Obras de S. Freud: El chiste y su relación con lo inconciente. Parte sintética

B. Parte sintética

El mecanismo de placer y la psicogénesis del chiste.

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Como punto de partida tenemos el discernimiento cierto de las fuentes de que fluye el placer peculiar que nos depara el chiste. Sabemos que podemos caer en el espejismo de confundir el gusto que nos produce el contenido de pensamiento de la oración con el placer del chiste propiamente dicho, pero que este mismo tiene en lo esencial dos fuentes: la técnica y las tendencias del chiste. Lo que ahora querríamos averiguar son los caminos por los cuales desde esas fuentes se produce el placer: el mecanismo de ese efecto placentero.

Nos parece que resultará mucho más fácil obtener el esclarecimiento buscado en el chiste tendencioso que en el inocente. Comenzaremos, pues, por aquel.

En el chiste tendencioso, el placer es resultado de que una tendencia recibe una satisfacción que de otro modo sería interceptada. No hace falta demostrar que semejante satisfacción es una fuente de placer. Pero la manera en que el chiste la produce está sujeta a particulares condiciones, de las que acaso podamos obtener más noticias. Cabe distinguir aquí dos casos. El más simple es aquel en que la satisfacción de la tendencia tropieza con un obstáculo exterior que es sorteado por el chiste. Hallamos que así era, por ejemplo, en la respuesta que recibió Serenissimus cuando preguntó si la madre del interpelado había vivido alguna vez en palacio, o en la manifestación de aquel conocedor de arte a quien los dos ricos pillos mostraron sendos retratos suyos: «And where ís the Saviour?». La tendencia consiste, en el primer caso, en replicar a un insulto con otro igual, y en el segundo, en pronunciar una diatriba en vez del juicio experto que pedían; lo que a ella se opone son factores puramente externos, la situación de poder de las personas sobre quienes recae la diatriba. De todos modos, acaso nos llame la atención que estos y otros chistes análogos de naturaleza tendenciosa, si bien nos satisfacen, no sean capaces empero de provocarnos un fuerte efecto de risa.

Diverso es el caso en que no son factores exteriores, sino un obstáculo interior, el que estorba la realización directa de la tendencia: aquel en que una moción interior se opone a la tendencia. Según nuestra premisa, esta condición se realizaría, por ejemplo, en los chistes agresivos del señor N., en cuya persona una fuerte inclinación a la invectiva es tenida en jaque por una cultura estética muy desarrollada. En este caso especial, la resistencia interna es vencida con auxilio del chiste, y cancelada la inhibición. Como en el caso del obstáculo externo, por esa vía se posibilita la satisfacción de la tendencia, evitándose una sofocación y la «estasis psíquica» que ella conlleva; hasta aquí, el mecanismo del desarrollo de placer sería el mismo para ambos casos.

Es verdad que en este punto nos sentimos inclinados a profundizar en la diferencia de situación psicológica para el caso del obstáculo externo y del interno, pues entrevemos la posibilidad de que la cancelación del obstáculo interno contribuya al placer en medida incomparablemente mayor. Pero propongo conformarnos con lo dicho y limitarnos por ahora a una comprobación que se mantiene dentro de lo que es esencial para nosotros. Los casos del obstáculo externo e interno sólo se distinguen en que en este se cancela una inhibición preexistente, y en aquel se evita el establecimiento de una nueva. No creemos recurrir en demasía a la especulación aseverando que tanto para establecer como para conservar una inhibición psíquica se precisa de un «gasto psíquico». Y si junto a esto resulta que en los dos casos de empleo del chiste tendencioso se obtiene placer, será natural suponer que esa ganancia de placer corresponda al gasto psíquico ahorrado.

Ahora bien, así habríamos vuelto a tropezar con el principio del ahorro, con el que inicialmente nos topamos a raíz de la técnica del chiste en la palabra. Pero si entonces creímos descubrirlo en el uso del menor número posible de palabras o en el empleo preferente de palabras idénticas, aquí lo vislumbramos en un sentido mucho más vasto: el ahorro de gasto psíquico en general; y no podemos menos que considerar posible acercarnos a la esencia del chiste mediante una definición más precisa de ese concepto, oscuro todavía, del «gasto psíquico».

En el tratamiento del mecanismo del placer en el chiste tendencioso no hemos podido disipar cierta oscuridad; considerémosla el justo castigo por haber intentado esclarecer lo más complicado antes que lo más simple, el chiste tendencioso antes que el inocente. Dejamos anotado que un «ahorro en gasto de inhibición o de sofocación» parece ser el secreto del efecto placentero del chiste tendencioso, y pasamos al mecanismo de placer en el chiste inocente.

De unos ejemplos apropiados de chiste inocente, en los que no cabía temer ninguna perturbación de nuestro juicio por su contenido o su tendencia, debimos inferir que las técnicas del chiste, como tales, son fuentes de placer; ahora examinaremos si ese placer no se deja acaso reconducir a un ahorro de gasto psíquico. En un grupo de estos chistes (los juegos de palabras), la técnica consistía en acomodar nuestra postura psíquica al sonido y no al sentido de la palabra, en poner la representación-palabra {Wortvorstellung} (acústica) misma en lugar de su significado dado por relaciones con las representaciones-cosa-del-mundo {Dingvorstellung}.  Efectivamente, estamos autorizados a suponer que ello implica un gran alivio de trabajo psíquico y que al usar las palabras en serio un cierto esfuerzo nos obliga a prescindir de ese cómodo procedimiento: podemos observar que algunos estados patológicos de la actividad de pensar, en que la posibilidad de concentrar gasto psíquico en un punto probablemente se encuentre limitada, de hecho privilegian de esa manera la representación acústica de la palabra sobre el significado de esta, y que esos enfermos en sus dichos avanzan siguiendo las asociaciones «externas» -según la fórmula en uso-, en lugar de las «internas», de la representación-palabra. También en el niño, habituado a tratar todavía las palabras como cosas, advertimos la inclinación a buscar un mismo sentido tras unidades fonéticas iguales o semejantes, lo cual es fuente de muchos errores que dan risa a los adultos. Entonces, cuando en el chiste nos depara inequívoco contento pasar de un círculo de representaciones a otro distante mediante el empleo de la misma palabra o de otra parecida (como, en el caso de «home-roulard», del círculo de la cocina al de la política), tenemos derecho a reconducir ese contento al ahorro de gasto psíquico. Además, el placer de chiste que provoca ese «cortocircuito» parecerá tanto mayor cuanto más ajenos sean entre sí los círculos de representaciones conectados por una misma palabra, cuanto más distantes sean y, en consecuencia, cuanto mayor resulte el ahorro que el recurso técnico del chiste permita en el camino del pensamiento. Anotemos de pasada que el chiste se sirve aquí de un medio de enlace que el pensar serio desestima y evita cuidadosamente.

Un segundo grupo de recursos técnicos del chiste -unificación, homofonía, acepción múltiple, modificación de giros familiares, alusión a citas deja ver como su carácter común el siguiente: en todos los casos, uno redescubre algo consabido cuando en su lugar habría esperado algo nuevo. Este reencuentro de lo consabido es placentero, y tampoco nos resultará difícil discernir en ese placer un placer por ahorro, refiriéndolo al de un gasto psíquico.

Todos parecen admitir que el redescubrimiento de lo consabido, el «reconocimiento», es placentero. Groos (1899, pág. 153) dice: «El reconocimiento, toda vez que no esté demasiado mecanizado (como en el caso de disfraces … ), se asocia con sentimientos placenteros. Ya la mera cualidad de lo familiar fácilmente va acompañada de aquel confortado sosiego que invade a Fausto cuando, tras un ominoso encuentro, se halla de nuevo en su gabinete de estudio.  ( … ) Si el acto del reconocimiento es así de placentero, estamos autorizados a esperar que el ser humano dé en ejercer esa capacidad en bien de ella misma, vale decir, que experimente jugando con ella. Y, de hecho, Aristóteles ha discernido en la alegría del reconocimiento la base del goce artístico; pero aunque este principio no tenga un valor tan preeminente como el que le adjudica Aristóteles, es innegable que no se lo puede desconocer».

Grois elucida luego aquellos juegos cuyo carácter consiste en acrecentar la alegría del reconocimiento poniéndole obstáculos en el camino, o sea, produciendo una «estasis psíquica» que es eliminada con el acto de conocer. Pero en su ensayo de explicación abandona la hipótesis de que el conocer sea placentero en sí, pues, invocando aquellos juegos, reconduce el contento que él proporciona a la alegría por el poder, por la superación de una dificultad. Yo considero secundario este último factor, y no veo motivo alguno para apartarse de la concepción más simple, a saber, que el conocer en sí es placentero (por un aligeramiento del gasto psíquico), y que los juegos fundados en este placer no hacen más que valerse del mecanismo de la estasís para acrecentar su monto.

La rima, la aliteración, el refrán y otras formas de repetición de sonidos parecidos de las palabras en la poesía aprovechan esa misma fuente de placer, el redescubrimiento de lo consabido. También es esto algo que se reconoce universalmente. Un «sentimiento de poder» no desempeña en estas técnicas, que muestran tan grande armonía con la de «acepción múltiple» en el chiste, ningún papel visible.

Dados los estrechos vínculos entre conocer y recordar, ya no es osado el supuesto de que existe también un placer del recuerdo, o sea, que el acto de recordar está en sí acompañado por un sentimiento placentero de similar origen. Groos no parece adverso a ese supuesto, pero a este placer del recuerdo lo deriva igualmente del «sentimiento, de poder», en el que busca -desacertadamente, en mi opinión- la principal razón del goce en casi todos los juegos.

