Obras de S. Freud: El motivo de la elección del cofre (1913)

Nota introductoria:
La correspondencia de Freud (citada por Jones, 1955, pág. 405) muestra que la idea que está en la base de este artículo le acudió en junio de 1912, aunque sólo fue publicado un año más tarde. En una carta a Ferenczi del 7 de julio de 1913 indicó que la «determinación subjetiva» del trabajo se vinculaba con sus tres hijas (Freud, 1960a).

James Strachey

I

Dos escenas de Shakespeare, una divertida y la otra trágica, me han dado hace poco tiempo ocasión para plantearme un pequeño problema y resolverlo.

La alegre es la elección de los pretendientes entre tres cofres en El mercader de Venecia. La hermosa y prudente Porcia está obligada, por voluntad de su padre, a tomar de sus cortejantes por esposo sólo a quien escoja el correcto de tres cofrecillos que se le presenten. Uno es de oro, otro de plata y el tercero de plomo; el correcto es aquel que encierra su retrato. Ya han fracasado dos cortejantes que escogieron oro y plata. Bassanio, el tercero, se decide por el plomo; gana así a la novia, de quien poseía las simpatías ya antes de la prueba del destino. Cada uno de los pretendientes había justificado su decisión con un discurso de alabanza al material por él escogido, a la vez que de desprecio de los otros dos. En este sentido, la tarea más difícil le cupo al afortunado tercer pretendiente: es poco, y suena forzado, lo que atina a decir para glorificación del plomo. Si en la práctica psicoanalítica nos surgiera un discurso así, sospecharíamos unos motivos secretos tras la argumentación insuficiente.

Ahora bien, Shakespeare no inventó el oráculo de la elección de los cofrecillos, sino que lo tomó de un relato de la Gesta Romanorum, en que una muchacha realiza esa misma elección para ganar al hijo del emperador.  También aquí es el tercer metal, el plomo, el dispensador de fortuna. No es difícil colegir que estamos frente a un motivo antiguo que demanda ser interpretado, derivado y reconducido. Una primera conjetura sobre lo que puede significar esa elección entre oro, plata y plomo se corrobora enseguida por una manifestación dé E. Stucken, quien aborda este mismo material dentro de un contexto más amplio. Dice: «Lo que los pretendientes de Porcia escogen revela lo que es cada uno. El príncipe de Marruecos elige el cofre de oro: es el Sol. El príncipe de Aragón elige el cofre de plata: es la Luna. Bassanio elige el cofre de plomo: es el doncel de la Estrella». En apoyo de esta interpretación cita un episodio del Kalewipoeg, el ciclo épico estonio, en que los tres pretendientes aparecen sin disfraz como los donceles del Sol, de la Luna y de la Estrella («el hijito mayor de la Estrella Polar»); y la novia, también aquí, le toca en suerte al tercero.

¡Conque nuestro pequeño problema nos llevaba a un mito astral! Pero debo anunciar que con ese esclarecimiento no hemos llegado todavía al final. Seguimos preguntando, pues nosotros no creemos, como muchos mitólogos, que los mitos hayan descendido del cielo; más bien juzgamos, con Otto Rank, que fueron proyectados al cielo después que nacieron en otra parte, bajo circunstancias puramente humanas. Y bien, a ese contenido humano se dirige nuestro interés.

Reconsideremos nuestro material. En la épica estonia, como en el relato de la Gesta Romanorum, se trata de la elección que una muchacha hace entre tres pretendientes; en la escena de El mercader de Venecia en apariencia es lo mismo, pese a lo cual se nos presenta, a la vez, algo así como una inversión del motivo: un hombre elige entre tres… cofrecillos. Si estuviéramos frente a un sueño, enseguida daríamos en pensar que estos cofrecillos son mujeres, símbolos de lo esencial en la mujer y, por eso, la mujer misma, como también lo son tabaqueras, polveras, cajitas, cestas, etc.  Si nos permitimos emprender esa sustitución simbólica también en el mito, la escena de los cofrecillos de El mercader de Venecia se convierte realmente en lo inverso de lo que conjeturábamos. De un solo golpe, como únicamente en los cuentos tradicionales suele suceder, hemos arrancado a nuestro tema su vestido astral y ahora vemos que se trata de un motivo humano, la elección que un hombre hace entre tres mujeres.

