condiciones etiológicas particulares, casi opuestas a las que rigen para la neurastenia.

Mis experiencias me habían enseñado que, en la etiología de las neurosis (al menos de los casos adquiridos y las formas adquiribles), factores sexuales desempeñan un papel sobresaliente, descuidado en demasía, de suerte que una afirmación como «la etiología de las neurosis reside en la sexualidad», a pesar de toda su inevitable incorrección per excessum et defectum, se aproxima más a la verdad que las doctrinas hoy dominantes. Otra tesis a la que me esforzaba la experiencia era que las diversas noxas sexuales no aparecían indistintamente en la etiología de todas las neurosis, sino que existían unos lazos particulares e inequívocos entre ciertas noxas y ciertas neurosis. Yo tenía así derecho a suponer que había descubierto las causas específicas de las neurosis singulares. Luego procuré resumir en una fórmula breve la particularidad de las noxas sexuales constitutivas de la etiología de la neurosis de angustia, y arribé (apuntalándome en mi concepción del proceso sexual) a esta tesis: produce neurosis de angustia todo cuanto aparte de lo psíquico la tensión sexual somática, todo cuanto perturbe el procesamiento psíquico de ella. Y si uno se remonta a las constelaciones concretas dentro de las cuales este factor cobra vigencia, obtiene la aseveración de que una abstinencia [sexual] voluntaria o involuntaria, un comercio sexual con satisfacción insuficiente, el coitus interruptus, el desvío del interés psíquico respecto de la sexualidad, cte., son los factores etiológicos específicos de la por mí llamada «neurosis de angustia».

Cuando preparaba la comunicación a que aquí me refiero para publicarla, en modo alguno me engañaba sobre su poder de convicción. En primer lugar, me decía que daba sólo una exposición sucinta, incompleta, y hasta de difícil inteligencia en ciertos pasajes, aunque quizá bastara para preparar la expectativa de los lectores. Es que apenas aducía yo ejemplos, y no mencionaba cifra alguna; ni siquiera rozaba la técnica para establecer la anamnesis, no preveía nada para aventar posibles malentendidos, no consideraba otras objeciones que las más obvias, y en cuanto a la doctrina misma, sólo ponía de relieve la tesis principal sin enunciar sus limitaciones. Así las cosas, cada quien podía formarse realmente su propia opinión sobre la fuerza probatoria de todo el enunciado. Pero también podía yo contar con otro obstáculo para la aquiescencia. Sé muy bien que con la «etiología sexual» de las neurosis no he producido nada nuevo; que en la bibliografía médica nunca faltaron corrientes subterráneas que dieran razón de estos hechos, y aun la medicina oficial de las academias tuvo noticia de ellos. Sólo que esta última hizo como si nada supiera; no dio empleo alguno a esa noticia, no extrajo de ella ninguna conclusión. Una conducta así no puede menos que tener un fundamento profundo; quizá sea una suerte de horror a examinar constelaciones sexuales, o una reacción frente a intentos de explicación más antiguos, que consideraba superados. Como quiera que fuese, no se podía menos que estar preparado para chocar con resistencias si se osaba volver digno de crédito para otros algo que habrían podido descubrir por sí mismos sin trabajo alguno.

Dada esta situación, acaso habría sido más adecuado no responder a objeciones críticas antes que yo me manifestara más prolijamente sobre este complicado tema, y consiguiera hacerlo más inteligible. Pero no puedo contrariar los motivos que me llevan a impugnar sin demora una crítica reciente de mi doctrina sobre la neurosis de angustia. Y ello a causa de la persona del crítico, L. Löwenfeld, de Munich, el autor de Pathologie und Therapie der Neurasthenie und Hysterie {Patología y terapia de la neurastenia y la histeria}, cuyo juicio tiene títulos para pesar entre el público médico; y también por una concepción que el informe de Löwenfeld me endosa, consistente en un malentendido, y por otra razón además: desde el comienzo mismo querría combatir la impresión de que mi doctrina se puede refutar tan fácilmente, como de pasada, con las primeras objeciones que a uno le acuden.

Con certera mirada, Löwenfeld descubre en esto lo esencial de mi trabajo: yo asevero que los síntomas de angustia tienen una etiología específica y unitaria de naturaleza sexual. Y si ello no se pudiera ¿comprobar como un hecho, desaparecería también el fundamento para separar de la neurastenia una neurosis de angustia autónoma. Resta, es verdad, una dificultad sobre la que yo llamé la atención, y es que los síntomas de angustia presentan unos nexos tan inequívocos con la histeria que, si se adoptara una decisión en el sentido de Löwenfeld, sufriría menoscabo la división entre histeria y neurastenia; pero he de considerar esta dificultad a raíz del recurso, que luego apreciaré, a la herencia como causa común de todas estas neurosis.

