Obras de S. Freud: Inhibición, síntoma y angustia, CAPÍTULO VIII

Obras de S. Freud: Inhibición, síntoma y angustia, CAPÍTULO VIII

VIII

Es tiempo de que nos detengamos a meditar. Desde luego, buscamos una intelección que nos revele la esencia de la angustia, un «o bieno bien» que separe, en lo que sobre ella se dice, la verdad del error. Pero es difícil lograrlo; la angustia no es cosa simple de aprehender. Hasta aquí no hemos obtenido nada más que unas contradicciones entre las cuales no se podría elegir sin responder a un prejuicio. Ahora propongo otro procedimiento; reunamos, sin tomar partido, todo cuanto podemos enunciar acerca de la angustia, renunciando a la expectativa de alcanzar una nueva síntesis.

La angustia es, pues, en primer término, algo sentido. La llamamos estado afectivo, si bien no sabemos qué es un afecto. Como sensación, tiene un carácter displacentero evidentísimo, pero ello no agota su cualidad; no a todo displacer podemos llamarlo angustia. Existen otras sensaciones de carácter displacentero (tensiones, dolor, duelo); por tanto, la angustia ha de tener, además de esta cualidad displacentera, otras particularidades. Una pregunta: ¿Conseguiremos llegar a comprender las diferencias entre estos diversos afectos displacenteros?

De cualquier modo, algo podremos sacar en limpio de la sensación de la angustia. Su carácter displacentero parece tener una nota particular; esto resulta difícil de demostrar, pero es probable; no sería nada llamativo. Pero además de ese carácter peculiar, difícil de aislar, percibimos en la angustia sensaciones corporales más determinadas que referimos a ciertos órganos. Puesto que aquí no nos interesa la fisiología de la angustia, bástenos con destacar algunos representantes {Repräsentant} de esas sensaciones: las más frecuentes y nítidas son las que sobrevienen en los órganos de la respiración y en el corazón. Otras tantas pruebas, para nosotros, de que en la angustia como totalidad participan inervaciones motrices, vale decir, procesos de descarga. El análisis del estado de angustia nos permite distinguir entonces: 1) un carácter displacentero- específico; 2) acciones de descarga, y 3) percepciones de estas.

Ya los puntos 2 y 3 nos proporcionan una diferencia respecto de los estados semejantes, como el duelo y el dolor. Las exteriorizaciones motrices no forman parte de esos estados; cuando se presentan, se separan de manera nítida, no como componentes de la totalidad, sino como consecuencias o reacciones frente a ella. Por tanto, la angustia es un estado displacentero particular con acciones de descarga que siguen determinadas vías {Bahn}. De acuerdo con nuestras opiniones generales, tenderíamos a creer que en la base de la angustia hay un incremento de la excitación, incremento que por una parte da lugar al carácter displacentero y por la otra es aligerado mediante las descargas mencionadas. Empero, es difícil que nos conforme esta síntesis puramente fisiológica; estamos tentados de suponer que es un factor histórico el que liga con firmeza entre sí las sensaciones e inervaciones de la angustia. Con otras palabras: que el estado de angustia es la reproducción de una vivencia que reunió las condiciones para un incremento del estímulo como el señalado y para la descarga por determinadas vías, a raíz de lo cual, también, el displacer de la angustia recibió su carácter específico. En el caso de los seres humanos, el nacimiento nos ofrece una vivencia arquetípica de tal índole, y por eso nos inclinamos a ver en el estado de angustia una reproducción del trauma del nacimiento.

Pero con ello no hemos aseverado nada que pudiera otorgar a la angustia una posición excepcional entre los estados afectivos. Opinamos que también los otros afectos son reproducciones de sucesos antiguos, de importancia vital, preindividuales llegado el caso, y en calidad de ataques histéricos universales, típicos, congénitos, los comparamos con los ataques de la neurosis histérica, que se adquieren tardía e individualmente, ataques estos últimos cuya génesis y significado de símbolos mnémicos nos fueron revelados con nitidez por el análisis. Sería muy deseable, desde luego, que esta concepción pudiera aplicarse de manera probatoria a una serie de otros afectos, de lo cual estamos muy distantes hoy.

