Obras de S. Freud: Moisés, su pueblo y la religión monoteísta. Parte II

Moisés, su pueblo y la religión monoteísta

Parte II

Resumen y recapitulación

La parte que sigue de estos estudios no se puede dar a publicidad sin unas circunstanciadas

explicaciones y disculpas. En efecto, no es otra cosa que una repetición fiel, a menudo literal, de

la primera parte, abreviada en muchas de sus indagaciones críticas y aumentada con

agregados que se refieren al problema de la génesis del particular carácter del pueblo judío. Sé

que este modo de exposición es tan inadecuado como contrario al arte. Yo mismo lo

desapruebo sin reservas.

¿Por qué no lo he evitado? La respuesta es para mí fácil de hallar, mas no de confesar. No fui

capaz de borrar las huellas de la historia genética, en todo caso insólita, de este trabajo.

En realidad fue escrito dos veces. Primero hace algunos años en Viena, donde yo no creía en la

posibilidad de poder publicarlo. Me resolví a dejarlo estar; pero me martirizaba como un espíritu

no apaciguado, y hallé la escapatoria de volver independientes dos fragmentos de él y

publicarlos en nuestra revista Imago: el preludio psicoanalítico del todo «<Moisés, un egipcio») y

la construcción histórica edificada sobre aquel («Si Moisés era egipcio. . . »). Al resto, que

contenía lo verdaderamente chocante y peligroso, la aplicación [de los hallazgos] a la génesis

del monoteísmo y a la concepción de la religión en general, lo retuve, según creía, para siempre.

Sobrevino entonces, en marzo de 1938, la inesperada invasión alemana; me compelió a

abandonar la patria, pero también me libró del cuidado de que su publicación le valiera al

psicoanálisis una prohibición allí donde era tolerado. Apenas llegado a Inglaterra, hallé irresistible

la tentación de poner al alcance de mis contemporáneos mi guardado saber, y empecé a

reorganizar el tercer fragmento del estudio como una continuación de los dos ya aparecidos.

Ello suponía, desde luego, cierto reordenamiento del material. Ahora bien, no logré incluirlo todo

en esta segunda elaboración; por otra parte, no pude resolverme a renunciar por completo a las

anteriores, y así di en el expediente de añadir todo un fragmento de la primera exposición,

intacta, a la segunda, lo que aparejaba justamente la desventaja de unas extensas repeticiones.

Ahora podría consolarme reflexionando que las cosas de que trato son, de todos modos, tan

nuevas y sustantivas, prescindiendo del acierto que pueda tener mi exposición, que no puede

ser una desdicha mover al público para que lea dos veces lo mismo. Hay cosas que deben ser

dichas más de una vez, y que nunca pueden ser dichas suficientes veces. Pero será decisión

libre del lector demorarse en este asunto o darle la espalda. No es lícito sorprender su buena fe

presentándole lo mismo dos veces en un solo libro. Ello sigue siendo una torpeza y es preciso

asumir los reproches que se le hagan. Pero, desgraciadamente, la fuerza creadora de un autor

no siempre obedece a su voluntad; la obra sale todo lo bien que puede, y a menudo se

contrapone al autor como algo independiente, y aun ajeno. (Ver nota (140)).

El pueblo de Israel

Sí uno tiene en claro que un procedimiento como el nuestro, de tomar lo que nos parece útil del

material trasmitido, desestimar lo que no nos conviene y componer los fragmentos singulares

según la verosimilitud psicológica; si uno piensa que una técnica semejante no ofrece seguridad

ninguna de hallar la verdad, se pregunta con derecho para qué emprender un trabajo como este.

La respuesta se remite a su resultado, Si uno mitiga en mucho la severidad de los requisitos

que se demandan de una indagación histórico-psicológica, acaso se vuelva posible esclarecer

problemas que siempre parecieron dignos de atención y que se han impuesto de nuevo al

observador a consecuencia de sucesos recientes. Se sabe que entre todos los pueblos que en

la Antigüedad habitaron la cuenca del Mediterráneo, el pueblo judío es casi el único que subsiste

hoy tanto en el nombre como en la sustancia. Con una capacidad de resistencia sin parangón,

ha desafiado infortunios y maltratos, ha desarrollado particulares rasgos de carácter y, junto a

ello, se ha ganado la franca antipatía de todos los demás pueblos. ¿De dónde les viene a los

judíos esa vitalidad, y cómo se entrama su carácter con sus destinos? He ahí lo que a uno le

gustaría comprender mejor.

Es lícito partir de un rasgo de carácter de los judíos que gobierna su relación con los demás. No

hay duda de que tienen de sí mismos una opinión particularmente elevada, se consideran más

nobles, de más alto nivel, superiores a los otros, de quienes se han segregado, además, por

muchas de sus costumbres (ver nota(141)). Y a raíz de ello los anima tina particular seguridad

en la vida, como la que proporcionaría la secreta posesión de un bien precioso, una suerte de

optimismo; las personas piadosas lo denominarían «confianza en Dios».

Conocemos el fundamento de esta conducta y sabemos cuál es ese tesoro secreto. Se tienen,

realmente, por el pueblo elegido de Dios, creen estar muy próximos a El, y esto los vuelve

orgullosos y confiados. Según fidedignas noticias, ya se comportaban del mismo modo que hoy

en épocas helenísticas. Por tanto, el judío ya estaba plasmado entonces, y los griegos, entre

quienes y junto a quienes vivían, reaccionaron frente a la especificidad judía de la misma

manera que los «pueblos anfitriones» de nuestro tiempo. Uno diría que reaccionaban como si

también ellos creyeran en la preferencia que el pueblo de Israel reclamaba para sí. Si uno es el

predilecto declarado del temido padre, no le asombrarán los celos de los hermanos; y adónde

pueden conducir estos celos, bien lo muestra la saga judía de José y sus hermanos. Y la

trayectoria de la historia universal pareció justificar la arrogancia judía, pues cuando luego Dios

hubo de enviar a la humanidad un Mesías y Redentor, volvió a escogerlo entre el pueblo de los

judíos. Los otros pueblos habrían podido decirse entonces: «Realmente tenían razón, son el

pueblo elegido de Dios». Pero, en lugar de ello, aconteció que la redención por Jesucristo les

trajo sólo un refuerzo de su odio a los judíos, mientras que estos últimos no obtuvieron ventaja

alguna de esta segunda predilección, pues no reconocieron al Redentor.

Sobre la base de nuestras elucidaciones anteriores, nos está permitido aseverar que fue Moisés

quien imprimió en el pueblo judío este rasgo, significativo para todo el futuro. Elevó su

sentimiento de sí asegurándoles que eran el pueblo elegido de Dios, les impartió la santidad [cf.

AE, 23, pág. 116] y los comprometió a segregarse de los demás. No es que a los otros pueblos

les faltara sentimiento de sí. Lo mismo que hoy, cada nación se consideraba entonces mejor

que las demás. Pero por obra de Moisés el sentimiento de sí de los judíos ancló en lo religioso,

pasó a ser parte de su creencia religiosa. Por su vínculo particularmente estrecho con su Dios,

adquirieron una participación en su grandiosidad. Y como nosotros sabemos que tras el Dios

que escogió a los judíos y los libertó de Egipto está la persona de Moisés, que lo había hecho

presuntamente por encargo de El, nos atrevemos a decir: fue un hombre, Moisés, quien creó a

los judíos. A él le debe este pueblo su tenaz vitalidad, pero también buena parte de la hostilidad

que ha experimentado y todavía experimenta.

El gran hombre

¿Cómo es posible que un solo hombre despliegue tan extraordinaria eficacia, que de unos

individuos y familias independientes entre sí forme un pueblo, le imprima su carácter definitivo y

determine su destino por milenios? ¿No es este supuesto un retroceso a la mentalidad de la

que nacieron los mitos del héroe fundador y su culto, a épocas en que la historiografía se

agotaba en la narración de hazañas y peripecias de personas individuales, gobernantes o

conquistadores? Nuestra época se inclina más bien a reconducir los procesos de la historia

humana a factores más escondidos, universales e impersonales: el constrictivo influjo de

constelaciones económicas, los cambios en el modo de procurarse medios de sustento, los

progresos en el uso de materiales e instrumentos, las migraciones ocasionadas por el aumento

de la población y las alteraciones del clima. Y en ello a los individuos no les cabe otro papel que

el de exponentes o representantes de aspiraciones de las masas, que de manera necesaria

tenían que encontrar una expresión y la encontraron, en buena parte por obra del azar, en

aquellas personas.