En el «redescubrimiento de lo consabido» descansa también el empleo de otro recurso técnico del chiste, del que no hemos hablado todavía. Me refiero al factor de la actualidad, que en muchísimos chistes constituye una generosa fuente de placer y explica algunas peculiaridades de sus peripecias. Los hay que están por completo libres de esa condición, y en un ensayo sobre el chiste nos vemos precisados a servirnos casi exclusivamente de estos ejemplos. Pero no podemos olvidar que acaso más que por estos chistes perennes nos hemos reído por los otros, cuyo empleo aquí sería farragoso porque requieren largos comentarios y ni siquiera con este auxilio alcanzarían el efecto que una vez produjeron. Pues bien; estos últimos chistes contuvieron alusiones a personas y episodios «actuales» en su tiempo, que despertaban el interés general y conservaban su tensión. Extinguido ese interés, liquidado el asunto en cuestión, también esos chistes perdieron una parte (y una parte muy considerable) de su efecto placentero. Por ejemplo, el chiste que hizo mi benévolo huésped cuando sirvieron el manjar que él llamó «home-roulard» no me parece hoy ni con mucho tan bueno como entonces, en un tiempo en que «Home Rule» era título recurrente en las noticias políticas de nuestros periódicos. Si ahora intento apreciar el mérito de ese chiste puntualizando que mediante esa palabra, y ahorrando a nuestro pensar un gran rodeo, nos lleva del círculo de representaciones de la cocina al de la política, tan alejado, en aquel momento habría debido modificar esa puntualización diciendo que «esa palabra nos lleva del círculo de representaciones de la cocina al de la política, tan alejado de aquel, pero que puede contar con nuestro vivo interés porque en verdad nos ocupa de continuo». Otro chiste: «Esta muchacha me hace acordar a Dreyfus: el ejército no cree en su inocencia», aunque por fuerza conserva intactos sus recursos técnicos, aparece hoy empalidecido. Ni el desconcierto que la comparación provoca ni el doble sentido de la palabra «inocencia» pueden compensar el hecho de que esa alusión, referida entonces a un asunto investido de excitación fresca, hoy trae a la memoria un interés finiquitado. Un chiste todavía actual, como el siguiente: La princesa heredera, Luisa, se había dirigido a un crematorio de Gotha para preguntar cuánto costaba una incineración {Verbrennung}. Y la administración le respondió: «El valor ordinario es de 5.000 marcos, pero a usted se le cobrarán sólo 3.000 porque ya una vez se ha durchbrennen {«quemado totalmente» o «hecho humo»}»; ese chiste, digo, nos parece hoy irresistible, pero en algún momento estimaremos en mucho menos su valor, y todavía después, cuando no se lo pueda contar sin acompañarlo de un comentario sobre quién fue la princesa Luisa y cómo se entendía su «estar toda quemada» o «haberse hecho humo», no producirá efecto alguno a pesar de la bondad de su juego de palabras.

Buen número de los chistes en circulación alcanzan, así, cierto lapso de vida, cierto ciclo vital que se compone de un florecimiento y una decadencia que termina en su completo olvido. El afán de los hombres por ganar placer de sus procesos de pensamiento crea, entonces, nuevos y nuevos chistes por apuntalamiento en los nuevos intereses del día. La fuerza vital de los chistes actuales en modo alguno es propia de estos; la toman prestada, por el camino de la alusión, de aquellos otros intereses cuyo decurso determina también la peripecia del chiste. El factor de la actualidad, que se añade al chiste como tal en calidad de fuente de placer efímera, pero particularmente generosa, no puede equipararse sin más al redescubrimiento de lo consabido. Más bien se trata de una particular cualificación de lo consabido, a lo cual es preciso atribuirle la propiedad de lo fresco, reciente y no tocado por el olvido. También en la formación del sueño topamos con una particular predilección por lo reciente, y uno no puede alejar de sí la conjetura de que la asociación con lo reciente es premiada, y así facilitada, por una peculiar prima de placer.

La unificación, que no es sino la repetición en el ámbito de la trama de lo pensado, en vez de serlo en la del material, ha hallado un particular reconocimiento en Fechrier como fuente de placer del chiste. Escribe: «En mi opinión, en el campo de lo que aquí consideramos, el principio del enlace unitario de lo diverso desempeña el papel principal, pero necesita de unas condiciones accesorias que lo sostengan para que el contento que son capaces de asegurar los casos correspondientes, con su peculiar carácter, sobrepase el umbral».

En todos estos casos de repetición de la misma trama o del mismo material de palabras, de redescubrimiento de lo consabido y reciente, no se nos puede impedir que derivemos el placer sentido en ellos del ahorro en gasto psíquico, siempre que ese punto de vista demuestre ser fructífero para el esclarecimiento de detalles y para obtener nuevas generalizaciones. No se nos escapa que todavía hemos de aclarar la manera en que se produce el ahorro, así como el sentido de la expresión «gasto psíquico».

El tercer grupo de las técnicas del chiste -se trata casi siempre del chiste en el pensamiento-, que comprende las falacias, desplazamientos, el contrasentido, la figuración por lo contrario, etc., a primera vista acaso muestre un sesgo particular y no deje traslucir parentesco alguno con las técnicas del redescubrimiento de lo consabido o de la sustitución de las asociaciones-objeto-del-mundo por las asociaciones-palabra; sin embargo, justamente en este caso es muy fácil hacer valer el punto de vista del ahorro o aligeramiento del gasto psíquico.

Es más fácil y cómodo desviarse de un camino de pensamiento emprendido que mantenerse en él, y confundir lo diferente que ponerlo en oposición; y muy en particular lo es entregarse a modos de inferencia desestimados por la lógica y, por último, en la trabazón de palabras y de pensamientos, prescindir de la condición de que hayan de poseer también un sentido: en verdad, nada de esto es dudoso, y es justamente lo que hacen las técnicas de chiste consideradas. Pero sí provocará asombro que tal proceder abra al trabajo del chiste una fuente de placer, pues salvo el caso del chiste sólo podemos experimentar unos sentimientos displacenteros de defensa frente a todos esos malos rendimientos de la actividad de pensar.

Es cierto que en la vida seria el «placer del disparate», como podríamos decir para abreviar, se encuentra oculto hasta desaparecer. Para pesquisarlo nos vemos obligados a considerar dos casos en los que todavía es visible y vuelve a serlo: la conducta del niño que aprende y la del adulto en un talante alterado por vía tóxica. En la época en que el niño aprende a manejar el léxico de su lengua materna, le depara un manifiesto contento «experimentar jugando» (Groos) con ese material, y entrama las palabras sin atenerse a la condición del sentido, a fin de alcanzar con ellas el efecto placentero del ritmo o de la rima. Ese contento le es prohibido poco a poco, hasta que al fin sólo le restan como permitidas las conexiones provistas de sentido entre las palabras. Pero todavía, años después, los afanes de sobreponerse a las limitaciones aprendidas en el uso de las palabras se desquitan deformándolas por medio de determinados apéndices, alterándolas a través de ciertos arreglos (reduplicaciones, jerigonzas) o aun creando un lenguaje propio para uso de los compañeros de juego, empeños estos que vuelven a aflorar en ciertas categorías de enfermos mentales.

Opino que no importa el motivo al cual obedeció el niño al empezar con esos juegos; en el ulterior desarrollo se entrega a ellos con la conciencia de que son disparatados y halla contento en ese estímulo de lo prohibido por la razón. Se vale del juego para sustraerse de la presión de la razón crítica. Ahora bien, mucho más coactivas son las limitaciones que deben implantarse en la educación para el pensar recto y para separar lo verdadero de lo falso en la realidad objetiva; por eso tiene tan hondas raíces y es tan duradera la sublevación contra la compulsión del pensamiento y la realidad objetiva. Hasta los fenómenos del quehacer fantaseador caen bajo este punto de vista. En el último período de la infancia, y en el del aprendizaje que va más allá de la pubertad, el poder de la crítica ha crecido tanto en la mayoría de los casos que el placer del «disparate liberado» rara vez osa exteriorizarse directamente. Uno no se atreve a enunciar un disparate; pero la inclinación, característica de los niños varones, al contrasentido en el obrar, a un obrar desacorde con el fin, paréceme un directo retoño del placer por el disparate. En casos patológicos vemos esta inclinación acrecentada hasta el punto de que ha vuelto a dominar los dichos y respuestas del colegial; en algunos alumnos del Gymnasium aquejados de neurosis pude convencerme de que el placer, de eficacia inconciente, por el disparate que producían no contribuía menos a sus operaciones fallidas que su real y efectiva ignorancia.

Más tarde, el alumno universitario no ceja en manifestarse contra la compulsión del pensamiento y la realidad objetiva, cuyo imperio, no obstante, sentirá cada vez más intolerante e irrestricto. Buena parte de los chascos de estudiantes corresponden a esa reacción. El hombre es, justamente, un «incansable buscador de placer» -ya no sé en qué autor he hallado esta feliz expresión-, y le resulta harto difícil cualquier renuncia a un placer que ya haya gozado una vez. Con el alegre disparate del Bierschwefel, el estudiante procura rescatar para sí el placer de la libertad de pensar que la instrucción académica le quita cada vez más. Y aun mucho después, cuando siendo un hombre maduro se ha reunido con otros en un congreso científico y ha vuelto a sentirse discípulo, concluidas las sesiones se ve precisado a buscar en el Kneipzeitung, que deforma hasta el disparate las intelecciones recién adquiridas, el resarcimiento por la inhibición de pensamiento que acaba de erigirse en él.