La reconducción de la angustia al suceso del nacimiento debe ser protegida contra unas obvias objeciones. La angustia es una reacción probablemente inherente a todos los organismos; al menos, lo es a todos los organismos superiores. Ahora bien, sólo los mamíferos vivencian el nacimiento, y es dudoso que en todos ellos alcance el valor de un trauma. Por tanto, existe angustia sin el arquetipo del nacimiento. Pero esta objeción salta la frontera entre biología y psicología. justamente porque la angustia tiene que llenar una función indispensable desde el punto de vista biológico, como reacción frente al estado de peligro, puede haber sido montada {einrichten} de manera diversa en los diferentes seres vivos. Por otra parte, no sabemos si en los seres vivos más alejados del hombre tiene el mismo contenido de sensaciones e inervaciones que en este. En consecuencia, nada de esto obsta para que en el caso del hombre la angustia tome como arquetipo el proceso del nacimiento.

Si tales son la estructura y el origen de la angustia, se nos plantea esta otra pregunta: ¿Cuál es su función, y en qué oportunidades es reproducida? La respuesta parece evidente y de fuerza probatoria. La angustia se generó como reacción frente a un estado de peligro; en lo sucesivo se la reproducirá regularmente cuando un estado semejante vuelva a presentarse.

Empero, hay que puntualizar algo sobre esto. Las inervaciones del estado de angustia originario probablemente tuvieron pleno sentido y fueron adecuadas al fin, en un todo como las acciones musculares del primer ataque histérico. Si uno quiere explicar el ataque histérico, no tiene más que buscar la situación en que los movimientos correspondientes formaron parte de una acción justificada. Así, es probable que en el curso del nacimiento la inervación dirigida a los órganos de la respiración preparara la actividad de los pulmones, y la aceleración del ritmo cardíaco previniera el envenenamiento de la sangre. Desde luego, este acuerdo a fines falta en la posterior reproducción del estado de angustia en calidad de afecto, como también lo echamos de menos en el ataque histérico repetido. Por lo tanto, cuando un individuo cae en una nueva situación de peligro, fácilmente puede volverse inadecuado al fin que responda con el estado de angustia, reacción frente a un peligro anterior, en vez de emprender la reacción que sería la adecuada ahora. Empero, el carácter acorde a fines vuelve a resaltar cuando la situación de peligro se discierne como inminente y es señalada mediante el estallido de angustia. En tal caso, esta última puede ser relevada enseguida por medidas más apropiadas. Así, se separan dos posibilidades de emergencia de la angustia: una, desacorde con el fin, en una situación nueva de peligro; la otra, acorde con el fin, para señalarlo y prevenirlo.

Bien; pero, ¿qué es un «peligro»? En el acto del nacimiento amenaza un peligro objetivo para la conservación de la vida. Sabemos lo que ello significa en la realidad, pero psicológicamente no nos dice nada. El peligro del nacimiento carece aún de todo contenido psíquico. Por cierto que no podemos presuponer en el feto nada que se aproxime de algún modo a un saber sobre la posibilidad de que el proceso desemboque en un aniquilamiento vital. El feto no puede notar más que una enorme perturbación en la economía de su libido narcisista. Grandes sumas de excitación irrumpen hasta él, producen novedosas sensaciones de displacer; muchos órganos se conquistan elevadas investiduras, lo cual es una suerte de preludio de la investidura de objeto que pronto se iniciará; y de todo ello, ¿qué es lo que podría emplearse como signo distintivo de una «situación de peligro»?

