Obras de S. Freud: Esquema del psicoanálisis (1940 [1938]). II. Doctrina de las pulsiones

Esquema del psicoanálisis (1940 [1938])

Parte I. [La psique y sus operaciones]

– Doctrina de las pulsiones

El poder del ello expresa el genuino propósito vital del individuo. Consiste en satisfacer sus

necesidades congénitas. Un propósito de mantenerse con vida y protegerse de peligros

mediante la angustia no se puede atribuir al ello. Esa es la tarea del yo, quien también tiene que

hallar la manera más favorable y menos peligrosa de satisfacción con miramiento por el mundo

exterior. Aunque el superyó pueda imponer necesidades nuevas, su principal operación sigue

siendo limitar las satisfacciones.

Llamamos pulsiones a las fuerzas que suponemos tras las tensiones de necesidad del ello.

Representan {repräsentieren} los requerimientos que hace el cuerpo a la vida anímica. Aunque

causa última de toda actividad, son de naturaleza conservadora; de todo estado alcanzado por

un ser brota un afán por reproducir ese estado tan pronto se lo abandonó. Se puede, pues,

distinguir un número indeterminado de pulsiones, y así se acostumbra hacer. Para nosotros es

sustantiva la posibilidad de que todas esas múltiples pulsiones se puedan reconducir a unas

pocas pulsiones básicas. Hemos averiguado que las pulsiones pueden alterar su meta (por

desplazamiento); también, que pueden sustituirse unas a otras al traspasar la energía de una

pulsión sobre otra. Tras larga vacilación y oscilación, nos hemos resuelto a aceptar sólo dos

pulsiones básicas: Eros y pulsión de destrucción. (La oposición entre pulsión de conservación

de sí mismo y de conservación de la especie, así como la otra entre amor yoico y amor de

objeto, se sitúan en el interior del Eros.) La meta de la primera es producir unidades cada vez

más grandes y, así, conservarlas, o sea, una ligazón {Bindung}; la meta de la otra es, al

contrario, disolver nexos y, así, destruir las cosas del mundo. Respecto de la pulsión de

destrucción, podemos pensar que aparece como su meta última trasportar lo vivo al estado

inorgánico; por eso también la llamamos pulsión de muerte. Si suponemos que lo vivo advino

más tarde que lo inerte y se generó desde esto, la pulsión de muerte responde a la fórmula

consignada, a saber, que una pulsión aspira al regreso a un estado anterior.

En cambio, no podemos aplicar a Eros (o pulsión de amor) esa fórmula. Ello presupondría que

la sustancia viva fue otrora una unidad luego desgarrada y que ahora aspira a su reunificación

(ver nota(170)).

En las funciones biológicas, las dos pulsiones básicas producen efectos una contra la otra o se

combinan entre sí. Así, el acto de comer es una destrucción del objeto con la meta última de la

incorporación; el acto sexual, una agresión con el propósito de la unión más íntima. Esta acción

conjugada y contraria de las dos pulsiones básicas produce toda la variedad de las

manifestaciones de la vida. Y más allá del reino de lo vivo, la analogía de nuestras dos pulsiones

básicas lleva a la pareja de contrarios atracción y repulsión, que gobierna en lo inorgánico (ver

nota(171)).

Alteraciones en la proporción de mezcla de las pulsiones tienen las más palpables

consecuencias. Un fuerte suplemento de agresión sexual hace del amante un asesino con

estupro; un intenso rebajamiento del factor agresivo lo vuelve timorato o impotente.

Ni hablar de que se pueda circunscribir una u otra de las pulsiones básicas a una de las

provincias anímicas. Se las tiene que topar por, doquier. Nos representamos un estado inicial de

la siguiente manera: la íntegra energía disponible de Eros, que desde ahora llamaremos libido,

está presente en el yo-ello todavía indiferenciado [cf. AE, 23, pág. 148n.] y sirve para neutralizar

las inclinaciones de destrucción simultáneamente presentes. (Carecemos de un término

análogo a «libido» para la energía de la pulsión de destrucción.) En posteriores estados nos

resulta relativamente fácil perseguir los destinos de la libido; ello es más difícil respecto de la

pulsión de destrucción.

Mientras esta última produce efectos en lo interior como pulsión de muerte, permanece muda;

sólo comparece ante nosotros cuando es vuelta hacia afuera como pulsión de destrucción. Que

esto acontezca parece una necesidad objetiva para la conservación del individuo. El sistema

muscular sirve a esta derivación. Con la instalación del superyó, montos considerables de la

pulsión de agresión son fijados en el interior del yo y allí ejercen efectos autodestructivos. Es

uno de los peligros para su salud que el ser humano toma sobre sí en su camino de desarrollo

cultural. Retener la agresión es en general insano, produce un efecto patógeno (mortificación)

{Kränkung(172)}. El tránsito de una agresión impedida hacia una destrucción de sí mismo por

vuelta de la agresión hacia la persona propia suele ilustrarlo una persona en el ataque de furia,

cuando se mesa los cabellos y se golpea el rostro con los puños, en todo lo cual es evidente

que ella habría preferido infligir a otro ese tratamiento. Una parte de destrucción de sí

permanece en lo interior, sean cuales fueren las circunstancias, hasta que al fin consigue matar

al individuo, quizá sólo cuando la libido de este se ha consumido o fijado de una manera

desventajosa. Así, se puede conjeturar, en general, que el individuo muere a raíz de sus

conflictos internos; la especie, en cambio, se extingue por su infructuosa lucha contra el mundo

exterior, cuando este último ha cambiado de una manera tal que no son suficientes las

adaptaciones adquiridas por aquella.

Es difícil enunciar algo sobre el comportamiento de la libido dentro del ello y dentro del superyó.

Todo cuanto sabemos acerca de esto se refiere al yo, en el cual se almacena inicialmente todo

el monto disponible de libido. Llamamos narcisismo primario absoluto a ese estado. Dura hasta

que el yo empieza a investir con libido las representaciones de objetos, a trasponer libido

narcisista en libido de objeto. Durante toda la vida, el yo sigue siendo el gran reservorio desde el

cual investiduras libidinales son enviadas a los objetos y al interior del cual se las vuelve a

retirar, tal como un cuerpo protoplasmático procede con sus seudópodos (ver nota(173)). Sólo

en el estado de un enamoramiento total se trasfiere sobre el objeto el monto principal de la

libido, el objeto se pone {setzen sich} en cierta medida en el lugar del yo. Un carácter de

importancia vital es la movilidad de la libido, la presteza con que ella traspasa de un objeto a

otro objeto. En oposición a esto se sitúa la fijación de la libido en determinados objetos, que a

menudo dura la vida entera.

Es innegable que la libido tiene fuentes somáticas, y afluye al yo desde diversos órganos y

partes del cuerpo. Esto se ve de la manera más nítida en aquel sector de la libido que de

acuerdo con su meta pulsional, se designa «excitación sexual». Entre los lugares del cuerpo de

los que parte esa libido, los más destacados se señalan con el nombre de zonas erógenas,

pero en verdad el cuerpo íntegro es una zona erógena tal. Lo mejor que sabemos sobre Eros, 

sea sobre su exponente, la libido, se adquirió por el estudio de la función sexual, la cual en la

concepción corriente -aunque no en nuestra teoría- se superpone con Eros. Pudimos formarnos

una imagen del modo en que la aspiración sexual, que está destinada a influir de manera

decisiva sobre nuestra vida, se desarrolla poco a poco desde las alternantes contribuciones de

varias pulsiones parciales, subrogantes de determinadas zonas erógenas.

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