Ahora bien, este mismo es el contenido de otra escena de Shakespeare, en uno de sus dramas más conmovedores; no se trata esta vez de elegir una novia, a pesar de lo cual muchísimas afinidades secretas enlazan esta escena con la elección de los cofrecillos en El mercader de Venecia. El viejo rey Lear decide repartir en vida su reino entre sus tres hijas según la medida del amor que le muestren. Las dos mayores, Goneril y Regan, se deshacen en juramentos y alabanzas de su amor; en cambio, la tercera, Cordelía, se rehusa a hacerlo. El habría debido reconocer este amor recatado, sin palabras, de la tercera, y recompensarlo; pero se equivoca sobre ella, la repudia y reparte el reino entre las otras dos, para su propio infortunio y el de todos. ¿No es también esta una elección entre tres mujeres, de las cuales la más joven es la mejor, la excelente?

Enseguida se nos ocurren otras escenas del mito, los cuentos tradicionales y las creaciones poéticas que tienen por contenido la misma situación. El pastor Paris tiene que elegir entre tres diosas, y declara la más hermosa a la tercera. Cenicienta es también la más joven, y el hijo del rey la prefiere a las otras dos. Psique, en el cuento de Apuleyo, es la más joven y bella de tres hermanas; Psique, que por una parte es venerada como una Afrodita en forma humana y, por otra, la diosa la trata como a Cenicienta su madrastra, debe seleccionar un montón de semillas mezcladas, y lo hace con la ayuda de animales pequeños (palomas asisten a Cenicienta, hormigas a Psique).  Quien quisiera recopilar más materiales sin duda hallaría aún otras plasmaciones del mismo motivo, con idénticos rasgos esenciales.

¡Contentémonos con Cordelia, Afrodita, Cenicienta y Psique! Las tres mujeres, de quiénes la excelente es la tercera, han de concebirse de algún modo como de la misma índole, puesto que son presentadas como hermanas. No debe despistarnos que en El rey Lear las tres sean hijas del que elige; acaso sólo signifique que Lear tiene que ser figurado como un hombre viejo: al viejo no es fácil hacerle elegir de otro modo entre tres mujeres; por esa razón estas se convierten en sus hijas.

Ahora bien: ¿quiénes son estas tres hermanas, y por qué la elección recae sobre la tercera? Si pudiéramos responder esta pregunta, poseeríamos la interpretación buscada. Ya nos hemos valido de una aplicación de las técnicas psicoanalíticas al esclarecer simbólicamente los tres cofres como tres mujeres. Si tenemos la osadía de continuar con este procedimiento, nos internaremos por un camino que al comienzo nos llevará a lo imprevisto, lo inconcebible, y quizás a la meta por unos rodeos.

Puede llamarnos la atención que aquella tercera mujer, la superior, tenga en varios casos, además de su hermosura, ciertas particularidades. Son propiedades que parecen tender hacia alguna unidad; por cierto, no tenemos derecho a esperar hallarlas igualmente bien perfiladas en todos los ejemplos. Cordelia no se hace notar, es modesta como el plomo, permanece muda, ella «ama y calla».

Cenicienta se esconde a punto tal que no la encuentran. Tal vez nos sea lícito asimilar el esconderse al permanecer mudo. Serían, es verdad, sólo dos casos entre los cinco que hemos reunido. Pero, cosa singular, un indicio de ello se encuentra en otros dos. Nos hemos resuelto a comparar con el plomo a Cordelia, obstinada en su negativa. Y del plomo dice Bassanio, en su breve discurso durante la elección de los cofres, tan intempestivo realmente:

«Tu palidez (paleness «Plainness» {«llaneza»}, según otra versión.) me mueve más que la elocuencia».