Por desdicha, sabemos demasiado poco acerca de la conformación anímica del neonato, lo cual nos impide dar una respuesta directa a esta pregunta. Ni siquiera puedo garantizar la idoneidad de la descripción que acabo de dar. Es fácil decir que el neonato repetirá el afecto de angustia en todas las situaciones que le recuerden el suceso del nacimiento, Pero el punto decisivo sigue siendo averiguar por intermedio de qué y debido a qué es recordado.

Apenas nos queda otra cosa que estudiar las ocasiones a raíz de las cuales el lactante o el niño de corta edad se muestra pronto al desarrollo de angustia, En su libro sobre el trauma del nacimiento, Rank (1924) ha hecho un intento muy enérgico por demostrar los vínculos de las fobias más tempranas del niño con la impresión del suceso del nacimiento. Pero yo no puedo considerar logrado ese intento. Cabe reprocharle dos cosas: la primera, que descanse en la premisa de que el niño recibió a raíz de su nacimiento determinadas impresiones sensoriales, en particular de naturaleza visual, cuya renovación sería capaz de provocar el recuerdo del trauma del nacimiento y, con él, la reacción de angustia. Esta hipótesis carece de toda prueba y es harto improbable; no es creíble que el niño haya guardado del proceso de su nacimiento otras sensaciones excepto las táctiles y las de carácter general. Sí más tarde muestra angustia frente a animales pequeños que desaparecen en agujeritos 0 salen de ellos, Rank explica esta reacción por la percepción de una analogía; empero, ella no puede ser manifiesta para el niño. En segundo lugar, que en la apreciación de estas situaciones posteriores de angustia Rank hace intervenir, según lo necesite, el recuerdo de la existencia intrauterina dichosa o el de su perturbación traumática; así abre de par en par las puertas a la arbitrariedad en la interpretación. Ciertos casos de esa angustia infantil son directamente refractarios a la aplicación del , principio de Rank. Si se deja al niño en la oscuridad y soledad, deberíamos esperar que recibiera con satisfacción esta reproducción de la situación intrauterina, pero el hecho es que, justamente en ese caso, reacciona con angustia: cuando se reconduce ese hecho al recuerdo de la perturbación de aquella dicha por el nacimiento, ya no podemos ignorar por más tiempo el carácter forzado de este intento de explicación.

Me veo precisado a concluir que las fobias más tempranas de la infancia no admiten una reconducción directa a la impresión del acto del nacimiento, y que hasta ahora se han sustraído de toda explicación. Es innegable la presencia de cierto apronte angustiado en el lactante. Pero no alcanza su máxima intensidad inmediatamente tras el nacimiento para decrecer poco a poco, sino que surge más tarde, con el progreso del desarrollo anímico, y se mantiene durante cierto período de la infancia. Cuando esas fobias tempranas se extienden más allá de esa época, despiertan la sospecha de perturbación neurótica, aunque en modo alguno nos resulta inteligible su relación con las posteriores neurosis declaradas de la infancia.

Sólo pocos casos de la exteriorización infantil de angustia nos resultan comprensibles; detengámonos en ellos. Se producen: cuando el niño está solo, cuando está en la oscuridad y cuando halla a una persona ajena en lugar de la que le es familiar (la madre). Estos tres casos se reducen a una única condición, a saber, que se echa de menos a la persona amada (añorada). Ahora bien, a partir de aquí queda expedito el camino hacia el entendimiento de la angustia y la armonización de las contradicciones que parecen rodearla.

La imagen mnémica de la persona añorada es investida sin duda intensivamente, y es probable que al comienzo lo sea de manera alucinatoria. Pero esto no produce resultado ninguno, y parece como si esta añoranza se trocara de pronto en angustia. Se tiene directamente la impresión de que esa angustia sería una expresión de desconcierto, como si este ser, muy poco desarrollado todavía, no supiese qué hacer con su investidura añorante. Así, la angustia se presenta como una reacción frente a la ausencia del objeto; en este punto se nos imponen unas analogías: en efecto, también la angustia de castración tiene por contenido la separación respecto de un objeto estimado en grado sumo, y la angustia más originaria (la «angustia primordial» del nacimiento) se engendró a partir de la separación de la madre.