Ahora bien, ¿en qué argumentos apoya Löwenfeld su veto a mi doctrina?

1. Yo he puesto de relieve que lo esencial para entender la neurosis de angustia es que en ella la angustia no admite una derivación psíquica, vale decir, el apronte angustiado que constituye el núcleo de la neurosis no es adquirible por un afecto de terror psíquicamente justificado, sea único o repetido. Por terror se generaría una histeria o una neurosis traumática, pero no una neurosis de angustia. Según se intelige con facilidad, esta negativa no es sino el correlato de mi tesis, de contenido positivo, según la cual la angustia de mi neurosis corresponde a una tensión sexual somática desviada de lo psíquico, que de lo contrario habría cobrado vigencia como libido.

Ahora bien, en contra de esto Löwenfeld destaca que en cierto número de casos «unos estados de angustia aparecen inmediatamente, o poco tiempo después, de un choque psíquico (mero terror o accidentes acompañados de terror), y en algunos de esos casos existen circunstancias que vuelven asaz improbable la cooperación de influjos sexuales nocivos de la variedad indicada». Comunica, en breves trazos, un ejemplo particularmente probatorio, de una observación escogida entre muchas. En ese ejemplo se trata de una señora de treinta años, casada desde hace cuatro, con tara hereditaria, que un año atrás tuvo su primer parto difícil. Pocas semanas después de dar a luz se aterrorizó por un ataque de enfermedad de su marido, y en un estado de agitación emotiva empezó a correr en camisa en torno de la habitación fría. Quedó enferma desde entonces; al principio tenía estados de angustia y palpitaciones al atardecer, luego le sobrevinieron ataques de temblor convulsivo y, más adelante, fobias y fenómenos parecidos: el cuadro de una neurosis de angustia plenamente desarrollada. «En este caso -concluye Löwenfeld-, los estados de angustia son de manifiesta derivación psíquica, pues fueron producidos por un terror único».

No dudo de que mi respetado crítico ha de poseer muchos casos parecidos, y yo mismo puedo proporcionarle una gran serie de ejemplos análogos. Quien no hubiera visto tales casos de estallido de la neurosis de angustia tras un choque psíquico, de frecuentísima ocurrencia, no tendría derecho a meter baza en el tema de la neurosis de angustia. Sólo quiero anotar que en la etiología de. esos casos no siempre ni necesariamente se comprueba un terror o una expectativa angustiada; cualquier otra emoción obra lo mismo. Si paso rápida revista a casos de mi recuerdo, se me ocurre un hombre de cuarenta y cinco años a quien el primer ataque de angustia (con colapso cardíaco) le sobrevino cuando lo anoticiaron de la muerte de su padre muy anciano; a partir de ese momento se le desarrolló una neurosis de angustia plena y típica, con agorafobia. Además, un joven que cayó bajo esta misma neurosis por la excitación que le producían las querellas entre su joven esposa y la madre de él, y a cada nuevo altercado doméstico se volvía otra vez agorafóbico; un estudiante un poco bohemio que produjo sus primeros ataques de angustia mientras trabajaba duro para pasar sus exámenes, espoleado por el disfavor paterno; una señora sin hijos que enfermó a raíz de su angustia por la salud de una sobrinita, etc. O sea que no hay la menor duda en cuanto al hecho mismo que Löwenfeld aduce contra mí.

Pero sí en cuanto a su interpretación. Cabe preguntar: ¿de ahí uno debe pasar sin más al «post hoc, ergo propter hoc», (3) ahorrándose todo procesamiento crítico del material? Es que uno conoce hartos ejemplos en que la última causa desencadenante no pudo acreditarse ante el análisis crítico como causa efficiens. ¡Piénsese, por ejemplo, en la relación entre trauma y gota! Probablemente aquí, en el caso de la provocación de un ataque de gota en el miembro afectado por el trauma, el papel de este sea el mismo que es lícito atribuirle en lo. etiología de la tabes y de la parálisis; sólo que, en el ejemplo de la gota, a cualquiera le parecerá absurdo que el trauma «cause» la gota en vez de provocarla. Por eso uno debe ser precavido cuando se topa con factores etiológicos de esta clase -banales, los llamaría yo- en la etiología de los más diversos estados patológicos. Una emoción, un terror, es también un factor banal así. ¡Qué no puede provocar el terror: corea, apoplejía, paralysis agitans, lo mismo que una neurosis de angustia! Es cierto que no puedo prolongar el argumento y sostener que, debido a esta ubicuidad, las causas banales no llenan nuestros requisitos, y por eso tienen que existir además unas causas específicas. Ello implicaría presuponer cierta la tesis que quiero probar. Pero sí me está permitido razonar corno sigue: Si en la etiología de todos o casi todos los casos de neurosis de angustia se puede comprobar la misma causa específica, no tiene por qué desbaratar nuestra concepción que el estallido de la enfermedad sólo se produzca tras la injerencia de uno u otro de los factores banales, como lo sería una emoción.