«Bierschwefel» y «Kneipzeitung», por su mismo nombre, atestiguan que la crítica, represora del placer de disparate, ha cobrado ya tanta fuerza que no se la puede apartar, ni siquiera temporariamente, sin el auxilio de recursos tóxicos. La alteración en el estado del talante es lo más valioso que el alcohol depara al ser humano, y por eso no todos pueden prescindir de ese «veneno». El talante alegre, sea generado de manera endógena o producido por vía tóxica, rebaja las fuerzas inhibidoras, entre ellas la crítica, y así vuelve de nuevo asequibles unas fuentes de placer sobre las que gravitaba la sofocación. Es sumamente instructivo ver cómo un talante alegre plantea menores exigencias al chiste. Es que el talante sustituye al chiste, del mismo modo como el chiste debe empeñarse en sustituir al talante, en el que de ordinario reina la inhibición de posibilidades de goce, entre ellas el placer de disparate:

«Con poca gracia {Witz} y mucho contento».

Bajo el influjo del alcohol, el adulto vuelve a convertirse en el niño a quien deparaba placer la libre disposición sobre su decurso de pensamiento, sin observancia de la compulsión lógica.

Con lo dicho esperamos haber puesto en evidencia que las técnicas de contrasentido en el chiste corresponden a una fuente de placer. Y sólo necesitamos repetir que ese placer proviene de un ahorro de gasto psíquico, un aligeramiento de la compulsión ejercida por la crítica.

Si echamos otra ojeada retrospectiva sobre los tres grupos separados de técnicas del chiste, notamos que el primero y el tercero, la sustitución de las asociaciones-cosa-del-mundo por las asociaciones -palabra y el empleo del contrasentido, pueden ser conjuntamente considerados como unos restablecimientos de antiguas libertades y unos aligeramientos de la compulsión que la educación intelectual impone; son unos alivios psíquicos que uno puede poner en cierta relación de oposición con el ahorro en que consiste la técnica del segundo grupo. Alivio de gasto psíquico, sea este preexistente, sea reclamado en el momento: he ahí, pues, los dos principios a que se reconduce toda técnica de chiste, y, por tanto, todo placer derivado de tales técnicas. Por lo demás, las dos variedades de la técnica y de la ganancia de placer coinciden -al menos a grandes trazos- con la división de chiste en la palabra y chiste en el pensamiento.

[2]

Las elucidaciones precedentes nos han llevado, sin que lo advirtiésemos, a inteligir una historia evolutiva o psicogénesis del chiste, que ahora abordaremos más de cerca. Hemos tomado noticia de unos estadios previos del chiste, y es probable que su desarrollo hasta el chiste tendencioso ponga en descubierto nuevos vínculos entre los diversos caracteres del chiste. Antes de todo chiste existe algo’ que podemos designar como juego o «chanza». El juego -atengámonos a esta designación- aflora en el niño mientras aprende a emplear palabras y urdir pensamientos. Es probable que ese juego responda a una de las pulsiones que constriñen al niño a ejercitar sus capacidades (Groos [1899]); al hacerlo tropieza con unos efectos placenteros que resultan de la repetición de lo semejante, del redescubrimiento de lo consabido, la homofonía, etc., y se explican como insospechados ahorros de gasto psíquico.  No es asombroso que esos efectos placenteros impulsen {antreiben} al niño a cultivar el juego y lo muevan a proseguirlo sin miramiento por el significado de las palabras y la trabazón de las oraciones. Un juego con palabras y pensamientos, motivado por ciertos efectos de ahorro placenteros, sería entonces el primero de los estadios previos del chiste.

El fortalecimiento de un factor que merece ser designado como crítica o racionalidad pone término a ese juego. Ahora este es desestimado por carecer de sentido o ser un directo contrasentido; se vuelve imposible a consecuencia de la crítica. También queda excluido, salvo por azar, obtener placer de aquellas fuentes del redescubrimiento de lo consabido, etc., a menos que al individuo en crecimiento lo afecte un talante placentero que, semejante a la alegría del niño, cancele la inhibición crítica. Sólo en este último caso vuelve a posibilitarse el viejo juego para ganar placer, pero el ser humano prefiere no esperar que se dé por sí ni renunciar al placer que, según sabe, le procura. Por eso busca medios que lo independicen del talante placentero; el ulterior desarrollo hacía el chiste es regido por ambas aspiraciones: evitar la crítica y sustituir el talante.

Así adviene el segundo estadio previo del chiste, la chanza. Lo que se requiere es abrir paso a la ganancia de placer del juego, pero cuidando, al mismo tiempo, de acallar el veto de la crítica que no permite que sobrevenga el sentimiento placentero. Hay un único camino que lleva a esa meta: la reunión de palabras sin sentido o el contrasentido en la secuencia de los pensamientos deben poseer, empero, un sentido. Todo el arte del trabajo del chiste se ofrece para descubrir aquellas palabras y constelaciones de pensamiento en que se cumple esa condición. Todos los recursos técnicos del chiste ya encuentran aplicación aquí, en la chanza, y el uso lingüístico ni siquiera traza un distingo consecuente entre chanza y chiste. Lo que diferencia a la primera del segundo es que en ella el sentido de la oración sustraída de la crítica no necesita ser valioso ni novedoso, ni aun meramente bueno; sólo es preciso que se lo pueda decir, por más que sea insólito, superfluo o inútil decirlo. En la chanza se sitúa en el primer plano la satisfacción de haber posibilitado lo que la crítica prohibe.

Una mera chanza es, por ejemplo, la definición que da Schleiermacher de los celos {Eifersucht} como la pasión {Leidenschaft} que busca con celo {Mit Eiler sucht} lo que hace padecer {Leiden schafft}. Una chanza fue la del profesor Kästner, quien en el siglo XVIII enseñaba física en Gotinga -y hacía chistes-, cuando en la matriculación a uno de sus cursos preguntó la edad a un alumno de nombre Kriegk {Krieg = guerra}, y al responder este que tenía treinta años, dijo: «¡Ah! Tengo el honor de ver la Guerra {Krieg} de los Treinta Años» (Kleinpaul, 1890). Con una chanza respondió el maestro Rokitansky a la pregunta por las profesiones escogidas por sus cuatro hijos: «Dos curan {heilen} y dos aúllan {heulen}» (dos médicos y dos cantantes). La información era correcta y por ende inatacable; pero no agregaba nada que no estuviese ya contenido en la frase que incluimos entre paréntesis. Es inequívoco que la respuesta ha cobrado la otra forma sólo a causa del placer que se deriva de la unificación y de la homofonía de las dos palabras.

Creo que por fin vemos claro. En la apreciación de las técnicas del chiste nos perturbaba el hecho de que no eran exclusivas de este, a pesar de lo cual su esencia parecía depender de ellas, puesto que si se las eliminaba por la reducción desaparecían el carácter y el placer de chiste. Ahora notamos que lo que hemos descrito como las técnicas del chiste -y en cierto sentido debemos seguir llamándolas así- son más bien las fuentes de las que, aquel obtiene el placer, y no hallamos asombroso que otros procedimientos aprovechen las mismas fuentes con igual fin. Pues bien, la técnica peculiar del chiste y exclusiva de él consiste en su procedimiento para asegurar el empleo de estos recursos dispensadores de placer contra el veto de la crítica, que cancelaría ese placer. Es poco lo que podemos enunciar con carácter general acerca de ese proceder; como ya dijimos, el trabajo del chiste se exterioriza en la selección de un material de palabras y unas situaciones de pensamiento tales que el antiguo juego con palabras y pensamientos pueda pasar el examen de la crítica, y para este fin se explotan con la máxima habilidad todas las peculiaridades del léxico y todas las constelaciones de la urdimbre de pensamientos. Acaso luego podamos caracterizar el trabajo del chiste mediante una determinada propiedad; por ahora queda sin explicar cómo es posible que se alcance la selección provechosa para el chiste. Pero la tendencia y operación de chiste -proteger de la crítica las conexiones de palabra y de pensamiento deparadoras de placer- se pone de manifiesto ya en la chanza como su rasgo esencial. Desde el comienzo su operación consiste en cancelar inhibiciones internas y en reabrir fuentes de placer que ellas habían vuelto inasequibles; hallaremos que ha permanecido fiel a este carácter a lo largo de todo su desarrollo.

Ahora estamos también en condiciones de señalar su posición correcta al factor del «sentido en lo sin sentido», al que los autores atribuyen tan gran valor para caracterizar el chiste y esclarecer su efecto placentero. Los dos puntos firmes de su condicionamiento, su tendencia a abrir paso al juego placentero y su empeño en protegerlo de la crítica racional, explican por sí solos por qué cada chiste, si ante una visión se muestra como sin sentido, ante otra tiene que presentarse como provisto de sentido o al menos como admisible. De qué manera habrá de conseguirlo, es asunto del trabajo del chiste; cuando el chiste no es logrado, se lo desestimará justamente como «sinsentido» {«disparate»}. Pero nosotros no estamos constreñidos a derivar el efecto placentero del chiste de la querella entre los sentimientos que brotan a raíz de su sentido y de su simultáneo sinsentido, sea de manera directa, sea por vía del «desconcierto e iluminación». Y tampoco nos vemos obligados a tratar de averiguar cómo puede surgir placer de la alternancia entre el tener-por-un-sinsentido al chiste y el discernirlo-como-provisto-de-sentido. Su psicogénesis nos ha enseñado que el placer del chiste proviene del juego con palabras o de la liberación de lo sin sentido, y que el sentido del chiste sólo está destinado a proteger ese placer para que la crítica no lo cancele.