La. reflexión más somera nos lleva más allá de esa insistencia en la pérdida de objeto. Cuando el niño añora la percepción de la madre, es sólo porque ya sabe, por experiencia, que ella satisface sus necesidades sin dilación. Entonces, la situación que valora como «peligro» y de la cual quiere resguardarse es la de la insatisfacción, el aumento de la tensión de necesidad, frente al cual es impotente. Opino que desde este punto de vista todo se pone en orden; la situación de la insatisfacción, en que las magnitudes de estímulo alcanzan un nivel displacentero sin que se las domine por empleo psíquico y descarga, tiene que establecer para el lactante la analogía con la vivencia del nacimiento, la repetición de la situación de peligro; lo común a ambas es la perturbación económica por el incremento de las magnitudes de estímulo en espera de tramitación; este factor constituye, pues, el núcleo genuino del «peligro». En ambos casos sobreviene la reacción de angustia, que en el lactante resulta ser todavía acorde al fin, pues la descarga orientada a la musculatura respiratoria y vocal clama ahora por la madre, así como antes la actividad pulmonar movió a la remoción de los estímulos internos. El niño no necesita guardar de su nacimiento nada más que esta caracterización del peligro.

Con la experiencia de que un objeto exterior, aprehensible por vía de percepción, puede poner término a la situación peligrosa que recuerda al nacimiento, el contenido del peligro se desplaza de la situación económica a su condición, la pérdida del objeto. La ausencia de la madre deviene ahora el peligro; el lactante da la señal de angustia tan pronto como se produce, aun antes que sobrevenga la situación económica temida. Esta mudanza significa un primer gran progreso en el logro de la autoconservación; simultáneamente encierra el pasaje de la neoproducción involuntaria y automática de la angustia a su reproducción deliberada como señal del peligro.

En ambos aspectos, como fenómeno automático y como señal de socorro, la angustia demuestra ser producto del desvalimiento psíquico del lactante, que es el obvio correspondiente de su desvalimiento biológico. La llamativa coincidencia de que tanto la angustia del nacimiento como la angustia del lactante reconozca por condición la separación de la madre no ha menester de interpretación psicológica alguna; se explica harto simplemente, en términos biológicos, por el hecho de que la madre, que primero había calmado todas las necesidades del feto mediante los dispositivos de su propio cuerpo, también tras el nacimiento prosigue esa misma función en parte con otros medios. Vida intrauterina y primera infancia constituyen un continuo, en medida mucho mayor de lo que nos lo haría pensar la llamativa cesura del acto del nacimiento. El objeto-madre psíquico sustituye para el niño la situación fetal biológica. Mas no por ello tenemos derecho a olvidar que en la vida intrauterina la madre no era objeto alguno, y que en esa época no existía ningún objeto.

Se echa de ver fácilmente que en esta trama no queda espacio alguno para una abreacción del trauma del nacimiento, y que no se descubre otra función de la angustia que la de ser una señal para la evitación de la situación de peligro. La pérdida del objeto como condición de la angustia persiste por todo un tramo. También la siguiente mudanza de la angustia, la angustia de castración que sobreviene en la fase fálica, es una angustia de separación y está ligada a idéntica condición. El peligro es aquí la separación de los genitales. Una argumentación de Ferenczi [1925], que parece enteramente justificada, nos permite discernir en este punto la línea de conexión con los contenidos más tempranos de la situación de peligro. La alta estima narcisista por el pene puede basarse en que la posesión de ese órgano contiene la garantía para una reunión con la madre (con el sustituto de la madre) en el acto del coito. La privación de ese miembro equivale a una nueva separación de la madre; vale decir: implica quedar expuesto de nuevo, sin valimiento alguno, a una tensión displacentera de la necesidad (como sucedió a raíz del nacimiento). Pero ahora la necesidad cuyo surgimiento se teme es una necesidad especializada, la de la libido genital, y no ya una cualquiera como en la época de lactancia. En este punto señalo que la fantasía de regreso al seno materno es el sustituto del coito en el impotente (inhibido por la amenaza de castración). En el sentido de Ferenczi, puede decirse que un individuo que en el regreso al seno materno querría hacerse subrogar por su órgano genital, sustituye ahora [en esta fantasía] regresivamente ese órgano por su persona toda.