Pues bien, eso era lo que sucedía en mis casos de neurosis de angustia. El hombre que (enigmáticamente) cayó enfermo al ser anoticiado de la muerte de su padre (introduzco esa glosa entre paréntesis porque la muerte no era inesperada ni sobrevino en circunstancias inhabituales, conmovedoras); ese hombre, digo, hacía once años que vivía en coitus interruptus con su esposa, a quien él procuraba satisfacer la mayoría de las veces; el joven que no toleraba las disputas entre su mujer y su madre había practicado desde el comienzo con su esposa el retiro para ahorrarse cargar con una descendencia; el estudiante que por exceso de trabajo contrajo una neurosis de angustia, en lugar de la cerebrastenia que sería de esperar, mantenía desde hacía tres años una relación con una muchacha a quien tenía prohibido preñar; la señora sin hijos que cayó enferma de neurosis de angustia por la salud de su sobrina estaba casada con un hombre impotente y nunca había sido satisfecha sexualmente, etc. No todos estos casos presentan la misma claridad ni poseen el mismo poder probatorio para mi tesis; pero si los clasifico junto con el muy considerable número de aquellos cuya etiología no muestra otra cosa que el factor específico, se articulan sin contradicción dentro de la doctrina por mí formulada y permiten ensanchar nuestro entendimiento etiológico más allá de las fronteras hasta ahora existentes.

Si alguien quiere demostrarme que en la precedente consideración yo he pospuesto indebidamente la significatividad de los factores etiológicos banales, deberá oponerme observaciones en que mi factor específico esté ausente, vale decir, unos casos de génesis de neurosis de angustia tras un choque psíquico, dada una vita sexualis normal (en líneas generales). Pues bien; júzguese sí el caso de Löwenfeld cumple esa condición. Es manifiesto que mi respetado oponente no tenía en claro ese requisito; de lo contrario no nos habría dejado tan a oscuras sobre la vita sexualis de su paciente. Omitiré que el caso de esa dama de treinta años se complica evidentemente con una histeria, de cuya eventual derivación psíquica en modo alguno dudaré; desde luego, concederé, sin objeción, la neurosis de angustia junto a esa histeria. Pero antes que yo utilice un caso en favor o en contra de la doctrina sobre la etiología sexual de las neurosis, tengo que haber estudiado la conducta sexual de la paciente más a fondo de lo que Löwenfeld lo hace aquí. No me conformaría con inferir que, como la dama sufrió su choque psíquico poco tiempo después de un parto, el coitus interruptus no pudo haber desempeñado papel alguno en el último año y por tanto faltan aquí noxas sexuales. Conozco casos de neurosis de angustia a pesar de embarazos repetidos año tras año, porque (increíblemente) todo comercio se suspendió desde el coito fecundador, de suerte que la señora llena de hijos sufría privación todos los años. Ningún médico desconoce que ciertas mujeres conciben de maridos muy poco potentes, incapaces de procurarles satisfacción; y, por último (cosa con la que deberían contar sobre todo los sostenedores de la etiología hereditaria), hay bastantes mujeres aquejadas de una neurosis de angustia congénita, o sea que traen por herencia, o desarrollan sin perturbación exterior demostrable, una vita sexualis como la que de ordinario sólo se adquiere por coitus interruptus y noxas semejantes. En algunas de estas mujeres se puede pesquisar una afección histérica contraída en su juventud; en lo sucesivo la vita sexualis quedó perturbada, y permanentemente desviada de lo psíquico la tensión sexual. Mujeres con esta sexualidad son incapaces de una satisfacción real, aun mediante coito normal, y desarrollan neurosis de angustia ya sea de manera espontánea o tras la aparición de otros factores eficientes. ¿Qué habrá habido de todo esto en el caso de  Löwenfeld? No lo sé, pero, repito, este caso sólo sería probatorio contra mí si la dama que responde con una neurosis de angustia a un terror único gozó antes de una vita sexualis normal.