Así, el problema del carácter esencial del chiste ya quedaría explicado en la chanza. Ahora podemos examinar el ulterior desarrollo de la chanza hasta su culminación en el chiste tendencioso. La chanza, pues, está presidida por la tendencia a depararnos contento, y para ello le basta que su enunciado no sea un disparate ni aparezca por completo insostenible. Cuando ese enunciado es él mismo sostenible y valioso, la chanza se muda en chiste. Un pensamiento que habría merecido nuestro interés aun expresado en forma llana, ahora se viste con una forma que en sí y por sí no puede menos que excitar nuestra complacencia.  Debemos pensar que una conjugación como esa no se ha establecido sin un propósito, y nos empeñaremos entonces en colegir el que pudiera estar en la base de la formación del chiste. Nos pondrá sobre la pista una observación que ya hicimos antes como al pasar. Tenemos anotado, en efecto, que un buen chiste nos causa, por así decir, una impresión global de complacencia sin que podamos diferenciar de una manera inmediata qué parte del placer proviene de la forma chistosa y cuál del acertado contenido de pensamiento. De continuo erramos respecto de esa distribución, sobrestimamos unas veces la bondad del chiste a consecuencia de la admiración que nos provoca el pensamiento contenido en él, y otras veces, a la inversa, tasamos en demasía el valor del pensamiento a causa del contento que nos depara la vestidura chistosa. No sabemos qué nos produce contento ni por qué reímos. Acaso sea esta incertidumbre de nuestro juicio, que aceptamos como un hecho, la que proporciona el motivo para la formación del chiste en el sentido genuino. El pensamiento busca el disfraz de chiste porque mediante él se recomienda a nuestra atención, puede parecernos así más significativo y valioso, pero sobre todo porque esa vestidura soborna y confunde a nuestra crítica. Estamos inclinados a acreditar al pensamiento lo que nos agradó en la forma chistosa, y desinclinados a hallar incorrecto -y así cegarnos una fuente de placer- algo que nos deparó contento. Si el chiste nos hace reír, ello establece además en nosotros la predisposición más desfavorable a la crítica, pues entonces, desde un punto, se nos ha impuesto aquel talante que ya el juego proveía y que el chiste se empeña en sustituir por todos los medios. Si bien ya dejamos establecido que un chiste así debe calificarse de inocente, no tendencioso todavía, no podemos desconocer que, en sentido estricto, sólo la chanza está exenta de tendencia, o sea, sirve al exclusivo propósito de producir placer. El chiste -aunque el pensamiento en él contenido esté desprovisto de tendencia, y por tanto sirva a intereses de pensamiento meramente teóricos- en verdad nunca está exento de tendencia; persigue el propósito segundo de promover lo pensado por medio de una magnificación y asegurarlo contra la crítica. Aquí vuelve a exteriorizar su naturaleza originaria contraponiéndose a un poder inhibidor y limítante, en este caso el juicio crítico.

Este primer empleo del chiste, que rebasa la producción de placer, nos indica el resto del camino. El chiste queda así discernido como un factor de poder psíquico cuyo peso puede decidir que se incline uno u otro platillo de la balanza. Las grandes tendencias y pulsiones de la vida anímica lo toman a su servicio para sus fines. El chiste, que en su origen estuvo exento de tendencia y empezó como un juego, se relaciona secundariamente con tendencias a las que a la larga no puede sustraérseles nada de lo que es formado en la vida anímica. Ya conocemos lo que era capaz de operar al servicio de las tendencias desnudadora, hostil, cínica y escéptica. En el chiste obsceno, que procede de la pulla indecente, convierte al tercero -originariamente perturbador de la situación sexual- en un cómplice ante quien la mujer debe avergonzarse, y lo logra sobornándolo mediante la comunicación de su ganancia de placer. En el caso de la tendencia agresiva, y con este mismo recurso, muda al oyente, que al comienzo era indiferente, en partícipe del odio o del desprecio, y así levanta contra el enemigo un ejército de opositores donde al principio sólo había uno. En el primer caso vence las inhibiciones de la vergüenza y del decoro mediante la prima de placer que ofrece; en el segundo, en cambio, torna a revocar el juicio crítico, que de otro modo habría sometido a examen el caso litigioso. En los casos tercero y cuarto, al servicio de la tendencia cínica y de la escéptica, desbarata el respeto por instituciones y verdades en que el oyente ha creído; lo hace, por una parte, reforzando el argumento, pero, por la otra, cultivando una nueva modalidad de ataque. En tanto que el argumento procura poner de su lado la crítica del oyente, el chiste se afana en derogar esa crítica. No hay duda de que el chiste ha escogido el camino psicológicamente más eficaz.

Mientras ensayábamos este vistazo panorámico sobre las operaciones del chiste tendencioso, se nos situó en primer plano lo que es más visible, a saber, el efecto del chiste sobre quien lo escucha. Empero, para entender el chiste son más significativas las operaciones que él consuma- en la vida anímica de quien lo hace o, para decirlo de la única manera correcta, de aquel a quien se le ocurre. Ya una vez concebirnos el designio -y aquí hallamos ocasión de renovarlo- de estudiar los procesos psíquicos del chiste con referencia a su distribución entre dos personas. Provisionalmente expresaremos la conjetura de que, en la mayoría de los casos, el proceso psíquico incitado por el chiste es copia en el oyente del que sobreviene en el creador. Al obstáculo externo que debe ser superado en el oyente corresponde un obstáculo interno en el chistoso. En este último ha preexistido por lo menos la expectativa del obstáculo externo como una representación inhibidora. En ciertos casos es evidente el obstáculo interno superado por el chiste tendencioso; acerca de los chistes del señor N., por ejemplo, pudimos suponer que no sólo posibilitaban al oyente el goce de la agresión mediante injurias, sino sobre todo a él mismo el producirlas. Entre las variedades de la inhibición interna o sofocación, hay una merecedora de nuestro particular interés por ser la más extendida; se la designa con el nombre de «represión» y se le discierne la operación de excluir del devenir-conciente tanto las mociones que sucumben a ella como sus retoños. Pues bien; nos enteraremos de que el chiste tendencioso sabe desprender placer aun de esas fuentes sometidas a la represión. Si de esta suerte, como antes indicamos, la superación de obstáculos externos se puede reconducir a la de obstáculos internos y represiones, es lícito decir que el chiste tendencioso muestra con la mayor claridad, entre todos los estadios de desarrollo del chiste, el carácter rector del trabajo del chiste: liberar placer por eliminación de inhibiciones. Refuerza las tendencias a cuyo servicio se pone aportándoles unos socorros desde mociones que se mantienen sofocadas, o directamente se pone al servicio de tendencias sofocadas.

Muy bien puede uno conceder que son estas las operaciones del chiste tendencioso, y a pesar de ello verse precisado a reparar en que uno no comprende de qué manera le es posible lograr esas operaciones. Su poder consiste en la ganancia de placer que extrae de las fuentes del jugar con palabras y del disparate liberado, y si uno debiera juzgar por las impresiones que ha recibido de las chanzas exentas de tendencia, no podría atribuir a ese placer un monto tan grande que tuviera la fuerza para cancelar inhibiciones y represiones arraigadas. De hecho, no estamos aquí frente a un simple efecto de fuerzas, sino a una enredada constelación de desencadenamiento. En lugar de mostrar el largo rodeo por el cual he llegado a inteligir esa constelación, intentaré exponerla por el atajo de la síntesis.

Fechner (1897, 1, cap. V) ha postulado el «principio del recíproco valimiento estético, o incremento», que desarrolla con las siguientes palabras: «De la conjunción no contradictoria entre condiciones de placer que separadas operarían poco resulta un placer mayor, a mentido mucho mayor del que correspondería al valor-placer de las condiciones singulares por sí, mayor del que pudiera explicarse como suma de los efectos separados; y mediante una conjunción de esa clase hasta puede alcanzarse un resultado positivo de placer, superarse el umbral de placer, no obstante ser demasiado débiles para ello los factores singulares; sólo que, comparados con otros, estos tienen que arrojar una ventaja registrable en materia de gusto». Las bastardillas son de Fechner.)

Creo que el tema del chiste no nos brindará muchas oportunidades para comprobar la corrección de este principio, que puede ser demostrado en gran número de otras formaciones estéticas. En el chiste hemos aprendido algo diverso, que al menos se sitúa en las proximidades de ese principio, a saber: si varios factores actúan conjugadamente para producir placer, no somos capaces de discernir la efectiva contribución de cada uno de ellos al resultado. Ahora bien, uno puede concebir unas variaciones para la situación supuesta en el principio del recíproco valimiento, y plantear respecto de tales nuevas condiciones una serie de problemas merecedores de respuesta. ¿Qué acontece, en general, cuando en una misma constelación se conjugan unas condiciones de placer con unas de displacer? ¿De qué dependerá allí el resultado y el signo de este?

El del chiste tendencioso es un caso especial entre esas posibilidades. Preexistía una moción o aspiración que quería desprender placer de una determinada fuente, y lo habría conseguido de no mediar inhibición; junto a ella, existe otra aspiración que actúa en sentido contrarío a ese desarrollo de placer, y entonces lo inhibe o sofoca. Como lo muestra el resultado, la corriente sofocadora tiene que ser un poco más fuerte que la sofocada, la cual, empero, no resulta cancelada por ello. Ahora entra en escena una tercera aspiración que desprendería placer de ese mismo proceso, si bien de otras fuentes, y que por ende actúa en el mismo sentido que la sofocada. ¿Cuál puede ser el resultado en tal caso?

Un ejemplo nos orientará mejor de lo que podría hacerlo esta esquematización. Tenemos la aspiración a insultar a cierta persona; pero tanto estorba el sentimiento del decoro, la cultura estética, que el insultar será por fiereza interceptado; y si, por ejemplo a consecuencia de un cambio en el estado afectivo o talante, se abriera paso a pesar de todo, esa irrupción de la tendencia insultadora se sentiría con posterioridad {nachträglich} como displacer. Por tanto, queda interceptado el insultar. En este punto se ofrece la posibilidad de extraer un buen chiste del material de palabras y pensamientos que sirven para el insulto, y por consiguiente de desprender placer de otras fuentes a las que no estorba la misma sofocación. Empero, este segundo desarrollo de placer sería interceptado si el insultar no se consintiera; pero toda vez que se lo deje correr, a él se conectará además el nuevo desprendimiento de placer. En el chiste tendencioso la experiencia muestra que en tales circunstancias la tendencia sofocada puede cobrar, por el valimiento del placer de chiste, la fortaleza que le permita vencer a la inhibición, de otro modo más fuerte que ella. Se insulta porque así se posibilita el chiste. Pero el gusto conseguido no es sólo el que el chiste produce; es incomparablemente mayor. Y siendo tanto más grande que el placer de chiste, nos vemos llevados a suponer qu e la tendencia hasta entonces sofocada pudo abrirse paso sin mengua alguna. Bajo tales circunstancias, se reirá de la manera más copiosa con el chiste tendencioso.