Esos puntos de vista están por entero justificados, pero nos dan ocasión para advertir sobre

una sustantiva discordancia entre la postura de nuestro órgano del pensar y la organización del

mundo, la cual debe ser aprehendida por medio de nuestro pensar. A nuestra necesidad de

hallar causas, necesidad imperiosa en verdad, le satisface que todo proceso tenga una causa

rastreable (ver nota(142)). Pero en la realidad efectiva, fuera de nosotros, difícilmente sea ese el

caso; más bien, todo suceso parece estar sobredeterminado, se revela como el efecto de

varias causas convergentes. Amedrentada por la inabarcable complicación del acontecer,

nuestro estudio toma partido en favor de un nexo y en contra de otro, formula oposiciones que

no existen y que nacieron sólo por el desgarramiento de tramas más comprensivas (ver

nota(143)). Por tanto, si la indagación de un cierto caso nos prueba el sobresaliente influjo de

una personalidad individual, no hemos de reprocharnos en nuestra conciencia moral haber

afrentado con ese supuesto la doctrina que afirma la significatividad de aquellos factores

universales, impersonales. En principio, hay espacio para ambas cosas. Respecto de la

génesis del monoteísmo, en verdad, somos incapaces de apuntar otro factor externo que el ya

mencionado, a saber, que este desarrollo se enlaza con el establecimiento de vínculos más

íntimos entre diversas naciones y con la edificación de un gran imperio.

Guardemos, pues, para el «gran hombre».un lugar en la cadena o, más bien, en la red de las

causaciones. Ahora bien, acaso no sea ocioso preguntarse por las condiciones bajo las cuales

otorgamos ese título de honor. Y aquí, una sorpresa: no hallamos del todo fácil responder esa

pregunta. Una primera formulación sería: «Cuando un hombre posee en medida muy alta las

cualidades que más apreciamos»; pero evidentemente no acierta en ningún sentido. La belleza,

por ejemplo, o la fuerza muscular, por envidiadas que sean, no proporcionan título alguno para

la «grandeza». Habrán de ser, entonces, cualidades espirituales, excelencias psíquicas e

intelectuales. Pero sobre estas últimas nos acude un reparo, pues no llamaríamos sin más

«gran hombre» a quien descollara extraordinariamente en cualquier campo. No, sin duda, a un

maestro de ajedrez ni al virtuoso de un instrumento musical. Pero tampoco llamaríamos con

facilidad así a un destacado artista o investigador. En un caso como ese corresponde decir que

se trata de un gran poeta, pintor, matemático o físico, un pionero en el campo de esta o estotra

actividad, pero nos abstenemos de reconocer en él a un gran hombre. Entonces, cuando

declaramos sin vacilar como grandes hombres a un Goethe, un Leonardo da Vinci o un

Beethoven, es preciso que lo hagamos movidos por otra cosa que la admiración por sus

grandiosas creaciones. Y si no topásemos con esos ejemplos, es probable que diéramos en la

idea de que el título de «gran hombre» se reservaría por excelencia para hombres de acción

-vale decir, conquistadores, jefes militares, gobernantes- y reconocería la grandeza de sus

logros, la intensidad del efecto que de ellos parte. Pero también esto resulta insuficiente, y lo

refuta por completo nuestra condena de tantas personas de nula valía a quienes, empero, no se

les puede negar influjo sobre sus contemporáneos y la posteridad. Tampoco sería lícito escoger

al éxito como signo distintivo de la grandeza; piénsese, si no, en el sinnúmero de grandes

hombres que, lejos de tener éxito, han perecido en el infortunio.

Por lo dicho uno se inclina, provisionalmente, a decidir que no merece la pena buscar un

contenido unívoco y preciso para el concepto de «gran hombre». No seria más que un

reconocimiento, de aplicación vaga y discernido con bastante arbitrariedad, del desarrollo

hiperdimensionado de ciertas cualidades humanas, muy cercano al sentido literal originario de

la «grandeza». También podríamos acordarnos de que no nos interesa tanto la esencia del gran

hombre cuanto averiguar la vía por la cual produce efectos sobre sus prójimos. No obstante,

hemos de abreviar en todo lo posible esta indagación, ya que amenaza apartarnos demasiado

de nuestra meta.

Admitamos, pues, que el gran hombre influye sobre sus prójimos por dos caminos: el de su

personalidad y el de la idea por la cual aboga. Esta idea puede acentuar una antigua figura de

deseo de las masas, mostrarles una meta nueva de deseo, o cautivarlas de alguna otra

manera. En ocasiones -y es sin duda el caso más originario-, lo que influye es la personalidad

sola, y la idea desempeña un papel ínfimo. En cuanto a saber por qué el gran hombre está

destinado a cobrar significatividad, he ahí algo que en todo momento hemos tenido en claro.

Sabemos que en la masa de seres humanos existe una fuerte necesidad de tener alguna

autoridad que uno pueda admirar, ante la cual uno se incline, por quien sea gobernado y, llegado

el caso, hasta maltratado. Por la psicología de los individuos hemos averiguado de dónde

proviene esta necesidad de la masa. Es la añoranza del padre -añoranza inherente a todos

desde su niñez-, de ese mismo padre a quien el héroe de la saga se gloria de haber vencido. Y

ahora tenemos la vislumbre de un discernimiento, y es que todos los rasgos con que dotamos

al gran hombre son rasgos paternos, y en esa coincidencia consiste la esencia de aquel, que en

vano buscábamos. La claridad en el pensamiento, la fuerza de la voluntad, la pujanza en la

acción, son constitutivas de la imagen del padre, pero, sobre todo, la autonomía e

independencia del gran hombre, su divina desprevención, que puede extremarse hasta la falta

de miramientos. Uno se ve forzado a admirarlo, tiene permitido confiar en él, pero no podrá dejar

de temerlo. Debimos dejarnos guiar por la literalidad de la palabra: ¿quién otro que el padre

pudo ser en la infancia el «gran hombre(144)»?

Sin duda alguna, fue un vigoroso arquetipo paterno el que en la persona de Moisés descendió

hasta los pobres siervos judíos para asegurarles que ellos eran sus hijos amados. Y un efecto

no menos avasallador hubo de ejercer sobre ellos la representación de un dios único, eterno,

omnipotente, para el que no eran tan insignificantes y que por ende debió establecer una

alianza, prometiéndoles velar por ellos si permanecían fieles a su culto. Es probable que no les

resultara fácil separar la imagen del hombre Moisés de la del dios de él, y no erraba en esto su

vislumbre, pues acaso Moisés había incluido en el carácter de su dios unos rasgos de su propia

persona, como la irascibilidad y la intransigencia. Y cuando luego dieron muerte a este su

grande hombre, no hicieron más que repetir un crimen que en tiempos primordiales se había

instituido como ley contra el rey divino y que, como sabemos, se remontaba a un arquetipo

todavía más antiguo (ver nota(145)).

Entonces, si por una parte la figura del gran hombre ha crecido hasta presentársenos como una

figura divina, por la otra es tiempo de reparar en que también el padre fue hijo a su turno. Según

lo hemos puntualizado, la gran idea religiosa subrogada por Moisés no era propiedad suya, pues

la recibió de su rey Ikhnatón. Y este, cuya grandeza como fundador de religión está probada de

manera indubitable, acaso siguiera unas incitaciones que pudieron llegarle -por mediación de su

madre(146) o por otros caminos- del Asia más cercana o más lejana.

No podemos perseguir la cadena más lejos, pero si estos primeros eslabones han sido

discernidos con acierto, la idea monoteísta volvió como si fuera un boomerang a su patria de

origen. Así, parece infructuoso querer atribuir a un solo individuo el mérito de una idea nueva. Es

evidente que muchos participaron en su desarrollo y contribuyeron a ella. Por otra parte, sería

manifiesta injusticia interrumpir en Moisés la cadena de la causación y desdeñar los logros de

sus sucesores y continuadores, los profetas judíos. La simiente del monoteísmo no había

fructificado en Egipto; lo mismo habría podido acontecer en Israel, luego que el pueblo se

sacudió esa religión gravosa y exigente. Pero del pueblo judío se elevaron una y otra vez

hombres que refrescaron la empalidecida tradición, que renovaron las amonestaciones y

demandas de Moisés y no descansaron hasta restaurar lo perdido. En el continuo empeño de

siglos y, por último, por medio de dos grandes reformas, anterior una y posterior la otra al exilio

babilónico, se consumó la mudanza del dios popular Yahvé en el Dios cuya veneración Moisés

había impuesto a los judíos. Y es prueba de una particular aptitud psíquica en la masa que

devino pueblo judío el haber producido tantas personas prontas a tomar sobre sí las cargas de

la religión de Moisés a cambio de la recompensa de ser los elegidos, y acaso de otros premios

de parecido rango.

El progreso en la espiritualidad

(Ver nota(147))

Para producir efectos psíquicos duraderos en un pueblo no basta, evidentemente, asegurarle

que la divinidad lo ha elegido. Es preciso probárselo de algún modo si es que ha de creer en ello

y extraer consecuencias de esa fe. En la religión de Moisés, el éxodo de Egipto hizo las veces

de tal prueba; Dios, o Moisés en su nombre, no cesó de invocar ese testimonio de gracia. La

Pascua se instituyó para conservar el recuerdo de ese suceso, o, más bien, una fiesta antigua,

preexistente, se llenó con el contenido de ese recuerdo. Sin embargo, no era más que un

recuerdo, el éxodo pertenecía a un nebuloso pasado. En el presente, los signos del favor de

Dios eran harto mezquinos, los destinos del pueblo indicaban más bien que este no poseía Su

gracia. Los pueblos primitivos suelen deponer a sus dioses o aun castigarlos si no cumplen con

su deber, si no les aseguran la victoria, la dicha y el bienestar. En todas las épocas, los reyes

no recibieron diferente trato que los dioses; en esto se comprueba una antigua identidad, la

génesis desde una raíz común. También los pueblos modernos suelen destronar a sus reyes

cuando empañan el brillo de su reinado las derrotas, con sus consiguientes pérdidas de

territorio y de dinero. Ahora bien, ¿por qué el pueblo de Israel dependía más y más

sumisamente de su Dios mientras peor era tratado por este? He ahí un problema que

dejaremos de lado por el momento.