No podremos emprender investigaciones etiológicas desde la anamnesis si la aceptamos tal como el enfermo la proporciona o nos conformamos con lo que quiera revelarnos, Si los especialistas en sífilis dependieran todavía de la declaración del paciente para reconducir al comercio sexual una infección inicial de los genitales, podrían atribuir a un enfriamiento un número grandísimo de chancros en individuos supuestamente vírgenes, y los ginecólogos no hallarían difícil confirmar el milagro de la partenogénesis en sus clientes solteras. Espero que se comprenda alguna vez que también los neuropatólogos tienen derecho a partir de prejuicios etiológicos semejantes para establecer la anamnesis de las grandes neurosis.

2. Löwenfeld dice, además, haber visto repetidas veces aparecer y desaparecer estados de angustia cuándo seguramente no sobrevenía cambio alguno en la vida sexual, y, por el contrario, estaban en juego otros factores.

Esa misma experiencia, exactamente, he hecho yo también, sin desconcertarme por eso. También yo he conseguido eliminar los estados de angustia mediante tratamiento psíquico, mejoramiento general, etc. Pero, desde luego, no he deducido de ahí que la falta de tratamiento fuera la causa de los ataques de angustia. No es que pretenda atribuir a Löwenfeld semejante inferencia; con esa puntualización, hecha en broma, sólo quiero indicar que la situación muy bien puede ser tan compleja que desvalorice totalmente la objeción de Löwenfeld. No me ha resultado difícil conciliar los hechos aquí aducidos con el aserto de la etiología específica de la neurosis de angustia. Sin duda se me concederá esto: existen motivos que, si bien poseedores de eficiencia etiológica, tienen que actuar con cierta intensidad (o cantidad). (4) y durante más de cierto lapso para ejercer su efecto, vale decir, tienen que sumarse; el efecto del alcohol es un paradigma de esa causación por sumación. Según eso, habrá cierto lapso en el cual la etiología específica esté trabajando, pero sin manifestar todavía su efecto. Durante ese tiempo, la persona aún no está enferma, pero sí predispuesta a contraer determinada afección; en nuestro caso: la neurosis de angustia. Y entonces el surgimiento de una noxa banal puede desencadenar la neurosis, lo mismo que haría un ulterior acrecentamiento en la injerencia de la noxa específica. Esto se puede expresar también así: No basta que esté presente el factor etiológico específico; tiene que alcanzarse también cierta medida de él, y para llegar a este límite una cantidad de la noxa específica puede ser sustituida por un monto de nocividad banal. Quitada esta última, se está de nuevo por debajo del umbral; los fenómenos patológicos tornan a ceder. La terapia de las neurosis descansa enteramente en poder llevar por debajo del umbral, mediante toda clase de influjos sobre la mezcla etiológica, el lastre total bajo el cual cede el sistema nervioso. Pero de tales constelaciones no se puede inferir ni la falta ni la existencia de una etiología específica.

He ahí sin duda unas consideraciones ciertas e inobjetables. Si a alguien no le bastaran, que se atenga al siguiente argumento. Según la opinión de Löwenfeld y de tantos otros, la etiología de los estados de angustia ha de buscarse en la herencia. Y bien, la herencia se sustrae de los cambios; si la neurosis de angustia se cura mediante tratamiento, se debería poder concluir, imitando a Löwenfeld, que la herencia no puede contener la etiología.

Por lo demás, habría podido ahorrarme refutar las dos citadas objeciones de Löwenfeld si mi estimado oponente hubiera prestado más atención a mi trabajo. Es que ambas están ya previstas y respondidas en mi ensayo; podría limitarme a repetir ahora lo que entonces señalé, y adrede he vuelto a analizar aquí los mismos casos clínicos. También las fórmulas etiológicas a que acabo de conceder valor están contenidas en el texto de mi ensayo. Las repito. Yo afirmaba: Existe para la neurosis de angustia un factor etiológico específico que puede ser subrogado en su efecto cuantitativamente, pero no sustituido cualitativamente, por unos influjos nocivos banales. Y además: Este factor específico comanda sobre todo la forma de la neurosis; pero que a toda costa sobrevenga una afección neurótica, dependerá del lastre total del sistema nervioso (en proporción a su potencia de carga). Por regla general, las neurosis están sobredeterminadas, o sea que en su etiología se conjugan varios factores.