Vale decir: tu llaneza me llega más que la naturaleza estridente de las otras dos. Oro y plata son «sonoros»; el plomo es mudo, realmente como Cordelia, quien «ama y calla». (En la traducción al alemán de Schlegel, esta alusión se pierde por completo, y aun es puesta del revés: «Dein schlichtes Wesen spricht beredt mich an» {«Tu ser llano me habla elocuenternente»}.)

En los antiguos relatos griegos sobre el juicio de Paris no hay nada de semejante reserva en Afrodita. Cada una de las tres diosas habla al joven y procura ganárselo mediante promesas. Pero, cosa rara, en una elaboración totalmente moderna de la misma escena vuelve a salir a la luz este rasgo de la tercera que nos ha llamado la atención. En el libreto de La Belle Hélène, de Offenbach, Paris narra, tras informar sobre los cortejos de las otras dos diosas, cómo se comportó Afrodita en esta competencia por el premio a la hermosura:

«Y la tercera, ¡ah! la tercera
quedó a un lado y permaneció muda.
A ella debí darle la manzana», etc.

                                            (El original francés reza: «La troisiéme, ah! la troisième, / la troisième ne dit rien. Elle eut le prix tout de mème… » {«La tercera, ¡ah! la tercera, la tercera nada dijo. / Igualmente tuvo el premio»}. – La cita está tomada del libreto de Meilhac: y Halévy, acto I, escena 7. En la versión alemana empleada por Freud, se lee que la tercera «permaneció muda» («blieb stumm»).)

Sí nos decidimos a ver concentradas las peculiaridades de nuestra tercera en la «mudez», el psicoanálisis nos dice: mudez es en el sueño una figuración usual de la muerte.

Hace más de diez años, un hombre de elevada inteligencia me comunicó un sueño que, según él, era prueba de la naturaleza telepática de los sueños. Vio a un amigo ausente, de quien hacía tiempo no tenía noticias, y le hizo fuertes reproches por su silencio. El amigo no respondía. Luego se supo que se había suicidado más o menos para la época de ese sueño. Dejemos de lado el problema de la telepatía; que la mudez en el sueño se vuelva figuración de la muerte no parece dudoso en este caso. También el esconderse, el no hallarse, como por tres veces lo vivencia el príncipe del cuento de Cenicienta, es en el sueño un símbolo inequívoco de la muerte; y no menos lo es la blancura llamativa, a la cual recuerda la palidez (paleness) del plomo en una de las versiones del texto shakespeareano.  Ahora bien, la trasferencia de estas interpretaciones desde el lenguaje del sueño al modo de expresión del mito que nos ocupa se facilitará sustancialmente si podemos volver verosímil que la mudez debe interpretarse como signo del estar muerto también en producciones diversas de los sueños.

Recurro aquí al noveno de los cuentos populares de los Grimm, que se titula «Los doce hermanos». Un rey y una reina tenían doce hijos, brillantes varones. Entonces el rey dijo: «Si el decimotercero es mujer, los varones morirán». En la expectativa de ese nacimiento, hizo construir doce sarcófagos. Los doce hijos huyeron, ayudados por su madre, a un bosque recóndito, y juraron dar muerte a cualquier niña que les saliera al paso. Nació una niña; ella creció, y cierta vez se enteró, por su madre, de que tenía doce hermanos. Resuelve buscarlos, y halla en el bosque al menor, quien la reconoce, pero preferiría esconderla a causa del juramento de los hermanos. La hermana dice: «Prefiero morir, si de ese modo puedo redimir a mis doce hermanos». Pero ellos la acogen de corazón, permanece con ellos y les cuida la casa. En un pequeño jardín junto a la casa crecen doce lirios; la niña los corta para regalar uno a cada uno de sus hermanos. En ese instante, los hermanos son trasformados en cuervos, y desaparecen con casa y jardín. -Los cuervos son pájaros-espíritus; la muerte de los doce hermanos por su hermana es figurada de nuevo por el cortar las flores, como, al comienzo, por los sarcófagos y la desaparición de ellos. – La niña, presta otra vez a redimir a sus hermanos de la muerte, recibe ahora por condición permanecer muda siete años, durante los cuales no tiene permitido decir una sola palabra. Se somete a esta prueba, a causa de la cual ella misma corre peligro de muerte, o sea, muere por sus hermanos como lo prometió antes del encuentro con ellos. Al fin, perseverando en su mudez, consigue redimir a los cuervos.