Esto puede sugerirnos indagar si la religión de Moisés no había proporcionado al pueblo otra

cosa que un acrecentado sentimiento de sí por la conciencia de su condición de elegido. Y, en

realidad, es fácil descubrir un factor adicional. La religión también proporcionó a los judíos una

representación de Dios mucho más grandiosa o, como se podría decir con mayor sobriedad, la

representación de un Dios más grandioso. Quien creía en ese Dios participaba en cierta medida

de su grandeza, tenía derecho a sentirse él mismo enaltecido. Esto no es del todo evidente para

un incrédulo, pero acaso se lo aprehenda más fácilmente si nos remitimos al sentimiento

orgulloso de un británico en un país extranjero que se ha vuelto inseguro a causa de una

revuelta, sentimiento que faltará por completo al ciudadano de alguna pequeña ciudad de la

Europa continental. Y es que el británico da por sentado que su Government enviará un buque

de guerra si a él le tocan un pelo, y que los extranjeros lo saben muy bien, mientras que la

pequeña ciudad no posee barco de guerra alguno. El orgullo por la grandeza del British Empire

tiene también una raíz, por tanto, en la conciencia de la mayor seguridad, de la protección de

que goza el británico individual. Quizá suceda algo semejante a raíz de la representación del

Dios grandioso, y como es bien raro ser requerido para asistir a Dios en la administración del

universo, el orgullo por la grandeza de Dios confluye con el de ser el elegido.

Entre los preceptos de la religión de Moisés hay uno mucho más sustantivo de lo que a primera

vista parece. Es la prohibición de crearse imágenes de Dios, o sea, la compulsión a venerar a

un Dios al que uno no puede ver. [Cf. AE, 23, pág. 25.] Conjeturamos que en este punto Moisés

sobrepujó el rigor de la religión de Atón; acaso sólo quiso ser consecuente, y que entonces su

Dios no tuviera ni nombre ni rostro, o acaso se trató de una nueva cautela contra abusos

mágicos (ver nota(148)). Ahora bien, aceptada esta prohibición, ella no pudo menos que ejercer

un profundo efecto. Es que significaba un retroceso de la percepción sensorial frente a una

representación que se diría abstracta, un triunfo de la espiritualidad sobre la sensualidad; en

rigor: una renuncia de lo pulsional con sus consecuencias necesarias en lo psicológico.

Para hallar creíble esto que no parece evidente a primera vista, es preciso recordar otros

procesos de igual carácter en el desarrollo de la cultura humana. El más temprano de ellos,

acaso el más importante, se pierde en la oscuridad del tiempo primordial. Son sus asombrosos

efectos los que nos constriñen a aseverarlo. En nuestros niños, en los adultos neuróticos, así

como en los pueblos primitivos, observamos el fenómeno anímico al que designamos creencia

en la «omnipotencia de los pensamientos». Según nuestro juicio, es una sobrestimación del

influjo que nuestros actos anímicos, los intelectuales en nuestro caso, pueden ejercer sobre la

alteración del mundo exterior. En el fondo, toda magia, la precursora de nuestra técnica,

descansa sobre esta premisa. A ella pertenece también todo ensalmo de las palabras, así

como el convencimiento sobre el poder que va conectado al conocimiento de un nombre o a su

declaración. Suponemos que la «omnipotencia de los pensamientos» era la expresión del

orgullo de la humanidad por el desarrollo del lenguaje, que tuvo por secuela una tan

extraordinaria promoción de las actividades intelectuales. Se inauguraba el nuevo reino de la

espiritualidad, en el que representaciones, recuerdos y procesos de razonamiento se volvían

decisivos por oposición a la actividad psíquica inferior, que tenía por contenido percepciones

inmediatas de los órganos sensoriales. Fue, sin lugar a dudas, una de las etapas más

importantes en el camino de la hominización [cf. AE, 23, pág. 72].

Mucho más palpable nos aparece otro proceso de un tiempo posterior. Bajo el influjo de factores

externos que no necesitamos rastrear aquí y que, por añadidura, en parte no se conocen bien,

aconteció que el régimen de la sociedad matriarcal fue relevado por el patriarcal, a lo cual se

conectaba, desde luego, un trastrueque de las relaciones jurídicas que imperaban hasta

entonces. Se cree registrar todavía el eco de esta revolución en la Orestíada, de Esquilo(149).

Ahora bien, esta vuelta de la madre al padre define además un triunfo de la espiritualidad sobre

la sensualidad, o sea, un progreso de la cultura, pues la maternidad es demostrada por el

testimonio de. los sentidos, mientras que la paternidad es un supuesto edificado sobre un

razonamiento y sobre una premisa. La toma de partido que eleva el proceso del pensar por

encima de la percepción sensible se acredita como un paso grávido en consecuencias.

En algún momento entre los dos sucesos antes mencionados(150) ocurrió otro que muestra el

mayor parentesco con el indagado por nosotros en la historia de la religión. El ser humano se

vio movido a reconocer dondequiera unos poderes «espirituales », es decir, que no se podían

aprehender con los sentidos (en particular la vista), no obstante lo cual exteriorizaban efectos

indudables, y aun hiperintensos. Si nos es lícito confiar en el testimonio del lenguaje, fue el aire

en movimiento lo que proporcionó el modelo de la espiritualidad, pues el espíritu toma prestado

su nombre del soplo de viento (animus, spiritus (ver nota(151)); en hebreo: ruach, soplo). Ello

implicaba el descubrimiento del alma como el principio espiritual en el individuo. La observación

reencontró el aire en movimiento en la respiración del hombre, que cesaba con la muerte;

todavía hoy el moribundo «espira su alma». Así pues, se inauguraba para el ser humano el reino

de los espíritus; estaba pronto a atribuir a todo lo otro en la naturaleza el alma que había

descubierto dentro de sí. Fue animado el universo entero, y la ciencia, que advino tanto tiempo después, harto trabajo tuvo para volver a desanimar una parte del universo, y ni siquiera hoy ha

llevado a su término esa tarea.

En virtud de la prohibición mosaica, Dios fue enaltecido a un estadio superior de la

espiritualidad; así se inauguraba el camino para ulteriores cambios en la representación de

Dios, de que luego hablaremos. Por ahora, nos ocuparemos de otro efecto de aquella

prohibición. Todos estos progresos en la espiritualidad tienen por resultado acrecentar el

sentimiento de sí de la persona, volverla orgullosa, haciéndola sentirse superior a otros que

permanecen cautivos de la sensualidad. Sabemos que Moisés había trasmitido a los judíos el

sentimiento arrogante de ser un pueblo elegido; en virtud de la desmaterialización de Dios se

agregó una nueva y valiosa pieza al tesoro secreto del pueblo. Los judíos conservaron la

orientación hacia intereses espirituales; el infortunio político de la nación les enseñó a estimar

en todo su valor el único patrimonio que les había quedado: su escritura. Inmediatamente

después de la destrucción del templo de Jerusalén por Tito, el rabino Johanán ben Zakkai obtuvo

el permiso para inaugurar la primera escuela de la Torá en Iabne (ver nota(152)). En lo sucesivo

fueron la Sagrada Escritura y el empeño espiritual en torno de ella lo que mantuvo cohesionado

al pueblo disperso.

Hasta aquí, lo consabido y admitido por todos. Sólo he querido agregar que este desarrollo

característico de la esencia judía fue introducido por la prohibición de Moisés de venerar a Dios

en una figura visible.

La precedencia que durante unos dos mil años se otorgó a los empeños espirituales dentro de

la vida del pueblo judío tuvo, desde luego, su efecto: ayudó a poner diques a la rudeza y la

inclinación a la violencia que suelen instalarse donde el desarrollo de la fuerza muscular es el

ideal del pueblo. La armonía en la configuración de actividad espiritual y corporal, como la

alcanzada por el pueblo griego, permaneció denegada a los judíos. Pero en la disyuntiva se

decidieron, al menos, por lo más valioso(153).

Renuncia de lo pulsional

No es evidente, ni es inteligible sin más, la razón por la cual un progreso en la espiritualidad, un

relegamiento de la sensualidad, haya de elevar la conciencia de sí de una persona o de un

pueblo. Ello parece presuponer un determinado patrón de valores, y otra persona o instancia

que lo aplique. Para aclararlo, acudamos a un caso análogo tomado de la psicología del

individuo, un caso que hemos llegado a entender.