3. Me hace falta menor empeño para refutar las siguientes notas críticas de Löwenfeld, pues por una parte afectan poco mi doctrina, y por la otra ponen de relieve dificultades cuya existencia yo reconozco. Dice: «La teoría de Freud es, empero, totalmente insuficiente para esclarecer la aparición o la falta de ataques de angustia en cada caso. Si los estados de angustia, o sea, los fenómenos de la neurosis de angustia, se produjeran exclusivamente por una acumulación subcortical de la excitación sexual somática y un empleo anormal de ella, toda persona aquejada por estados de angustia, mientras no sobrevinieran cambios en su vida sexual, debería sufrir de tiempo en tiempo un ataque de angustia, tal como el epiléptico tiene su ataque de grand mal o de pétit mal. Ahora bien, en modo alguno ocurre esto, según lo muestra la experiencia cotidiana. En la enorme mayoría de los casos, los ataques de angustia sólo sobrevienen a raíz de ocasiones determinadas; si el paciente las evita o sabe paralizar su influjo mediante alguna precaución, queda a salvo de ataques de angustia, sea que rinda permanente tributo al coitus interruptus o a la abstinencia, o que goce de una vita sexualis normal».

Hay mucho que decir sobre esto. Primero, que Löwenfeld dicta a mi teoría una conclusión que ella no está obligada a aceptar. Que con el almacenamiento de excitación sexual somática debiera suceder lo mismo que ocurre con la acumulación de estímulo respecto de la convulsión epiléptica, he ahí una formulación demasiado precisa a la que yo no he dado pie; y no es la única posible. No me haría falta sino suponer que el sistema nervioso es capaz de dominar cierta medida de excitación sexual somática aunque ella esté desviada de su meta, y que sólo se generan perturbaciones cuando el quantum de esta excitación experimenta un acrecentamiento repentino; quedaría eliminado así el requisito de Löwenfeld. Si no he osado edificar mi teoría en esa dirección, ello se debe principalmente a que no esperaba hallar ningún asidero seguro por ese camino. Sólo indicaré que no tenemos derecho a representarnos la producción de una tensión sexual con independencia de su gasto; que en la vida sexual normal esta producción, incitada por el objeto sexual, se plasma de una manera por entero diversa que en caso de reposo {Ruhe, «quiescencia»} psíquico, etc.

Admitamos que las constelaciones son aquí por entero diversas que en la tendencia a la convulsión epiléptica, y que aún no admiten ser deducidas de la teoría del almacenamiento de excitación sexual somática.

A la otra afirmación de Löwenfeld -que los estados de angustia sólo sobrevienen a raíz de ciertas ocasiones, con cuya evitación no se presentan, y ello con prescindencia de la vita sexualis del afectado-, cabe replicar que evidentemente sólo tiene en vista aquí la angustia de las fobias, como lo muestran asimismo los ejemplos que aduce en el pasaje citado. De los ataques espontáneos de angustia, cuyo contenido es el vértigo, las palpitaciones, la falta de aire, los temblores, el sudor, etc., él no habla. Y mi teoría en modo alguno parece inepta para explicar la aparición y la ausencia de estos ataques de angustia. En efecto, en toda una serie de casos de neurosis de angustia se puede observar realmente lo que parece ser una periodicidad en la emergencia de los estados de angustia, semejante a la periodicidad epiléptica, sólo que aquí su mecanismo es más trasparente. Una exploración más atenta descubre, con gran regularidad, un proceso sexual irritador (o sea, uno capaz de desatar tensión sexual somática), al que le sigue el ataque de angustia tras cierto intervalo, que a menudo presenta una total constancia. En mujeres abstinentes este papel lo desempeñan la excitación menstrual, las poluciones nocturnas (que son igualmente de recurrencia periódica), pero sobre todo el comercio sexual mismo (nocivo por incompleto), que trasfiere a sus efectos, los ataques de angustia, esta periodicidad suya. Si sobrevienen ataques de angustia que rompen la periodicidad habitual, casi siempre se consigue reconducirlos a una causa ocasional de más rara e irregular producción, a una vivencia sexual aislada, lecturas, funciones de teatro, etc. El intervalo que mencioné va desde unas horas hasta dos días; es el mismo con el cual en otras personas, a raíz de idénticos ocasionamientos, aparece la consabida migraña sexual, que posee sus nexos ciertos con el síndrome de la neurosis de angustia. (5) junto a ello, son abundantes los casos en que el estado singular de angustia es provocado por el agregado de un factor banal, por una irritación de cualquier índole. Entonces, para la etiología del ataque singular de angustia vale la misma subrogación que rige para la causación de toda la neurosis. Que la angustia de las fobias obedezca a otras condiciones no es muy asombroso; las fobias tienen una ensambladura más complicada que los ataques de angustia simplemente somáticos. En ellas la angustia se enlaza con un contenido de representación o de percepción, y el despertar de ese contenido psíquico es la condición capital para que aflore la angustia. En tal caso, la angustia es «desprendida», de un modo que se asemeja a lo que sucede, por ejemplo, con la tensión sexual por el despertar de unas representaciones libidinosas; pero, a decir verdad, no está claro todavía el vínculo que mantiene este proceso con la teoría de la neurosis de angustia.