De idéntico modo, en el cuento de «Los seis cisnes», los hermanos trasformados en pájaros son redimidos -es decir, devueltos a la vida- por la mudez de la hermana. Ella se ha formado el firme propósito de redimir a sus hermanos, «aunque le cueste la vida», y como esposa del rey pone en peligro su vida, también ella, no queriendo renunciar a su mudez a pesar de unas malignas acusaciones.

Sin duda que de los cuentos tradicionales podríamos obtener otras pruebas de que la mudez debe entenderse como una figuración de la muerte. Si estuviéramos autorizados a seguir estas indicaciones, la tercera de nuestras hermanas, entre quienes se realiza la elección, sería una muerta. Pero también puede ser otra cosa, a saber: la muerte misma, la diosa de la muerte. En virtud de un no raro desplazamiento, las cualidades que una divinidad imparte a los seres humanos se le atribuyen a esa misma divinidad. Y menos que nada nos sorprenderá ese desplazamiento en el caso de la diosa de la muerte, pues en la concepción y figuración modernas, que aquí estarían anticipadas, la muerte es sólo un muerto.

Ahora bien, si la tercera de las hermanas es la diosa de la muerte, nosotros las conocemos. Son las tres hermanas del destino, las Moirás, o Parcas o Nornas, de las cuales la tercera se llama Atropos, la inexorable.

II

Dejemos por un momento de lado el afán por averiguar cómo puede insertarse dentro de nuestro mito la interpretación hallada, y procurémonos, de los mitólogos, enseñanza sobre el papel y el origen de las diosas del destino.

La mitología griega más antigua conoce una sola Moira como personificación del destino fatal (en Homero). El ulterior desarrollo de esta Moira única en un grupo de hermanas, tres (rara vez dos) divinidades, probablemente se produjo apuntalado en otras figuras divinas a quienes eran próximas las Moiras: las Cárites y las Horas.

Las Horas son en su origen unas divinidades de las aguas celestiales, que deparan lluvia y rocío, y de las nubes, desde donde cae la lluvia; dado que estas nubes son concebidas como unos capullos, de ahí deriva para estas diosas el carácter de las hiladoras, motivo fijado luego en las Moiras. En los países mediterráneos acariciados por el sol, de la lluvia depende la fertilidad del suelo, y por eso las Horas se mudan en divinidades de la vegetación. Se les agradece la belleza de las flores y la abundancia de los frutos, se las dota de una multitud de rasgos amables y graciosos. Pasan a ser las subrogadoras divinas de las estaciones, y quizá por esta referencia cobraron su triplicidad, si es que no bastaba para esclarecerla la naturaleza sagrada del número tres. En efecto, estos pueblos antiguos sólo distinguían al comienzo tres estaciones: invierno, primavera y verano. El otoño, sólo se les sumó en tardías épocas grecorromanas; después, el arte a menudo imaginó cuatro Horas.

Y conservaron las Horas su referencia al tiempo; más tarde vigilaron las partes del día, como al comienzo presidieron las del año; por último, su nombre se redujo a designar las horas (heure, ora). Las Nornas de la mitología germánica, parientes de las Horas y de las Moiras, exhiben en sus nombres ese significado temporal.  Pero era inevitable que la esencia de estas divinidades se aprehendiera con mayor hondura y fuera situada en lo que responde a ley dentro de la mudanza del tiempo; así, las Horas se convirtieron en las guardianas de la ley natural y del orden sagrado por cuya virtud lo igual se repite en la naturaleza con inmutable secuencia.

Esta manera de discernir la naturaleza repercutió sobre la concepción de la vida humana. El mito de naturaleza se mudó en mito de humanidad; las diosas de las estaciones devinieron divinidades del destino. Pero este aspecto de las Horas sólo alcanzó expresión en las Moiras, tan inexorables guardianas del orden en la vida humana como lo eran las Horas de la legalidad natural. El rigor inapelable de la ley, la referencia a la muerte y el sepultamiento, tenían que evitarse en las amables figuras de las Horas; en lo sucesivo se imprimieron sobre las Moiras, como si el ser humano sólo sintiera toda la seriedad de la ley natural cuando debe subordinarle su persona propia.