Los progresos del desarrollo del niño, el aumento de su independencia, la división más neta de su aparato anímico en varias instancias, la emergencia de nuevas necesidades, no pueden dejar de influir sobre el contenido de la situación de peligro. Hemos perseguido su mudanza desde la pérdida del objeto-madre hasta la castración y vemos el paso siguiente causado por el poder del superyó. Al despersonalizarse la instancia parental, de la cual se temía la castración, el peligro se vuelve más indeterminado. La angustia de castración se desarrolla como angustia de la conciencia moral, como angustia social. Ahora ya no es tan fácil indicar qué teme la angustia. La fórmula «separación, exclusión de la horda» sólo recubre aquel sector posterior del superyó que se ha desarrollado por apuntalamiento en arquetipos sociales, y no al núcleo del superyó, que corresponde a la instancia parental introyectada. Expresado en términos generales: es la ira, el castigo del superyó, la pérdida de amor de parte de él, aquello que el yo valora como peligro y a lo cual responde con la señal de angustia. Me ha parecido que la última mudanza de esta angustia frente al superyó es la angustia de muerte (de supervivencia), la angustia frente a la proyección del superyó en los poderes del destino.

En alguna ocasión anterior concedí cierto valor a la figuración de que es la investidura quitada {abziehen} a raíz de la represión {desalojo} la que se aplica como descarga de angustia.  Esto hoy apenas me parece interesante. La diferencia está en que yo antes creía que la angustia se generaba de manera automática en todos los casos mediante un proceso económico, mientras que la concepción de la angustia que ahora sustento, como una señal deliberada del yo hecha con el propósito de influir sobre la instancia placer-displacer, nos dispensa de esta compulsión económica. Desde luego, nada hay que decir en contra del supuesto de que el yo aplica, para despertar el afecto, justamente la energía liberada por el débito {Abziehung} producido a raíz de la represión; pero ha perdido importancia saber con qué porción de energía esto acontece.

Otra tesis que he formulado en algún momento pide ser revisada ahora a la luz de nuestra nueva concepción. Es la aseveración de que el yo es el genuino almácigo de la angustia; opino que demostrará ser acertada. En efecto, no tenemos motivo alguno para atribuir al superyó una exteriorización de angustia. Y si se habla de «angustia del ello», no es necesario contradecirlo, sino corregir una expresión torpe. La angustia es un estado afectivo que, desde luego, sólo puede ser registrado por el yo. El ello no puede tener angustia como el yo: no es una organización, no puede apreciar situaciones de peligro. En cambio, es frecuentísimo que en el ello se preparen o se consumen procesos que den al yo ocasión para desarrollar angustia; de hecho, las represiones probablemente más tempranas, así como la mayoría de las posteriores, son motivadas por esa angustia del yo frente a procesos singulares sobrevenidos en el ello. Aquí distinguimos de nuevo, con buen fundamento, entre dos casos: que en el ello suceda algo que active una de las situaciones de peligro para el yo y lo mueva a dar la señal de angustia a fin de inhibirlo, o que en el ello se produzca la situación análoga al trauma del nacimiento, en que la reacción de angustia sobreviene de manera automática. Ambos casos pueden aproximarse sí se pone de relieve que el segundo corresponde a la situación de peligro primera y originaria, en tanto que el primero obedece a una de las condiciones de angustia que derivan después de aquella. O, para atenernos a las afecciones que se presentan en la realidad: el segundo caso se realiza en la etiología de las neurosis actuales, en tanto que el primero sigue siendo característico de las psiconeurosis.