Quizá mediante la indagación de las condiciones de la risa llegaremos a formarnos una representación más intuible del valimiento del chiste contra la sofocación. Pero ahora vemos que el del chiste tendencioso es un caso especial del principio del recíproco valimiento. Una posibilidad de desarrollo de placer se añade a una situación en que otra posibilidad de placer está estorbada de tal suerte que por sí sola esta última no produciría placer alguno; el resultado es un desarrollo de placer mucho mayor que el de la posibilidad que se añade. Esta última ha actuado, por así decir, como una prima de incentivación; por el valimiento de un pequeño monto de placer que se ofrece, se consigue uno mucho mayor, que de otro modo difícilmente se ganaría. Tengo buenas razones para conjeturar que este principio corresponde a una norma que rige en muchos ámbitos de la vida anímica, muy distantes entre sí, y considero adecuado designar placer previo al que sirve para desencadenar el desprendimiento de placer mayor, y llamar a aquel principio el principio del placer previo.

Ahora podemos enunciar la fórmula para la modalidad de acción del chiste tendencioso: Se pone al servicio de tendencias para producir, por medio del placer de chiste en calidad de placer previo, un nuevo placer por la cancelación de sofocaciones y represiones. Si ahora echamos una ojeada panorámica, tenemos derecho a decir que el chiste permanece fiel a su esencia desde sus comienzos hasta su perfeccionamiento. Empieza como un juego para extraer placer del libre empleo de palabras y pensamientos. Tan pronto como una razón fortalecida le prohibe ese juego con palabras por carente de sentido, y ese juego con pensamientos por disparatado, él se trueca en chanza para poder retener aquellas fuentes de placer y ganar uno nuevo por la liberación del disparate. Luego, como chiste genuino, exento todavía de tendencia, presta su valimiento a lo pensado y lo fortalece contra la impugnación del juicio crítico, para lo cual le es de utilidad el principio de la conjunción de las fuentes de placer; por último, aporta grandes tendencias, que entran en guerra con la sofocación, a fin de cancelar inhibiciones interiores siguiendo el principio del placer previo. La razón -el juicio crítico-la sofocación: he ahí, en su secuencia, los poderes contra los cuales guerrea; retiene las fuentes originarias del placer en la palabra y, desde el estadio de la chanza, se abre nuevas fuentes de placer mediante la cancelación de inhibiciones. Y en cuanto al placer que produce, sea placer de juego o de cancelación, en todos los casos podemos derivarlo de un ahorro de gasto psíquico, siempre que esta concepción no contradiga la esencia del placer y se demuestre fecunda también en otros aspectos.

Los motivos del chiste.
El chiste como proceso social.

Podría parecer superfluo referirse a los motivos del chiste, puesto que es preciso reconocer en el propósito de ganar placer el motivo suficiente del trabajo del chiste. Sin embargo, por una parte no está excluido que otros motivos participen en su producción y, además, con relación a ciertas notorias experiencias es inexcusable plantear el tema del condicionamiento subjetivo del chiste.

Sobre todo dos hechos lo vuelven obligatorio. Aunque el trabajo del chiste es un excelente camino para ganar placer desde los procesos psíquicos, harto se ve que no todos los seres humanos son capaces en igual manera de valerse de este medio. El trabajo del chiste no está a disposición de todos, y en generosa medida sólo de poquísimas personas, de las cuales se dice, sin gula rizándolas, que tienen gracia {Witz}. «Gracia» aparece aquí como una particular capacidad, acaso dentro de la línea de las viejas «facultades del alma», y ella parece darse con bastante independencia de las otras: inteligencia, fantasía, memoria, etc. Por lo tanto, en las cabezas graciosas hemos de presuponer particulares disposiciones o condiciones psíquicas que permitan o favorezcan el trabajo del chiste.

Me temo que en el sondeo de este tema no habremos de llegar muy lejos. Sólo aquí y allí conseguimos avanzar desde el entendimiento de un chiste hasta la noticia sobre sus condiciones subjetivas en el alma de quien lo hizo. A un azar se debe que justamente el ejemplo con que iniciamos nuestras indagaciones sobre la técnica del chiste nos permita también echar una mirada sobre su condicionamiento subjetivo. Me refiero al chiste de Heine, mencionado asimismo por Heymans y Lipps:

« … tomé asiento junto a Salomon Rothschild y él me trató como a uno de los suyos, por entero famillonarmente» («Die Báder von Lucca»).

Heine ha puesto esta frase en boca de una persona cómica, Hirsch-Hyacinth, de Hamburgo, agente de lotería, pedicuro y tasador, valet de cámara del noble barón Cristoforo Gumpelino (antes Gumpel). Es evidente que el poeta siente gran complacencia por esta criatura suya, pues le hace llevar la voz cantante y pone en sus labios las manifestaciones más divertidas y francotas; le presta la sabiduría práctica de un Sancho Panza, ni más ni menos. Uno no puede menos que lamentar que Heine, al parecer no proclive a la plasmación dramática, haya abandonado tan pro . nto a ese precioso personaje. En no pocos pasajes se nos antoja que a través de Hirsch-Hyacinth habla el poeta mismo tras una delgada máscara, y enseguida adquirimos la certidumbre de que esa persona no es más que una parodia que Heine hace de sí mismo. Hirsch cuenta las razones por las cuales dejó su nombre anterior y ahora se llama Hyacinth. «Además, tengo la ventaja -prosigue- de que hay ya una «H» en mi sello, y no necesito mandarme a grabar uno nuevo». Pero el propio Heine se había procurado ese ahorro cuando trocó su nombre de pila «Harry» por «Heinrich» al ser bautizado.

Ahora bien, cualquiera que esté familiarizado con la biografía del poeta recordará que tenía en Hamburgo, ciudad de la que hace oriundo a Hirsch-Hyacinth, un tío de igual apellido, quien, siendo la persona acaudalada de la familia, desempeñó importantísimo papel en su vida. Y ese tío se llamaba… Salomon, lo mismo que el viejo Rothschild, el que acogió tan «famillonarmente» al pobre Hirsch. Lo que en boca de Hirsch-Hyacinth parecía una mera broma muestra pronto un trasfondo de seria amargura si lo atribuimos al sobrino Harry-Heinrich. Claro que pertenecía a esa familia, y aun sabernos que era su ardiente deseo casarse con una hija de ese tío; pero la prima lo rechazó, y el tío lo trató siempre algo «farnillonarmente», como pariente pobre. Los primos ricos de Hamburgo nunca lo aceptaron del todo; yo me acuerdo del relato de una vieja tía mía, emparentada por matrimonio con la familia Heine: siendo una joven y hermosa señora, se encontró en la mesa familiar, cierto día, vecina de un sujeto que le pareció desagradable y a quien los demás trataban con menosprecio. No se sintió movida a mostrarse afable con él; sólo muchos años después se enteró de que ese primo relegado y desdeñado era el poeta
Heinrich Heine. Numerosos testimonios probarían cuánto hubo de sufrir Heine en su juventud, y aun más tarde, por esa desautorización de sus parientes ricos. Entonces, el chiste «famillonarmente» ha crecido en el suelo de esa profunda emoción subjetiva.

Acaso en muchos otros chistes del gran satírico se podrían conjeturar parecidas condiciones subjetivas, pero no sé de otro ejemplo en que pudiera iluminárselas de un modo tan convincente; por eso andaríamos descaminados pretendiendo formular algo más preciso acerca de la naturaleza de esas condiciones personales; y por otra parte, no será nuestra primera inclinación reclamar para cada chiste unas condiciones genéticas tan complejas como esas. Tampoco en las producciones chistosas de otros hombres famosos nos resulta más fácil obtener la intelección buscada; tal vez uno reciba la impresión de que las condiciones subjetivas del trabajo del chiste no suelen distar mucho de las que presiden la contracción de una neurosis, por ejemplo si se entera de que Lichtenberg sufría de hipocondría grave y toda clase de rarezas lo aquejaban. La gran mayoría de los chistes, en particular los nuevos, producidos a raíz de las ocasiones del día, circulan anónimamente; podría intrigarnos averiguar a qué clase de gente se reconduce esa producción. Si como médico uno llega a conocer a una de estas personas que, aun no descollando en otros terrenos, poseen en su círculo fama de graciosas y autoras de muchos chistes felices, acaso le sorprenda descubrir que ese talento chistoso es una personalidad escindida y predispuesta a contraer neurosis. Pero la insuficiencia de los documentos nos disuadirá, ciertamente, de postular una constitución psiconeurótica semejante como condición regular o necesaria de la formación del chiste.

Un caso más trasparente lo proporcionan otra vez los chistes de judíos creados por los propios judíos, como ya hemos consignado, pues las historias sobre ellos de otro origen casi nunca superan el nivel del chascarrillo o la irrisión brutal. Aquí, como en el chiste «famillonarmente», de Heine, parece destacarse la condición de estar envuelto uno mismo, y el significado de esta última condición residiría en que así la persona halla estorbadas la crítica o agresión directas, que sólo mediante unos rodeos le resultan posibles.