Los nombres de las tres hiladoras han hallado en los mitólogos sustantiva intelección. La segunda, Laquesis, parece designar «lo azaroso dentro de la legalidad del destino»; diríamos: el vivenciar. Luego, Atropos es lo ineluctable, la muerte, y entonces para Cloto resta el significado de la disposición fatal, congénita.

Es llegado ya el momento de volver al motivo de la elección entre tres hermanas, motivo que sometimos a la interpretación. Con profundo descontento notaremos cuán incomprensibles se vuelven las situaciones consideradas si en ellas introducimos la interpretación descubierta, así como las contradicciones a su aparente contenido que de ese modo resultan. La tercera de las hermanas debía ser la diosa de la muerte, la muerte misma, y en el juicio de Paris es la diosa del amor, en el cuento de Apuleyo es una beldad comparable a esta última, en El mercader de Venecia es la más hermosa y prudente de las mujeres, en El rey Lear es la única hija fiel. ¿Puede concebirse una contradicción más completa? Sin embargo, acaso hallemos ahí mismo esa inverosímil contradicción mayor. Y en verdad ella existe, pues en nuestro, motivo, eligiéndose libremente entre tres mujeres, la elección siempre recae sobre la muerte; y nadie elige la muerte, de quien se es víctima por una fatalidad.

A pesar de ello, contradicciones de cierta índole, sustituciones por el contrario totalmente contradictorio, no ofrecen ninguna seria dificultad al trabajo interpretativo analítico. No aduciremos aquí que en los modos expresivos de lo inconciente, así como en el sueño, unos opuestos son figurados con harta frecuencia por un mismo elemento.  Pero reparemos en que existen dentro de la vida anímica motivos que propenden a la sustitución por lo contrario en lo que llamamos «formación reactiva». Busquemos, pues, la recompensa de nuestro trabajo en el descubrimiento de tales motivos escondidos. La creación de las Moiras es el resultado de una intelección que advierte al ser humano que también él es parte de la naturaleza, y por eso está sometido a la inexorable ley de la muerte. Contra ese sometimiento algo tenía que rebelarse en el hombre, quien sólo con disgusto extremo renuncia a su excepcionalidad. Sabemos que usa la actividad de su fantasía para satisfacer sus deseos insatisfechos por la realidad. Y su fantasía, pues, se sublevó contra la intelección encarnada en el mito de las Moiras y creó el otro, de él derivado, en que la diosa de la muerte es sustituida por la diosa del amor y por todo cuanto equivalga a esta en plasmaciones humanas. La tercera de las hermanas ya no es la muerte; es la más hermosa, es la mejor, la más apetecible y amable de las mujeres. Y esa sustitución en modo alguno era difícil técnicamente: una antigua ambivalencia la preparaba, se consumó siguiendo un nexo primordial que no podía haberse olvidado en modo alguno. La diosa del amor, que ahora remplazaba a la diosa de la muerte, otrora había sido idéntica con esta. Todavía la Afrodita griega no carecía de todo vínculo con el mundo subterráneo, por más que su papel ctónico, ya de antiguo había pasado a otras figuras divinas, como Perséfona o la triforme Artemisa-Hécate. Y las grandes divinidades maternas de los pueblos orientales parecen haber sido, todas ellas, tanto engendradoras como aniquiladoras, diosas de la vida, de la fecundación, y diosas de la muerte. Así, la sustitución por un contrario en el deseo se remonta, en nuestro motivo, a una antigua, primordial identidad.

Y esta misma consideración da respuesta a la pregunta sobre el origen de aquel rasgo de la elección en el mito de las tres hermanas. También aquí ha sobrevenido un trastorno de deseo. La elección ocupa el lugar de la necesidad, la fatalidad. Así el hombre vence a la muerte, a quien ha reconocido en su pensar. No se concibe mayor triunfo del cumplimiento de deseo. Uno elige ahí donde en la realidad efectiva obedece a la compulsión, y no elige a la terrible, sino a la más hermosa y apetecible.