No entiendo por qué debería empeñarme en tapar lagunas y endebleces de mi teoría. Lo esencial en cuanto al problema de las fobias, me parece, es que las fobias en modo alguno se producen con una vita sexualis normal -es decir, si no se cumple la condición específica de que la vita sexualis sea perturbada en el sentido de un desvío de lo somático respecto de lo psíquico-. Y aunque el mecanismo de las fobias siga presentando tantos puntos oscuros, mi doctrina sólo se podrá refutar si se me muestra la existencia de fobias con una vida sexual normal o aun con una perturbación de esta última no determinada específicamente.

4. Voy ahora a considerar un señalamiento de mi estimado crítico que no puedo dejar pasar sin contradecirlo. En mi comunicación sobre la neurosis de angustia yo había escrito:

«En algunos casos de neurosis de angustia no se discierne etiología alguna. Cosa notable, en ellos no es nada difícil comprobar una grave tara hereditaria.

»Ahora bien, toda vez que hay razones para considerar adquirida la neurosis, tras un examen cuidadoso encaminado a esa meta, uno halla como factores de eficiencia etiológica una serie de nocividades y de influjos que parten de la vida sexual … ». Löwenfeld reproduce este pasaje y le agrega la siguiente glosa: «Freud parece considerar «adquirida» la neurosis toda vez que se descubren para ella unas causas ocasionales».

Si es este el sentido que se desprende naturalmente de mi texto, él es expresión muy desfigurada de mi pensamiento. Hago notar que antes, en la valoración de las causas ocasionales, demostré ser mucho más riguroso que Löwenfeld. Si yo debiera elucidar lo denotado por mis propias frases, lo haría intercalando, tras la condición «Ahora bien, toda vez que hay razones para considerar adquirida la neurosis… », la frase «porque no se consigue demostrar la tara hereditaria (mencionada en la oración anterior)». El sentido es: Considero adquirido aquel caso en que no se comprueba una herencia. Me comporto, en esto, como todo el mundo, quizá con la pequeña diferencia de que otros declararían hereditariamente condicionado el caso cuando no hay herencia, omitiendo así la categoría entera de las neurosis adquiridas. Pero esa diferencia va en mi favor. Confieso, sin embargo, ser yo mismo culpable de aquel malentendido, por el giro que usé en la primera frase: «no se discierne etiología alguna». Tendré que oír sin duda, de algún otro crítico, que en la busca de las causas específicas de las neurosis yo mismo me doy un trabajo superfluo. Se dirá que la etiología efectiva de las neurosis de angustia, como de las neurosis en general, es ya consabida, es la herencia, y que dos causas reales y eficientes no pueden coexistir una junto a la otra. Me preguntarán si no niego el papel etiológico de la herencia. Si no lo niego, todas las otras etiologías serían meras causas ocasionales, de igual valor unas que otras, o todas de valor escaso.

Yo no comparto esta visión sobre el papel de la herencia, y como justamente es el tema que menos consideré en mi breve comunicación sobre la neurosis de angustia, intentaré reparar aquí algo de lo omitido y borrar la impresión de no haber abordado todos los problemas pertinentes cuando redacté mi trabajo.

Creo que si uno establece los siguientes conceptos etiológicos se torna posible exponer las constelaciones etiológicas, probablemente muy complejas, que rigen en la patología de las neurosis:

a) Condición, b) causa específica, c) causa concurrente, y, como término no equivalente al anterior, d) ocasionamiento o causa desencadenante.

Para contemplar todas las posibilidades, supóngase que se trata de unos factores etiológicos susceptibles de alteración cuantitativa, vale decir, de acrecentamiento o disminución.