Si en un ser humano el ello eleva una exigencia pulsional de naturaleza erótica o agresiva, lo

más simple y natural es que el yo, que tiene a su disposición el aparato cognitivo y muscular, la

satisfaga por medio de una acción. Esta satisfacción de la pulsión será sentida por el yo como

un placer, así como la insatisfacción sin duda alguna se habría convertido en fuente de un

displacer. Pues bien; puede darse el caso de que el yo omita satisfacer la pulsión por

miramiento a obstáculos exteriores, a saber, si intelige que la acción correspondiente provocaría

un serio peligro para el yo. Semejante abstención de satisfacer, semejante renuncia de lo

pulsional a consecuencia de una disuasión exterior -diríamos: en obediencia al principio de

realidad-, en ningún caso es placentera. La renuncia de lo pulsional tendría por consecuencia

una duradera tensión de displacer, de no conseguirse rebajar la intensidad pulsional misma por

medio de unos desplazamientos de energía. Ahora bien, esa renuncia de lo pulsional puede ser

arrancada también por otras razones, unas razones que tenemos derecho a llamar interiores.

En el curso del desarrollo individual, una parte de los poderes inhibidores situados en el mundo

exterior es interiorizada, se forma dentro del yo una instancia que se contrapone a lo restante

observando, criticando y prohibiendo. Llamamos superyó a esa nueva instancia. En lo sucesivo,

el yo, antes de poner en obra las satisfacciones pulsionales requeridas por el ello, tiene que

tomar en consideración no sólo los peligros del mundo exterior sino también el veto del superyó,

y en esa misma medida tendrá más ocasiones para omitir la satisfacción pulsional. Pero

mientras que la renuncia de lo pulsional debida a razones externas es sólo displacentera, lo que

ocurre por razones interiores, por obediencia al superyó, tiene otro efecto económico. Además

de la inevitable consecuencia de displacer, le trae al yo también una ganancia de placer, por así

decir una satisfacción sustitutiva. El yo se siente enaltecido, la renuncia de lo pulsional lo llena

de orgullo como una operación valiosa. Creemos comprender el mecanismo de esta ganancia

de placer. El superyó es sucesor y subrogador de los progenitores (y educadores) que vigilaron

las acciones del individuo en su primer período de vida; continúa las funciones de ellos casi sin

alteración. Mantiene al yo en servidumbre, ejerce sobre él una presión permanente. Lo mismo

que en la infancia, el yo se cuida de arriesgar el amor del amo, siente su reconocimiento como

liberación y satisfacción, y sus reproches, como remordimiento de la conciencia moral. Cuando

el yo le ha ofrendado al superyó el sacrificio de una renuncia de lo pulsional, espera a cambio,

como recompensa, ser amado más por él. Siente como orgullo la conciencia de merecer este

amor. En el tiempo en que la autoridad todavía no estaba interiorizada como superyó, el vínculo

entre amenaza de pérdida de amor y exigencia pulsional acaso fue ‘el mismo. Sobrevenía un

sentimiento de seguridad y de satisfacción cuando uno había producido una renuncia de lo

pulsional por amor a los progenitores. Este sentimiento bueno sólo pudo cobrar el carácter del

orgullo, que es específicamente narcisista, luego que la autoridad misma hubo devenido parte

del yo.

¿En qué nos ayuda este esclarecimiento de la satisfacción por una renuncia de lo pulsional para

entender el proceso que queremos estudiar, a saber, la elevación de la conciencia de sí a raíz

de progresos en la espiritualidad? Al parecer, en muy poco. Las constelaciones son del todo

diversas. No se trata de renuncia alguna de lo pulsional, y no hay ahí una persona segunda o

instancia por amor de la cual se haga el sacrificio. Pero respecto de este segundo aserto,

enseguida entramos a vacilar. Se puede decir que justamente el gran hombre es la autoridad

por cuyo amor uno consuma el logro, y puesto que a su vez él ejerce una acción eficiente

merced a su semejanza con el padre, no cabe asombrarse de que en la psicología de las masas

le corresponda el papel del superyó. Y esto también valdría, por tanto, para Moisés en su

relación con el pueblo judío. En otros puntos, sin embargo, no quiere establecerse una analogía

justa. El progreso en la espiritualidad consiste en decidirse uno contra la percepción sensorial

directa en favor de los procesos intelectuales llamados superiores, vale decir, recuerdos,

reflexiones, razonamientos; determinar, por ejemplo, que la paternidad es más importante que

la maternidad, aunque no pueda ser demostrada, como esta última, por el testimonio de los

sentidos. Por eso el hijo debe llevar el nombre del padre y heredar patrilinealmente. O así:

nuestro dios es el más grande y el más poderoso, aunque sea invisible como los vientos del

huracán y las almas. El rechazo de una exigencia pulsional sexual o agresiva parece ser algo

por entero diferente. Y, por otra parte, en muchos progresos de lo espiritual (p. ej., el triunfo del

derecho paterno) no se puede rastrear qué autoridad habría impartido el criterio según el cual

algo debiera considerarse superior. El padre no puede ser en este caso, pues sólo es

enaltecido y recibe autoridad merced al progreso. Estamos, por tanto, ante el fenómeno de que

en el desarrollo de la humanidad lo sensual es avasallado poco a poco por lo espiritual y los

seres humanos se sienten orgullosos y enaltecidos por cada progreso en ese sentido. Pero uno

no sabe decir por qué habría de ser así. Y luego sucede, además, que la espiritualidad misma

es avasallada por el fenómeno emocional, de todo punto enigmático, de la creencia. Es el

famoso «Credo quia absurdum» [cf. AE, 23, págs. 81-2]; y también quien ha producido esto lo

ve como un logro supremo. Acaso lo común a todas estas situaciones psicológicas sea algo

diverso. Acaso el ser humano declare superior simplemente aquello que es más difícil, y su

orgullo no sea más que el narcisismo acrecentado por la conciencia de haber superado una

dificultad.

Son estas, por cierto, unas elucidaciones poco fecundas, y uno podría creer que no tienen nada

que ver con nuestra indagación sobre aquello que ha comandado el carácter del pueblo judío. Si

así fuera, sólo redundaría en nuestra ventaja, pero cierta pertinencia respecto de nuestro

problema se trasluce en un hecho que más adelante volverá a ocuparnos. La religión que se ha

iniciado prohibiendo hacer imágenes de Dios se desarrolla cada vez más, en el curso de los

siglos, como una religión de la renuncia de lo pulsional. No era que exigiese la abstinencia

sexual; se conformaba con una restricción marcada de la libertad sexual. Pero Dios es apartado

por completo de la sexualidad y enaltecido al ideal de una perfección ética. Ahora bien, ética es

limitación de lo pulsional. Los profetas no se cansan de amonestar que Dios no demanda de su

pueblo más que una vida justa y virtuosa, o sea, una abstención de todas las satisfacciones

pulsionales que aún la moral de nuestros días sigue condenando por viciosas. Y hasta la

exigencia de creer en él parece relegada frente a la seriedad de estos requerimientos éticos.

Así, la renuncia de lo pulsional parece desempeñar un sobresaliente papel dentro de la religión,

aunque no surja en ella desde el comienzo.

Ahora bien, aquí corresponde disipar un posible malentendido. Podría parecer que la renuncia

de lo pulsional -y la ética fundada en ella- no pertenece al contenido esencial de la religión;

empero, se conecta genéticamente con esta última de modo muy íntimo. El totemismo [cf. AE,

23, págs. 77 y sigs.], la primera forma de religión que conocemos, conlleva como patrimonio

indispensable del sistema cierto número de mandamientos y prohibiciones que, desde luego, no

significan otra cosa que una renuncia de lo pulsional: la veneración del tótem, que incluye la

prohibición de hacerle daño o matarlo; la exogamia, esto es, la renuncia, dentro de la propia

horda, a la madre y las hermanas anheladas con pasión; la concesión de derechos iguales a

todos los miembros de la liga de hermanos, vale decir, unos límites impuestos a la tendencia a

la rivalidad violenta entre ellos. En estas estipulaciones no podemos menos que ver los

comienzos de un orden ético y social. No se nos escapa que se hacen valer aquí dos diversas

motivaciones. Las dos primeras’ prohibiciones van en el sentido del padre eliminado, por así

decir prolongan su voluntad; el tercer mandamiento, que establece la igualdad de derechos

entre los hermanos de la liga, prescinde del padre, se justifica por invocación a la necesidad de

dotar de permanencia al orden nuevo, nacido tras la eliminación del padre. De otro modo habría

sido inevitable la recaída en el estado anterior. Aquí los mandamientos sociales se separan de

los otros, que, como tendríamos derecho a decir, provienen directamente de vínculos religiosos.

En el desarrollo compendiado del individuo se repite la pieza esencial de aquel proceso.

También en él es la autoridad de los progenitores -en lo esencial la del padre irrestricto, que

amenaza con el poder de castigar- la que reclama del hijo una renuncia de lo pulsional y

establece para él lo que le está permitido y lo que tiene prohibido. Aquello que con respecto al

niño se denomina «juicioso» o «díscolo» es llamado luego, cuando la sociedad y el superyó han

entrado en escena en lugar de los progenitores, «bueno» o «malo», «virtuoso» o «vicioso», Pero

siempre se trata de lo mismo: una renuncia de lo pulsional impuesta por la presión de la

autoridad que sustituye y prolonga al padre.