Otras condiciones o favorecimientos subjetivos del trabajo del chiste son menos oscuros. El resorte que pulsiona a la producción de chistes inocentes es, no rara vez, el esfuerzo {Drang} ambicioso de hacer gala de espíritu, de ponerse en la escena, pulsión esta que debe ser equiparada a la exhibición en el ámbito sexual. La presencia de numerosas mociones inhibidas cuya sofocación ha acreditado cierto grado de labilidad constituirá la predisposición más favorable para producir el chiste tendencioso. Así, en particular, componentes singulares de la constitución sexual de un individuo pueden entrar como motivos de la formación del chiste. Toda una serie de chistes obscenos permite inferir la existencia en sus autores de una escondida inclinación exhibicionista; las personas que mejor hacen los chistes tendenciosos agresivos son aquellas en cuya sexualidad se registra un poderoso componente sádico, más o menos inhibido en su vida.

El otro hecho que nos invita a indagar el condicionamiento subjetivo del chiste es la experiencia, notoria para todos, de que nadie puede contentarse haciendo un chiste para sí solo. Es inseparable del trabajo del chiste el esfuerzo a comunicar este; y ese esfuerzo es incluso tan intenso que hartas veces se realiza superando importantes reparos. También en el caso de lo cómico depara goce la comunicación a otra persona; pero no es imperiosa, uno puede gozar solo de lo cómico dondequiera que lo encuentre. En cambio, se ve precisado a comunicar el chiste; el proceso psíquico de la formación del chiste no parece acabado con la ocurrencia de él; todavía falta algo que mediante la comunicación de la ocurrencia quiere cerrar ese desconocido proceso.

A primera vista no colegimos el eventual fundamento de esa pulsión a comunicar el chiste. Pero notamos en este último otra propiedad que vuelve a distinguirlo de lo cómico. Cuando me sale al paso lo cómico, es posible que me provoque franca risa; es verdad que también me alegra si puedo hacer reír a otro comunicándoselo. Pero del chiste que se me ha ocurrido, que yo he hecho, no puedo reír yo mismo, a pesar del inequívoco gusto que siento por él. Quizá mi necesidad de comunicar el chiste a otro se entrame de algún modo con ese efecto de risa denegado a mí, pero manifiesto en el otro.

Ahora bien, ¿por qué no río de mi propio chiste? ¿Y cuál es aquí el papel del otro?

Consideremos primero la segunda de esas preguntas. En lo cómico intervienen en general dos personas; además de mí yo, la persona en quien yo descubro lo cómico. En los casos en que los que me parecen cómicos son objetos del mundo, ello sólo ocurre por una suerte de personificación, no rara en nuestro representar. Al proceso cómico le bastan esas dos personas: el yo y la persona objeto; puede agregarse una tercera, pero no es necesaria. El chiste como juego con las propias palabras y pensamientos prescinde al comienzo de una persona objeto, pero ya en el estadio previo de la chanza, sí ha logrado salvar juego y disparate del entredicho de la razón, requiere de otra persona a quien poder comunicar su resultado. Ahora bien, esta segunda persona del chiste no corresponde a la persona objeto, sino a la tercera persona, al otro de la comicidad. Pareciera que en la chanza se trasfiriese a la otra persona el decidir si el trabajo del chiste ha cumplido su tarea, como si el yo no se sintiera seguro de su juicio sobre ello. También el chiste inocente, reforzador del pensamiento, requiere del otro para comprobar si ha alcanzado su propósito. Y cuando el chiste se pone al servicio de tendencias desnudadoras u hostiles, puede ser descrito como un proceso psíquico entre tres personas; son las mismas que en la comicidad, pero es diverso el papel de la tercera: el proceso psíquico del chiste se consuma entre la primera (el yo) y la tercera (la persona ajena), y no como en lo cómico entre el yo y la persona objeto.

También en la tercera persona del chiste tropieza este último con unas condiciones subjetivas que pueden volver inalcanzable la meta de la excitación de placer. Shakespeare lo advierte (Trabajos de amor perdidos, acto V, escena 2):

«A jest’s prosperity lies in the ear
Of him that hears it, never in the tongue
Of him that makes it… ».

Alguien en quien reine un talante ajustado a pensamientos serios no es apto para corroborar que, en efecto, la chanza logró rescatar el placer en la palabra. Para constituirse en la tercera persona de la chanza tiene que encontrarse en un estado de talante alegre o al menos indiferente. Este mismo obstáculo se extiende al chiste inocente y al tendencioso; sin embargo, en este último emerge, como un nuevo obstáculo, la oposición a la tendencia a que el chiste quiere servir. La prontitud a reír de un chiste marcadamente obsceno no puede instalarse si el desnudamiento recae sobre un allegado de la tercera persona, a quien ella respeta; en una reunión de párrocos y pastores, nadie osaría aludir a la comparación que hace Heine de los sacerdotes católicos y protestantes con los empleados de un gran comercio y unos pequeños comerciantes, respectivamente; y ante una platea de amigos devotos de mi oponente, las más chistosas invectivas que yo pudiera aducir contra él no se considerarían chistes, sino invectivas, provocarían indignación, no placer, en el auditorio. Algún grado de complicidad o cierta indiferencia, la ausencia de cualquier factor que pudiera provocar intensos sentimientos hostiles a la tendencia, es condición indispensable para que la tercera persona colabore en el acabamiento del proceso del chiste.

Pues bien; cuando no median esos obstáculos para el efecto del chiste, sobreviene el fenómeno sobre el que versa nuestra indagación, o sea que el placer que el chiste ha deparado prueba ser más nítido en la tercera persona que en la autora del chiste. Debemos contentarnos con decir «más nítido» donde nos inclinaríamos a preguntar si el placer del oyente no es más intenso que el del formador del chiste; se entiende, en efecto, que carecemos de elementos para medir y comparar. Ahora bien, vemos que el oyente atestigua su placer mediante una risa explosiva tras haberle contado el chiste la primera persona, casi siempre, con gesto de tensa seriedad. Cuando yo vuelvo a contar un chiste que he escuchado, para no estropear su efecto debo comportarme en su relato exactamente como quien lo hizo. Así, cabe preguntar si desde este condicionamiento de la risa del chiste podemos extraer alguna inferencia retrospectiva sobre el proceso psíquico de su formación.

En este punto no puede ser nuestro propósito considerar todo cuanto se ha afirmado y publicado acerca de la naturaleza de la risa. Bastarían para disuadirnos de semejante empresa las palabras con que Dugas, un discípulo de Ribot, encabeza su libro Psychologie du rire (1902, pág.1): «Il n’est pas de fait plus banal et plus étudié que le rire; il n’en est pas qui ait eu te don d’exciter davantage la curiosíté du vulgaire et celle des philosopbes; il n’en est pas sur lequel on aít recueilli plus d’observations et bâti plus de thêories, et avec cela il n’en est pas qui demeure plus inexpliqué. On serait tenté de dire avec les sceptiques qu’íl faut être content de rire et de ne pas chercher à savoir pourquo’I on rit, d’autant que peut-être la réllexion tue le rire, et qu’il serait alors contradictoire qu’elle en découvrit les causes».

En cambio, no dejaremos de utilizar para nuestros fines una opinión acerca del mecanismo de la risa que calza excelentemente en el círculo de nuestras ideas. Me refiero al intento de explicación que hace H. Spencer en su ensayo «The Physiology of Laughter» (1860). Según Spencer, la risa es un fenómeno de la descarga de excitación anímica y una prueba de que el uso psíquico de esa excitación ha tropezado repentinamente con un obstáculo. Describe con las siguientes palabras la situación psicológica que desemboca en la risa: «Laughter naturally results only when consciousness is unawares transferred from great things to small -onty when there is that we may call a descending incongruity».

En un sentido totalmente similar, ciertos autores franceses (Dugas) caracterizan la risa como una «détente», un fenómeno de distensión, y paréceme que también la fórmula de A. Bain [1865, pág. 250], «Laughter a release from constraint» {«La risa, una liberación del constreñimiento»}, diverge de la concepción de Spencer mucho menos de lo que pretenden hacernos creer ciertos autores.

Es cierto que sentimos la necesidad de modificar el pensamiento de Spencer, en’parte concibiendo de manera más precisa las representaciones que contiene y, en parte, cambiándolas. Diríamos que la risa nace cuando un monto de energía psíquica antes empleado en la investidura {Beset-Zung} de cierto camino psíquico ha devenido inaplicable, de suerte que puede experimentar una libre descarga. Tengo en claro cuán «mala apariencia» nos echamos encima con esta formulación, pero, a fin de escudarnos, osaremos citar una acertada frase del escrito de Lipps sobre la comicidad y el humor (1898, pág. 7]), que arroja luz no meramente sobre esos dos temas: «En definitiva, cada problema psicológico nos lleva a adentrarnos tanto en la psicología que, en el fondo, ninguno puede tratarse aislado». Los conceptos de «energía psíquica» y «descarga», y el abordaje de la energía psíquica como una cantidad, se me han convertido en hábitos de pensar desde que comencé a dar razón en términos filosóficos de los hechos de la psicopatología, y ya en La interpretación de los sueños (1900a) intenté, en armonía con Lipps, situar lo «eficaz genuinamente psíquico» en los procesos psíquicos en sí inconcientes, y no en los contenidos de conciencia.  Sólo cuando hablo de «investidura de caminos psíquicos» parezco distanciarme de los símiles usuales en Lipps. Las experiencias acerca de la desplazabilidad de la energía psíquica a lo largo de ciertas vías asociativas y acerca de la conservación, indestructible casi, de las huellas de procesos psíquicos me han sugerido, de hecho, ensayar esa figuración {Verbildlichung; también «iIlustración»} de lo desconocido. Para evitar un malentendido debo agregar que no intento proclamar como esos tales caminos a células y haces, ni a los sistemas de neuronas que hoy hacen sus veces, si bien es forzoso que esos caminos sean figurables, de una manera que aún no sabemos indicar, por unos elementos orgánicos del sistema nervioso.