Si uno acepta la representación de una ecuación etiológica de articulación múltiple, que tiene que verificarse si es que ha de producirse el efecto, entonces uno caracterizará como ocasionamiento o causa desencadenante a la que entra última en la ecuación, de suerte que precede inmediatamente a la aparición del efecto. La esencia del ocasionamiento consiste sólo en este factor temporal, y por tanto cualquiera de las causas heterogéneas puede desempeñar el papel del ocasionamiento en el caso singular; dentro de una misma combinación etiológica, [el factor que cumple] ese papel puede cambiar de vía.

Como condiciones se definen los factores quede estar ellos ausentes el efecto nunca se produce, pero son incapaces de generarlo por sí solos, no importa cuán grande sea la escala en que estén presentes. Para aquel efecto necesitan todavía de la causa específica.

Como causa específica rige aquella que no está ausente en ningún caso de realización del efecto y que poseyendo una cantidad o intensidad proporcionadas basta para alcanzarlo, con sólo que estén cumplidas las condiciones.

Como causas concurrentes es lícito concebir aquellos factores que ni es preciso que estén presentes en todos los casos, ni son capaces de producir el efecto por sí solos, no importa cuál sea la escala de su acción, y que junto con las condiciones y la causa específica cooperan para el cumplimiento de la ecuación etiológica.

La particularidad de las causas concurrentes, o auxiliares parece clara, pero, ¿cómo distinguir entre condiciones y causas específicas, puesto que unas y otras son indispensables, al par que ninguna de ellas basta por sí sola para la causación?

He aquí el procedimiento que parece permitir una decisión: entre las «causas necesarias» se hallan varias que se repiten también en las ecuaciones etiológicas de muchos otros efectos, y por eso no denotan un nexo particular con el efecto singular; ahora bien, una de estas causas se contrapone a las demás por el hecho de no hallársela en ninguna otra fórmula etiológica, o hallarse en muy pocas, y entonces posee títulos para llamarse causa específica del efecto en cuestión. Además, condiciones y causas específicas se separan con particular nitidez en los casos en que las condiciones poseen el carácter de unos estados existentes de antiguo y poco mudables, mientras que la causa específica corresponde a un factor de reciente injerencia.

Ensayaré un ejemplo para este esquema etiológico completo:

Efecto: Phthisis pulmonum.

Condición: Predisposición, dada las más de las veces hereditariamente por complexiones de órgano.

Causa específica: El bacilo de Koch.

Causas auxiliares: Todo lo despotenciador, como emociones, infecciones o enfriamientos.

El esquema para la etiología de la neurosis de angustia me parece que reza en parecidos términos.

Condición: Herencia.

Causa específica: Un factor sexual, en el sentido de un desvío de la tensión sexual respecto de lo psíquico.

Causas auxiliares: Todos los efectos nocivos banales: emoción, terror, así como agotamiento psíquico por enfermedad o exceso de trabajo.

Sí ahora examino en detalle esta fórmula etiológica para la neurosis de angustia, puedo agregar las siguientes puntualizaciones: Que para dicha neurosis se requiera absolutamente una particular complexión personal (sin que sea indispensable comprobarla como patrimonio hereditario), o bien que cualquier ser humano normal pueda ser llevado a la neurosis de angustia en virtud de algún acrecentamiento cuantitativo del factor específico, he ahí algo que yo no sé decidir, si bien me inclino fuertemente por la segunda opinión. La predisposición hereditaria es la condición más importante de la neurosis de angustia, pero no es indispensable, pues está ausente en una serie de casos límites. El factor sexual específico se comprueba con certeza en la inmensa mayoría de los casos; en una serie de casos (congénitos) no se separa de la condición de la herencia, sino que es cumplido juntamente con esta; vale decir, los enfermos traen congénita, como estigma, aquella particularidad de la vita sexualis (la insuficiencia psíquica para dominar la tensión sexual somática) por la cual en los demás casos pasa el camino para !a adquisición de la neurosis; en otra serie de casos límites, la causa específica está contenida en una causa concurrente, a saber, cuando la mencionada insuficiencia psíquica se produce por agotamiento, etc. Todos estos casos forman series fluyentes, no categorías separadas; es que a todos los atraviesa un comportamiento semejante en el destino de la tensión sexual, y para la mayoría vale la separación entre condición, causa específica y causa auxiliar, en conformidad con la descomposición ya consignada de la ecuación etiológica.