Estas intelecciones se profundizan más si emprendemos una indagación sobre el asombroso

concepto de lo sagrado(154). ¿Qué nos aparece en verdad como sagrado, elevándose sobre

otras cosas por las que tenemos sumo aprecio y a las que reconocemos significación? Por un

lado, es inequívoco el nexo de lo sagrado con lo religioso; se lo destaca con insistencia: todo lo

religioso es sagrado, es lisa y llanamente el núcleo de la sacralidad, Por otra parte, enturbian

nuestro juicio los numerosos intentos de reclamar sacralidad para muchas otras cosas

-personas, instituciones, desempeños- que poco tienen que ver con la religión. Tales intentos

están al servicio de tendencias manifiestas. Partamos del carácter de prohibido, que con tanta

firmeza adhiere a lo sagrado. Evidentemente, lo sagrado es algo que no es lícito tocar. Una

prohibición sagrada posee un intensísimo tinte afectivo, pero ello, en verdad, sin un fundamento

ajustado a la ratio. En efecto, ¿por qué sería un crimen muy grave cometer incesto con una hija

o una hermana, por qué sería este comercio sexual muchísimo más maligno que cualquier

otro? (ver nota(155)). Si uno inquiere por tal fundamento, oirá sin duda que todos nuestros

sentimientos se revuelven contra ello. Pero esto sólo significa que se tiene a la prohibición por

cosa obvia, que uno no sabe fundamentar.

Es bastante fácil probar la nulidad de semejante explicación. Lo que, según se supone,

afrentaría nuestros sentimientos más sagrados era costumbre universal en las familias

gobernantes del antiguo Egipto y otros pueblos anteriores; se diría que era un uso sagrado. Se

daba por sentado que el faraón hallaría en su hermana a su primera y más noble esposa, y los

tardíos sucesores de los faraones, los Ptolomeos de origen griego, no vacilaron en’ imitar ese

arquetipo. Así nos vemos llevados a inteligir más bien que el incesto -entre hermano y hermana,

en este caso- era un privilegio que no poseían los comunes mortales, pues estaba reservado a

los reyes, subrogantes de los dioses, de igual modo, el universo de las sagas griegas y

germanas no tomaba a escándalo tales vínculos incestuosos. Es lícito conjeturar que la

angustiosa conservación de la pureza de sangre en nuestra nobleza es un residuo de aquel

antiguo privilegio, y se puede comprobar que hoy Europa está regida por una o dos familias a

consecuencia del apareamiento consanguíneo durante tantas generaciones, en sus más altos

estratos sociales.

La referencia al incesto entre dioses, reyes y héroes contribuye también a liquidar otro ensayo:

el que pretendiera explicar en términos biológicos el horror al incesto, reconducirlo a un oscuro

saber sobre los perjuicios del apareamiento consanguíneo. Pero ni siquiera es seguro que

exista ese efecto dañino, y todavía menos que los primitivos lo hubieran discernido y

reaccionaran por su causa. Y por otra parte, la incertidumbre en la estipulación de los grados de

parentesco permitidos y prohibidos no abona el supuesto de un «sentimiento natural» como

razón primordial del horror al incesto.

La prehistoria por nosotros construida nos impone otra explicación. El mandamiento de la

exogamia, cuya expresión negativa es el horror al incesto, responde a la voluntad del padre y la

prolonga tras la eliminación de él. De ahí la intensidad de su tono afectivo, y la imposibilidad de

darle un fundamento acorde a la ratio; de ahí, por tanto, su carácter sagrado. Quedamos en la

confiada expectativa de que el estudio de todos los otros casos de prohibición sagrada arroje el

mismo resultado que el del horror al incesto, y que en su origen lo sagrado no sea otra cosa que

la voluntad prolongada del padre primordial. Así se echaría luz también sobre la ambivalencia,

no entendida hasta ahora, de las palabras que expresan el concepto de lo sagrado. Es la

ambivalencia que gobierna toda la relación con el padre. «Sacer» {en latín} no sólo significa

«sagrado», «santificado», sino también algo que podríamos traducir por «impío», «aborrecible»

(«auri sacra fames(156)»). Ahora bien, la voluntad del padre no sólo era algo incues tionable, que

se debía honrar, sino también algo ante lo cual uno se encogía porque demandaba una dolorosa

renuncia de lo pulsional. Si ahora nos enteramos de que Moisés «santificó» [AE, 23, pág. 29] a

su pueblo al impartirle la costumbre de la circuncisión, comprenderemos el sentido profundo de

lo que se afirma. La circuncisión es el sustituto simbólico de la castración que el padre

primordial fulminó sobre sus hijos varones desde su total plenipotencia; y quien así recibía ese

símbolo mostraba estar dispuesto a someterse a la voluntad del padre, aunque este le

impusiese el más doloroso de los sacrificios.

Para volver a la ética, diríamos a modo de conclusión: una parte de sus preceptos se justifican

con arreglo a la ratio por la necesidad de deslindar los derechos de la comunidad frente a los

individuos, los derechos de estos últimos frente a la sociedad, y los de ellos entre sí. Sin

embargo, lo que en la ética nos aparece grandioso, misterioso, cosa místicamente evidente,

debe tales caracteres a su nexo con la religión, a su origen en la voluntad del padre.

La sustancia de verdad de la religión

¡Cuán envidiables aparecen ante nosotros, pobres de fe, aquellos investigadores convencidos

de que existe un ser supremo! Para este gran espíritu, el universo no esconde problema alguno,

porque él mismo ha creado todos sus dispositivos, ¡Cuán abarcadoras, exhaustivas y definitivas

son las doctrinas de los creyentes por comparación con los laboriosos, mezquinos y

fragmentarios intentos de explicación, lo máximo que nosotros podemos producir! El espíritu

divino, que es por otra parte el ideal de una perfecta ética, ha implantado en los seres humanos

la noticia de ese ideal y al mismo tiempo el esfuerzo por igualar su ser a su ideal. Sienten de

una manera inmediata lo que es alto y noble, y lo que es inferior y ordinario. Su vida sensible se

acomoda según la distancia a que estén del ideal en cada caso. Este les aporta elevada

satisfacción cuando se le aproximan, por así decir en el perihelio; y los castiga con un serio

displacer cuando, en el afelio, se le distancian. Así de simples y de inconmovibles están

establecidas todas las cosas. Sólo nos cabe lamentar que ciertas experiencias vitales y

observaciones del mundo nos impidan aceptar la premisa de semejante ser supremo. Como si

el universo no presentara suficientes enigmas, se nos propone por añadidura la tarea de

comprender de qué manera aquellos otros pudieron adquirir la creencia en el ser divino, y de

dónde cobró esta creencia su poder enorme, que avasalla «razón y ciencia(157)».

Volvamos al problema más modesto que nos ha venido ocupando. Queríamos explicar de

dónde proviene el peculiar carácter del pueblo judío, que verosímilmente le permitió conservarse

hasta nuestros días. Hallamos que Moisés les acuñó ese carácter dándoles una religión que

elevó su sentimiento de sí hasta el punto de creerse superiores a todos los otros pueblos. Y

luego se conservaron manteniéndose ajenos a los demás. En esto las mezclas de sangre

perturbaban poco, pues lo que preservaba su cohesión era un factor ideal, la posesión en

común de determinados bienes intelectuales y emocionales. La religión de Moisés tuvo ese

efecto porque: 1) hizo participar al pueblo de la grandiosidad de una nueva representación de

Dios; 2) aseveraba que este pueblo había sido elegido por ese gran Dios y estaba destinado a

recibir las pruebas de su favor particular, y 3) constriñó al pueblo a progresar en la

espiritualidad, lo cual, asaz significativo por sí mismo, inauguró además el camino hacia la alta

estima por el trabajo intelectual y hacía ulteriores renuncias de lo pulsional.

He ahí nuestro resultado, y aunque no queramos retractarnos de él en nada, no podemos

disimularnos que tiene algo de insatisfactorio. La causación, por así decir, no lo recubre; el

hecho que pretendemos explicar parece de un orden de magnitud diferente de todo aquello a

través de lo cual lo explicamos. ¿Podrá ser que todas las indagaciones que hemos realizado

hasta aquí no pusieran de manifiesto la motivación entera, sino sólo un estrato de ella en alguna

medida superficial, tras el que aguarda ser descubierto todavía otro factor muy sustantivo?

Estamos preparados para algo así, dada la extraordinaria complejidad de toda causación en la

vida y el acontecer histórico.

El acceso a esa motivación más profunda se abre en un preciso lugar de las elucidaciones que

preceden. La religión de Moisés no ha ejercido sus efectos de una manera inmediata, sino

asombrosamente indirecta. Esto no se refiere a que no obrara enseguida, a que necesitara

largo tiempo, siglos, para desplegar su pleno efecto, pues eso es algo que se comprende de

suyo tratándose de la acuñación del carácter de un pueblo. Antes bien, aquella limitación se

circunscribe al hecho que hemos extraído de la historia religiosa judía o, si se quiere, que

hemos introducido en ella: hemos dicho que el pueblo judío, pasado cierto tiempo, volvió a sacudirse la religión de Moisés -no podemos colegir si por completo o conservando algunos de

sus preceptos-. Con el supuesto de que, en las largas épocas de la toma de posesión de

Canaán y de la lucha contra los pueblos que ahí habitaban, la religión de Yahvé no se distinguía

en lo esencial del culto a los otros baalim [cf. AE, 23, pág. 67], nos situamos en un terreno

histórico-vivencial a pesar de los empeños de posteriores tendencias por velar ese bochornoso

estado de cosas.