Según nuestro supuesto, entonces, en la risa están dadas las condiciones para que experimente libre descarga una suma de energía psíquica hasta ese momento empleada como investidura; ahora bien, es cierto que no toda risa es indicio de placer, pero sí lo es la risa del chiste; esto nos inclinará a referir ese placer a la cancelación de la investidura mantenida hasta el momento. Cuando vemos que el oyente del chiste ríe, mientras que su creador no puede hacerlo, esto importa decirnos que en el oyente es cancelado y descargado un gasto de investidura, mientras que a raíz de la formación del chiste surgen obstáculos sea en la cancelación, sea en la posibilidad de descarga. Difícil sería caracterizar mejor el proceso psíquico del oyente, de la tercera persona del chiste, que destacando que adquiere el placer del chiste con un ínfimo gasto propio. Por así decir, se lo regalan. Las palabras que oye del chiste generan en él de manera necesaria aquella representación o conexión de pensamientos cuya formación, también en su caso, habría tropezado con obstáculos internos igualmente grandes. Habría debido gastar empeño propio para producirlas espontáneamente como primera persona, al menos un gasto psíquico de magnitud correspondiente a la intensidad de la inhibición, sofocación o represión de ellas. Es este gasto psíquico lo que se ha ahorrado, Según nuestras anteriores elucidaciones, diríamos que su placer está en correspondencia con ese ahorro. Según nuestra intelección del mecanismo de la risa diremos, más bien, que la energía de investidura empleada en la inhibición ha devenido de pronto superflua al producirse la representación prohibida siguiendo el camino de la percepción auditiva, y por eso está pronta a descargarse a través de la risa. En lo esencial ambas figuraciones desembocan en lo mismo, pues el gasto ahorrado corresponde exactamente a la inhibición que ha devenido superflua. Empero, la segunda es más plástica {anschaulich; «más intuible»}, pues nos permite decir que el oyente del chiste ríe con el monto de energía psíquica liberado por la cancelación de la investidura de inhibición; por así decir, ríe ese monto.

Si la persona en quien se forma el chiste no puede reír, ello indica, según decíamos, una desviación respecto del proceso que sobreviene a la tercera persona y atañe, ya sea a la cancelación de la investidura inhibidora, ya sea a la posibilidad de descargarla. Pero la primera de esas alternativas es desacertada, como acabamos de verlo. Es que también en la primera persona tiene que haber sido cancelada la investidura de inhibición; de lo contrario no se habría generado ningún chiste, cuya formación debió superar, en efecto, esa resistencia. Y también sería imposible que la primera persona sintiera el placer de chiste, que nos hemos visto precisados a derivar de la cancelación de la inhibición. Entonces sólo nos queda la segunda alternativa, a saber, que la primera persona no puede reír, aunque siente placer, porque le es estorbada la posibilidad de descarga. Ese estorbo en la descarga que es condición del reír puede deberse a que la energía de investidura liberada se aplique enseguida a otro uso endopsíquico. Es bueno que hayamos parado mientes en esta posibilidad; muy pronto nos seguirá interesando. Ahora bien, en la primera persona del chiste puede haberse realizado otra condición que lleve a igual resultado. Acaso no se liberó monto alguno de energía, susceptible de exteriorizarse, a pesar de que en efecto se haya cancelado la investidura de inhibición. Es que en la primera persona del chiste se consuma el trabajo del chiste, al cual por fuerza le corresponderá cierto monto de gasto psíquico nuevo. La primera persona aporta, pues, la fuerza misma que cancela la inhibición; de ahí resulta para ella seguramente una ganancia de placer, hasta muy considerable en el caso del chiste tendencioso, pues el propio placer previo ganado por el trabajo del chiste toma a su cargo la ulterior cancelación de la inhibición; no obstante, en todos los casos el gasto del trabajo del chiste se debita de la ganancia obtenida a raíz de la cancelación de la inhibición, ese mismo gasto que el oyente del chiste no tiene que solventar. En apoyo de esto que decimos se puede aducir todavía que el chiste pierde su efecto reidero aun en la tercera persona tan pronto como se la invita a hacer un gasto de trabajo de pensamiento. Las alusiones del chiste tienen que ser llamativas; las omisiones, fáciles de completar; al despertarse el interés del pensar conciente se imposibilita, por lo general, el efecto del chiste. En esto reside una importante diferencia entre chiste y acertijo. Es posible que la constelación psíquica en el curso del trabajo del chiste no favorezca en modo alguno la libre descarga de lo ganado. Parece que no estamos aquí en condiciones de obtener una intelección más profunda; hemos conseguido esclarecer mejor una de las partes de nuestro problema, a saber, por qué la tercera persona ríe, que la otra, la de averiguar por qué la primera persona no ríe.

Comoquiera que fuese, ahora podemos, ateniéndonos a estas intuiciones acerca de las condiciones del reír y del proceso psíquico sobrevenido a la tercera persona, esclarecernos de manera satisfactoria toda una serie de propiedades del chiste bien notorias, pero que no habían sido comprendidas. Para que en la tercera persona se libere un monto de energía de investidura susceptible de descarga tienen que llenarse, o son deseables como favorecedoras, varias condiciones: 1 ) Tiene que ser seguro que la tercera persona efectivamente realiza ese gasto de investidura. 2) Debe impedirse que este, una vez liberado, encuentre otro empleo psíquico en vez de ofrecerse a la descarga motriz. 3) No puede ser sino ventajoso que la investidura por liberar se refuerce antes todavía más en la tercera persona, se la eleve al máximo. A todos estos propósitos sirven ciertos recursos del trabajo del chiste que acaso pudiéramos reunir bajo el título de técnicas secundarias o auxiliares.

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 La primera de esas condiciones define una de las aptitudes de la tercera persona como oyente del chiste. Es imprescindible que posea la suficiente concordancia psíquica con la primera persona como para disponer de las mismas inhibiciones internas que el trabajo del chiste ha superado en esta. Quien esté «sintonizado» en la pulla indecente no podrá derivar placer alguno de unos espirituales chistes desnudadores; no entenderían las agresiones del señor N. personas incultas, habituadas a dar rienda suelta a su placer de insultar. Así, cada chiste requiere su propio público, y reír de los mismos chistes prueba que hay una amplia concordancia psíquica. Por lo demás, hemos arribado aquí a un punto que nos permite colegir con mayor exactitud todavía el proceso en la tercera persona. Esta tiene que poder establecer dentro de sí de una manera habitual la misma inhibición que el chiste ha superado en la primera persona, de suerte que al oír el chiste se le despierte compulsiva o automáticamente el apronte de esa inhibición. Ese apronte inhibitorio, que yo debo aprehender como un gasto efectivo análogo a una movilización en el ejército, es al mismo tiempo discernido como superfluo o como tardío, y así descargado in statu nascendi por la risa.

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 La segunda condición para que se produzca la libre descarga, a saber, que se impida un empleo diverso de la energía liberada, parece con mucho la más importante. Proporciona el esclarecimiento teórico del incierto efecto que producirá el chiste cuando los pensamientos que expresa evoquen en quien lo oye unas representaciones intensamente excitadoras, dependiendo entonces de la armonía o la contradicción entre las tendencias del chiste, por un lado, y la serie de pensamientos que gobierne al oyente, por el otro, que la atención se mantenga en el proceso chistoso o se sustraiga de él. Empero, todavía mayor interés teórico merecen una serie de técnicas auxiliares del chiste que evidentemente sirven al propósito de restar por completo del proceso chistoso la atención del oyente, y hacer que trascurra de una manera automática. Digo adrede «automática» y no «inconsciente», pues esta última designación sería errónea. Aquí sólo se trata de mantener alejado del proceso psíquico que sobreviene cuando se escucha el chiste el plus de investidura de atención; y la utilidad de estas técnicas auxiliares nos da derecho a conjeturar que precisamente la investidura de atención desempeña un considerable papel tanto en la supervisión como en el nuevo empleo de una energía de investidura liberada.

En general, no parece fácil evitar el empleo endopsíquico de unas investiduras que se han vuelto prescindibles, pues en los procesos de nuestro pensar nos ejercitamos de continuo en desplazar de un camino a otro tales investiduras, sin perder, por descarga, nada de su energía. El chiste se sirve para ese objeto de los siguientes recursos. En primer lugar, se afana por obtener una expresión lo más breve posible a fin de ofrecer escasos flancos a la atención. En segundo, observa la condición de una fácil inteligibilidad; tan pronto reclamara reflexionar, seleccionar entre varios caminos de pensamiento, por fuerza pondría en peligro su efecto, no sólo por el inevitable gasto cogitativo, sino por el despertar de la atención. Pero además se vale del artificio de distraer esta última ofreciéndole en la expresión del chiste algo que la cautive, de suerte que entretanto pueda consumarse imperturbada la liberación de la investidura inhibidora, y su descarga. Ya las omisiones en el texto del chiste llenan ese propósito; incitan a llenar las lagunas y de esa manera consiguen apartar la atención del proceso del chiste. Aquí, en cierto modo, la técnica del acertijo, que atrae la atención, es puesta al servicio del trabajo del chiste. Más eficaces aún son las formaciones de una fachada, que hemos hallado sobre todo en muchos grupos de chistes tendenciosos. Las fachadas silogísticas cumplen, de manera notable, el fin de retener la atención planteándole una tarea. Apenas empezamos a reflexionar sobre el defecto que pueda tener esa respuesta cuando ya reímos; nuestra atención ha sido tomada por sorpresa, ya se consumó la descarga de la investidura inhibidora liberada. Lo mismo vale para los chistes con fachada cómica, en que la comicidad hace las veces de auxiliar de la técnica del chiste. Una fachada cómica promueve el efecto del chiste en más de una manera; no sólo posibilita el automatismo del proceso chistoso encadenando la atención, sino que le aligera la descarga haciéndola preceder por una descarga de lo cómico. La comicidad produce aquí el mismo efecto que un placer previo sobornador; así comprendemos que muchos chistes puedan renunciar al placer previo producido por los otros recursos del chiste y servirse sólo de lo cómico como placer previo. Entre las técnicas específicas del chiste son en especial el desplazamiento y la figuración por lo absurdo las que, además de su idoneidad en otros aspectos, procuran esa distracción de la atención, deseable para el decurso automático del proceso chistoso.