Si yo indago en mis experiencias, no descubro para la neurosis de angustia un comportamiento opuesto entre predisposición hereditaria y factor sexual específico. Por el contrario, ambos factores etiológicos se prestan recíproco apoyo y se complementan entre sí. Las más de las veces, el factor sexual sólo es eficiente en aquellas personas que traen congénito un lastre hereditario; la herencia sola casi nunca es capaz de producir una neurosis de angustia, sino que espera hasta que se verifique una medida suficiente del influjo nocivo sexual específico. Por tanto, la comprobación de la herencia no dispensa de buscar un factor específico, en cuyo descubrimiento, por otra parte, se concentra todo el interés terapéutico. Pues terapéuticamente, ¿a qué se atinaría con la herencia como etiología? Desde siempre estuvo ella en el enfermo, y seguirá estando en él hasta el fin. En sí y por sí no permite comprender la emergencia episódica de una neurosis, ni su cesación por obra del tratamiento. Ella no es nada más que una condición de la neurosis, cierto que indeciblemente importante, pero sobrestimada en detrimento de la terapia y de la inteligencia teórica. Para adquirir convencimiento por el contraste de los hechos, piénsese en los casos de enfermedades nerviosas familiares (corea crónica, enfermedad de Thorasen, etc.), en que la herencia reúne en sí la condición etiológica de todos ellos.

Para concluir, me gustaría repetir las pocas te6is mediante las cuales suelo yo expresar, en una primera aproximación a la realidad, los vínculos recíprocos entre los diferentes factores etiológicos:

1. Que en efecto se contraiga una afección neurótica depende de un factor cuantitativo, el lastre total del sistema nervioso en proporción a su capacidad de resistencia. Todo cuanto pueda mantener a ese factor por debajo de cierto valor de umbral, o pueda retraerlo hasta allí, posee eficiencia terapéutica, pues hace que la ecuación etiológica no se cumpla.

En cuanto a lo que se deba entender por «lastre total», por «capacidad de resistencia» del sistema nervioso, sin duda se puede explicitar con claridad estableciendo como base ciertas hipótesis sobre la función nerviosa.
(6)

2. El alcance a que la neurosis pueda llegar depende en primera instancia de la medida del lastre hereditario. La herencia opera como un multiplicador interpolado en el circuito de la corriente, que aumenta en el múltiplo la desviación de la aguja. (7)

3. Ahora bien, la forma que cobra la neurosis -el sentido hacía el cual se orienta la aguja- la determina con exclusividad el factor etiológico específico que proviene de la vida sexual.

Aunque tengo conciencia de las múltiples dificultades del tema, no tramitadas todavía, espero que en el conjunto mi formulación de la neurosis de angustia habrá de demostrarse más fecunda para la inteligencia de las neurosis que el intento de Lówenfeld de dar razón de los mismos hechos mediante la comprobación de «un enlace entre síntomas neurasténicos e histéricos en forma de ataque».

Viena, comienzos de mayo de 1895

Notas:
1) Aunque conceptualmente es de más antigua data, pues ya aparece entre los primeros escritos psicológicos de Freud que han sobrevivido: el bosquejo de la «Comunicación preliminar» titulado «Nota III» (1941b [1892]) y una carta a Breuer aún anterior, del 29 de junio de 1892 (Freud, 1941a).

2) «Sobre la justificación de separar de la neurastenia un determinado síndrome en calidad de «neurosis de angustia»» (1895b)

3) {«Después de esto, entonces a causa de esto»; vale decir, la falacia de tomar como causa lo que no es más que mero antecedente en el tiempo.}

4) Véase una nota mía a pie de página en «Sobre la sexualidad femenina» (1931b), AE, 21, págs. 243-4, y un pasaje de La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 591; véase también mi «Apéndice» titulado «Surgimiento de las hipótesis fundamentales de Freud»

5) Probablemente por esta época, Freud envió a Fliess un manuscrito sobre la migraña en que se ocupaba de esos nexos (Freud, 1950a, Manuscrito I), AE, 1, págs. 253-5. Freud nunca dio a publicidad ese manuscrito; cf. «Sobre la justificación… » (1895b)

6) Sin duda, una alusión al «principio de constancia». Véase mi «Apéndice» titulado «Surgimiento de las hipótesis fundamentales de Freud»

7) [Esta analogía ya se encuentra en el Manuscrito A de la correspondencia con Fliess (Freud, 1950a), AE, 1, pág. 216, el cual data posiblemente de fines de 1892. Vuelve a presentarse en «La herencia y la etiología de las neurosis» (1896a), así como en el resumen que hizo Freud del presente trabajo en el sumario de sus primeros escritos científicos (1897b)