Pero la religión de Moisés no se había sepultado sin dejar huellas; se había conservado como

un recuerdo de ella, oscurecido y desfigurado, apoyado quizá por antiguos escritos entre

algunos miembros de la casta sacerdotal. Y esta tradición de un gran pasado fue lo que

continuó produciendo efectos desde el trasfondo, poco a poco cobró cada vez más poder sobre

los espíritus y al fin logró mudar al dios Yahvé en el dios de Moisés, llamando de nuevo a la vida

a la religión de Moisés, instituida muchos siglos antes y abandonada luego.

En secciones anteriores de este ensayo [cf. AE, 23, págs. 69-99] hemos elucidado el supuesto

que parece irrecusable para que podamos conceptualizar semejante logro de la tradición.

El retorno de lo reprimido

Hay una multitud de procesos similares entre aquellos de que nos ha dado noticia la exploración

analítica de la vida anímica. De estos, a una parte se los llama patológicos y a otra parte se los

incluye en la diversidad de lo normal. Pero ello poco importa, pues las fronteras entre ambos no

son netas, los mecanismos son en vasta medida los mismos; y es mucho más importante que

las alteraciones en cuestión se consumen en el yo mismo o se le contrapongan como algo

ajeno, en cuyo caso son llamadas síntomas.

Del abundante material destaco, en primer lugar, casos que se refieren al desarrollo del

carácter. Tomemos a la joven que se ha dado a la más decidida oposición frente a su madre,

cultiva todas las cualidades que se echan de menos en esta y evita todo cuanto a ella recuerda.

Tenemos derecho a completar que en años más tempranos, como toda niña, había emprendido

una identificación con la madre y ahora se le subleva enérgicamente. Pero cuando esta

muchacha se casa, y ella misma deviene esposa y madre, no hemos de asombrarnos si

empieza a volverse cada vez más semejante a su madre enemiga, hasta que al fin se

restablece de una manera inequívoca la vencida identificación-madre. Lo mismo acontece en el

varón, y aun el gran Goethe, que en la época de despliegue de su genio sin duda menospreció a

su padre rígido y pedante, de anciano desarrolló unos rasgos que pertenecían al cuadro de

carácter de aquel. El resultado puede ser todavía más llamativo cuando es más aguda la

oposición entre las dos personas. Un joven a quien el destino le deparó criarse junto a un padre

indigno, se desarrolló primero, en desafío a él, como un hombre virtuoso, confiable y honorable.

En el apogeo de su vida su carácter sufrió un vuelco, y desde entonces se comportó como si

hubiera tomado como modelo a ese mismo padre. Para no perder el nexo con nuestro tema, es

preciso tener presente que en el comienzo de un decurso así se sitúa siempre una

identificación con el padre en la temprana infancia. Expulsada luego, y aun sobrecompensada,

al final vuelve a abrirse paso.

Hace tiempo que se ha vuelto patrimonio común saber que las vivencias de los primeros cinco

años cobran un influjo de comando sobre la vida, al que nada posterior contrariará. Acerca del

modo en que estas impresiones tempranas se afirman contra todas las injerencias de épocas

más maduras habría mucho para decir, digno de ser sabido, pero no vendría al caso aquí. Sin

embargo, puede que resulte menos familiar lo siguiente: la influencia compulsiva más intensa

proviene de aquellas impresiones que alcanzaron al niño en una época en que no podemos

atribuir receptividad plena a su aparato psíquico. Del hecho mismo no cabe dudar, pero es tan

asombroso que quizá la comparación con una impresión fotográfica, que puede ser

desarrollada y mudada en una imagen luego de un intervalo cualquiera, nos facilite el entenderlo.

Comoquiera que fuese, nos agradará señalar que un creador literario rebosante de fantasía, con

la audacia consentida a los poetas, se ha anticipado a este incómodo descubrimiento nuestro.

E. T. A. Hoffmann solía reconducir la riqueza de figuras que se le ofrecían para sus creaciones

literarias a la alternancia de imágenes e impresiones que él, lactando aún del pecho materno,

había vivenciado durante un viaje de varías semanas en coche-correo (ver nota(158)). Lo que

los niños han vivenciado a la edad de dos años, sin entenderlo entonces, pueden no recordarlo

luego nunca, salvo en sueños; sólo mediante un tratamiento psicoanalítico puede volvérseles

consabido. Pero en algún momento posterior irrumpe en su vida con impulsos obsesivos, dirige

sus acciones, les impone simpatías y antipatías, y con harta frecuencia decide sobre su

elección amorosa, tan a menudo imposible de fundamentar con arreglo a la ratio. Son

inequívocos los dos puntos en que estos hechos se tocan con nuestro problema.

En primer lugar, por lo remoto en el tiempo(159), que aquí es discernido como el genuino factor

decisivo -p. ej., en el estado particular del recuerdo, que respecto de estas vivencias infantiles

clasificamos como «inconciente»- Sobre esto, esperamos encontrar una analogía con el estado

que pretendemos atribuir a la tradición dentro de la vida anímica del pueblo. No era fácil, claro,

introducir la representación de lo inconciente en la psicología de las masas.

[En segundo lugar] los mecanismos que llevan a la formación de neurosis ofrecen

contribuciones regulares a los fenómenos que indagamos. También aquí los sucesos decisivos

entran en escena en la primera infancia, pero el acento no recae en este caso sobre el tiempo,

sino sobre el proceso que salió al encuentro de ese suceso: sobre la reacción frente a este. En

una exposición esquemática uno puede decir: Debido a la vivencia se eleva una demanda

pulsional que pide satisfacción. El yo rehusa esta última, sea porque lo paralice la magnitud de

la demanda, sea por discernir en ella un peligro. De esos dos fundamentos, el primero es el

más originario; ambos desembocan en la evitación de una situación de peligro(160). El yo se

defiende del peligro mediante el proceso de la represión. La moción pulsional es inhibida de

algún modo, y es olvidada la ocasión, junto con las percepciones y representaciones pertinentes. Sin embargo, el proceso no concluye con esto: o la pulsión ha conservado su

intensidad, o rehace sus fuerzas, o es despertada por una nueva ocasión. Renueva entonces

su demanda, y como aquello que podemos llamar la cicatriz de represión le mantiene cerrado el

camino hacía la satisfacción normal, se facilita en alguna parte, por un lugar débil, otro camino

hacia una satisfacción llamada «sustitutiva», que ahora sale a la luz como un síntoma sin la

aquiescencia del yo, pero también sin que el yo entienda de qué se trata. Todos los fenómenos

de la formación de síntoma pueden describirse con buen derecho como un «retorno de lo

reprimido(161)». Ahora bien, su carácter saliente es la vasta desfiguración que lo retornante ha

experimentado por comparación con lo originario. Podría creerse que con este último grupo de

hechos nos hemos distanciado excesivamente de la semejanza con la tradición. Mas no hemos

de arrepentirnos, pues así nos aproximamos a los problemas de la renuncia de lo pulsional.

La verdad históríco-vivencial

Hemos emprendido todas estas digresiones psicológicas para volvernos creíble que la religión

de Moisés produjera su efecto sobre el pueblo judío sólo en calidad de tradición. Quizá no

hayamos obtenido más que una cierta verosimilitud. Pero supongamos haber alcanzado la

demostración plena; pese a ella, nos queda la impresión de haber cumplido sólo con el factor

cualitativo, no con el cuantitativo. A todo cuanto se refiere a la génesis de una religión, por cierto

que también la judía, le es propio algo grandioso que las explicaciones que hasta aquí llevamos

dadas no han recubierto. Es que por fuerza tuvo que participar otro factor del que hay pocos

análogos y ninguno homogéneo, algo único y del mismo orden de magnitud que lo que de él

devino, la religión misma. [Cf. AE, 23, pág. 119.]

Intentemos aproximarnos al problema desde el lado contrario. Comprendemos que el primitivo

necesite de un dios como creador del universo, autoridad de la estirpe y tutelador personal. Este

dios tiene su lugar tras los padres difuntos [de la estirpe], de quienes la tradición todavía sabe

decir algo. El hombre de épocas posteriores, el de nuestro tiempo, se comporta de igual modo.

También él, aun de adulto, sigue siendo infantil y menesteroso de protección; cree no poder

prescindir del apoyo en su dios. Hasta aquí, todo es indiscutido. Pero es menos fácil

comprender por qué había de existir un dios único, por qué justamente el progreso del

henoteísmo(162) al monoteísmo adquiere esa avasalladora significación. Es cierto que, según

dijimos [AE, 23, págs. 103 y 119], el creyente participa en la grandeza de su dios, y cuanto más

grande sea este, tanto más confiará en la protección que es capaz de dispensarle. Pero el

poder de un dios no tiene por premisa necesaria su unicidad. Muchos pueblos sólo veían un

enaltecimiento de su dios supremo en el hecho de gobernar él sobre otras divinidades

subordinadas, y no lo consideraban empequeñecido por que existieran además otros dioses. Y,

por otra parte, importaba un sacrificio de intimidad que ese dios deviniera universal y cuidara de

todos los países y pueblos. Por así decir, uno compartía su dios con los extranjeros, y no podía

menos que resarcirse con esta reserva: uno era el predilecto. Que la representación del dios

único significaba por sí misma un progreso en la espiritualidad sería otro argumento, pero no se

le puede atribuir tanta importancia.