Vemos ahora que no necesitamos desvalorizar nuestras elucidaciones anteriores, sino meramente ponerlas en conexión con las intelecciones más recientes. No es descartable que en caso de abstinencia, de perturbación abusiva del decurso de la excitación sexual, de desviación de esta de su procesamiento psíquico, se genere directamente angustia a partir de libido, vale decir, se establezca aquel estado de desvalimiento del yo frente a una tensión hipertrófica de la necesidad, estado que, como en el nacimiento, desemboque en un desarrollo de angustia; y en relación con esto, es de nuevo una posibilidad indiferente, pero que nos viene sugerida como naturalmente, que sea el exceso de libido no aplicada el que encuentre su descarga en el desarrollo de angustia. Vemos que sobre el terreno de estas neurosis actuales se desarrollan con particular facilidad psiconeurosis, así: el yo intenta ahorrarse la angustia, que ha aprendido a mantener en suspenso por un lapso, y a ligarla mediante una formación de síntoma. El análisis de las neurosis traumáticas de guerra (designación que, por lo demás, abarca afecciones de muy diversa índole) habría arrojado probablemente el resultado de que cierto número de ellas participa de los caracteres de las neurosis actuales.

Cuando exponíamos el desarrollo de las diferentes situaciones de peligro a partir del arquetipo originario del nacimiento, lejos estábamos de afirmar que cada condición posterior de angustia destituyera simplemente a la anterior. Los progresos del desarrollo yoico, es cierto, contribuyen a desvalorizar y empujar a un lado la anterior situación de peligro, de suerte que puede decirse que una determinada edad del desarrollo recibe, como si fuera la adecuada, cierta condición de angustia. El peligro del desvalimiento psíquico se adecua al período de la inmadurez del yo, así como el peligro de la pérdida de objeto a la falta de autonomía de los primeros años de la niñez, el peligro de castración a la fase fálica, y la angustia frente al superyó al período de latencia. Empero, todas estas situaciones de peligro y condiciones de angustia pueden pervivir lado a lado, y mover al yo a cierta reacción de angustia aun en épocas posteriores a aquellas en que habría sido adecuada; o varias de ellas pueden ejercer simultáneamente una acción eficaz. Es posible que existan también vínculos más estrechos entre la situación de peligro operante y la forma de la neurosis que subsigue.

Cuando en un pasaje anterior de estas indagaciones tropezamos con la significatividad de la angustia de castración para más de una afección neurótica, nos habíamos advertido a nosotros mismos no sobrestimar ese factor, puesto que en el sexo femenino -sin duda, el más predispuesto a la neurosis -no podría ser lo decisivo. Ahora vemos que no corremos el peligro de declarar a la angustia de castración como el único motor de los procesos defensivos que llevan a la neurosis. En otro lugar he puntualizado cómo el desarrollo de la niña pequeña es guiado a través del complejo de castración hasta la investidura tierna de objeto. Y precisamente, en el caso de la mujer parece que la situación de peligro de la pérdida de objeto siguiera siendo la más eficaz. Respecto de la condición de angustia válida para ella, tenemos derecho a introducir esta pequeña modificación: más que de la ausencia o de la pérdida real del objeto, se trata de la pérdida de amor de parte del objeto. Puesto que sabemos con certeza que la histeria tiene mayor afinidad con la feminidad, así como la neurosis obsesiva con la masculinidad, ello nos sugiere la conjetura de que la pérdida de amor como condición de angustia desempeña en la histeria un papel semejante a la amenaza de castración en las fobias, y a la angustia frente al superyó en la neurosis obsesiva.

Continua en Inhibición, síntoma y angustia, CAPÍTULO IX