Y si lo miramos mejor, notamos que las desfiguraciones del mito originario no son tan radicales como para no denunciarse por unos fenómenos residuales. La libre elección entre las tres hermanas no es en verdad libre, pues necesariamente tiene que recaer sobre la tercera, so pena de engendrar, como en El rey Lear, toda clase de infortunios. La más hermosa y la mejor, que ha remplazado a la diosa de la muerte, ha conservado unos rasgos que rozan lo ominoso, y desde estos podríamos nosotros colegir lo escondido.

Hasta aquí hemos seguido al mito y su mudanza, y esperamos haber descubierto las secretas razones de esta. Bien puede interesarnos ahora el empleo del motivo por el poeta. Recibimos la impresión de que en él se cumpliera una reducción del motivo al mito originario, de suerte que volviéramos a captar el sentido sobrecogedor de este, que la desfiguración había debilitado. Mediante esta reducción de la desfiguración, mediante el parcial retorno a lo originario, el poeta alcanza el profundo efecto que en nosotros produce.

Para prevenir malentendidos, diré que no es mi propósito contradecir que el drama del rey Lear quiera realzar dos sabias enseñanzas: uno no debe renunciar en vida a sus bienes y derechos, y debe guardarse de confundir lisonja con buena moneda. Esta y parejas advertencias brotan realmente de la pieza, pero me parece de todo punto imposible explicar el enorme efecto de ella por ese contenido de pensamiento, o suponer que los motivos personales del poeta se agotarían en el propósito de exponer esas enseñanzas. Tampoco el argumento de que el poeta ha querido mostrarnos la tragedia del desagradecimiento, cuya mordedura quizá sienta él en carne propia, y de que el efecto de la pieza descansaría en el factor puramente formal de la vestidura artística, tampoco ese argumento, me parece, remplaza la inteligencia que se nos abre mediante la apreciación del motivo de la elección entre las tres hermanas.

Lear es un hombre viejo. Ya dijimos que por eso las tres hermanas aparecen como sus hijas. A la relación paterna, que podría originar tan fecundos motivos dramáticos, no se recurre más en esta obra. Ahora bien, Lear no sólo es un viejo, sino un moribundo. La premisa de la distribución de la herencia, tan singular, pierde así toda su extrañeza. Pero este condenado a muerte no quiere renunciar al amor de la mujer, quiere oír que le digan cuánto es amado. Considérese ahora la sobrecogedora escena final, una de las cumbres de lo trágico dentro del drama moderno: Lear lleva el cadáver de Cordelia sobre el escenario. Cordelia es la muerte. Si la invertimos, la situación se nos vuelve inteligible y familiar. Es la diosa de la muerte quien se lleva al héroe muerto fuera del campo de batalla, como las Valquirias en la mitología alemana. Una sabiduría eterna, con el ropaje del mito primordial, aconseja al hombre anciano renunciar al amor, escoger la muerte, reconciliarse con la necesidad del fenecer.

El poeta nos acerca el motivo antiguo haciendo que la elección entre las tres hermanas la consume un anciano y moribundo. La elaboración regresiva que él ha emprendido con el mito desfigurado por una mudanza de deseo nos deja traslucir de su sentido antiguo lo bastante, quizá, como para posibilitarnos también una interpretación superficial, alegórica, de las tres personas femeninas del motivo. Se podría decir que se figuran aquí los tres vínculos con la mujer, para el hombre inevitables: la paridora, la compañera y la corrompedora. 0 las tres formas en que se muda la imagen de la madre en el curso de la vida: la madre misma, la amada, que él elige a imagen y semejanza de aquella, y por último la Madre Tierra, que vuelve a recogerlo en su seno. El hombre viejo en vano se afana por el amor de la mujer, como lo recibiera primero de la madre; sólo la tercera de las mujeres del destino, la callada diosa de la muerte, lo acogerá en sus brazos.