Ahora bien, los creyentes saben llenar con suficiencia esta manifiesta laguna en la motivación.

Dicen: La idea de un dios único ha ejercido un efecto tan avasallador sobre los hombres por ser

ella un fragmento de la verdad eterna que, largo tiempo oculta, salió por fin a la luz y entonces

no pudo menos que arrastrar a todos consigo. Tenemos que admitirlo; un factor de esta índole

es, en definitiva, conmensurable con la magnitud del asunto y del resultado.

También nosotros querríamos aceptar esa solución. Pero tropezamos con un reparo. El

argumento piadoso descansa sobre una premisa optimista-idealista. No se ha demostrado en

otros campos que el intelecto humano posea una pituitaria particularmente fina para la verdad,

ni que la vida anímica de los hombres muestre una inclinación particular a reconocer la verdad.

Antes al contrario, hemos experimentado que nuestro intelecto se extravía muy pronto sin aviso

alguno, y que con la mayor facilidad, y sin miramiento por la verdad, creemos en aquello que es

solicitado por nuestras ilusiones de deseo. Por eso hemos de restringir aquella aceptación

nuestra. También nosotros creemos que la solución de los creyentes contiene la verdad, pero

no la verdad material sino la verdad histórico-vivencial. Y nos atribuimos el derecho de corregir

cierta desfiguración que esta verdad ha experimentado con su retorno. Esto es: no creemos

que hoy exista un único gran dios, sino que en tiempos primordiales hubo una única persona

que entonces debió de aparecer hipergrande, y que luego ha retornado en el recuerdo de los

seres humanos enaltecida a la condición divina.

Habíamos supuesto que la religión de Moisés fue primero desestimada y a medias olvidada, y

luego irrumpió como tradición. Ahora suponemos que ese proceso se repetía entonces por

segunda vez. Cuando Moisés aportó al pueblo la idea del dios único, ella no era nada nuevo,

sino que significaba la reanimación de una vivencia de las épocas primordiales de la familia

humana, desaparecida desde largo tiempo de la memoria conciente de los hombres. Pero había

sido tan importante, había engendrado o encaminado unas alteraciones de tan profunda

injerencia en la vida de los hombres, que es imposible no creer que dejara como secuela en el

alma humana unas huellas duraderas, comparables a una tradición.

Por los psicoanálisis de personas individuales hemos averiguado que sus tempranísimas

impresiones, recibidas en una época en que el niño era apenas capaz de lenguaje, exteriorizan

en algún momento efectos de carácter compulsivo sin que se tenga de ellas un recuerdo

conciente. Nos consideramos con derecho a suponer lo mismo respecto de las tempranísimas

vivencias de la humanidad entera. Uno de esos efectos sería el afloramiento de la idea de un

único gran dios, que uno se ve precisado a reconocer como un recuerdo, sin duda que

desfigurado, pero plenamente justificado. Una idea así tiene carácter compulsivo, es forzoso

que halle creencia. Hasta donde alcanza su desfiguración, es lícito llamarla delirio; y en la

medida en que trae el retorno de lo pasado es preciso llamarla verdad. También el delirio

psiquiátrico contiene un grano de verdad, y el convencimiento del enfermo desborda desde esa verdad hacia su envoltura delirante (ver nota(163)).

Lo que sigue, hasta el final, es una repetición poco modificada de las puntualizaciones

contenidas en la primera parte [de este tercer ensayo].

En 1912 intenté, en Tótem y tabú, reconstruir la antigua situación de la cual partieron tales

efectos. Para ello me serví de ciertas ideas teóricas de Darwin, Atkinson y, sobre todo,

Robertson Smith, combinándolas con hallazgos e indicios extraídos del psicoanálisis. De

Darwin tomé la hipótesis de que los hombres vivieron originariamente en hordas pequeñas, bajo

el violento imperio, cada una, de un macho más viejo que se apropiaba de todas las hembras y

castigaba y eliminaba a los varones jóvenes, incluidos sus hijos. Y de Atkinson -quien prosiguió

con esa pintura-, que este sistema patriarcal halló su término en una sublevación de los hijos

varones, que se unieron contra el padre, lo avasallaron y lo devoraron en común, Y basándome

en la teoría de Robertson Smith sobre el tótem, supuse que luego la horda paterna dejó sitio al

clan fraterno totemista. A fin de poder convivir en paz, los hermanos triunfantes renunciaron a

las -mujeres por cuya causa, sin embargo, habían dado muerte al padre, y se sometieron a la

exogamia. El poder paterno fue quebrantado y las familias se organizaron según el derecho

materno. La ambivalente postura de sentimientos de los hijos varones hacia el padre se

mantuvo en vigencia a lo largo de todo el desarrollo ulterior. En lugar del padre se instituyó un

animal como tótem; se lo consideraba antepasado y espíritu protector, no estaba permitido

hacerle daño ni matarlo, pero una vez al año toda la comunidad de los varones se reunía en un

banquete ceremonial en que se despedazaba y se devoraba en común al animal totémico

venerado en todo otro caso. Nadie podía excluirse de este banquete; era la repetición

ceremonial del parricidio con el cual se habían iniciado el orden social, las leyes éticas y la

religión. La concordancia entre el banquete totémico, según Robertson Smith, y laeucaristía

cristiana había llamado la atención a muchos autores antes que a mí. [Cf. AE, 23, págs. 77 y

sigs.]

Sigo sosteniendo esa construcción. Repetidas veces tuve que oír violentos reproches por no

haber modificado mis opiniones en posteriores ediciones del libro, no obstante que etnólogos

más modernos han desestimado de manera unánime las tesis de Robertson Smith y postulado

en parte otras teorías, por entero divergentes. Tengo para replicar que me son bien familiares

estos presuntos progresos, pero no he quedado convencido en absoluto ni de la corrección de

tales novedades ni de los errores de Robertson Smith. Una contradicción no es todavía una

refutación, ni tampoco una novedad es necesariamente un progreso. Pero, sobre todo, yo no

soy etnólogo, sino psicoanalista. Tenía el derecho de espigar entre la bibliografía etnológica

aquello que pudiera utilizar para el quehacer analítico. Los trabajos del genial Robertson Smith

me han proporcionado valiosos contactos con el material psicológico del análisis, anudamientos

para su valoración. Con sus oponentes nunca he coincidido

El desarrollo en el acontecer

histórico-objetivo. {geschichtllche}

No puedo repetir aquí en detalle el contenido de Tótem y tabú, pero debo ocuparme de llenar el

largo tramo que se extiende entre aquel tiempo primordial supuesto y el triunfo del monoteísmo

en épocas históricas {historisch}. Después que fue instituido el conjunto {Ensemble} de clan

fraterno, derecho materno, exogamia y totemismo, se inició un desarrollo que cabe describir

como un lento «retorno de lo reprimido». Aquí usamos el término «lo reprimido» {«lo esforzado

al desalojo»} en el sentido no genuino. Se trata de algo pasado, desaparecido, vencido en la vida

de los pueblos, que nosotros osamos equiparar a lo reprimido en la vida anímica del individuo.

No sabemos decir a primera vista cuál fue la forma psicológica en que eso pasado estuvo

presente en el período de su oscurecimiento. No nos resultará fácil trasferir a la psicología de

las masas los conceptos de la psicología individual, y no creo que logremos nada introduciendo

el concepto de un inconciente «colectivo». Es que de suyo el contenido de lo inconciente es

colectivo, patrimonio universal de los seres humanos. Por eso, provisionalmente hemos de

valernos de analogías. Los procesos que aquí estudiamos en el vivenciar de los pueblos son

muy semejantes a aquellos con los cuales estamos familiarizados por la psicopatología, aunque

no del todo idénticos. Por fin nos decidimos en favor del supuesto de que los precipitados

psíquicos de aquellos tiempos primordiales habían devenido patrimonio hereditario: en cada

generación sólo era menester que despertaran, no que fueran adquiridos. Pensamos, respecto

de ello, en el ejemplo del simbolismo, con seguridad «congénito», que proviene de la época del

desarrollo del lenguaje, es familiar a todos los niños sin haber sido instruidos, y reza igual en

todos los pueblos a pesar de la diversidad de las lenguas. Lo que todavía pueda faltarnos en

materia de certidumbre lo obtenemos de otros resultados de la investigación psicoanalítica.

Experimentamos que en cierto número de sustantivas relaciones nuestros niños no reaccionan

como correspondería a su vivenciar propio, sino instintivamente, de una manera comparable a

los animales, como sólo se lo podría explicar mediante adquisición filogenética (ver nota(164)).