Ya vislumbramos, y luego podremos inteligir mejor, que en esa condición de desvío de la atención hemos descubierto un rasgo nada trivial para el proceso psíquico de quien escucha el chiste.  Relacionadas con ese rasgo podemos comprender todavía otras cosas. La primera, cómo es que en el chiste casi nunca sabemos de qué reímos, aunque podamos establecerlo mediante una indagación analítica. Esa risa es, justamente, el resultado de un proceso automático sólo posibilitado por el alejamiento de nuestra atención conciente. La segunda: entendemos ahora la propiedad del chiste de producir su pleno efecto sobre el oyente sólo cuando le resulta nuevo, cuando le sale al paso como una sorpresa. Esta propiedad del chiste, que condiciona su carácter efímero e incita a producir nuevos y nuevos chistes, deriva evidentemente de que es propio de una sorpresa o un asalto imprevisto no prevalecer la segunda vez. Y desde aquí se nos abre el entendimiento del esfuerzo {Drang} que lleva a contar el chiste escuchado a otros que aún no lo conocen. Es probable que la impresión que el chiste produce al recién iniciado devuelva una parte de la posibilidad de goce ausente por la falta de novedad. Y acaso un motivo análogo pulsionó al creador del chiste a comunicarlo a los otros.

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Como favorecedores -aunque ya no como condiciones- del proceso chistoso cito, en tercer lugar, aquellos recursos técnicos auxiliares del trabajo del chiste cuya finalidad es elevar el monto destinado a descargarse, y de ese modo incrementar su efecto. Es verdad que la mayoría de las veces acrecientan también la atención dedicada al chiste, pero vuelven inocuo su influjo cautivándola al mismo tiempo e inhibiendo su movilidad. Todo cuanto produzca interés y desconcierto operará en ambas direcciones: en especial, lo disparatado, así como la oposición, el «contraste de representación» que muchos autores pretenden convertir en el carácter esencial del chiste, pero en el cual yo no puedo discernir otra cosa que un medio de reforzar su efecto. Todo lo desconcertante convoca en el oyente aquel estado de distribución de la energía que Lipps ha designado «estasis psíquica»; sin duda este autor acierta también cuando supone que el «aligeramiento» resultará tanto más intenso cuanto más elevada sea la estasis previa. Es verdad que esa figuración de Lipps no se refiere de manera expresa al chiste, sino a lo cómico en general; pero puede parecernos harto probable que la descarga en el chiste, que aligera una investidura de inhibición, sea igualmente llevada al máximo por la estasis.

Ahora nos percatamos de que la técnica del chiste está comandada en general por dos clases de tendencias: las que posibilitan la formación del chiste en la primera persona, y otras destinadas a garantizarle el máximo efecto de placer posible en la tercera persona. Su rostro de Jano, que asegura su originaria ganancia de placer contra la impugnación de la racionalidad crítica, así como el mecanismo del placer previo, pertenecen a la primera tendencia; la ulterior complicación de la técnica mediante las condiciones expuestas en este capítulo se produce por miramiento a la tercera persona del chiste. Así, el chiste es como un pillastre de dos caras, que sirve al mismo tiempo a dos señores. Todo cuanto en el chiste apunta a la ganancia de placer es atribuible a la tercera persona, como si unos obstáculos interiores insuperables la estorbaran en la primera. Se tiene de este modo la impresión de que esa tercera persona es indispensable para la consumación del proceso chistoso. Ahora bien, mientras que hemos obtenido una visión bastante buena de la naturaleza de ese proceso en la tercera persona, sentimos que todavía permanece envuelto en sombras el proceso correspondiente en la primera. De las dos preguntas: «¿Por qué no podemos reír del chiste hecho por nosotros mismos?» y «¿Por qué nos vemos pulsionados a contar nuestro propio chiste al otro?», a la primera no hemos conseguido aún darle respuesta. Sólo podemos conjeturar que entre esos dos hechos por esclarecer existe un íntimo nexo, y nos vemos precisados a comunicar nuestro chiste al otro porque nosotros mismos no somos capaces de reír por él. Desde nuestras intelecciones sobre las condiciones de la ganancia y descarga de placer en la tercera persona podemos extraer, respecto de la primera, la inferencia retrospectiva de que en ella faltan las condiciones de la descarga, mientras que las de la ganancia de placer acaso se llenen sólo incompletamente. No es entonces desechable la idea de que completamos nuestro placer obteniendo la risa, imposible para nosotros, por el rodeo de la impresión de la persona a quien movemos a reír. Reírnos en cierto modo «par ricochet» {«de rebote»}, como lo expresa Dugas. El reír se cuenta entre las exteriorizaciones en alto grado contagiosas de estados psíquicos; cuando muevo al otro a reír comunicándole mi chiste, en verdad me sirvo de él para despertar mi propia risa, y de hecho se puede observar que quien primero cuenta el chiste con gesto serio, luego acompaña la carcajada del otro con una risa moderada. Entonces, la comunicación de mi chiste al otro acaso sirva a varios propósitos: en primer lugar, proporcionarme la certidumbre objetiva de que el trabajo del chiste fue logrado; en segundo, complementar mi propio placer por el efecto retroactivo de ese otro sobre mí, y en tercero -al repetir un chiste no producido por uno mismo-, remediar el menoscabo que experimenta el placer por la ausencia de novedad.

Al concluir estas elucidaciones sobre los procesos psíquicos del chiste en tanto se desenvuelven entre dos personas, podemos arrojar una mirada retrospectiva hacia el factor del ahorro, que desde nuestro primer esclarecimiento sobre la técnica del chiste entrevimos como sustantivo para su concepción psicológica. Ha tiempo que hemos superado la concepción más evidente, pero también la más trivial, de este ahorro, a saber, que con él se trata de evitar un gasto psíquico en general, lo cual se conseguiría por la mayor limitación posible en el uso de palabras y en el establecimiento de nexos en lo pensado. Ya entonces nos dijimos: lo sucinto y lacónico no es todavía chistoso. La brevedad del chiste es una brevedad particular; justamente, «chistosa». Es cierto que la originaria ganancia de placer que procuraba el juego con palabras y pensamientos procedía de un mero ahorro de gasto, pero con el desarrollo del juego hasta el chiste también la tendencia a la economía debió replantear sus metas, pues es claro que frente al gasto gigantesco de nuestra actividad de pensar perdería toda importancia lo que se ahorrara por usar las mismas palabras o evitar una nueva ensambladura de lo pensado. Podemos permitirnos comparar la economía psíquica con una empresa comercial. En esta, mientras el giro de negocios es exiguo, sin duda interesa que en total se gaste poco y los gastos de administración se restrinjan al máximo. La rentabilidad depende todavía del nivel absoluto del gasto. Luego, ya crecida la empresa, cede la significatividad de los gastos de administración; ya no interesa el nivel que alcance el monto del gasto con tal que el giro y las utilidades puedan aumentarse lo bastante. Ocuparse de refrenar el gasto de administrarla sería ocuparse de nimiedades, y aun una directa pérdida. Pero importaría un error suponer que, dada la magnitud absoluta del gasto, ya no queda espacio para la tendencia al ahorro. Ahora la mentalidad ahorrativa del dueño se volcará a los detalles y se sentirá satisfecha si puede proveer con costas menores a una función que antes las demandaba mayores, por pequeño que pudiera parecer ese ahorro en comparación al nivel total del gasto. De manera por entero semejante, también en nuestra complicada empresa psíquica el ahorro en los detalles sigue siendo una fuente de placer, como sucesos cotidianos nos lo pueden demostrar. Quien debía iluminar su habitación con una lámpara de gas y ahora instala luz eléctrica registrará un nítido sentimiento de placer al accionar la perilla, mientras permanezca vivo en él el recuerdo de los complejos manejos que se requerían para encender la lámpara de gas. Así también seguirán siendo una fuente de placer para nosotros los ahorros de gasto de inhibición psíquica que el chiste produce, aunque ellos sean ínfimos en comparación con el gasto psíquico total; en efecto, por ellos se ahorra un cierto gasto que estamos habituados a hacer y que también esta vez nos aprontábamos a realizar. El aspecto de ser esperado el gasto, un gasto para el cual uno se prepara, pasa inequívocamente al primer plano.

Un ahorro localizado como el que acabamos de considerar nos deparará ineludiblemente un placer momentáneo, pero no podrá agenciarnos alivio duradero si lo aquí ahorrado puede hallar empleo en otro sitio. Sólo si puede evitarse ese uso en otro lugar, el ahorro especial vuelve a trasmudarse en un alivio general del gasto psíquico. Así, con una mejor intelección de los procesos psíquicos del chiste, el factor del alivio remplaza al del ahorro. Es evidente que es aquel el que proporciona el mayor sentimiento de placer. El proceso sobrevenido en la primera persona del chiste produce placer por cancelación de una inhibición, rebaja del gasto local; sólo que no parece aquietarse hasta alcanzar el alivio general mediante la descarga¡ por la mediación de la tercera persona interpolada.