El retorno de lo reprimido se consuma poco a poco, no por cierto de un modo espontáneo, sino

bajo el influjo de todos los cambios en las condiciones de vida que llenan la historia de la cultura

humana. No puedo dar aquí un panorama de esas relaciones de dependencia, ni tampoco más

que un recuerdo lagunoso de las etapas de ese retorno. El padre vuelve a ser el jefe de la

familia, pero ni con mucho tan irrestricto como lo fuera el padre de la horda primordial. El animal

totémico cede paso al dios siguiendo unas transiciones bien nítidas. Al comienzo el dios de

figura humana sigue llevando la cabeza del animal; luego se trasforma de preferencia en ese

animal determinado, después este le deviene sagrado y su compañero predilecto, o bien ha

dado muerte a ese animal y lleva su nombre como epíteto. Entre el animal totémico y el dios emerge el héroe, a menudo como un estadio previo de la divinización. La idea de una deidad

suprema parece advenir temprano, al principio sólo vagamente, sin entrelazarse con los

intereses cotidianos de los hombres. Con la fusión de las estirpes y pueblos en unidades

mayores, se organizan también los dioses en familias, en jerarquías. Uno de ellos suele ser

enaltecido a soberano de dioses y hombres. Luego, de una manera vacilante, acontec e el

ulterior paso de adorar a un solo dios y, por último, sobreviene la decisión de atribuir a un dios

único todo poder y de no tolerar a otros dioses junto a él. Sólo así se restauró el imperio del

padre de la horda primordial y pudieron ser repetidos los afectos que sobre él recaían.

El primer efecto del encuentro con lo echado de menos y anhelado de antiguo fue avasallador y

tal como lo describe la tradición del otorgamiento de la Ley en el monte Sinaí. Admiración,

reverencia y agradecimiento por haber hallado gracia a sus ojos: la religión de Moisés no

conoce otros sentimientos que estos, positivos, hacía el padre-dios. El convencimiento sobre su

fuerza irresistible, la sumisión a su voluntad, no pudieron ser más incondicionales en el hijo

varón desvalido, amedrentado, del padre de la horda; más todavía: se vuelven plenamente

concebibles por el traslado al medio primitivo e infantil. Las mociones del sentimiento infantil son

intensas y de una profundidad inagotable en una dimensión muy otra que las adultas; sólo el

éxtasis religioso puede reflejarlas. Así, un rapto de sumisión a Dios es la primera reacción frente

al retorno del gran padre.

La orientación de esta religión del padre quedaba con ello fijada para todos los tiempos, pero su

desarrollo no concluía allí. A la esencia de la relación-padre es inherente la ambivalencia; era

infaltable que en el curso de las épocas quisiera moverse {regen} también aquella hostilidad que

antaño impulsó a los hijos varones a dar muerte al padre admirado y temido. En el marco de la

religión de Moisés no había sitio alguno para la expresión directa del odio parricida; sólo podía

salir a la luz una reacción poderosa frente a él, la conciencia de culpa a causa de esa hostilidad,

la mala conciencia moral {schlechte Gewissen} de haber pecado contra Dios y no dejar de

pecar. Esta conciencia de culpa, que los profetas no cesaron de avivar y que pronto formaría un

contenido integrante del sistema religioso, tenía también otra motivación, superficial, que

enmascaraba diestramente su origen real, Pesaba mucho al pueblo que las esperanzas

puestas en la gracia de Dios no quisieran concretarse; no era fácil conservar la ilusión, amada

por sobre todas las cosas, de que se era el pueblo elegido de Dios. Si no se quería renunciar a

esa dicha, el sentimiento de culpa por la propia pecaminosidad ofrecía una bienvenida disculpa

de Dios. Uno no merecía nada mejor que ser castigado por él, porque no observaba sus

mandamientos; y en el afán de satisfacer ese sentimiento de culpa, que era insaciable y brotaba

cada vez de una fuente más profunda, uno debía hacer que esos preceptos se volvieran más

rigurosos, penosos, hasta incluir pequeñeces. En un rapto de ascetismo moral, uno se imponía

nuevas renuncias de lo pulsional, y al menos alcanzaba, en la doctrina y el precepto, unas

alturas éticas que habían permanecido inasequibles a los otros pueblos de la Antigüedad. En

este desarrollo elevado, muchos judíos ven el segundo rasgo preeminente y el segundo gran

logro de su religión. Nuestras elucidaciones ponen en evidencia cómo se entrama con el

primero, la idea del dios único. Ahora bien, esta ética no puede desmentir que tiene su origen en

la conciencia de culpa por la sofocada hostilidad hacia Dios. Posee el carácter inconcluso y no

concluible de las formaciones reactivas de la neurosis obsesiva; uno colige también que sirve a

los secretos propósitos del castigo.

El desarrollo ulterior va más allá del judaísmo. Lo restante que se repetía de la tragedia del

padre primordial ya no era conciliable de ninguna manera con la religión de Moisés. Hacía

tiempo que la conciencia de culpa de aquella época ya no estaba limitada al pueblo judío; como

un sordo malestar, como una vislumbre de infortunio cuyo fundamento nadie sabía indicar,

había hecho presa de todos los pueblos mediterráneos. La historiografía de nuestra época habla

de un envejecimiento de la cultura antigua; yo conjeturo que sólo ha aprehendido causas

ocasionales y subsidiarias de aquella desazón de los pueblos. La aclaración de esa situación

oprimente partió del judaísmo. Sin tener en cuenta todas las aproximaciones y preparaciones

que surgían por doquier, fue un tal Saulo, de Tarso, llamado Pablo como ciudadano romano,

aquel en cuyo espíritu irrumpió por primera vez el discernimiento: «Somos tan desdichados

porque hemos dado muerte a Dios-padre». Y es de todo punto inteligible que no pudiera

aprehender este fragmento de verdad fuera del disfraz delirante de estas albricias: «Estamos

redimidos de toda culpa desde que uno de nosotros ha sacrificado su vida para expiar nuestros

pecados». En esta formulación no se mencionaba, desde luego, el asesinato de Dios, pero un

crimen que tenía que ser expiado por un sacrificio de muerte sólo podía haber sido un

asesinato. Y la mediación entre el delirio y la verdad histórico-vivencial produjo la seguridad de

que la víctima tuvo que ser Hijo de Dios. Con la fuerza que le afluía desde la fuente de la verdad

histórico-vivencial, esta nueva creencia abatió todos los obstáculos; la feliz condición de ser el

elegido dejó sitio a la redención liberadora. Pero el hecho del parricidio, en su regreso al

recuerdo de la humanidad, tenía que vencer resistencias mayores que el otro, el que había

constituido el contenido del monoteísmo(165); por eso tuvo que consentir una desfiguración

más intensa. El crimen innombrable fue sustituido por el supuesto de un pecado original en

verdad fantasmal.

Pecado original y redención por el sacrificio de muerte se convirtieron en los pilares que

sustentaron la nueva religión fundada por Pablo. Queda sin resolver si en la banda de hermanos

que se sublevó contra el padre primordial hubo en realidad un jefe y un instigador del asesinato,

o sí esa figura fue creada luego e introducida en la tradición por la fantasía de los poetas con

miras a tornar heroica la persona propia. Luego que la doctrina cristiana hubo hecho saltar los

marcos del judaísmo, recogió elementos de muchas otras fuentes, renunció a numerosos

rasgos del monoteísmo puro, se adecuó en muchos detalles al ritual de los restantes pueblos

mediterráneos. Era como si otra vez Egipto se tomara venganza de los herederos de Ikhnatón.

Es digno de tomar nota el modo en que la nueva religión dio razón de la antigua ambivalencia en

la relación-padre. Su principal contenido fue por cierto la reconciliación con Dios-padre, la

expiación del crimen contra él cometido. Pero el otro lado del vínculo de sentimiento se mostró

en que el Hijo, quien ha asumido los pecados, deviniera él mismo Dios junto al Padre y, en

verdad, en lugar del Padre. Surgido de una religión del Padre, el cristianismo devino una religión

del Hijo: no ha escapado a la fatalidad de tener que eliminar al padre.

Sólo una parte del pueblo judío aceptó la nueva doctrina. Los que se rehusaron se llaman

todavía hoy judíos. Por esa división se segregaron de los demás todavía más tajantemente que

antes. Tuvieron que oír de la nueva comunidad religiosa, que además de judíos incluyó a

egipcios, griegos, sirios, romanos y, por último, también a germanos, el reproche de haber dado

muerte a Dios. Explicitado, ese reproche rezaría: «No quieren tener por cierto {wahr haben} que

ellos han dado muerte a Dios, mientras que nosotros lo admitimos y hemos sido purificados de

esa culpa». Y entonces, uno intelige fácilmente cuánta verdad se esconde tras ese reproche.

Sería asunto de una indagación particular averiguar por qué les fue imposible a los judíos

acompañar el progreso contenido, a pesar de toda su desfiguración, en la confesión del asesinato

de Dios. Con ello cargaron, en cierto modo, con una culpa trágica, a cambio de lo

cual se les ha impuesto dura penitencia.

Acaso nuestra indagación haya echado alguna luz sobre el problema de saber cómo el pueblo

judío adquirió las propiedades que lo singularizan. Menos esclarecimiento halló otro problema, el

de averiguar de qué modo pudo conservarse como una individualidad hasta nuestros días. Pero

no se puede con justicia pedir ni esperar respuestas exhaustivas a tales enigmas. Una

contribución, que ha de enjuiciarse según las limitaciones mencionadas al comienzo de este

ensayo [AE, 23, pág. 102], es todo cuanto yo puedo ofrecer.

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